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Junto con Buchenwald, Sachsenhausen es el lugar donde fueron sacrificados más alemanes. En la historiografía occidental, este campo es uno de los menos citados, porque lo liberaron las tropas soviéticas. Muchos de los alemanes que lograron sobrevivir habían pasado en Sachsenhausen, o en sus anexos, casi diez años. En Dachau se formaron los primeros SS. Desde su fundación, el silencio más absoluto envolvió la existencia del campo, y los escasos liberados eran conminados, bajo amenazas de muerte, a no revelar sus experiencias. Hubo deportados alemanes que pasaron allí hasta doce años. Theodoro Eicke, primer jefe de Dachau, y hasta 1939 inspector general de los campos, redactó en 1933 un reglamento interno que empezaba con la siguiente frase: "La tolerancia equivale a debilidad". Este reglamento fue seguido fielmente a lo largo y ancho del universo concentracionario nazi. Toda infracción a la disciplina del campo significaba recibir un castigo que podía ir desde ocho días en la celda del campo -en todos había una cárcel todavía peor-, veinticinco latigazos en las nalgas o la muerte en la horca. Mientras el primer campo de Dachau era transformado y ampliado, a nueve kilómetros de Weimar, en la ciudad de Goethe se abría en julio de 1937 el K. Z. de Buchenwald, situado en la cima de una colina. En un principio, fue un campo destinado a los alemanes antifascistas. Desde que se abrieron estos tres campos, nadie en Alemania podía ignorar su existencia: ni los comerciantes que empezaron a obtener grandes beneficios, ni los industriales, ni los civiles que organizaron sus talleres de armamento, ni los ingenieros, ni los arquitectos que los construyeron. Los detenidos eran llevados a esos campos para ser "reeducados" dentro del orden, la limpieza, la obediencia incondicional y una severa disciplina. Así lo manifestó Himmler en 1937 en un discurso en la Wehrmacht. Justificó las alambradas y los castigos corporales porque, según el derecho prusiano, esto no tiene nada de brutal, pues sólo pueden ser infligidos por el inspector del campo. Tras la anexión de Austria, en 1938, se construyó cerca de Linz el campo de Mauthausen. En 1939, el de Flosseriburg, después de haber sido ocupada Checoslovaquia. En 1939 se inauguró el K. Z. de Ravensbrück para internar a las mujeres antifascistas. Con la invasión de Polonia, en los primeros días de septiembre de 1939, se abrió cerca de Danzig (hoy Gdansk) el K. Z. de Stutthof. Entre 1940 y 1943 se construyeron siete grandes campos: Auschwitz, Bergen-Belsen, Gross-Rosen, Kaiserwald (Riga), Majdanek (Lublin), Natweiler-Struthof y Neuengamme. A partir de 1941, en los territorios ocupados del este se abrieron cuatro centros para el exterminio inmediato de los que eran deportados allí: Belzec, Chelmno, Sobibor y Treblinka. La existencia de las canteras Wiener-Graban en el pueblecito de Mauthausen, fue la causa de que Hitler decidiera construir allí el más importante campo de concentración en Austria. Al poco tiempo, Mauthausen, al igual que otros campos, ensancharía sus tentáculos con nuevos kommandos exteriores. El más importante fue Gusen, donde la gran mayoría de los internados perecerían. Mauthausen también, como los demás campos, se convertiría pronto en una inmensa y monstruosa sociedad paralela, con sus clases internas, una rigurosa organización y una fría sistematización de la muerte cotidiana. Y, también como los demás deportados del universo concentracionario nazi, los prisioneros se sumergirían en una existencia aislada del mundo llamado real. Infinidad de judíos perecieron al ser arrojados desde lo alto de las canteras o de sus famosos 186 escalones. En el vecino castillo de Hartheim, quedó instalada una cámara de gas donde se enviaba a los deportados que no habían sido ejecutados en el campo central. Los inútiles para el trabajo, los enfermos mentales, todos los prisioneros que sobraban para la producción en los kommandos de trabajo eran enviados a este castillo. En total, se gaseó a unos treinta mil seres humanos entre 1940 y 1944. Probablemente fue Mauthausen el primer campo que funcionó bajo el nombre de Ausmerzungslager, considerado como de tercera categoría y cuya finalidad era el exterminio total. En él perecieron las dos terceras partes de los deportados españoles. Todos los detenidos enviados a este campo eran considerados como casos graves, deportados por razones de seguridad, con el fin de ser ejecutados o condenados a cadena perpetua. Aunque en principio Buchennwald se destinó a los alemanes antifascistas, muy pronto engrosarían sus filas de detenidos los judíos, austriacos, checos y polacos. En la entrada de este campo se podía leer: "Recht oder Unrecht, main Vaterland", es decir, Mi país; tenga o no tenga razón. También: "Jadem das seine" (a cada cual, lo que le corresponde). El primer comandante de este campo, Koch, y su mujer, Ilsa, entraron en la leyenda concentracionaria por sus crímenes y aberraciones. Aquí se institucionalizó, bajo la égida de los SS, la administración interna que más tarde sería aplicada en los campos internacionales. Los guardias fueron elegidos entre grupos especiales de alcohólicos y de delincuentes, que llegaron a cometer toda clase de crímenes, sevicias y torturas. Como todos los campos, Buchenwald estaba rodeado de alambradas eléctricas, con sus blocks de madera, algunos de cemento, y un suelo que se convertía en una auténtica cloaca cuando llovía. El revier (enfermería), un poco aparte, daba cabida a toda clase de enfermos. En una esquina, un médico intentaba operar sin anestesia delante de todos los hospitalizados. Durante 1939, los judíos fueron fusilados sistemáticamente en Buchenwald, y en 1940 se pondrían en marcha los primeros hornos crematorios. El 16 de septiembre de 1941 se exterminó a trescientos oficiales soviéticos el mismo día de su llegada al campo. Poco a poco, los presos políticos consiguieron arrebatar el mando de manos de los presos comunes, unos auténticos gangsters. En el centro del campo hay un árbol muy viejo que entonces quedaba cerca de las cocinas. Se trata del roble bajo el cual la tradición cuenta que descansaba Goethe. Los nazis lo respetaron y ordenaron que se fusilara a los prisioneros lejos del árbol. Cuando llegaba a Buchenwald un grupo de deportados, se les recibía con estas palabras: "Aquí no tenéis honor ni valor. No tenéis ningún derecho. Vuestro destino es ser esclavos. ¡Amén!" Por este campo pasaron 240.000 deportados, y en él murieron más de cincuenta mil. El kommando de Dora se independizó de Buchenwald en 1943. En él se fabricaban los V-1 y V-2 que bombardearon Londres. En Dora no había agua, ni luz, ni instalaciones eléctricas. En los túneles, los deportados morían como bestias. Las enfermedades infecciosas se multiplicaban. Dora sólo podía cobijar a seis mil personas y llegaron a reunirse más de quince mil deportados. Muchos dormían en las galerías laterales de los túneles.
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Se dice que el corazón del Irán es una alta meseta rodeada por los montes de Makrán, los Zagros, el Elburz y las estribaciones del Indukush. Pero si ello fuera cierto, resultaría tratarse de un corazón muerto. Porque la meseta irania, que se prolonga hasta el Asia Central y los desiertos de Karakumi, es una desolada sucesión de estepas y pequeñas montañas que la cruzan. Al noroeste se destaca el desierto salino de Kavir -con casi 400 km en su mayor extensión-, fantástico paraje intransitable y aún casi inexplorado, lleno de agudas rocas de sal y profundas y secas torrenteras. Al sudeste, el desierto de Lut, otro paisaje arenoso y salino alternativamente, inhabitable y silencioso, poblado aún por la leyenda de Lot y Sodoma. Las contadas pistas que aprovechan los escasos puntos de agua -sombreados por palmeras, acacias o mirtos-, fueron ya utilizados desde antiguo, pero, a decir verdad, las condiciones son tales que ninguna ruta comercial importante, ningún ejército invasor, ningún pueblo caminante usó jamás las pocas sendas de esa mortal estepa. Y en el este lejano que se pierde entre las estribaciones del Indukush, sólo en el Sistán y en el valle de Bampur puede florecer la vida. Por todo ello, acaso sería más justo decir que el corazón del Irán está en las montañas y los valles altos de los Zagros y el Elburz, porque allí justamente o en sus cercanías y estribaciones nacieron, se desarrollaron y murieron casi todas las culturas iranias. Y allí, muy alto, florecieron las grandes ciudades, la mayoría a más de mil metros sobre el nivel del mar. La cadena de los Zagros es una gigantesca cordillera que nace en las montañas y valles de Armenia y Azerbaiyán -tierras ricas y pobladas entre las mejores del Irán-; separa Mesopotamia de la meseta y, tras bordear el sur del Irán, se disuelve en los desolados e inhabitables montes de Makrán, que a su vez se pierden en las cadenas que bajan del Indukush. Los Zagros son en sí mismos un formidable sistema, con más de dos mil kilómetros de desarrollo y 400 de anchura. Desde la región de Armenia hasta Kerman el relieve presenta una interminable sucesión de montañas paralelas que crean valles largos y fértiles, buenos para el pasto y la agricultura -grano, vid, higueras, algodón-, pero mal comunicados entre sí. Gran parte de sus laderas, hoy casi despobladas, gozaron en la antigüedad de bosques de robles, olmos, nogales, arces y otras variedades. Su población, desde miles de años atrás, tendía a simultanear la agricultura con la ganadería de trashumancia. Al norte, la cadena del Elburz, más estrecha que los Zagros, se extiende desde el Azerbaiyán hasta el Jorasán y las estribaciones del Indukush. La cadena es una barrera natural que ciñe la costa sur del Caspio y atrapa en sus vertientes toda la humedad y las lluvias creadas por aquél, constituyendo quizás el causante principal de la aridez natural del interior. La estrecha franja de la costa -de unos 225 km de recorrido y entre 15 y 100 km de anchura- debió presentar en tiempos remotos un paisaje de verdadera jungla tropical, cortado por cientos de corrientes de agua y lleno de pantanos. La ocupación urbana del área fue muy tardía, de época aqueménida, según R. Frye. Y los asentamientos anteriores parecen haberse limitado a las laderas y los valles altos. Hoy, la franja costera y la vertiente norte de Elburz reúnen la casi totalidad de la superficie arbolada del Irán, con robles, hayas, nogales, olmos y tilos además de excelentes cultivos. Más al este, en las vertientes meridionales de los montes del Kopet Dag y el Jorasán, se extiende lo que para algunos es el granero del Irán. Pero más allá se abren los inmensos desiertos de Karakumi y Kizilkumi, partidos por el Amur Daria y el mar de Aral, inmensas estepas de nómadas y espacios siempre ligados al mundo iranio. Fuera de esta imagen global hay que situar el Juzistán y la Susiana, una prolongación física de la llanura mesopotámica que, sin embargo, cultural y políticámente siempre tuvo sus raíces ancladas en el interior de los Zagros. Irán sufre hoy una gran erosión en muchos de sus suelos. Las temperaturas oscilan entre máximas de 51 °C en el Juzistán y -37 °C en el Azerbaiyán, pero tales datos estadísticos no nos permiten imaginar -como es el caso-, que ciertas regiones entre los meses de mayo y septiembre se convierten en verdaderos hornos, con medias de 50 °C a la sombra. Como no podía ser menos, las precipitaciones son escasas, los ríos poco caudalosos o estacionales y sólo uno, el Karum, es navegable. Y no pocas corrientes que bajan de los múltiples complejos montañosos acaban evaporándose en la llanura. Para luchar contra ello, los iranios desarrollaron la distribución de agua por el sistema del qanat, una especie de canal subterráneo. Sin embargo, el suelo del Irán es rico, y en la antigüedad lo fue más. A metales como el cobre, el estaño, el plomo, el hierro, la plata e incluso el oro, se unían piedras valiosas como la cornalina, el lapislázuli -que no sólo se extraía en el Afganistán, sino también en el Sistán-, la clorita o la turquesa y, por supuesto, maderas de muchos tipos. Con todas estas materias primas se creó un flujo continuo hacia Mesopotamia y, pronto, una rica y variada producción artesanal alcanzó los mercados del Oriente. Todavía hoy, en los zocos de Estambul, Damasco, Aleppo, Mossul o Bagdad, los productos del Irán son distinguidos y estimados. Pese a sus formidables montañas y desiertos, el Irán no estuvo cerrado al exterior. Las invasiones vendrían siempre desde el Asia Central por la llanura de Gurgan, desde el Cáucaso por el Azerbaiyán y desde Mesopotamia por la Susiana. Pero también los comerciantes y los nómadas, que aprovechaban esas mismas rutas, abrirían en los Zagros o en los montes del oeste muchos pasos más, que comunicarían activa y pacíficamente al Irán con la Mesopotamia o el Indo. Esas y las grandes y milenarias rutas de Tabriz y Jorasán, disputadas por urartios, asirios y babilonios, o la no menos famosa de la seda, entrarían siempre en los mercados y en la historia de Oriente. Miles de años pasaron por el Irán. Cierto que los bosques han desaparecido. Y cierto que no pocas áreas yacen abandonadas y desérticas, resguardando lo que son sólo ruinas de antiguas ciudades urartias, medas, persas, partas, sasánidas o islámicas pero, en líneas generales, no se han producido grandes cambios en el paisaje. En el horizonte, todavía hoy podemos ver el Irán con los ojos de los antiguos.
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El fenómeno plateresco se desarrolla desigualmente en el ámbito territorial español, alcanzando especial auge en el dilatado marco del antiguo reino castellanoleonés y comarcas fronterizas. Esta implantación geográfica es en esencia concordante con la que corresponde a la más decorativa arquitectura hispanoflamenca. Raros son los ejemplos arquitectónicos de sabor plateresco en territorio catalán o levantino, donde la continuidad de lo gótico es notable, y aquéllos que sobresalen se deben a influencias aragonesas o castellanas, fruto de una irradiación artística que alcanzó más cumplida expresión en Hispanoamérica (catedral de Santo Domingo; iglesias de Cuitzeo o Yuriria). Tanto por la dificultad de deslindar tendencias y momentos, como por la dispar valoración que la definición y denominación de éstos merece, no hay general concordancia en la periodización de la arquitectura española del Renacimiento. En realidad los solapamientos de tendencias y aun el bilingüismo estilístico están a la orden del día, y carece de sentido establecer rígidas delimitaciones. Cabe hablar empero de una primera corriente protorrenacentista que se inicia por 1488 y llega hasta 1520, plasmada en obras de una cierta sobriedad ornamental y fuerte influencia cuatrocentista, en las que intervienen con frecuencia artistas italianos. Otra es aquélla que, nacida de la voluntad de renovación en estructuras de concepción gótica, se afinca en la primacía de lo decorativo, cuya dilatada existencia discurre entre principios de siglo y los años cuarenta, prolongándose en algunos centros menores hasta fechas muy tardías; y el llamado estilo ornamentado es aquel en el que este mismo repertorio, depurado ya de adherentes góticos y mudéjares, es parte integrante de una arquitectura creada con criterios renacentistas, aunque rara vez con un rigor vitruviano. Corresponde éste a nuestros grandes maestros (Covarrubias, Silóe, Vandelvira), y se inicia por 1526 para alcanzar hasta la década de los sesenta. En todas estas tendencias surgen las fantasías platerescas, pero sólo en las creaciones arquitectónicas de los dos primeros grupos el carácter renacentista de las construcciones se cifra en los aspectos ornamentales. Es oportuno establecer que en el primer momento de lo que en puridad podemos llamar Plateresco los motivos decorativos muestran evidente equilibrio, limitación temática y planitud, extendiéndose como un tapiz envolvente, características que a partir de la tercera década se tornan en desaforado dinamismo y desbordamiento, creciente carnosidad y auténtica euforia figurativa bajo el primado de las formas agrutescadas, observándose sensibles variaciones en las distintas escuelas regionales.
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Es el arte adivinatorio a través de símbolos o signos en la tierra. Su uso se relaciona con la fertilidad.
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Si la formulación teórica con respecto al arte y la arquitectura podemos encontrarla en la obra de G. G. Bottari, "Dialoghi sopra le tre arti del disegno", publicada en 1754, pero escrita durante los años treinta, la aplicación práctica puede estudiarse en obras como la Fontana di Trevi, comenzada por Nicola Salvi en 1732, en la fachada para la basílica de San Juan de Letrán, realizada por A. Galilei entre 1733-1736 o en el Palacio de la Consulta, construido por F. Fuga entre 1732 y 1737."Los Dialoghi" de Bottari constituyen todo un programa, un repertorio crítico de problemas resueltos atendiendo a la tradición clasicista defendida por los protagonistas de los diálogos que no eran otros que Bellori y Maratta. La arquitectura oficial de Roma parece negar definitivamente el barroco y se remonta al modelo funcional y contrarreformista de finales del siglo XVI. La geometría y el dibujo se convierten en elementos claves de la nueva tendencia.Los dos proyectos más elocuentes, en su génesis y desarrollo, de todo este proceso fueron los que salieron de dos concursos famosos realizados entre un numeroso grupo de arquitectos. Convocados ambos en 1732, pretendían otorgar la responsabilidad de la construcción de la Fontana di Trevi y de la fachada de San Juan de Letrán, cuyo interior había sido reformado por Borromini en el siglo anterior. El resultado final sancionaba los proyectos de Salvi y Galilei, respectivamente, como los más apropiados, lo que, además, significaba hacer oficial una tendencia de gusto muy determinada. Sin entrar en detalle sobre el desarrollo de los concursos, sí puede hacerse una breve mención del significado de los proyectos vencedores ya que ponen en evidencia tanto las intenciones como los desajustes con respecto a las formulaciones teóricas. Se habla con frecuencia de clasicismo en la arquitectura de la Arcadia y, sin duda, ese componente ideal existe, pero en las obras realizadas puede comprobarse que se trata más de corregir con la idea de la severidad y del orden del clasicismo la gran tradición barroca del siglo anterior. De nuevo se trata de un ejercicio disciplinar cuyo componente básico es la historia de la arquitectura.La Fontana di Trevi, de Salvi, recoge temas tan queridos por la arquitectura barroca como el de las relaciones entre naturaleza y arquitectura, con la presencia de las rocas y el agua sobre las que se alza la fachada del palacio, el artificio. De hecho, parece evidente que Salvi se apropió de ideas de Pietro da Cortona y de Bernini con planteamientos semejantes. La fachada de San Juan de Letrán sí constituye una crítica al barroco, pero a la opción de Borromini, autor del espléndido catálogo ornamental, tipológico y formal del interior de la basílica. Casi como una pantalla que niega la arquitectura del interior se levanta la fachada de Galilei, con un enorme orden gigante que constituye la exaltación de un purismo arquitectónico que no anticipa el neoclasicismo, sino que depura la arquitectura de Miguel Angel y Palladio. Téngase en cuenta que en 1715, Galilei estaba en Londres, justo en el momento en el que C. Campbell, G. Leoni y Lord Burlington comenzaban a codificar la nueva estrategia inglesa del neopalladianismo, aunque también es cierto que contaba con un antecedente prestigioso como la fachada de San Pedro del Vaticano, de C. Maderno.Si los dos proyectos mencionados constituyen un emblema de este período, no puede olvidarse la importancia que, en el mismo contexto, tuvieron las obras de F. Fuga, desde la ampliación, en 1731, con la Manica Lunga del palacio del Quirinale a la construcción de la fachada de Santa María Maggiore, pasando por numerosos palacios e iglesias, entre las que destacan el palacio Corsini (1736-1758) y el de la Consulta, comenzado en 1732. Su arquitectura toca los puntos más rigurosos de un funcionalismo purista que respira la grandeza del barroco. Tal vez su diseño más elegante sea el de la fachada de Santa María Maggiore. Buen conocedor de la arquitectura del manierismo, admirador de Miguel Angel y con un sentido constructivo próximo a la severidad de los ingenieros militares, como confirmarán con posterioridad algunas obras hospitalarias realizadas tanto en Roma como en Nápoles, a donde fue, en 1751, llamado por el futuro Carlos III, Fuga realiza en la fachada de la basílica paleocristiana una magnífica y delicada intervención arquitectónica. Dos cuerpos superpuestos de pilastras y columnas adosadas, entre las que se organizan los huecos, confieren ligereza a un diseño que no pretende negar el interior, sino subrayar su estructura.Si el siglo XVIII presenta tantas imágenes conflictivas y contradictorias como las hasta aquí enunciadas, también hay que señalar que, al menos genéricamente, puede decirse que es un siglo francés. Del rococó al neoclasicismo, de la Ilustración y su proyecto de secularización de la vida social a la Revolución de 1789, casi todos los fenómenos que a los historiadores del arte nos interesan pasan por un decisivo filtro francés. Incluso a Roma, objeto de meditación europea, la absorben como un argumento más de sus propuestas. Piénsese, por ejemplo, que la lección arquitectónica de Piranesi la asumen los piranesianos franceses, mientras que en Italia el arquitecto veneciano pasa por ilustrador, vedutista o arqueólogo. Incluso Vanvitelli, durante su estancia en Nápoles construyendo el Palacio Real de Caserta, llegará a escribir de Piranesi que si le permitieran "hacer alguna fábrica se verá qué puede producir la cabeza de un loco".
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Con todo, la ambición de los duques de Saboya de hacer de Turín una gran capital italiana de la Europa moderna, digna de competir con París y con Roma, a un tiempo, se manifestará de modo aún más evidente durante la segunda mitad del Seicento, cuando con un no piamontés, Guarino Guarini (Módena, 1624-Milán, 1633), sobrevenga la verdadera italianización barroca del gusto piamontés, que hasta ese momento no había sobrepasado el límite de un decoroso eclecticismo que incorpora elementos del clasicismo francés y otros quinientistas italianos.El mismo año de su ingreso en la Orden de los teatinos (1639), se trasladó a Roma para cumplir su noviciado, residiendo allí hasta 1647. En Roma, sin duda, debió sentirse impresionado por las obras de los grandes arquitectos del Barroco romano, sobre todo por las de Borromini, de las que se empaparía de rigor constructivo, de juegos estructurales y de gusto por el color en la selección de los materiales. Vuelto a Módena, partió para Mesian (1660), donde se dedicó a la enseñanza de la filosofía y las matemáticas en el colegio de su Orden, proyectando entonces sus primeras obras: la iglesia de los Somaschi (1660-62); no realizada) y la de la Santissima Annunziata (derruida por el seísmo de 1908). Entre 1662-65, realizó en París la iglesia de Sainte-Anne-la-Royale (destruida en el siglo XIX), de planta tradicional pero con su típica cúpula con arcos entrecruzados.En 1666, fue llamado a Turín por Carlos Manuel II de Saboya y nombrado arquitecto de la capilla de la Santissima Sindone, ubicada en la cabecera de la Catedral y comunicada directamente con el Palacio Real. Al mismo tiempo daba inicio a su obra magistral, la iglesia teatina de San Lorenzo, antes capilla ducal, situada junto al Palacio. Por tanto, las dos obras, de planta central, que se reconocen en el tejido urbano por las puntiagudas y aéreas proyecciones de sus cúpulas, ocupaban unos lugares muy cualificados en la zona de representación y gobierno de la capital. La capilla de la Santa Sindone estaba destinada a conservar el sudario de Cristo trasladado, junto con la capitalidad, por Manuel Filiberto desde Chambéry a Turín, además de como reliquia venerada como símbolo parlante de la nobleza y religiosidad de su linaje. La construcción de la capilla había sido encargada en 1655 a Amedeo di Castellamonte, pero sus medianas capacidades y sus no ricos recursos expresivos debieron juzgarse inadecuados para afrontar e interpretar todo el complejo mundo ideológico que gravitaba sobre la empresa: exhibir la sagrada reliquia, y a través suyo manifestar la potencia de la Casa de Saboya, su poseedora, así como su firme vocación de Estado italiano y todo ello en un marco que, decididamente, respondiera no tanto a los gustos de la dinastía gobernante, sino a los ideales estéticos del pueblo y la sociedad entera de Italia. Esos extremos los aseguraba el lenguaje arquitectónico de Guarini, capaz de hablar en barroco.Las partes por él construidas a partir de 1668, y sobre todo la cúpula, alteraron la planta circular y el aspecto material de la fábrica de A. di Castellamonte, trastornando literalmente el esquema y orientándolo hacia el universo poético borrominiano. No hay duda de que su linealismo exasperado y esa fantasía vertiginosa es una cita de los procedimientos de Borromini, pero es también evidente que Guarini ha renunciado por completo a la coherencia geométrica en la que Borromini contenía sus aparentes quimeras, prefiriendo en cambio un sistema expresivo en abierta polémica con las reglas consagradas de la razón estática, inspirándose en el concepto de infinito.En sus otras obras turinesas, Guarini parece querer demostrar su voluntad de cualificar el ambiente urbano, como sucedió antaño con la puerta del Po (1676; destruida) y, sobre todo, con el palacio Carignano (1679-85), construido para una rama colateral de los Saboya, que recuerda la fachada ondulada del prospecto borrominiano de San Carlino, o el primer diseño de Bernini para el palacio del Louvre. Proyectado para una plaza en origen más pequeña, la tensión de las curvas cóncavo-convexas de la fachada deberían resultar entonces más dinámicas y el edificio mucho más dominante respecto al medio urbano en el que se inserta.Activo e incansable, Guarini proyectará la iglesia de Santa Maria Altoetting, de Praga (1679), a base de espacios centrales fusionados por compenetración y Santa María de la Providencia, de Lisboa (hacia 1680; destruida), para cuya realización debió pasar por España (las fechas no están muy claras). A lo largo de su vida, además, escribiría obras de astronomía y tratados de geometría y matemáticas ("Euclides adauctus et methodicus", 1671 y 1676), y el más importante de todos: la "Architectura civile" que sería publicado póstumamente por Bemardo Vittone en 1737. Esta actividad teórica de Guarini testimonia su voluntad de reducir a un sistema lógico los problemas de la arquitectura.