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Tres años de guerra habían afectado la vida de los italianos en todos los aspectos. Junto a las crecientes dificultades materiales, se situaba la larga serie de desastrosas actuaciones de las fuerzas enviadas al frente.Italia, era ya evidente, no actuaba más que como un apéndice del poderío alemán, repetida y abrumadoramente puesto de manifiesto. Ante la opinión italiana, el descrédito del partido y su jefe crecían ayudados por estas circunstancias que ni siquiera la propaganda del régimen era capaz de ocultar.La tendencia hacia una salida de la guerra, con la voluntad de Mussolini o sin ella, iba cobrando adeptos. Pero la capacidad de actuación de forma efectiva estaría, en definitiva, en manos de los detentadores del poder. Estos sectores, previendo un hundimiento general producido por la derrota bélica, preferían actuar antes de que las circunstancias llegasen a desbordarles.En el interior del partido, las fricciones y diferencias se agravaban ante el deterioro de la situación, que ya amenazaba con hacerse peligrosa para quienes estaban acostumbrados a ejercer la dominación sobre el país sin ningún género de control ni oposición.Mientras, los miembros más jóvenes y combativos, en cierto sentido todavía ilusionados con la ideología sustentada por el régimen, acusaban a los más antiguos fascistas de aburguesamiento; éstos, situados en la misma cúpula del poder, iban adoptando actitudes verdaderamente críticas hacia la actividad de su jefe natural.La decisión terminante de Mussolini de continuar la guerra al lado de Alemania se presentaba a la vista de los jerarcas del partido como el mayor peligro para la conservación de sus posiciones y prebendas. Pretendían salvar al descompuesto y anquilosado régimen aun a costa de olvidar la fidelidad al hombre que los había elevado hasta sus actuales posiciones.El tantas veces utilizado justificativo del interés del pueblo y el Estado serviría también ahora para arropar actividades e intereses estrictamente corporativos por parte de una minoría amenazada y temerosa. El partido había perdido -era bien evidente- la mayor parte de los apoyos sociales con que innegablemente había contado hasta entonces.La promulgación de leyes rechazadas por una gran mayoría, como las de carácter antisemita, había contribuido a este rechazo. La aceptación, resignada o entusiasta, según los casos, de la dictadura había pasado a transformarse en oposición y hostilidad. Con el transcurso de los últimos meses del año 1942, el peligro de una invasión aliada, junto con las deficiencias en el aprovisionamiento, había hecho aumentar el malestar general.Finalmente, un hecho de especial significado venía a probar la evidente debilidad del régimen fascista. El despertar público y violento de las organizaciones de izquierda, partidos y sindicatos, hasta entonces en la clandestinidad, ponía la nota dominante en la sombría coyuntura.Las grandes huelgas -las primeras bajo el fascismo- iniciadas en las factorías Fiat de Turín, se extenderán rápidamente por el país. En los primeros meses del año 1943, el movimiento huelguístico de protesta contra la guerra y las dificultades materiales dominará el norte industrial. Las iniciales reivindicaciones pacifistas y económicas no tardarán en adquirir un tono político.Es la primera ocasión en que el régimen se encuentra enfrentado a esta clase de manifestaciones de oposición. La carencia de capacidad suficiente de reacción será la mejor muestra de su verdadero estado de postración.Con este amenazador telón de fondo, los más altos jerarcas fascistas, los más beneficiados en todos los sentidos por la dictadura, comienzan a articular su acción común. La supervivencia o derrumbamiento de Italia en la guerra es, para ellos, sinónimo de la del partido y de la suya propia. La porfiada actitud del Duce en mantener la alianza con el temible asociado alemán habrá de decidir para estos "fieles" su apartamiento del poder.En las primeras semanas de 1943, la conjuración es conocida por los servicios de información de Mussolini. En consecuencia, éste procederá en el mes de febrero a un reajuste del personal más destacado. Desde el cargo de jefe superior de la Policía hasta el de secretario general del partido, la remoción de algunas de las personas que ocupaban las más altas instancias parece suficiente al dictador para desarticular la operación organizada a sus espaldas y contra él mismo.Pero la expulsión de sus cargos de algunos de los más viejos fascistas, figuras ya legendarias de la conquista del poder, obra un efecto contrario al pretendido. Los que hasta entonces habían sostenido actitudes no del todo decididas a la toma de medidas en contra de Mussolini, acaban uniéndose a los conspiradores iniciales. La crítica, en un principio temerosa, comienza a fortalecerse y a sustituir gradualmente a una devoción y lealtad al jefe hasta entonces nunca puestas en cuestión, riesgo de toda dictadura.Una renovación, parcial pero profunda, de los cuadros locales del partido, ilustra la voluntad de Mussolini de mantener bajo su propia mano una organización que comienza a abandonarle. Pero es ya demasiado tarde, y los notables, alertados por estas medidas, deciden la necesidad de reaccionar para salvarse del desastre que se presiente. En el mes de mayo, un informe secreto de la policía anota: "El partido ha perdido la confianza y la estima incluso de sus propios seguidores..."
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El propio Urquijo sufriría la dependencia de Francia en sus propias carnes. Primero en febrero de 1799 cuando, por deseo de Carlos IV, intentó salvar la negociación de paz con Portugal y fue acusado de anglófilo por el Directorio, que solicitó formalmente al monarca español, a través del embajador francés en Madrid, Guillemardet, que Urquijo fuera cesado y sustituido por José Nicolás de Azara. Urquijo fue, en esa ocasión, respaldado por Carlos IV, que protestó por lo que consideraba una injerencia del gobierno francés en la política interior española. La segunda ocasión fue, sin embargo, decisiva para la suerte política de Urquijo, y tuvo lugar a partir de noviembre de 1799, cuando el golpe de Estado del 18 de Brumario puso fin al Directorio e inauguró el Consulado, con Napoleón como primer cónsul. Se trataba de estabilizar el régimen burgués para que las viejas clases dominantes pudieran reconciliarse con los cambios sociales logrados por la Revolución. La llegada de Napoleón al poder dio al traste con los éxitos de la Segunda Coalición, pues en 1800 Italia fue recuperada para Francia tras la deslumbrante victoria de Marengo, y los austríacos fueron derrotados en el Rin. Los intentos de Urquijo de congraciarse con el Consulado no fueron suficientes para evitar su caída. El 1 de octubre de 1800, el todavía secretario de Estado español firmó con Berthier los preliminares de San Ildefonso. A cambio del compromiso francés por engrandecer territorialmente el ducado de Parma, España se comprometía a ceder a los franceses, en un futuro inmediato, el territorio de La Luisiana, una parte de la isla de Elba y seis navíos de guerra. Pese a ese esfuerzo de última hora, Bonaparte impuso el 13 de diciembre de aquel año el cambio de Urquijo por Godoy, quien regresó al poder no ya como secretario de Estado, sino con los entorchados de generalísimo, con autoridad máxima en el ejército. Pero en la realidad, el superministro Godoy era dependiente en todo de Napoleón, convertido en árbitro de la política española hasta la crisis definitiva de 1808.
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El 5 de agosto se presentó el mariscal Antonescu, conducator de Rumania (15), en el cuartel general de Hitler en Rastenberg con un puñado de protestas y reivindicaciones que hacer a su amigo el Führer. Antonescu no se sentía nada seguro respecto a los soviéticos, que habían guardado una tensa calma ante el sector del grupo de Ejércitos Ucrania Sur mientras zarandeaban a los alemanes en los restantes frentes del Este. El dictador rumano protestaba porque al jefe del Grupo de Ejércitos Ucrania Sur se le habían retirado 10 divisiones para reforzar otros frentes. También se quejaba el Conducator de la ineficacia de la Luftwaffe ante la creciente actividad de la aviación soviética, cuyos bombardeos causaban graves pérdidas económicas a su país. Finalmente proponía un sacrificio territorial por su parte para acortar el frente y mejorar sus posiciones defensivas, retrasándolas a una línea, dispuesta en los años treinta por ingenieros belgas, que iba desde las bocas del Danubio hasta la ciudad de Galatz, se resguardaba tras el curso del Siret y alcanzaba los Cárpatos. Según David Irving, Hitler habló a Antonescu durante horas y horas; minimizó los problemas de Alemania, restó importancia al atentado de la quincena anterior y fantaseó sobre sus nuevas armas: nuevos y formidables tanques y cañones, un nuevo explosivo "en fase de experimentación" capaz de no dejar títere con cabeza en un radio de dos millas..., de bombarderos que volaban más rápidos que cualquier caza conocido, de cohetes-bomba infinitamente más poderosos que las V-1... Antonescu se fue, al fin, sin insistir más sobre aquella prudente retirada que recomendaba. Cuando la comitiva de automóviles se puso en marcha, Hitler corrió hasta la ventanilla del dictador rumano y le gritó: "¡Antonescu!, ¡Antonescu! ¡bajo pretexto alguno acuda al palacio del rey!" Antonescu hizo parar su coche porque no entendía y Hitler volvió a decirle: "¡No vaya al castillo del rey!" Antonescu no vería jamás las prodigiosas armas prometidas por Hitler, pero pronto pudo comprobar que la premonición de su amigo respecto al palacio real se cumplía fatalmente para él y para el Grupo de Ejércitos Ucrania Sur. En ese frente, que iba desde los Cárpatos al Mar Negro, se concentraban los Grupos de Ejércitos de Malinovsky (Segundo Frente de Ucrania) y Tolbukhin, (Tercer Frente de Ucrania), con cerca de un centenar de divisiones de infantería y siete cuerpos blindados, -no menos de 1.500 tanques- una formidable artillería y el control del aire. Enfrente Friessner disponía de 27 divisiones alemanas y 20 rumanas para guarnecer una línea de 654 kilómetros en la tremenda desventaja de 1 a 1,5 en infantería, 1 a 5 en carros, 1 a 2 en artillería, 1 a 3 en aviones... El 20 de agosto, de madrugada, Malinovsky atacó frente a Iasi, haciendo tronar más de 4.000 cañones, morteros y lanzacohetes sobre un sector de apenas 20 kilómetros; 150 kilómetros más al este, en Tiraspol, Tolbukhin aún pretendió una destrucción mayor y sobre una zona de 30 kilómetros volcó el fuego de unos 8.000 tubos. Resistieron bien los alemanes los mazazos de Malinovsky, pero Tolbukhin abrió en canal al III Ejército rumano, avanzando rápidamente y girando hacia su derecha, amenazando al VI Ejército alemán. Friessner debió meter en el combate a todos sus reservas para evitar el desbordamiento y al finalizar el día debía batirse en retirada sin poder romper el contacto con los soviéticos. Justo entonces le permitió Hitler replegarse a la Línea Danubio-Galatz-Siret-Cárpatos... Pero ya era tarde (16). Ante la gravísima situación, el rey Miguel llamó a Antonescu y a su ministro de Exteriores y les pidió que gestionasen un armisticio con los soviéticos a la mayor rapidez. Ante las dilaciones del Conducator, el rey le hizo arrestar: eran las cinco de la tarde del 23 de agosto. A las 22 horas, por medio de la radio, el rey ordenó a las fuerzas rumanas que depusieran las armas. Hitler tomaba el té con sus colaboradores a media tarde de ese día. Una llamada directa desde Bucarest le interrumpió: su embajador Killinger y su representante militar ante Antonescu, general Hansen, le comunicaban la detención del dictador y que la policía cercaba la delegación alemana: "..Hitler colgando el teléfono exclamó lleno de indignación ¿Por qué no me hizo caso? ¡Yo sabia que pasaría esto!" Esa tarde tomó, junto con sus asesores militares, una serie de medidas precipitadas que le acarrearon la declaración de guerra por parte de Rumania... Efectivamente, hizo intervenir a la Luftwaffe contra el palacio real y la presidencia del Gobierno y ordenó que un grupo de antiaéreos sacados de Ploesti avanzase hacia Bucarest y tomase la ciudad... Lo único que logró es que los soldados rumanos se enfrentasen a los alemanes -con mayor entusiasmo que a los soviéticos, según parece- y que el nuevo jefe de Gobierno, general Sanatesco, declarara la guerra a Alemania el 25 de agosto. La situación militar de Friessner se hizo desesperada. Todo el frente se convirtió en un colador y sus unidades quedaban cercadas ante el veloz avance soviético y las obstrucciones que en su repliegue pusieron los rumanos. La carrera hacia la retaguardia concluyó en la primera semana de septiembre. El día 5 de ese mes, Moscú aseguraba haber ocasionado a los alemanes 150.000 muertos y haberles hecho 106.000 prisioneros. Las cifras son verídicas, pues en el cuartel general de Hitler se consideraron totalmente perdidas 18 divisiones.
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El final de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo está plagado de situaciones aún hoy controvertidas: la inmensa miopía del jefe de los ejércitos aliados, Eisenhower, al ceder la capital alemana a las tropas soviéticas y su enorme ceguera al no acoger a los ejércitos alemanes que huían del Este, ni -sobre todo- a las poblaciones civiles, empavorecidas por el Ejército soviético. La crueldad o la sangrienta indiferencia en las entregas de poblaciones desplazadas o de prisioneros de guerra que no deseaban volver o de ejércitos guerrilleros entregados a manos de sus verdugos: los terribles casos ocurridos en Yugoslavia y la URSS ¿quién puede hablar plácidamente de las atrocidades nazis, olvidando las de Stalin o las de Tito? El tribunal de Nüremberg puso ante la balanza de la justicia una serie de crímenes y culpables, pero se guardó otros tras la venda de sus ojos: las atrocidades del vencedor nunca son delitos. Pero volvamos al terreno de las grandes incógnitas sobre Hitler ¿estaba loco? ¿desde cuándo sabía que Alemania estaba derrotada? ¿por qué no aplicó la política de un solo frente -el Este- concentrando sobre él todas sus fuerzas? Creemos que tales interrogantes y otros quedan aquí aclarados en medio de la tensa y sofocante atmósfera que se respiraba durante el último mes de guerra en el búnker de la Cancillería... Con menor furia bélica, con menos sangre, como una tragedia de provincia, fue ejecutado Mussolini. Algo que careció de grandiosidad y cuyo único morbo fue la presencia de Claretta Petacci, la fiel amante hasta la muerte. Hitler y Mussolini eran diferentes, tanto como el III Reich y la Italia fascista. Los respectivos finales estuvieron acordes con esas premisas. Y, para concluir el tomo: las tres grandes conferencias internacionales. Se ha incluido aquí este tema porque lógica y cronológicamente es donde más encaja si se ha de tratar unido todo el entresijo internacional que presidió la última fase de la guerra. Teherán, Yalta y Potsdam van a canalizar el final de conflicto y los años -muchos- posteriores. Teherán se nos ha quedado ya lejos en el tiempo al llegar a este volumen, las otras dos magnas reuniones están plenamente insertas en él: Yalta a comienzos del año 1945; Potsdam, después de la rendición alemana. El conjunto tiene unidad en si mismo y el único inconveniente es que alguna consecuencia de la cumbre de Teherán se haya venido constatando sin conocer su origen. Vaya lo uno por lo otro.
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El emperador Napoleón tuvo que abandonar España precipitadamente a comienzos de 1809 a causa de la reanudación de la guerra por parte de Austria. El archiduque Carlos, hermano del emperador, que había reorganizado su ejército y se mostraba dispuesto a oponerse a la reciente extensión del dominio francés en Italia, lanzó en abril una ofensiva sobre Baviera. Napoleón, a pesar de que tuvo que recurrir a un ejército en el que abundaban ya los extranjeros y los contingentes más jóvenes, dio de nuevo muestras de su superioridad militar. En el mes de abril marchó sobre el Danubio e hizo retroceder a los austriacos hacia sus propias fronteras. El 13 de mayo entró en Viena y después de una larga y dificultosa persecución del archiduque Carlos hacia Bohemia, consiguió derrotarlo en Wagram el 5 de julio. El tratado de Schoenbrünn, firmado el 14 de octubre de 1809, volvía a imponer a Austria nuevos recortes territoriales que favorecían a Baviera, Varsovia y al propio zar, mientras que Francia se adjudicaba los territorios de Trieste y Dalmacia que recibían el nombre de Provincias Ilíricas. En abril de 1810, habiéndose divorciado de la estéril emperatriz Josefina, Napoleón se casó con la hija de Francisco I, la archiduquesa María Luisa, con lo que entroncaba así con la casa Habsburgo. Al año siguiente nacería el hijo y heredero de Napoleón al que se le otorgó el título de rey de Roma. Durante estos años se afirmó más el despotismo imperial y se fueron perdiendo aquellas características revolucionarias que estaban en los orígenes mismos del ascenso al poder de Napoleón. Ese despotismo lo sufrió en primer lugar la Iglesia católica, y una muestra de ello fue la detención del papa Pío VII el 6 de julio de 1909 y su reclusión en el palacio episcopal de Savona. Los cardenales que se negaron a asistir a su boda con la archiduquesa María Luisa fueron despojados de sus bienes y desterrados a provincias. En general, los católicos mostraron su desacuerdo con las medidas de Napoleón y se organizaron asociaciones religiosas secretas. El despotismo imperial se manifestó también en la represión policial contra todos aquellos que podían ser objeto de sospecha. Hubo muchos encarcelamientos sin intervención de la justicia en las prisiones del Estado de Vincennes, Mont Saint Michel, Joux y otras. La censura no sólo afectó a los periódicos, que quedaron reducidos a cuatro y que fueron obligados a reproducir los artículos del diario oficial Moniteur, sino a los escritores como Mme. de Staël, cuyo libro De l'Allemagne fue confiscado y destruido en 1810. La policía se convirtió, como decía una circular de 1805, en "el poder regulador que, sensible en todas partes sin que sea percibida, detenta en el Estado el lugar que tiene en el Universo el poder que sostiene la armonía de los cuerpos celestes cuya regularidad nos llama la atención sin que podamos adivinar la causa... Cada una de las ramas de la administración posee una parte que la subordina a la policía". Esa policía no estaba en manos de una sola persona, ya que eso hubiese sido demasiado peligroso. Fouché había sido apartado y junto al ministerio de la Policía, regido por Savary, se organizó una policía particular para cada ministerio y para el mismo Napoleón.La gran política de expansión y el mantenimiento de un gran ejército repartido por toda Europa exigía, por otra parte, un considerable esfuerzo económico que comenzó a recaer fundamentalmente sobre los bolsillos de los contribuyentes franceses a medida que disminuían los fondos de la Caja del Extraordinario, alimentada por los beneficios de las guerras. Los prefectos de los diferentes departamentos eran apremiados para recaudar más impuestos en unos momentos en que se iniciaba precisamente una crisis económica. La producción de riqueza en Francia había sido estimulada por la especulación, por el restablecimiento del orden y de la seguridad, por la intervención del Estado que había regulado las relaciones laborales, y por el propio bloqueo continental que había promovido la industria nacional. Sin embargo, las dificultades comenzaron a aparecer en 1811 a causa de la incapacidad del Imperio de abastecer a una Europa continental aislada del resto del mundo. Tanto en los puertos mediterráneos como en los hanseáticos y atlánticos, se registraba una paralización del comercio y las redes de comunicación interiores que tuvieron que abrirse no fueron suficientes para mantener las corrientes de intercambio existentes hasta entonces. Además, los países aliados y vasallos tenían la impresión de que los intereses franceses prevalecían sobre todos los demás, pues se impusieron unas tarifas aduaneras preferenciales para los productos industriales franceses. Las quejas contra el sistema continental se hacían más intensas en los países del oriente europeo. La dominación napoleónica no solamente imponía un régimen económico desventajoso para todos estos territorios, sino que ejercía una dictadura militar que anulaba las diversas nacionalidades existentes en ellos. Tarde o temprano, estos sentimientos iban a convertirse en revuelta contra aquella dominación. Sólo hacía falta una coyuntura favorable y esa coyuntura iba a facilitarla la campaña de Rusia. Desde la paz de Tilsit en 1807 se había venido aceptando la existencia de dos imperios en Europa: el de Napoleón en Occidente y el del zar Alejandro I en Oriente. Dicho equilibrio aparecía sellado por la amistad entre los dos mandatarios, aunque ni la ambición sin limites del emperador francés ni la disposición del zar ruso, reacia a dejar de participar en la política europea, hacían extremadamente sólido su acuerdo. El segundo matrimonio de Napoleón con María Luisa de Austria dio lugar al estrechamiento de la amistad franco-austriaca y con ella a la aparición de un nuevo reparto de influencias en Europa. Los motivos de fricción con Rusia no escaseaban y entre ellos podían contarse el asunto del gran ducado alemán de Oldenbourg, que pertenecía al cuñado de Alejandro y que había sido ocupado por Francia; la cuestión de Prusia, donde Napoleón se negaba a abandonar la línea del Oder; y el propio bloqueo continental cuya estricta aplicación estaba arruinando a Rusia que mostraba una actitud flexible ante el creciente contrabando y se negaba a aceptar la imposición de las mercancías francesas. Pero la chispa que hizo saltar el conflicto se produjo en el gran ducado de Varsovia, al que Alejandro consideraba como una amenaza. El 8 de abril de 1812, Alejandro conminó a Napoleón a que retirase todas sus tropas a la orilla izquierda del Elba, pero éste, lejos de hacerle caso, preparó un formidable ejército de alrededor de 700.000 hombres, de los cuales sólo un tercio eran franceses y cuyas vanguardias atravesaron el río Niemen a finales del mes de junio. Daba inicio así la última y la más terrible de las grandes campañas de Napoleón. Durante los años de 1811 y 1812, la tensión creciente entre los dos aliados de Tilsit había favorecido el reforzamiento de sus respectivas alianzas. Napoleón había obligado a Prusia a asegurarle el paso por su territorio y además había obtenido de ella aprovisionamientos a cuenta de la indemnización de guerra que aún no había sido satisfecha, y un contingente de 20.000 hombres. Austria se había comprometido a ofrecer a Napoleón un ejército de 30.000 soldados a cambio de la restitución de las Provincias Ilíricas. Por su parte, el zar había obtenido el apoyo de Suecia mediante un acuerdo con Bernadotte por el que a cambio debía ayudar a éste a conquistar Noruega a los daneses. Sus diferencias con los turcos quedaron también resueltas por el tratado de Bucarest (mayo 1812), con lo quedaba con sus espaldas libres de preocupaciones. La campaña de Rusia, a pesar del impresionante ejército que reunió en aquella ocasión, fue desastrosa para Napoleón. El problema no estaba en el ejército rival, que se hallaba formado por unos contingentes que no llegaban a la mitad de las tropas francesas, sino en las enormes distancias que éstas se vieron obligadas a recorrer en unas condiciones verdaderamente precarias a causa de la táctica de "tierra quemada" que practicaron los rusos. No era fácil asegurar el abastecimiento de aquellas masas humanas que se pusieron en marcha para atravesar un territorio devastado voluntariamente por sus habitantes para dificultar el avance del enemigo. El duro invierno de aquellas latitudes fue otro factor que jugó en contra del ejército napoleónico, y el historiador ruso Tarlé ha puesto de manifiesto también en el mismo sentido la importancia de la acción de la guerrilla surgida de entre los campesinos rusos. Sin duda, las condiciones en las que se vio obligado a desenvolverse aquel ejército eran muy distintas de aquellas otras de las tierras italianas en las que Napoleón había demostrado su pericia y su eficacia. Por otra parte, el ejército napoleónico no había evolucionado mucho desde la época revolucionaria. Como señala Georges Lefèbvre, "era una improvisación continua, cuyo poder reside en la exaltación del valor individual y en el genio de su jefe. En la organización de las diferentes armas, las innovaciones fueron de una importancia mediocre". Su principio de que "la guerra debe abastecer a la guerra", que había funcionado en campañas anteriores a causa de la brevedad de su duración y de la posibilidad de vivir sobre el terreno, no iba a servir en un país en el que todos los recursos habían sido destruidos. Napoleón organizó la campaña de Rusia dividiendo a su ejército en tres columnas: la primera debía marchar sobre Riga, en el norte; la segunda debía dirigirse hacia el sur para invadir Ucrania; la tercera, y la más importante, se encaminaría hacia Moscú bajo el mando directo del propio emperador. A pesar de su rápido avance, Napoleón no acertó a librar una batalla decisiva con su enemigo que no cesaba de retroceder. El 26 de junio llegó a Vilna, el 24 de julio a Vitebsk y a Smolenko el 16 de agosto. El comandante de las fuerzas rusas, Kutusov, decidió librar batalla ante Moscú y se estableció en Borodino con 120.000 hombres. Desde el día 5 al 7 de septiembre tuvo lugar un sangriento combate que dio un resultado indeciso. Napoleón no se atrevió a utilizar su Guardia Imperial para mantenerla en la reserva y eso permitió que los rusos pudiesen batirse en retirada ordenadamente. El 14 de septiembre los franceses entraron en Moscú que fue prácticamente destruida por un voraz incendio. ¿Fueron los soldados franceses o fueron los propios vencidos, los culpables de aquella catástrofe? Para algunos historiadores, el incendio fue causado por la falta de precaución de algunos soldados de Napoleón al encender fuego para calentarse en las casas de madera. Otros acusan al gobernador de Moscú, Rostopchin, quien, aunque siempre lo negó, se había llevado en su retirada las bombas contra incendios. Napoleón esperó vanamente durante unas semanas a que el zar le hiciese una oferta de paz, pero el 19 de octubre, temiendo que se le echara encima el invierno, ordenó la retirada. La vuelta fue terrible. El hambre, la fatiga, la falta de provisiones, el continuo hostigamiento de los cosacos y, sobre todo, el frío que hizo su aparición con unas temperaturas que alcanzaban los -20° , diezmaron a aquel ejército que daba una imagen bien distinta de la que había ofrecido al comienzo de la campaña. Después de innumerables penalidades, los supervivientes llegaban a Vilna el 9 de diciembre. De los 700.000 hombres que habían partido seis meses antes, sólo quedaban 100.000. De resto, unos habían muerto en los campos de batalla, pero la mayoría había perdido la vida en el camino y otros habían sido hecho prisioneros.Napoleón se había adelantado a su ejército para volver a París el 18 de diciembre, al enterarse de que el general republicano Malet había urdido una conspiración para hacerse con el poder el 23 de octubre, haciendo correr el rumor de la muerte del emperador. Aunque el golpe había fracasado y Malet había sido ejecutado, Napoleón quiso averiar personalmente cuál era la situación en la capital de Francia y hasta qué punto había peligrado el trono. Al volver a París, cedió el mando de las tropas al general Murat, pero la Grande Arrnée había dejado prácticamente de existir, con lo que faltaba el principal sostén del Gran Imperio. Con el desastre de Rusia surgieron por todas partes nuevos intentos de librarse del yugo napoleónico. A la resistencia nacionalista se unían el fracaso del bloqueo y las agitaciones en el interior de Francia de aquella oposición contraria al Imperio que ahora recobraba nuevo aliento. En 1813, el todopoderoso Napoleón se hallaba ya en una franca fase de declive. Paradójicamente, donde con más fuerza surgió ese movimiento nacionalista fue en Prusia, la única potencia europea que no había pactado hasta entonces con Bonaparte. El levantamiento de Prusia arrastró a toda Alemania, donde sus escritores habían llamado a los patriotas a la "guerra de liberación". Fichte, con sus Discursos a la nación alemana; Arndt, con su Catecismo a los soldados alemanes, y numerosos poetas, con sus panfletos y escritos, contribuyeron a despertar el sentimiento nacional. Presionado por esta opinión, Federico Guillermo firmó la paz con el zar Alejandro el 28 de febrero de 1813 (tratado de Kalich), y declaró disuelta la Confederación del Rin, conminando a los príncipes a abandonar a Napoléón. El barón de Stein, que se hizo cargo del gobierno prusiano después de la paz de Tilsit, había emprendido una importante labor de modernización administrativa, social y política que fue continuada por su sucesor Hardemberg. En el aspecto militar, también se había llevado a cabo en los últimos años una profunda reorganización, con el asesoramiento de uno de los más grandes teóricos de la guerra, Clausewitz, hasta convertir al ejército prusiano en una moderna máquina de guerra que nada tenía que envidiarle al ejército de Napoleón. De esta forma, en 1813 Prusia estaba perfectamente preparada para hacer frente a un Bonaparte en declive. Austria se mantenía expectante porque trataba de conseguir algunas ventajas de la situación de Francia, pero al darse cuenta de que Napoleón no accedería a sus deseos mediante la negociación, declaró rota la alianza con Francia el 14 de abril de 1813. Suecia, con el príncipe Bernadotte a la cabeza, entró también en escena, y Gran Bretaña y España no hicieron más que continuar la lucha que mantenían desde hacía varios años. Así es que todas las grandes potencias europeas acudían por primera vez unidas y simultáneamente a acabar de forma definitiva con el Imperio napoleónico. A pesar de las dificultades por las que había atravesado en la campaña de Rusia, Napoleón había sacado fuerzas para organizar un nuevo ejército, una buena parte de cuyos integrantes habían sido reunidos de entre las tropas que ocupaban España. Según Godechot, en la primavera de 1813, el ejército francés tenía de nuevo en pie de guerra alrededor de 1.000.000 de soldados, lo que le daba una aplastante superioridad sobre rusos y prusianos, cuyas tropas no superaban conjuntamente mucho más de los 100.000 hombres. Pero la moral de los franceses ya no era la misma y el propio Napoleón mostraba ya claros síntomas de cansancio y de agotamiento y no tenía esa claridad de visión de estratega de la que había hecho gala en los primeros años del Imperio.La campaña comenzó a finales de abril, cuando las tropas francesas entraron en Sajonia. En Lutzen fueron atacadas por los prusianos, pero pudieron seguir adelante hasta llegar a Bautzen el 21 de mayo, donde batieron a los rusos. Sin embargo, los ejércitos ruso y prusiano pudieron retirarse a tiempo y comenzaron a maniobrar en la frontera austriaca con el objeto de arrastrar al canciller austriaco Metternich a su campo. Éste se limitó a mediar y, a sugerencia del mismo Napoleón, presentó un plan de armisticio a los contendientes que fue aceptado el 4 de junio (Pleiswitz). Estaba claro que unos y otros necesitaban ganar tiempo para reorganizarse y recuperar fuerzas. Napoleón rechazó las condiciones de los aliados que le pidieron la supresión del ducado de Varsovia y de la Confederación del Rin, la autonomía de las ciudades hanseáticas, la restitución de las Provincias Ilíricas y la independencia de Holanda. En agosto se reanudó la guerra y el 26-27 de ese mes obtuvo Napoleón la última de sus grandes victorias en Dresde. No obstante, tuvo que replegarse hasta Leipzig para evitar quedar encerrado y allí se libró la "batalla de las naciones" entre el 16 y el 18 de octubre. Fue un encuentro encarnizado en el que los franceses perdieron a 60.000 hombres. En la retirada, una epidemia de tifus hizo aún más dramático el repliegue hacia el otro lado del Rin. Alemania recuperaba sus fronteras de 1804 y Francia se veía amenazada por una invasión de los aliados. El último asalto de esta guerra contra Napoleón se iba a desarrollar en suelo francés. Lo único que hacía falta es que los aliados se pusieran de acuerdo en los objetivos. Alejandro de Rusia quería entrar en París para desquitarse del incendio de Moscú y dictar desde allí sus condiciones de paz. Prusia quería también una victoria total, pero desconfiaba de una hegemonía rusa. Gran Bretaña quería separar la acción de Napoleón con la de Francia, a la que no quería aniquilar para poder mantener el equilibrio en Europa. Era partidaria de la independencia de Bélgica y por consiguiente no aceptaba el mantenimiento de las fronteras del Rin. Austria quería también el mantenimiento del equilibrio, pero no le importaba que Napoleón siguiese al frente de una Francia inofensiva y que se mantuviesen las fronteras del Rin. Por eso Metternich intentó hacer un ofrecimiento de paz a Napoleón sobre la base de un retroceso a las "fronteras naturales" de Francia que no fue aceptada.Los aliados iniciaron la ofensiva el 21 de diciembre de 1813 cogiendo por sorpresa a Napoleón, que no esperaba el ataque hasta la primavera. El avance se efectuó por las cuencas de los afluentes del Sena en un movimiento convergente que tenía como meta la capital francesa: Bülow, con los anglo-prusianos, descendió por el valle del río Oise; el viejo general Blücher, con los prusianos, lo hizo por el valle del Marne; Schwarzenberg, al mando de las tropas austriacas y rusas, por el del río Marne. Pero Napoleón, en un esfuerzo de recuperación que sorprendió a sus enemigos, consiguió hacerles frente por separado y detener su avance. Los aliados, ante este imprevisto, quisieron negociar y a este propósito se convocó una reunión en Chatillon-sur-Seine el 7 de febrero de 1814, a la que Napoleón envió como su representante a Caulaincourt. Pero las conversaciones se interrumpieron ante las exigencias de los franceses que entrevieron la posibilidad de batir por separado a los austriacos y a los prusianos. El 9 de marzo, Gran Bretaña, a través de su ministro Castlereagh, exhortó a los aliados a reforzar la coalición mediante la firma del tratado de Chaumont, por el cual las cuatro principales potencias: Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia, se comprometían a permanecer unidas durante veinte años y a impedir que Napoleón se mantuviera en el poder. No obstante, Napoleón no cedía, pero sus maniobras no consiguieron detener la marcha de los aliados que se presentaron ante París el día 30 de marzo, obligando a capitular a la capital de Francia que carecía de defensa. Todavía intentó Napoleón lanzar a lo que quedaba de su ejército para recuperar París, pero sus mariscales más ilustres, entre los que estaban Ney, Lefèbvre, Moncey Oudinot, se negaron a seguirle y le pidieron que abdicase. Bertier de Sauvigny cree que la Francia de 1814 había seguido a Napoleón más por miedo o por inercia que por entusiasmo o confianza. El pueblo, cansado de una guerra constante, deseaba la paz, no importaba a qué precio. El día 6 de abril, en Fontainebleau, el emperador firmaba su renuncia cuando en París el Senado había ya instituido ante los aliados un gobierno provisional presidido por Talleyrand hasta que llegase el rey Luis XVIII con el que había de restaurarse la Monarquía de los Borbones en Francia. Unos días más tarde, el 10 de abril, Wellington culminaba su avance desde la Península derrotando al general Soult en Toulouse, sin que ninguno de los contendientes supiese aún que Napoleón había ya capitulado.Los vencedores habían acordado enviar a Napoleón a la isla de Elba, frente a la costa meridional de Italia, donde recibiría una dotación anual por parte del gobierno francés. A María Luisa y a su hijo se les concedía el ducado de Parma así como unas rentas a la familia Bonaparte.El Tratado de París, firmado el 30 de mayo de 1814, obligaba a Francia a volver a sus fronteras de 1792, aunque se le respetaban algunos pequeños territorios como Mulhouse, Montbéliard, Chambéry, Annecy, Avignon y el condado Venasino, así como las colonias de Martinica, Guadalupe, Guayana, la isla de la Reunión y las factorías del Senegal y de la India.De esta forma, y aunque Napoleón tuviera que volver todavía a materializar un nuevo intento de recuperar el poder en aquel episodio conocido como los "Cien Días", terminaba todo un ciclo en la historia de Europa que había situado a todo el continente bajo la égida de uno de los personajes más sobresalientes de todo el siglo XIX y del que se han escrito incontables obras y estudios de carácter muy diverso, hasta convertirlo en un auténtico mito. Pero no sólo en el terreno historiográfico, la figura de Napoleón ha suscitado una gran atención, también los grandes músicos -Beethoven, Schumann, Schönberg, Prokofiev-, el cine, la literatura, y hasta la sociedad de consumo, se han sentido atraídos por la personalidad y por la obra de aquel petit caporal corso que llegó a emperador.Con motivo del bicentenario de la Revolución francesa se planteó entre algunos historiadores la polémica de si el hecho revolucionario en sí y, consiguientemente la obra napoleónica, eran, o no, un fenómeno inevitable para dar paso a una Europa profundamente cambiada y en expansión como fue aquella que nació en los albores del siglo XIX. Y aunque hay que reconocer que las corrientes de cambio profundo que movieron el mundo hacia adelante en aquellos tiempos habían comenzado antes de 1789, con la Revolución americana, con la impetuosa revolución industrial y con las revoluciones científica y cultural y con las transformaciones económicas que se estaban operando en todas partes, resulta difícil pensar que sin los acontecimientos que se produjeron en Francia a partir de 1789 y sin la participación de los genios individuales que le dieron impulso, la historia hubiera transcurrido por donde transcurrió. Quizá la clave de este cuarto de siglo con el que se abre la Historia Contemporánea sea -como ha afirmado David Thompson- en que fue demasiada la historia que se desarrolló en tan poco tiempo. El viejo orden hubiese desaparecido de cualquier forma, pero podría haber desaparecido más lenta y pacíficamente. Y de cualquier forma, "aquellos tiempos -como afirma el historiador inglés- fueron superabundantes de energías, extraordinariamente ricos en incidentes épicos y ejercieron un extraño atractivo y fascinación para las generaciones posteriores".
obra
Otro tema de la historia de Moisés, pintado para Paul Fréart de Chantelou, entre 1637 y marzo de 1639, y remitido a París al mes siguiente. Se trata de la primera obra dirigida a este mecenas francés, que se convertirá en uno de sus más fieles clientes. Es una de las obras de más éxito de Poussin, y ha gozado de larga fama entre los pintores franceses, en especial Delacroix y Degas, quienes realizaron sendas copias. El asunto procede del Éxodo: acosados por el hambre en su travesía por el desierto, los israelitas murmuran contra Moisés. Yahvé entonces comunica al profeta que hará llover pan cada día desde el cielo. Por la mañana, al evaporarse el rocío, quedó en el suelo una cosa menuda, parecida a la escarcha, como granos. Los israelitas, asombrados, se preguntaban: "¿Qué es esto?", es decir, lo que en hebreo significa "maná". Estos granos fueron su sustento. La obra mereció el estudio del propio Le Brun, quien destacó la mezcla de mujeres, hombres y niños en edad y temperamento diferentes; el estudio definido y separado de cada grupo, uno de los cuales, la mujer a la izquierda, es la alegoría de la caridad; en segundo plano, la figura de Moisés, intercesor ante Dios, tomado, significativamente de la estatua de la Séneca, el estoico, en la Villa Borghese de Roma. En fin, Le Brun admirará este lienzo por la resolución de dos problemas que atenazaban a los pintores barrocos: la verdad y la fidelidad histórica y la unidad de lugar, acción y tiempo, que serán las normas máximas de la Academia y el clasicismo francés.
contexto
En la frontera occidental del reino, la resistencia musulmana se extinguió una vez tomadas Ronda y su Serranía en 1485. La intervención de los Reyes Católicos favoreció la discordia en el interior del reino y favoreció decisivamente los planes castellanos. Granada, dividida en bandos, apoyaba en parte a Boabdil y en parte a Muhammad b. Sa'd. Finalmente, Boabdil reconoció a su tío, tras sangrientas batallas entre partidarios de una y otra facción en el interior de la ciudad. Los Reyes Católicos acordaron adueñarse de las fortalezas de Granada y de Loja; en este último lugar, todo el esfuerzo granadino por defender la plaza fue inútil: los castellanos entraron el 29 de mayo de 1486. A continuación cayeron los castillos de Moclín, Colomera y Montefrío y en poco tiempo los castellanos dominaban la Vega. Los musulmanes fueron conscientes, entonces, de la absoluta vulnerabilidad de Granada. Los Reyes Católicos exigieron un nuevo juramento de vasallaje a Boabdil y, a cambio, le dejaron el gobierno de la zona que iba de Guadix y Baza a Vélez-Rubio, Vélez-Blanco y Mojácar. Con ello simulaban crear un emirato autónomo que en realidad estaba bajo su control, y por otra parte contribuían, una vez más, al proceso de desunión entre los granadinos. La guerra tuvo un respiro en el año 1488, mientras los nazaríes pedían ayuda a los musulmanes de Fez y Tremecén quienes, a su vez, habían entablado conversaciones con los Reyes Católicos. Éstos prometieron mantener la paz con la corte de Fez a cambio de su abstención en el conflicto granadino. Mientras en Granada Boabdil ganaba impopularidad, los Reyes Católicos hacían ver que no respetarían los compromisos adquiridos. Conocida es la crónica que describe las actividades llevadas a cabo en la toma de Granada por los castellanos: Isabel edificó en 1491 el campamento de Santa Fe en el valle del Genil. Los granadinos, impotentes, apenas intentaron algunas salidas en los seis meses siguientes a dicha edificación. La situación de Granada se hizo precaria, abatida por el frío y la escasez de víveres. Boabdil entabló en secreto negociaciones con los Reyes Católicos para rendir la ciudad. No está clara su actitud, si actuó impulsado por un cierto sentido realista ante la imposibilidad de mantener viva la Granada de los nazaríes, o por abandono y falta de fuerzas. En cualquier caso, la noche del 25 de noviembre de ese año Abu I-Qasim al-Mulih, uno de los colaboradores del monarca granadino en las negociaciones con los castellanos, firmó en Santa Fe los documentos que contenían las cláusulas de la capitulación de Granada. Los musulmanes prometieron entregar la ciudad a finales de marzo de 1492, pero los castellanos exigieron rendición inmediata desde diciembre de 1491. Guiado por Ibn Kumasha y al-Mulih, el comendador de León, don Gutierre de Cárdenas y otros oficiales entraron en Granada sin ser vistos la madrugada del 1 al 2 de enero; por la mañana, Muhammad XII, Boabdil, hacía el acto simbólico de entrega de las llaves de la fortaleza a don Gutierre, en la Torre de Comares. El conde de Tendilla y sus tropas entraron en la Alhambra y el pendón de Castilla se izó en una de las torres, la que aún hoy se denomina Torre de la Vela. Boabdil abandonó la ciudad sin que sus súbditos lo supiesen. Rindió homenaje a los Reyes Católicos a las puertas de la ciudad, antes de salir en dirección a las Alpujarras, cuyo dominio se le concedió. A sus familiares y visires se les atribuyeron tierras y bienes en metálico. Boabdil se instaló con su familia en Andarax, hoy Laujar. En 1493 murió su mujer, Moraima, y el sultán decidió abandonar la Península. Los allegados a Boabdil vendieron sus bienes y, en octubre de ese año el monarca granadino se embarcó en Adra, junto con sus familiares, con destino a Melilla y Fez. La guerra de Granada había terminado.
obra
D. Joaquín Riquelme encargó a Salzillo este grupo para la cofradía de Jesús Nazareno. Consta de dos sayones que tiran de Cristo y le golpean, el Cireneo, un soldado que vigila la comitiva, y Cristo caído. Para esta figura debió inspirarle el Nazareno de N. Fumo, que había regalado a la iglesia de San Nicolás, de Madrid, y grabado posteriormente. Los sayones no son feos ni grotescos, sólo están alterados por las terribles expresiones de sus rostros. Cristo, de vestir y con cabello natural, consigue un realismo espeluznante y convoca a la compasión del fiel.
Personaje
Fue una afamada actriz de teatro, llamada popularmente La Calderona y Marizápalos, que se convirtió en la amante del rey de España Felipe IV. El monarca la conoció en el 1627, en su debut teatral en un corral de comedias de Madrid, el Corral de la Cruz. Su relación con el rey, la obligó a abandonar los escenarios en pleno éxito y, fruto de aquella relación con el rey Felipe IV, en 1629 dio a luz a un hijo, Juan José de Austria. En contra de los deseos de Maria Inés, a los pocos días de su nacimiento, el niño fue apartado de su lado y entregado a una familia de confianza para su educación como príncipe. Además de la relación con el rey, la actriz era amante de Ramiro Pérez de Guzmán, duque de Medina de las Torres, viudo de la hija del Conde-Duque de Olivares, lo que hizo que pronto se propagasen rumores que adjudicaban al duque la paternidad del bastardo. Mayores rumores despertaron las relaciones entre el rey y la actriz, las cuales llegaron a provocar algunos incidentes. María Inés Calderón siguió viviendo en Madrid, hasta que, en marzo de 1642, se le ordenó ingresar en el monasterio benedictino de San Juan Bautista en Valfermoso de las Monjas, Guadalajara, y allí se mantuvo hasta su muerte en 1646.