Dicho de un libro atribuido a autor sagrado, que no está, sin embargo, incluido en el canon de la Biblia.
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Textos judíos o cristianos que se consideran fuente de revelación divina, ya que no se interpretan como inspirados por Dios. Su trasmisión fue secreta al comienzo del cristianismo. Hoy es tal la cantidad de literatura apócrifa que se clasifica en función de su temática.
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De todos los sucesores de Pipino de Heristal, el bastardo Carlos Martel habría de ser quien con mayor fortuna consolidase el poder de su linaje frente a la disolución interna y los peligros exteriores. Tras él serán sus herederos Pipino el Breve y Carlomagno quienes -respectivamente- otorguen el golpe definitivo a la monarquía merovingia y eleven la dinastía a rango imperial. De esta manera se pone de manifiesto la dualidad entre los dos imperios, rompiéndose definitivamente la unidad intentada en tantas ocasiones por Bizancio. El pontífice romano otorgará su absoluto apoyo al Imperio carolingio y la ruptura religiosa también se consolida.
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La terminación a lo largo del siglo XIX de los procesos de construcción de los Estados europeos; la nacionalización de la política y su general socialización; el progresivo control de las maquinarias estatales sobre los distintos territorios y sociedades nacionales; la paulatina integración física y económica de regiones, comarcas y ciudades en cada nación; la extensión de sistemas de educación unitarios y comunes y de los medios de comunicación de masas; el creciente papel de las culturas nacionales como factor de homogeneización y cohesión social, todo ello hizo que fueran cristalizando gradualmente en los distintos países europeos, unos sentimientos, una voluntad y una conciencia colectivos verdaderamente nacionales, esto es, sentimientos de orgullo y nacionalidad, teorías de lo nacional, ideales nacionales y concepciones emocionales de la propia identidad nacional. En otras palabras, el nacionalismo se había ido convirtiendo de forma lenta pero evidente en el principal sentimiento de cohesión de los países y sociedades europeas, y en el principio último de la legitimidad del orden político. Pero el proceso cristalizó fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XIX y conllevó cambios en la misma significación política del nacionalismo. En efecto, el nacionalismo de la primera mitad del siglo XIX -casos de Grecia, Polonia, Hungría, Italia y aun, Alemania- había estado asociado, en general, a las ideas del liberalismo y a las exigencias de libertades constitucionales y civiles e independencia política. Pero, a partir sobre todo de las revoluciones de 1848, el nacionalismo se había ido impregnando, de una parte, de valores tradicionales, históricos, dinásticos y, en algunos casos, militares, que fueron los valores que inspiraron los nacionalismos más o menos articulados de los Estados ya constituidos -y de algunos que se constituirían entonces, como Alemania y Hungría-, y que impulsaron, en los últimos años del siglo XIX, los imperialismos coloniales de los países europeos (con la excepción de Gran Bretaña, cuyo imperio no se basó en un verdadero nacionalismo político). Pero de otra parte, el nacionalismo había ido haciendo de elementos de diferenciación cultural -la lengua, la etnicidad, la religión- el fundamento de la identidad nacional. El resultado fue la generalización del hecho nacionalista, porque lo que se seguía de ello era que cualquier grupo o colectividad que, por razones culturales o étnicas, se considerase a sí mismo como una nación, pretendería tener derecho o a la autonomía, o a la autodeterminación, o a formar un Estado independiente para su territorio. Esa concepción étnico-lingüística de la nacionalidad inspiró los movimientos de las nacionalidades o minorías del centro y este de Europa enclavadas en los Imperios Austro-Húngaro, Otomano y Ruso (croatas, serbios, húngaros, rumanos, búlgaros, macedonios, checos, polacos, eslovacos, ucranianos, finlandeses, estonios, letonios, lituanos), y de irlandeses, catalanes, vascos y flamencos en la Europa occidental. Más aún, desde finales del siglo XIX, el nacionalismo de Estado o nacional fue asumiendo, como enseguida se verá, formas agresivas e intolerantes, identificándose con ideas de grandeza nacional, expansionismo militar y superioridad racial, y con políticas autoritarias, populistas y antiliberales. Y al tiempo, el nacionalismo de las minorías mencionadas -y algunas otras, como armenios, georgianos, kurdos o judíos- provocó a partir de entonces y hasta el final de la I Guerra Mundial, la primera gran etapa de movilización étnicosecesionista de la historia europea (pues anteriormente, muchos de aquellos nacionalismos no habían sido sino pequeños núcleos de intelectuales sin apoyo popular significativo). El nacionalismo irrumpió, además, en Asia y África. El nacionalismo había transformado ya antes el mapa de Europa, como probaban los casos de la independencia de Grecia (1829), Hungría- (1867, dentro de la monarquía dual austro-húngara), de Rumanía, Serbia y Bulgaria (1878), y los casos de las unificaciones de Italia (1870) y Alemania (1871). Pero fue entre 1880 y 1914 cuando el nacionalismo cristalizó como principal factor de desestabilización de la política europea e internacional. Por lo menos, en tres sentidos: 1) como ideología y movimiento político de oposición radical al sistema liberal en nombre del Estado, de la nación o del pueblo, y en defensa de principios tradicionalistas y orgánicos (la comunidad, la raza, la religión); 2) como factor de inestabilidad y disgregación de Estados o Imperios unitarios; 3) como causa de tensiones y conflictos internacionales: los Balcanes fueron el polvorín de Europa entre 1910 y 1914, y el problema de los nacionalismos en esa región fue una de las causas de la I Guerra Mundial.
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El final de estos años de tropiezos e ineficacia corrió a cargo del shah Abbas I el Grande (1587-1629), una de las figuras más destacadas de la historia persa y cuyo reinado marcó el cenit de la gloria sefévida. Abbas consiguió imponerse a sus peligrosos enemigos otomanos y uzbekos y al Gran Mogol. La reorganización por los hermanos ingleses Robert y Anthony Shirley de su ejército, centrado en un cuerpo de georgianos y armenios musulmanes al estilo de los jenízaros, le permitió ampliar las fronteras hasta el máximo alcanzado desde el Imperio sasánida y, lo que es más importante, alejar el peligro de invasiones exteriores y sublevaciones internas. Se terminó la dependencia militar de las tribus turcomanas de Irán, los "qizilbas", prácticamente independientes, desde el momento en que el shah pudo disponer de un ejército propio. Sin embargo, se inició de nuevo el ciclo de creación de feudos, cada vez más independientes del poder real, al continuar premiándose a los nuevos jefes militares con tierras hereditarias. La formidable máquina de guerra le permitió en 1599 recuperar de los uzbekos Herat y Balkh y por el Sur se extendió hasta el Laristán y las islas del Golfo Pérsico. Entre 1602 y 1623 recuperó en la frontera occidental Armenia, Georgia, Azerbaidján y Mesopotamia, territorios perdidos ante los otomanos. En 1622 consiguió Kandahar del Gran Mogol y Ormuz de Portugal. La seguridad exterior y el sometimiento de los qizilbas permitió el intento de una mayor centralización. El Consejo del shah estaba compuesto por varios altos cargos, servidores personales del monarca: el primer ministro era el "athematdulet" o pilar del rey; el sadr era el primer ministro de los asuntos espirituales y de él dependían los bienes de las mezquitas, dedicados al mantenimiento del clero y la enseñanza; el voyant se encargaba de los bienes muebles de palacio; el primer ayuda de cámara era un eunuco blanco que hacía las veces de secretario del shah; el tesorero tenía la dedicación que su nombre indicaba; y el gran intendente de justicia era la más alta instancia judicial. Al servicio de este Consejo se encontraban varias centenas de jóvenes esclavos con distintos grados de capacitación profesional. El imperio estaba dividido en provincias, a cargo de un gobernador, con la obligación de enviar al shah alimentos, tributos y hombres para la milicia. Cada provincia se subdividía a su vez en distritos, con jefes designados y revocados por aquél. La justicia del rey se impartía en cada ciudad por medio de dos jueces para asuntos penales y civiles, y de un tercero para la defensa del pueblo contra los posibles abusos de las autoridades locales. La tranquilidad interior y exterior y la tolerancia religiosa favorecieron el desarrollo económico, a lo que se unió una activa política de obras públicas. Puentes, caminos, posadas fueron construidos para facilitar el comercio por la ruta de la seda que pasaba por el interior. Ispahan, donde trasladó la capital, se benefició de la actuación de Abbas, que la llenó de maravillosos edificios curvilíneos cubiertos de azul, circundados por inmensos parques y jardines, con interiores decorados con esmaltes y joyas y adornados con refinados tapices y miniaturas, que identificarán la civilización persa con el lujo, el amor a la belleza y el placer de los sentidos, tan alejado de la austeridad de los musulmanes sunnitas, escandalizados por la creciente relajación de las costumbres. Los sucesores de Abbas ejemplificarán bien esta decadencia en la que se desenvolverá la vida persa hasta finales de siglo. Decadencia que, sin embargo, será lenta, dado que la estabilidad interior y de las fronteras conseguidas no dará lugar más que a pequeños sobresaltos, que permitieron bajar la guardia a los shah y entregarse a asuntos más gozosos que los del gobierno. Safi (1629-1642), Abbas II (1642-1667) y Solimán (1667-1694) contribuyeron escasamente al mejor gobierno de sus Estados, pero abundantemente al desarrollo artístico, que llegó a su máximo refinamiento, traspasado a las costumbres, presas de la sensualidad, de la voluptuosidad, pero también de la negligencia y de la crueldad. Las disputas por la sucesión, perennes en las dinastías musulmanas, terminaban a menudo con la muerte violenta, o al menos la ceguera provocada, de los parientes aspirantes al trono. Al igual que en el Imperio otomano, el mantenimiento de los príncipes en el harén para alejarlos de las ambiciones políticas, provocó la inexperiencia, desidia y falta de carácter de los monarcas, manejados por turbias conspiraciones de serrallo y a merced de las intrigas de los eunucos, e incompetentes para controlar el poder creciente de las clases religiosas, militares y terratenientes. Difícil solución para un Imperio con tensiones internas y con territorios apetecidos por las potencias circundantes. Continuaron, pues, las luchas con los enemigos tradicionales por la posesión de los territorios fronterizos. Los otomanos conquistaron de nuevo Mesopotamia con Bagdad en 1638, aunque el norte de esta región fue recuperado en la segunda mitad de siglo. Los armenios conservaron un tenaz espíritu de resistencia, que incluso les hizo buscar aliados en Europa occidental. Los uzbekos causaron continuos problemas en Kandahar y los afganos se mostraban perpetuamente inquietos. El último sefévida, Husayn I (1694-1722), fue destronado por una invasión afgana, que arrasó Ispahan y su entorno, dando comienzo a un largo período de violentos cambios de gobiernos, hasta la instauración de la dinastía Quayar, a partir de 1796.
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En el último cuarto de siglo las figuras representadas en los lekythoi se caracterizan por el patetismo atormentado, que hemos de relacionar con los nuevos aires humanizadores de la tragedia. Obras magistrales son las del Pintor del Cañaveral, de hacia el año 430, conservadas en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. Son decoraciones en las que la violencia de los escorzos y el apasionamiento de las miradas expresan una conmoción interior evocadora del arte de Parrhasios. El colorido se vuelve más cálido con predominio de los tonos pastel y como novedad hay que señalar la aparición del celeste y del verde. La influencia de la pintura mural y de otras formas de la pintura mayor se deja sentir a comienzos de este período en artistas como Aisón, el Pintor de Prónomos, el Pintor de Suessula y el Pintor de Talos. No todos tienen la misma inspiración, pero todos parecen poner los ojos en las enseñanzas de Polignoto de Thasos y del Pintor de los Nióbides. Vuelven los temas de vieja raigambre mitológica, como es el caso de una copa de Aisón conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, en la que Teseo precedido por Atenea arrastra por la oreja al Minotauro. Vuelven también las amazonomaquias y gigantomaquias en versión fidíaca tomada del escudo de la Atenea Partenos. En este sentido hay que destacar la labor realizada por el Pintor de Prónomos y sus colaboradores, pues a ese círculo se adscribe un fragmento de una crátera de Nápoles, que reproduce incluso la composición circular de la gigantomaquia del escudo de la Partenos. La receptividad del Pintor de Prónomos ante otros adelantos relacionados con la pintura se advierte en una crátera de volutas de Nápoles. Su decoración parece un escenario teatral, pues incluso los personajes representados van provistos de sus respectivas máscaras. En relación con la técnica hay que señalar la novedad de superponer colores a la figura roja. El Pintor de Talos recibe nombre de la crátera decorada con el castigo de este personaje mitológico, y en sus obras se perciben ecos de la pintura mayor contemporánea, sobre todo, a la manera de Zeuxis. Las escenas al aire libre y la atención prestada a la naturaleza así parecen sugerirlo. Ahora bien, las decoraciones cerámicas más características de finales de siglo son fáciles de reconocer por la suntuosidad, exuberancia y refinada sutileza propias del estilo bello. La temática es fundamental y casi exclusivamente femenina con marcado cariz intimista. Asimismo, hay que destacar el gusto por lo ornamental, la complacencia en la reproducción de los detalles -elementos vegetales, diseños y calidades de los tejidos- y la policromía alegre, dominada por el blanco y el amarillo y enriquecida con adherencias a la barbotina o en un relieve bajísimo. Preludia el nuevo estilo el Pintor del Dinos, discípulo del Pintor de Kleophón. Las características reseñadas se ven resumidas en su interpretación del rapto de Hipodamia por Pelops de un ánfora de Arezzo. La composición parece un delicioso cuadrito en el que Hipodamia ofendida y distante se mantiene erguida en el carro, mientras Pelops azuza a los caballos y mira ansioso hacia atrás con la melena y el manto al viento. Los motivos ornamentales de las telas, las palmetas que decoran el carro, el arbusto que se queda atrás, son detalles preciosistas en los que el pintor se recrea. La plenitud del estilo bello llega con el Pintor de Eretría y con su discípulo el Pintor de Meidías. El Pintor de Eretría es rendido admirador del eterno femenino y consumado miniaturista, lo que explica su preferencia por los vasos pequeños. Un epínetro hallado en Eretría le da nombre y acredita como artista de buen gusto. La decoración de este vaso consta de dos escenas similares pero independientes: en un lado la visita a Alcestes de sus amigas y compañeras y en el otro la toilette de Harmonía. En ambas el bullicio, la charla, las posturas despreocupadas crean un ambiente animadísimo en el que ya se observa cierto amaneramiento, como indica la postura inverosímil de Alcestes, que aparece a punto de resbalar. Desde el punto de vista del estilo son típicos los haces de líneas finas que representan los pliegues del vestido, y las vagas referencias a la perspectiva en elementos arquitectónicos y mobiliario, a pesar de lo cual la composición es plana. El Pintor de Meidías supera al maestro y logra fusionar la tendencia miniaturista con la influencia de la pintura mayor: composiciones en distintos planos al modo polignótico, árboles que tapan parcialmente, apostura de los personajes. En la crátera de Palermo representa a Phaón en Lesbos con su estilo peculiar, en el que no falta la profusión de líneas para los pliegues de los vestidos ni la mímica amanerada. Pero, sobre todo, el Pintor de Meidías es célebre por las decoraciones de hydrias, el summum del lujo y la sensualidad. Buena prueba es la decorada con el rapto de las hijas de Leukippos por los Dioscuros, escena que a pesar del número de figuras y del movimiento resulta una frágil preciosidad. El Pintor de Meidías es a la pintura de vasos lo que Kallímachos a la escultura y por lo mismo incurre en un manierismo decadente. A partir de entonces, durante los últimos años del siglo V y primeros del IV, comienza la pérdida de calidad en el dibujo, negligencia que se superpone a otros factores y contribuye al desprestigio de la cerámica ática.
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En el Seiscientos, el Imperio del Gran Mogol alcanza su máximo esplendor. Conquistado y organizado por los sultanes precedentes, la labor política se centra en la consolidación y la unificación de los territorios heredados, la anexión de algún otro, el desarrollo de fluidas relaciones comerciales con el exterior y el mantenimiento de la paz interior conseguida por el clima de tolerancia impuesto por Akbar. La inexistencia de enemigos exteriores de relevancia alejaba el peligro de guerra. Sin embargo, no hay luz sin sombra, y la política tolerante de Akbar fue creando sentimientos de descontento que terminaron provocando resentimiento, intolerancia, enfrentamientos entre religiones y etnias y sublevaciones. La organización durante el reinado de Akbar de una extensa administración no eliminaba el peso de las cualidades personales de cada emperador en la dirección de la política del Estado, sujeta, por tanto, a vaivenes. Por otra parte, la inexistencia de una ley sucesoria clara y la posibilidad de elección del heredero entre todos los parientes del soberano fomentaba los enfrentamientos palaciegos, las conspiraciones cortesanas, la creciente importancia del harén y los asesinatos dentro de la familia real. La posibilidad de elección del heredero, que en principio podría propiciar un mejor gobierno, manifestó ser, sin embargo, causa de desorden interior y decadencia, como en todas las Monarquías musulmanas. A pesar de ello, aún le quedarán por vivir a la India mogol algunas de sus etapas más gloriosas. El siglo se abre con el reinado de Jahangir (1605-1627), hijo de Akbar y de una princesa hindú, hombre sensible y benevolente, pero indolente y amante de los placeres materiales, que se dejó dominar por su esposa Nur Jahan y los familiares y amigos persas de ésta. Pese a que su llegada al trono no estuvo exenta de conflictos, su reinado contribuyó a asentar el poder mogol en la India, puesto que las insurrecciones surgidas en diversas provincias no sólo pudieron ser reprimidas sino que proporcionaron la ocasión de acentuar el dominio sobre los territorios ya conquistados. El hijo de Jahangir, Shah Jahan (1628-1658), continuó la política de reforzamiento del poder central. El emperador dirigía la política del país a través de sus reuniones diarias con el consejo privado, el "guslkhana", y de las sesiones de carácter ultrasecreto con tres o cuatro funcionarios de gran alcurnia y los príncipes de su confianza en la torre real o "shah burj". A pesar del incremento de la autoridad central, o quizá a causa de ella, los Estados del Dekán manifestaban periódicamente su resistencia y perseguían cualquier ocasión que les permitiera desligarse. A lo largo de todo el reinado se sucedieron las campañas para intentar controlar los levantamientos, a las que se añadió la guerra con los persas en la frontera occidental, donde se cedió definitivamente Kandahar en 1649. La sangría para el tesoro que suponían estas empresas militares empujó al gobierno de Shah Jahan a buscar mayores ingresos, que consiguió a través de una recaudación fiscal más onerosa, con un efecto desastroso para la economía. Si en su política de aumento del poder central Shah Jahan continúa la labor de sus antecesores, su política religiosa se alejó del eclecticismo tolerante de Akbar. A los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, se añadían los de los sunnitas ortodoxos y los chiítas de origen persa, siendo de difícil separación los conflictos religiosos, políticos y étnicos. Las presiones de la jerarquía ortodoxa musulmana en la Corte habían llegado hasta tal punto que resultaba políticamente ventajoso para Shah Jahan colocarse a su lado, medida que se avenía bien con su propio sentir religioso. Durante su reinado, el Estado acentuó su carácter islámico y se suprimió cualquier rastro de divinización del emperador, como el ceremonial de postración y el decreto de infalibilidad. La religión musulmana fue ampliamente favorecida frente a las restantes y sus ceremonias fueron alentadas, mientras que se prohibió el proselitismo de hindúes y cristianos. Se construyeron nuevas mezquitas, mientras que los templos hindúes más recientes fueron destruidos y se impidió la construcción de otros. El decreto de reserva de los cargos a los musulmanes, sin embargo, no pudo llevarse a efecto, a causa de los problemas que surgirían en muchas regiones. Los enfrentamientos religiosos jugaron un gran papel en la lucha por la sucesión, desatada entre los cuatro hijos de Shah Jahan, todos ellos gobernadores de distintas provincias. Dara Shikoh, el del Punjab, era el favorito del emperador, con quien residía en Agra. Dara era estudioso e interesado en la mística hindú y en la mística sufí y defendía las posiciones de integración religiosa de su bisabuelo Akbar, lo que alertaba a los ortodoxos sunnitas temerosos de una vuelta a la tolerancia y a la, para ellos, herejía. Por ello preferían la candidatura de Aurangzeb, sunnita integrista, que como gobernador del Dekán se había distinguido por la persecución al hinduismo. La victoria de uno u otro suponía el mayor peso del Sur o del Norte y también la opción por una política militarista o no. Pero si bien los problemas sucesorios oscurecieron el final de un reinado bastante tranquilo, en el terreno artístico los reinados de los emperadores mogoles, y especialmente el de Shah Jahan, fueron verdaderamente esplendorosos. En todo el período indoislámico la actividad arquitectónica ofreció un gran despliegue, incluso en los Estados donde el poder musulmán era muy débil, salpicando todo el subcontinente, y especialmente el Norte, con las hermosas obras de arte que hoy nos maravillan. Delhi, Agra y Lahore fueron embellecidas por Babur, Akbar y Jahangir con construcciones de influencia persa. La unión del estilo hindú, de líneas rectas y sobrias, con el musulmán iraní, amante de las curvas, redondeces y decoración desaforada, produjo sus mejores creaciones en el reinado de Shah Jahan. Surgieron vistosos edificios de ladrillo recubiertos de azulejos de vivos colores en Lahore, bellas construcciones de mármol en Agra, como el Taj-Mahal, y en Delhi, donde se llegó a levantar la nueva ciudad imperial Shahjahanabad, con sus palacios de suntuosidad desmesurada, entreverados de jardines.
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La figura del sículo-germano Federico II Staufen ha despertado y sigue despertando un apasionamiento superior incluso a la de su abuelo Barbarroja. Ni sus contemporáneos ni los autores modernos han podido formar un juicio objetivo sobre tan contradictorio personaje. Político hábil y a menudo tortuoso, hombre extraordinariamente cultivado -políglota, impulsor de la lírica italiana, interesado por el pensamiento de autores árabes y judíos- con fama de refinado y sensual, sospechoso de incredulidad para sus detractores... Federico reunía todas las cualidades para que el cronista y monje de Saint Albans Mateo París le definiera como "stupor mundi et inmutator mirabilis". Menos favorable, el también cronista Salimbene de Parma, después de cantar sus cualidades lamentaba sus múltiples vicios: "Si hubiera sido buen católico y amado a Dios y a la Iglesia -concluía- no hubiera tenido igual en el mundo". Modernamente se ha destacado la figura del monarca como la de un adelantado a su época. A fines del siglo pasado, J. Burckhardt le presentó como "el primer hombre moderno". E. Kantorowicz, uno de los grandes estudiosos del personaje, le consideró como fundador de la monarquía absoluta y creador de la moderna burocracia. F. Kampers le presenta como "un precursor del Renacimiento". Federico II era, desde 1215, depositario de una doble herencia: la del Imperio germánico por vía de su padre Enrique VI y la suditaliana a través de su madre Constanza de Hauteville. En ambos territorios, el soberano hubo de afrontar intrincados problemas que trató de solventar con indudable habilidad pero que le granjearon numerosos enemigos. Alguno, tan poderoso como la Iglesia romana, promovería una campaña de desprestigio presentándole como amigo de judíos y musulmanes, sospechoso de herejía y tibio ante el grave peligro que para el Occidente suponía la expansión mongola hacia Centroeuropa. El monarca se sintió ante todo un italiano que descuidó con frecuencia los asuntos alemanes. Trató de convertir el reino de Sicilia en un Estado sustentado en una burocracia esencialmente laica y obediente de forma incondicional a los designios del soberano. En tal empresa contó con el apoyo de importantes colaboradores como Piero della Vigna impulsor en 1231 de la redacción del "Liber augustalis" o "Constituciones de Melfi". Este texto, junto a la Universidad fundada años antes en Nápoles (1224) permitirían sentar las bases jurídicas para los Estados del Sur de Italia. Los sucesivos Pontífices soportaron mal esta política que suponía para ellos romper el equilibrio de fuerzas logrado en tiempo de Inocencio III. Un solo poder establecido sobre Alemania e Italia era mucho más de lo que los Papas podían tolerar. Diversas salidas de tono de Federico II y de los gibelinos italianos acabaron trabajando a favor de la propaganda de los Papas y el partido güelfo que presentaron a su rival como una especie de anticipo del Anticristo. Demasiado espectacular todo: Federico, bien por calculo o bien por tradición, jamás transgredió dogma alguno de la Iglesia. Su tolerancia hacia los musulmanes era una vieja herencia de sus antepasados normandos. Contra la herejía, además, el emperador actuó sin ninguna piedad: desde 1220 hasta 1239 un conjunto de disposiciones colocaron a los herejes fuera de la ley en el Sur de Italia y en el territorio alemán. Asimismo, a lo largo de toda su gestión política, Federico presentó sus múltiples diferencias con los Papas como cuestiones estrictamente personales. De hecho, nunca llegó a utilizar el expediente tan caro a sus predecesores de promocionar antipapas. Su muerte, por último, apareció rodeada por los gestos propios de aquello que, pese a todo, había proclamado ser: un príncipe cristiano.
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Hacia 1300-1325 la población de la Corona debió alcanzar su plenitud medieval. Carecemos de las fuentes necesarias para dar cifras concretas pero los indicios son concluyentes: de los territorios originarios de la Corona (Aragón y Cataluña) salieron importantes contingentes humanos para el repoblamiento de Mallorca y del reino de Valencia durante el siglo XIII e incluso más tarde; la monarquía no tuvo graves dificultades para reclutar tropas con las que hacer frente a sus conflictos en la Península y el Mediterráneo; mercenarios catalanoaragoneses lucharon en Sicilia contra los Anjou, en el Norte de Africa al servicio de los sultanes hafsidas y abdaluidas, y en el Próximo Oriente, primero como aliados de los emperadores bizantinos y después como fuerzas independientes; las fuentes no hablan de despoblados sino de rivalidades por la posesión de tierras y pastos; el aparato productivo parecía disponer de la fuerza de trabajo necesaria; los marineros catalanes navegaron por el Mediterráneo en gran número; la monarquía encontró los colaboradores que precisaba; las filas de la Iglesia estaban también bien nutridas, etc. Que Jaime I construyera un segundo recinto amurallado alrededor de Barcelona en pleno siglo XIII y que Pedro el Ceremonioso hiciera lo propio, es decir, un tercer recinto, en pleno siglo XIV, corrobora esta impresión de un continuo crecimiento humano. Estudios locales, como el efectuado por I. Ollich con testamentos de Vic del siglo XIII, aportan datos más precisos: la historiadora encuentra un coeficiente familiar de 4,12 personas por familia y realiza cálculos aproximativos de la tasa de natalidad (2,88 por ciento) y de mortalidad (1,58 por ciento) que le permiten situar la tasa de crecimiento en un 1,29 por ciento, lo cual supone la duplicación de la población de Vic en el curso del siglo XIII. Naturalmente, no se pueden extrapolar estos datos al conjunto de la Corona, pero, unidos a otros menos precisos, confirman la idea de un crecimiento sostenido hasta el siglo XIV, y coinciden con la vieja propuesta de J. Vicens de admitir la duplicación de la población peninsular entre 1240 y 1340. Crecimiento también, a raíz de las conquistas de Jaime I, por la incorporación de poblaciones musulmanas del Levante peninsular en una cifra que se ha estimado en unas 150.000 personas. Crecimiento, por último, del que da testimonio la propia Crónica de Alfonso X el Sabio cuando cuenta las dificultades del monarca castellano para encontrar pobladores de sus reinos con los que repoblar Murcia, y de los pobladores catalanes que allí se asentaron en su lugar: "e porque no podía haver gentes de su tierra que poblasen, vinieron y poblaron muchos catalanes de los que eran venidos a poblar en el reino de Valencia". Posiblemente el punto álgido, al menos para la mayor parte de la Corona de Aragón, se alcanzó en algún momento del primer tercio del siglo XIV cuando Barcelona, al decir de C. Carrére, pudo estar cerca de los 50.000 habitantes; la isla de Mallorca llegó a los 61.700 (26.780 en la capital y 34.920 en el campo), en 1329, según F. Sevillano, y la saturación demográfica causó conflictos entre los habitantes de Valencia y los señores del entorno a causa de la escasez de tierra cultivable. A partir de ahí empezaron las dificultades, que inicialmente fueron sobre todo crisis de subsistencias a causa de malas cosechas y problemas de aprovisionamiento: en 1310-1314 y 1324-1329 hubo unos primeros años de escasez de cereal, especialmente en el reino de Valencia; en 1333-1334 los países de la Corona de Aragón, en general, conocieron una hambre terrible, a causa de la cual, según estimaciones, probablemente exageradas, de los contemporáneos, murió una gran parte de los campesinos pobres de Cataluña, y Barcelona perdió unos 10.000 habitantes, mientras los precios alcanzaban en esta ciudad y en Valencia niveles insólitos; y en 1340-1347 ("l'any de la gran fam") se produjo, al menos en territorio valenciano, el ciclo más largo y quizá mortífero de escasez. Aparecieron también en estos años algunos primeros brotes epidémicos: en 1331 en Mallorca y en 1326 y 1334 en Valencia. A distancia, estos datos pueden interpretarse como los inicios de la inversión de la tendencia expansiva que desde siglos empujaba a los países de la Corona de Aragón, aunque probablemente los contemporáneos en general (excepto hombres como el cronista catalán que definió 1333 como "lo mal any primer") no tenían conciencia de que empezaba una nueva fase. Las fuentes achacan las carestías a malas cosechas ocasionadas por accidentes climáticos y a dificultades por obtener grano de otros países, o bien porque también allí carecían de ellos o bien porque los conflictos político-militares dificultaban el transporte. De hecho, las crisis frumentarias, de tipo antiguo, fueron habituales en Europa los siglos anteriores a la industrialización, aunque probablemente durante el siglo XIV se produjeron con mayor frecuencia. ¿Por qué? En el fondo, la única explicación plausible es que el sistema productivo feudal alcanzaba sus límites, y la sociedad se mostraba incapaz de producir los alimentos que necesitaba para su población en crecimiento. Malthus, que lo vivió en su época tenía, pues, razón, y no debe ser criticado por lo que dice, sino por lo que calla: que la particular estructura de clases del sistema feudal, con el peso de la sustracción (señorial, fiscal, eclesiástica) y el nivel de subyugación (servidumbres) de los productores, que coartaba la inversión e impedía el progreso técnico, condenaba a la sociedad a una forma de crecimiento extensivo de alcance limitado, es decir, que, a partir de un determinado nivel, el crecimiento de la población y de la producción no podían seguir el mismo ritmo. Con Malthus, se podría pensar en un movimiento que se reequilibra a sí mismo: las mortandades eliminarían el sobrante de población o incluso más, con lo que pronto se podría reanudar el crecimiento. Una vez más el razonamiento es lógico, pero se olvida la reacción señorial ante la caída de la renta que va a consistir en exprimir más a los supervivientes, profundizando la crisis y retardando así la recuperación. En este contexto, un factor añadido, accidental, pero muy grave, fue la Peste Negra de 1348, que en Cataluña -y quizá en el conjunto de la Corona- debió eliminar a un 20 por ciento de la población aproximadamente, y sus rebrotes durante más de un siglo: en 1362-1363, 1370-1371, 1373-1375, 1380-1381, 1383-1384, 1395-1397, 1401, 1410-1411, 1428-1429, 1439, 1448, 1450, 1458, 1465-1466, 1475-1477, 1483-1486, etc. Estos años los países de la Corona de Aragón, de forma desigual, sufrieron los efectos de las epidemias que diezmaron generaciones y muchas veces eliminaron a la población infantil, con lo que destruyeron los eslabones necesarios para asegurar los relevos generacionales y, con ellos, la continuidad de las explotaciones. Las malas cosechas y el hambre reaparecieron entonces castigando con fuerza desigual, aunque con mayor gravedad que antes (a veces durante largos años), a los pueblos de la Corona: carestías de 1351, 1355-1359, 1367, 1374-1375, 1385, 1389, 1393-1405, 1416, 1422, 1424-1427, 1429-1430, 1435, 1438-1442, 1444, 1446-1447, 1475, etc. Las pérdidas de población causadas por la Peste Negra y los rebrotes epidémicos de la segunda mitad del siglo XIV se han estimado entre un 30 y un 60 por ciento, y, aunque el segundo porcentaje es claramente exagerado, es imposible pronunciarse con firmeza, puesto que no disponemos de fuentes adecuadas para calcular globalmente la cifra de habitantes de la Corona anterior a las grandes mortandades. Disponemos, en cambio, de fuentes fiscales, que, aunque no sean muy de fiar (Ch. Guilleré encuentra que en la Gerona de la segunda mitad del siglo XIV el 25 ó 30 por ciento de la población escapaba a los registros fiscales), nos dan una idea aproximada del movimiento de la población durante la segunda mitad del siglo XIV y el XV. A partir de datos extraídos de los primeros fogajes (13591360, 1378-1381) y del morabetín de Mallorca (1329, 1343, 1350) se ha calculado que antes de la Peste Negra la Corona tenía como mínimo un millón de habitantes (unos 500.000 Cataluña, unos 200.000 Aragón, unos 200.000 o 250.000 el reino de Valencia y unos 50.000 las Baleares), cifra que contrasta con el potencial demográfico de los vecinos reinos de Castilla y Francia.