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Además del gran foco cortesano y del temprano y activo foco zaragozano, en otros centros pictóricos españoles, si bien con mucha menor intensidad, se dejaron sentir los efectos de la sensibilidad rococó. Es el caso de Valencia, Barcelona y Sevilla, ciudades cosmopolitas y abiertas a influjos estéticos exteriores. En Valencia, además de Hipólito Rovira, es necesario referirse al máximo representante de la pintura rococó en tierras levantinas, José Camarón y Boronat (1731-1803). Académico de mérito de la Academia de San Fernando (1762) con una Alegoría de Valencia ante las Artes (Museo Municipal, Madrid), de figuras alargadas y elegancia de ecos manieristas, y también director supernumerario de pintura de la Academia de San Carlos, llegó al final de su vida a ser director general de la misma. Personaje vitalista y desenfadado, vinculado a la Corte, sus obras, tanto religiosas como profanas, están llenas de esa gracia característica del rococó. "Paret rústico" le llama Pérez Sánchez, sin por ello disminuir la delicadeza y exquisitez de sus escenas galantes, como La Romería o Parejas en un parque (Prado), en las que los majos y majas, que adoptan posiciones de ballet, denotan un mayor refinamiento y elegancia que los de Goya, Castillo o Bayeu. La pintura de José Vergara y Ximeno (1726-1799), director de la Academia de San Carlos, se encuadra dentro de una tendencia barroco-academicista, con epidérmicos elementos rococó, especialmente en los fondos dorado-amarillentos, de ecos napolitanos. En Barcelona lo rococó se reflejó de forma menos intensa de lo que cabría esperar. Sobre una concepción formal barroco-decorativa aparecen soluciones rococó en los celajes y visiones celestiales de los lienzos religiosos de Francisco Tramullas (hacia 1717-1773) para la capilla de San Esteban (hacia 1765) de la catedral de Barcelona, y también debieron estar presentes en los decorados no conservados que realizó para óperas y otras obras efímeras, y los realizados por su hermano Manuel Tramullas. A finales de la centuria, todavía se aprecia la cromatura, la soltura de pincel y dinamismos rococó en las pinturas murales de Francisco Pla Vigatá (17431805) realizadas para el Salón del Trono del Palacio Episcopal de Barcelona. En Sevilla el peso del influjo murillesco fue decisivo y perdurable en la pintura barroca dieciochesca, con una sensibilidad que en colorido y gracia conectaría con lo rococó en las pinturas de Juan de Espinal (1714-1783). Artificio y teatralidad, pincelada de mancha, interesantes efectos lumínicos en la resolución de fondos especiales y armoniosa cromatura se detectan en cuadros religiosos de indudable belleza como el de las Santas Justa y Rufina (1760), encargo del Ayuntamiento de Sevilla, la Alegoría de la llegada de la Pintura a Sevilla (hacia 1770-75) de la Academia de San Fernando, o la Inmaculada del Zodíaco (hacia 1778) del Lázaro Galdiano de Madrid.
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De la misma manera que hemos visto cómo los cambios que se producen en la arquitectura durante la Regencia y el reinado de Luis XV venían anunciándose desde fines del siglo XVII, en el campo de la pintura ocurre otro tanto. Los famosos debates que se entablan en las Academias desde su fundación en el seiscientos sobre la primacía de los antiguos o de los modernos se concreta en lo que se refiere a la pintura en la querelle sobre la mayor importancia del dibujo o del color. Los partidarios del primero, los poussinistas, no podían ocultar su enseñanza clásica, aprendida en las obras de Rafael o de Carracci y sus discípulos, normalmente en la Academia de Francia en Roma y suscribían las mismas ideas que Poussin. Los defensores del color se alineaban en las filas de los rubensianos, pero como es lógico no sólo admiraban a Rubens sino también todo el protagonismo del color que supone la pintura veneciana. Aunque exactamente no coincida siempre, el grupo primero estaba más cercano a la pintura oficial, el segundo se acercaba a una pintura más privada y burguesa en la que también contaba la influencia de los pequeños maestros flamencos y holandeses.Como era de esperar fueron vencedores los partidarios del color. Los franceses estaban cansados de la rigidez de las reglas, de la existencia de una norma para todo, de la simetría como principio fundamental que afectaba a las artes y a las letras pero también a sus propias costumbres. La explosión no se hizo esperar: la triste severidad de los últimos años de Luis XIV propició la alocada alegría de la Regencia.Decae la gran pintura decorativa, se prefiere en la decoración interior las maderas de las boiseries y entre la nueva clientela se generaliza el gusto por el coleccionismo de cuadros más pequeños que se adaptan mejor a los íntimos espacios de los hôtels modernos.Los aparatosos y un tanto pesados temas históricos o mitológicos pierden el favor de los franceses. Los amores de los dioses se interpretan como escenas galantes, los retratos se acercan al contemplador y las escenas de género adquieren el carácter cotidiano de las de los pintores flamencos. Todo se hace más ligero y más claro, se huye de la oscuridad como en los interiores de las casas y también de la vejez, la tragedia o la violencia.Esta nueva sensibilidad queda ya definida en la obra de Watteau, florece en el mundo rococó de Boucher y concluye con Fragonard. Tres pintores fundamentales de todo el arte francés, pero que no pueden hacernos olvidar otros artistas del XVIII como Chardin, extraño al gusto rococó, pero especialista insuperable de la naturaleza muerta y de la escena de género.
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Siguiendo la tradición antigua ininterrumpida durante la Alta Edad Media, el edificio románico no se consideraba totalmente acabado hasta que sus muros se cubrían de pintura. La pintura románica tendrá su origen en el último cuarto del XI. La ruptura con la tradición prerrománica, aunque el lenguaje convencional de ésta seguirá perviviendo en las formas más populares, se producirá por la influencia de las formas pictóricas bizantinas introducidas en Occidente a través del mundo italiano. La decoración patrocinada por el abad Desiderio (1058-1086) en Montecasino, realizada por artistas griegos, fue decisiva para que su experiencia se extendiera por Europa con los monjes cluniacenses. La influencia bizantina utilizará también el ámbito véneto para, por la misma época, penetrar en los talleres de pintura de Salzburgo. De la fusión de unos recursos estilísticos y técnicos bizantinos, con una iconografía paleocristiana transmitida fundamentalmente por los carolingios, surgirá la tendencia estilística más importante del románico pleno, que mantendrá su vitalidad hasta mediados del XII. Durante el último tercio del XII, un nuevo impulso bizantino renovará otra vez la pintura. Las formas de las imágenes de los Comnenos, introducidas en el Sur de Italia para la decoración de los edificios y libros del reino normando de Sicilia. La nueva ola de bizantinismo se hará sentir en las ilustraciones de los mejores scriptoria, desde Inglaterra a España. Las formas hermosas y elegantes de esta corriente pervivirán en los libros y murales hasta bien entrado el XIII.
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El periodo que se fecha entre mediados del tercer milenio y fines del segundo marca un hito esencial en la cultura de África: por una parte, significa la introducción de la ganadería al oeste de Egipto, sustituyendo la simple caza y recolección; por otra -y no se sabe si la coincidencia es casual-, marca el comienzo de la desecación del Sahara. Hasta entonces, y por lo menos desde hacía dos mil años, aquellas regiones habían gozado de verdes praderas y de anchos ríos, los mismos que, en una curiosa alternancia climática, habían presidido una cultura paleolítica en el octavo milenio y habían dado paso después a una fase desértica. Pero la tendencia a la sequía que se esboza desde h. 2500 a.C. será ya la definitiva, aunque su avance sea lento y con algún retroceso momentáneo. Poco a poco, los pueblos pastores -unos de tez blanca, otros manifiestamente negros, según las pinturas- van dirigiendo sus ganados hacia los cursos de agua, hacia las lagunas donde -así nos muestran los restos óseos- siguen viviendo hipopótamos hacia el año 900 a.C. Las pinturas, ignoramos con qué intención, relatan el paso de las vacas y las ovejas con una vivacidad que estremece. Es la misma limpieza y seguridad de trazo de los artistas egipcios, pero con dos diferencias esenciales, que revelan su libertad de criterios: el pintor sahariano desconoce el marco, el registro, el límite de la composición que constituye la premisa compositiva del egipcio, pero, a cambio, entiende con mucha mayor claridad la perspectiva visual. Ajeno a parcelas y espacios cerrados, sabe reflejar exactamente sus ganados y aldeas como los ve, superponiendo los lomos de los animales o los techos de las cabañas. En el Mediterráneo griego, habrá que esperar al periodo helenístico para obtener tal realismo espacial. Alrededor del año 1000 a.C., la progresiva desertización y la introducción del caballo presiden el paso hacia una fase nueva: es el periodo del caballo, que significa un empobrecimiento artístico en todos los campos. Los ágiles carros permiten largos trayectos por las crecientes extensiones de sabana o desierto, pero el esquematismo de su representación impide cualquier intento expresivo del artista, y, sobre todo, se advierte que las obras escasean cada vez más. Es curioso, en este contexto, el conocido pasaje de Herodoto que relata la expedición de los nasamones -gentes de la zona costera de Libia- hacia el sur: "Bien provistos de agua y víveres, atravesaron, primero, la zona habitada (de la costa); una vez rebasada, llegaron a la de las fieras y, al salir de ella, cruzaron el desierto, dirigiendo su marcha hacia el oeste. Y cuando, al cabo de muchas jornadas, habían atravesado una gran extensión de terreno desértico, vieron al fin árboles que crecían en una llanura, se acercaron y se pusieron a coger la fruta que había en los árboles". Entonces les apresaron unos hombres de pequeña estatura, quienes los "condujeron por extensas marismas y, una vez atravesadas, llegaron a una ciudad en la que todos eran de la estatura de sus raptores y de piel negra. Por la ciudad corría un gran río; lo hacía de oeste a este, y en él se veían cocodrilos" (II, 32). Como es sabido, hay quien ha pensado en el Níger, pero lo más probable es que los nasamones no pasasen de la región de Fezzan, y fuesen los últimos afortunados testigos de una zona lacustre ya aislada en el centro del Sahara, y próxima a su desaparición. Unos siglos después, a principios del Imperio Romano, el caballo empezará a ser sustituido por el camello entre los mercaderes de toda la zona. Para entonces, sin embargo, las vías transaharianas, cada vez más penosas pero siempre practicadas, habían permitido contactos entre las gentes del Mediterráneo y del valle del Nilo, por un lado, y las poblaciones negras que, desde milenios atrás, abandonaban las zonas desertizadas y se dirigían hacia las sabanas y selvas del Golfo de Guinea. A través de Cartago o, más fácilmente, de Nubia y de las estepas del Sudán, comerciantes y ganaderos alcanzaban el lago Chad -entonces un verdadero mar interno-, transportando sus objetos y sus técnicas. Entre estas últimas, sin duda la principal que llegó en el primer milenio a.C. fue la metalurgia del hierro. Su impacto debió de ser enorme, dado que al sur del Sahara apenas se conoció metalurgia del cobre o del bronce previa a este momento, y el fruto de esta revolución técnica fue la primera gran cultura del África negra, que toma el nombre de la ciudad de Nok.
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Muy otra va a ser, en cambio, la suerte de la pintura social, que conoce un espectacular desarrollo en la última década del siglo, como heredera directa del género histórico. Se cumplen así los vaticinios del Tubino que, ya en 1871, había dejado muy claro que "si hasta ahora, con breves excepciones, el arte tuvo por objeto los dioses o los príncipes, en adelante deberá tener por fin el hombre. El que pinta hoy el suceso histórico que interesa a la civilización, esto es, que arguye una enseñanza, un progreso, una mejora, un triunfo, una censura; pintará mañana el suceso de la vida común, que realmente sea digno de transmitirse al lienzo, pintará al hombre como es en sí, tomando por modelo la humanidad y por norte su mejoramiento". Vaticinios que se hacen realidad cuando la sucesión de una serie de acontecimientos -la fundación del Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores (1889), la conmemoración del Primero de Mayo (1890), la nueva política social de la Iglesia tras la "Rerum Novarum" de León XIII (1891), y la creación del Instituto de Reforma Sociales-, unida al triunfo en la Exposición Universal de París de 1889 de Una sala de hospital, de Luis Jiménez Aranda, en detrimento de La rendición de Granada, de Pradilla, animan a los artistas a abandonar los ya obsoletos asuntos históricos para concentrarse en los temas contemporáneos con un marcado trasfondo social. A partir de ese momento los asuntos realistas y la problemática del mundo laboral no sólo aparecen con frecuencia en los certámenes nacionales, sino que ganan los primeros premios, más la consiguiente adquisición oficial, con sus versiones de huelga o manifestaciones -Una huelga de obreros en Vizcaya de Cutanda (1892)-, accidentes laborales -Una desgracia, de José Jiménez Aranda (1890) y ¡Aún dicen que el pescado es caro!, de Sorolla (1895)-, repercusiones sociales -¡Otra Margarita! y Trata de Blancas, del mismo autor en 1892 y 1897 respectivamente, sin olvidar su Triste herencia, aunque ya de 1901-, para culminar con el tema propuesto por la mismísima Academia en el concurso de pensionados en 1899: La familia del anarquista en el día de su ejecución. Esta sucesión de éxitos viene a satisfacer los deseos tanto de los sectores conservadores como de los progresistas, pues, aunque con distinto signo, ambos son partidarios de un arte comprometido, en razón de su condición de guía de la sociedad. Baste como ejemplo un editorial del pimargalliano "El Nuevo Régimen", defendiendo, con motivo de la Exposición de 1892, que "El arte y la poesía deben a nuestros ojos ser los precursores de las ideas que han de conducir a su destino por sendas aún no trilladas al linaje humano. Dadas sus tendencias, es de aplaudir que se fijen en las miserias del presente, ya que por ellas pueden excitar los ánimos a la regeneración social que tantos corazones desean y tantos espíritus presienten". La pintura social se presenta, pues, como la heredera natural de la pintura de historia, con todos sus condicionantes positivos y negativos, limitando su posible clientela al ámbito oficial. Ello no sólo no favorece su desarrollo sino que refuerza su retoricismo al convertirlas en obras de empeño, a la vez que explica el que hoy se ponga en duda su condición de realismo social. Como en tantas otras cuestiones parecidas, el problema descansa realmente en la interpretación actual, al infravalorar, por un lado, su ejecución académica, mientras que, por otro, se prefiere no el retoricismo de esas obras, sino un arte comprometido, que invite a la acción, como en 1848 le pedía Michelet a Daumier.
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El Surrealismo se configura a raíz de la escisión protagonizada en el seno del Dadá parisino por un grupo de poetas colaboradores habituales de la revista "Littérature". La inoperancia de la que daba muestras en aquel momento el otrora audaz espíritu dadaísta, limitándose a repetir los desplantes y provocaciones de antaño, motivó la ruptura, encabezada por Breton, de todos aquellos que creían necesario dar una orientación más efectiva a la actividad del grupo. Frente al nihilismo sin salida de Dadá, negador de toda posibilidad artística en un mundo tan degradado, como de forma pavorosa había puesto de manifiesto la Primera Guerra Mundial, el nuevo ismo opondría la convicción esperanzada de que todavía era posible transformar el mundo y cambiar la vida, tal y como habían formulado Marx y Rimbaud. El Surrealismo no se limitó, como el resto de las propuestas de vanguardia que le precedieron, a ofrecer una alternativa más a la crisis de los lenguajes tradicionales, sino que, trascendiendo el marco estricto de la práctica del arte y de la literatura, fue concebido como una actitud vital encaminada a alumbrar un hombre nuevo en un mundo mejor. No hay que olvidar que su aparición tras la Gran Guerra, coincide con el momento de quiebra de los valores que habían conformado la base de la cultura occidental. El Surrealismo en su nueva concepción del ser humano parte, fundamentalmente, de las investigaciones llevadas a cabo por Sigmund Freud en el ámbito del subconsciente y hace suyas, aplicándolas a los procesos de creación artística, las técnicas automáticas propias del psicoanálisis, que el médico vienés había desarrollado con fines terapéuticos. En octubre de 1924 se publicó el "Manifiesto del Surrealismo" del que es autor André Breton, personaje que siempre ostentó una posición de liderazgo dentro del grupo. En dicho manifiesto es definido el movimiento como "Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito, o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado real del pensamiento sin la intervención reguladora de la razón y ajerno a toda preocupación estética o moral". A la vista de tal declaración no debe extrañar el interés demostrado por el nuevo credo hacia manifestaciones como el arte de los alienados mentales y mediums, y hacia todo tipo de fenómenos parasicológicos, que se materializó en la creación de una Oficina de Investigaciones Surrealistas dirigida por Antonin Artaud. De 1929 data el "Segundo Manifiesto del Surrealismo", redactado también por Breton. El Surrealismo en sus orígenes tuvo un marcado carácter literario, pues, no en balde, fueron los poetas los primeros en vislumbrar la posibilidad de realizar una actividad creativa basada exclusivamente en los procesos irracionales. Junto al mencionado Breton, Louis Aragon, Philippe Soupault, Paul Eluard, Benjamín Péret, Antonin Artaud y René Crevel configuran la plana mayor de este Surrealismo literario. Sin embargo, las artes plásticas alcanzaron rápidamente un importante desarrollo, por lo que la presencia de los pintores en el seno del grupo fue cada vez más relevante, siendo la mayoría de estos últimos de procedencia extranjera. La aportación española al Surrealismo pictórico fue especialmente brillante, no sólo por el considerable número de artistas, que tanto dentro como fuera de nuestras fronteras se identificaron con los postulados del movimiento, sino sobre todo por el peso específico que algunas de estas figuras alcanzaron en el panorama internacional. Baste recordar en este sentido los nombres de Miró, Dalí, Oscar Domínguez y Picasso, si bien este último de forma más restrictiva, pero no menos determinante.
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Si volvemos la vista atrás, podremos comprobar que, igual que en la Europa dieciochesca, en el Helenismo Final convivieron neoclasicismo, rococó, realismo a veces pintoresco, y barroco decorativo. Incluso, como en los grandes jardines palaciegos de nuestras monarquías, en las ricas villas antiguas supieron adaptarse a ambientes rocosos grandes grupos escultóricos. Pero este incipiente gusto por la naturaleza abrupta y su poder evocador ¿llegó a coincidir con una reivindicación de los sentimientos, del inconsciente, de los aspectos lúgubres o grandiosos de la naturaleza como capaces de influir en el estado de ánimo del hombre? En una palabra ¿hubo en el Helenismo Final algo parecido a nuestro prerromanticismo? En el campo de la escultura es muy escaso lo que podemos rastrear sobre este aspecto; acaso, como uno de los ejemplos más claros, mencionaríamos dos relieves de danzarinas del Museo Nacional de Atenas: en ellos, cubiertas de movido ropaje, dos leves figuras neoáticas se mueven sobre el vacío, como si se tratase de sombras ingrávidas sobre un fondo neutro, quizá oscuro. Pero lo cierto es que hay que dirigirse más bien a la pintura para intentar descubrir tan sugestivos hallazgos. Como cabe imaginar, los pintores de esta época siguieron vías tan variadas como los escultores: no es raro encontrar, sobre todo en Pompeya -ciudad que vivía un gran auge desde su conversión en colonia a principios del siglo t a. C.-, pinturas que reflejan el neoclasicismo aticista (recuérdese, sin ir más lejos, el famoso friso de la Villa de los Misterios), obras de espíritu rococó (por ejemplo, el cuadro de Pan y Hermafrodita, de la Casa de los Dioscuros), e incluso copias de cuadros griegos más realistas o barrocos. Pero quizá los mayores logros de la pintura tardohelenística, y precisamente los de carácter prerromántico, se hallan dentro del paisajismo. El gusto por la ambientación, por la escenografía natural de los temas míticos, es algo que se venía desarrollando en Grecia desde el arcaísmo. En el periodo helenístico temprano, Apolonio de Rodas podía ya evocar en sus versos distintos tipos de paisaje por donde hacer pasar a sus Argonautas; fundamentalmente, distinguía un paisaje "cartográfico", como visto desde arriba, que daba la situación de sus héroes a lo largo de su periplo, y otro tipo de paisaje inaccesible, lleno de altísimas rocas y torrentes, digno contrapunto a las épicas hazañas; pero lo cierto es que, por entonces, no parece que la pintura diese aún primacía a las notas ambientales sobre los personajes del relato. Después, quizás a fines del siglo III o en el curso del II a. C., comienzan a aparecer, según todos los indicios, los primeros paisajes propiamente dichos. No desaparecerá la figura humana, que "justifica" de algún modo la realización del cuadro de cara a la mentalidad antropocéntrica griega, pero ya los árboles, las rocas, incluso las fluidas aguas se extienden por doquier, como en esa especie de mapa animado de Egipto que fue reproducido hacia el 100 a. C. en el llamado Mosaico nilótico de Palestrina. Faltaba sin embargo llegar a sentir la naturaleza por sí misma, no como mera descripción científica de sus montañas y animales. Esta, al parecer, es la gran aportación del Helenismo Tardío, y precisamente de su sensibilidad nueva. Basta asomarnos a los Museos Vaticanos para contemplar allí, en varios cuadros que representan pasajes de la Odisea, y que fueron arrancados de una casa del Esquilino, cómo alcanza el paisaje su verdadero valor protagonista. Ulises y sus compañeros aparecen ahogados por la grandiosidad de los mares y territorios que han de recorrer, y el tema de la Bajada a los Infiernos, sumido en una lóbrega oscuridad, alcanza un poder de sugestión sobrecogedor; es la misma sensibilidad que, enclave quizá más superficial y artificiosa, se repite en numerosas copias pompeyanas donde el mito de Andrómeda, el de Polifemo y Galatea o el de Icaro cayendo al mar se rodean de un enorme y animado paisaje de montañas, olas, ciudades, y hasta Ninfas y Nereidas. Como podemos comprobar, en sus últimas décadas de vida "oficial", el arte helenístico, es decir, el arte griego, sigue descubriendo rincones inexplorados de la expresión artística, e incluso de la mente humana.
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El espíritu racionalista francés tuvo su máximo exponente en la Académie Royale de Peinture et de Sculpture, cuya cabeza visible y máximo representante fue Charles Le Brun.La Academia propiciaba un tipo de arte en el que dominaban la razón y las reglas, considerando la existencia de un arte universal. Así señalaba que la pintura debe apelar a la mente antes que agradar a la vista, por lo que se convertía en un tipo de arte culto que no llegaba al pueblo, que de siempre se deja llevar más por las emociones de los sentidos que por la razón.Se juzgaba que los artistas debían basarse en la naturaleza, pero no imitándola servilmente, sino analizándola y prácticamente reduciéndola a los principios inmutables dominados por las leyes de la proporción, la perspectiva y la composición. Igualmente sólo debían ser representados aquellos temas considerados nobles por haber sido los practicados en la Antigüedad, época en la que el arte se dejaba llevar por esas reglas universales.Consecuentemente, la enseñanza de la Academia quedó perfectamente codificada, de forma que los alumnos se encontraban con un estricto orden de prioridades a tener en cuenta. En él los antiguos ocupaban el primer puesto, seguidos por Rafael y sus seguidores romanos y en tercer lugar estaba Poussin. Comenzaba la enseñanza con la copia de obras de la Antigüedad, primero dibujando y luego pintado, para posteriormente pasar a pintar del natural, pues el contacto con las verdaderas obras de arte debía ya de haber conformado el gusto de los artistas noveles. Todo ello hizo que los pintores dominados por esta corriente resultaran casi estereotipados y de una calidad mediocre.Fue, como ya queda dicho, Charles Le Brun (1619-1690) el más genuino representante de las ideas de la Academia y quien, además, desde su puesto de director ejerció una verdadera dictadura artística.Nació este pintor en París en el seno de una familia no ajena al mundo artístico, pues su padre era escultor. Decidido a seguir el camino de la pintura por las dotes que demostraba, tuvo como maestro a François Perrier. Pero pronto obtuvo el favor del canciller Séguier, que le puso en conocimiento de Vouet y luego le propició un viaje a Italia, donde estuvo entre 1642 y 1646 y donde recibió la influencia de Poussin. A la vuelta a Francia, se puso a la cabeza de los pintores de tendencias clasicistas y gozó de un enorme favor, figurando entre los doce pintores que en 1648 fundaron la Académie Royale de Peinture et de Sculpture.Contando con el beneficio de una señalada clientela, hizo importantes obras como la decoración del Salón de Hércules en el Hôtel Lambert entre 1649 y 1651, y luego la más trascendental del château de Vaux-le-Vicomte entre 1658 y 1661. Todo esto le valió el que sucesivamente ocupase los cargos de Secretario, Canciller y Director de la Academia, así como el ser nombrado en 1662 Primer Pintor del Rey y al año siguiente, director de la Manufactura de los Gobelinos, desde donde determinó el modelo decorativo de gran parte del reinado de Luis XIV.Toda esta actividad oficial y burocrática hizo que su producción pictórica se viera mermada a partir de estos momentos, aunque todavía realizó algunas importantes composiciones en las que dio muestras patentes de su concepción de la pintura. Un ejemplo de esto es el retrato del Chancelier Séguier á cheval del Museo del Louvre. En él, su protector aparece representado tal como formó parte del cortejo que acompañó a Luis XIV y a María Teresa en su entrada en París en el año 1661, a caballo y rodeado de unos pajes, dos de los cuales sostienen un par de parasoles. El conjunto es sereno, pero no carente de movilidad y tiene una estructura muy estudiada en la que Séguier figura en el eje de la composición, mientras que los pajes forman dos grupos homogéneos; por otra parte, también resulta llamativa la calidad en la captación de los rasgos físicos y psicológicos del retrato.Pero donde de una forma más clara dio muestras de su concepción de la pintura fue en las obras de aparato, como, por ejemplo, en la serie de la Historia de Alejandro del año 1661, en la que mostraba haber superado la dependencia de Poussin y poseer unas dotes especiales para la ordenación de composiciones con un gran número de personajes. Esta serie pasada al tapiz fue la que en buena parte determinó el favor del rey hacia el pintor cuando ya contaba con el de Colbert.Fue, sin embargo, en la dirección de grandes conjuntos decorativos donde explayó toda su imaginación y donde en definitiva determinó los rasgos propios del ideal ornamental del reinado de Luis XIV. Los primeros pasos los dio en la decoración del Salón de Hércules del Hôtel Lambert y en Vaux-le-Vicomte, trabajando ya inmediatamente para la Corona en la Galería de Apolo del Louvre y en Versalles, en el que sus obras cumbres fueron la Escalera de los Embajadores y la Galería de los Espejos.El complemento de estos programas decorativos por medio de las artes suntuarias también tuvo en Le Brun a su auténtico definidor a través de la dirección de la Manufactura de los Gobelinos, donde desarrolló una gran actividad que fue determinante para la formación y consolidación del estilo Luis XIV.Ahora bien, en sus últimos años las obras religiosas muestran una aproximación hacia un cierto realismo, aunque mezclado con una cuidada composición, como, por ejemplo, se ve en la Adoración de los Pastores (1689-1690) del Museo del Louvre.Pero la estrella de Le Brun se apagó cuando murió Colbert en 1683, pues aunque conservó el favor real, el nuevo primer ministro, Louvois, le era hostil, concediendo la primacía a Mignard, quien terminó por heredar los cargos de Le Brun al fallecer éste el 12 de febrero de 1690.Pierre Mignard (1612-1695) nació en Troyes y pronto dio muestras de su afición al dibujo dando sus primeros pasos de la mano del pintor Jean Boucher. Al poco marchó a Fontainebleau donde conoció el arte italiano de Primaticcio y Rosso que le impulsó a dirigirse a Italia, lo que hizo a finales de 1635, gozando muy pronto en Roma de una extraordinaria consideración, incluso de la de su compatriota Poussin. Por ello pudo pintar para las más altas dignidades de la Ciudad Eterna, comenzando en algunas composiciones a dar muestras de un arte delicado y grácil que será el que le dará los más grandes triunfos a su regreso a Francia.Este se produce en 1657 cuando ya había asimilado plenamente el arte de Poussin, Annibale Carracci y el Domenichino, así como también el colorido de los venecianos, lo que en última instancia le llevará a la oposición a Le Brun. Ya en Francia, pronto causó sensación por su gran rapidez y productividad, propiciando el que la reina Ana de Austria le encomendara la decoración de la cúpula del Val-de-Gráce (1663-1664) y Felipe de Orleans del salón y la galería del palacio de Saint Cloud (1677), hoy destruida, y en las que, sin embargo, no dio muestras de originalidad.Por el contrario, donde señaló una particular habilidad fue en el retrato, mediante el que nos ha legado los rostros y los caracteres de los más destacados miembros de la Corte de Luis XIV, y de una manera especial de los femeninos, confiriendo por otra parte a estas obras una sensibilidad que las acerca a la estética del siglo XVIII, a la que contribuyó de una manera importante.También dentro del género del retrato tuvo una especial influencia en la reactivación del de tipo alegórico que acababa de salir de una etapa de decaimiento, y con el que los retratados se mostraban cómo divinidades de la antigüedad clásica.Todo ello le valió el que, al morir Le Brun, se convirtiera en su sucesor. Fue entonces nombrado Primer Pintor del Rey y, en una misma sesión, miembro, Canciller, Rector y Director de la Academia, en la que antes se había negado a ingresar. Pero estas glorias le duraron poco tiempo, al fallecer cinco años después.
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Si en la producción artística de porcelana, laca..., se observa la incidencia de la dinastía mogola por la introducción de nuevas técnicas, motivos decorativos, formas... alejados de la tradición china, la pintura y caligrafía van a verse afectadas de un modo muy diferente. Los nuevos planteamientos pictóricos (composición y estructura) que asimilan los pintores chinos durante este período no derivan directamente de la introducción de nuevos mecenas, sino de la ruptura artística que supuso esta dinastía frente a la tradición, entendida ésta más como un hecho político que artístico. Tras la conquista del norte y sur de China, las artes plásticas sufrieron un duro revés, ya que se perdió el interés, tanto desde el punto de vista académico -al cerrar la Academia de Pintura Imperial- como desde la abierta oposición de los artistas a servir al nuevo emperador. El cierre de la Academia de Pintura originó una ausencia total de directrices, que se manifestó en los artistas de dos maneras: Por un lado, buscaron sus maestros en los pintores y calígrafos de épocas anteriores, especialmente de la dinastía Tang, creando una corriente de claro matiz arcaizante. Este modo de entender la pintura se manifestó en la pintura mural de los templos y en las obras individuales de los artistas. Ejemplo de este estilo arcaizante son los pintores Li Longmian, Su Shi y Quan Xuan, si bien es una corriente que en mayor o menor medida estuvo presente en la obra de todos los pintores de la dinastía Yuan. En segundo lugar, se estableció una diferencia entre los artistas que trabajaban para la corte y aquellos que prefirieron ignorar los cargos oficiales, refugiándose en las cercanías de Hangzhou. A los primeros se les denominó Wenrenmin o gente ilustrada, mientras que a los segundos se les conoció con el nombre de yimin o gente olvidada. Zhao Meng fu y Gao Kekong son los dos artistas más significativos de los llamados wenrenmin. Zhao Mengfu (1254-1322) era descendiente de la familia imperial Song, y si bien en un primer momento rechazó servir a la nueva dinastía, más tarde aceptó vivir y trabajar para la corte, siendo por ello muy criticado en los círculos artísticos. Además de pintor fue poeta y calígrafo, buscando la inspiración para todas sus composiciones en la época Tang, añadiendo los postulados de simplicidad pregonados por Mi Fu, gran pintor de la dinastía Song. Sus temas principales fueron el género de paisaje, bambúes y animales, destacando entre éstos la representación de caballos según el modelo de Han Gan. El, como muchos de sus correligionarios, muestra en su obra una síntesis de estilos tradicionales y una originalidad que intentarán satisfacer el gusto arcaizante y las necesidades expresivas de su tiempo. Entre sus obras destacan: Colores otoñales en los Montes Jiao y Hua (1295), Baño de caballos y Aldea a la Orilla del lago. A la par que a Zhao Mengfu hemos de mencionar a su mujer, la pintora Guan Tao Sheng (1262-1319), una de las pocas pintoras chinas de las que se conoce la obra. Su labor pictórica se centró en el género de bambúes, de gran importancia en la pintura china, por ser el más utilizado en el aprendizaje y por sus relaciones con los trazos caligráficos. Escribió un pequeño tratado sobre este tema, titulado "Bambú en monocromo", y transcribió, por orden directa del emperador y en reconocimiento a su bello estilo caligráfico, la obra "Los Cien caracteres clásicos". Gao Kekong (f. siglo XIV) fue funcionario de la corte y un gran pintor de paisajes. Sus maestros fueron fundamentalmente Dong Yuan y Mi Fu, ambos pintores de la dinastía Song, heredando de ellos el gusto por la observación del movimiento de la bruma tan característico en sus paisajes. El, al igual que Zhao Mengfu y Qian Xuan, criticó la búsqueda de seducción de los pintores de la dinastía Song del Sur, así como la excesiva independencia de los pintores de la secta budista Chan (Zen). Gao Kekong huyó siempre en su obra de la búsqueda de estilos o temas, centrando su atención en el concepto de xieyi o escribir una idea, es decir, intentar expresar de un modo libre y a la vez acorde con la tradición, el proceso intelectual del artista frente a un paisaje, una forma, y su modo de transmitirlo mediante la tinta y el pincel. Junto a estos artistas mencionados que trabajaron en la corte, hemos visto que existió un grupo de pintores centrado geográficamente en el sur de China (Hangzhou), desvinculados conscientemente de los círculos oficiales y denominados yimin o gente olvidada. Entre todos ellos destacaron los Cuatro Grandes Maestros Yuan: Wu Zhen, Huang Gongwan, Ni Zan y Wang Men. Si bien cada uno de ellos muestra en sus obras un estilo propio, mantienen ciertas características comunes, como son: el lugar de residencia, su oposición al gobierno, las innovaciones en la composición de paisaje y su fuerte influencia en la pintura de la dinastía Ming y la pintura japonesa. Wu Zhen (1280-1354), conocido con el sobrenombre de El taoísta de la flor del melocotón fue, además de pintor, poeta y calígrafo, y dotaba a sus obras de un fuerte espíritu literario. Como método, rechazó la copia de lo antiguo, centrando su interés en la búsqueda de la belleza interior. Su técnica se basaba en los golpes del pincel seco aplicados sobre un soporte de papel, que refleja la intensidad y matiz del trazo caligráfico más adecuadamente que la seda. Sus paisajes lacustres con escenas de pescadores, muestran magistralmente su técnica compositiva, así como la búsqueda de la belleza interior. En realidad, sus pinturas no pretendían mostrar la actividad del pescador, sino su actitud, entendida como un acto individual junto a la naturaleza. El mismo espíritu se plasma en aquellas composiciones en las que el bambú constituye la única referencia plástica, cargada de connotaciones, como refleja en una de las inscripciones que les acompaña: "En mi corazón hay alguien que no puede encontrar la paz. Su inquietud se aloja en el libre movimiento de algunas ramas de bambú". Huang Gongwang (1259-1354), conocido como el Gran chiflado (Dachi), se relacionó mucho con círculos religioso-filosóficos. Sus obras maestras las realizó en su período de madurez, y se caracterizan por su carácter compositivo innovador. A la concepción de la dinastía Song de ver primero la obra en su totalidad y luego ejecutarla, Huang Gongwan se opuso componiendo muy lentamente sus obras, sin tener una idea global previa. Utilizaba primero tonalidades claras de tinta, oscureciéndolas lentamente con un pincel cada vez más seco. Su obra más estudiada, Viviendo en los Montes Fuchun, tardó en realizarla siete años, retocándola y variándola constantemente. En ella se pueden observar recursos técnicos y compositivos que recuerdan a los grandes pintores, como Guo Xi, por su perspectiva basada en una sucesión de planos en profundidad, combinados con recursos innovadores como la simplicidad de medios y la soltura de los trazos. Sus paisajes tuvieron una gran influencia en la pintura china posterior. Ni Zan (1301-1374), originario de Wuxi, creció en el seno de una familia culta y adinerada que le permitió rodearse desde su juventud de obras de alto nivel artístico. El mismo fue un gran amante de las artes y coleccionista. Su actitud de rechazo a la pintura oficial no se debió tanto a un sentimiento nacionalista, como a su pertenencia a una clase social cuyo poder económico se vio mermado por la fuerte presión fiscal a la que era sometida por la corte, lo que le obligó a vender sus posesiones, iniciando una vida errante por la región de los lagos que no abandonó hasta su muerte. Hay que señalar que nunca accedió a la venta de sus pinturas y sólo las regalaba a aquellas personas que él pensaba eran dignas merecedoras de ellas. Su manera de entender la vida encuentra su expresión en la naturaleza más próxima: lagos rodeados de montañas e islotes salpicados por pequeños pabellones de contemplación y estudio, utilizados como referencias al hombre ausente en sus composiciones. Las enseñanzas compositivas y técnicas de grandes maestros como Mi Fu y Dong Yuan están presentes en su obra. Su aportación reside tanto en la personalidad de su trazo como en el carácter imaginario de sus paisajes. Utiliza formatos verticales de pequeño tamaño, contraponiendo la verticalidad del soporte con elementos horizontales, que conforman una distancia o perspectiva a nivel. Wang Men (h. 1309-1385) es de los Cuatro Grandes Maestros el que más gustó de composiciones exuberantes cargadas de color. Nieto de Zhao Mengfu, ocupó cargos oficiales en su juventud, si bien se retiró al sur para dedicarse por completo a la pintura. Por sus técnicas y su formación se aleja del gusto de la simplicidad y búsqueda de la belleza espiritual que caracteriza la obra de Huang Gongwuan, Wu Chen y Ni Zan.
contexto
El paso del Quattrocento al Cinquecento se advierte de manera indiscutible en la obra de Leonardo da Vinci (1452-1519). Dueño de un conocimiento inmenso, siempre quiso unir de manera armoniosa sus investigaciones científicas, obtenidas del estudio directo de la naturaleza, con sus proyectos artísticos. Sugestionado por la teoría de que el artista debía investigar con detenimiento la realidad que le rodeaba, opinaba que "el pintor no es valioso si no es un artista universal". Dos de sus obras, La Última Cena (1495 y 1498) y La Gioconda (hacia 1501-1506), han sido elegidas por muchos historiadores, incluso ya desde Giorgio Vasari (1511-1574), como el punto de partida de todo el Clasicismo. Su formación se inició hacia 1469 en Florencia, donde comenzó a frecuentar el taller de Andrea del Verrocchio. Allí colaboró en obras como El Bautismo de Cristo y realizó, a título personal, La Anunciación de los Uffizi, la Virgen de Benois, la Virgen del clavel, San Jerónimo o La adoración de los Reyes Magos, todas ellas dentro de la estética de contemporáneos como Lorenzo di Credi, Pollaiolo o Botticelli. En 1482 viaja a Milán, donde ya se le reconoce por un estilo muy personal que interpreta los modelos iconográficos a su antojo y que dota a su obra de una gran complejidad, a la que añade la invención de técnicas como el "sfumato". Sus cuadros se pueblan de penumbras misteriosas, de claroscuros y de contornos difuminados que proporcionan nuevos efectos atmosféricos. En esa ciudad trabaja al servicio de Ludovico Sforza durante casi veinte años. No sólo pinta o realiza proyectos de arquitectura, sino que se dedica por completo a investigaciones científicas -anatomía, botánica, mecánica, geometría- e ingenieriles, realizando proyectos de hidráulica y mecanismos que distrajesen a la Corte. Es allí donde pinta La Última Cena, destinada al refectorio del Convento de Santa Maria delle Grazie y convertida desde entonces en la primera gran obra de ese arte nuevo. Es una composición monumental donde une de un modo ejemplar el espacio real y el figurado. Se aleja de la tradición, sobre todo en la iconografía. Sitúa a Judas en el mismo lugar que los otros discípulos, concede independencia física a la figura de San Juan quien, en vez de recostarse sobre Jesús, queda aislado, con lo que se consigue una división simétrica a ambos lados. Y, por último, forma varios subgrupos de apóstoles (dos o tres lo máximo) indagando en la psicología de aquéllos y realzando la figura de Cristo, a la que dota de un movimiento sereno y apacible, en contraste con el resto de personajes. La perspectiva organiza dicha escena, de manera que todos los elementos desembocan en la figura de Cristo, centro formal y espiritual, reforzado por el hecho de que el frontón clásico le sirve incluso de nimbo. Durante esos años realiza otras obras de gran importancia como la Virgen de las rocas, en la que logra una interpretación clara del modelo clásico. Mediante la organización piramidal de las figuras, consigue equilibrio y estabilidad. También pinta la Dama con armiño, Retrato de un músico o Santa Ana con la Virgen, el Niño Jesús y San Juanito. En 1499, con el declive político de los Sforza, marcha a Mantua y Venecia. Cuatro años más tarde vuelve a Florencia e inicia el proyecto para La batalla de Anghiari en el Palacio de la Señoría, que debía confrontarse con la Batalla de Cascina de Miguel Ángel (1504), así como una de sus grandes obras, La Gioconda. En ésta aparecen procedimientos nuevos como el claroscuro de luces y sombras, la perspectiva aérea y la concreción del "sfumato". Leonardo difumina los contornos produciendo un efecto de bruma y ambiente misterioso en el paisaje junto a la enigmática inmutabilidad del rostro. El paisaje está en consonancia con la figura donde se muestra lo transitorio de la existencia, idea que volvería a aparecer en La Virgen, el Niño y el cordero (1506-1513) y en el segundo estudio de la Virgen de las rocas. En 1513 se traslada a Roma siguiendo el atractivo panorama que había creado León X, pero se mantiene al margen de fastuosa Corte del Papa, dominada entonces por la fama de Rafael de Urbino. Poco tiempo después (1517) es invitado por Francisco I a Francia, donde permanecerá hasta su muerte. Mientras tanto, el arte de Leonardo seguiría latente en Italia gracias a discípulos como Boltraffio, Solario, Oggiono o Bernardino Luini. Para entonces la notoriedad de Rafael (1483-1520) se había extendido por toda Roma. Su estilo artístico dominaba plenamente y su Escuela lo extendería después de su muerte. Giovanni de Udine, Giulio Romano o Perino del Vaga se encargaron de seguir los encargos de su maestro. Rafael simbolizaba la perfección del clasicismo gracias a la síntesis, tanto formal como colorista, entre los mundos pagano y cristiano, logrado al contacto de artistas como Leonardo, Perugino, Miguel Ángel o Fra Bartolommeo, y concretado en un estilo personal y novedoso. Su primera educación cuenta con el apoyo de su padre, pintor que trabajaba en la Corte de Federico de Montefeltro, y con las enseñanzas de Pinturicchio y Perugino. De éste último asimila la disposición equilibrada en planos paralelos, la armonía de las partes y el refinamiento extremo de los cuerpos, visibles en la Coronación de San Nicolás de Tolentino (1501), el retablo de la Crucifixión (1503) o en Los desposorios de la Virgen (1504), en el que conecta el pasado con el presente: la Entrega de las llaves de Perugino, fresco que existía en la Capilla Sixtina, y el templete de San Pietro in Montorio, iniciado por Bramante sólo dos años antes. En 1504 marcha a Florencia y asimila perfectamente el estilo de Leonardo, que llegará a simplificar. Adopta su organización en forma piramidal y la técnica del "sfumato", que introduce en la serie de Madonnas: La Madonna del Prado, inspirada en el tema de Santa Ana, por Leonardo, la Madonna del cardellino o La bella jardinera. También aplica la poderosa influencia de La Gioconda en sus retratos, donde más que el sentido de inmutabilidad o misterio se centra en la disposición y en la agudeza psicológica del personaje, como sucede en La dama del Unicornio o en La Muda. A finales de 1508 se traslada a Roma llamado por Julio II, quien le encarga la decoración de las Estancias del nuevo Papa. Muy pronto se hace responsable de la llamada Estancia de la Signatura, donde desarrolla un novedoso programa basado en la funcionalidad de ese espacio, a su vez biblioteca y sede del tribunal papal. Bajo diversos aspectos del ideal humanista sitúa la Teología, la Filosofía, la Poesía y la Justicia, que le permiten realizar espléndidos murales: -La Disputa del Sacramento, La Escuela de Atenas, el Parnaso y las Virtudes- donde une aspectos de la tradición clásica y de la Cristiandad. De todas ellas quizás sea La Escuela de Atenas la que mayor fama haya adquirido. Representa a la Filosofía y a sus formuladores, tanto clásicos como humanísticos. Partiendo del legado de Platón (que aparece retratado con el rostro de Leonardo) y de Aristóteles, se identifican también los rostros de Bramante (como Euclides), de Miguel Ángel, Sodoma y el propio Rafael. El pintor concibe un espacio centralizado a través de una perspectiva rectilínea mientras que en otras obras, como La Disputa del Sacramento, ésta es curva. Estas dos formas espaciales representan sendos aspectos del pensamiento humano: la idea filosófica relacionada con una búsqueda y el pensamiento teológico referido al sentimiento de una verdad, poseída gracias a la revelación y sin necesidad de ser buscada. Así, uno de los triunfos del Clasicismo será la representación del valor simbólico del espacio. En 1511 recibe el encargo de decorar la segunda Estancia, llamada de Heliodoro y para la que, a diferencia de la primera, se le pide una relación de hechos históricos. Su contacto con Miguel Ángel había modificado su estilo dotándolo de monumentalidad, energía, tensión y movimiento. La Estancia de Heliodoro consiguió superar a la de la Signatura; desviándose del estilo clásico, de la armonía y de la estabilidad dominantes, introdujo elementos dramáticos en los cuatro frescos: Misa de Bolsena, Expulsión de Heliodoro, Retirada de Atila y Liberación de San Pedro, que deben ser entendidos como la concreción de una idea principal, reforzada por los contrastes lumínicos, por la violencia de las acciones y por la nueva interpretación de la gama cromática, que pone en marcha el estilo maduro del artista. Tras ésta realiza una tercera Estancia, llamada del Incendio (1514) donde refleja la protección del papado sobre la Iglesia mediante un estilo de corte protomanierista pero todavía dentro de un clasicismo tenso y complejo. Por entonces su trabajo había aumentado cuantiosamente. No sólo en el Vaticano (con la tercera Estancia o con los cartones para tapices de las Actas de los Apóstoles Pedro y Pablo) sino también con encargos particulares de pintura a caballete, con la supervisión como arquitecto de la Basílica de San Pedro o con la protección de los monumentos antiguos de Roma. Los cartones para tapices comenzaron en 1514 por orden de León X, quien pretendía decorar los zócalos de la recién pintada Capilla Sixtina. La temática de éstos se centra en hechos de la vida de los apóstoles y su estética se integra en el más puro Clasicismo, llegando a ser comparado con Fidias. Sobresalen las figuras monumentales y la sobriedad geométrica, en plena armonía con los personajes de la bóveda de Miguel Ángel. La última etapa de Rafael se centra principalmente en dos aspectos: la inclinación al naturalismo y la práctica de esquemas compositivos que parten de la decoración pero que se combinan con la geometría de la arquitectura. Estas nuevas ideas se ponen en marcha en la cúpula de la Capilla de Agostino Chigi en Santa Maria del Popolo (1515), en el apartamento del cardenal Bibiena (1516), donde introduce de manera audaz el estilo antiguo de los grutescos, o en la Sala dei Palafrenieri, ambos en el Vaticano. Pero también en La Loggia di Psiché, hoy llamada La Farnesina, y en la cuarta Estancia, el Patio de San Dámaso, donde se advierte el perfecto desarrollo geométrico y los efectos ilusionistas, a pesar de estar realizados con la ayuda de algunos miembros de su taller como Giovanni de Udine, Giulio Romano y Penni. Los últimos años de su vida los dedica a realizar retratos, retablos y cuadros. Respecto a los primeros, Rafael se centra en el estado anímico y psíquico del protagonista, en la relación con el espectador, en los contrastes lumínicos y en los valores clasicistas, que conectan con un nuevo estilo. Estas características se pueden apreciar en los retratos de Baldassare Castiglione (1515), León X con los cardenales Giulio de Médicis y Luigi Rossi (1517-1518) y Rafael y su maestro de esgrima (1518-1519). En cuanto a los retablos y a los cuadros caben destacar Cristo caído con la cruz (hacia 1516), Madonna della Tenda, Madonna della Sedia, la Sagrada Familia de Francisco I o la Transfiguración (1518). En este último cuadro, que deja inconcluso, se advierte la intervención de sus ayudantes; la diferencia de estilo se observa en la parte inferior de la obra, donde Rafael muestra con violencia los efectos de claroscuros y la precisión de ese nuevo naturalismo, mientras que, en la parte superior, la realizada por sus ayudantes, se percibe un estado de calma y delicadeza. La Transfiguración es un buen ejemplo de ruptura del estilo clásico y de su sustitución por uno más dramático, que se adentraba ya en el protomanierismo. La prematura muerte de Rafael sorprendió a todos. El Vaticano se quedaba sin uno de sus artistas favoritos y sumido en unos años de escasa brillantez artística que terminaría con la nueva llegada de Miguel Ángel. Escultor, pintor, arquitecto y poeta, Miguel Ángel se había convertido desde hacía tiempo en uno de los eslabones más importantes del clasicismo romano. Su carrera como pintor había comenzado a primeros de siglo con el Tondo Doni o Sagrada Familia (1503-1504) para los Uffizi. En esta obra es capaz de mostrar que su faceta de escultor no ocultaba la de pintor y, más aún, de desarrollar en una superficie circular una pirámide perfecta y clasicista. La siguiente de sus obras destacadas fue la Batalla de Cascina (1504-1505) que se debía enfrentar con una similar de Leonardo, pero que ambos no llegaron a realizar, proyectando sólo los bocetos en cartón. Muy pronto, y ante las llamadas de Julio II, se traslada a Roma para ocuparse de la tumba del pontífice, encargo que provocará la ruptura entre ambos. Antes de que esto sucediera, y para calmar a Miguel Ángel por la interrupción de ese proyecto, el Papa le encarga la decoración de la Capilla Sixtina. En un periodo de cuatro años (1508-1512) trabajó sin descanso y consiguió completar una espléndida serie que en planta tiene 36 metros de largo por 13 de anchura, es decir, cerca de 500 m2. La serie de figuras supera más de trescientos modelos, cuya estructura monumental, casi escultórica, procedía en gran medida de los estudios inacabados para la tumba de Julio II. Este particular aposento del Vaticano poseía ya una decoración debida al Papa Sixto IV, quien había encargado diversos frescos a Perugino, Cosimo Rosselli, Domenico Ghirlandaio, Sandro Botticelli y Lucca Signorelli. Se ha especulado mucho sobre el motivo del encargo de Julio II: algunos hablan de rivalidad con Rafael, e incluso con el arquitecto Bramante. Sea como fuere, el primer encargo del Papa tenía como prioridad la representación de los doce Apóstoles en las pechinas, como continuación del programa de la vida de Jesús y de los episodios de los primeros Papas, mientras que la parte central se había destinado para una decoración geométrica. De hecho, la capilla contaba ya con imágenes de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, las cuales, junto a las efigies de los doce apóstoles, resultaban "demasiado pobres" en opinión de Miguel Ángel. El pintor consiguió, tras repetidas quejas al Papa, la voluntad de "hacer lo que quisiese, cualquier cosa que desease". Sin embargo, hemos de preguntarnos si todo ese complejo programa posterior se debió a ideas personales de Miguel Ángel. Lo cierto es que este artista no podía proyectar a su antojo sin el permiso del Papa. La conclusión más probable, a pesar de las difíciles relaciones entre ambos, es que la idea general fuera aprobada por Julio II y que el perfeccionamiento final se debiera a Miguel Ángel, quien seguramente fue aconsejado por algunos teólogos de la Iglesia. Julio II intentaba completar el programa de Sixto IV con el proyecto que le había presentado Miguel Ángel, basado en una temática bíblica sobre el Génesis e interpretado mediante conceptos neoplatónicos. Entre ellos estaban los episodios de la creación del mundo y del hombre, la tentación y expulsión del Paraíso... para finalizar con la historia de Noé. Así se lograba la unión de ambos programas y se reafirmaba la idea principal del Cristianismo, basada en la concepción del hombre y en su recreación. El programa iconográfico se completaba con la serie de profetas y sibilas, que tenía su base en la doctrina teológica del momento, basada principalmente en la filosofía griega. Otro de los problemas que se añadía a la concepción de la bóveda era su forma arquitectónica. Durante la Edad Media, las bóvedas se habían decorado exclusivamente con la representación del Cielo, mientras que ahora se adoptaba un esquema más complejo, que tenía su origen, como hemos afirmado antes, en elementos arquitectónicos ya simulados. Miguel Ángel proyectó diez arcos fajones que dividían la bóveda de cañón en nueve partes, cruzadas por dos cornisas que distribuían la superficie en tres secciones perfectamente localizables: los lunetos, las pechinas y la zona central de la bóveda. A partir de esta complicada división se empezó a proyectar el programa iconográfico. En los nueve espacios rectangulares incluyó escenas del Génesis, desde la creación del mundo (situada sobre el altar mayor) hasta la escena de Noé, de manera que la decoración se inició por el lado oriental de la capilla. El primer episodio representado es el Diluvio Universal, que muchos han comparado con la Batalla de Cascina; el segundo, el Sacrificio de Noé, donde el pintor dispone las figuras según la forma geométrica del tramo; a continuación, la Embriaguez de Noé se adapta al reducido espacio. En esas escenas Miguel Ángel comienza mostrando unos cuerpos desnudos y elimina todos aquellos elementos del Antiguo Testamento que eran habituales en las composiciones tradicionales. El cuarto tramo fue iniciado después del quinto, y muestra la Creación de Eva, donde las figuras han aumentado de tamaño porque el artista tiene mayor espacio e incide en el aspecto clásico. A ésta le preceden las escenas de El Pecado Original y la Expulsión del Paraíso. En la primera, Miguel Ángel crea una nueva disposición; hasta entonces se había representado mediante dos figuras de pie cuyo vínculo era la ofrenda de la manzana. Ahora, el árbol ocupa el centro del rectángulo y divide la escena en dos imágenes. La primera muestra a Eva, recostada a la manera romana, que se gira despreocupada para coger la manzana mientras que Adán se agarra a las ramas del árbol. En la otra, dos figuras solitarias en un extremo demasiado apartado. El sexto tramo desarrolla el tema de la Creación de Adán y los últimos tramos comprenden las siguientes escenas: Dios sobre las aguas, la Creación del Sol y de la Luna y la Separación de la luz y las tinieblas. Como curiosidad, en la segunda escena aparece representado Dios dos veces. Una de frente, creando el Sol y la Luna, y otra de espaldas, en ocasiones confundida con el ángel de las tinieblas, creando la vida vegetal. Los lunetos se completaron con las figuras a gran tamaño de los siete profetas del Antiguo Testamento y de las cinco sibilas; estas últimas simbolizan la unión entre el mundo antiguo y el cristiano, que enlazan con las figuras del interior de los tímpanos, que representan escenas de Cristo y de sus antepasados. Tanto los profetas como las sibilas muestran el lado más escultórico del artista pero es, quizá, la insólita belleza de las sibilas la que más atrae al espectador. Así, por ejemplo, la Sibila délfica tiene numerosas connotaciones con el Tondo Pitti; la Sibila Eritrea destaca por su libertad de movimiento y las Sibilas cumana y líbica son muestra de un perfecto equilibrio formal. Entre los profetas y las sibilas se representan las pilastras donde se sitúan, a modo de cariátides, los pequeños ángeles que simbolizan a los niños inocentes de la masacre del rey Herodes. Siguiendo el orden arquitectónico, en las esquinas se sitúan los ignudi -figuras masculinas desnudas- que han sido comparados con los Esclavos para el sepulcro de Julio II por su carácter individual y escultórico, y los hombres de color bronce. Existe una diferencia ideológica entre estas dos categorías de cuerpos masculinos. Los segundos se hayan casi encarcelados en un pequeño espacio que explica la llegada de las tribus bárbaras antes del cristianismo, mientras que los primeros poseen a simple vista posturas diferentes, más elegantes si se prefiere, y representan a hombres del mundo pagano que aún no se han convertido al cristianismo. Se podría hablar incluso de la unión entre lo pagano y lo cristiano. De hecho, la formulación teórica de Miguel Ángel enlaza con la esencia del hombre dentro de la corriente clasicista, neoplatónica y, a su vez, cristiana. En las cuatro pechinas de la bóveda se sitúan las escenas más dramáticas, desde la representación del pueblo de Israel en busca de su libertad, los episodios de David y Goliat o la Serpiente de bronce hasta la Muerte de Amán, donde el artista se vio influido por el reciente descubrimiento del Laocoonte, que le inspiró una inusitada violencia formal que perfeccionará en el Juicio Final, cuando inicie un nuevo periodo en la Historia del Arte. Una vez terminada la Capilla Sixtina, Miguel Ángel no tuvo más encargos pictóricos hasta que, veinte años después, Clemente VII le pidió un gran fresco para esa misma capilla pero que se realizaría durante el pontificado de Pablo III. En un primer momento se le encargaron dos frescos, uno con la Caída de los ángeles rebeldes y otro con la Resurrección. Finalmente, Miguel Ángel realizó un único tema, El Juicio Final. En cuatro años escasos (1537-1542) pintó este proyecto, en el que aparecen representadas casi 400 figuras. Sin embargo, antes de finalizar esta obra el Papa Pablo III le encargó la decoración de su capilla, con dos grandes frescos que debían representar la Conversión de San Pablo y la Crucifixión de San Pedro (1541-1550). Pero sin duda el fresco más conocido es El Juicio Final. El tema principal es la segunda venida de Cristo que anuncia el final del mundo incluyendo las escenas de la Resurrección de los Muertos y el Juicio Universal, siguiendo con fidelidad el texto del Apocalipsis de San Juan. Sin realizar ninguna división visual en el fresco, Miguel Ángel sitúa en el centro a Dios, quien aparece como juez ante los pecadores: su inmensa figura, rodeada por la de la Virgen y la de los apóstoles, resalta sobre las demás. En el segundo friso, la parte inferior izquierda, coloca la escena de la resurrección de los muertos según el relato del libro de Ezequiel, quien describe cómo los esqueletos salían precipitadamente de sus tumbas. En el exterior aparecen los hombres que murieron antes de la Redención; entre ellos, se puede identificar por medio de sus atributos a San Pedro, San Juan, San Lorenzo o San Bartolomé. Más abajo, los condenados son empujados por los demonios y se precipitan al vacío, donde se encuentra el Infierno. Esta visión tan dramática, dominada por cuerpos de diferentes dimensiones que se enroscan a través de escorzos inconexos, anunciaba ya el Manierismo. Su influencia fue determinante para la segunda mitad del siglo. La pintura comenzaba a estar dominada por una nueva manera de expresar las ideas. La tendencia clasicista había sucumbido y sus maestros habían muerto o se encontraban ligados ya al otro estilo, como es el caso de Miguel Ángel, dando paso a un gran número de artistas -Andrea del Sarto, Jacopo Pontormo, Giorgio Vasari, Daniel Volterra, etc.- que se extendían por Florencia, Siena o Venecia y que, con el tiempo, irían recalando en las restantes Cortes europeas.