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Personaje Pintor
Como en la mayor parte de los artistas del Quattrocento, en el caso de Francesco di Giorgio Martini también desconocemos su periodo de formación, apareciendo documentado en Siena entre 1470-1476 como pintor y escultor. Años más tarde se interesó por la arquitectura y la ingeniería militar, trabajando para Federico da Montefeltro durante once años, a partir de 1477, interesándose por las obras de Piero della Francesca. En Urbino trabajó en el palacio ducal, en la iglesia de san Bernardino y en el proyecto de un sistema fortificado para el ducado. Al fallecer Federico, realizó una serie de viajes por ciudades cercanas donde continuó con sus trabajos, elaborando el "Tratado de arquitectura civil y militar". En 1489 regresó a Siena para convertirse en el arquitecto oficial de la ciudad, interesándose también por la escultura y ocupando una serie de cargos públicos de cierta relevancia. En 1490 fue solicitada su presencia en Milán como experto para asesorar en la construcción del campanile del Duomo milanés y en la catedral de Pavía, contactando con Leonardo, cuyo estilo asimilará sin abandonar el clasicismo tradicional de la Escuela de Siena. Ya en el Cinquecento recuperó su trabajo como ingeniero militar, marchando a Nápoles y a Las Marcas, al servicio de Giovanni della Rovere. Martini puede considerarse como un gran autodidacta, que se inspiró arquitectónicamente en Brunelleschi y que sirvió como punto de referencia a Giuliano da Sangallo.
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Con ocasión de la investidura del joven Francesco Gonzaga como protonotario de Mantua hacia 1460, Mantegna realizó este magnífico retrato donde el personaje aparece estrictamente de perfil, siguiendo los modelos empleados por Masaccio o Pisanello inspirados en las medallas romanas. La expresividad del muchacho es un detalle destacable al igual que las tonalidades de sus ropas, resaltando sobre el fondo oscuro para obtener una volumetría mayor. Francesco recibirá más tarde el capelo cardenalicio, optando en alguna ocasión a ser nombrado papa, lo que indica el poder de la familia Gonzaga en la Italia del Quattrocento. Se casará en 1490 con Isabella d´Este, una de las mujeres más intelectuales de su tiempo, que encargará a Mantegna varias obras para su "Studiolo", concretamente el Parnaso y el Triunfo de la Virtud.
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El duque de Urbino es el tercer gran cliente nobiliario de Tiziano, tras los de Ferrara y de Mantua. Los encargos que realiza el duque son numerosos - la Venus de Urbino es uno de los más impactantes -, destacando los retratos de él y de su mujer. El de Francesco María della Rovere, que aquí contemplamos, es una de sus obras más destacables. La figura se hace más dinámica, prescindiendo del fondo liso para mostrar tras la figura una repisa cubierta de terciopelo rojo sobre la que se sitúan el casco y tres bastones de mando, que sirven como contrarresto al fuerte movimiento diagonal del bastón que porta el duque en su mano derecha y apoya en su cadera. Lo más importante es la captación psicológica del modelo así como los reflejos metálicos en la armadura o la calidad táctil del terciopelo. La iluminación empleada recorre todo el espacio, incidiendo en los lugares precisos. El mundo manierista procedente de Roma ya ha incidido ligeramente en el maestro, que coloca el brazo derecho de don Francesco en escorzo, creando el efecto de salir hacia afuera. Tiziano realizó un estudio preparatorio del duque en pie y del yelmo.
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Donde la pintura de Andrea del Castagno logra una relación entre el espacio figurado y el espacio real es en la serie de Hombres y Mujeres Ilustres, que realiza en 1450-51 en la villa Carducci de Legnaia (actualmente en el refectorio de Santa Apolonia, Florencia). Los personajes, de mayor tamaño que el natural, fingen salir de sus enmarcamientos, invadiendo, en un efecto ilusionista, el espacio situado entre la pintura y el espectador. La forma escultórica y vigorosa con que acomete la representación de las figuras plantea una cierta relación entre la pintura de Castagno y la escultura de Donatello. Nacido en Arezzo, Petrarca estudió primeramente Leyes en Montpellier y Bolonia para dedicarse en 1326 al estudio de la literatura y recibir Órdenes menores. Famoso ya en su tiempo por la calidad de su obra, fue coronado como poeta en 1341 en el Capitolio de Roma. Su vida cabe dividirla en dos etapas, una ligada al estamento burgués, en la que su obra está escrita en lengua vulgar, y otra cercana a la nobleza y el Papado, dominada por una escritura en prosa y verso latinos. En efecto, sus inicios estuvieron protegidos por la familia Colonna, a la que dejó más adelante para inscribirse en el movimiento unitario de Cola di Rienzo. Más adelante, pasó ocho años bajo la protección del arzobispo de Milán G. Visconti, falleciendo poco después en Arquá, Padua. Su estilo literario recibe las influencias provenzales e italianas del "dolce stil nuovo", en especial en lo referente a la temática: la mujer, objeto de adoración por parte del poeta, quien alaba sus cualidades físicas y espirituales y se desespera en su visión o su recuerdo por su castidad angelical que la hace inalcanzable. Personificado en Laura el objeto de sus deseos -Laura de Noves, probablemente la esposa de Hugo de Sade, conocida por Petrarca en 1327-, el poeta escribe su célebre "Canzoniere". Es autor además de otras grandes obras como "Africa", de género épico; "De vita solitaria"; "Epistolae de rebus familiaribus"; etc.
contexto
Igual que en el caso anterior, hubo numerosos descubridores, contrabandistas, piratas, corsarios y colonizadores franceses en el Nuevo Mundo durante el siglo XVI. El apartado de los descubridores se abre con Jean Denis y Tomás Aubert, que realizaron algunos viajes a las Indias recién descubiertas en la primera década del siglo XVI. Luego, en 1518, el Barón de Lery intentó establecer una colonia en Terranova. Pero el primer gran descubridor galo fue Giovanni Verrazzano, un florentino al servicio del armador Jean Ango, a quien se le confió en 1524 la misión de explorar las tierras avistadas por Gaboto y tratar de localizar un paso interoceánico en el norte. Verrazzano zarpó con su nave, la Dauphine, y alcanzó la costa de Carolina de Norte, por la que ascendió hasta la gran bahía de Chesapeake, donde creyó que se encontraba el estrecho (calculó que tendría unas seis millas). Luego siguió hacia el norte, encontrando la isla de Manhattan. Pasó el brazo de mar, existente entre lo que hoy es Brooklyn y Staten Island (donde hoy está el puente que lleva su nombre) y subió hasta Maine y Terranova, donde tomó posesión de la tierra en nombre del rey de Francia. A Verrazzano siguió Jacques Cartier, también obsesionado con la idea de hallar el paso interoceánico. Era un gran marino de Saint-Malo, que realizó tres viajes al golfo de San Lorenzo entre 1534 y 1541. En el primero, llegó a Terranova y luego al Golfo de San Lorenzo, donde tomó posesión de la tierra para Francia. En el segundo, realizado al año siguiente, remontó el río San Lorenzo y halló las rocas de Quebec, un lugar al que los indios dijeron llamarse Canadá o poblado. Cartier invernó en el río Saint-Charles y exploró hasta Mont-Royal. En el tercero, efectuado en 1541, intentó ya colonizar. Llevó diez naves y numerosos colonos, reforzados luego por otro contingente mandado por Jean François de la Roque, señor de Roberval. Remontó nuevamente el San Lorenzo y fundó un establecimiento en Cap-Rouge. Los colonos sufrieron mucho a causa del frío, el hambre y los ataques indígenas, despoblando finalmente el lugar y regresando a Francia. Terranova y Canadá fueron luego frecuentados por pescadores y traficantes de pieles durante la segunda mitad del siglo XVI, pero sin intentar nuevos establecimientos. Aparte de Canadá, los franceses intentaron también establecerse en Brasil y en la Florida. En el primero, Nicolás de Villegaignon y sus hugonotes, enviados por el almirante Coligny, fundaron una colonia el año 1556 en la bahía de Guanabara (Río de Janeiro, Brasil), como vimos, donde permanecieron hasta 1567. En cuanto a la colonización en la Florida, respondió al objetivo de asentar una colonia desde la que se pudieran atacar las flotas españolas que regresaban a la Península por el Canal de la Bahama con la plata americana. También la hemos estudiado ya, pues dio paso al asentamiento español en San Agustín por Pedro Menéndez de Avilés. En cuanto a la piratería francesa, fue la primera que irrumpió en América, atraída por el oro americano y aprovechando el estado de guerra casi permanente entre su nación y España. Dieppe, Brest y los puertos vasco-franceses fueron los principales puntos de partida de sus expediciones a Puerto Rico, Cuba, Santa Marta, Cartagena, Chagres, etc. Los piratas comprobaron pronto que, salvo algún golpe afortunado, la captura de naves españolas cargadas de cueros y azúcar era un flaco negocio. Se dedicaron entonces a asaltar las poblaciones. Las saqueaban y luego pedían rescate a sus vecinos por no incendiarlas, lo que aumentaba algo el botín. Nombres como Robert Wall o Ball, François Le Clerc (el primero que tuvo patente de corso del rey francés), Jacques Sore, Robert Blondel o Martín Cote se hicieron tristemente famosos. Los beneficios del sistema siguieron siendo escasos, pese a todo, pues tampoco las ciudades eran ricas. A mediados del siglo XVI la piratería languidecía, amenazando con desaparecer. La gran riada de plata americana activó entonces el interés por el oficio, pero los franceses encontraron ya la competencia de los "perros del mar ingleses", que les superaron en eficiencia.
contexto
Fueron los primeros en llegar al Mar Caribe, como vimos. Sus piratas y corsarios se opacaron a fines del siglo XVII pero jugaron un papel decisivo en la centuria siguiente, bajo la tipología de bucaneros o filibusteros. La matriz de los bucaneros fue la isla de San Cristóbal. En 1622, arribó a ella Pierre Belain, señor de Esnambuc, con objeto de reparar su nave, después de haber tenido un desafortunado encuentro con un galeón español en Caimán. Allí encontró a Thomas Warner, que acababa de llegar en su viaje desde la Guayana a Inglaterra. Warner le pidió ayuda, pues los indios le habían atacado. Juntos hicieron una gran matanza de indios, tras la cual Belain reparó su nave y prosiguió su viaje a Francia, con ánimo de solicitar el establecimiento de una colonia en San Cristóbal. El cardenal Richelieu le apoyó, fundando una compañía para explotar dicha isla y le dio 300 hombres mandados por Urbain de Roissey. Warner hizo lo mismo en Inglaterra y en 1627 Esnambuc y Warren, se encontraron nuevamente en San Cristóbal, mandando cada uno de ellos medio millar de hombres. Estuvieron a punto de combatir entre sí, pero al fin decidieron convivir en armonía y exterminar mejor a los indios que quedaban. Sólo dejaron algunas indias, y jóvenes. Franceses e ingleses cohabitaron hasta que, en 1629, arribó a San Cristóbal una flota de nueve barcos mandada por Françóis de Rotondy, a quien el cardenal Richelieu enviaba para apoyar a Balain. Rotondy arrinconó a los ingleses en una parte de la isla, naciendo así una saludable división por nacionalidades: Saint-Christopher era la zona francesa y Saint-Kitts la inglesa. Imprevistamente, apareció la flota española del almirante Oquendo, que echó de allí a franceses e ingleses. Gran parte de los primeros se trasladaron a la costa dominicana, formando el núcleo básico de los bucaneros, mientras otros marcharon a la Barbada e incluso a la Tortuga. En cuanto a San Cristóbal, fue luego repoblada nuevamente por ingleses y franceses. El cultivo del tabaco y de la caña azucarera permitió que San Cristóbal contara con tres mil habitantes en 1629, así como poblar la cercana isla Nevis. Los bucaneros surgieron de esta diáspora en la costa dominicana, la Tortuga y hasta la Barbada. Tomaron su nombre de la palabra taína o caribe "boucan", con la que se designaba un artilugio de ramas verdes empleado para asar la carne. Los bucaneros fueron, en principio, preparadores de carne asada de puerco o de res, animales salvajes que ellos cazaban. Más tarde se convirtieron en piratas, atacando a los españoles de Santo Domingo. Estos realizaron varias operaciones de castigo y los bucaneros se refugiaron entonces en la cercana isla de la Tortuga. En 1630, los españoles hicieron una operación de limpieza en la Tortuga desalojando fácilmente a los bucaneros, que se extendieron entonces por otras islas antillanas, como Antigua, Monserrate, San Bartolomé, Guadalupe, Martinica y otras de Barlovento, donde los franceses habían fomentado la colonización desde 1635. Sabido es que el cardenal Richelieu había fundado para esto algo tan pomposo como la Association des Seigneurs des Iles de l'Amerique. En 1639 Levasseur, poblador de San Cristóbal y compañero de Esnambuc, repobló la Tortuga, de donde se habían ido los españoles. Los bucaneros recibieron refuerzos de los malditos de Europa y se organizaron como la Cofradía de los Hermanos de la Costa, que se gobernó por medio de una especie de Consejo de Ancianos. La Cofradía era una asociación masculina (las mujeres tenían prohibida la entrada en la Tortuga) que no imponía obligaciones a sus miembros. No había prestaciones para la comunidad, ni impuestos, ni presupuesto, ni código penal, ni persecuciones a quienes abandonaban la hermandad. Tampoco se reconocían nombres (eran simplemente Rompepiedras, Barbanegra, El Exterminador, El Manco, Sable Desnudo, Pata de Palo, etc.), nacionalidades, idiomas, ni religiones. La Cofradía subsistió hasta 1689, y de ella surgieron los filibusteros cuando estos piratas se pusieron al servicio de naciones como Francia o Inglaterra, perdiendo su espíritu libertario. La palabra filibustero viene posiblemente del tipo de embarcación ligera que utilizaban estos piratas, vrie boot en holandés o fly boat en inglés. Filibusteros ingleses se establecieron en Santa Catalina. Mientras los filibusteros atacaban puertos y naves en el Caribe, los franceses realizaban una labor de colonización: Granada, Dominica, Santa Lucía y, en 1638, Saint Croix, Martinica (donde se introdujo la caña azucarera traída de Brasil), María Galante y Guadalupe. En 1635 fundaron Cayenne (Guayana). España combatió el filibusterismo en la década de los cuarenta. En 1641, la flota de los galeones atacó Santa Catalina (Providencia) y la Tortuga, logrando destruir la guarida en 1654, pero los filibusteros volvieron a ocuparla al marcharse los españoles. Desde la Tortuga se planeó, en 1659, el asalto a la ciudad dominicana de Santiago de los Caballeros, realizado por el holandés Mansvelt. En 1664, el gobernador de la Tortuga Jerome Deschamps vendió sus derechos por 15.000 libras francesas a la Compañía francesa de las Indias Occidentales, que nombró entonces Gobernador a Bertrand D'Ogeron, verdadero organizador de la colonia. D'Ogeron asentó a los filibusteros, trajo numerosos "engagé" (siervos blancos reclutados por seis años) e importó prostitutas francesas, las primeras mujeres blancas que hubo en la isla. Favoreció, además, el cultivo de cacao, maíz, tabaco, cochinilla y café, empezando a construir la capital de Port-de-Paix. Al cabo de unos años, la Tortuga no era ni sombra de lo que fue. Durante estos años, se colonizó la costa occidental de Santo Domingo, ante la preocupación de las autoridades españolas, que trataron de obstaculizarla por todos los medios posibles, incluso exterminando el ganado cimarrón. En 1667, Luis XIV suprimió la Compañía de las Indias Occidentales, que se había autoadjudicado la colonia de la costa noroeste de Santo Domingo, y el realengo asumió directamente su Gobierno. La colonia pasó a llamarse desde entonces Saint-Domingue. Poco después, De Pouancey, sobrino de D'Ogeron, fue nombrado Gobernador de dicho lugar, escindiéndose la unidad política anterior. Los filibusteros de Saint-Domingue pasaron, así, a ser súbditos de su Cristianísima Majestad, mientras decaía la importancia de la Tortuga. Uno de los últimos grandes filibusteros de esta Isla fue Laurent de Graff, llamado por los españoles Lorencillo, a causa de su baja estatura, que asaltó Campeche en 1672. Cuatro años después, murió D'Ogeron y el protagonismo del filibusterismo francés pasó a la zona francesa de Santo Domingo. Durante el bienio 1676-77 se efectuaron numerosos asaltos a Centroamérica y en 1678 fracasó un intento de tomar Curaçao. Este mismo año Granmont de la Motte, jefe de la famosa Hermandad de los Hermanos de la Costa, salió con una flota de 20 naves y 2.000 filibusteros y tomó Maracaibo, Trujillo y Gibraltar. El gobernador M. de Pouançay murió en 1683 y le sustituyó M. de Cussy, a quien se dieron instrucciones de acabar con los filibusteros, haciendo caso omiso de las mismas. Durante su mandato brillaron los últimos grandes filibusteros como Lorencillo, Granmont y el caballero Franquesnay. Granmont asaltó Cumaná y la Guayra en 1680. En 1683 Granmont, Laurent de Graff y Nicolás Van Horn conquistaron Veracruz, donde se apoderaron de la plata que iba a ser embarcada en la flota. La llegada inesperada de la flota española produjo la desbandada. Lorencillo y Granmont asaltaron Campeche en 1685, y fracasaron en el intento de tomar Mérída. Lorencillo fue luego nombrado Teniente del Rey en la isla de Saint-Domingue y ascendido a la dignidad de Caballero de la Orden de San Luis. Posteriormente tuvo una actuación notable contra unos corsarios españoles en la costa de Cuba y estuvo a punto de perecer en 1687, cuando fue atacado su refugio en Petit-Goave. En 1689, se inició la guerra de Francia contra la Liga de Augsburgo, y nuevamente se echó mano de los filibusteros para nutrir las escuadras enviadas contra los españoles, los ingleses y los holandeses. Cussy llamó a sus filibusteros y el Gobernador de Jamaica hizo lo propio con los suyos, empezando así una lucha fratricida entre los de un país y de otro, inconcebible para la ideología apátrida del filibusterismo. Jamaica, Saint-Domingue y Santo Domingo sufrieron los estragos de esta guerra. Durante la misma, el nuevo gobernador de Saint Domingue, Jean Baptiste Ducasse, mandó traer todos los filibusteros de la Tortuga, isla que volvió a quedar despoblada. Ducasse reconstruyó Guarico, que puso en manos del Teniente Lorencillo, y rompió las hostilidades contra Jamaica. Luego proyectó invadir la colonia española de Santo Domingo. Una reacción angloespañola estuvo a punto de destruir la colonia de Saint-Domingue. La última acción del filibusterismo francés fue apoyar la invasión de la armada francesa a Cartagena, proyectada por Luis XIV, y dirigida por Jean Bernard Deschamps, barón de Pointis. Se realizó con éxito en 1697. Poco después, el 30 de septiembre de 1697, Francia, España, Inglaterra y Holanda firmaron la Paz de Ryswick, una de cuyas cláusulas reconoció la existencia de la soberanía francesa sobre la parte occidental de Santo Domingo. Después de la Paz de Ryswick, Luis XIV se transformó en celoso defensor de los intereses españoles, considerando que eran los mismos de su dinastía reinante. El Rey Sol ordenó perseguir a los filibusteros y prohibió que se les prestase ayuda alguna en sus colonias del Caribe. Los restantes filibusteros franceses se extinguieron en la Guerra de Sucesión. Apéndice de los establecimientos del Caribe fue la Guayana. La colonia de Cayenne, ocupada por los holandeses en 1653, fue recobrada en 1664. A partir de entonces la Compañía francesa de las Indias Occidentales logró introducir en ella algunos colonos.
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También respecto a las artes figurativas, será el francés el caso que muestre una mayor coherencia de conjunto en su desarrollo, siempre conducido por la iniciativa real y la de su entorno inmediato, así como en función del centralismo, aunque, en general, ambas cuestiones son inseparables. Tanto es así que, tras los balbuceos iniciales, se concretizan en la etapa 1540-1560, que precisamente llamábamos período clásico, importantes presupuestos en este sentido, pero durante el mismo -incluso antes, entre 1530 y 1540- y en torno a Fontainebleau, será elaborado uno de los capítulos más significativos del Manierismo en general, para alcanzar sin solución de continuidad, en la etapa de los últimos Valois, un desarrollo hacia las soluciones más avanzadas que, como arte de corte, se estaban dando en el Manierismo italiano.
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Herencia medieval, la guerra de los Cien Años había supuesto para Francia una de las etapas más críticas de su larga historia, en la que su propia identidad nacional se había visto amenazada. Pero tras su finalización, se operó una amplia recuperación en todo el país que en el terreno político se plasmaría en la consolidación de la autoridad monárquica y en la construcción de un Estado soberano, libre de injerencias extranjeras, factores ambos que propiciarían el desarrollo del absolutismo galo desde la segunda mitad del siglo XV hasta mediados del XVI, una vez superadas las oposiciones internas, sobre todo de la poderosa nobleza, y las relativas frustraciones de la política exterior (guerras de Italia, acoso de las fuerzas del Imperio...). Mucho de lo que se había conseguido en el transcurso de ese largo período secular estuvo a punto de perderse durante la segunda mitad del Quinientos, debido a la profunda división religiosa, social y política de los franceses, que trajo consigo la tragedia de la guerra civil, con sus secuelas de odio, muerte y destrucción, el hundimiento de la soberanía monárquica, el rebrote de los particularismos, la reacción nobiliaria y, en general, los enfrentamientos internos de todo tipo que amenazaron y estuvieron a punto de derribar la inestable construcción estatal que con tantas dificultades se había empezado a edificar acabada la anterior contienda de la guerra de los Cien Años. Por tanto, la génesis de la organización política francesa correspondiente a la formación del absolutismo monárquico presentó en los primeros tiempos modernos dos fases bien diferenciadas: una de avance y otra de retroceso. La primera se caracterizaría por el afianzamiento de la soberanía de la Corona, por el control de ésta sobre los poderes locales y estamentales, por la fijación y ampliación de su espacio territorial, por la creación de una fiel administración pública, centralizada y operativa, y de una hacienda que supo aportar los recursos materiales necesarios para llevar a cabo una ambiciosa intervención en los conflictos internacionales, acción a la que no fue ajena la formación de un poderoso ejército real, sustentado en parte por el crecimiento demográfico y potenciado por la buena coyuntura económica de que se gozó durante aquel tiempo. La siguiente fase, la correspondiente al período de las guerras de religión de la segunda mitad del siglo XVI, se definiría por la inversión de estos factores, por una evolución contraria a la que hasta entonces se había venido produciendo, que vendría marcada por la debilidad de la Monarquía, por, la pérdida del prestigio que ésta había sabido labrarse, por la descomposición del aparato estatal unificado que se rompería en multitud de pedazos, por la inoperatividad de la burocracia, por la división social y las luchas entre grupos, por los efectos negativos de una coyuntura económica depresiva; en fin, por los efectos variados de la profunda crisis general que se iba a sufrir y que tanta incidencia tendría para el conjunto de la población francesa y para los poderes establecidos.
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Francia no permaneció ajena al fenómeno del comercio colonial extraeuropeo del siglo XVII. Su papel resultó sin lugar a dudas más modesto que el de Inglaterra y Holanda, aunque no insignificante. Al igual que estas potencias, Francia creó grandes compañías privilegiadas para el comercio con las Indias Orientales y Occidentales. El papel del Estado resultó en este sentido esencial. Las compañías fundadas por Colbert, máximo exponente del mercantilismo francés, eran totalmente estatales. Francia obtuvo bases operativas en África, Asia y América, tales como Fort-Dauphin, en Madagascar; las islas Reunión; Pondicherry, en la India; Haití, Guadalupe y Martinica, en el Caribe, además de Canadá y Luisiana en América del Norte. El papel jugado por las compañías privilegiadas y por el comercio colonial del siglo XVII en el desarrollo de la economía capitalista occidental ha sido valorado desde distintos puntos de vista. Para unos resultó absolutamente fundamental como base del proceso de capitalización que permitió el salto hacia una fase más evolucionada, la del capitalismo industrial, que arrancó a mediados del siglo XVIII. Otros, por el contrario, moderan este punto de vista. J. de Vries sostiene al respecto: "Hay una tendencia natural a ver a las grandes compañías comerciales como un paso de gigante en el desarrollo del capitalismo en base a que el capitalismo moderno está dominado por las compañías de acciones -o sociedades anónimas-. Hay razones para creer en la superficialidad de este punto de vista (..). Aunque las actividades de las compañías por acciones pueden haber resultado muy importantes en el desarrollo de la economía europea, su forma y métodos de funcionamiento eran probablemente menos una expresión de un capitalismo en evolución que el resultado de esfuerzos concretos por conectar las energías comerciales a las estrategias políticas de los Estados".