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Casi sería más propio hablar de un cierto antiimpresionismo al referirse a esta pintura científica empeñada en reducir a lo esencial la accidentalidad de los impresionistas. El término fue acuñado por Fénéon, cofundador de la "Revue Indépendante" y entusiasta defensor de las teorías de Seurat, impulsor de las relaciones entre el arte y la ciencia. Fénéon comprendió el paso decisivo que se había dado desde el deseo de captar los elementos fugitivos a la propuesta de los neoimpresionistas de sintetizar los paisajes "en un aspecto definido que perpetúe la sensación implícita en ellos". Signac lo matizaría después en su importante texto-manifiesto "De Eugéne Delacroix au Néo-impressionnisme", publicado en 1899. Debe entenderse el término como una diferencia de procedimientos ya que los fines seguían siendo los mismos que los de los impresionistas: luz y color. No obstante, la técnica empleada por los neoimpresionistas es "profundamente diferente de la de los impresionistas, hasta el punto de que mientras la técnica de éstos es instintiva e instantánea, la de los neoimpresionistas es deliberada y constante". Si se quería reproducir los colores de una superficie bajo una luz determinada, éstos no se podían mezclar en la paleta, se mezclarían en la mente sin perder nada de su intensidad ni de su luminosidad. En la naturaleza aparecen elementos individuales de color que el pintor reúne por separado en su tela, es la retina del espectador la que debe mezclarlos de nuevo (mezcla óptica). Esta ya había sido utilizada por Delacroix y los impresionistas, pero quizá lo habían simplificado demasiado siguiendo más la intuición que el método. Los neoimpresionistas modifican la pincelada: partículas diminutas, puntitos que permitían una mayor existencia de colores en una superficie menor. La mezcla óptica de esta multitud de pequeños puntos haría que la luminosidad de color fuera mucho mayor como podemos observar en esta obra de Signac. Signac pintará numerosas vistas de Saint-Tropez, desde la bahía, desde el faro, desde diferentes puntos de vista. La boya roja es una de las diversas obras realizadas desde su barca. La atención del pintor se centra en una boya roja que nos da paso hacia los barcos del fondo.
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La Breve relación de las misiones del Paraguay La Breve relación ocupa un lugar central dentro de la obra literaria de Cardiel, en la que se conjuga la madurez y la experiencia de su trabajo como misionero, con la melancolía provocada por la medida de extrañamiento. Cardiel escribió esta pequeña obra ya en el exilio, separado de la que había sido su vida hasta aquel momento, dolido por los ataques que había leído y escuchado contra la obra a la que él, con todas sus fuerzas, se había dedicado. En poco tiempo, dejando correr la pluma, se dispuso a defender a las misiones de tantas acusaciones y calumnias. Se basó para ello casi exclusivamente en su experiencia y su memoria y, una vez terminado su escrito, añadió, a modo de apéndice, la respuesta a diez preguntas que le parecían insuficientemente contestadas en el texto. La Breve relación constituye así uno de los mejores compendios que sobre la vida en las famosas reducciones jesuíticas del Paraguay se han realizado jamás. Su estilo es claro y sencillo, con algunos rasgos de humor y una cierta nostalgia de aquellas tierras y gentes, a las que ya nunca vería. Aunque, originalmente, se trataba de aportar material para un escrito de más pretensiones que estaba preparando Calatayud, lo cierto es que la Breve relación gozó de una merecida fama entre los medios jesuíticos de Italia. El propio Calatayud escribió al principio de su tratado que si en algo lo escrito por mí no se conformase con lo que va en esta Relación del P. Cardiel se ha de estar a ésta para hacerse más creíble. La única edición hasta el momento que se había realizado de la obra de Cardiel fue debida, como ya se dijo, al jesuita Pablo Hernández, quien la incluyó en su libro antes citado. Desde entonces se ha convertido en un texto de obligada consulta para los estudiosos del tema, pero no había vuelto a ser publicada. Afortunadamente, la relativa notoriedad que en los últimos tiempos ha adquirido el tema de las misiones jesuíticas durante la colonia, permite volver a contar con esta obra capital gracias a esta nueva edición. El manuscrito que utilizó el P. Hernández y que nosotros reproducimos, se encuentra en la Biblioteca Vaticana (Roma), pero existen bastantes más copias, cuyos contenidos difieren sensiblemente entre sí. Sin ánimo de extendernos en el tema, podemos decir que se encuentran copias manuscritas de la Breve relación, además de en la Biblioteca Vaticana, en el Archivo General de la Compañía de Jesús en Roma, en el Archivo de Loyola, donde hay varias, y en la Real Academia de la Historia de Madrid. No podemos olvidar, por último, el carácter apologético del escrito, que pretende ensalzar la labor de los jesuitas en el Río de la Plata, apartándose en ocasiones de la objetividad histórica. Ya lo hemos dicho anteriormente, pero conviene repetirlo: la Breve relación es un texto partidista, verídico, sólo hasta cierto punto. Ahora bien, junto a esa característica innegable, es necesario reconocer que en pocas crónicas de la época podrá el lector encontrar tantos datos e informaciones directas sobre aquel proyecto misionero que, después de más de 200 años de la expulsión de los jesuitas, ha mantenido intacto su poder de fascinación. Héctor Sáinz Ollero
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Las brujas, indica Ricardo García Cárcel, supuestamente pueden actuar en algunas parcelas de la vida humana como la salud, el sexo, las necesidades económicas y la angustia ante el futuro. Según el mismo autor, se ha vinculado la caza de brujas a la persecución de éstas como representantes del feudalismo a extinguir ante el naciente capitalismo de la burguesía (141). Para Julio Caro Baroja, interesado en esta temática, se puede distinguir entre brujería y hechicería; en la primera hay relación entre la bruja y el demonio, y en la segunda, no (142); pero ambas son consideradas como superstición a perseguir, aunque "el papel de la Inquisición en los casos de brujería fue mucho más limitado de lo que comúnmente suele creerse" (143), porque hasta principios del siglo XVI en España fue un delito que incumbía a las autoridades civiles y estaba castigado con la muerte en hoguera (144). Gráfico Es posible distinguir tres etapas en la publicación de textos sobre la brujería. En el siglo XIV, la bula Super illius specula del Papa Juan XXII y el Directorium de Nicolás Eimerich distinguen a los que creen, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, que las brujas realmente hacen lo que dicen hacer y los que, siguiendo a San Agustín, consideran que son meros ensueños imaginativos (145). En el siglo XV hay que reseñar la bula Summis desiderante affectibus del Papa Inocencio VIII y el Malleus maleficarum ("Martillo de las brujas") escrito por los dominicos alemanes Kraemer y Sprenger, que inspiró los decretos papales y episcopales sobre la materia. Según Henry Kamen "ningún libro de su época promovió más una materia que trataba de combatir" (146). El libro tiene tres partes: en la primera, se trata sobre la perversidad de la brujería y se considera herejía a quien diga lo contrario. En la segunda, resume las actividades propias de las brujas como sus pactos y relaciones sexuales con los demonios. La tercera parte se dedica a exponer los medios jurídicos para proceder contra las brujas (147). Según sus autores "la brujería era una práctica basada en el comercio con Satán y los poderes de las tinieblas, y que las brujas comían y devoraban realmente niños, copulaban con los demonios, volaban por los aires para acudir a sus encuentros en el Sabath, atacaban el ganado, provocaban tormentas y conjuraban los poderes del rayo" (148). Ya en el siglo XVI, destaca la bula Coeli et terrae, del Papa Sixto V en la que se generaliza dando tratamiento de herejía a cualquier manifestación esotérica, confirmando la preocupación del tribunal por acabar con las alternativas a la verdad de la religión contrarreformista. Parece que la brujería fue un fenómeno circunscrito a la zona norte de España: Navarra, Vizcaya, Asturias, Galicia, Pirineos y con menor intensidad, en otras zonas. Estas prácticas son un fenómeno restringido a zonas apartadas y montañosas donde hay elementos de crisis económica y social: el demonio se hace responsable de esos males y la bruja actúa como su instrumento. En España, durante el reinado de los Reyes Católicos y los Austrias hubo relativa tranquilidad político social: no hubo guerras de religión, ni invasiones extranjeras. Ésta puede ser la causa de la escasez de brujas en la península ibérica, según el hispanista francés Joseph Pérez (149). Para Gustav Hennignsen, experto danés sobre la Inquisición, las estadísticas demuestran que en España se juzgaron casos de brujería pero rara vez se quemaban brujas, debido a la meticulosidad de la Inquisición; en el resto de Europa, la caza de brujas era un asunto de la justicia ordinaria y las víctimas fueron cuantiosas (150). Según Ricardo García Cárcel, entre 1550 y 1700 fueron juzgadas por brujería en España 3532 personas. Los tribunales con mayor número de encausados por este delito fueron Sicilia (456), Logroño (387), Valencia, (337) y Zaragoza (327). Se condenó a muerte en hoguera al 1% de los juzgados (151). Desde 1520, los edictos de fe tanto en Castilla como en Aragón incluyeron la magia, el sortilegio y la brujería entre las listas de delitos que se consideraban heréticos. En 1525 se determinó que la represión de la brujería no dependiera de las autoridades locales sino del Santo Oficio. Una Junta reunida en Toledo se planteó si era posible dar fe de lo que dicen las brujas y que disponen de poderes extraordinarios debido a sus pactos con el demonio. En general, en España los teólogos eran proclives a creer en la existencia real de los aquelarres, mientras los juristas mantenían sus reservas al respecto. Dado que la mayoría de los inquisidores de distrito eran juristas, se puede entender la postura tomada por el Santo Oficio en España: se exigían pruebas convincentes y no simples rumores. En 1527 el inquisidor Avellaneda adoptó una línea dura ante las brujas de Navarra a través de Sancho de Carranza, inquisidor del tribunal de Calahorra (152).Sin embargo, a partir de 1530 se ralentizó la actividad de los jueces y se generalizó la cautela. En ésta línea, ese mismo año, el Consejo de la Suprema Inquisición remitió una carta al Consejo real de Navarra indicando que era necesario proceder "con mucho tiento y sobreaviso, porque tenemos esta materia (...) por muy delicada y peligrosa" (153). La Inquisición no tuvo un marcado interés por reprimir la brujería. En 1526, el inquisidor general Valdés abrió el debate sobre si lo que las brujas dicen hacer es real o son meras imaginaciones. Se hizo una consulta oficial a un grupo de juristas que se pronunció respecto a las brujas, indicando que más que perseguirlas, había que conseguir educarlas y enviarles predicadores. Efectivamente se concluyó que a las brujas les faltaba formación cristiana por lo cual el criterio de actuación ante las brujas debe ser lenitivo, enviando predicadores a la zona afectada (154). Durante mucho tiempo, la Iglesia no creyó conveniente intervenir contra las prácticas que no suponían intervención diabólica y pacto con el demonio. En España, al contrario que en el resto de Europa, hay pocos autores que consideren posible este tipo de relación con el demonio, entre ellos está el teólogo Francisco de Vitoria. Por su parte, el franciscano Fray Martín de Castañega consideraba en su Tratado sobre las supersticiones y hechicerías de 1529, que no pueden considerarse milagros lo que es posible de modo natural. El matemático Pedro Ciruelo en su Reprobación de las supersticiones y hechicerías de 1530, aconseja que en caso de enfermedad se acuda a médicos, cirujanos o boticarios y no a brujas y hechiceras, pero sin embargo considera posible su relación con el demonio (155). El inquisidor general Fernando de Valdés, con gran prudencia, sugiere que las prácticas de la brujería serían posibles debido a alucinaciones que tenían las hechiceras. En esta línea se pronunció el Doctor Laguna indicando que los ungüentos que utilizaban las brujas proceden de plantas solanáceas que son alucinógenas que, por tanto, las brujas creían ser real lo que era argumento de sus sueños (156). Fernando de Valdés consideraba más provechoso enviar al norte de Navarra predicadores que hablen vascuence, como las brujas, de manera que se les predique en su lengua materna; considera más efectiva esa actitud que la de quienes son favorables a los castigos. Se extendió en España la idea que de las brujas sufrían alucinaciones y que había que tener lástima de las hechiceras más que castigarlas. Se pensaba que esas prácticas se realizaban más por ignorancia que por impiedad y malicia; su castigo debía ser proporcional. Estos eran los argumentos de Alonso Salazar y Frías, miembro del tribunal de Calahorra a quien le competían los casos de brujería de Navarra y a quien dio la razón el Consejo de la Suprema Inquisición. En 1555, dicho Consejo decidió que no se incoaran procesos contra supuestas hechiceras sin su permiso explícito y que siempre se actuara con mucha cautela (157). Efectivamente, a principios del siglo XVII, en Zugarramurdi (Navarra) se produjo un fenómeno de histeria colectiva respecto a las brujas. Fue éste uno de los procesos más famosos del reinado de Felipe III (158). "Tanto al sur como al norte de la frontera entre Francia y España, centenares de mujeres fueron denunciadas como brujas que se reunían por la noche para celebrar aquelarres, adorar al demonio y abandonarse a la lujuria (...) eran responsables de crímenes numerosos: asesinatos de criaturas y adultos, epidemias", etc.(159) . Ante esta alarma social, las autoridades decidieron intervenir en 1610. En Francia la investigación correspondió a dos magistrados del Parlamento de Burdeos que en cuatro meses quemaron a un centenar de brujas. En España se interesó por el fenómeno el tribunal de la Inquisición de Logroño formado por Valle Alvarado, Becerra Holguín y Salazar y Frías. Los dos primeros eran partidarios de hacer escarmentar a las brujas con dureza. El tercer juez discrepó de sus compañeros. En su informe al Consejo de la Suprema, el inquisidor Alonso Salazar y Frías escribió "Y así tengo por cierto en el estado presente, no sólo no les conviene nuevos edictos y prorrogaciones de los concedidos, sino que cualquier modo de ventilar en público estas cosas, es nocivo y les podría ser de tanto y de mayor daño como el que ya padecen. No hubo brujas y embrujados hasta que se empezó a tratar y escribir de ellos" (160). Los días 7 y 8 de noviembre de 1610, se celebró el auto de fe convocado por el tribunal de Logroño. Se reconcilió a 18 encausadas, se dictó la relajación al brazo secular o pena de muerte para 6 y se relajó en estatua a otras 5 ya fallecidas. Después del citado auto de fe, Pedro de Palencia, discípulo de Arias Montano escribió Discursos acerca de los cuentos de las brujas y cosas tocantes a la magia en 1611 (161). Mientras, en el resto de Europa, se produjo una auténtica cacería de brujas con miles de víctimas; en España la Inquisición fue en estos supuestos mucho más moderada y tolerante (162). Por su parte, el Consejo de la Suprema Inquisición llegó a tres conclusiones: al tribunal le competen los casos de brujería; se recomienda averiguar con detalle lo ocurrido antes de proceder a cualquier detención y se exige consultar a la Suprema en caso de condena a muerte. España se salvó de la histeria popular en relación a las brujas en una época en que esa actitud prevalecía en Europa (163). Los estudios realizados, según Gustav Hennigsen, concluyen que en España se quemaron un total de 59 brujas a lo largo de la extensa historia del tribunal (164).
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En 1968, la dictadura del general Abdul Salam Aref fue derribada y se instaló en la presidencia el general Ahmed Hassan al-Bakr. Éste no era un simple espadón golpista, sino un miembro de primera hora del Baas. Con al-Bakr en la presidencia, el baasismo alcanzaba el poder y, para que no hubiera duda alguna, el presidente se hacía cargo, también, de la cartera de defensa y designaba vicepresidente y jefe de la seguridad interior a Saddam Hussein, secretario general del Baas iraquí, por recomendación directa del propio fundador, Aflaq. Las denominaciones de los cargos de ambos variarían, pero ambos ostentaron ese reparto del poder durante once años. Por medio de una brutal represión policial y militar nunca fijada con precisión -decenas de millares de víctimas apuntan unos, cientos de miles, otros- el baasismo se impuso en todas las esferas del poder y del funcionamiento de Irak. En frase del historiador Bernard Lewis, el partido único se convirtió en "la verdadera encarnación del Estado y la lealtad al mismo constituye la definición esencial de la pertenencia a la comunidad". Al servicio del nacionalismo laico del Baas se hallaba, en 1968, un país de 437.072 km. cuadrados y 12.600.000 habitantes, con la tercera cuota más alta de exportación petrolífera y la tercera, también, reserva mundial de hidrocarburos, tras Arabia Saudí y la URSS. Un auténtico tesoro. Con eso organizaron un Estado totalitario, montaron el ejército más potente de la región -a base de armamento soviético-; acometieron la reforma de la agricultura, duplicando la superficie cultivada; incentivaron la industria, con tecnología proporcionada por la URSS, especializándose en petroquímica; reformaron el sector petrolífero, nacionalizando la Irak Petroleum Company y potenciando la Irak National Petroleum Company, hasta controlar el 99,75% de la producción total. Esa batería de medidas, unida a sus acuerdos con Irán, que terminaron, de rebote, con la resistencia kurda, proporcionaron al país una estabilidad que nunca antes había tenido. Se basaba en la paz exterior, en la represión de toda oposición interna, ya nacionalista -kurdos-, ya política, ya religiosa -chiíes, de los que más de 200.000 fueron deportados a Irán, perdiendo sus propiedades- y en un bienestar social nunca antes logrado: 750$ en 1968; 1.390$, en 1976; 2.983 $, en 1980. Un país ordenado, próspero y silencioso, donde la gente desaparecía sin dejar rastro o donde cualquier desliz costaba la vida, ante un pelotón de fusilamiento o en un accidente carcelario. En 1979, el presidente Al-Bakr, "deprimido y enfermo", entregó el poder a su vicepresidente, Saddam Hussein. Desde aquel instante, el hombre gris del Baas durante toda la década anterior mostró quién mandaba en Irak. Al asumir el poder, el 17 de julio, acusó de alta traición a 21 dirigentes del Gobierno y del partido, los juzgó sumariamente y presidió su fusilamiento el 8 de agosto. Su amigo y protector, Al-Bakr, fue recluido en su casa bajo vigilancia permanente.
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La buena acogida que Cortés halló en San Juan de Ulúa Cuando hubieron embarcado, se hicieron a la vela y navegaron al poniente lo más junto a tierra que pudieron; tanto, que veían muy bien la gente que andaba por la costa; en la cual, como no tiene puertos, no hallaron donde poder desembarcar con seguridad con navíos gruesos hasta el jueves Santo, que llegaron a San Juan de Ulúa, que les pareció puerto, al cual los naturales de allí llaman Chalchicoeca. Allí paró la flota y echó anclas. Apenas fueron surtos, cuando en seguida vinieron dos acalles, que son como las canoas, en busca del capitán de aquellos navíos, y cuando vieron las banderas y estandarte de la nao capitana, se dirigieron a ella. Preguntaron por el capitán, y cuando les fue mostrado, hicieron su reverencia, y dijeron que Teudilli, gobernador de aquella provincia, enviaba a saber qué gente y de dónde era aquélla, a qué venía, qué buscaba, si quería parar allí o pasar adelante. Cortés, aunque Aguilar no los entendió bien, les hizo entrar en la nao, les agradeció su trabajo y venida, les dio colación con vino y conservas, y les dijo que al día siguiente saldría a tierra a ver y hablar al gobernador; al cual rogaba no se alborotase de su salida, que ningún daño haría con ella, sino mucho provecho y placer. Aquellos hombres tomaron algunas cosillas de rescate, comieron y bebieron con tiento, sospechando mal, aunque les supo bien el vino; y por eso pidieron de ello y de las conservas para el gobernador; y con tanto, se volvieron. Al otro día, que era Viernes Santo, salió Cortés a tierra con los bateles llenos de españoles, y después hizo sacar la artillería y los caballos, y poco a poco toda la gente de guerra y la de servicio, que era hasta doscientos hombres de Cuba. Tomó el mejor sitio que le pareció entre aquellos arenales de la playa; y así asentó su campamento y se hizo fuerte; y los de Cuba, como hay por allí muchos árboles, hicieron rápidamente las chozas que necesitaban para todos, de ramas. Después vinieron muchos indios de un lugarejo próximo y de otros, al campamento de los españoles, a ver lo que nunca habían visto, y traían oro para cambiar por cosillas semejantes a las que habían llevado los de los acalles, y mucho pan y viandas guisadas a su modo con ají, para dar o vender a los nuestros, por lo cual les dieron los españoles cuentecillas de vidrio, espejos, tijeras, cuchillos, alfileres y otras cosas por el estilo, con las que, no poco alegres, se volvieron a sus casas y las mostraron a sus vecinos. Fue tanto el gozo y contento que todos aquellos hombres sencillos tomaron con aquellas cosillas que de rescate llevaron y vieron, que también volvieron después al día siguiente, ellos y otros muchos, cargados de joyas de oro, de gallipavos, de pan, de fruta, de comida guisada, con que abastecieron el ejército español; y se llevaron por todo ello no muchos sartales ni agujas ni cintas; pero quedaron con ello tan pagados y ricos, que no veían de placer y regocijo, y hasta creían que habían engañado a los forasteros pensando que era el vidrio piedras finas. Visto por Cortés la gran cantidad de oro que aquella gente traía y trocaba tan bobamente por dijes y naderías, mandó pregonar en el campamento que ninguno tomase oro, bajo graves penas, sino que todos hiciesen como que no lo conocían o que no lo querían, para que no pareciese que era codicia, ni su intención y venida encaminadas sólo a aquello; y así, disimulaba para ver qué era aquella gran demostración de oro, y si lo hacían aquellos indios por probar si lo hacían por ello. El domingo de Pascua por la mañana vino al campamento Teudilli, o Quintaluor, como dicen algunos, de Cotasta, a ocho leguas de allí, donde residía. Trajo consigo muy bien más de cuatro mil hombres sin armas, empero, la mayoría bien vestidos y algunos con ropas de algodón, ricas a su costumbre; los otros casi desnudos, y cargados de cosas de comer, que fue una abundancia grande y extraña. Hizo su acatamiento al capitán Cortés, como ellos acostumbraban, quemando incienso y pajuelas mojadas en sangre de su mismo cuerpo. Le presentó aquellas vituallas, le dio algunas joyas de oro, ricas y bien labradas, y otras cosas hechas de plumas, que no eran de menor artificio y rarezas. Cortés lo abrazó y recibió muy alegremente; y saludando a los demás, le dio un sayo de seda, una medalla y collar de vidrio, muchos sartales, espejos, tijeras, agujas, ceñidores, camisas y tocadores, y otras quincallerías de cuero, lana y hierro, que tienen entre nosotros muy poco valor, pero que éstos estiman en mucho.
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En su origen medieval, el término burgués designaba a los habitantes de los burgos o ciudades y todavía en el siglo XVIII se encontraban múltiples huellas de este significado. Así, por ejemplo, el "derecho de burguesía" -en las ciudades libres alemanas, en las suizas, en las de las Provincias Unidas- confería la plena condición de vecino y facultaba para el disfrute de prerrogativas y, en su caso, privilegios particulares. Ahora bien, paulatinamente se fue extendiendo otro significado del término, referido a un grupo social que se ocupaba en ciertas actividades socio-económicas, es decir, el significado que hoy mantiene. Podemos definir la burguesía dieciochesca, en un sentido amplio, como una fracción del tercer Estado que, disfrutando de unos recursos económicos, al menos, saneados -la imprecisión es inevitable-, ejercía actividades mercantiles, financieras, industriales- en el más amplio sentido de la palabra-, liberales -destacando abogados y hombres de leyes- o del funcionariado o que, simplemente, vivía de las rentas de sus inversiones -en la tierra o en cualquier tipo de empresa o compañía- o administraba las de otros. El trabajo y el esfuerzo personal, ya sea manual o intelectual, caracterizan en buena medida la actividad burguesa y están o estuvieron en la base de su patrimonio económico; un patrimonio, por lo tanto, que se ha adquirido o ganado -frente a la noción de patrimonio concedido y heredado, predominante en la mentalidad tradicional nobiliaria-, que se administra con ánimo de lucro -es más, de obtener el máximo beneficio- y que se concibe esencialmente, recuerda P. Léon, como dinámico, esto es, "basado en una constante y creciente acumulación". Grupo complejo donde los haya, sus límites son de difícil delineación. Su frontera inferior es forzosamente imprecisa y permeable, alcanzando, sin duda, a ciertos artesanos independientes, por ejemplo, o a pequeños comerciantes y tenderos. Tampoco el límite superior estuvo siempre claro. Podemos verlo con el ejemplo de los financieros franceses. Surgidos a la sombra del Estado moderno, los financieros se ocupaban, fundamentalmente, del dinero del Estado (préstamos, recaudación de impuestos, avituallamiento de tropas...) y estuvieron presentes en toda Europa occidental; sólo en Inglaterra y las Provincias Unidas el desarrollo de unas finanzas estatales más centralizadas hizo que pasaran paulatinamente a un segundo plano. En el caso francés, su reconocimiento social fue tardío (en el mismo siglo XVIII), pero su ascenso, brillante. Los más importantes constituían una asociación, la Ferme Générale (Contrata General), para participar en el arrendamiento de determinados impuestos -sobre la sal, tabaco y aduaneros, entre otros-, en la que, como ya hemos dicho, no faltaban aristócratas. Algunos de ellos fueron ennoblecidos y otros establecieron alianzas familiares con cualificados miembros de la nobleza. Su estilo de vida era plenamente nobiliario e incluso disfrutaban de algunos privilegios -entre ellos, el de llevar armas-, similares a los de la nobleza. Terminó configurándose, pues, como un grupo a medio camino entre la burguesía y la nobleza propiamente dichas y al que algunos autores no dudan en incluir en la última. Entre ambos extremos, el grueso del grupo cubría una amplia gama de actividades que no creemos necesario enumerar detalladamente. Señalaremos, simplemente, cómo este siglo consagró el triunfo de la figura más tradicional de la burguesía, la del mercader o gran comerciante; vio desarrollarse otras, como la de banquero e industrial, destinadas a gozar de un brillante porvenir (pero, recordemos, ningún contemporáneo habría osado situarlas en el mismo plano); y asistió, finalmente, al fortalecimiento, numérico y en términos de influencia y estima social, de las capas medias urbanas. Los banqueros eran hombres no relacionados, en principio, con las finanzas del Estado, sino dedicados a la inversión de su propio dinero y del de sus clientes, y que simultaneaban sus inversiones en los más diversos ámbitos, económicos y geográficos, nacionales e internacionales, multiplicando, pues, las posibilidades de ganancias y tratando de minimizar los riesgos. La diversificación de inversiones, por otra parte, se hizo habitual en una minoría que, procedente del mundo del gran comercio, estaba cada vez mejor formada y preparada técnicamente, con un bagaje de conocimientos adquiridos no en la universidad, sino en la práctica cotidiana del negocio, de la mano del padre u otro familiar, y en viajes al extranjero, en visitas a las propias sucursales o a otros comerciantes vinculados económica y personalmente (las redes de tipo clientelar o similares vuelven a aparecer aquí) a la familia. Eran los denominados en Francia negociantes y a los que G. Chaussinand-Nogaret califica como mercaderes-banqueros-empresarios-armadores-financieros" para, explícitamente, señalar su amplia procedencia, subrayar sus interrelaciones y mostrar cómo, en definitiva, prácticamente ningún campo de la actividad económica quedaba fuera de su alcance. En cuanto al manufacturero o industrial, este tipo de empresario de nuevo cuño se irá configurando a finales del siglo, principalmente en Inglaterra. Procedentes mayoritariamente de las capas medias del campesinado, del artesanado o del comercio (contando a veces con una sólida base económica), mucho más raramente de las capas bajas (nunca de entre los más pobres), protagonizaron en algunas ocasiones, más llamativas por minoritarias, ascensos rápidos, aunque la gran mayoría continuaría durante toda su vida como pequeños empresarios, es decir, manteniendo o, a lo sumo, mejorando levemente su condición social. Pero esta figura, en su pleno desarrollo, será más propia del siglo XIX que del XVIII, por más que ahora algunos de sus representantes (minoritarios, insistimos) dieran el salto a las elites urbanas. La burguesía no estuvo ausente del mundo rural -se habla incluso de una burguesía agraria, integrada por grandes agricultores (propietarios o arrendatarios) que, con el empleo masivo de mano de obra asalariada, producían para el mercado (esa figura tan querida por los fisiócratas)-, pero fue, sobre todo, en las ciudades y en Europa occidental donde alcanzó su máximo desarrollo, aunque su presencia y significación numérica, económica y social fuera distinta según los países. Al este del Elba la debilidad burguesa era patente, toda vez que en las grandes explotaciones señoriales la alta nobleza detentaba, como ya hemos señalado, parte de las actividades consideradas en Occidente propias de la burguesía. Pese a todo, en países como Rusia hubo un esfuerzo por parte de sus soberanos por tratar de impulsar su desarrollo y, en cualquier caso, el crecimiento experimentado durante este siglo por gran parte de las ciudades de la Europa central y oriental hubo de estar vinculado en mayor o menor medida al desarrollo de la burguesía comercial. En Europa occidental había todavía países, como España, en que el peso social de la burguesía no dejó de ser relativo, estando compuesta en su mayoría por profesiones liberales y funcionarios, y limitándose los principales focos de la burguesía económica -mercantil más que industrial- a las ciudades portuarias -algunas de las cuales, como Cádiz, llegaron a convertirse en interesantes centros cosmopolitas- y a Madrid, y siendo Cataluña el único polo notable de crecimiento de una burguesía manufacturera aún incapaz, sin embargo, de competir con los comerciantes. Pero en las Provincias Unidas o en las grandes ciudades comerciales alemanas portuarias, como Hamburgo, o del interior, como Leipzig o Francfort la larga tradición de predominio burgués continuó e incluso se reforzó en este siglo y su elite, evolucionada a un patriciado exclusivista y defensor de sus privilegios, controlaba celosamente el poder -en muchas de las ciudades alemanas- o lo compartía con una nobleza que no podía hacerle sombra -en las Provincias Unidas-. Excluyendo este país, fueron Francia e Inglaterra los que contaron con las burguesías más desarrolladas del Continente, en íntima relación con su evolución económica. En Inglaterra los grupos burgueses, fortalecidos ya en el siglo XVII, se encontraban integrados en el régimen desde la revolución de 1688; la permeabilidad social en la isla era, como ya hemos señalado, más un tópico que una realidad, pero, al menos, se puede decir que, aunque a cierta distancia, la burguesía caminaba socialmente junto a la aristocracia y la gentry y dejaba oír su voz en la Cámara de los Comunes (aunque las últimas cortapisas al pleno ejercicio de sus derechos políticos no desaparecieron hasta 1832). Y las capas medias urbanas ya podían ser consideradas como la auténtica espina dorsal de la sociedad inglesa, algo todavía lejano en el Continente, por más que su fuerza fuera ya grande en algunas de las ciudades más importantes. En Francia las posibilidades de plena integración socio-política eran más limitadas que en Inglaterra, y si exceptuamos el caso de algunas ciudades, donde su posición preeminente no era discutida, pasaban casi necesariamente por la compra de cargos ennoblecedores o la alianza matrimonial con la nobleza. En correspondencia con la heterogeneidad del grupo, los niveles de sus fortunas eran muy variados. Allí donde la burguesía contaba con una sólida tradición de predominio, sus patrimonios solían ser los más importantes del conjunto social. Por ejemplo, en el Hamburgo de finales del siglo la suma de las grandes fortunas burguesas equivalía a las reservas de Estado de Prusia (P. E. Schramm, citado por J. Meyer). No era esto, sin embargo, lo más frecuente en Europa, donde si una minoría de negociantes, mercaderes, armadores, financieros... disfrutaba de rentas elevadísimas, eran más numerosos los burgueses con fortunas de tipo medio. Y en conjunto, sus patrimonios se situaban aún por debajo de los nobiliarios, sobre todo si comparamos las cúspides de ambos grupos. Su nivel de vida era acorde a su saneada situación económica. Residencias opulentas lujosamente amuebladas y decoradas, abundancia de servicio doméstico, mesas con viandas de calidad y buenos vinos, joyas y telas preciosas en los vestidos, preceptores para los hijos, que también hacían su grand tour de formación..., es decir, la tendencia a la equiparación con la nobleza era frecuente entre la alta burguesía. Pero, en líneas generales, era la decencia y la comodidad, el buen gusto con algún detalle de lujo, la abundancia sin derroche, en definitiva, el disfrute de la vida con mesura, discreción y equilibrio lo que solía caracterizar la vida burguesa, en la que el consumo ejercía un papel cada vez más importante. Fue en las ciudades con capas medias (burguesas, en buena medida) más nutridas, y particularmente en Londres y París, donde mayor desarrollo experimentaron tiendas y comercios variados -Oxford Street, concretamente, destacaba ya en este sentido-; ir de compras se convirtió en una actividad social de buen tono y la moda tuvo una influencia creciente en la vida social y económica. Los entretenimientos ocupaban un lugar destacado en la vida burguesa, desde los más simples y gratuitos -el paseo por las calles o los alrededores de la ciudad, por ejemplo- hasta los que entrañaban desembolso económico, de cierta importancia, como pudieran ser las estancias más o menos prolongadas en las estaciones termales de moda, o de escasa significación, como la frecuentación de los cafés que, desde que aparecieron en el último tercio del siglo anterior, habían proliferado en las ciudades más importantes, convirtiéndose en lugares de cita obligados para la "buena sociedad" de la época y para la que no lo era tanto, que todos cabían, por ejemplo, en los 700 u 800 cafés de París-, constituyendo, especialmente en Londres, un excelente foro de discusión y difusión de ideas y hasta propiciando la creación de sociedades científicas. La explotación comercial del ocio iba, pues, asentándose y alcanzando cada vez mayor entidad económica. Y se hizo extensiva también, entre otras manifestaciones, a la música. La burguesía, junto con la nobleza, constituía lo más granado y numeroso de los asistentes a la ópera y a los conciertos públicos que, junto con el más tradicional teatro, iban cobrando paulatinamente carta de naturaleza en múltiples ciudades -en algún caso volvemos a encontrarnos en sus orígenes con los cafés: el Collegium musicum de Leipzig, dirigido durante cierto tiempo por J. S. Bach, actuaba una o dos noches por semana en el café de Zimmermann-. Y, profesionales aparte, fueron burgueses los mejores clientes de los fabricantes de instrumentos de música y los principales suscriptores de las publicaciones periódicas musicales que, como El maestro de música fiel (1728-1729), de G. P. Telemann, o las Colecciones para conocedores y aficionados (1779-1787) de su ahijado y sucesor en Hamburgo, C. P. E. Bach (dos ejemplos entre cientos), abundaron en casi todos los países. Definitivamente, la música había dejado de ser patrimonio casi exclusivo de príncipes y aristócratas. Y, al menos algunos sectores, con los profesionales liberales a la cabeza, sintieron gran preocupación por la cultura. Buena parte de los ilustrados, intelectuales y científicos de la época fueron de extracción burguesa y, desde luego, fueron miembros de este grupo, al menos en las últimas décadas del siglo, los principales destinatarios de su producción y los suscriptores de la prensa que tan gran desarrollo conoció en el Setecientos, de la misma forma que participaban, junto a miembros de la nobleza, en salones, clubs y sociedades patrióticas y literarias, algunas de las cuales contaban con nutridas bibliotecas y en cuyas salas de lectura y conversación, muy frecuentadas, se difundía y discutía todo tipo de noticias e ideas. Señalábamos antes cómo los planteamientos, valores e ideales burgueses fueron impregnando paulatinamente la sociedad, enfrentándose y tendiendo a sustituir a los nobiliarios, que habían dominado sin discusión hasta entonces. Esto, unido a su triunfo político posterior, y especialmente a lo ocurrido durante la Revolución Francesa, puede evocar la idea de una burguesía con fuerte conciencia de clase en pugna con la nobleza por arrebatarle su puesto dirigente en la sociedad. Lo que no es, por lo general, aplicable sin más a la época que estudiamos. La mayor parte de los burgueses del siglo XVIII no concebía otro sistema social que el conocido y del que formaba parte y sólo aspiraba a conseguir reconocimiento y, a ser posible, ennoblecimiento. Quien pudo, compró cargos o enlazó matrimonialmente con la nobleza. Y, de forma más general, los burgueses invertían una parte de sus beneficios en tierras, tanto por paliar los inevitables riesgos emparejados a la práctica del comercio, cuanto por el superior prestigio social que aún conservaba dicha inversión, llegando incluso a abandonar la actividad que les proporcionó su primitiva riqueza -si bien en menor medida que en el pasado-. Hasta en la sociedad inglesa -donde, pese a todo, la sociedad era más fluida y las oportunidades de la burguesía mayores que en el Continente- era el modo de vida noble, afirma, entre otros, R. Marx, el modelo que todos, comerciantes, industriales o coloniales afortunados trataban de imitar, aportando incluso detalles extravagantes. El ejemplo de Richard Arkwright, que tanto influyó en el desarrollo de la industria algodonera, consiguiendo ser admitido en la gentry al final de su vida y exhibiéndose en público rodeado de criados a caballo uniformados con lujosas libreas, habla bien a las claras de esta actitud, que, por cierto, no dejaba de suscitar una mezcla de desprecio y envidia entre las elites de siempre (A. Parreaux, cit. por J. P. Poussou). Y no estará de más aludir a que también en Inglaterra, muy a finales del siglo, empezó a observarse entre la nobleza tradicional una mayor valoración del ocio como actitud vital para distinguirse de estos recién llegados cuyo triunfo se basaba en la laboriosidad. En cuanto a Francia, no nos corresponde tratar aquí el cúmulo de causas que confluyeron en los acontecimientos de 1789. Recordaremos, simplemente, un par de cuestiones. La primera, que, económicamente hablando, la mayoría de la burguesía francesa no se situaba en los sectores del futuro (J. Meyer); una buena parte de ella, compuesta por arrendatarios o titulares de derechos señoriales, tenía ligado su destino económico a la propia estructura social contra la que supuestamente habrían luchado. En segundo lugar, el importante papel que intelectuales y profesionales liberales (abogados y juristas, sobre todo) desempeñaron en el proceso de crítica a la sociedad estamental, de difusión de la conciencia de clase burguesa y de ataque práctico a aquélla: constituían, por ejemplo, el 85 por 100 de los representantes del Tercer Estado que se juramentó en el Jeu de Pomme y dominaban también en la Asamblea Nacional que llevó a cabo la revolución jurídica burguesa.
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Según Richard Herr la desamortización supuso, para el conjunto español, el 94,3 por ciento del valor nominal de los capitales inscritos, mientras que lo desvinculado sólo alcanzó el 5,7 por ciento. Los estudios regionales efectuados muestran porcentajes muy similares. En Valencia, el 90,4 por ciento procedió de las desamortizaciones, mientras que las desvinculaciones sólo alcanzaron el 7,9 por ciento del valor. En esta región del este peninsular, estudiada por Joaquín Azagra, el mayor interés comprador de fincas rústicas lo manifestó la burguesía comercial, que adquirió las tierras más caras, mientras que la presencia de la nobleza fue mínima, ocupando el segundo lugar los labradores acomodados. En el caso de fincas urbanas desamortizadas se manifiesta nuevamente la importante presencia de comerciantes y la escasa cuantía de las compras efectuadas por la nobleza. Desaparecen en este caso los labradores y hay una mayor presencia de los grupos artesanales, siendo éstos junto a la burguesía comerciante quienes adquieren las dos terceras partes de lo vendido. En Palencia y Cáceres tampoco tuvo incidencia la desvinculación de mayorazgos de legos. Los bienes desamortizados fueron adquiridos mayoritariamente por miembros de la burguesía provinciana, hacendados de ascendencia hidalga, labradores pudientes y algunos ganaderos trashumantes que se aseguraban el control de dehesas que hasta entonces habían disfrutado en régimen de arriendo. En ambos casos, el estamento nobiliario tiene un comportamiento similar al caso valenciano, participando mínimamente en las subastas. Otras dos medidas de importancia fueron tomadas contra el patrimonio eclesiástico en los años inmediatamente anteriores a la Guerra de la Independencia. En 1805, Pío VII concedió facultad a Carlos IV para enajenar bienes eclesiásticos hasta que las ventas alcanzaran unos 215 millones de reales, otorgando a los anteriores propietarios el ya consabido 3 por ciento anual (unos 6.400.000 reales) a abonar por la Caja de Amortización. En febrero de 1807, en atención a las dificultades encontradas en la ejecución del decreto de 1805, derivadas de problemas técnicos pero, sobre todo, de la resistencia del clero secular y regular, se puso en marcha un nuevo plan de venta de bienes eclesiásticos, contando nuevamente con el consentimiento papal en forma de breve. Consistía el nuevo plan en segregar y enajenar una séptima parte de los predios pertenecientes a la Iglesia, "con el objeto de emplear los fondos que produzca esta gracia en la extinción de los Vales Reales y en el socorro de las grandes y urgentísimas necesidades de la Monarquía".
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Cuando leemos la palabra burguesía en la mayoría de los trabajos -monografías y obras de carácter general- hemos de tener en cuenta que estamos ante un concepto frecuentemente equívoco. José María Jover, muy acertadamente en mi opinión, ha delimitado la frontera de la burguesía con las clases medias, no sólo por un cierto nivel económico, que a veces puede no existir sino, sobre todo, por la ocupación: los burgueses se dedican a los negocios. En definitiva, el espíritu de empresa o el espíritu negociante del que hablaba W. Sombart será el privativo de esta clase social. Los hombres de negocios no eran una realidad nueva en la sociedad española. Como ha estudiado Ramón Maruri para el caso de Santander, la novedad de los años treinta y cuarenta del siglo XIX, en relación con el siglo XVIII, es el relativo crecimiento y su expansión económica. Su número y potencialidad permitió que se formara entonces una nueva clase alta en la que se incluye la microsociedad burguesa generada por los cambios económicos limitados a una serie de sectores y zonas geográficas. Son los hombres de negocios, los banqueros (la nobleza de la burguesía, como los definió Stendhal), los nuevos industriales, los comerciantes importantes, los grandes propietarios terratenientes (entre los que hay que incluir algunos de los antiguos y nuevos aristócratas) que especulan y generan beneficios con sus bienes. Entre ellos, algunos profesionales distinguidos, los altos cargos del Estado, tanto de la clase política como del Ejército. En su inmensa mayoría viven en Madrid, Barcelona o en las pocas ciudades que, por entonces, existen en España. Si analizáramos la nómina de socios o asistentes a un baile en algunas de las cerradas instituciones sociales y de recreo de la época, posiblemente nos encontráramos, en cada ciudad, con todos ellos y exclusivamente con ellos. La política matrimonial es endogámica, consecuencia y a la vez causa de su pertenencia a un círculo cerrado. En las relaciones sociales esta nueva clase intenta imitar algunas formas aristocráticas, aunque en los hábitos del trabajo tiende a desaristocratizarse: la aplicación a los negocios modernos contribuye a ello. La clase social supone una situación más o menos común en el género (o un su caso carencia) de trabajo, nivel económico, cultura, derechos políticos e intereses que defender. Todo ello les lleva a una cierta conciencia de comunidad y a mantener relaciones sociales. En un sentido amplio, la burguesía de los negocios participa de muchos aspectos con la nobleza o, en dirección opuesta, con las clases medias. En ocasiones forma comunidad con ellas, pero en cuanto al género de trabajo, los burgueses sólo tienen conciencia de comunidad con ellos mismos. Los negocios les van aglutinando. El mundo de los negocios es el que crea el tipo más nítido del burgués: industriales, financieros, comerciantes. A ellos se van sumando los profesionales, algunos labradores, nobles, altos cargos de la administración... etc. en la medida en que, poco a poco, se van adentrando en el mundo de los negocios. El labrador o el abogado que compra tierras en la desamortización, no pasa a ser burgués ipso facto por la mera compra de propiedad. Eso es sencillamente confundir los términos liberal y burguesía. Lo que ha comprado es una tierra liberalizada para el mercado, pero no burguesa. Si esa compra supone que el nuevo comprador se va a dedicar a especular con la nueva propiedad o a los negocios de cierta escala, cultivando esa tierra y dedicando los excedentes de la cosecha al comercio y con el dinero obtenido volver a negociar, estamos ante un nuevo burgués. Este será de mayor o menor cuantía, en la medida del volumen de sus negocios. A partir de 1827 el desarrollo de la vida industrial y comercial, los negocios de contratas del Estado, la compra-venta de bienes nacionales... etc., serán elementos necesarios para que pueda hablarse de un auténtico mundo de los negocios en España. En la tipología de la burguesía de este período, se puede distinguir entre una burguesía periférica (vinculada a la industria y el comercio) y otra interior (vinculada a las finanzas, la agricultura y el comercio). Una burguesía dedicada al comercio, cuya existencia se desarrolla a lo largo de la primera mitad del siglo XIX pero, especialmente, desde 1827. En ella se incluyen, además de los antiguos comerciantes portuarios de plazas como Barcelona, Valencia, Cádiz-Jerez, Santander, Málaga, Bilbao, Sevilla, Alicante o La Coruña, los nuevos que surgirán en la España interior (Madrid, Valladolid, Granada, Zaragoza, Córdoba). Los primeros son los que el Anuario General del Comercio... de los años cincuenta especifica entre los grandes comerciantes que concentran buena parte de su actividad en la importación y exportación, en ocasiones vinculados a otras variadas inversiones. Son apenas unos cientos: unos 200 en Barcelona y menos del centenar en las otras principales plazas como Valencia, Cádiz, Santander, Málaga y Bilbao. En los segundos distinguimos entre los madrileños, unos sesenta comerciantes importantes, y los de otras ciudades del interior especialmente dedicados a los cereales y otros productos agrícolas, entre ellos algunos cultivadores importantes y terratenientes normalmente beneficiados de la desamortización. Atisbos, ya en los años cuarenta, de una burguesía industrial aparte de la barcelonesa, cuyo origen es anterior. Según Vicens, antes de 1827 se forma el núcleo básico cuya actividad decisiva es a partir de esa fecha. Esta burguesía de Barcelona, entre 1815 y 1855, tiene unos rasgos comunes de los que el mismo autor destaca su actitud política liberal conservadora próxima a los moderados, su afán proteccionista y el deseo de crear las bases del liberalismo económico, pero sin comprender algunos de los aspectos que conllevaba, como la propia idea de librecambio o la organización obrera y consiguiente movimiento por la mejora de la situación de los trabajadores. La indiscutible mayor importancia de la burguesía industrial barcelonesa sobre el resto de España queda manifiesta si se toman las cifras de cualquier fuente. Según el Censo de 1860, el número de fabricantes de la provincia de Barcelona superaba los 2.500. La mayoría se asentaba en la ciudad de Barcelona y sus alrededores (Mataró, Sabadell y Tarrasa). En el resto de las provincias se sitúan fabricantes en número mucho menor: Málaga, Cádiz y su Bahía hasta Jerez, Alicante (Alcoy), Valencia, Madrid, Sevilla, Asturias, Salamanca (Béjar). En éstas convivían nuevas y pocas factorías con las pequeñas y antiguas fábricas relativamente numerosas todavía en 1860 en Palencia, Segovia, Valladolid, Gerona, con tendencia a disminuir en los años setenta. Burguesía financiera y de negocios especulativos que, aunque en parte es consecuencia del desarrollo de la burguesía comercial, va a imprimir unas características peculiares a la clase burguesa. En este grupo hay que incluir a los bolsistas (especuladores, entre otros con los títulos de la Deuda), arrendadores de los derechos de puertas y de estancos, esclavistas, banqueros, dueños de minas en explotación, algunos propietarios importantes de terrenos urbanos y promotores de la construcción. Sobre todo desde 1850, a los beneficiarios del ferrocarril y obras municipales o del Estado, también contratistas, que normalmente han sido antes comerciantes, banqueros y especuladores. A esta burguesía nos la encontramos con frecuencia especulando con el suelo urbano y construyendo nuevos barrios en ciudades en expansión, aprovechándose de los planes de ensanche en ciudades como Madrid, Barcelona, San Sebastián, Valladolid o Santander. Los ejemplos más destacados viven en Madrid o al menos tienen casa abierta en la capital, casos de José Salamanca, Gaspar Remisa, la familia Safont o el Marqués de Manzanedo. En el resto de las ciudades importantes, portuarias o del interior, nos encontramos ejemplos de una burguesía de los negocios correlato de la madrileña si bien a escala. Hay elementos que nos permiten distinguir un núcleo de agricultores, los labradores ricos, que tienen algunos rasgos propios de una burguesía agraria, aunque otros les distancian de este grupo si hacemos una historia comparada con otros países occidentales. La situación se modificará tan lentamente que, durante los primeros setenta años del siglo XIX, las cosas no cambiaron excesivamente en las formas de explotación de la tierra, aunque casi todos, a través de la compra de tierras en la desamortización, ampliaron la extensión cultivada en propiedad. En realidad, la integración del mercado, a escala nacional e internacional, unido a otros factores, hará que de ese núcleo surjan paulatinamente empresarios agrícolas con caracteres que nos permiten incluirlos con más nitidez en la burguesía agraria pero para ello debemos esperar al último tercio del siglo XIX y a todo el siglo XX hasta nuestros días. El grupo más numeroso es el de los labradores grandes. Artola ha precisado el término labrador: "Designa a una clase social, la que constituye los que explotan la tierra, es decir, asumen la gestión, anticipan los recursos necesarios para el cultivo y hacen suya una cosecha cuya comercialización les proporciona las ganancias necesarias para su pervivencia. El labrador puede ser propietario, si su patrimonio es pequeño, pero el personaje más representativo es el labrador acomodado, cuando no declaradamente rico, que dispone de un capital en animales, aperos, almacenes, simientes y dinero, que aplica a las tierras que lleva en arrendamiento. Es el significado -continua Artola- que hay que dar a la expresión tiene mucha labor en lugar del que habitualmente se le confiere al equipararlo con tiene mucha tierra" (de su propiedad). Estoy de acuerdo con Artola, aunque hay variantes regionales que lo matizarían, y al tiempo creo que las medidas que componen la revolución liberal, que comienza en el siglo XVIII, hacen que, a medida que nos acercamos a nuestros días, los labradores ricos (también los medianos) aumenten la cantidad de tierras que trabajan en propiedad. Existían ya en la Edad Moderna, pero ahora se multiplican en número y se hacen más fuertes económicamente. Son los que cultivan considerables extensiones de terreno en propiedad o arrendamiento y que han acumulado cierta cantidad de dinero lo que, según Zabala, les permite "no vender ocho y diez cosechas consecutivas... hasta que logran los años de unos precios ventajosos". Además de este hecho, de por sí diferenciador con los otros labradores, se caracterizan por tener mano de obra asalariada de modo permanente (criados) junto con jornaleros y braceros en épocas de mayor trabajo agrícola. Estos labradores ricos, lo más parecido a la burguesía agraria, tenían normalmente un modo de vida y unos procedimientos de cultivar el campo que, en líneas muy generales, se pueden calificar de arcaicos. Lo que les diferencia de la entonces burguesía agraria inglesa y de algunos países continentales es precisamente eso. Estos grandes labradores españoles del siglo XVIII o de buena parte del siglo XIX carecen de espíritu de empresa, de riesgo de inversión para cambiar los sistemas mecanizando el campo, probando nuevos cultivos, utilizando abono artificial... etc. Imitan en todo lo que pueden a los terratenientes del Antiguo Régimen: invierten en más cantidad de tierras (en propiedad o arrendamiento), aunque no mejoran el cultivo, pues importa más la extensión que la intensificación. Dedican una buena parte de sus beneficios a gastos suntuarios, ahorro en metálico o préstamos (con frecuencia usureros), lo que en el mejor de los casos les permite aumentar sus propiedades por desahucios. Según Domínguez Ortiz, intentaban dominar el municipio en el que vivían, manejar el pósito y los aprovechamientos comunales. Muchos de los 25.500 ganaderos propietarios, recogidos en el Censo de 1797 como tales, formaban parte de este grupo que, con matices, podemos denominar burguesía agraria. La contraposición hidalgo-pechero perdía importancia. Los labradores ricos se introducían a hidalgos y lentamente se formaba una clase hidalgo-burguesa, una aristocracia rural basada en la riqueza y en la posesión de los cargos concejiles. Richard Herr ha aludido a la inexistencia de una burguesía agraria que pudiera beneficiarse de las tierras puestas en venta a finales del siglo XVIII y principios del XIX como consecuencia de la desamortización. Esto me permite, a pesar de lo dicho, sugerir mis dudas de que exista una auténtica burguesía agraria en la España del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX por lo que me resulta incómodo generalizar el término burguesía para el mundo rural español de este período.
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El sistema polisinodial generó, como era de suponer, un aumento del personal administrativo al servicio de la Corona. En parte por el derecho de patronazgo que ostentaba el monarca, pero también porque la complejidad de los asuntos tratados demandaba la creación de nuevos empleos a fin de agilizar el despacho de los negocios. Las críticas de los arbitristas contra el exceso de las plantillas de los consejos y sus propuestas de que se redujesen o moderasen a las existentes en el siglo XVI, bienintencionadas en la medida que pretendían disminuir el gasto del Estado y aumentar su eficacia, carecían en la práctica de fundamento: el fracaso de las reformas emprendidas en esta línea lo confirman. Más gravedad revestía el hecho de que un buen número de oficiales (secretarios, contadores, tesoreros, alguaciles, escribanos y otros empleos inferiores) hubieran obtenido el cargo por compra o por merced real, en recompensa por servicios prestados o para cancelar créditos con la hacienda, sin estar capacitados para ejercerlos, pero aun en estos casos lo frecuente era que el oficio fuera traspasado por su titular, que practicaba el absentismo, a un pariente o criado con ciertos conocimientos. Ahora bien, a pesar de la venalidad de los empleos, del establecimiento de clientelas dentro de la administración e incluso de la corrupción de muchos oficiales y de algunos ministros que anteponían el medro personal, el enriquecimiento propio y el de su familia, al interés del Estado -es el caso de Pedro Franqueza y de Rodrigo Calderón, por citar dos ejemplos muy conocidos-, se puede afirmar en líneas generales que el sistema funcionó correctamente. A ello contribuyó, sin duda alguna, la progresiva presencia de letrados y de colegiales de los colegios mayores, así como el establecimiento de la carrera administrativa en el seno de los consejos, fijándose las vías de ascenso desde los puestos inferiores a los superiores, desde las plazas supernumerarias a las de número, lo cual facilitaba además el ennoblecimiento cuando los oficiales y ministros eran de oscuro linaje -la concesión de la hidalguía- o la obtención de un hábito militar, e incluso de un título de nobleza, si pertenecían ya al estamento nobiliario. La disposición de las fuerzas de la Monarquía hispánica, terrestres y marítimas, reflejan las líneas principales de la estrategia y de los intereses políticos de Madrid. Las flotas del Atlántico perseguían la protección de las rutas transoceánicas, es decir, del comercio y de los retornos hacia Sevilla y Cádiz de la plata americana, mientras que en el Mediterráneo las galeras defendían las posesiones italianas y la costa española de los ataques berberiscos, así como la navegación civil con Mallorca, Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Génova, pues no debe olvidarse que por esta ruta circulaban mercancías, pero también dinero, efectos bancarios y soldados, todo lo cual contribuía al sostenimiento de Milán, pieza clave del dominio hispánico en Italia y de las comunicaciones con los Países Bajos y el Franco Condado. El ejército, a su vez, protegía los territorios, las guarniciones y los presidios de la Monarquía de cualquier ataque, si bien es preciso indicar que hasta 1635 los reinos de Castilla y de Aragón estuvieron prácticamente indefensos, pues sólo la costa o la frontera pirenaica contaba con algunos dispositivos militares, y no en la medida necesaria. Desde 1618 la Corona abandona paulatinamente la administración directa de la marina de guerra y del ejército, pasando desde entonces a manos privadas tanto la construcción de buques y la fabricación de armas y municiones como el avituallamiento de las galeras, presidios y guarniciones, o la recluta de soldados. El procedimiento utilizado, muy frecuente a partir de 1640, consistía en concertar mediante un contrato con un empresario (asentista), por lo general un hombre de negocios extranjero, genovés o portugués sobre todo, aunque a finales de la centuria comienzan a ser reemplazados por banqueros españoles, el abastecimiento de los ejércitos y el aprovisionamiento de las flotas a cambio de la devolución por la Corona del capital invertido más los intereses devengados y otros gastos estipulados previamente. El sistema, que puede responder a la incapacidad del Estado para movilizar los recursos de que disponía, así como a la crisis agrícola e industrial de los reinos, funcionó, sin embargo, bastante bien. Como afirma Thompson, el balance fue muy positivo respecto de, la administración directa, ya que las flotas y guarniciones estuvieron mejor armadas, mejor pagadas y mejor equipadas. A partir de 1640 este procedimiento comienza a resentirse debido a las dificultades financieras de la Corona, pues a la caída de las recaudaciones fiscales hay que añadir la disminución de las remesas de plata americana, todo lo cual contribuyó a reducir considerablemente la liquidez del erario y su capacidad de endeudamiento.
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La arquitectura de Vladimir-Suzdal, aunque se sitúa en la tradición de Kiev, da un paso más en la formalización de una arquitectura específicamente rusa. La famosa iglesia de Pokrov -1165- sobre el río Nerl lo refleja muy bien. Construida sobre una plataforma artificial de piedra y de forma piramidal, esta elegante iglesia sorprende, todavía hoy, por su sencilla estructura cúbica con articulaciones claramente verticales. Su aspecto inicial debió ser ligeramente diferente, pues la iglesia estaba rodeada en tres de sus lados por un ambulatorio abierto, probablemente de un piso de altura que daba acceso a la galería. Se pueden observar aquí algunos detalles novedosos, que nos alejan de la arquitectura bizantina y que afectan a la ordenación de las paredes exteriores, tambores, portadas y ventanas. Vemos portadas románicas, profundamente retranqueadas; la división de dos zonas mediante una secuencia de pequeños arcos cegados, apoyados sobre columnas ornamentales y la introducción de la escultura en el exterior. En cuanto a la escultura, aparece representado David tocando la lira como tema principal y, probablemente, se hace referencia a los versículos de los Salmos 97, 148 y 150 en los que se invita a todo ser que vive y que respira a dar gloria al Creador. Los elementos mencionados proceden del arte románico y aplicados al núcleo bizantino del edificio le transmiten una nueva y serena plasticidad. La iglesia de la Dormición de Vladimir -siglo XII- refleja, a mayor escala que ninguna, esta fusión de la concepción espacial bizantina y la articulación del arte románico. Las imágenes esculpidas recrean un mundo sereno y amable, apenas salido de las manos de Dios y propicio a exaltar al Creador; se trata, en definitiva, de una síntesis singular, original y creativa, característica del arte ruso. Del ciclo primitivo de los frescos de esta catedral, sólo se han conservado algunos fragmentos: figuras de profetas y ornamentos pintados en la fachada, antes de la remodelación de la iglesia en 1185. Estas imágenes constituyen, hoy en día, el ejemplo más antiguo de pintura en muros exteriores. La remodelación de la catedral de la Dormición fue hecha a instancias de Vsevolod III, quien, tras haber vivido durante un tiempo en Constantinopla, tuvo oportunidad de conocer, de cerca, el encanto del arte bizantino. Por eso, no dudó en contratar a los mejores artistas para embellecer la iglesia del palacio de San Demetrio -1197-. Sólo se ha conservado el Juicio Final, pero parece seguro que un artista griego fue el autor de los Apóstoles y los ángeles del lado sur de la gran bóveda, mientras que artistas rusos pintaron los ángeles del lado norte. El recuerdo del mejor arte Comneno se hace presente aquí y mientras las figuras de los apóstoles parecen retratos, los bustos de los ángeles poseen una prodigiosa suavidad, la belleza sublime y espiritual de los seres aferrados al esplendor y misterio de la visión que se les ofrece. Su calidad es muy superior a la de los frescos de la catedral de la Natividad de Suzdal -1233-. Los rostros severos, místicos y profundamente graves de los starcy, prolongan una manera de pintar que había dado ya de sí todo lo mejor. La arquitectura de Novgorod, en los siglos XIII y XIV, supone una nueva fusión de los elementos básicos bizantinos y las adiciones del románico, pero acentúa su propósito de modificar el aspecto cúbico del exterior; esto lo consigue al eliminar la apariencia de bloque del edificio con la presencia de cuatro fachadas provistas de frontones puntiagudos y rematadas por un techo a dos vertientes muy inclinadas. Es el camino hacia un nuevo estilo, apuntado ya en San Nicolás de Lipno -1292-. La novedad fundamental consiste en el empleo sistemático de arcos conopiales que sirven de remate a los muros e impulsan hacia lo alto la redondeada del edificio, liberando fuerzas verticales qué aligeran la apariencia maciza y estática de las iglesias bizantinas. Estas tendencias se verían ayudadas por la transformación que va experimentando la cúpula, cuya silueta adquiere cada vez más una forma bulbosa. La iglesia del monasterio de Sava en Svenigorod -1405-, la iglesia de la Trinidad del monasterio de San Sergio en Moscú -1422-23- o la catedral de la Anunciación del Kremlin -1484-90-, jalonan la madurez de estas propuestas. Como heredero del emperador bizantino, Iván III añadió a su escudo el águila bicéfala y como único soberano ortodoxo libre, quiso hacer de Rusia una potencia mundial. Se hizo necesario, pues, convertir el Kremlin en una fortaleza inexpugnable y adorar la plaza de la catedral con bellos edificios e iglesias que darían a Moscú esplendor y prestigio. Por ello, fueron llamados célebres constructores de Pskov e ingenieros y arquitectos de Italia que dieron al Kremlin un aspecto inédito.