En la Península Ibérica, las realizaciones dentro del estilo 1200 definen buena parte de la obra que surge durante el siglo XIII. Tanto en Compostela en el "Tumbo A", la miniatura de Alfonso IX, como en León y Burgos, en el "Libro de las Estampas" o en la Biblia antigua de las Huelgas, respectivamente, responden a él en el capítulo de la miniatura. En pintura mural y en pintura sobre tabla sucede algo similar. El refectorio de Arlanza en Burgos se decoró según estas premisas, la Sala Capitular de Sigena, los frontales de Aviá, Lluça, etc., también. Incluso ciertos conjuntos como las pinturas de Artajona o las de la capilla de Santo Tomás en la catedral de Lérida constituyen testimonios tardíos dentro de la corriente, posteriores quizás a los ejemplos ya plenamente góticos de otras zonas.En este sentido es capital toda la miniatura de la época de Alfonso X el Sabio, concebida ya dentro de las nuevas pautas. El monarca fue el directo impulsor de un proyecto sin parangón en Europa en el campo artístico que tiene especial relevancia en lo que a la producción librarla se refiere. Se redactan e ilustran: las Cantigas, la "Grande e General Storia", el "Libro del Saber de Astronomía", el Lapidario, el "Libro de los Juegos", para ello cuenta con un amplio equipo de miniaturistas, del cual forman parte algunos de nombre castellano. Evidentemente, esta labor se enmarca dentro del gótico lineal y es fácil que haya sido decisiva en la evolución posterior de la pintura en nuestra Península, singularmente en tierras de Castilla y León. Durante la primera mitad del siglo XIV la pintura en la que domina la línea sobre el color es la que tiene un gran desarrollo en nuestra Península. Es importante en el campo de la pintura mural, por ejemplo, pero también lo es sobre tabla. Con toda seguridad fue cultivada indistintamente por los mismos artistas. Destacan del total, por su excelente calidad y estado de conservación, las autógrafas de un Martín Sánchez de Segovia que se descubrieron en la capilla de San Martín en la catedral vieja de Salamanca. De carácter funerario, se fechan en las proximidades de 1300. No son las únicas de este período en el edificio. Otros enterramientos combinan labores escultóricas y pictóricas en la decoración, aunque la calidad es inferior. También en Castilla la Vieja y con idéntica función se han conservado las del sepulcro de Sancho Sáez de Carrillo de Mahamud (Burgos), ahora en el Museo de Arte de Cataluña. Aunque la disminución de la calidad con respecto a las anteriores es notoria, el desarrollo iconográfico que nos permite descubrir el planto fúnebre con todo lujo de detalles constituye su mayor atractivo. Algo posteriores son las pinturas murales descubiertas en la iglesia del monasterio de Santa Clara de Toro (Zamora), a pesar de que se hacen depender del foco salmantino. Se trata de un amplio ciclo dedicado a Santa Catalina de Alejandría y a San Juan Bautista, de calidad mediana pero interesante por varias razones. Por un lado, se maneja un repertorio iconográfico bastante amplio en cuya ejecución se patentiza una clara tendencia a la anécdota, que puede estar ilustrada por los mismos letreros explicativos que acompañan las escenas. Además, se trata de la pintura autógrafa de una artista, Teresa Díez, que trabajó en distintos puntos de Castilla. En Toro se deben a ella otros restos dentro de la misma colegiata y en la iglesia de San Pedro, fuera se le atribuye la decoración de la cabecera de la iglesia de la Hiniesta. Su actividad se fecha en torno a 1320. Estilísticamente, están próximas a estas pinturas, sin que pretendamos sugerir, no obstante, identificaciones absolutas, los murales que aparecieron en el claustro de la Concepción franciscana de Toledo. Aquí el ciclo, también muy extenso, está consagrado a la Pasión y a algún que otro episodio veterotestamentario y su realización se ha situado en los últimos años del siglo XIII y principios del XIV. Esta abundancia de testimonios permite sospechar una trascendencia de la pintura del gótico lineal en nuestra Península mucho mayor de la que podría suponerse en principio. Esto que es constatable en Castilla, puede hacerse extensible a Navarra, Aragón y Cataluña.
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Ignoramos si en la propia Caere hubo, además de estos sarcófagos o de urnas del mismo tipo, alguna composición pictórica en que se recrease este ambiente festivo y cotidiano. En realidad, los tristes restos de pintura mural que nos ha legado esta ciudad poco pueden decirnos, y el mejor ejemplo del arte pictórico ceretano, unas placas de terracota decoradas, se sale al parecer de tal iconografía. Estas obras, de las que conocemos dos series (Placas Boccanera y Placas Campana), además de fragmentos dispersos, representan temas mitológicos, como el Juicio de Paris, o acaso visiones del más allá; al fin y al cabo, parece que deben fecharse a principios del período jonizante, y ni siquiera se sabe si fueron pensadas como decoración fúnebre o como adorno doméstico. En cambio, nuestra curiosidad puede quedar sobradamente saciada en Tarquinia. Este es el período más brillante de su escuela pictórica y, en él, la temática fúnebre de juegos y banquetes surge por doquier, suministrándonos una de las imágenes más inolvidables de la sociedad etrusca. Sólo la más antigua de las obras de esta época, la Tumba de los Toros (h. 540 a. C.), muestra en su estilo jonizante -aunque un tanto inseguro y precipitado- un tema manifiestamente mítico: el de Aquiles acechando a Troilo detrás de la fuente; posible alusión a la crueldad de una muerte inesperada, o acaso a la habilidad bélica del difunto, Arath Spuriana. Después se desgranan, una tras otra, las mejores pinturas de toda la historia etrusca, todas con sus festejos fúnebres. En la Tumba de los Augures dos hombres se despiden del difunto, al que se imagina uno tras la puerta del fondo (¿puerta del más allá?, ¿puerta del tablinum en la casa imaginaria que es la tumba?); en torno, un largo friso describe un concurso de lucha y otro más curioso, donde un hombre encapuchado se enfrenta a un perro, en presencia de varios invitados. En la Tumba Cardarelli, al lado de alegres bebedores, una dama baila pausadamente, acompañada por sus esclavos. El propio difunto, en la Tumba de los Malabaristas, contempla cómo un hábil juglar lanza bolas sobre el candelabro que una danzante sostiene en su cabeza. Banquete y bailes dan un inusitado ritmo a la Tumba de las Leonas, semejante al de la carrera de carros que anima, junto con variados atletas, la Tumba de las Olimpiadas; y, para concluir el conjunto, hacia el 500 a. C. se elabora la delicada estructura, ritmada con árboles decorativos, que caracteriza la Tumba 5591, dando fuerza y energía a sus aislados danzantes, y que se aprecia también en la Tumba del Barón, con su escena de despedida y sus refinados caballitos. Las tumbas de Tarquinia constituyen ciertamente un mundo inabarcable. Si su esquema general es fijo en principio -imitación de la viga maestra en el techo, frontón, franja decorada, zócalo, y, a veces, puerta del más allá en la pared del fondo-, sus representaciones, en cambio, varían constantemente, buscando siempre iconografías llenas de vida. Nada más lejano de un arte ritual y fijo: los pintores -que decoraban tan sólo el 2 por 100 de las tumbas talladas- se tomaban cada obra como una creación irrepetible, destinada a un aristócrata que, sin duda, pagaba bien tales novedades. Como hemos sugerido, buena parte de estas pinturas debe atribuirse a artistas jónicos inmigrados; pero eso no excluye que podamos ver en ellas exponentes del arte etrusco. Cierto que los paralelismos, incluso a veces iconográficos, con las cámaras funerarias de Asia Menor (Karaburun, Kizilbel o Elmali) son clarísimos y definitivos, y que el estilo de ciertas pinturas parietales de Gordion no hace sino remachar esta opinión; cierto incluso que se ha podido, siquiera a nivel de tentativa, ver en diversas tumbas matices estilísticos propios de varias comarcas de Jonia y su entorno; pero de una cosa no cabe duda: cuando un arte importado se acepta tan profundamente en una sociedad, hasta el punto de crearse escuelas que funcionarán durante generaciones, es en cierto modo legítimo considerarlo un arte adoptado: nuestra historiografía artística lo hace comúnmente con muchos artistas modernos afincados lejos de su lugar de origen. Las tumbas de Tarquinia, por lo demás, contienen elementos que difícilmente podríamos interpretar en clave helénica, y no sólo a nivel superficial, como las modas de la vestimenta o las costumbres funerarias. ¿Qué significan, por ejemplo, las escenas eróticas de la Tumba de los Toros o la Tumba de la Fustigación? Parece que sólo cabe interpretarlas a través de una vinculación simbólica entre la fecundidad y la resurrección, una idea que en Grecia tomó otros derroteros. ¿Y qué pensar de ese bailarín enmascarado que aparece en varias tumbas y que, en la de los Augures, lleva el nombre de Phersu y acompaña al perro? ¿Es un simple juglar, o representa algún genio fúnebre típicamente etrusco? ¿Qué decir, en fin, de esa obra maestra de toda la pintura antigua que es el paisaje pintado en la Tumba de la Caza y de la Pesca? Sin duda sabemos que los jonios fueron particularmente sensibles a la naturaleza, tanto en su arte como en su filosofía. Pero ¿hubieran compuesto tal escena lejos de un ambiente donde la creencia en las Islas de los Bienaventurados era moneda común?
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El neoclasicismo presupone un retorno a la moral, resquebrajada en la etapa del estilo rocalla. La figura intachable de Carlos III no sólo acepta el neoclasicismo como moda artística sino como estilo de vida a imponer en sus reinos. Era necesario volver al orden, tal como definen los teóricos en las edificaciones eclesiásticas y civiles, pero también en sus decoraciones, pues ello debía de ser un reflejo del nuevo modo de vida. El rey alcalde intenta purificar la Corte y los cabildos catedralicios, de tal manera que a su propio hermano el infante Don Luis, protector de Goya, le obliga a abandonar el capelo cardenalicio debido a sus liviandades, casándolo con María Teresa Vallabriga. Si en Francia la moral cristiana es sustituida por un retorno a la clásica, en España y en otros países se incorporan nuevas fórmulas a las tradicionales. Los patronos y los teóricos españoles incitan a los artistas a aplicar los principios de esta renovación. Para ello, pintores y escultores precisan de una nueva iconografía que renueve el "Flos Sanctorum". Es Juan Interián de Ayala quien codifica los conocimientos iconográficos del momento en su divulgado libro "El pintor christiano" (Madrid, 1782), donde los artistas pueden inspirarse para sus obras siendo más racionales pero sin abandonar la ortodoxia. En España el arte vuelve a ser ejemplarizante y camino hacia la virtud. Sin embargo, algunos pintores se apartan de la línea trazada por el soberano. Así, el excelso Luis Paret, desterrado a Puerto Rico so pretexto de haber sido cómplice en las correrías amorosas del infante Don Luis, mas son sus cuadros procaces lo que determina el que sea apartado de la Corte. A su retorno de la colonia, Carlos III le envía al País Vasco para que realice vistas de puertos norteños y decoraciones en sus iglesias. También en su pintura, aunque surjan matizaciones clasicistas, se aprecian las libertades del rococó. Estas libertades serán coartadas por Antonio Rafael Mengs. Desde su infancia, su padre le incita a seguir los modelos de Correggio y Sanzio, cuyos nombres le fueron impuestos en el bautizo como prefiguración de lo que debía acontecer. Casi niño se traslada a Roma, donde copia las Estancias. Una férrea disciplina produce una técnica precisa con la que elaborar sus afamados retratos y cuadros de Historia. Su prestigio se acrecienta con la traducción a varias lenguas de su tratado "Gedanken über die Schönheit" (1762), donde confiesa que en la formación de su estilo, además de la elegancia de Rafael y el claroscuro de Correggio, ha intervenido el colorido de Tiziano, y no deja de expresar su admiración por Velázquez. Mas, sobre todo, recomienda a los jóvenes artistas el estudio de la escultura griega para conseguir la serenidad. ¿Está en esta búsqueda influido por Winckelmann o viceversa?... Lo cierto es que ambos van pergeñando un nuevo lenguaje estético que repercutirá, como nuevo catecismo, en su época. La imitación de la belleza ideal conseguida por los artistas clásicos era el punto de partida para el nuevo camino de perfección. En los frescos del Parnaso (1761), de la villa romana de Albani, Mengs reelabora plásticamente estos preceptos de modo semejante a como Aníbal Carracci había hecho en la Galería del Palacio Farnesio. En España, la llegada de Mengs arrincona las fuertes influencias giaquintescas en algunos pintores que cultivaban el último barroquismo. Si Antonio González Velázquez sigue en gran parte fiel a su maestro Corrado, las obras de Maella, Francisco Bayeu y del mismo Goya no están exentas del nuevo espíritu clasicista impuesto por el pintor bohemio. Entre los epígonos más fieles están Francisco Javier Ramos (m. 1817), Gregorio Ferro (1744-1812) y el espléndido grabador Manuel Salvador Carmona (1734-1820). Si bien el madrileño Ramos se estableció en Roma en los últimos momentos de Mengs, la amistad con Azara -con el que mantiene una íntima correspondencia- le lleva a emularlo, tal demuestra el retrato del pedagogo Pestalozzi (Academia de San Fernando). Nombrado en 1787 Pintor de Cámara con el encargo de enseñar a los alumnos de la Academia que vivían en Roma, decide regresar a España, incorporándose al quehacer de la institución madrileña. Más éxito tiene Ferro, el continuo contrincante de Goya. En 1763 obtiene el primer premio, desplazando a Ramos y a Goya; unos veinte años después es seleccionado entre los pintores para llevar a cabo los cuadros de San Francisco el Grande, con una Sagrada Familia. En sus pinturas se adecúa a los esquemas mengsianos, si bien denota una formación barroca. Este neoclasicismo incipiente es lo que hace que en ocasiones se le ponga por encima del propio Goya: en 1804, cuando ambos se presentan a la elección de la Dirección general de la Academia de San Fernando, el aragonés sólo consigue 8 votos frente a los 29 de Ferro. No sólo la sordera de aquel influye, sino la manera de ser y de pintar de su eterno contrincante. El abulense Carmona sigue en sus últimos años la normativa impuesta por la dictadura del pintor centroeuropeo, simplificando las decoraciones de las orlas de sus grabados. Por entonces, en 1795, se publica la "Cartilla de principios de dibujos copiados de los mejores originales... de la Real Academia de las Tres Nobles Artes de Madrid". Su autor, López de Enguídanos, la redacta para que los alumnos estén preparados para ingresar en la Academia. En ella, de un modo ecléctico, se combinan los elementos clasicistas con los de tipo barroco.
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En respuesta al programa de renovación explícita planteado por Felipe V desde los comienzos del siglo XVIII, la pintura se desarrolló abierta a florecientes escuelas y artistas extranjeros, hecho del que pudo beneficiarse también la tradición pictórica local cediendo a su poderosa influencia. A la corte española fueron llegando artistas de relieve, que gozaron en algunos casos de una situación especial, llevando a cabo una producción en la que, tanto ideológica como técnicamente, se inscribe el que hacer artístico de los medios oficiales. La aportación francesa tiene características propias y, aunque todas las novedades se inscriban en las corrientes del barroco tardío y rococó, la delegación de artistas galos posee rasgos muy peculiares, por ser portadora de una ideología que motiva una transformación iconográfica, al mismo tiempo que propone también una variación que trasciende al valor de lo composicional y técnico tradicional.La pintura francesa es una elección intelectual que subraya en primer lugar los privilegios del ambiente cortesano, aristocrático. Reivindica el valor de lo decorativo, promueve un nuevo concepto del retrato, subraya la excelencia del banal mundo del rococó y propaga en síntesis las finalidades contingentes de lo alegórico, mitológico e histórico. Fue sin duda un vehículo que hizo declinar el desarrollo de la pintura nacional a la que todavía alentaban las resonancias de su pasado de gran esplendor, reemplazada por una fase rococó a modo de un hábil reportaje de todos los motivos europeos, cuya aparente superficialidad retórica tuvo un efecto saludable, por ser estilo sobre todo luminoso y decorativo.La dinastía borbónica no demoró la llamada de artistas de su país de origen. Ya en 1704 estaba prevista la llegada de Luis de Boulogne, que se supone el primer pintor francés destinado al cargo de Pintor de Cámara. Enrique de Favaune, que en la misma fecha había presentado para su recepción en la Academia un lienzo representando a España ofreciendo la Corona a Felipe V, suscitó recelos y su estancia fue un tanto meteórica. También Courthilleau se sumó a la inicial lista de franceses en la corte española. Todos ellos tenían como denominador común una formación italiana y en muy pocos casos orientada hacia el norte. Fue un hecho decisivo que sustenta el panorama de la pintura en Francia a la reorganización de la Academia por Colbert y Lebrun en 1663. Las generaciones que en ella se forman parten de estas premisas y también de aquellos métodos académicos rígidos, en cuanto a fórmulas de expresión, en los que median textos de tanta importancia como el "Méthode pour apprendre á dessiner les passions" de Lebrun o "Sentiments des plus habiles peintres" de H. Testelin, tratados en los que se abordan los temas de la expresión, la proporción, el color, composición, etcétera.Esta formación, rígida en algunos de sus extremos, reprimió en cierto modo el desarrollo individualista. Los pintores se contemplan dentro de una competencia uniforme y en pocos casos quebrantan las reglas a pesar del talento natural. Incluso la figura clave de Lebrun, que revela un vigor en el diseño y se consolidó como pintor de temperamento, también se manifiesta disciplinado. Es el acento académico de P. Mignard Lefevre o Nocret, pintores que mantienen el eco de Bernini, Cortona, Rubens y Van Dyck.Los factores estéticos de Versalles eran éstos y, por consiguiente, la pintura que reclama Felipe V será una propuesta en la que a las reglas del clasicismo barroco se irán sumando las sutiles apetencias del rococó, con su gracia y ligereza. Charles de la Fosse, aún con el eco de Albani y Poussin, mostraba curiosos acercamientos y admiración por lo veneciano. En él y en Antoine Coypel hace su entrada la tendencia colorista en un arte que fluctúa entre la perfección dibujística, la forma ampulosa y la experiencia incluso naturalista. En ella triunfaban los temas mitológicos, históricos, el retrato, en una mezcla de curiosa grandiosidad y de intimidad. Brillaban en este campo Largillière y Rigaud, creadores de la pintura de corte, del retrato de aparato, en contraste con una corriente que dignifica la pintura de género y el gusto burgués que ha impulsado el Salón de 1704. Los pintores que Felipe V invita a venir a España, mantienen el colorido de Rubens, la ligereza de La Fosse, la fantasía de Guillot, la observación que se ha copiado de los holandeses y la grandiosidad del arte oficial alegórico y panegírico de Versalles.Michael Ange Houasse llega a la Corte en 1715 contratado por Orly. Premiado por la Academia, encarna al pintor de la mitología, de las escenas populares, del paisaje y del retrato. "Alto, flaco y delicado", como lo definiera Saint-Simon, fue un artista de gran prestigio. Su Bacanal y su Sacrificio de Baco evocan las claves del clasicismo barroco italiano, con color más caliente y tonos azules y rosados de extrema delicadeza. En sus escenas campestres o cuadros de género se adelanta a los modelos que han de difundirse a través de la Fábrica de Tapices. En sus escenas de interior, como en el lienzo Academia, explora la vida artística de la época. En sus Máscaras hay resonancias con Watteau. Sus paisajes son veraces y en sus vistas panorámicas de los Reales Sitios es pintor de una gran modernidad. Se acercó también al arte religioso, dejando un legado de bellas composiciones para el Noviciado de Jesuitas de Madrid o el tema de la Curación de la Madre Montplaisant, que Lafuente Ferrari asegura que inspiró a Goya. Houasse trajo a la Corte española internacionalidad, en la expresión, en el color, en la espontaneidad y libertad. No pierde el horizonte clásico francés, pero es imaginativo, creando una pintura de gran armonía, interna.Jean Ranc se convirtió en el retratista por excelencia de la corte española. En él se encarna el retrato de aparato, ostentoso y mayestático en la línea de Rigaud o Larguillière. En la Familia de Felipe V, de la que queda un hermoso boceto, sintetiza esta práctica, con toques de elegancia y afectación e incluso matices de valor anecdótico. Los retratos de los monarcas, de príncipes e infantes, hacen aún más sólida su enseñanza en la configuración de la retratística cortesana.Siempre medió el consejo del viejo pintor Hyacinthe Rigaud para el envío de los pintores que llegaron procedentes de la corte francesa. También lo fue para el pintor, premiado tantas veces por Roma y por la Academia de París, Louis Michele van Loo. Era incluso profesor de la Academia francesa cuando fue reclamado por Felipe V para convertirlo en su Pintor de Cámara. Retratista oficial, también accedió a otros temas como demuestran sus Historias de Diana o su Venus, Cupido y Mercurio, que guarda la Academia de San Fernando.Los retratos de Felipe V y de Isabel de Farnesio, el suntuoso de don Luis Antonio, de don Felipe o de Luisa Isabel de Francia son exponentes de esta práctica retratística brillante. Se considera como colofón La familia de Felipe V, donde aparecen los monarcas, sus hijos, sus nueras, dos entenados y dos nietas. La escena, construida sobre fondos veronesianos, se complementa con la presencia de los músicos en la tribuna dentro del más puro estilo veneciano. Dos bocetos preparatorios muestran el minucioso estudio que precede a la obra. Otros retratos como el de Fernando VI y Bárbara de Braganza encaman la singularidad retratística del pintor francés, que supo sintetizar el estilo oficial vigente en el que se congregan influencias de Rubens, de Van Dyck, resonancias italianas, el sello adulador y ligero de lo francés en un hábil juego, íntimo y victorioso.Van Loo en sus temas mitológicos muestra, asimismo, una integridad intelectual que se ha relacionado con la estoica doctrina clásica académica o, incluso, como prematura fórmula de ideales que han de triunfar más tarde volviendo los ojos a los cánones y armonías de Nicolas Poussin. Fue director de la Academia de Pintura de San Fernando en 1752. Dirigió la Ecole Royale des Elèves protégés y su nombre se ha relacionado con la Real Fábrica de Tapices.Los pintores franceses renovaron la tradición española con sus luminosos y vibrantes cuadros mostrando la atmósfera y el sentimiento del rococó internacional. Consolidaron fórmulas nuevas de equilibrio, variaciones cromáticas, en un inevitable vuelco, estableciendo la inserción hacia el mundo europeo en un conjunto de tendencias convergentes y a la vez contrastantes con la corriente netamente española.
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A pesar de estar ampliamente difundido el uso de la pintura, que se aplicó a estelas, esculturas, terracotas y objetos de artesanía, poseemos muy pocos restos para poder evaluar la calidad de la misma. Por lo conservado en el ámbito fenicio (tumbas de Sidón y Tiro, del siglo III a. C.), la pintura descansaba exclusivamente en el dibujo, el cual se coloreaba con tonalidades planas. De Biblos poseemos abundantes motivos vegetales y en menor número zoomorfos y antropomorfos; de Tiro, en cambio, algunos frescos que recogen pasajes de la mitología griega de gran éxito a partir del siglo III a. C.
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Las novedades, rupturas y contradicciones de la pintura francesa del siglo XVIII no pueden ser reducidas a un escueto enfrentamiento entre el rococó y las tendencias clasicistas. De esta forma, el primero ocuparía cronológicamente la primera mitad del siglo, mientras que las segundas irían progresivamente imponiendo sus criterios durante la segunda mitad para culminar en el neoclasicismo riguroso y estricto de Jacques-Louis David. El punto de inflexión entre ambos fenómenos estaría situado en los años centrales del siglo XVIII, coincidiendo con la publicación de la "Encyclopédie" y con la divulgación de las ideas de la Ilustración.Las dificultades que surgían para confirmar históricamente ese planteamiento en relación a la arquitectura, vuelven a plantearse con respecto a las artes figurativas. Veíamos cómo incluso cabía considerar que algunas propuestas del rococó pudieran expresar contenidos ilustrados, que no pueden reducirse a una genérica admiración por la Antigüedad. Es más, un filósofo y crítico de arte como Diderot podía polemizar con un escultor como E. Maurice Falconet (1716-1791) a propósito del destinatario de las obras de arte. Así, mientras Diderot defendía que el artista debía tener prioritariamente en cuenta el juicio de la historia, Falconet afirmaba que el artista debía, sobre todo, hablar a sus contemporáneos. De esta forma, Diderot acabaría dedicando sus esfuerzos como crítico de arte a descubrir los nuevos valores temáticos, formales y representativos que pudieran esconderse en la pintura contemporánea expuesta en los Salones parisinos con el ánimo de descubrir los caracteres que habrían de constituir un legado histórico.Pero no es sólo desde el análisis del papel que debe cumplir el artista en la sociedad como la Ilustración enfrenta su crítica al rococó, sino, además, comprobando que el público constituye un elemento de indudable significación en la propia práctica de la pintura. Reyes, aristócratas, eclesiásticos o eruditos ya no son el público exclusivo de los artistas, sino que se han incorporado burgueses y artesanos, comerciantes e intelectuales. Incluso los lugares de exhibición de las obras se han alterado profundamente, sometiéndolas, antes de ser adquiridas, al juicio del público por medio de las convocatorias de los Salones de la Academia. Aunque hay que observar, antes de nada, que se trata de un fenómeno que ya afectó de manera decisiva al rococó, encontrando, además, una enorme fortuna que explicaría que sus contenidos y soluciones formales pervivieran durante la segunda mitad del siglo XVIII, contemporáneamente a la construcción de las diferentes tendencias clasicistas. Recuérdense al respecto las obras de François Boucher (1703-1770) o Jean-Honoré Fragonard (1732-1806).No debe olvidarse, por otro lado, que el ideal estético que se desprende de las páginas de la "Encyclopédie", y ya se ha podido comprobar con respecto a la arquitectura, deriva de las doctrinas académicas, comenzadas a codificar en el siglo anterior, especialmente las referidas a la jerarquía de los géneros, situando la pintura de historia en el más, alto nivel como había sido teorizado desde Alberti. Y esa será un arma fundamental para enfrentar la crítica a la pintura rococó y, a la vez, para proponer temas de elevado valor moral y didáctico a los propios pintores. En este contexto puede entenderse mejor el desconcierto de los críticos ante la pintura de Jean-Baptiste Simeón Chardin (1699-1779), dedicada casi exclusivamente a temas de bodegones e interiores domésticos. Sin embargo, la calidad de su pintura motivó que fuera defendido por los partidarios del nuevo concepto moral que se pretendía atribuir a la pintura de historia.No hubo disculpas, sin embargo, para Watteau y, a pesar de ello, también sus obras incorporan suficientes motivos de modernidad y de calidad pictórica. Lo cierto es que, en términos históricos, todas esas opciones encuentran un ámbito disciplinar y social durante la época de la Ilustración. La recuperación, en la crítica y en los libros teóricos, de los principios clasicistas del arte era también una forma de reclamo a la Historia que parecía arrastrar, en su rigorismo conceptual e ideológico, la reciente experiencia contemporánea de las obras de Watteau, de Chardin o de Boucher. De ahí la apariencia tradicional que se desprende de algunos planteamientos de los críticos ilustrados, aunque bien es cierto que también formulan algunas hipótesis de consecuencias decisivas para la pintura moderna, sobre todo relacionadas con la composición o la capacidad de representación de la pintura.Junto con Chardin, tal vez sean Jean Baptiste Greuze (1725-1805) y Claude Joseph Vernet (1714-1789) los que mejor representen este momento crítico de la pintura francesa del siglo XVIII. De Chardin, que como se ha visto, no cultivó la pintura de historia, los críticos de la Ilustración admiraban su capacidad para crear un clima trascendente alrededor de un simple bodegón o de objetos inertes, como si pudiera leerse el alto valor moral de la pintura a través del silencioso estar de los diferentes motivos. Equilibrio compositivo que redunda en el ensimismamiento de sus personajes, cuando aparecen. Cuando lo hacen, es siempre describiendo escenas cotidianas, gestos llenos de normalidad, obsesivamente encerrados en un interior. Esa capacidad de representación implica al espectador hasta introducirlo en el propio espacio de la pintura. Los personajes y objetos de un cuadro no establecen un coloquio emocional con el público, sino que lo ignoran absorbiéndolo, como ha demostrado M. Fried. Como ocurre, por ejemplo, con su Joven dibujante (1759), con el Castillo de cartas 1737) o con La madre laboriosa (h. 1740).Algo semejante harían Greuze, con sus escenas populares y costumbristas, o Vernet con sus paisajes de ciudades. Ese magisterio específicamente pictórico fue apreciado por Diderot hasta el extremo de considerarlos pintores de historia. Parece que es la técnica la que, al final, ha salvado la pintura de género, debido, sobre todo, al alto grado de dramatización del que están dotados esos cuadros. La solución definitiva la habría de proporcionar David. Mientras tanto la pintura de historia era cultivada por artistas vinculados a la tradición francesa del siglo anterior, matizada por un sentido decorativo del color muy rococó, como ocurre con la obra de Jean François de Troy (1679-1752), que acabaría siendo Director de la Academia de Francia en Roma en un momento crucial, entre 1738 y 1752, o con la actividad de Charles-Joseph Natoire (1700-1777), que acabaría también siendo director de la Academia de Francia en Roma.Con estos pintores, sin renunciar a las aportaciones de Watteau, Boucher o Carle Van Loo (1705-1765), la pintura francesa prepara el cambio más significativo en el arte del siglo XVIII. Un cambio que sólo es explicable si se asumen todos los aspectos contradictorios que en él aparecen. De la misma manera que Blondel no encontraba incompatibles los interiores rococós con la tradición clasicista en la arquitectura, parece que no haya mayores motivos para ver la obra de Watteau en su profunda modernidad histórica. Posiblemente el hecho de que su ruptura con la tradición barroca y clasicista fuera tan radical, tanto en los temas que pintaba como en la técnica desenvuelta que le caracteriza, haya motivado las críticas clasicistas y racionalistas. Sin embargo, su obra no puede ser considerada como el epílogo final del barroco, una prueba de su agotamiento. Al contrario, el profundo compromiso que adquiere con la sociedad de su tiempo es más moderno que la simple aceptación de principios normativos o ideales. Lo resumió brillantemente P. Francastel: "Las luces, como el arte de Watteau, fueron un intento de conciliar la previsión de una época bañada por la razón humana con un riguroso empirismo. En el mismo momento, también las "Cartas Persas" nos ofrecen el ejemplo de un pensamiento disfrazado".
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La pintura griega ha desaparecido casi en su totalidad, disponiendo sólo de textos literarios, de vasos pintados o de copias romanas. Polignoto será la primera gran figura, dotando al dibujo de un importante papel y limitando los colores al rojo, el blanco, el negro y el amarillo. En el siglo V destacan Parrasio - interesado por esfumar los contornos y sugerir la continuidad de la superficie - y Zeuxis - autor de unas uvas tan reales que los pájaros acudieron a picotearlas, según narra la leyenda -. Apeles será la gran figura pictórica griega, quedando muestras de su estilo en la copia romana del mosaico de Alejandro vencedor de Darío en la batalla de Issos de una casa pompeyana. La cerámica griega alcanzó un importante desarrollo, siendo interesante para conocer cómo sería la gran pintura y la vida cotidiana. A lo largo del siglo VI a. C. los ceramistas atenienses impondrán su estilo, caracterizado por las figuras negras sobre fondo rojizo. El cuerpo del vaso sirve para representar toda clase de temas, imponiéndose lo narrativo sobre lo decorativo. A finales del siglo VI se produce un significativo cambio en el cromatismo de las piezas ya que las figuras tendrán el color rojo del barro y el fondo se pintará de negro. No se producirá, sin embargo, un cambio en la temática ni en la disposición de los asuntos en las piezas. Los lékythos tienen un carácter exclusivamente funerario ya que sirven para guardar las cenizas del difunto. Al ser alargado, deforma menos la figura e incluye policromía con azules, amarillos, ocres o morados.
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Sin duda, fue sobre todo en la pintura holandesa -ahora ya puede hablarse de holandés con propiedad geográfica- donde se manifestaron más abiertamente las consecuencias de la revolución y la emancipación política de las Siete provincias, del celo puritano de la Reforma y de la prosperidad económica de la burguesía liberal, además de la propia realidad natural de su marco geográfico. La conjunción del hallazgo de la naturaleza, de la observación objetiva, del estudio de lo concreto, de la valoración de lo cotidiano, del gusto por lo real y material, de la sensibilidad ante lo aparentemente insignificante, hizo que el artista holandés comulgase con la realidad del día a día, sin buscar ningún ideal ajeno a esa misma realidad. No pretendió el pintor trascender el presente y la materialidad de la naturaleza objetiva o evadirse de la realidad tangible, sino envolverse en ella, embriagarse de ella a través del triunfo del realismo, un realismo de pura ficción ilusoria, lograda gracias a una técnica perfecta y magistral y a una sutileza conceptual en el tratamiento lírico de la luz.Ya hemos intentado aclarar las relaciones del artista holandés con la comitencia y el mercado artístico en las páginas preliminares, que presentan un perfil determinante con respecto al resto de Europa, no obstante ciertos rasgos similares o comunes. La profunda influencia de los hechos arriba estudiados trajo consigo que la pintura sacra, como consecuencia de la iconoclasta de la Iglesia reformada, acabara por eliminarse como complemento decorativo con finalidad devocional, si bien los temas religiosos no llegaron a desaparecer, abordándose los asuntos bíblicos del Antiguo Testamento con un carácter intimista y más dramático. Las historias mitológicas también se trataron, aunque con un quiero y no puedo por corte real, perdieron su tono heroico y sensual, concibiéndose con una intención alegórico-moralizante que tan sólo solía interesar a los intelectuales y a la escasa nobleza. Aun así, estas pinturas -al margen de que no fueron las más solicitadas- no son las de mayor calidad, ni las más significativas del Barroco holandés. Por el contrario, el retrato, el paisaje y los animales, la naturaleza muerta, la pintura de género, etc., fueron las fórmulas temáticas que llegaron a tener valor por sí mismas y que, como objetos propios del mobiliario doméstico -de ahí las reducidas dimensiones de los cuadros-, se adquirieron por los individuos de casi todas las clases y estamentos sociales, bien por inversión de capitales, por orgullo, por ostentación o por snobismo, aunque escasas veces para contemplación estética y recreo del espíritu, todo sea dicho.Si Rubens, desde Amberes, dominó el arte flamenco, ahogando casi todas las tendencias creadoras, atrayendo hacia sí a la mayor parte de los artistas de Flandes, inculcando su manera y su estilo por doquier -llegando a dejarse sentir clara y fuertemente hasta en Holanda-, el arte holandés se dispersó en diversas escuelas urbanas, propició las variedades individuales y alentó la multiplicidad modal y expresiva. Rembrandt, aun siendo una figura del genio sin par, comparable a Rubens en estro creador, no ejerció imperio artístico ni supo (tal vez, ni lo pretendió) dejar estela (o, quizá, no pudieron seguirla aquellos que lo pretendieron). Mientras Rubens fue intérprete soberano del sentir general y su genio artístico se identificó con la sociedad toda de Flandes, Rembrandt fue un genio solitario que manifestó en su arte su propio sentir, profundo y aislado, incomprendido las más de las veces por la sociedad de su tiempo. Es por ello que si a través de la obra de Rubens se llega a comprender a Flandes, por mediación de la obra de Rembrandt sólo se puede conocer (y es difícil) a un hombre, sin poder llegar a obtener una visión cabal del entramado artístico de Holanda. Es más, si al abordar el arte barroco flamenco no hemos podido prescindir de Rubens, más bien todo lo contrario, para acercarnos al arte seiscentista holandés hasta sería preferible alejarse del genio de Rembrandt, aun no siendo esto posible, ni deseable.Como sea, difícil es ordenar el inmenso número de artistas (junto al caudal de sus obras) que trabajaron durante el siglo XVII en las Provincias Unidas, donde faltaron las directrices del artista genial, convertidas en orientaciones comunes y unívocas, o las pautas marcadas por o desde un centro artístico influyente. Si incalculables fueron los maestros, numerosas fueron las escuelas locales de pintura, aunque todas holandesas: Haarlem, Delft, Amsterdam, Leyden, Dordrecht y La Haya. Si el ir y venir de los pintores fue incesante entre una ciudad y otra, cambiando varias veces de residencia, constante e intenso fue el intercambio escolástico. Por consiguiente, intentar abordar un estudio aproximativo y sintético del arte barroco holandés a partir de una ordenación por escuelas sería una labor estéril y cansina, como lo sería el afrontarla sólo desde la perspectiva de los grandes talentos. Sólo la escuela de Utrecht, la única ajena a la provincia de Holanda, con su momento de esplendor y su particular perfil estilístico, merece un apartado y tratamiento específico.Sin duda, aun siendo una clasificación extrínseca, la ordenación más acertada quizá sea aquella basada en los asuntos representados, ya que la especialización temática del pintor holandés, con la endiablada maraña de pequeños y medianos artistas estrictamente dedicados a la pintura de un único género, queda así reflejada o, al menos, puesta de manifiesto. Como también, el carácter más específico del arte holandés del siglo XVII: la asombrosa habilidad artesana de sus pintores que, a pesar de su virtuosismo técnico, no eliminó del todo la rutina y la reiteración. Y es que, a pesar de los traspasos temáticos que en ocasiones se produjeron, la mayoría de los pintores se autolimitaron artesanalmente a dedicarse a lo largo de su vida al género específico que el gusto del público, las tendencias de un grupo o las exigencias del comercio les demandaron.Una última observación. El desarrollo unitario y original de la pintura holandesa coincidirá estrechamente con el devenir político y económico de la República. Desde una primera fase estilística (hasta h. 1630), caracterizada por la observación objetiva y la contención de las formas, que logrará en una etapa media (h. 1640-75) su madurez, la pintura irá reflejando en las décadas finales del siglo una tendencia cada vez mayor hacia lo decorativo, la aparatosidad compositiva y la plenitud formal, más propia de la pintura flamenca, recibida quizá por sugestiones procedentes de Francia, iniciándose su rápida decadencia, innegable ya en los primeros años de la centuria siguiente.
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La pintura italiana del siglo XVIII, en términos generales, abandona el papel de guía figurativa y conceptual que había mantenido en los siglos anteriores y, sin embargo, es en Italia donde se va a formular buena parte de las más importantes alternativas de la moderna pintura europea. Tampoco debe olvidarse el papel crucial que los modelos de la Antigüedad y la propia historia de la pintura italiana, de Rafael a Tiziano, de Miguel Angel a Carracci, van a jugar en las nuevas teorías artísticas y estéticas. Es más, Italia, de Venecia a Roma o Nápoles, se va a convertir en excusa figurativa y conceptual de muchos artistas italianos y extranjeros, en objeto de la pintura. El auge del coleccionismo y la aparición de una demanda de imágenes diversificada según los distintos tipos de público que acceden a la obra de arte van a permitir una multiplicidad de soluciones y escuelas locales que, al menos cuantitativamente, no deben ser desdeñadas. Si a eso unimos la continuidad del mecenazgo cortesano y eclesiástico, así como el auge de las Academias, tendremos un panorama aproximado que explica las diferentes propuestas. Por otra lado, hay que señalar la enorme importancia de la propia tradición pictórica de los siglos anteriores que marca, hasta finales del Setecientos, el desarrollo de la pintura italiana.Todo ese cúmulo de circunstancias permite que casi todos los debates y las nuevas teorías sobre el arte y la pintura tengan un rápido eco en Italia. De hecho, la mayor parte de esos fenómenos se formuló durante la experiencia italiana de artistas e intelectuales extranjeros, desde los pensionados de las diferentes academias europeas a los viajeros del Grand Tour. Por otro lado, en las diferentes tendencias y estilos de la pintura italiana, que conviven contemporáneamente, se descubre no sólo un mayor o menor grado de renovación formal o iconográfica sino, sobre todo, un distinto tipo de mecenazgo. Así, el arte cortesano vinculado a Nápoles o Roma aún sigue pendiente de la tradición, mientras que el coleccionismo privado de la nobleza o de los intelectuales permite y favorece el planteamiento de propuestas más renovadoras como ocurre en Venecia o en Florencia. De ahí que no sea difícil resumir la pintura italiana de estos años como un lánguido transcurrir entre la herencia del barroco tardío, las aspiraciones clasicistas y académicas legadas por Carlo Maratta y la proliferación del género de la veduta, con representaciones y evocaciones de ciudades, monumentos y rincones pintorescos, tan apreciados, por otra parte, por los viajeros y coleccionistas extranjeros. Posiblemente sea en Venecia donde estos fenómenos reciben un impulso cualitativo verdaderamente excepcional con pintores como Giambattista Tiépolo (1696-1770), Sebastiano Ricci (1659-1734), Antonio Canale Canaletto (1697-1768) o Francesco Guardi (1720-1793).En este momento de crisis política y económica de la república de Venecia, artistas, teóricos y arquitectos van a formular una arte que no sólo renueva, a través de las nuevas soluciones formales del rococó, la tradición barroca anterior, sobre todo de L. Giordano y G. Piazzetta, sino que no tarda en incorporar las nuevas orientaciones racionalistas de la Ilustración. Por otra parte, la importancia de las colonias de extranjeros, especialmente británicos, en la ciudad va a permitir un proceso de internacionalización de su cultura artística enormemente significativo, con un mercado artístico notable y con frecuentes viajes de los artistas venecianos a otros países europeos.Tiépolo es, sin duda, el más importante de los pintores venecianos del siglo XVIII. Muy joven se siente atraído por el expresionismo luminoso de Piazzetta, pero será su estudio de la pintura de Veronese lo que le permitirá configurar su estilo a base de insólitas y casi transparentes relaciones entre el color y la luz y una rara habilidad para controlar el espacio y la perspectiva, que harán de él uno de los más grandes autores de frescos de la historia de la pintura, como confirman sus trabajos para la decoración del Palacio de Wüzburg, en 1752, o en el Palacio Real de Madrid, a donde es llamado por Carlos III en 1762. A todo ello, Tiépolo une una recepción apasionada de las soluciones técnicas de la pintura rococó.Su primera gran obra fue la decoración del Arzobispado de Udine (1726-1728), en la que ya aparecen desplegadas las características de su pintura, con la utilización de una luminosidad no contrastada, sino ampliada y continuada por colores fríos y pálidos contiguos a sus tonalidades complementarias. Pero en su pintura, sobre todo en los cuadros de caballete, no abandona el expresionismo heredado de Piazzetta, incluyendo, con frecuencia, aspectos irónicos o críticos. La fama y los encargos no se hicieron esperar, siendo reclamado desde diversas cortes europeas, aunque también las críticas comenzaban a aparecer, sobre todo en relación al carácter escenográfico y teatral de sus composiciones. Durante los años treinta decora diferentes edificios en Milán y Venecia, en los que se acentúa aún más el ilusionismo de su pintura, como en las Historias de Antonio y Cleopatra (1747-1750) en el Palacio Labia de Venecia. Todos estos trabajos, unidos a su relación con Algarotti, van a desembocar en una obra fundamental de Tiépolo como es su decoración de la Villa Valmarana de Vicenza (1757), en la que se puede apreciar un cambio estilístico e iconográfico en el que se une un tono más íntimo y melancólico a una distinta consideración de los temas, otorgando una mayor importancia a los fondos de paisajes de sus composiciones.Las tendencias rococó son más evidentes en pintores como S. Ricci o J. Amigoni (1682-1752), aunque no olvidan nunca la lección de la pintura veneciana. Se trata de una mirada permanente a la propia gran tradición de Venecia, de Veronés a L. Giordano, haciendo historia incluso con las imitaciones de las técnicas pictóricas del pasado.También van a ser dos pintores venecianos, Canaletto y Guardi, los que eleven y consoliden un género pictórico como el de la veduta, a veces también cercana al capricho. Los antecedentes del siglo XVII, con los paisajes heroicos de Poussin o C. Lorena, o la enorme influencia de S. Rosa, unidos a la tradición paisajista holandesa, habrán de configurar un género que ahora cobra una inusitada importancia, paralela al consumo masivo de grabados con vistas de ciudades, antiguas o modernas, fantásticas evocaciones del pasado o anecdóticas imágenes del presente. La obra romana de G. van Wittel o de G. Paolo Pannini van a constituir una primera referencia ineludible para los vedutistas venecianos, que oscilan entre el verismo y el racionalismo de un Canaletto y las evocaciones nostálgicas de un Guardi, tomando casi siempre a Venecia como excusa de su pintura.Entre los artistas italianos más importantes de esta primera mitad del siglo XVIII no pueden dejar de mencionarse dos importantes pintores como F. Solimena (1657-1747) o C. Giaquinto (1703-1765). El primero marca con su obra la escuela napolitana de esta época. Una obra heredera del barroco decorativo de L. Giordano y de los modelos romanos de Pietro da Cortona y G. Lanfranco. Giaquinto, formado con Solimena llevaría el barroco de su maestro hasta los límites del rococó, con una pincelada suelta que recuerda la pintura de F. Boucher.
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Durante los años centrales de la centuria se desarrolló en Madrid una pintura de transición, que evolucionó desde el realismo concreto a un estilo de incipiente decorativismo que abrió el camino al pleno barroco. Los maestros activos en este período asimilaron progresivamente la influencia de la escuela veneciana y de las obras de Rubens, que podían estudiar en las colecciones reales, lo que les impulsó a sustituir las sombras por la luminosidad y la riqueza cromática, prefiriendo a la descripción minuciosa del detalle la apariencia de realidad plasmada con una técnica cada vez más suelta y fluida. Esta renovación fue también posible gracias al cambio de actitud de la Iglesia, que, superados los rigores contrarreformistas favoreció una pintura más alegre y alegórica.El influjo de Velázquez en este período fue relativo, debido a las especiales condiciones de su actividad. Al no tener taller público y servir exclusivamente al rey, su obra y las cualidades de su pintura sólo llegaron de forma parcial al resto de los pintores de su tiempo, que únicamente recogieron algunos aspectos externos de su estilo, pero no su auténtico significado. A ello contribuyó también la falta de discípulos forzados directamente con él, labor que al parecer no interesó demasiado a Velázquez. No obstante algunos de sus escasos colaboradores recibieron la impronta de su extraordinario arte. Entre ellos destaca su yerno Juan Bautista del Mazo (h. 1615-1677), que por evidentes razones de vinculación familiar -se casó con su hija Francisca en 1633-, fue quien estuvo más cerca de él. Dedicado sobre todo a la realización de retratos, los concibe con técnica y entonación velazqueñas, aunque sus imágenes carecen de la profundización en lo humano que impera en los ejemplos del sevillano. Una de sus mejores obras es el retrato de su propia familia (La familia del pintor, h. 1664-1665, Viena, Kunsthistorisches Museum), en el que representa a su suegro, al fondo, trabajando en su taller. También pintó paisajes, escenas de caza y vistas de ciudades, en los que parte de modelos flamencos y de composiciones y efectos lumínicos de origen italiano (La calle de la reina, en Aranjuez, Cacería del Tabladillo en Aranjuez, Vista de la ciudad de Zaragoza, Madrid, Museo del Prado).Otro de los artistas más claramente incluidos por Velázquez es José Leonardo (h. 1601-1666), quien participó junto a él en la decoración del Palacio del Buen Retiro. En los cuadros que realizó para este conjunto, la Rendición de Juliers y la Toma de Brisach (1635, Madrid, Museo del Prado), muestra su interés por la luminosidad y por captar los efectos atmosféricos en los fondos, cualidades dependientes de la estética velazqueña. En la misma línea se encuentra Antonio de Pereda (1611-1678), quien pintó para el palacio madrileño el Socorro de Génova (1634, Madrid, Museo del Prado). Autor de composiciones equilibradas y coloristas, utiliza una técnica pastosa aunque posee una solidez formal heredada de Carducho (Profesión de Sor Ana Margarita ante San Agustín, 1650, Madrid, Convento de la Encarnación; Desposorios de la Virgen, París, iglesia de San Sulpicio). Sin embargo, sus obras más significativas son los bodegones moralizantes, o Vanitas, en los que alude de forma alegórica a lo pasajero de la vida y a la caducidad de los bienes terrenales (Alegoría de la vanidad, h. 1634, Viena, Kunsthistorisches Museum; El sueño del caballero, h. 1655-1660, Madrid, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando).Junto a estos artistas que iniciaron la evolución hacia un nuevo lenguaje, otros se mantuvieron anclados en la estética del primer barroco. Ese es el caso de Fray Juan Rizi (1600-1681), quien, a pesar de desarrollar su actividad muy dentro del siglo, conservó las preocupaciones tenebristas y un intenso y expresivo realismo. Su condición de monje benedictino determinó su trabajo, en gran parte destinado a representar temas vinculados a su orden, componiendo austeras escenas religiosas en las que sólo la soltura técnica testimonia los cambios pictóricos producidos en su época (San Benito bendiciendo un pan, La Cena de San Benito, Madrid, Museo del Prado).