Entre la primera generación de discípulos de Montañés destaca, con luz propia, Juan de Mesa (1583-1627). Una muerte temprana truncó la trayectoria de este escultor, quien, tras formarse con Montañés y colaborar en su taller (1606-1615), definió su propia personalidad sin olvidar las enseñanzas del maestro. Su arte, elegante y realista, supedita sin embargo la belleza a la intensidad expresiva, empleando un lenguaje patético ajeno a la mesura montañesina.Su dedicación casi exclusiva a la escultura procesional condicionó quizás sus cualidades e intereses, porque este tipo de imágenes exigía la utilización de recursos expresivos para conseguir un mayor impacto emocional en los fieles, despertando así el fervor popular. A él se debe la serie de Crucificados más importante de la época. Los suele representar con tres clavos, y de un tamaño mayor que el natural, ya que tiene en cuenta la distancia a la que van a ser contemplados. Sus cuerpos, de anatomía magistralmente descrita, aparecen agitados por un sentimiento interior que se corresponde con la angustiada expresión de los rostros.El primer ejemplo es el Crucifijo del Amor (1618, parroquia del Divino Pastor, Sevilla), que recuerda todavía el estilo de Montañés, aunque aparece muerto. Un año después contrata el Crucifijo de la Conversión del Buen Ladrón (iglesia de Montserrat, Sevilla), en el que ya inicia su andadura independiente dando movimiento a la imagen, que parece dialogar con Dimas. Para la Hermandad de Sacerdotes realizó a partir de 1620 uno de sus trabajos de mayor éxito: el Cristo de la Buena Muerte, hoy en la capilla de la Universidad hispalense, al que representa ya muerto, desplomado sobre el madero. El deseo barroco de comunicación impera en el rostro vivo del Cristo de la Misericordia (1622-1623, iglesia de Santa Isabel, Sevilla), pero sin duda la obra cumbre de su producción es el Cristo de la Agonía de la iglesia de San Pedro de Vergara (Guipúzcoa). Le fue encargado en 1622 por Juan Pérez de Irazábal, contador del Rey, quien lo legó al templo antes citado. La tensión anatómica y el patetismo del rostro acentúan la angustia de su mirada que se eleva anhelante a los cielos, en gesto semejante al del Laocoonte, como han señalado algunos especialistas.Además de los Crucificados, destaca en su producción el impresionante Jesús del Gran Poder (1620, iglesia de Jesús, Sevilla) que deriva del Jesús de la Pasión de Montañés. Este Nazareno de vestir es el más popular paso sevillano, quizás porque cumple a la perfección su misión de conmover a los fieles, lo que consigue con un patetismo y una garra emocional únicos.
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obra
El segundo viaje que Velázquez realizó a Italia entre 1649 y 1651 tenía como objetivo fundamental adquirir obras de arte para Felipe IV. Pero también serviría para demostrar a la curia pontificia y a los romanos en general su maestría. Así surgen excepcionales retratos como los de Inocencio X o éste de Juan de Pareja que aquí contemplamos. La obra fue exhibida en el pórtico del Panteón de Agripa en Roma, por la fiesta de San José, con motivo de la exposición de la "Congregacione dei Virtuosi", una de las cofradías de pintores más importantes del momento. Antonio Palomino escribe años más tarde que todo lo demás parecía pintura pero éste sólo era verdad. Dicha congregación decidió admitir en sus filas a tan virtuoso pintor español. El modelo del retrato es un esclavo de Velázquez llamado Juan de Pareja. Era de origen árabe - como bien se aprecia en sus rasgos - ingresando en el taller del pintor hacia 1630, siendo liberado de su condición de esclavo por el maestro en 1654 y trabajando después como pintor independiente, exhibiéndose algunos de sus cuadros en el Museo del Prado. Sin duda, lo que más destaca de este retrato es la fuerza de la mirada, con un sorprendente gesto de altanería a pesar de su esclavitud. La fuerza de sus ojos y la postura del brazo refuerzan la sensación de realidad, captando perfectamente su psicología. De esta manera, Velázquez demuestra su capacidad como retratista en una de las cortes artísticas por excelencia. La relación ente las tonalidades del fondo, del traje y del rostro también es destacable, al emplear un color aceitunado que le hace aun más real. La pincelada es muy suelta, a base de manchas de color y de luz que anuncian el Impresionismo con 250 años de antelación. Los detalles del traje están ligeramente sugeridos pero el espectador tiene la impresión de estar contemplando al personaje. La luz incide desde la izquierda - distribución muy habitual en el Barroco - creando un destacable juego de luces y sombras, especialmente en el rostro.
obra
Don Juan de Villanueva es el mejor arquitecto español del Neoclasicismo; nacido en Madrid en 1739 se educó en un ambiente interesado por la antigüedad clásica, realizando un viaje a Italia que duró seis años. En 1768 se le encargó la restauración de las obras de El Escorial, completando su formación arquitectónica. Cuatro años más tarde recibe el encargo de proyectar dos casas de recreo siguiendo el estilo italiano al que también era aficionado Carlos III: las Casitas del Príncipe y de Arriba. En 1784 realiza el proyecto del Casino de El Pardo donde pone ya de manifiesto ideas que se aprecian en su obra maestra, el Museo del Prado, concebido como Museo de Historia Natural; el Oratorio del Caballero de Gracia y el Observatorio Astronómico - ambas en Madrid - forman la trilogía de sus principales proyectos. En Aranjuez diseñó los jardines del Palacio, obteniendo un oriental y exótico ambiente. Villanueva falleció en Madrid en 1811. Cuando le retrató Goya contaba con más de 60 años y estaba en la plenitud de su genio creador. Viste el uniforme de Académico de la Real de San Fernando con casaca azul oscura y chaleco rojo, bordadas ambas prendas en hilos de plata en mangas y cuellos. La figura del arquitecto se sitúa tras una mesa en la que encontramos un buen número de planos correspondientes a sus proyectos junto a un compás. El fondo oscuro atrae a don Juan hacia el espectador, creando un atractivo efecto volumétrico. Pero lo más destacable es el gesto de Villanueva, sus ojos despiertos y alegres, su boca entreabierta esbozando una ligera sonrisa, su frente despejada y su peluca empolvada. Las arrugas del elegante rostro están resaltadas por el fogonazo de luz que impacta en él. Los detalles del traje están realizados con una pincelada rápida y empastada, destacando el perfecto dibujo de la mano que apreciamos y de la cabeza, los dos elementos principales de este genial retrato.
contexto
La historiografía del arte en el siglo XIX instituyó la calificación de neoclásica para una arquitectura que sus artífices no adjetivaban así, a pesar de la vigencia del término hasta ahora mismo. Desde mediados del siglo XVIII, una voluntad de "restauración de la arquitectura greco-romana", en las palabras de los protagonistas de los hechos y de sus primeros mentores, queda instituida como materialización del ideal artístico de la Ilustración, asociado a la reacción contra el gusto barroco y rococó, a la normalización universalista del codificado lenguaje arquitectónico de la Antigüedad clásica y a la nueva comprensión de las leyes de la Naturaleza, con la razón y la experiencia como guías, en su relación con la imitación o la invención que dirige la obra, según ésta se interprete como una sustracción o como una adición de principios de transformación al orden existente; asociado también a la relectura crítica de los tratados antiguos de la disciplina arquitectónica, muy singularmente a la exégesis de Vitruvio, y a los descubrimientos que la arqueología aportaba como ampliación de un canónico repertorio referencial de tipos y modelos, como nuevo instrumento de cotejo entre la teoría y la práctica. Aquella voluntad de restauración no era nueva; el primer humanismo renacentista, que estudió y usó como referente artístico la Antigüedad greco-romana, había quedado diluido en las particularizaciones autóctonas de cada escuela por las distorsiones y los excesos decorativos del Barroco, por su disociación entre interior y exterior de la arquitectura y por sus heterodoxias frente a la normativa; en consecuencia, el Siglo de las Luces promueve una vuelta al ideal clásico, sinónimo de racionalidad codificada, que podía sentirse no como perdido, sino como continuado, participando de una tradición también moderna, aunque desvirtuada; o como perdido y reinstaurado, si remonta a los orígenes su preferencia por los modelos a seguir.
contexto
Tras la mención de estos antecedentes familiares se entiende que Juan de Villanueva fuera el único de la segunda generación de neoclásicos españoles sin dependencias discipulares vinculables al taller de un arquitecto de la anterior. Esa vinculación sólo hubiera sido posible con su hermanastro y en todo caso desde una influencia teórica de éste. Sin embargo, todo parece indicar que Diego, veintiséis años mayor que Juan, preparó la aptitud, condujo el talento, aconsejó el pensionado en Roma y diseñó la carrera académica del menor de los Villanueva. Efectivamente, su época de estudiante está jalonada por los primeros premios -en 1754, 1756 y 1757- de las tres clases que había que cumplir; tras el último es nombrado delineador de la obra del Palacio Nuevo a las órdenes de don Diego. Sin embargo, este hecho no aquieta su posición; al año siguiente gana una plaza, en la primera convocatoria de la Academia con método y programa, para continuar estudios en Roma, ciudad en la que se encuentra desde enero de 1759 a octubre de 1764, casi seis años de pensionado tras los cuales, urgido por la enfermedad de su padre, regresa a Madrid pasando por Nápoles y visitando Pompeya, Herculano y Paestum, consciente del significado de aquellas ruinas para el conocimiento de la arquitectura de los antiguos. Es usual, al estudiar a Villanueva, otorgar a su pensionado romano una importancia notable en la búsqueda de antecedentes que expliquen lo que será su obra posterior. La estancia de Villanueva en Roma es un cajón de sastre en el que caben todas las especulaciones posibles; fueron seis años de los que tenemos escasas noticias documentales y una corta colección de trabajos académicos con los que no podemos llenar satisfactoriamente sus horas de estudio. La Roma de Piranesi, que a Villanueva le fue dado conocer, contaba con otras presencias accesibles, estudiantes de la misma edad que nuestro futuro arquitecto, que tenían en común su interés por la ciudad de las ruinas y la lengua toscana como medio de expresión; todos pasearon los mismos paisajes, durante los mismos años y con la misma ambición. Por ejemplo, el inglés George Dance (1741-1825), en Italia entre 1758-65, fue medalla de oro de la Academia de Parma en 1763, un año antes de que Villanueva ensayara ese mismo concurso sin un resultado tan halagüeño. El francés Jean-François Chalgrin (1739-1811), en Italia entre 1759-63, discípulo de Boullée y coetáneo riguroso de Villanueva en las dos fechas que enmarcan sus vidas, proyectó en 1764 la iglesia basilical de Saint-Philippe-du-Roule, construida en París entre 1772-84, tan vinculable a los tipos basilicales que Villanueva proyecta en Madrid más tardíamente. Después de Roma, el período de estudio de Villanueva todavía se mantiene en el viaje que realiza, entre 1766 y 1767, junto a Juan Pedro Arnal (1735-1805), que llegaría a ser "uno de los arquitectos más eruditos de su tiempo" según el erudito Ceán, y a las órdenes ambos de José de Hermosilla (muerto en 1776), para dibujar las obras de antiguos y modernos en Córdoba y Granada, con una intención menos arqueológica que inductora del interés por una arquitectura histórica desde su recreación proyectual. Con tal bagaje Villanueva es nombrado, en 1767, académico de mérito de San Fernando. En 1768 es nombrado arquitecto del Monasterio de El Escorial, empleo que acepta, según sus propias palabras, "... por la proporción que le trae de perfeccionarse en su profesión estudiando en aquel insigne edificio y en su copiosa biblioteca". Con ello Villanueva no hace sino mantener viva la atención sobre su prolongada voluntad formativa eligiendo, después de Roma y estando ya graduado, el mejor lugar de nuestro suelo en el que otra arquitectura histórica ejemplar le permita un nuevo avance en su educación y aprendizaje del Arte, marcando así todo el desarrollo posterior de su obra. El período de formación del arquitecto abarca, por tanto y redondeando fechas, los años de 1750 a 1770. Otro período posterior le sirve para desarrollar lo mejor de su obra entre 1770 y 1795. En cada uno de estos intervalos Villanueva cumple con todas las expectativas que sus antecedentes familiares, su independencia discipular, sus estudios y su talento artístico hacían esperar. Quedan alejados de esa última fecha los proyectos para Madrid del Cementerio General del Norte (1804), de un Lazareto de curación (1805), no construido, y de reedificación del Teatro del Príncipe (1805) y otro para la reedificación también de la iglesia de El Pardo (1806); pero incluso sin tales obras, todas hoy inexistentes, la celebridad y trascendencia de su arquitectura permanecerían intactas.
contexto
Nacido en Carrara en 1708 se formó en su ciudad natal con los escultores locales Franzoni y Baratta y pasó después a Génova para completar su formación con Schiaffino, de quien aprende un lenguaje formal propio del barroco romano tardío de inspiración berninesca. Gran técnico de la escultura en mármol y conocedor de todos los secretos sobre este material por su nacimiento en el lugar donde radican las famosas canteras de Carrara, la Inmaculada de la capilla del Seminario Arzobispal de Turín muestra el dominio de la técnica y la elegancia refinada y aristocrática que le caracterizan ya antes de su venida a España. Su participación en la escultura decorativa del palacio de Turín lo debió de hacer famoso y en 1740 fue contratado por el marqués de Villarias, para ocuparse de la dirección del proyecto escultórico del Palacio Real Nuevo de Madrid, que estaba por entonces en construcción. Vino acompañado de gran pompa contratado con un buen sueldo, derecho a calesa y la compañía de tres oficiales italianos, cuyo número se ampliaría más adelante, que le ayudasen en los trabajos. Como Escultor Principal se ocupará de dirigir el obrador real e inmediatamente, vista la necesidad de la formación adecuada de los artistas españoles, creará una Academia privada a su costa que se convertirá, al ser acogida por el rey en Junta Preparatoria de la futura Real Academia de Bellas Artes. Esta actividad desbordante y diversificada, que iba a tener gran trascendencia para el posterior desarrollo de las artes en nuestro país, ha sido analizada ya. Queda ahora por tratar la obra que Olivieri ha dejado como artista práctico, centrada en primer lugar en el Palacio Real Nuevo. Nada más llegar a Madrid, Olivieri se va a ocupar de plasmar el proyecto decorativo ideado por Sachetti consistente en cuatro medallas de las Cuatro Partes del Mundo, hoy desaparecidas, con sus correspondientes trofeos y una serie de cabezas de máscara, algunas representativas de divinidades mitológicas, que iban destinadas a inscribirse en los frontones de las ventanas del piso principal. Estas cabezas, cuyos modelos dio Olivieri, fueron realizadas por su taller y se hallan inspiradas tanto por la Antigüedad como por modelos de Bernini, mostrando una gran variedad en el diseño. Se conservan in situ. También formaban parte del primitivo proyecto una serie de cabezas de león, cartelas y otros adornos destinados a distintos puntos de los exteriores del Palacio, así como cuatro escudos para sus cuatro fachadas, cuyos modelos y diseños dará Olivieri y realizará su taller. Aprobado ya el plan del Padre Sarmiento (1747) Olivieri se ocupará de la serie de los reyes de España de la balaustrada de la que él mismo se reservará la de Felipe V, inspirada en retratos franceses, y la de su esposa María Luisa Gabriela de Saboya, una alegre representación de la reina, ambos hoy en el ático de la fachada principal, además de la del emperador Carlos I, sugerida por los retratos imperiales de León Leoni, portando amplia capa y llevando en su mano el escudo con el retrato de Isabel de Portugal, y la de Fernando III, una acertada y elegante representación del rey santo. Son, asimismo, obra de Olivieri las estatuas de Sigerico, Teodorico y Teodoredo, que siguen en sus indumentarias y atributos las indicaciones históricas del Padre Sarmiento. Especial interés tienen las estatuas de los emperadores -Teodosio y Honorio- destinados a la fachada principal que muestran frente a los de Felipe de Castro un canon más alargado y elegante y una técnica esfumada que contrasta con la nitidez clásica de los emperadores del escultor gallego, de canon menos esbelto y concepción más clásica. El relieve de la España Armígera y el dios Plutón, obra de Olivieri destinada a la fachada principal, muestra el manejo de la técnica relivaria suave y esfumada que practica el escultor carrarés. Otros adornos para el exterior como las medallas de la galería e interior de Palacio y numerosos dibujos decorativos para puertas y arcos muestran además de la fecundidad del artista lo ingente de la tarea realizada al frente del obrador real. Mas su actividad no está totalmente acaparada por el Palacio, sino que encontrará tiempo para ocuparse de otros encargos regios, tal es el caso de su intervención en el templo de las Salesas Reales de Madrid, fundación de Bárbara de Braganza y otro centro de arte áulico. Para la escultura tanto del interior como del exterior de la iglesia se empleó el mármol de Carrara, llegado a Madrid a través de Alicante. La decoración de la fachada comprende el relieve central de La Visitación en forma de tondo compuesto por elegantes figuras de canon alargado sobre fondos esbozados de arquitecturas. A ambos lados, a un nivel inferior, dos tableros de exquisito diseño con nubes y ángeles, unos portando la cruz y los otros las Tablas de Moisés, donde habían de inspirarse otros escultores de la Corte. Completan este rico conjunto tableros con trofeos religiosos, ángeles sosteniendo guirnaldas y un gran escudo con las armas reales en la culminación. Pese a que parece obra personal de Olivieri, esto no excluye la colaboración del taller en las partes altas. En el interior de la iglesia, Olivieri se ocupará además de la decoración de los arcos con cabezas de serafines entre nubes, de las esculturas del retablo mayor, todo ello realizado en mármol de Carrara. Preside el retablo el relieve de la Glorificación de san Francisco de Sales que aparece arrodillado sobre las nubes adorando el símbolo de la Trinidad. Sin duda, este grupo servirá de modelo a tantas glorificaciones de santos que realizarán los escultores cortesanos. Le acompañan a ambos lados las figuras de la Fe y la Caridad muy próximos a modelos de Bernini de los sepulcros papales del Vaticano. Flanquean el retablo las estatuas de san Fernando, más refinado que el del Palacio Real, y una exquisita Santa Bárbara, patronos de los reyes. Sin duda, es obra de Olivieri el grupo de la Sagrada Familia del coro de la iglesia que se le ha atribuido recientemente (Tárraga). Capítulo importante de la obra del escultor italiano es aquél que se refiere al retrato, que adquiere en el reinado de Fernando VI un gran desarrollo. El busto de este monarca en el Palacio Real supone por parte de Olivieri la asimilación del retrato de Bernini, cuyo ímpetu se aprecia en la cara del monarca. Ese ímpetu aparece más suavizado en el busto del mismo rey de la Academia de San Fernando. Practica también el retrato en relieve, como muestran los de Fernando VI y Bárbara de Braganza, y el de don José de Carvajal y Lancaster de la propia Academia. Un retrato de cuerpo entero de Fernando VI con un león a sus pies centraba la Fuente del Rey de Aranjuez, y fue trasladado a la plaza de la Villa de París, en Madrid. La imaginería en madera fue escasamente practicada por el italiano y de ella nos queda como muestra la Virgen del Rosario de Irurita (Navarra) hecha en 1749 por encargo de los Goyeneche, tesoreros de la obra del Palacio Real. Es obra de primera mano del escultor por su elegancia y distinción aristocrática y descansa sobre una peana de original diseño que semeja un capitel coronado por ángeles. En una inscripción de la peana figuran el nombre de los patrocinadores, del escultor y el lugar -Madrid- y fecha de ejecución. Sabemos que Olivieri había ejecutado por las mismas fechas que la Virgen de Irurita, una imagen en madera de san Francisco Javier para la iglesia de Alpajés en Aranjuez, que ha desaparecido, para la que necesitó ayuda no en la labra, sino en el ensamblaje.
obra
A principios de 1548 Tiziano se traslada a Ausburgo invitado por Carlos V. En la ciudad imperial será recibido con todos los honores y realizará una serie de impactantes retratos encabezados por el Carlos V en Mühlberg. Aprovechando la reunión de la victoriosa dieta imperial, el maestro de Cadore- con la colaboración de algunos ayudantes- realizó los retratos de la mayoría de los personajes que participaron en dicha reunión, incluso de los perdedores como Juan Federico de Sajonia.Juan Federico fue uno de los grandes enemigos de Carlos V. Protector de Lutero y el protestantismo, fue condenado a muerte tras la capitulación de Wittemberg pero su pena sería conmutada por detención. Tuvo que renunciar a su dignidad electoral y fue sometido, entre 1547 y 1552, a una serie de humillaciones tanto físicas como psíquicas.La mayoría de los expertos piensan que este retrato fue realizado por Tiziano durante la segunda de sus estancias en Ausburgo, entre noviembre de 1550 y febrero de 1551. El lienzo está recortado por los cuatro costados e incluso es cuestionado por parte de la crítica que lo considera una copia. El maestro de Cadore emplea una factura alemana, tomando como inspiración a Lucas Cranach, con una paleta muy limitada. El duque viste un traje negro cubierto con un manto de piel, ocupando su inmensa figura la mayor parte del espacio pictórico, destacando la pequeña cabeza que dirige su mirada hacia su izquierda. Se presenta privado de toda seña de distinción que pudiera evocar la dignidad de su cargo, pero sin perder su dignidad humana, captada por los pinceles de Tiziano en toda su profundidad.
obra
La nobleza española no solía ser retratada por Velázquez, dedicado casi en exclusiva a realizar encargos para la casa real. Quizá este excelente retrato del Conde de Benavente se pintara con motivo de la concesión al aristócrata del Toisón de Oro, la más alta distinción de la monarquía española, en 1648. Esto hace pensar que la fecha en la que se hizo el cuadro rondaría ese año. Don Juan Francisco aparece vestido con una armadura damasquinada en oro, portando banda de general. Está situado en una postura frontal pero levemente girado hacia la izquierda al apoyar su mano derecha en el casco, colocado sobre una mesa engalanada con una tela de terciopelo rojo donde también está el bastón de mando. Como genial retratista que es, el maestro centra toda su atención en el rostro del personaje, especialmente en sus penetrantes ojos negros que contrastan con el cabello y la barba entrecanos. En esta obra se aprecia cierta similitud con el retrato de Felipe II realizado por Tiziano que se conserva en el Museo del Prado. El Conde de Benavente ocupaba el puesto de Gentilhombre de Cámara de Felipe IV, siendo nombrado gobernador de Extremadura durante la guerra con Portugal, motivo por el que aparece con la banda de general.
Personaje
Pintor
Bajo el seudónimo de Juan Gris se esconde una de las figuras más relevantes de la historia del arte español. A pesar de una muerte temprana, a los cuarenta años, José Victoriano González representa el maestro del cubismo sintético. Los primeros años de su formación los pasa estudiando en la Escuela de San Fernando de Madrid. Tras abandonar ésta se hace discípulo del pintor José Moreno Carbonero y comienza a ilustrar dibujos modernistas en revistas de poesía y prensa en general como "Blanco y Negro" y "Madrid Cómico".En 1906 se traslada a París, donde le acoge Daniel Vázquez Díaz y le introduce en el edificio conocido como "Le Bateau Lavoir" entrando en contacto directo con Picasso, Guillaume Apollinaire, André Salmon y Max Jacob. A través de Picasso, quien por entonces se encontraba investigando sobre el cubismo, conoce a Georges Braque y a Maurice Raynal. Durante ese periodo ilustra en revistas francesas como "Le Rire", "Le Charivari", " L' Assiette au Beurre" o "Le Témoin", al tiempo que manda sus dibujos a la revista humorística catalana "Papitu".En 1912 se incorpora al movimiento cubista, firma un contrato con Henry Kahnweiler, celebra su primera exposición individual en la Galería Sagot, participa en el Salon des Indépendants -donde expone su Retrato de Picasso- exhibe su obra con el grupo de La Section d'Or en la Galería Boétie y en la Exposición de Arte Cubista organizada por Josep Dalmau. En 1913 pasa una temporada en Céret mientras realiza composiciones de tipo enteramente cubista como Bodegón de la Guitarra, El fumador y Las tres cartas que preludian la frialdad, la sobriedad y la pureza típicas de su obra. Al año siguiente, su obra se caracteriza por el uso del collage. Tras la Primera Guerra Mundial y un periodo de penurias económicas, su pintura evoluciona hacía el llamado "retorno al orden". Hasta el final de su vida, continúa ilustrando dibujos y grabados en publicaciones de vanguardia y exponiendo en las mejores galerías.