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Pintor
Desgraciadamente, desconocemos la mayoría de los datos biográficos de Jacob Peter Gowy. Supuestamente, nacería en Amberes donde se formó, concretamente en el taller de Paul van Oberbeeck, hacia 1632-1633. Obtuvo el título de maestro - que le convertía en pintor independiente y le suponía obtener encargos - hacia 1636-1637, formando parte del próspero taller de Rubens. Será aquí donde realice numerosas colaboraciones, siguiendo los bocetos del maestro ante los numerosos lienzos destinados a la madrileña Torre de la Parada, pabellón de caza de Felipe IV para el que también trabajaría Velázquez. El estilo de Gowy es claramente heredero del barroquismo de Rubens.
contexto
El desarrollo de las concepciones académicas en la segunda mitad del siglo XVIII situó el arte dentro de los caracteres de una función de desarrollo social no reconocido hasta entonces. Pero ni este reconocimiento, ni el esfuerzo ortodoxo de la opción académica en materia estética, debilitaron otras ideas, que siguieron el curso de una progresiva independización y consolidación, sustentadas en un arte creador que también reproducía con absoluto rigor la cultura artística de aquel tiempo.Precedida la etapa por el desarrollo del clasicismo, o mejor de los clasicismos, de la polémica racionalista, de las actitudes hacia lo antiguo y a la reconstrucción científica del patrimonio clásico, causa un gran efecto que el pintor Goya se afirme con una obra hostil al encanto de todas aquellas especulaciones. Da la impresión de que Goya aprecia con claridad que su espacio personal está articulado con suficiente amplitud, para crear su propia independencia, y que no es compatible con la rígida y represiva disciplina académica. Tal vez el fracaso de no ser admitido en la Institución académica propiciara un excitante añadido. Pero es obvio reconocer que, en el panorama de aquella época, el pintor busca otras vías de enriquecimiento, cuando su sensibilidad vive las horas del pleno despertar. Su pintura logra desarrollar un lenguaje de fórmulas avanzadas por la concentración expresiva que confiere a los personajes o por la autenticidad con la que formula la realidad humana. Esta solidaridad embarca la obra de Goya en una audaz empresa analítica y creadora que recaba fórmulas de gran arte en un compendio de pintura futura.Después de estudiar en las Escuelas Pías de Zaragoza y pasar por el taller del pintor Luzán, concurre a la Academia en dos ocasiones (1763 y 1766) sin ser admitido. Emprende su viaje a Roma, desde donde concursa a la Academia de Parma con el tema de Aníbal pasando los Alpes, siendo elogiada su obra por el jurado. Es entonces cuando pinta los temas mitológicos Sacrificio a Vesta y Sacrificio a Pan, conciliando la enseñanza italiana recibida. A su regreso a Zaragoza ejecuta las pinturas para la Capilla del Palacio de Sobradiel, en las que se muestra deudor de Italia y de Francia, aunque existen unos principios de expresión personal, de virilidad y de extraño valor heroico. En 1772, en el fresco de la bóveda del Coreto, en la basílica del Pilar, en la Adoración del Nombre de Dios busca ya una tensión plástica esencial, sirviéndose de un color fantástico, puro y delicado, con el que parece haber condescendido al estilo original de Tiépolo, o más bien, al decoratismo barroco romano, que durante tantos decenios había sido de influjo poderoso. Recortando la escena sobre amplísimo panorama, recurre a los artificios de la composición barroca en el tono individual que le caracteriza y que revaloriza en las pinturas para la Cartuja del Aula Dei, en 1774, destacándose con más fuerza su actitud personal ante la composición de valor decorativo.Madrid, escenario en el que se sitúa el momento culminante del debate ideológico-artístico, se convierte también en el escenario de la vida del pintor aragonés. Se integra en los trabajos de la Real Fábrica de Tapices, en 1775, y realiza varias series de cartones con destino a la elaboración de tapices para los palacios reales. Son un total de sesenta y tres, y pese a la prevista revisión a la que se someten estas obras, intervino de un modo natural, desplegando las escenas sobre elegantes paisajes y adhiriéndose de modo claro a un estilo popular, de captación sensible, en el que se mide el acento enérgico de su rica personalidad. Son obras esenciales, que multiplican las siluetas de una serie de figuras populares, creadas en una atmósfera naturalista. La caza del jabalí, El quitasol, Los jugadores de naipes, El cacharrero, La novillada, La vendimia, La era, etc... nos adentran en los tonos apagados o luminosos, con un sentido de la observación y de la crítica admirable, trocando en signos de la vida real lo que ha sido abstracto o simbólico.Como artista de grandes posibilidades, afrontó la experiencia del grabado. La utiliza para traducir al aguafuerte temas destacados del pintor Velázquez. Fueron trece grabados dados a conocer en 1778, en los que se demuestra su acercamiento al pintor barroco sevillano, que ha de plegar después, en algún caso, a su propia poética. Dos obras realizadas entre 1778 y 1780 nos acercan a lo que va a ser su estilo característico, desigual, que se resiente en unos casos de extrema agudeza crítica y en otras ocasiones se desliza hacia medios de expresión disciplinados. El agarrotado establece esa imagen áspera, de enigmático drama, que va a pesar aguda y macerante en su trayectoria, y el Cristo crucificado, que explica lo ideal y lo sensible con pinceladas de refinamiento.No rechaza el seductor encargo de pintar al fresco la cúpula del Pilar de Zaragoza, Regina Martirum, obra que no complació a su cuñado Francisco Bayeu. En ella bosqueja esa amplia respiración del espacio que, aunque ya de un cierto arcaísmo heredado, fue enriquecido por exigencias de dibujo y color, postulando metas de libertad, frente a la jerarquización clasicista. En competencia con pintores célebres de Madrid, realiza la Predicación de San Bernardino de Siena, en San Francisco el Grande, obra disciplinada y ceremonial, con personajes del más alto grado expresivo. Su ingreso en la Academia amplió el círculo de sus relaciones personales. Esta circunstancia le permitió retratar a los más altos personajes del Estado, abriéndose una de sus líneas creativas más sorprendentes. El retrato del Conde de Floridablanca (1783), explica las líneas pictóricas que a Goya interesan, al recrear su propia conveniencia iconográfica, grandiosa en ocasiones y retórica. Explicita las certidumbres de su arte, que pone igualmente de relieve en los retratos del infante Don Luis Antonio y familia, realizados en Arenas de San Pedro, en los que reafirma su visión del ser humano. Su pintura cumple la función de retratar la vida fatigada del hermano de Carlos III y la memoria de los implicados en la soledad de su destierro. Es la época en que los Duques de Osuna manifiestan su protección al pintor, que se traduce en dos obras de extrema perfección. En la Duquesa de Osuna otorga a la textura una atención nueva. En la Familia del Duque de Osuna distribuye de un modo mágico la luz creando una atmósfera saturada, sobre la que resalta la gracia de las figuras infantiles. También para los Osuna pintó El columpio y La cucaña en una regresión a sus temas populares.Los contrapuntos son frecuentes en el arte de Goya. Pero en él hay a veces esfuerzos de adaptación, como sucede en los episodios que pinta para la Catedral de Valencia con el tema de la Vida de San Francisco de Borja. Pero su elección retratística continúa, y con plena riqueza de efectos, se manifiesta en los retratos de Cabarrús y del Conde de Altamira, minuciosos en el dibujo y de color brillante. Son obras de gran firmeza por su poder gráfico sin precedentes. Esta seguridad le conduce a los retratos de Carlos IV y María Luisa, tras ser nombrado Pintor de Cámara. En 1792, quebrantada su salud durante una estancia en Andalucía, afectado por una sordera, Goya se aleja temporalmente de la pintura. Volverá a ella con unos cuadros de gabinete pintados sobre planchas de hojalata con escenas taurinas y otros temas de inspiración audaz que contradicen, por su tensión anímica, el reposo de su pintura en los últimos años. En la última década el pintor se incorpora al retrato, al tema religioso y a la actividad de grabador y dibujante, de la que han quedado obras maestras. Es el reto a su abatimiento, que encuentra en Los Caprichos un medio de evasión por la intención satírica y crítica de los argumentos. Goya parece contraer un compromiso personal con su época sobre un soporte ideológico cada vez mejor definido. La obra del pintor en la transición entre los dos siglos se cierra en un mundo artístico de despliegue múltiple. Pintó, en 1797, los medios puntos para la Santa Cueva de Cádiz, recordando en la Ultima Cena a los maestros del siglo XVII. Realizó el Prendimiento de la Sacristía de la Catedral de Toledo, con sabios brillos y el gesto intenso, y decoró la bóveda de San Antonio de la Florida, creando en su perspectiva anular el punto de fuga y la visión espacial como telón de fondo de una humanidad, que en su propia fuerza emocional se sobrepone al milagro. También pintó La Tirana, con su gesto agresivo, y la Condesa de Chinchón, dulce y refinada. Goya, hacia 1800, nos sigue anunciando su complacencia como observador de mundos distintos, el contrapeso de un humanismo cándido y estereotipado que se desliza entre sus pinceles con suma delicadeza, y aquel en el que nos hace sentir un sentimiento, real e implacable, de la vida.
contexto
El artista más representativo no sólo de la Ilustración española sino de la europea es Francisco de Goya (1746-1828). Su personalidad a la vez genial y dúctil es reflejo de su naturaleza y de su época. Ningún pintor del momento llegó a profundizar tan agudamente en el subconsciente humano y a practicar su arte ateniéndose a las diversas corrientes cultivadas en su época; como Beethoven, va de lo más delicado a la bravura desgarrada. Si en los primeros momentos asimila el barroquismo guiaquintesco, en su viaje a Italia conoce el clasicismo romano y el neoclasicismo que tímidamente practican los pintores contemporáneos. Su amistad con el pintor polaco Küntz le pone en contacto con Piranesi, quien influirá en algunas de sus obras posteriores. A su retorno a Zaragoza se mantiene en un eclecticismo vacilante pero su personalidad se va acrecentando. Es en Madrid, en 1774, cuando el prestigio y el poder de Mengs le obligan a aceptar sus formulaciones. Ahora bien, su idiosincrasia hace que, aunque practique el neoclasicismo como ejercicio disciplinario, sus obras tengan siempre un carácter muy suyo. En sus cartas señala cómo en ocasiones ha de utilizar el estilo neoclásico, al que denomina arquitectónico, para los encargos oficiales, como cuando realiza las pinturas para la iglesia de Santa Ana (Valladolid) por encargo de Carlos III. En ocasiones su afán de independencia es coartado por las imposiciones de los patronos; así, la Junta de Fábrica de la basílica de El Pilar intenta que Goya modifique en la cúpula de Regina Martirum (1780-1781) sus formas sueltas, abocetadas, en consonancia con el gusto del momento. A pesar de las presiones Goya se resiste y tan sólo cubre la desnudez de la Caridad, en una de las pechinas. Estas interferencias le causan sinsabores. Al retornar a Madrid le comunica a su amigo Zapater: "En acordarme de Zaragoza y pintura me quemo vivo". Mientras tanto, en Madrid, su Crucificado, efectuado en 1780 para su ingreso en la Academia, recibía elogios de los eruditos, debido a la aceptación de las formas mengsianas, si bien la cabeza presenta libertades ajenas a estos cánones. Seis años después sus juegos estilísticos se habían perfeccionado, logrando entusiasmar a sus admiradores, tanto cuando prefiere el lenguaje arquitectónico como el modo efectista. Dentro del neoclasicismo utiliza sus composiciones oficiales; sin embargo, en los mejores retratos, como el de Francisco Bayeu del Museo de Valencia (1786) -cuya belleza y soltura en los negros no se había conseguido desde Velázquez-, preconiza los de Delacroix. Esta dualidad es especialmente perceptible en las dos Majas: si en la desnuda utiliza el método arquitectónico -ha de fecharse entorno a 1796-, la vestida -realizada unos cinco años más tarde- muestra calidades que anteceden a las de Manet. La Marquesa de Santa Cruz, también en El Prado, por sus texturas y composición -ligada a Madame Recamier, de David, y a Paolina Borghese, de Canova- corresponde a esa última fecha. Indudablemente, la vertiente romántica se acentúa en la producción de Goya, llegando en las Pinturas Negras y en sus obras de Burdeos a un expresionismo no igualado en su tiempo. También en los temas muestra una dualidad característica del romanticismo y propia de su personalidad: así, mientras es el más sanguinario flagelador de los vicios frailescos, efectúa algunas de las obras más bellas de la pintura religiosa de su tiempo, entre las que destaca la impresionante Comunión de San José de Calasanz, llevada a cabo momentos antes de realizar su voluntario destierro. Las modas y los modos cuestan mucho su arraigo en España, pero conseguido este objetivo también es dificultosa su implantación. La ocupación napoleónica del territorio español en 1808 hace cambiar la ideología de media sociedad española. La expulsión de las tropas francesas no basta para arrancar la simiente liberal. Un cambio social se había iniciado, pero sólo hasta la muerte de Fernando VII no desaparece de forma definitiva el Antiguo Régimen. En la pintura, el clasicismo, lo mismo que en la arquitectura y en la escultura, se aúna al romanticismo, surgiendo una corriente ecléctica. Unicamente en la pintura de caballete, a mediados del siglo XIX, se ven obras puramente románticas mientras que en la mural que adorna algunos edificios, como el Salón del Congreso, el clasicismo permanece hasta etapa muy tardía. Indudablemente, Vicente López y José de Madrazo son los dos primeros pintores hispanos que se muestran en cierto modo inscritos en el movimiento clásico-romántico. Así, el primero une a un clasicismo internacional connotaciones realistas de origen hispano. En los retratos de Félix López y de la Señora de Delicado, en el Casón, llega a acentuar los rasgos con cierta crueldad; el rostro del anciano músico está marcado por los achaques de la vejez, y en la dama de la burguesía su carácter varonil es resaltado por la sombra del bigote. Por el contrario, algunos de sus personajes están en la línea de lo mejor de la pintura inglesa de su época. José de Madrazo, formado en París junto a David, se mantiene en la línea de su maestro, si bien conforme pasan los años acepta elementos provenientes del romanticismo nazareno. Es en la pintura costumbrista y en el paisaje donde los pintores románticos españoles logran expresar su personalidad con independencia. Así, Eugenio Lucas y Francisco Lameyer heredan la veta brava de Goya, y Genaro Pérez Villaamil, partiendo del paisajismo británico, inicia un género que tendrá en la segunda mitad del siglo una gran preponderancia en el territorio hispano. Sin embargo, las Academias de Bellas Artes intentan coartar estas libertades románticas en los primeros momentos, lo que produce un enfrentamiento con los jóvenes pintores. El sevillano Antonio María Esquivel, desde la revista "El Panorama", ataca con cierto desorden al sistema académico de enseñanza y defiende la libertad de expresión, pintando algunos de los pocos desnudos femeninos de la pintura decimonónica española. El barcelonés José Galofré, en 1851, en su libro "El artista en Italia...", inicia una batalla despiadada contra la enseñanza y teorías académicas. Ello origina una polémica que hace meditar a algunos miembros de la Academia de San Fernando sobre las necesidades renovadoras. Galofré llega a escribir "O refórmense las Academias o destrúyanse como cosa inútil y de poco fruto". Federico de Madrazo, secundado por algún que otro académico, intenta defender el último reducto del clasicismo, mas la suerte está echada. Pronto algunos de estos jóvenes y belicosos artistas pasarán a ocupar los sillones de la vetusta institución. La creación del Museo del Prado (1819), sin quererlo el soberano fundador Fernando VII, se convertirá en el centro donde se inician las libertades románticas. En sus salas, jóvenes copistas como Rosales y Fortuny, al tomar apuntes de la obra de Velázquez y Goya descubrirán de nuevo el color y la luz en las pinturas que las autoridades académicas negaban. Los polvorientos yesos traídos por Mengs ya no entusiasman a los aprendices de pintor, son los pintores de El Prado los que les encandilan.
Personaje
Pintor
Los grandes genios son siempre difíciles de encasillar. Habitualmente, ellos marcan las pautas de un estilo concreto pero a veces, y es el caso de Goya, se desvinculan del estilo característico de su tiempo. Quizá la figura de Goya sea más atrayente por lo que supone de ruptura. Francisco de Goya y Lucientes nace en un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza llamado Fuendetodos el 30 de marzo de 1746. Sus padres formaban parte de la clase media baja de la época; José Goya era un modesto dorador que poseía un taller en propiedad y poco más, de hecho "no hizo testamento porque no tenía de qué" según consta en su óbito parroquial. Engracia Lucientes pertenecía a una familia de hidalgos rurales venida a menos. La familia tenía casa y tierras en Fuendetodos por lo que el pintor nació en este lugar, pero pronto se trasladaron a Zaragoza. En la capital aragonesa recibió Goya sus primeras enseñanzas; fue a la escuela del padre Joaquín donde conoció a su amigo íntimo Martín Zapater y parece que acudió a la Escuela de dibujo de José Ramírez. Con doce años aparece documentado en el taller de José Luzán, quien le introdujo en el estilo decadente de finales del Barroco. En este taller conoció a los hermanos Bayeu, muy importantes para su carrera profesional. Zaragoza era pequeña y Goya deseaba aprender en la Corte; este deseo motiva el traslado durante 1763 a Madrid, participando en el concurso de las becas destinadas a viajar a Italia que otorgaba la Academia de San Fernando, sin obtener ninguna. En la capital de España se instalará en el taller de Francisco Bayeu, cuyas relaciones con el dictador artístico del momento y promotor del Neoclasicismo, Antón Rafael Mengs, eran excelentes. Bayeu mostrará a Goya las luces, los brillos y el abocetado de la pintura. Durante cinco años permaneció en el taller, concursando regularmente en el asunto de la pensión, siempre con el mismo resultado. Así las cosas, decidió ir a Italia por su cuenta; dicen que llegó a hacer de torero para obtener dinero. El caso es que en 1771 está en Parma, presentándose a un concurso en el que obtendrá el segundo premio; la estancia italiana va a ser corta pero muy productiva. A mediados de 1771 está trabajando en Zaragoza, donde recibirá sus primeros encargos dentro de una temática religiosa y un estilo totalmente académico. El 25 de julio de 1773 Goya contrae matrimonio en Madrid con María Josefa Bayeu, hermana de Francisco y Ramón Bayeu por lo que los lazos se estrechan con su "maestro". Los primeros encargos que recibe en la Corte son gracias a esta relación. Su destino sería la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, para la que Goya deberá realizar cartones, es decir, bocetos que después se transformarán en tapices. La relación con la Real Fábrica durará 18 años y en ellos realizará sus cartones más preciados: Merienda a orillas del Manzanares, El Quitasol, El Cacharrero, La Vendimia o La Boda. Por supuesto, durante este tiempo va a efectuar otros encargos importantes; en 1780 ingresa en la Academia de San Fernando para la que hará un Cristo crucificado, actualmente en el Museo del Prado. Y ese mismo año decora una cúpula de la Basílica del Pilar de Zaragoza, aunque el estilo colorista y brioso del maestro no gustara al Cabildo catedralicio y provocara el enfrentamiento con su cuñado Francisco Bayeu. Al regresar a Madrid trabaja para la recién inaugurada iglesia de San Francisco el Grande por encargo de un ministro de Carlos III. En Madrid se iniciará la faceta retratística de Goya, pero será durante el verano de 1783 cuando retrate a toda la familia del hermano menor de Carlos III, el infante D. Luis, en Arenas de San Pedro (Ávila), sirviéndole para abrirse camino en la Corte, gracias también a su contacto con las grandes casas nobiliarias como los Duques de Osuna o los de Medinaceli, a los que empezará a retratar, destacando la Familia de los Duques de Osuna, uno de los hitos en la carrera de Goya. Carlos IV sucede a su padre en diciembre de 1788; la relación entre Goya y el nuevo soberano será muy estrecha, siendo nombrado Pintor de Cámara en abril de 1789. Este nombramiento supone el triunfo del artista y la mayor parte de la Corte madrileña pasa por su estudio para hacerse retratos, que cobra a precios elevados. Durante 1792 el pintor cae enfermo; desconocemos cuál es su enfermedad pero sí que como secuela dejará a Goya sordo para el resto de sus días. Ocurrió en Sevilla y Cádiz y en Andalucía se recuperará durante seis meses; esta dolencia hará mucho más ácido su carácter y su genio se verá reforzado. El estilo suave y adulador dejará paso a una nueva manera de trabajar. Al fallecer su cuñado en 1795 ocupará Goya la vacante de Director de Pintura en la Academia de San Fernando, lo que supone un importante reconocimiento. Este mismo año se iniciará la relación con los Duques de Alba, especialmente con Doña Cayetana, cuya belleza y personalidad cautivarán al artista. Cuando ella enviudó, se retiró a Sanlúcar de Barrameda y contó con la compañía de Goya, realizando varios cuadernos de dibujos en los que se ve a la Duquesa en escenas comprometidas. De esta relación surge la hipótesis de que Doña Cayetana fuera la protagonista del cuadro más famoso de Goya: la Maja Desnuda. Pero también intervendrá en la elaboración de los Caprichos, protagonizando algunos de ellos. En estos grabados Goya critica la sociedad de su tiempo de una manera ácida y despiadada, manifestando su ideología ilustrada. En 1798 el artista realiza la llamada Capilla Sixtina de Madrid para emular a la romana de Miguel Ángel: los frescos de San Antonio de la Florida, en los que representa al pueblo madrileño asistiendo a un milagro. Este mismo año firma también el excelente retrato de su amigo Jovellanos. El contacto con los reyes va en aumento hasta llegar a pintar La Familia de Carlos IV, en la que el genio de Goya ha sabido captar a la familia real tal y como era, sin adulaciones ni embellecimientos. La Condesa de Chinchón será otro de los fantásticos retratos del año 1800. Los primeros años del siglo XIX transcurren para Goya de manera tranquila, trabajando en los retratos de las más nobles familias españolas, aunque observa con expectación cómo se desarrollan los hechos políticos. El estallido de la Guerra de la Independencia en mayo de 1808 supone un grave conflicto interior para el pintor ya que su ideología liberal le acerca a los afrancesados y a José I mientras que su patriotismo le atrae hacia los que están luchando contra los franceses. Este debate interno se reflejará en su pintura, que se hace más triste, más negra, como muestran El Coloso o la serie de grabados Los Desastres de la Guerra. Su estilo se hace más suelto y empastado. Al finalizar la contienda pinta sus famosos cuadros sobre el Dos y el Tres de Mayo de 1808. Como Pintor de Cámara que es debe retratar a Fernando VII quien, en último término, evitará que culmine el proceso incoado por la Inquisición contra el pintor por haber firmado láminas y grabados inmorales y por pintar la Maja Desnuda. A pesar de este gesto, la relación entre el monarca y el artista no es muy fluida; no se caen bien mutuamente. La Corte madrileña gusta de retratos detallistas y minuciosos que Goya no proporciona al utilizar una pincelada suelta y empastada. Esto provocará su sustitución como pintor de moda por el valenciano Vicente López. Goya inicia un periodo de aislamiento y amargura con sucesivas enfermedades que le obligarán a recluirse en la Quinta del Sordo, finca en las afueras de Madrid en la que realizará su obra suprema: las Pinturas Negras, en las que recoge sus miedos, sus fantasmas, su locura. En la Quinta le acompañaría su ama de llaves, D?. Leocadia Zorrilla Weis, con quien tendrá una hija, Rosario. De su matrimonio con Josefa Bayeu había nacido su heredero, Francisco Javier. Goya está harto del absolutismo que impone Fernando VII en el país, así que en 1824 se traslada a Francia, en teoría a tomar las aguas al balneario de Plombières pero en la práctica a Burdeos, donde se concentraban todos sus amigos liberales exiliados. Aunque viajó a Madrid en varias ocasiones, sus últimos años los pasó en Burdeos donde realizará su obra final, la Lechera de Burdeos, en la que anticipa el Impresionismo. Goya fallece en Burdeos en la noche del 15 al 16 de abril de 1828, a la edad de 82 años. Sus restos mortales descansan desde 1919 bajo sus frescos de la madrileña ermita de San Antonio de la Florida, a pesar de que le falte la cabeza ya que parece que el propio artista la cedió a un médico para su estudio.
contexto
La complejidad de las propuestas estéticas, artísticas y arquitectónicas de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siguiente impiden reducir esa época a una esquemática y errónea oposición entre Neoclasicismo y Romanticismo. Es más, la modernidad del proyecto ilustrado, oscilante entre la razón, la historia y la construcción de una nueva sensibilidad, abrió el camino a soluciones figurativas y formales que, siendo en ocasiones distintas, respondían a supuestos ideológicos semejantes y también al revés. Más aún, también se ha podido comprobar cómo las tradiciones nacionales actuaban controlando las intenciones universalistas del clasicismo, convirtiendo la idea de este último en múltiples clasicismos, incluso a veces confundiéndolos con posturas directamente anticlásicas. Pues bien, si David pudo hacer histórico y comprometido políticamente su clasicismo, hubo un pintor, estricto contemporáneo suyo, que hizo histórica su biografía, su experiencia privada y pública, y lo hizo sin estilo, o mejor, usando todos los que se ponían a su alcance, usando los lenguajes en función de la propia pintura o del acontecimiento o tema a representar, de tal forma que da la impresión que sea el propio arte de la pintura el que alimente la de Goya. Mientras el arte de David se presentaba como un presagio de los tiempos, anticipaba y guiaba el lenguaje de una revolución, el de Goya siempre estuvo en la periferia, pero no para establecer distancias, sino para mirar apasionadamente sin llegar a perderse en las tareas. Goya no pintó la historia, sino su interpretación de la misma y lo hizo comprometido y contaminado por las ideas cotidianas, por eso él mismo y su pintura cambiaron con el paso de los tiempos y lo cierto es que, como a David, le tocó vivir una época especialmente convulsa, la que en España representa la monarquía de los Borbones, desde el pacífico reinado de Fernando VI a la monarquía clemente y reformista de Carlos III, del frágil Carlos IV al reinado trágico para España de Fernando VII, pasando por la contradictoria presencia del breve período en el que José Bonaparte fue rey, un período en el que Goya anduvo, con la Guerra de la Independencia por medio, indeciso entre su carácter de invasor y su proyecto de modernización. Si su pintura no puede ser adscrita a un estilo preciso, menos aún puede serlo la iconografía de sus imágenes, especialmente a partir de los años noventa del siglo XVIII. Pintó la noche, el lado oscuro de la razón, lo que no aparecía en los cuadros de David y todo el mundo daba por supuesto, el lado monstruoso y siniestro de la realidad. Pintó las sombras de la vida pero no las hizo sublimes, pintó las costumbres y hábitos de la sociedad, sus tópicos y supersticiones, pero no los hizo pintorescos, y menos en un sentido descriptivo, tan cerca estaba su pintura de la vida, de su vida. Y esa proximidad a las zonas ocultas de lo real, ocultas al menos para el arte de la pintura, le permitió proponer temas ejemplares, de alto valor moral, sin necesidad de recurrir a historias clásicas, sino observando lo cotidiano, sin dejar escapar nada, ni el terror, ni la pesadilla, ni el sueño. Francisco de Goya (1746-1828), formado con un pintor local como José Luzán, también viajó a Italia en 1770 y, gracias al reciente descubrimiento de su "Cuaderno Italiano", ha podido reconstruirse el itinerario realizado y las obras y pintores que atrajeron su atención. En España conoció, además de las colecciones reales de los Austrias (de Tiziano o Rubens a Velázquez), la pintura de Giaquinto y Amiconi, la de Giambattista Tiepolo (1696-1770) y la de Mengs, ambos llamados por Carlos III para decorar el Palacio Real Nuevo de Madrid, y, sin duda, le interesó más el primero. Entre el clasicismo de Mengs y el color de Tiepolo, se quedó, frente a Winckelmann, con el del segundo. El pasado pictórico era para Goya un cajón de soluciones, no un modelo ideal. Todo le servía y lo utilizaba, por eso cuando en uno de sus célebres "Caprichos", publicados en 1799, se representaba a sí mismo bajo el título genérico de El sueño de la razón produce monstruos, en realidad, lo que pretendía señalar era al "autor soñando", como en efecto dejó escrito en uno de los dibujos preparatorios. Goya era capaz de convertir la realidad, su realidad, el sueño, su sueño, en figuración abstracta y de valor universal. Después de una breve estancia en Madrid, entre 1763 y 1766, vinculado a las actividades de la Academia de San Fernando y hasta que es llamado definitivamente a la corte, en 1774 y precisamente por Mengs, por entonces también director de la Real Fábrica de Tapices, cuya función fundamental era la de decorar los palacios de los Sitios Reales, Goya pintó en Zaragoza, próximo al círculo de los Bayeu. Son años en los que trabaja en el Coreto del Pilar de Zaragoza y realiza la serie sobre La vida de la Virgen para la Cartuja de Aula Dei de 1774. Entre ese año y la muerte de Carlos III en 1788 dedicó buena parte de su actividad a la tarea de realizar sus posteriormente célebres cartones para tapices, en los que la temática solicitada por los reyes estaba basada fundamentalmente en aspectos de la vida cotidiana y popular de la época, asuntos amables en general, tratados con soltura de color y empastes que recuerdan la tradición barroca y rococó, pero con una facilidad compositiva que permite pensar en ellos como en el verdadero laboratorio pictórico de Goya. Son también los años en los que consolida su posición en la corte y en la propia Academia de San Fernando, en la que es admitido como académico en 1780. La temática popular de los cartones forma parte de la pretensión de la monarquía y de la aristocracia ilustrada y reformista de idealizar su propio entorno, incluso de falsear la historia. De este modo, los personajes representados y sus actividades (majos y majas, petimetres, soldados, niños, feriantes, escenas festivas, etc.), lejos de pretender ser una imagen de lo real, eran convertidos en simulaciones en las que no se exalta tanto la vida pacífica e ingenuamente feliz del pueblo, cuanto los efectos benéficos del ejercicio del poder por parte de reyes, nobles y clérigos. En este género de pintura para la Fábrica de Tapices, pero también en lienzos autónomos, participaron con Goya otros artistas como José del Castillo (1737-1793), Francisco Bayeu (1734-1795) o Ramón Bayeu (1746-1793), entre otros muchos. Los cartones de Goya también pueden ser interpretados, en relación a los temas, como consecuencia del interés que la tímida Ilustración Española puso en obtener todos los datos de lo real con el fin de proyectar y amparar las reformas sociales, políticas y económicas que el país reclamaba y que el clemente Carlos III parecía dispuesto a conceder. Esos temas, tratados con frecuencia con una insólita soltura pictórica, más próxima al boceto que a la pintura terminada y capaz de ser reproducida en los talleres de tapices, esconden, sin duda, muchos problemas. Así, si el clasicismo internacional, y especialmente David, veía en esos temas cotidianos resueltos con un lenguaje barroco o rococó tanto un género menor, poco aleccionador ni ejemplar, como una representación visual de la corrupción de las academias y del Antiguo Régimen, Goya, sin embargo, descubrió las posibilidades que la representación de lo cotidiano ofrecía tanto desde un punto de vista ideológico como pictórico. Por eso, muchos de sus cartones tienen aire de boceto, entendido como espacio de libertad y no como continuidad académica o tradicional, y, además, los asuntos narrados le permitían acentuar sus dotes de observación sobre la naturaleza y sobre los comportamientos, sabiendo sacar inmediatamente partido pictórico y crítico a esa aproximación a la realidad, aunque circunstancialmente cumplieran funciones meramente ornamentales. Entre los cartones más célebres, en los que se apuntan algunos ejemplos de lo comentado, cabe recordar El paseo de Andalucía (1777, Madrid, Museo del Prado), El quitasol (1777, Madrid, Museo del Prado), incluso las escenas violentas o menos dulces de la vida cotidiana como La riña en la Venta Nueva (1777, Madrid, Museo del Prado), El ciego de la guitarra (1778, Madrid, Museo del Prado), El invierno (1786-1787, Madrid, Museo del Prado) o las dos versiones de un tema en el que sólo cambian los gestos de la cara para producir dos narraciones complementarias, El albañil borracho y El albañil herido (1786-1787, Madrid, Museo del Prado), sin olvidar el ejercicio de crítica artística antibarroca que puede observarse en el entendido que mira cuadros en La feria de Madrid (1778-1779, Madrid, Museo del Prado). Aunque ciertamente es a partir de los años noventa cuando la obra de Goya adquiere toda su inquietante grandeza y modernidad, cabe señalar que ya durante la segunda mitad del decenio anterior comienza a anticipar pictóricamente la complejidad posterior. Desde la feliz imagen que todavía proporcionan pinturas como La pradera de San Isidro (1788, Madrid, Museo del Prado) a la tenebrosa y fantástica iconografía que presenta una pintura religiosa como San Francisco de Borja asistiendo a un moribundo impenitente (1788, Valencia, Catedral), en la que la aparición de seres demoníacos exorcizados por el santo son en realidad seres tan reales como la vida, incluso como el desasosiego que presenta el cuerpo del moribundo. Se trata de una pintura religiosa sí, pero también sombríamente laica. Durante esos años, además, Goya consolida su posición como Pintor de Cámara y Pintor del Rey, tiene también un protagonismo importante en la Academia y recibe encargos que van a dar lugar a algunas obras interesantes y, sobre todo, a algunos retratos notables como el del Conde Floridablanca (1783, Madrid, Banco de España) o La marquesa de Pontejos (1786, Washington, National Gallery). Sin embargo, es la década de los años noventa la que verá aparecer toda la grandeza de Goya como pintor moderno. Justo cuando David construye el arte de la Revolución, Goya revoluciona el arte, y lo hace no tan sólo ensimismándolo, sino comprometiendo sus sentimientos y su cuerpo con la historia que le había correspondido vivir. Mientras David es protagonista de los acontecimientos políticos y artísticos, Goya los padece, interviniendo individual y contradictoriamente, vital y pictóricamente. Si el primero construye la figuración de la historia y sus nuevos héroes, Goya atrapa la imagen de la vida y del arte y descubre que en ambas no deben existir reglas impuestas y así lo dice a la Academia, en 1792, con motivo de la discusión de los nuevos planes de estudio: "No hay reglas en el arte"; pero para Goya tampoco hay héroes individuales, sino héroes colectivos, sujetos de la tragedia y de la miseria, de la ignorancia y de la desdicha, de la violencia y del desengaño. Para Goya la libertad es, sobre todo, libertad artística y se refugia en la pintura y habla desde ella sobre todo lo que ocurre a su alrededor. De ahí que sienta la necesidad de inventar un lenguaje nuevo, su lenguaje, ni clásico ni romántico, y, además, una nueva iconografía, un nuevo repertorio de imágenes que en su ambigüedad ideológica parecen perforar la historia y continuar activas. Del mismo modo que Piranesi representó la magnificencia de Roma, Goya pintó La Pradera de San Isidro, por mencionar un título, pero igual que el primero bajó a los infiernos del poder, que hicieron posible aquella Roma, con sus Cárceles, Goya buscó los abismos en cada rincón de la vida y de la noche para mostrarlos, para ilustrarlos, ya fuera con excusas biográficas o históricas, ideológicas o culturales. Y en ese proceso, el lenguaje artístico debía ser ágil, tanto como una caricatura, por eso el abocetamiento de su pintura, la deformación de sus figuras, no responde a requerimiento estilístico alguno, sólo a su necesidad de expresión. El mismo año de 1792 en el que Goya alienta a la Academia a que respete la libertad del artista, sufre una dolorosa y crítica enfermedad que muchos han querido ver como el origen biográfico de sus nuevas preocupaciones y lenguajes. Son los años que, en la leyenda de artista de que Goya goza, sin duda, ven intensificarse sus relaciones con la duquesa de Alba, a la que retrató, de aparato y subyugado, pero también la dibujó abocetada e íntima, incluso la grabó como arquetipo de la inconstancia en su serie de estampas más célebre, los "Caprichos". En este sentido, hay que recordar retratos como La duquesa de Alba (1795, Madrid, Colección Duques de Alba) o el abocetado, pequeño y monumental La duquesa de Alba y "La Beata" (1795, Madrid, Museo del Prado).Entre 1793 y 1794 pinta una serie de pequeños cuadros de gabinete, que presentó a la Academia y que explicaba de la siguiente manera a Bernardo de Iriarte: "Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males... me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete, en que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas, y en que el capricho y la invención no tienen ensanches". Una verdadera declaración de principios estéticos y artísticos en los que pintar para sí mismo, entre el capricho y la invención, sólo es paralelo a su reclamación de ausencias de reglas para el arte formulada en 1792. Entre aquellos cuadros de gabinete, pintados sobre hojalata, destacan algunos tan impresionantes como Corral de locos (1793-1794, Dallas, Meadows Museum), Interior de prisión (1793-1794, Barnard Castle, County Durham, The Bowes Museum), o El naufragio (1793-1794, Colección particular). La importancia de estos pequeños cuadros abocetados, intensamente rápidos, pero muy medidos compositivamente, pintados para sí mismo, son sin duda caprichos íntimos, pero también imágenes reales o posibles, llenas de dramatismo, de tragedia, de desorientación, especialmente su Corral de locos que, sin exagerar lo más mínimo, W. Hofmann ha comparado al desconcierto de los discípulos de Sócrates pintados por David en su monumental y ya mencionada La muerte de Sócrates, de 1787. El Corral de locos lo ha resumido eficazmente Hofmann señalando que "aquí el miedo y la codicia, el estremecimiento y la furia no tienen límites. Sin embargo, su amenazadora libertad sólo se puede hacer realidad en el reservado del Corral, es decir, en el aislamiento de una prisión". Goya, durante estos años, siguió pintando para sí mismo, al margen de los encargos, pero también es cierto que cuando se ve obligado por su cargo de pintor regio, por relaciones de amistad o por motivos económicos, a pintar, no va a renunciar a lo que esa meditación en libertad le está proporcionando. Son los años de sus mejores retratos, desde el de Sebastián Martínez (1792, Nueva York, Metropolitan Museum) al espléndido y melancólico de Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, Madrid, Museo del Prado), del muy inglés retrato de La marquesa de Santa Cruz (1797-1799, París, Museo del Louvre) o del excepcional y plateado de La condesa de Chinchón (1800, Madrid, Museo del Prado). Incluso es el momento de sus más sólidos y críticos. retratos de encargo oficial como La familia de Carlos IV (18001801, Madrid, Museo del Prado), o de los polémicos y misteriosos de La maja desnuda (1797-1800, Madrid, Museo del Prado), un desnudo que rompe con toda la tradición anterior y que ya no necesita disfrazarse mitológicamente, es exclusivamente el desnudo de una mujer, y del posterior, pensado para vestir, parece ser, al anterior, no sólo al desnudo, sino a todo el cuadro, superponiendo el segundo al primero, de La maja vestida (1800-1805, Madrid, Museo del Prado) y cuya protagonista resulta indiferente al espectador, aunque no posiblemente a Goya, ya se trate de la duquesa de Alba, lo que sólo puede mantenerse desde la leyenda, o de la amante de Manuel Godoy, Pepita Tudó, como tienden a creer otros historiadores (téngase en cuenta que las Majas de Goya compartían un salón reservado en el Palacio de Godoy con La Venus del espejo de Velázquez). El retrato de La familia de Carlos IV es contemporáneo del retrato de Napoleón cruzando los Alpes, de David, y la distancia entre ambos no es temporal, ni tampoco ideológica o estilística, sino histórica. Mientras Goya asiste al derrumbamiento de la monarquía absoluta y lo pinta, David apunta, con todos los recursos retóricos a su alcance, el nacimiento de un nuevo mundo. De esta época son también los excepcionales frescos de la iglesia de San Antonio de la Florida (1799, Madrid), una especie de lectura laica y popular de los milagros de San Antonio de Padua. A la vez Goya dibuja y graba obsesivamente su propio mundo, y se refugia en el pequeño formato y en la fragilidad del soporte de papel para crear una de las obras más fascinantes del arte europeo. Posiblemente la obra más significativa desde este punto de vista, crítico, nocturno, terrorífico, caprichoso, satírico, arbitrario, ejemplar, irónico... sea la publicación de los "Caprichos" en 1799. Una obra que es también un laboratorio de recursos gráficos, técnicos y compositivos que acompañarán a partir de ahora todas las espléndidas series de grabados que realizará. Sin duda, el grabado más célebre de los "Caprichos" es el ya mencionado El sueño de la razón produce monstruos, que puede considerarse como el manifiesto ideológico e iconográfico de todo el arte posterior de Goya. Como ha escrito Rosenblum, Goya a partir de los Caprichos "sugiere la gradual extinción de la era de las luces por la era de la oscuridad". La presencia de José Bonaparte en España y la Guerra de la Independencia habrían de constituir un argumento vital y decisivo en el arte de Goya, casi la confirmación de los monstruos que había entrevisto mientras soñaba con la razón. Ya no es sólo la Iglesia, los estamentos oficiales del poder, la miseria o la ignorancia, la superstición, la intransigencia o la ausencia de libertad, el objetivo del arte de Goya, sino que, implicado y ambiguamente distante en una guerra cruel, lanza un lamento visual que no es anecdótico ni pintoresco, sino figuración de la sinrazón. Y con ella, el lenguaje se disuelve, se oscurece, se hace incluso negro, lleno de dramática pasión, se convierte en figuración no de ideas, sino de sentimientos. La obras de estos años, entre 1808 y 1819, aproximadamente, no pueden ser más elocuentes: si retrata a Fernando VII o alegoriza a José Bonaparte, realiza, sin embargo, obras claves para la Historia del Arte y, de nuevo, bocetos íntimos y trágicos, grandes cuadros y denuncias menudas, como Fabricación de pólvora o Fabricación de balas (1810-1814, Madrid, Palacio Real), metáforas de la guerra como El coloso (1808-1812, Madrid, Museo del Prado), pero sobre todo sus dos grandes obras de esta época, El Dos de Mayo (1814, Madrid, Museo del Prado) y El Tres de Mayo (1814, Madrid, Museo del Prado), ambos referidos a la lucha patriótica del pueblo de Madrid, a comienzos de mayo de 1808, contra la invasión francesa y que Goya supo convertir en un alegato universal contra la violencia y la guerra, dos pinturas llenas de héroes anónimos, dramática y religiosamente iluminados, pero se trata de una religiosidad laica, a la manera del Marat de David, del mismo modo que casi contemporáneamente había pintado una alegoría de la afrancesada y democrática Constitución de 1812, España, el Tiempo y la Historia (1812-1814, Estocolmo, Nationalmuseum). En el Tres de Mayo, la composición, la narración, los contrastes entre la luz artificial y la oscuridad de la noche y de la muerte acentúan el drama y la injusticia de una muerte arbitraria en la que los soldados franceses, sin rostro, producen la violencia mecánicamente, ordenadamente, incluso parecen una versión irónica de los tres hermanos Horacios de David, frente a la caracterización individual y anónima de los que han muerto o van a morir. Durante estos años, Goya trataría el tema de la guerra y de la violencia en sus sobrecogedores grabados de los "Desastres" (realizados entre 1810 y 1823 y publicados en 1863). Antes de partir para Burdeos, donde moriría en 1828, realizó otra serie enigmática de grabados, "Los disparates" o "Los proverbios" (1815-1824).En 1819 Goya adquiere en Madrid la llamada Quinta del Sordo que decoraría, si ese término puede explicarlo, con una serie de pinturas murales, es decir, con sus célebres y misteriosas Pinturas Negras, realizadas entre 1820 y 1823. Pasadas a lienzo a partir de 1873, se conservan hoy en el Museo del Prado. El programa iconográfico de esas pinturas íntimas ha merecido diferentes interpretaciones, desde el carácter saturniano de una de las salas que abre la melancólica Leocadia y a la que acompañaban Dos viejos comiendo, El aquelarre, La romería de San Isidro, Dos viejos, Judith y Holofernes, el muy alterado y terrible Saturno, posiblemente la clave iconológica para entender esas pinturas. Convirtiendo su propia casa en Casa de Saturno, Goya elabora un lenguaje y un tipo de narración visual que contribuye a acentuar el dramatismo y la melancolía de las imágenes. En la planta de arriba de la casa estaban situadas Paseo del Santo Oficio, La lectura, Dos mujeres y un hombre, la enigmática Asmodea, La Parcas y el sobrecogedor El perro, en el que lo de menos es su significado, sino que lo que resulta aterrador es su absoluto vacío. La Quinta del Sordo, con independencia de las interpretaciones, estilísticas o iconológicas que se quieran dar, es, sobre todo, una casa de artista, una casa de autorrepresentación de su dueño, autorretrato en el que las imágenes, las formas, los colores, las citas, tienen sentido básicamente para el artista, como ocurría con otra célebre casa de artista ya comentada, contemporánea de la de Goya, la de J. Soane en Londres.
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Quizá la figura de Goya sea tan atrayente por lo que supone de ruptura, tanto con la pintura como con la sociedad que le rodea, convirtiéndose en el eterno insatisfecho, casi en un maldito al final de su vida. Francisco de Goya y Lucientes nace en un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza llamado Fuendetodos, el 30 de marzo de 1746. Sus padres formaban parte de la clase media baja de la época. La familia tenía casa y tierras en Fuendetodos, pero pronto se trasladaron a Zaragoza. En la capital aragonesa recibió Goya sus primeras enseñanzas; con doce años aparece documentado en el taller de José Luzán, quien le introdujo en el estilo decadente de finales del Barroco, estilo en el que realizará sus primeros trabajos. Zaragoza era pequeña y Goya deseaba aprender en la Corte; este deseo motiva el traslado en 1763 a Madrid. En la capital de España se instalará en el taller de Francisco Bayeu, cuyas relaciones con el dictador artístico del momento y promotor del Neoclasicismo, Antón Rafael Mengs, eran excelentes. Bayeu mostrará a Goya las luces, los brillos y el abocetado de la pintura. Deseoso de continuar su aprendizaje artístico, decidió ir a Italia por su cuenta. En 1771 está en Parma, presentándose a un concurso en el que obtendrá el segundo premio con el cuadro Aníbal contemplando los Alpes. La estancia italiana va a ser corta pero muy productiva. A mediados de 1771 está trabajando en Zaragoza, donde recibirá sus primeros encargos dentro de una temática religiosa y un estilo totalmente académico. El 25 de julio de 1773 Goya contrae matrimonio en Madrid con María Josefa Bayeu, hermana de Francisco y Ramón Bayeu, por lo que los lazos se estrechan con su "maestro". Los primeros encargos que recibe en la Corte son gracias a esta relación. Su destino sería la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, para la que Goya deberá realizar cartones, es decir, bocetos que después se transformarán en tapices. La relación con la Real Fábrica durará 18 años y en ellos realizará sus cartones más preciados, en los que nos presenta un sensacional retrato de la sociedad española de la Ilustración, con sus majos, majas, manolos y nobles, interesándose el maestro por los efectos de la luz y el color, aunque todavía los rostros de sus personajes no presentan una fisonomía particular. Por supuesto, durante este tiempo va a efectuar otros encargos importantes; en 1780 ingresa en la Academia de San Fernando, para la que hará un Cristo crucificado, actualmente en el Museo del Prado. Y ese mismo año decora una cúpula de la Basílica del Pilar de Zaragoza, aunque el estilo colorista y brioso del maestro no gustará al Cabildo catedralicio y provocará el enfrentamiento con su cuñado Francisco Bayeu. En Madrid se iniciará la faceta retratística de Goya. Durante el verano de 1783 retrata a toda la familia del hermano menor de Carlos III, el infante D. Luis, en Arenas de San Pedro (Avila), sirviéndole para abrirse camino en la Corte. Aprovecha también su contacto con grandes casas nobiliarias, como los Duques de Osuna o los de Medinaceli, a los que empezará a retratar o a realizar escenas para decorar sus palacetes. Carlos IV sucede a su padre en diciembre de 1788; la relación entre Goya y el nuevo soberano será muy estrecha, siendo nombrado Pintor de Cámara en abril de 1789. Este nombramiento supone el triunfo del artista y la mayor parte de la Corte madrileña pasa por su estudio para hacerse retratos, que cobra a precios elevados. Durante 1792 el pintor cae enfermo; desconocemos cuál es su enfermedad pero sí que como secuela dejará a Goya sordo para el resto de sus días. Ocurrió en Sevilla y Cádiz y en Andalucía se recuperará durante seis meses; esta dolencia hará mucho más ácido su carácter y su genio se verá reforzado. El estilo suave y adulador que hasta ahora caracterizaba la pintura de Goya dará paso a una nueva manera de trabajar. Al fallecer su cuñado Francisco Bayeu en 1795 ocupa Goya la vacante de Director de Pintura en la Academia de San Fernando, lo que supone un importante reconocimiento. Este mismo año se inicia la relación con los Duques de Alba, especialmente con Doña Cayetana, cuya belleza y personalidad cautivarán al artista. Cuando ella enviudó, se retiró a Sanlúcar de Barrameda y contó con la compañía de Goya, realizando varios cuadernos de dibujos en los que se ve a la Duquesa en escenas comprometidas. De esta relación surge la hipótesis de que Doña Cayetana fuera la protagonista del cuadro más famoso de Goya: la Maja Desnuda. En estas fechas de la década de 1790 Goya también intervendrá en la elaboración de los Caprichos, protagonizando doña Cayetana algunos de ellos. En estos grabados Goya critica la sociedad de su tiempo de una manera ácida y despiadada, manifestando su ideología ilustrada. En 1798 el artista realiza la llamada Capilla Sixtina de Madrid: los frescos de San Antonio de la Florida, en los que representa al pueblo madrileño, ubicado tras una barandilla, asistiendo a un milagro, utilizando un estilo en el que anticipa el impresionismo por la forma de trabajar y el expresionismo por los gestos de sus personajes. Goya está en la cresta de la ola y su fama como retratista se afianza, convirtiéndose en el verdadero número uno. Toda la nobleza y buena parte de la burguesía adinerada desea posar para el maestro, consiguiendo amasar una pequeña fortuna con la que se permite tener algunos lujos. El contacto con los reyes va en aumento hasta llegar a pintar La Familia de Carlos IV, en la que el genio de Goya ha sabido captar a la familia real tal y como era, sin adulaciones ni embellecimientos. La Condesa de Chinchón será otro de los fantásticos retratos del año 1800, mostrando a una delicada joven por la que Goya sentía una atracción especial. Los primeros años del siglo XIX transcurren para Goya de manera tranquila, trabajando en los retratos de las más nobles familias españolas, aunque observa con expectación cómo se desarrollan los hechos políticos. El estallido de la Guerra de la Independencia en mayo de 1808 supone un grave conflicto interior para el pintor, ya que su ideología liberal le acerca a los afrancesados y a José I, mientras que su patriotismo le atrae hacia los que están luchando contra los franceses. Este debate interno se reflejará en su pintura, que se hace más triste, más negra. Su estilo se vuelve más suelto y empastado, como muestran El Coloso o los bodegones pintados en este tiempo. Una de las obras clave de este momento es la serie de grabados titulada Los Desastres de la Guerra, serie que puede considerarse atemporal, ya que en ella se muestran las atrocidades que implica un conflicto bélico y el sufrimiento del pueblo que lo padece, lanzando Goya un grito contra toda forma de guerra o tortura. Al finalizar la contienda pinta sus famosos cuadros sobre el Dos y el Tres de Mayo de 1808, en los que narra de manera directa el origen del reciente enfrentamiento con la Francia napoleónica, convirtiendo al espectador en un protagonista más de tan atroces episodios. La relación entre Fernando VII y el artista no es muy fluida; no se caen bien mutuamente. La Corte madrileña gusta de retratos detallistas y minuciosos que Goya no proporciona, al utilizar una pincelada suelta y empastada. Esto provocará su sustitución como pintor de moda por el valenciano Vicente López. Goya inicia un periodo de aislamiento y amargura, con sucesivas enfermedades que le obligarán a recluirse en la Quinta del Sordo. En esta finca de las afueras de Madrid realizará su obra suprema: las famosas Pinturas Negras, obras en las que Goya se permite recoger sus miedos, sus fantasmas, su locura. En la Quinta le acompaña su ama de llaves, D?. Leocadia Zorrilla Weis, con quien tendrá una hija, Rosario. Esta temática casi surrealista tendrá su continuidad en una de sus series de grabados: los Disparates, conjunto de estampas pobladas por variopintos personajes en curiosas actitudes. Goya está harto del absolutismo que impone Fernando VII en España, así que en 1824 se traslada a Francia, en teoría a tomar las aguas al balneario de Plombières, pero en la práctica a Burdeos, donde se concentraban todos sus amigos liberales exiliados. Aunque viajó a Madrid en varias ocasiones, sus últimos años los pasó en Burdeos, donde pintará sus obras finales, en las que anticipa el Impresionismo. También por estas fechas realizó su última serie de grabados, los Toros de Burdeos, cuatro láminas que enlazan con una serie anterior también de asuntos taurinos, la Tauromaquia, poniendo de manifiesto la devoción del pintor por la fiesta nacional. Goya fallece en Burdeos en la noche del 15 al 16 de abril de 1828, a la edad de 82 años. Sus restos mortales descansan desde 1919 bajo sus frescos de la madrileña ermita de San Antonio de la Florida, a pesar de que le falte la cabeza, ya que parece que el propio artista la cedió a un médico para su estudio. Con su muerte se pierde un artista de raza, que trasmitió de manera insuperable la idiosincrasia de la sociedad española de un tiempo tan atractivo como desconocido: la Ilustración. Por desgracia, su estilo apenas fue continuado, pero sí que será admirado por los jóvenes artistas franceses que con el Impresionismo romperán las reglas del juego de la pintura tradicional.
obra
Toulouse-Lautrec realizó dos viajes a España, interesándose por la pintura de Velázquez, El Greco y Goya, admirando especialmente los trabajos de este último. Esa es la razón por la que elegirá uno de los temas más queridos por el pintor aragonés para la cubierta de un álbum de litografías, representando la muerte tanto de toro como del torero, encontrando en la muleta cierta sintonía con la silueta del mapa de España. Los diversos elementos se sitúan ante un color plano que recuerda a la estampa japonesa mientras que la línea ocupa un papel preponderante en el conjunto, reaccionando así Lautrec contra la pérdida de forma que se manifestaba en las obras de los impresionistas, especialmente Monet.
Personaje
Militar
Político
Su padre emigró desde Navarra hasta el Perú donde se estableció como minero en primer lugar y después como agricultor, alcanzando una acomodada posición. José Manuel inició la carrera militar al ingresar como cadete en el ejército a los ocho años. Se trasladó a la Península Ibérica para estudiar en la Universidad de Sevilla, reingresando en el ejército como capitán del Regimiento de Granaderos. Participó activamente en la defensa de Cádiz contra los ingleses lo que le valió su nombramiento de coronel de las Milicias Disciplinadas en 1805. Al iniciarse la Guerra de la Independencia, la Junta de Sevilla lo ascendió a brigadier, enviándolo al Virreinato del Río de la Plata y al Perú para proclamar rey a Fernando VII. Durante su estancia en Buenos Aires se involucró en las intrigas cortesanas de la infanta Carlota Joaquina, convirtiéndose en un firme defensor de Liniers al oponerse a la Junta establecida por Elío en Montevideo. En 1809 fue nombrado presidente de la Audiencia del Cuzco, convirtiéndose en la mano derecha del virrey Abascal. Dirigió las tropas reales contra los sublevados en La Paz, a los que derrotó en Chacaltaya, lo que le valió la designación de general en jefe del Alto Perú. En su nueva demarcación tuvo que enfrentarse a los insurrectos argentinos, sometiendo las ciudades sublevadas de La Paz y Oruro. Recuperó Cochabamba, Potosí y Chuquisaca para los realistas y puso fin a la invasión ríoplatense del territorio del Alto Perú -actual Bolivia-. La expansión del movimiento independentista era imparable lo que llevó a Goyeneche a pactar un acuerdo con los revolucionarios. En esto se produjo una nueva invasión ríoplatense a la que Goyeneche respondió con la retirada debido a la falta de ayuda. Renunció al mando en abril de 1813 y en diciembre cesó como presidente de la Audiencia del Cuzco. Sus méritos le valieron el título de conde de Guaqui, abandonando la región para regresar a España en 1814. Fue ascendido a teniente general y elegido senador del reino, pero se mantuvo alejado de la política a pesar de militar en el bando liberal durante el reinado de Isabel II.