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Desde que Schlieffen estableció su célebre plan en 1906, ningún oficial alemán dudaba de la necesidad de batir a los enemigos, uno por uno, desplazando la masa de maniobra por los magníficos sistemas de comunicaciones alemanas. Por ello, en 1939, sólo unos cuantos regimientos se situaron en las fortificaciones de la inacabada línea Sigfrido de la frontera francesa. El grueso de la Wehrmacht y la Luftwaffe fue orientado hacia Polonia. A pesar de los éxitos de 1917 y 1918, los generales aliados desconfiaban de los carros de combate. En la Ecole Superiéure de Guerre eran considerados armas de acompañamiento o exploración, integrados, como un ingenio más, en la masa que se movía a pie o a caballo. Por su parte, dos militares británicos, J. F. C. Fuller y B. H. Liddell Hart, desarrollaron la idea de que serían el arma decisiva de la guerra futura. En Alemania, Guderian, entonces un desconocido general, vinculó la idea de la guerra de blindados con la de una aviación capaz de explorar el terreno y apoyarlos con el fuego. Cuando Hitler llegó al poder, Guderian consiguió su apoyo aunque los grandes generales consideraban su proyecto excesivamente revolucionario. Realmente lo era en los procedimientos pero no en las finalidades; la estrategia prusiana tradicional se apoyaba en rápidas ofensivas y, sin embargo, las batallas de desgaste de la Primera Guerra Mundial habían resultado desastrosas para los alemanes. Como país pequeño y sin colonias, no podía resistir guerras largas; Alemania necesitaba la victoria antes de agotar sus recursos humanos y materiales. La teoría de Guderian prometía vencer, combinando los tanques y los aviones, en una rápida ofensiva sin desgaste: la Blitzkrieg o guerra relámpago. En 1934, un año después de que Hitler llegara al poder, Alemania contó con la primera división panzer y en 1939 dispuso de seis, apoyadas por una magnífica aviación táctica, entrenada en la guerra civil española. Sin embargo, faltaba equipo militar. Hitler había prometido a los generales que no entraría en guerra hasta 1944 y, cuando en 1939, decidió invadir Polonia, Alemania no estaba militarmente preparada. La Luftwaffe contaba con 1.800 aparatos magníficos pero en la Wehrmacht, sólo estaban al día las seis divisiones panzer, mientras las 92 restantes constituían una masa de a pie con la artillería arrastrada por caballos; 46 de ellas encuadraban reservistas, en su mayoría mayores de 40 años, y las otras 10, muchachos recién incorporados. El material era escaso; a un total de 3.900 blindados franceses y 1.300 británicos, se oponían 2.400 alemanes menos armados y acorazados, aunque más maniobreros y rápidos. Ninguno de ellos podía, sin embargo, comparar su potencia a la del enorme Renault B-1 francés, armado con un cañón de 75 mm y otro de 47 mm. La llanura polaca, cubierta por numerosos bosques, lagos y arenales y surcada por escasas carreteras, se había secado durante el verano de 1939. Sus suelos duros y compactos a finales de agosto, previsiblemente, a mediados de octubre se enfangarían entre lluvias y nieblas. En septiembre un Ejército lanzado contra Polonia podría moverse bien en la llanada; un mes más tarde, chapotearía en el barro. La guerra comenzó una semana después de firmarse el pacto germano-soviético. Cerca de la frontera, los alemanes disfrazaron a un grupo de prisioneros de soldados polacos y los acribillaron, como si fueran una tropa sorprendida mientras invadía territorio alemán. Sin advertencias ni declaración de guerra, a las cinco de la madrugada del 1 de septiembre, la Luftwaffe atacó Polonia y, una hora más tarde, entraron las tropas. Hitler anunció por radio que sus fuerzas, en legítima defensa, estaban rechazando una invasión polaca. El mismo día 1, el presidente norteamericano Roosevelt pidió a Gran Bretaña, Francia, Alemania y Polonia que no bombardeasen ciudades abiertas ni poblaciones civiles. El 3, los Gobiernos de Londres y París presentaron un ultimátum a Berlín para que detuviera la invasión. No obtuvieron respuesta y declararon la guerra al Reich. Entre tanto, la Luftwaffe atacaba los puentes, cruces de carreteras, aeródromos y ferrocarriles polacos. Nuevos y pequeños bombarderos, los Ju-87 (Stuka), se lanzaban en picado sobre los objetivos reducidos, emitiendo un zumbido que helaba la sangre, hasta que, ya muy cerca del blanco, lanzaban una o dos bombas con precisión nunca vista. Las carreteras y vías férreas quedaron cortadas; las locomotoras y aviones, reventados; las estaciones, talleres y depósitos, derruidos. Dos grupos de ejército habían cruzado la frontera, uno por el norte (von Bock) y otro, más poderoso, por el sur (von Runsdstedt). En vanguardia, marchaban unidades de tanques y fusileros blindados, que se infiltraron entre las posiciones polacas, adentrándose hacia la retaguardia a gran velocidad. En el aire y en tierra, los alemanes parecían estar en todas partes, mientras las comunicaciones se colapsaban. El alto mando polaco quedó desorientado y el Ejército se movió con enorme confusión. La técnica pareció arrinconar los valores del espíritu y, cuando los escuadrones a caballo cargaron contra los tanques, fueron prosaicamente aniquilados. Las resistencias y contraataques resultaron inútiles, mientras los alemanes confluían en dirección a Varsovia, que fue cercada el 16 y resistió con encarnizada determinación. La sorpresa y la velocidad se habían revelado armas contundentes. Las tropas motorizadas alemanas se adelantaban hasta 150 kilómetros, abandonando al grueso que avanzaba a pie. Audazmente, los destacamentos de tanques y automóviles aparecían por sorpresa, desbaratando las previsiones. En la guerra clásica, tan largas incursiones, a flanco descubierto, eran cosa de locos. En la Blitzkrieg destrozaban la resistencia enemiga. Mientras los alemanes completaban el cerco del Vístula, el general polaco Soskowski concentró sus tropas en el sureste para organizar una resistencia prolongada, pero, el 17 de septiembre, también cruzó la frontera polaca el Ejército de la URSS. Al día siguiente, el Gobierno se refugió en Rumania y el Alto Mando recomendó la resistencia militar a toda costa. Varsovia, sometida a un bombardeo feroz, resistió hasta el 29; el resto del Ejército se mantuvo hasta que miles de soldados se refugiaron en los países vecinos. Las últimas resistencias cesaron el 5 de octubre, aunque algunos núcleos dispersos aguantaron hasta la llegada del invierno. A pesar de su declaración de guerra, las reacciones anglofrancesas fueron débiles. La Royal Navy no penetró en el Báltico y el Ejército francés atravesó la frontera alemana, avanzó unos kilómetros y luego regresó a sus bases de partida. Mussolini se declaró no beligerante y Franco, neutral. Los vencedores se repartieron los despojos de Polonia: el Reich se anexionó Danzig, Posnania y la Alta Silesia; la URSS se apoderó de territorios con minorías de bielorrusos y ucranianos, que habían pertenecido al Imperio zarista, la mitad oriental de Polonia, la región petrolera de Borislav-Drogodycz, Estonia, Letonia y Lituania e instaló guarniciones militares en Tallin, Riga y Kaunas. Polonia quedó reducida a un llamado Gobierno General, que comprendía Varsovia y Cracovia, regido por Hans Frank, un frío y culto católico de Franconia, amante de la música, la literatura y el arte, que implantó las prácticas nazis: control policial, exterminio de intelectuales, cierre de universidades y condenas a trabajos forzados. Sistema de terror que se completó con la Ausserorddentliche Befriedigungaktion, operación de asentamiento de la raza aria en su espacio natural. En un solo año, 1.200.000 polacos y 300.000 judíos fueron deportados al Este, en condiciones inhumanas, que resultaron mortales para muchos. En su lugar se asentaron alemanes y volksdeutsche -alemanes con nacionalidad extranjera- y en ciudades como Cracovia, Czestochowa y Lublín se establecieron guetos para confinar a los judíos. La invasión había resultado un éxito pero, una vez ocupado el territorio, las tropas de von Bock y von Runsdstedt sólo tenían municiones para cinco días de combate y los carros precisaban intensas operaciones de mantenimiento y reparación. Era necesario hacer un alto para reorganizar no sólo las fuerzas de Polonia, sino todo el sistema militar: el Reich se rearmaba rápidamente, con el problema de un déficit de acero de 600.000 toneladas mensuales. El reparto de Polonia se revalidó a finales de septiembre, cuando Ribbentrop, ministro de Exteriores del Reich, realizó su segunda visita a Moscú. Hitler pagaba un alto precio para establecer relaciones comerciales con la URSS, que compensaran el bloqueo británico, y para asegurarse que Stalin sería neutral cuando llegara el momento de atacar Francia. La esperanza francobritánica sobre un conflicto entre el Reich y la URSS quedó arruinada. En octubre, Hitler anunció una política de paz con Francia e Inglaterra, a cambio de reconocer la partición de Polonia, ofreció vagas reducciones de armamentos y una conferencia. Como el rechazo fue total, anunció que los aliados elegían deliberadamente la guerra. La propaganda nazi estaba servida. El 11 de febrero de 1940 se firmó un acuerdo comercial germano-soviético para intercambiar materias primas y material militar. Alemania recibiría cereales, petróleo, fosfatos, algodón y permiso de tránsito para la soja de Manchuria. A cambio, entregaría a la URSS el crucero Lützow, los planos del Bismarck, cañones, aviones, prototipos de diversas armas y máquinas-herramienta. El acuerdo resolvió los problemas alemanes de suministro y dejó a Stalin las manos libres en el Este.
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Eva Braun había llegado al Bunker el 15 de abril, en vísperas de la batalla del Oder. Hitler intentó que saliera de la ciudad, pero ella se había negado rotundamente. Según Speer, que la estimaba mucho, Eva había acudido a Berlín a morir junto a Hitler. Ella sabía que aquello era el final. Se había pasado los días tratando de animar al Führer, poniéndose los vestidos que más le gustaban, ocupándose un poco de los pequeños detalles, que allí había ya todo el mundo olvidado. Hanna Reitsch dejó de Eva Braun la última descripción que se conoce: "Se pasaba el día desvariando colérica contra todos los cerdos desagradecidos que habían abandonado al Führer y a los que había que matar. Por lo visto, los únicos buenos alemanes eran los que estaban encerrados en el subterráneo, y todos los demás eran unos traidores porque no se encontraban allí para morir con él". Continuamente se quejaba así: "¡Pobre, pobre Adolfo, traicionado por todos, abandonado por todos! ¡Cuánto mejor sería que murieran diez mil de los otros y no que Alemania le pierda a él!" Cuando sobrevino la traición de Himmler, el Führer vio con realismo la situación. Wenck no avanzaba porque con cinco divisiones no se podía hacer más; Busse no llegaba porque estaba cercado. Todo se desmoronaba ya inevitablemente. Entonces decidió casarse con Eva Braun. ¿Por qué entonces y no años antes? Él mismo responde: "Durante mis años de luchas creí que no debía contraer matrimonio, pero ahora mi vida toca a su fin y he decidido tomar por esposa a la mujer que vino a esta ciudad cuando ya se hallaba virtualmente sitiada, después de años de verdadera amistad, para unir su destino al mío. Es su deseo morir juntamente conmigo como mi esposa. Eso compensará cuanto no puedo darle por causa de mi trabajo en interés de mi pueblo". Hacia las dos de la madrugada del 29 de abril se produjo una extraña reunión en el cuarto de mapas del búnker. Allí estaba Eva Braun, con un vestido de coctail de seda negra que agradaba mucho a Hitler; éste se presentó con traje azul de doble hilera de botones; estaba el matrimonio Göebbels, Bormann, las secretarias del Führer... Hitler se casaba. Los ecos del cañoneo ruso fueron la marcha nupcial. Como representante del registro actuó un funcionario municipal, hallado en su puesto de combate: pertenecía a la Volkssturm y vestía un sucio uniforme del partido. Al final, Hitler firmó de forma bastante legible y la novia, más nerviosa, escribió Eva y comenzó a escribir la B de su apellido, pero tachó y rectificó: "Eva Hitler, nee Braun". Como testigos firmaron Bormann y Gebbels. Luego se retiraron a las habitaciones de Hitler, donde éste ofreció a los presentes champán pastas y bombones. Allí estuvieron, además de los recién casados, Bormann, Göebbels y esposa, las dos secretarias de Hitler, la cocinera y los ayudantes militares. Mientras se formaba una nostálgica tertulia, Hitler, Bormann y Göebbels hicieron un aparte donde decidieron la sucesión del Führer. Las fuerzas soviéticas lo apisonaban todo, poco a poco, implacablemente. Sus órdenes eran avanzar al precio que fuera, destruir al enemigo nazi, alcanzar la victoria, vengar las ciudades destruidas, los millares de aldeas incendiadas, los millones de hombres muertos por los ejércitos alemanes. Pese a sus tremendas pérdidas progresaban sin cesar, peleando con tanta furia como sus enemigos y respaldados por su aplastante superioridad en número y en material. Sobre el puente de Moltke, que daba acceso a la Königs Platz, al Reichtag, a la Puerta de Brandenburgo, a la famosa calle Unter den Linden, a la Kurfürsten Platz, al Palacio de la Opera, al Zoo, los soviéticos dejaron centenares de muertos, pero al final pasaron. Era la zona mejor defendida de Berlín. Allí, ante el puente, se hallaba la sede de la Gestapo, magníficamente protegida, la Opera Kroll, también fortificada, el fuerte edificio del Reichtag, dispuesto para un largo asedio. En la plaza Königs había una importante posición artillera y una línea de defensas con algunas obras de cemento y elevados parapetos de adoquines y escombros, donde diez mil hombres combatieron furiosamente durante 5 días. Pero había que pasar y las tropas rojas pasaron. Dejaron inmensos montones de cadáveres y chatarra bélica, pero no ahorraron medios para alcanzar el triunfo. Por allí atacaron tres divisiones de infantería y 9 regimientos acorazados, en total más de 50.000 soldados con no menos de 400 tanques, cañones autopropulsados o transportes blindados de personal. Mientras en el bunker se celebraba la boda de Hitler, ante la sede de la Gestapo se luchaba con ferocidad, y cuando comenzó a clarear el día los soviéticos ya contaban con una fuerte cabeza de puente sostenida por los regimientos acorazados 713 y 525. Por ella penetró en el corazón de Berlín el grueso de las fuerzas del III Ejército de Zhukov, a quien correspondió el honor de asaltar la cancillería. Al bunker llegan, aquella madrugada del 29, noticias fragmentarias de la lucha en la capital. Los rusos alcanzan la Potsdamer Platz por los subterráneos y echarles de allí cuesta a los alemanes encarnizados contraataques. Las estaciones de ferrocarril, donde hay millares de refugiados, son defendidas con singular denuedo. La fiereza de atacantes y defensores es tremenda en las estaciones de Potsdam y de Anhalt. En la Alexander Platz, al este de las líneas alemanas, los defensores tienen que luchar hasta con los adoquines, pues faltan municiones para fusiles y ametralladoras, que finalmente llegan en varios automóviles del parque de la Cancillería. Pero ninguno de los responsables del búnker valora la situación. En las habitaciones de Hitler continúa la tristona fiesta de la boda. Allí están aún junto a Eva Braun, el matrimonio Göebbels, Bormann, los generales Krebs y Burgdorf, secretarias, ayudantes, cocinera... Beben moderadamente champán. Hitler, que incluso ha tomado una copa, se ha retirado con su secretaria jefe. En aquellas horas de la madrugada, el Führer dictó su testamento político. En la primera parte justificaba su trayectoria pública, la guerra que -según él- nunca deseó, su última decisión de resistir y morir en Berlín y, al final, no se ahorraba puyazos contra los militares de la vieja escuela. En la segunda, tras ratificar las destituciones de Göring y Himmler, designó como sucesor al almirante Dönitz y le asignó un gobierno con sus últimos fieles, entre los que estaban, naturalmente, Bormann y Göebbels. El testamento finalizaba: "Encargo sobre todo a los dirigentes de la nación y a quienes están bajo su mando el escrupuloso cumplimiento de las leyes raciales y la enemistad implacable a la envenenadora universal de todos los pueblos: la judería internacional". Este documento, junto otro con su testamento personal, fue firmado por Hitler a las 4 horas del 29 de octubre de 1945. Como testigos también signaron Burgdorf y Krebs por el ejército; y Göebbels y Bormann, por el partido. Seguidamente se dio por finalizada la fiesta nupcial y todos se retiraron a sus habitaciones. Durante ese día siete correos trataron de salir de Berlín con las copias del testamento. Ya no era posible hacerlo por el aire, de modo que los siete debieron intentarlo cruzando las aún muy permeables líneas soviéticas, sobre todo en dirección oeste. En uno de ellos apareció esta potsdata de Hitler: "Los esfuerzos y el sacrificio del pueblo alemán en esta guerra han sido tan grandes que yo no puedo creer que hayan sucedido en vano. El objetivo debe ser siempre el de ganar tierras en el Este para el pueblo alemán".
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La Boda se considera uno de los últimos cartones para tapiz pintados por Goya. En esta escena, el pintor recoge el matrimonio desigual y de conveniencia que tanto criticaban los ilustrados. Estos matrimonios permitían que el novio, feo y viejo pero muy rico, se casase con una muchacha por lo general bella, aunque pobre, quedando así ambos satisfechos, cuando menos la familia de la novia. Por eso el pintor presenta al novio con rasgos simiescos y vestido de llamativo color rojo en el centro de la imagen; tras él vemos al padre de la novia junto al cura, ambos artífices de la unión, con una actitud alegre y desenfadada. A la izquierda queda la novia, triste por su destino (dicen que tiene colocados los zapatos al revés para protestar por su nueva situación); junto a ella se sitúan las primas y familiares que la miran con distintos sentimientos ante su próximo matrimonio: envidia, pena o jocosidad. En la esquina izquierda aparece el flautista que ameniza la marcha, acompañado por niños tiñosos que esperan que el padrino eche las monedas, según la tradición de la época. En la otra esquina, un viejo que parece sacado de las novelas de Dickens, contempla la escena, mientras un joven mira con pena a su supuesta anterior novia. Goya ha situado la escena delante de un puente, empleado para indicarnos que estamos en el ámbito rural y para separar la zona iluminada del fondo del primer plano, más oscuro, creando así sensación de espacio y profundidad. La luz que penetra incide en las joyas y los abalorios de los asistentes a la fiesta, engalanados para la ocasión. La pincelada suelta que emplea y el tema indican que estamos ante una nueva concepción de un artista, hasta ese momento anclado en las tendencias imperantes en su época.
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La Boda se considera uno de los últimos cartones para tapiz pintados por Goya, bastante aburrido de realizar estos encargos en los que no podía manifestar su genio libremente. Pero la llamada al orden del rey Carlos IV y la amenaza de suspensión de empleo y sueldo motivaron que Goya se aviniera a trabajar de nuevo en los cartones que servían como modelo para los tapices que decorarían el despacho del monarca en El Escorial. Los temas jocosos y alegres eran los protagonistas. En esta escena, Goya recoge el matrimonio desigual y de conveniencia que tanto criticaban los ilustrados. Estos matrimonios permitían que el novio, feo y viejo pero muy rico, se casase con una muchacha por lo general bella, aunque pobre, quedando así ambos satisfechos, cuando menos la familia de la novia. Por eso el pintor presenta al novio con rasgos simiescos y vestido de llamativo color rojo en el centro de la imagen; tras él vemos al padre de la novia junto al cura, ambos artífices de la unión, con una actitud alegre y desenfadada. A la izquierda queda la novia, triste por su destino (dicen que tiene colocados los zapatos al revés para protestar por su nueva situación); junto a ella se sitúan las primas y familiares que la miran con envidia, pena y jocosidad por el matrimonio. En la esquina izquierda aparece el flautista que ameniza la marcha, acompañado por niños tiñosos que esperan que el padrino eche las monedas, según la tradición de la época. En la otra esquina, un viejo que parece sacado de las novelas de Dickens contempla la escena, mientras un joven mira con pena a su supuesta anterior novia. Goya ha situado la escena delante de un puente, empleado para indicarnos que estamos en el ámbito rural y para separar la zona iluminada del fondo del primer plano, más oscuro, creando así sensación de espacio y profundidad. La luz que penetra incide en las joyas y los abalorios de los asistentes a la fiesta, engalanados para la ocasión. La pincelada suelta que emplea y el tema indican que estamos ante una nueva concepción de un artista que si hubiese fallecido a temprana edad no hubiese pasado a la Historia, ya que Goya va mejorando con los años.
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La obra de Marc Chagall es imposible de clasificar, por lo personal de su universo y parece que el calificativo de expresionista le produjo más que nada asombro. Procedente de una familia judía humilde y profundamente religiosa y criado en un pueblo de Rusia, Vitebsk, su obra se nutre de esas dos fuentes: el recuerdo de la religiosidad familiar y la vida diaria de su infancia. Ya en París acusó el impacto de los fauves, el cubismo de Delauny y los futuristas; con los expresionistas coincide en su interés por Van Gogh, en la violencia de las emociones y en la arbitrariedad de los colores.
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Conocido especialmente por las ilustraciones que hizo de las obras de Zola y Baudelaire, Carlos Schwabe, pintor de origen alemán y fiel admirador de la obra de Durero, propone en este lienzo una de las figuraciones más representativas del movimiento simbolista, donde los cuerpos se representan como generadores de energía.
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Con esta acción, los aliados daban el golpe de gracia a la Wehrmacht. La resistencia alemana aún sería encarnizada en muchos lugares, pero, en general, todo su dispositivo se desplomaba. En el sector central, agotadas por los contraataques contra la cabeza de puente de Remagen, las unidades del 15.° Ejército alemán se desmoronaron; más al sur, ya destrozado por Patton en los combates sobre la línea Sigfrido, el 7.° Ejército alemán (Felber), era un auténtico colador. Y en estas circunstancias, el día 3 de abril ocurrió la catástrofe que era de prever: las unidades avanzadas del l.er Ejército americano enlazaron con sus compatriotas del 9.° Ejército, cercando toda la cuenca del Ruhr en una inmensa bolsa de 80 kilómetros de anchura y 110 de profundidad. Dentro de ella quedaba el grupo de ejércitos B (Model), más algunos flecos de los grupos de ejércitos H y G, en total más de 120.000 hombres. Aquello era el final. Berlín, a 500 kilómetros de distancia, parecía un simple paseo militar. Pero ya para entonces habían incurrido los norteamericanos en un garrafal error de cálculo político que Eisenhower lamentaría toda su vida.
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En diciembre de 1938, los científicos alemanes Strassman, Fritz y Hahn descubren el proceso de fusión del uranio, entrando con ello en la parte final de la evolución de los estudios sobre energía nuclear. Para entonces, el régimen nazi había mostrado ya sobradamente su verdadero rostro, y algunos sectores sociales de los países que iban a ser víctimas de su agresión acogieron el anuncio de este descubrimiento con un bien justificado temor. Muy pronto, occidentales y soviéticos comenzaron a poner en práctica planes de desarrollo de esta nueva forma de energía, que se anunciaba dotada de ilimitadas posibilidades de utilización en el plano bélico. Sin embargo, en el interior de Alemania dos factores concurrentes actuarían en sentido contrario a la temida posibilidad. Por una parte, alcanzaba en aquellos momentos su máximo nivel el proceso emigratorio de los científicos alemanes perseguidos por la ideología oficial, lo que había de servir para reducir y aún detener por completo muchos campos de la investigación. Por otra, la ciega creencia de Hitler en la obtención de una rápida y completa victoria militar le hizo descuidar durante años la atención sobre una cuestión que, por el contrario, la primera potencia del bloque adversario no tardaría en elevar al primer plano de interés. Ya a fines del siglo XIX, el científico francés Becquerel había hecho el descubrimiento de la radiactividad, y a partir de ella la posibilidad de poner en juego una serie de energías incomparablemente superiores a las que podían ser obtenidas hasta entonces por medio de las experimentaciones realizadas en laboratorios tradicionales. Sin embargo, y a pesar de los avances realizados por el equipo de Joliot y Curie -que demostraron la posibilidad de conseguir una reacción en cadena- sería preciso llegar hasta las primeras décadas del siglo XX para conseguir los resultados definitivos. Las posibles ventajas y riesgos que al mismo tiempo comportaba este progreso científico fueron considerados por algunos de quienes tenían acceso a su conocimiento. Otros sectores, por el contrario, se mostraban escépticos y rechazaban un peligro que se negaban a admitir como cierto, ya que afirmaban que en ningún momento estas experimentaciones conseguirían superar el ámbito del laboratorio. Con todo, las mentes más lúcidas de entre los hombres de ciencia a los que la expansión del Reich había lanzado hasta Estados Unidos iniciaron una campaña de prevención del peligro alemán, puesto ahora de manifiesto de forma crecientemente marcada. De esta forma, el alemán Wigner, el húngaro Szilard y el italiano Fermi convencieron al también emigrado Einstein, para que éste utilizase el peso de su gran prestigio en esa dirección. Se trataba de advertir a las autoridades norteamericanas del peligro supuesto por el hecho de que Alemania podría llegar a poseer el artefacto atómico antes de que los países amenazados por ella pudiesen contar con medios defensivos similares. Fruto de esta actividad fue la conocida carta que el Nobel de Física envió a Roosevelt en agosto de 1939, en la que advertía al Presidente acerca de la necesidad de comenzar a fabricar bombas dotadas de una potencia hasta entonces inimaginada. Roosevelt fue informado de esta comunicación con cierto retraso, cuando ya se había iniciado el ataque alemán contra Polonia en el mes de septiembre; tras superar una inicial fase de desinterés por la cuestión fue inducido a asumirla e impulsar los proyectos de estudio y desarrollo de la misma. De aquí iba a nacer el proyecto denominado Manhattan, que únicamente el potencial económico y científico norteamericano estaba capacitado para afrontar. Pero, por el momento, la presión ejercida por quienes urgían el comienzo de la fabricación del arma no hallaba el necesario eco entre los círculos decisores de unos Estados Undios todavía oficialmente neutrales en el conflicto. Sería de esta forma necesario el episodio de Pearl Harbor para decidir a los elementos responsables a la puesta en marcha de las operaciones necesarias.
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Pese a tantos desastres, Hitler seguía sin aceptar retiradas, sin concentrar todas sus tropas para la batalla decisiva por Berlín. Más aún, quemaba su última gran unidad, el VI Ejército acorazado de Sepp Dietrich, compuesto por 4 divisiones blindadas y reforzado por 6 más de infantería, enviándolo a Hungría, a reconquistar Budapest... Evidentemente, Hitler aún creía en la victoria. Una fantástica declaración suya así lo atestigua. En esos últimos días de febrero acudió a visitarle al búnker de la Cancillería el doctor Giesing, que le curó tras el atentado del 20 de julio de 1944. A cierto punto le dijo Hitler: "Alemania se encuentra en una situación difícil, pero la sacaré adelante. Los ingleses y los norteamericanos han incurrido en un grave error de cálculo... dentro de muy poco voy a comenzar a utilizar mi arma de la victoria y entonces la guerra terminará gloriosamente. Hace algún tiempo que hemos solucionado el problema de la fusión nuclear y hemos hecho tales avances al respecto que podemos utilizar la energía como arma. ¡Ni siquiera sabrán qué les ha atacado! Es el arma del futuro..." Pero Hitler fantaseaba. La bomba atómica alemana era un lejano proyecto al llegar la primavera de 1945, cuando los ejércitos alemanes se retiraban en el Oeste hacia el Elba y los soviéticos les empujaban en Hungría, Austria y Checoslovaquia, mientras que Vasilevsky limpiaba los últimos focos de resistencia en Prusia y Koniev, Zhukov y Rokossovsky disponían en el Oder los preparativos de su asalto final.