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La decoración de la puerta del relicario conocido como Armario de la plata, para la iglesia de la Santa Anunciación de Florencia, fue la última obra que conocemos de Fra Angelico. El tabernáculo estaba destinado a salvaguardar las donaciones que recibía la iglesia. El encargo se hizo hacia finales de 1448, siendo posiblemente su mecenas Pedro de Médicis. En principio, el antiguo proyecto tenía dos alas móviles aunque, finalmente, se realizó como una única tabla que se abría hacia arriba. Fra Angelico fue el destinatario del encargo y el que dio los modelos de las escenas, aunque la mayoría de las figuraciones están muy alejadas de su estilo arquetípico, lo que nos hace pensar en la colaboración amplia de su taller. Sabemos, incluso, que tres de las escenas las llevó a cabo Alessio Baldovinetti. De las tablas del relicario, que en principio formaban un conjunto de 41 escenas, se conservan únicamente 35. Comenzando con la escena de la Rueda mística de Ezequiel, Fra Angelico desarrolló los episodios más importante de la vida de Jesús. El último panel que cerraba la serie era el de la Coronación de María.El Armario de la plata desarrolla un estilo unitario, con gran profusión de detalles anecdóticos y una concepción espacial que sitúa en la época renacentista acontecimientos de la historia sagrada. Además de las diferentes fórmulas espaciales adoptadas para el Armario, el colorido es mucho más vivo y contrastado que las tonalidades armónicas de gama suave figuradas en los frescos para el convento de San Marcos. La última fase decorativa de San Marcos, el ala norte, fue realizada al tiempo que la puerta del relicario, lo que queda certificado al comprobar la similitud de las opciones de compositivas y la profusión de detalles narrativos en ambas obras. En las dos, la habilidad técnica de sus ayudantes desvirtúa un poco la concepción artística del monje pintor. Si la mística y mundo de contemplación de las mejores obras de San Marcos quedaba reducida en las escenas de las últimas celdas, la significación de este relicario se presenta aún más alejada en su aspecto devocional.
contexto
Las innovaciones en materia de armamento se cuentan por centenares y es preciso referirse tanto a las de carácter cualitativo como a aquellas otras que, aun de tipo fundamentalmente cuantitativo, modificaron sustancialmente la naturaleza de los combates. El elemento básico del combate terrestre, el soldado de infantería, comenzó la guerra armado con un fusil de repetición y granadas de mano. En 1945 utilizaba habitualmente armas automáticas y lanzagranadas antitanque. Uno y otro bando se esforzaron, con éxito, en fabricar grandes cantidades de armas automáticas sencillas y baratas, lo que dio lugar a un amplio uso del subfusil, con ejemplares tan magníficos como el MP-40 (Schmeisser) alemán o el PPSH-41 soviético, o en menor grado el Sten británico. La mayor innovación sería de origen alemán: en los últimos meses de la guerra y por iniciativa de Adolf Hitler, la Wehrmacht dispuso del Sturmgewehr (fusil de asalto) 44, arma automática antecedente directo de los actuales fusiles de asalto. La ametralladora fue perfeccionada hasta límites que continúan vigentes cuarenta años después. A partir de 1942-43, comenzaron a emplearse en Europa las armas individuales antitanque, de las cuales las más efectivas fueron el bazooka norteamericano (copiado por los alemanes) y el panzerfaust de los germanos. El lanzagranadas británico PIAT resultó, en cambio, poco fiable y engorroso. La infantería, asimismo, se motorizó. Junto con el uso generalizado de camiones y tractores de artillería, apareció el vehículo ligero. El rey de estos últimos fue uno de los símbolos de la guerra: el Jeep Willys, del que los norteamericanos fabricaron 640.000 unidades. Su mejor rival fue el alemán Kubelwagen, derivado del popular Volkswagen y del que se construyó una versión anfibia, el Schwimmwagen. La construcción de ambas versiones se limitó, en cambio, a la décima parte del jeep: algo más de 66.000, Al lado de tales vehículos, se generalizaron los transportes acorazados de tropas, antecedente de los vehículos de combate de infantería de los años ochenta. El norteamericano M-3 y el alemán SdKfz 251 -ambos semiorugas- fueron los mejores exponentes, superiores al oruga británico Bren Carrier y similares. La artillería asistió a un aumento progresivo de las prestaciones de los cañones de campaña, parte de los cuales fueron instalados sobre chasis de oruga, con el fin de poder desplazarse por los mismos terrenos y a la misma velocidad que los tanques y demás vehículos acorazados. Lo más notable de la Segunda Guerra Mundial en este terreno sería, sin embargo, la lucha contra el tanque y el avión y la aparición de nuevas técnicas y sistemas, como los cañones sin retroceso y los cohetes. Al igual que la artillería de campaña, los cañones antitanque y antiaéreos -estos últimos con una tendencia creciente hacia el automatismo- fueron montados sobre vehículos de cadenas (orugas), dotados con blindajes ligeros o medios con el fin de poder acompañar en todo momento a los tanques. Hacia la mitad de la guerra, surgieron los primeros cañones de asalto específicamente diseñados para su instalación en un vehículo. Alemanes y soviéticos fabricaron los mejores; los primeros con la serie Sturmgeschütz y los cazatanques Jagdpanzer-; los segundos, con las series ISU y SU. De esta forma nació la actual artillería autopropulsada. La lucha contra el tanque propició un formidable cambio tecnológico, hasta el punto de que los cañones y proyectiles utilizados en 1940 eran completamente inútiles cinco años después. Las piezas antitanque -utilizadas tanto por los tanques como por la artillería- tenían al comienzo de la guerra un calibre comprendido entre los 37 y 50 mm y disparaban proyectiles de un kilogramo de peso. Al final del conflicto, el calibre típico oscilaba entre 75 y 90 mm y el peso de las granadas estaba situado entre los 5 y 10 kg. Excepcionalmente, los soviéticos emplearon cañones de 122 mm y los alemanes de 128 mm con munición que superaba los 20 Kg. El proyectil empleado con preferencia fue la granada perforante de acero. Los alemanes desarrollaron proyectiles perforantes de núcleo duro (tungsteno); disponían de menor masa y mayor velocidad inicial, con lo que se obtenía una mayor energía cinética (E = M.V2) y más capacidad de perforación en distancias cortas y medias, antes de que lo reducido de la masa hiciese perder velocidad y por consiguiente energía, a un ritmo mayor que el de proyectiles normales de más peso, por lo cual estos últimos continuaban siendo útiles para distancias largas. Ambos bandos desarrollaron proyectiles de carga hueca, dotados con una formidable capacidad de perforación, pero con dos limitaciones: la carga se desorganizaba si la velocidad inicial era muy grande y la estabilización del proyectil se producía por giro, tal y como ocurre en los cañones de ánima rayada; por otra parte, la eficacia se perdía si el ángulo de incidencia en el momento del impacto era muy pronunciado, lo que resultaba inevitable para tiros a cierta distancia y más aún si la velocidad inicial debía ser reducida. En consecuencia, la carga hueca sólo se utilizó para tiros a corta distancia, con proyectiles poco veloces y empleando tubos de ánima lisa. Es decir, para las armas antitanque individuales como los bazooka y panzerfaust ya citados. Los lanzagranadas contemporáneos siguen utilizando este tipo de carga, al igual que los misiles antitanque. La innovación principal en materia de munición antitanque tuvo origen británico. A finales de 1943 pusieron en servicio -para el cañón de seis libras (57 mm) el proyectil perforante subcalibrado. Una granada de núcleo duro con unas bandas de forzamiento de aleación ligera, las cuales se desprenden cuando el proyectil sale del tubo del cañón. Este sistema permite obtener muy altas velocidades iniciales y la bondad del sistema es tal que continuó empleándose posteriormente como munición básica de los cañones antitanque. Los tanques experimentaron asimismo cambios radicales. En 1939 su peso oscilaba entre las 10 y las 20 toneladas; en 1945 superaban las 30 toneladas y en algún caso llegaban a las 70 (Tiger II alemán), marca que no ha sido superada todavía (el Merkava israelí es el vehículo contemporáneo más pesado, con 62 toneladas). El espesor normal de las corazas rondaba los 100 mm y se llegó hasta los 250 (Jagditger). La movilidad, en cambio, no mejoró. Las velocidades eran en 1945 similares a las de 1939 (entre 15 y 25 km/h campo a través; el doble en carretera). Tampoco la estabilización del cañón (los tanques debían detenerse para hacer puntería). El cañón sin retroceso presentó numerosos problemas de desarrollo -tanto a los alemanes como a británicos y norteamericanos- y sólo fue utilizado, en muy pequeño número, en los meses finales de la guerra, en el Pacífico. Su gran rebufo constituía un inconveniente técnico, debido a que facilitaba su localización por el adversario. Más éxito tuvieron los cohetes, utilizados ampliamente por alemanes, británicos, norteamericanos y soviéticos, con el fin de obtener grandes concentraciones de fuego. El lanzacohetes más famoso fue el soviético BM13 (conocido por Katiusha o también órganos de Stalin), pero los alemanes dispusieron de un arma parecida, el Nebelwerfer. La guerra significó el pleno y, a menudo, decisivo empleo de armas hasta entonces en pañales: el portaaviones, el submarino y la mina. Los combates navales fueron decididos por el poder aéreo desplegado en el primer tipo de buque reseñado o, excepcionalmente, con base en tierra.
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El barón de Coubertin es personaje ineludible en cualquier manual de historia olímpica moderna. Su concepción del olimpismo revolucionó en muchos sentidos el organigrama impuesto por la historia hasta entonces. Pero no en todo acertó. En las memorias de sus discursos aparecen flagrantes equivocaciones, no exentas de conservadurismo. Sobre la participación femenina llegó a decir: "La presencia de las mujeres en el estadio resulta antiestética, poco interesante e incorrecta, salvo para la función que les corresponde: coronar al vencedor con las guirnaldas del triunfo". Ellas se han encargado de ridiculizar semejante declaración. La presencia femenina no sólo no es antiestética, sino que resulta atractiva para los objetivos fotográficos: en la última década aparecen los ejemplos de la alemana Katrin Krabbe, la jamaicana Merlene Ottey y la norteamericana Florence Griffith, que pulverizaba records embutida en llamativos bodies. Fuera de las pistas de tartán, las tenistas Gabriela Sabatini y Steffi Graf cosecharon victorias sin desmerecer en potencia los bolazos de sus colegas masculinos y sin perder un ápice de sus evidentes encantos femeninos. Siempre se ha dicho que las fortísimas nadadoras de la RDA, presuntas ayudas externas al margen, ganarían al 90 por 100 de los nadadores de competición. En pruebas largas, como la travesía a nado del canal de la Mancha o los cuatro kilómetros que exige el triatlon Ironman (una prueba salvaje de reciente creación que añade a la natación 180 kilómetros en bicicleta y una maratón consecutivos), las distancias entre la primera mujer y el primer hombre son escasas. Poco a poco, con la evolución del concepto de ocio en los países desarrollados, el sexo femenino se abre paso para que otros les pongan las guirnaldas. Todavía en muchos países, como Gran Bretaña, el número de hombres que hacen deporte duplica al de mujeres, pero las diferencias físicas, con ser evidentes, remiten. Hay quien sitúa el origen de esta desventaja en Grecia, donde la mitología otorgaba a los dioses las cualidades masculinas de fuerza, vigor y actividad, y a las diosas, otras como belleza y sexualidad. En los Juegos estaba prohibida la presencia de mujeres, pero en algunas culturas antiguas se prestaba igual atención a la preparación física femenina que a la masculina. En Esparta, por ejemplo, se pretendía con ello que fueran madres de varones fuertes. Hay constancia de la presencia femenina en juegos deportivos populares y actividades cinegéticas en la Edad Media. El siglo XIX, en la Inglaterra victoriana supuso un fuerte parón en esta evolución de la entrada de la mujer en el deporte de masas. Los sesudos responsables deportivos de las islas estaban convencidos de que la actividad física masculinizaba a las mujeres (era, por tanto, peligrosa para su salud) y de que ellas no estaban interesadas en el deporte. Cuando lo hacían no se les podía tomar en serio, pues no lo ejecutaban bien. Poco a poco la permisividad social con determinados experimentos ha aumentado. Se consiente que las mujeres, sobre todo las de clases privilegiadas, participen en algunos deportes sin excesiva dedicación. Con el auge del deporte de competición como espectáculo de masas, y la presión de los movimientos feministas en las revolucionarias décadas de los 60 y los 70, la mujer se ha ido abriendo puertas en cada vez más disciplinas deportivas en principio lejanas de su condición de mujer. Lo han tenido más fácil en la historia reciente los deportes que presentan el cuerpo femenino en actitud estéticamente agradable, que utilizan un artilugio para facilitar el movimiento, como el tenis. Se han rechazado frecuentemente los deportes que implican contacto, como el karate, el boxeo o el rugby. Sólo hay una federación, la de gimnasia, que supera el 50 por 100 de licencias femeninas, según un estudio de Manuel García Ferrando, de 1981, que no ha cambiado mucho hasta hoy. Le siguen, sin llegar a igualar el número de licencias masculinas, el voleibol y los deportes de invierno. A principios de los años 80, había nueve deportes sin ninguna licencia femenina: billar, boxeo, caza, colombicultura, fútbol, halterofilia, pesca, rugby y salvamento y socorrismo. Hoy, pocas son las que permanecen en blanco. Las mujeres hace ya años que comenzaron a considerar el deporte una profesión. Hay ejemplos frecuentes. La dedicación hace a las gimnastas renunciar a muchas cosas. Las componentes del equipo femenino español de gimnasia se recluyeron en un chalé de La Moraleja (Madrid) para preparar los Juegos de Barcelona 92. Era una reclusión, en estudios, en ocio y en todo: realizaban entre 4.500 y 5.000 abdominales diarias. Pero las gimnastas no lo consideraban duro. La propia Eva Rueda, una de las mejores del campeonato -fue séptima en la final de la modalidad de saltos- reconocía turbada ante su inminente retirada, con sólo 20 años: "No creo haber sacrificado nada en mi vida. Entre otras cosas porque tampoco conozco a mucha gente fuera de esto. He sido y soy feliz así, y quiero seguir vinculada a la gimnasia como entrenadora". Nada más retirarse, la gimnasta crece entre 4 y 5 centímetros al año con sólo cambiar la alimentación. Durante su carrera no prueban las grasas, lo que retrasa su desarrollo como mujer: algunas no sufren el primer transtorno menstrual hasta los 19 años. No hay, por tanto, diferencias notables en la entrega profesional a su especialidad. Tampoco existen grandes divergencias en la prestación física de ambos sexos. Recientes estudios biomecánicos aprecian un progresivo acercamiento entre las curvas de progresión de los records femeninos y masculinos de atletismo. Hace unos años, en todas las pruebas que median entre los 800 metros y el maratón, la diferencia estaba en torno al 11,5 por 100. Hoy, la diferencia entre hombres y mujeres se ha reducido al 10,5 en la prueba de 1.500 metros, el 8,3 en los 3.000 y el 9,5 en los 10.000. Parece que los hombres están más cerca de su techo físico que las mujeres, sobre todo en las distancias largas. Registros como el de la norteamericana Florence Griffith en Seúl 88 en la final de los 100 metros (10,49) pisan los talones a los masculinos; en esa misma distancia, Carl Lewis tuvo el record del mundo en 9,86 segundos, sólo 63 centésimas menos que Flo. Otros son más sospechosos, como el de la checa Jarmila Kratochvilova, que desde 1983 ostenta el record de los 800 metros en 1.53.28, a sólo 12 segundos del británico Sebastian Coe, con 1.41.73. La apariencia de la atleta del Este, excesivamente musculada y con vello poco frecuente en otras atletas, hizo sobrevolar sobre su asombroso record la sospecha de dopaje. El de Griffith, en 1988, significó cierto techo en la progresión femenina. Tras el positivo del canadiense Ben Johnson en el control antidopaje, al que privaron del record del mundo que había obtenido fraudulentamente por consumo de anabolizantes, Griffith se retiró de puntillas para ejercer de modelo. No falta quien asegura que esa retirada, al ver las orejas al lobo, era una forma de reconocer su culpabilidad. Su marcha coincidió con un capricho cronológico: las mujeres, desde aquel momento, dejaron misteriosamente de batir records. El parón lo han aprovechado las españolas para acercarse a los registros internacionales. Durante 1991, por ejemplo, se batieron 24 records de España femeninos. Sandra Myers, "la española de Kansas", pulverizó cinco. Margarita Ramos, lanzadora de peso, cuatro, y María José Mardomingo, "recordwornan" de 100 metros vallas, tres. Otro dato, independiente de las competidoras foráneas, que habla de la mejora de las competidoras españolas: en 14 años, de 1978 a 1992, en la prueba de maratón se ha rebajado en 80 minutos el record nacional. Fuera de España, en cambio, los retrocesos de las mujeres se plasman en dos metros menos en lanzamiento de peso, cinco en disco y diez en jabalina en el mismo período. El atletismo femenino no reaccionó hasta el otoño de 1993, cuando emergió una potencia latente: China. En los juegos nacionales chinos, la joven Wang Junxia batió el record de los 10.000 metros por 42 segundos, algo insólito. Tres días después, igualó el record de 1.500 que batió su compañera Qu Yunxia, y mejoró dos veces el de 3.000 metros en 10 y 6 segundos, respectivamente. El record de 3.000 metros, 8.06.13 estaba en una escala de valores casi masculina: el español Enrique Molina logró el mejor registro nacional en 7.42.38, apenas 24 segundos menos. Junxia y Yunxia no son familiares, pero se pusieron de acuerdo para asestar un recorte a los records y entrar de la mano en el palmarés. En todas las pruebas antidopaje realizadas no se han encontrado evidencias de que las atletas de porcelana ingieran sustancias prohibidas. Si acaso, las papilas gustativas podrían prohibir tragar los tónicos que fabricaba su entrenador Ma Junren con la sangre de orugas y tortugas. Algunos atletas keniatas, reyes del fondo y el medio fondo, tienen su secreto en una pócima a base de sangre de vaca y oveja y unos tizones de leña ardiendo, mezclados con calabaza. Pero, a diferencia de los negros, sobre los records de las chinas vuelve a planear la sombra de la duda. Junren pone la mano en el fuego y el cuerpo en la tumba para demostrar su inocencia y la deportividad de sus pupilas: "que me muera si he visto estimulantes en mi vida", dijo. Además de los peculiares métodos del entrenador, el éxito es consecuencia de la planificación del gigante del Este. Con el objetivo de lograr la organización de los Juegos del año 2000 para Beijing (antes, Pekín), las autoridades deportivas chinas habían enclaustrado a 50.000 adolescentes sometidos a duras sesiones de entrenamiento, para lograr medallas en su casa. Los Juegos del año 2000 fueron a Sydney (Australia), no sin antes lograr insólitas rebajas en la tabla de récords femeninos. En principio, existe una serie de características físicas que distinguen a un atleta de una atleta, más allá de la evidencia formal, como explica el jefe de los servicios médicos de la Federación Española de Atletismo, José María Villalón: "-Las articulaciones masculinas son más fuertes, consecuencia de una mayor capacidad de tracción en los tendones. Las mujeres, en cambio, disfrutan una hiperlaxitud ligamentosa que beneficia la práctica de deportes como la gimnasia.- El atleta tiene una mayor estabilidad mental. Pero está en desventaja ante las reacciones más rápidas en los centros motores y neurovegetativos de la mujer, lo que le permite una mayor coordinación.- El hombre tiene una menor frecuencia cardíaca basal que la mujer, y un consumo máximo de oxígeno mayor. La mujer tiene una caja torácica menor.- Las fibras musculares del hombre almacenan más proteínas. Tienen un 40 por 100 de tejido muscular (33 por 100 en la mujer) y un 10 por 100 de tejido adiposo (17 por 100, ellas)". Todos estos parámetros pueden variarse con el entrenamiento, advierten los especialistas. El debate no se centra en una ingenua y absurda guerra de sexos, sino en conocer el techo de la mujer en el deporte de elite. Experimentos en este sentido, realizados, por supuesto, en Estados Unidos, se han saldado con la imposición de cierta lógica. Hace unos años, el enfrentamiento entre los tenistas profesionales Martina Navratilova y Jimmy Connors, aunque se adaptaron las reglas del partido a una mayor aproximación de las posibilidades de ambos, terminó con la victoria holgada de "Jimbo".
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Durante la Guerra Civil, España se convirtió en un mercado consumidor de material bélico obsoleto y en el campo experimental para nuevas armas, que serán empleadas más tarde en la II Guerra Mundial. Generalmente el material llegaba a ambas zonas de guerra por mar, en buques cargueros. El aprovisionamiento del ejército republicano, sin embargo, fue más dificultoso, dado el dominio sobre el mar que ejercían los buques y submarinos de los aliados de Franco, Alemania e Italia. La ayuda recibida por el Frente Popular dependió principalmente de Francia y de la Unión Soviética. Francia pudo entregar unos 300 aviones a la República, pero la ayuda exterior fundamental para ella fue de procedencia soviética. Los rusos enviaron material como los carros T-26 y BT-5, y los aviones Polikarpov I-15, los I-16, los ANT-40 y Tupolev Sb-2. Italia entregó a España entre 600 y 700 aviones, dos tercios de los cuales eran cazas, entre 100 y 200 carros, en su totalidad pequeños, y casi 2.000 cañones, además de algunos submarinos y otros buques. Material italiano fueron los carros CV 3/35 y los aviones Fiat CR-32, que se hicieron famosos con el nombre de "Chirri", y Fiat G-50. También Alemania proporcionó carros como el Panzer I, aquí llamado Negrillo, y un número importante de aviones, que puede situarse alrededor de 500. Aviones alemanes fueron el Messerschmitt Bf-109, el JU-87, más conocido como Stuka, el Dornier Do-17 o los Heinkel He-111. Pero probablemente lo más efectivo de su ayuda fue la llamada Legión Cóndor, formada por un centenar y medio de aviones y utilizada como unidad de combate independiente al igual que las italianas. La Legión Cóndor debió tener algo más de 5.000 hombres pero en total debieron pasar por ella casi 20.000, de tal modo que favoreció considerablemente el adiestramiento de la Luftwaffe de Göring. Esta unidad fue decisiva en la ofensiva de Bilbao, siendo también responsable del bombardeo de Guernica. Los alemanes también enviaron instructores para las milicias y equipos artilleros y, en general, material militar sofisticado como torpederas y equipos de señalización.
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Durante la guerra, Alemania desarrolló una amplia gama de nuevas armas que constituyó un formidable avance en la tecnología bélica. Aunque por diversas causas no lograron alterar el curso de la guerra, su importancia justifica la esperanza alemana en las armas secretas. El mayor progreso tuvo lugar en el campo de los misiles, hasta el punto de que se sentaron los cimientos de la revolución tecnológica del campo de batalla contemporáneo. Muchas de las armas desarrolladas por los científicos alemanes no fueron perfeccionadas hasta diez años después de terminada la guerra. Este perfeccionamiento se debió, muy a menudo, a la utilización de estudios teóricos y ensayos realizados en Alemania hasta mayo de 1945; no fue infrecuente, asimismo, el empleo de las mismas personas que habían trabajado en los proyectos secretos del régimen nazi, circunstancia que se produjo tanto en las democracias como en la URSS. La generalización de estas armas en los ejércitos más adelantados no se produjo hasta los años sesenta y la capacidad innovadora puesta en juego fue tal que incluso en nuestros días resulta muy difícil efectuar una valoración ajustada de la influencia que aquellos trabajos tuvieron en las armas contemporáneas. La mayor innovación de todas fue, sin duda, el misil de la Wehrmacht (Ejército de Tierra) A-4, que la propaganda bautizó como Vergeltungswaffe (arma de represalia) 2, o V-2. El primer lanzamiento con éxito de uno de estos ingenios se produjo el 3 de octubre de 1942 desde el centro de pruebas de Peenemünde, en la costa báltica; recorrió 190 kilómetros y alcanzó una altitud de 85, nunca antes igualada. En la primavera de 1944 empezó su fabricación en serie, y el 6 de septiembre de ese año comenzó a dispararse contra París, seguido un día después contra Londres, por unidades especiales de artillería. El A-4 pesaba 12,87 toneladas en el lanzamiento, su motor-cohete de oxígeno líquido y alcohol le proporcionaba un alcance de hasta 320 kilómetros y la cabeza explosiva se componía de una tonelada de amatol. Están registrados un total de 4.320 lanzamientos hasta marzo de 1945, principalmente contra Londres y Amberes. El A-4 tenía una particularidad única: no podía ser detenido por la defensa antiaérea; sencillamente, no existían procedimientos para hacerle frente, y el Gobierno británico consideró seriamente la evacuación de la ciudad de Londres. El misil seguía una trayectoria balística, con un apogeo del orden de los 96 km, y se estrellaba contra el objetivo a una velocidad terminal supersónica, en torno a Mach 4 (algo más de 4.000 km/h). Incluso en nuestros días, sólo la red de misiles ABM que se desplegaron en torno a Moscú sería capaz, en teoría, de detener un ataque de A-4. La razón de que su empleo no fuese determinante se debió a la imperfección del sistema de guiado. El error circular probable que dicho guiado proporcionaba al misil era de unos ocho kilómetros. Así, las posibilidades de destruir un objetivo eran, literalmente, cero. Los demás misiles superficie-superficie tenían problemas semejantes, aunque el Rheinbote, de 218 km de alcance y 1.715 kg de peso, era el primer misil dotado de una velocidad terminal superior incluso a la del A-4, del orden de los 6.000 km/h. Lo mismo puede decirse del misil de la Luftwaffe Fieseler Fi 103 -conocido también como V-1 o por la designación de cobertura FZG-76 (Flakzielgeráf, o arma guiada antiaérea-, un avión sin piloto de vuelo prefijado, propulsado por un pulsorreactor y del que se lanzaron más de diez mil unidades. A pesar de los fallos de guiado, sólo el final de la guerra impidió que Alemania bombardeara Nueva York y Washington mediante un desarrollo gigantesco del A-4 -la combinación A-9/A-10- de más de 5.500 km de alcance. De la importancia del A-4 da idea que Estados Unidos estuviera realizando hasta los años cincuenta numerosas pruebas con misiles capturados, dotados a veces con nuevos perfeccionamientos. Los soviéticos llegaron aún más lejos; Peenemünde había caído en su zona de ocupación y, a pesar de las destrucciones causadas por los alemanes, en 1946 reanudaron allí mismo la producción de los A-4, con la colaboración de numerosos científicos alemanes al mando de uno de los antiguos ingenieros del centro. Los alemanes lograron también poderosos misiles aire-superficie, utilizados contra buques u objetivos terrestres, como un edificio o un puente. En septiembre de 1943, dos de estos misiles -del tipo Fritz X- lograron hundir el acorazado italiano Roma, de 46,215 toneladas. Su guía era por radio, mediante una palanca de mando manejada por el operador de lanzamiento, que debía seguir visualmente el vuelo del misil. Utilizó el mismo sistema el Hs 293, aunque de este último se hicieron pruebas de una versión guiada mediante una cámara de televisión instalada en el morro del misil. El infrarrojo fue también utilizado como sistema de guía. En el campo de los misiles antiaéreos se desarrollaron varios proyectos -Schmetterling, Rheintorcher, Waserfall, Enzian-, tanto de vuelo subsónico como supersónico y con diferentes sistemas de guiado -radio, radar, infrarrojos, acústicos-, pero no lograron poner en servicio ninguno. Ese mismo fue el caso del misil aire-aire Hs 298 -con mando por radio o también filoguiado- y del misil antitanque X-7, filoguiado, aunque se probaron guías termosensibles -infrarrojos- y electroópticas -TV. Alemania y Gran Bretaña pusieron en servicio en los dos últimos años de la guerra los primeros aviones a reacción. Los británicos sólo dispusieron del Meteor, mientras que los alemanes, más adelantados, dispusieron en mayores cantidades del Me 262 y, en menor número, del caza ligero He 162 -Salamander- y el bombardero cuatrirreactor Ar 234. Con velocidades que en el caso del Me 262 llegaban a los 870 km/h -unos 200 km/h más que los cazas convencionales-, estos aviones fueron producidos en cantidades demasiado pequeñas para invertir la situación militar, aunque sus intervenciones contra los bombarderos aliados, en combates aéreos o en ataques en superficie -como el espectacular del 1 de enero de 1945, que destruyó casi por completo la aviación táctica aliada de Bélgica y el norte de Francia-, resultaron impresionantes. El caza cohete Me 163 -Komet- tenía unas prestaciones mayores -casi 1.000 km/h-, pero su autonomía (ocho minutos) era demasiado pequeña. Los rusos probaron también un caza con motor cohete, pero no lograron superar los problemas de desarrollo. El Komet fue el primer caza armado con cohetes aire-aire, tanto dirigidos en el plano horizontal como en el vertical. Junto al A-4, el arma secreta más terrible de los alemanes fue la posesión de gases neurotóxicos -descritos a veces como gases nerviosos. A finales de los años treinta lograron producir el primero de ellos, el Tabun -óxido de cianodimetilaminatosfosfina-, más tarde, el Sarin -óxido de fluoroisopropoximetilfosfin-, y el Soman -óxido de fluorometilpinacoliloxifosfina-, de efectos todavía más terribles y, en el último caso, persistentes. Bastan tres cuartos de gramo de Sarin para matar a un hombre. Con 250 toneladas de este producto se acabaría con la vida en una ciudad como París, hasta una altitud de 15 metros, y los alemanes disponían de 7.000 toneladas de este gas. Si no se utilizó fue debido con toda probabilidad al efecto de disuasión causado por el temor alemán a la posesión aliada de gases similares. Ello no era cierto, pero Gran Bretaña y Estados Unidos disponían al menos de gases asfixiantes -como la clorina y el fosgeno- y Roosevelt y Churchill, conjunta y personalmente, efectuaron una advertencia solemne a las potencias del Eje contra el empleo de gases. Las mismas razones debieron influir para que los alemanes no desencadenasen una terrible ofensiva biológica. Habían investigado el cultivo de bacterias en el clostridium botulinum, lo que permitía la producción en grandes cantidades de la temible toxina toxin botulin (un kilogramo bastaría para matar a millones de personas). Disponían asimismo de aerosoles para distribuir el producto. La locura y la desesperación de Hitler no llegaron al extremo de ordenar su empleo. Entre la modesta panoplia de armas secretas británicas destacan varios tipos de bombas de aviación; la más curiosa era un bomba saltarina, susceptible de sustituir a los torpedos. Estados Unidos, mucho más innovador, diseñó aviones de control remoto que se emplearon de hecho como auténticos misiles. Se trató, sin embargo, de conceptos de poca fortuna, que no fueron continuados después de la guerra salvo excepciones. Una de éstas la constituyeron los ingenios aire-superficie que utilizaron sistemas de guiado por radio, infrarrojos y televisión. El misil de este tipo más notable, con diferencia, fue el Bat, con guiado radar semiactivo, puesto en servicio en 1945 y que destruyó varios puentes y buques de superficie japoneses, entre estos últimos un destructor que fue alcanzado a la distancia máxima de 32 kilómetros. Más importancia que los misiles tuvo el desarrollo norteamericano de la espoleta de proximidad, que funcionaba mediante una serie de radares en miniatura. Este ingenio revolucionó los proyectiles antiaéreos y fue decisivo para que los británicos pudiesen combatir los Fi-103 (V-1). Estos misiles volaban a unos 650 kilómetros por hora y podían ser atacados por los cazas de la defensa aérea, pero su neutralización efectiva sólo se consiguió cuando los cañones antiaéreos fueron dotados con proyectiles que incorporaban espoletas de proximidad. Un dato: en julio de 1944, de cada 100 Fi103 lanzadas por los alemanes contra Londres, treinta eran derribadas por los cazas y diez por la artillería o los globos cautivos; las otras sesenta alcanzaban su destino. En agosto, una vez que llegaron las nuevas espoletas, los cañones pasaron a apuntarse el 80 por 100 de los derribos y hubo días en que menos del 5 por 100 de los misiles lograban alcanzar su objetivo. Los últimos días de la guerra en el Pacífico asistieron, en fin, al nacimiento de una nueva era: la del átomo. La primera bomba atómica fue explosionada por Estados Unidos en Los Alamos, el 16 de julio de 1945. Veintiún días más tarde, el 6 de agosto, otro ingenio era lanzado sobre Hiroshima, y el 9 de agosto, un tercero sobre Nagasaki. La bomba atómica, que modificaría a partir de ese momento la naturaleza de la guerra, fue posible gracias al formidable esfuerzo norteamericano por ganar el conflicto. El arma nuclear constituye, desde luego, la más mortífera herencia de la Segunda Guerra Mundial. El empleo del espectro electromagnético fue otro de los cambios más importantes introducidos en esa guerra. Hasta 1939, la guerra electrónica se había limitado a las comunicaciones. A partir de 1940, el uso del radar sentó las bases de la moderna guerra electrónica. En el terreno mismo de las comunicaciones, se habían logrado avances impresionantes en relación con la Primera Guerra Mundial. Todavía en 1924, una línea aérea pesaba 80 kg por kilómetro. En 1934 se probó por vez primera el cable coaxial, con 200 canales. En 1942 se había llegado a los 960 canales y el peso de la línea era de 0,25 kg/km. El mayor avance fue de origen alemán, gracias a los enlaces por microondas. Los alemanes instalaron líneas de más de mil kilómetros de longitud -como la Berlín-Smolensko- y el sistema permitió al Estado Mayor una comunicación fluida con los jefes en campaña, incluso cuando las operaciones se desplazaron al norte de África. Además de estas innovaciones, el empleo de las radios se generalizó. Su interceptación relativamente fácil y la posibilidad de localizar la fuente emisora condujeron a varios intentos para reducir el grado de indiscreción. El más notable tuvo de nuevo patente alemana y se desarrolló para su empleo por los submarinos. Estos últimos debían subir a superficie para ponerse en comunicación con el mando, en la metrópoli; el tiempo de la transmisión facilitaba su localización por el enemigo. Para resolver el problema se transmitían los mensajes grabados en registradoras de alta velocidad. Estos mensajes comprimidos podían transmitirse en menos de un segundo. En tierra, el receptor pasaba el mensaje por un registrador de baja velocidad, con lo que se conseguía su lectura normal. Al cabo de algunos meses, sin embargo los aliados inventaron un radiogoniómetro automático, que permitía localizar el submarino, a pesar de la extrema brevedad de sus mensajes, por el procedimiento habitual de la toma de más de una demora y su posterior triangulación. Los alemanes por su parte, descubrieron que las ondas de radio extremadamente largas penetraban la capa superficial del océano. En lo que se refiere al radar, todavía se encuentra extendida la idea de que fue un invento británico. En realidad, el sistema fue desarrollado casi al mismo tiempo, a mediados de los años treinta, por alemanes, británicos y norteamericanos. Alemania disponía de radares operativos en 1939, pero fueron poco utilizados en sus campañas de ese año y el siguiente, debido a dos circunstancias: la primera, que el empleo del radar se adecuaba para operaciones defensivas, en tanto que los alemanes no dejaron de estar a la ofensiva durante todo ese tiempo; la segunda, el temor del mando alemán a que los nuevos sistemas pudiesen caer en manos de sus enemigos, de quienes ignoraban que hubiesen desarrollado el radar por sus propios medios. La importancia del uso de este nuevo y fundamental medio de guerra electrónica comenzó, por todo ello, durante la denominada batalla de Inglaterra, en el verano y el otoño de 1940, cuando las estaciones desplegadas a lo largo de la costa inglesa permitieron la detección precoz de los ataques aéreos alemanes. Estos primeros radares tenían limitaciones: únicamente proporcionaban datos sobre demora y distancia de las formaciones atacantes y el contacto se perdía a corta distancia. La averiguación de la altitud debía realizarse por contacto visual, bien desde tierra, bien desde los cazas de la defensa aérea, los cuales aprovechaban la información conseguida por el radar gracias al enlace por radio con la base. El radar alcanzó muy pronto un gran empleo, y no sólo para detectar desde tierra formaciones aéreas. En 1939, el acorazado de bolsillo alemán Admiral Graf Spee -hundido en el Río de la Plata el 17 de diciembre- había empleado ya el radar para localizar otros buques. A mediados de la guerra, el radar comenzó a ser instalado en los aviones, para empleo aire-aire y aire-superficie. Esta última modalidad tenía grandes limitaciones debido a que los sistemas eran muy primitivos y resultaban perturbados por el eco terrestre, pero resultaba eficaz en caso de que hubiese grandes masas de agua: por ejemplo, permitía distinguir con claridad la línea de la costa o la existencia de grandes ríos, como el Rin o el Elba a su paso por Hamburgo. Esta circunstancia explica la dramática precisión de los bombardeos nocturnos sobre dicha ciudad hanseática, instalada en un punto donde el Elba se divide en dos brazos. A lo largo del conflicto, uno y otro bando progresaron extraordinariamente en la aplicación del radar en dos vías paralelas: por un lado, la mejora de los equipos disponibles; por otro, el empleo de métodos para anular los sistemas del enemigo, es decir, negar el uso por el enemigo del espectro electromagnético. Había nacido el moderno concepto de guerra electrónica. Cabe citar, por parte alemana, dos grandes avances: el radar tridimensional y el interceptador de radar. Los primeros equipos alemanes Freya- podían localizar un avión a 200 kilómetros de distancia, pero el contacto se perdía a unos 30 km. En 1942, su industria logró poner a punto el Würzburg, que trabajaba en una longitud de onda centimétrica -50 cm-, frente a la onda métrica -2,5 m- del Freya. Su alcance era más reducido -unos 75 kilómetros-, pero no sólo indicaba la demora y distancia de los aviones, sino también su altitud. El contacto, además, no se perdía a corta distancia, con lo cual era capaz de dirigir los aviones de caza y el tiro de las baterías alemanas. A partir de entonces, ambos sistemas actuaron de forma asociada. El interceptador de radar permite advertir la presencia de un radar antes de que el radar le localice a uno. Ese sistema es completamente pasivo -se limita a recibir, no emite- y fue empleado por los cazas nocturnos alemanes para guiarse hacia los bombarderos aliados, que iban dotados con radar para detectar la presencia de cazas enemigos. El modelo más utilizado de interceptador -el Flensburg- podía localizar las señales de los radares de cola de los bombarderos británicos a una distancia máxima de 70 km. Su inconveniente era que la anchura del lóbulo era muy reducida y si el objetivo realizaba maniobras bruscas el contacto se perdía. La gran aportación británica fue el magnetrón, que utilizaba válvulas de alta potencia y podía funcionar en longitudes de onda muy cortas, del orden de los 10 cm. Su precisión era, por tanto, muy superior.