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El avance de los alemanes hacia el este por territorios eslavos del Báltico -fenómeno denominado por aquellos como Drang nach Osten- fue consecuencia de la conjunción de factores políticos, económicos y religiosos. Entre los primeros hay que situar la acción de los principados alemanes del cuadrante nororiental, con una línea de actuación diferente al resto de los componentes del Sacro Imperio, seguida de la importantísima trayectoria que conseguirá la "Orden de los caballeros teutónicos", en esta zona europea, a partir del primer tercio del siglo XIII. Junto a lo político-militar, la idea de cruzada -hasta entonces limitada al ámbito islámico- hará acto de presencia en la lucha contra el paganismo de estos pueblos. Su erradicación sería resultado tanto de las armas como de la labor evangelizadora de premostratenses y cistercienses. Por último, como factor económico, destacará la colonización de estas zonas por holandeses, frisones y, sobre todo, por alemanes -a instancias de la clase aristocrática, de las órdenes militares y por iniciativa de colonos y mercaderes- que paralelamente extenderán su influencia por otros países centroeuropeos como Polonia, Bohemia o Hungría. En este sentido, el germanismo obtuvo una generosa compensación en el centro y especialmente en el este, cuando, tras la batalla de Bouvines en 1214, se cerró su proyección hacia el oeste de Europa. La marcha progresiva de los germanos hacia el este, iniciada con los carolingios, no se había interrumpido en ningún momento. Más allá del Elba, las operaciones militares efectuadas por algunos magnates, con independencia del Imperio, se fueron haciendo habituales a medida que avanzaba el siglo XII. La anarquía surgida en Polonia, después de la muerte de Boleslav III, en 1138, facilitó esta acometida, que fue protagonizada por Alberto el Oso y Enrique el León, duque de Baviera y Sajonia. Alberto el Oso ocupó Brandeburgro y se intituló margrave del mismo hacia 1150. Sus herederos proseguirían su obra engrandeciendo el margraviato mediante una expansión hacia el Báltico, en la margen derecha del bajo Oder. Por su parte, Enrique el León, intentando crear un gran Estado sajón, conquistó los territorios vendos de la costa entre el Elba y el Oder, estableció en ellos los ducados de Mecklemburgo y Pomerania y ejerció influencia en el Holstein oriental. Se instaló en Lübeck -fundada en 1143- donde fijó una sede episcopal y creó Rostock. Así, mientras Federico I Barbarroja dirigía una cruzada en Oriente, estos hombres lo hacían contra los paganos próximos a sus dominios. La idea de "cruzada contra los eslavos" seria decisiva para proseguir su avance. A la conquista seguiría la colonización, que se desarrolló de forma potente a partir de la segunda mitad del siglo XII, gracias al impulso de los príncipes. Ellos fueron los que favorecieron la inmigración masiva de caballeros, mercaderes, colonos y monjes del Císter, los cuales sentaron firmes bases para la futura germanización y cristianización del país. Lübeck se convirtió rápidamente en un importante centro urbano que se unirá a la futura "Liga Anseática". Sus habitantes fueron responsables de la fundación de Riga en 1201 que, como nueva zona de cruzada, pronto acogió el establecimiento de los "Fratres militiae Christi", más conocidos como los "Caballeros Portaespadas", que hicieron reconocer la posesión de Livonia como nuevo feudo imperial y procuraron la atracción de nuevos contingentes de población germánica. Con anterioridad, los pueblos autóctonos de esta zona habían mantenido contactos comerciales con los nórdicos y aunque dichas relaciones habían decaído a fines del siglo XI, para no perder toda su influencia, los daneses, también con matiz cruzadista, fundaron Reval (Tallinn) en Estonia. Sin embargo, Dinamarca sólo controló el sector eclesiástico, pues la mayor parte de los cuadros socioeconómicos fueron alemanes, procedentes de Lübeck. En el siglo XIII, bajo el estímulo de reducir el paganismo, la progresión germana continuó por el Báltico oriental, sentando los cimientos de la futura Prusia. Esta nueva fase expansiva tuvo como protagonistas, de un lado, a la orden teutónica, de otro, a los pueblos baltos: prusianos (situados entre el Vístula y el Niemen), lituanos y letones (del Niemen al Dvina; los primeros, en el interior, ocupando zonas de bosques frondosos), livonios y estonios (entre los golfos de Riga y de Finlandia). La orden teutónica -así denominada por limitar sus filas exclusivamente a alemanes- nació en Acre en la segunda mitad del siglo XII. Más tarde, desde esta posición en el Mediterráneo oriental, ampliará y trasladará su campo de acción a la Europa Báltica. El creador de su grandeza y de la nueva etapa fue Hermann von Salza, amigo personal de Federico II. De este gran monarca recibiría el titulo de "Príncipe Imperial", y su orden cuantiosos privilegios y mercedes. El maestre Hermann sacó a sus caballeros de Tierra Santa para llevarlos a una cruzada más prometedora en Hungría, pero, ante los escasos éxitos, aprovechó la oportunidad que se le ofrecía en los territorios paganos del norte de Europa. En efecto, en el ano 1226, el duque polaco Conrado de Mazovia, no pudiendo reprimir una revuelta general de los prusianos, solicitó ayuda a los teutónicos, que se embarcaron en una nueva cruzada contra los infieles. A cambio, recibirían todos los territorios que pudiesen conquistar. Derechos que fueron ratificados por el propio Federico II y que vinieron a demostrar que las disposiciones dadas a dicha orden en la "Bula de Oro de Rímini" no habían sido estériles. Las motivaciones que movieron a Conrado a efectuar el llamamiento de los caballeros germanos pudieron ser varias: poner freno a las devastaciones que los prusianos -recientemente evangelizados- efectuaban en sus dominios, o poner fin a la acción de los cistercienses que, con ayuda de los portaespadas, organizaban este territorio al margen de Polonia. Por otro lado, también se ha debatido respecto a los intereses de Federico II, si fue o no el impulsor de esta expansión, pretendiendo restar la influencia del Pontífice en este área. De ser afirmativa la respuesta a esta última cuestión, su proyecto no triunfó, pues en 1234 la orden entregó todas sus propiedades al Papa, que se las devolvió en calidad de feudos de la Iglesia. El asentamiento de los teutónicos en Prusia se afianza con su fusión a los Hermanos Portaespadas de Livonia en 1237, unión que inaugura una nueva fase de su poderío en el Báltico. La costa oriental hasta Finlandia fue abierta a las misiones de la Iglesia, a los nobles y pobladores urbanos, que fueron los principales agentes de colonización. Allí explotaron a los pueblos autóctonos que, como campesinos, quedaron en su mayor parte sometidos a servidumbre. Los nobles recibieron feudos y formaron parte de la milicia; los pobladores de los burgos obtuvieron plena autonomía y llegaron a formar parte de la Hansa. Desde el punto de vista urbano, es la época de la fundación de ciudades: Thorn (1231), Kulm (1232), Marienburg (1233), Elgbing (1237), Memel (1252), Konigsberg (1254), Braunsberg... hasta un total de unos ochenta nuevos núcleos urbanos, a los que no se exigió ningún impuesto, salvo los aduaneros. La fuerza y el auge obtenidos por la orden hicieron concebir los ambiciosos planes de ensanchar sus dominios mediante una nueva cruzada contra los cismáticos ortodoxos del norte de Rusia. Un objetivo que les conduciría a una seria derrota junto al lago Peipus, en 1242, a manos de Alexander Nevski, príncipe de Nóvgorod y que cerraría definitivamente su expansión por Rusia. Un año antes, la orden, junto a los polacos, había sido igualmente derrotada por los mongoles en Leignitz. Al calor de los citados descalabros, entre 1242 y 1253, tuvo lugar una revuelta prusiana, que fue sofocada con ayuda de Bohemia y Alemania Mientras tanto, mejor organizados que los prusianos, unos nuevos enemigos, los lituanos, se levantan frente a la presión teutónica. Las tribus lituanas paganas, protegidas por bosques y pantanos, se unieron bajo la jefatura de Mindovg, que logró formar un vasto imperio. Mindovg, para impedir a los caballeros el pretexto de cruzada contra ellos, se convirtió al cristianismo en 1251, recibiendo a cambio el título de príncipe real de manos de Inocencio IV. Sin embargo, pronto abdicó de la nueva fe, enemistándose con la orden, a la que derrotó en Durben en 1260. A consecuencia de este hecho, el paganismo recuperó terreno y la conversión definitiva de Lituania no llegaría hasta finales del siglo XIV. El desastre de Durben fue seguido de un nuevo levantamiento prusiano, dominado esta vez con la colaboración de Polonia. A la victoria, seguiría una exterminación sistemática y deliberada de los naturales del país. Represión que condujo de forma inevitable a la completa germanización de Prusia, que se sometió totalmente hacia 1285. Un hito importante para la orden teutónica sería la autorización papal para comerciar, en 1263. De manera que, nacida como una institución semimonástica para las cruzadas en Tierra Santa, se convirtió primero en una organización prioritariamente militar y más tarde comercial, con claros fines económicos que habría de defender frente a los intereses de las ciudades que ella misma había fundado. Su potencial y empuje quedó refrendado en 1309, fecha en que el maestre Sigfried von Fenchwagen trasladó la residencia oficial de los teutónicos desde Venecia a Marienburg, inaugurando, a partir de entonces, su periodo más brillante.
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A mediados del siglo VI, durante el reinado de Justiniano, el Imperio Bizantino comienza su gran expansión por el Mediterráneo. Así, pasará a controlar las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega, algunas grandes regiones de Italia y el antiguo reino vándalo en el norte de Africa. En la península Ibérica, la expansión bizantina le lleva a asentarse en las Baleares y una amplia franja en el sur. Además de los bizantinos, en Europa otros pueblos dominan grandes territorios, como los ostrogodos, asentados en Italia, o los francos, en Francia y parte de Centroeuropa. En la Península Ibérica, el reino de los suevos se ubica en el noroeste, mientras el reino visigodo de Toledo resiste la amenaza bizantina. Este panorama cambiará de manera radical dos siglos más tarde. La expansión musulmana desde Arabia consigue reducir de manera considerable la extensión del Imperio bizantino, mientras que, en la Península Ibérica, los reinos suevo y visigodo han desaparecido definitivamente, quedando sólo algunos reductos cristianos en el área norte. Como contrapeso a la expansión islámica, un nuevo poder comienza a surgir en este momento, el reino franco de Carlomagno. Este conseguirá ampliar sus dominios anteriores y expandirse por el Europa oriental e Italia, creando a lo largo de los Pirineos la Marca Hispánica, un área defensiva contra el empuje musulmán.
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¿Cómo ha llegado Gran Bretaña a esa privilegiada situación? Sin duda, la Gran Revolución es el punto de arranque. El 5 de noviembre de 1688, llamado por los nobles, el ejército y el clero anglicano, desembarca en Tor Bay (Inglaterra) bajo el lema "Pro religione protestante, pro libero Parlamento", Guillermo de Orange, Estatúder de Holanda, que era sobrino del rey Jacobo II Estuardo y estaba casado con su hija mayor, María. Y da comienzo a una nueva etapa de la historia de Europa por cuanto que los reinados de María (1689-1695) y Guillermo (1689-1702), y de Ana (1702-1714) (también hija del destronado Jacobo Estuardo), van a dar a la Monarquía inglesa una fisonomía que han de conservar en los siglos siguientes, y en ellos se crean las bases doctrinales, los principios del pactismo británico y la mayoría de sus instituciones políticas. Guillermo de Orange, que en su calidad de Estatúder de Holanda, representaba al autoritarismo frente a lo que él creía debilidad burguesa, en Inglaterra, paradójicamente, se convirtió en el campeón del parlamentarismo y del equilibrio político. Y en otro orden de cosas, en el plano internacional, Guillermo III y su sucesora en el trono, Ana, se erigirán en los paladines de las dos coaliciones antiborbónicas que movilizaron a media Europa contra Luis XIV: la alianza de la Liga de Augsburgo (1688-1697) y la alianza de La Haya (1701-1713). ¿Cuál es el significado de la gloriosa Revolución de 1688 y de las leyes que van completando la estructura político-administrativa de Gran Bretaña en estos primeros años del siglo XVIII? Tras las violencias y traumas vividos por los ingleses durante el siglo XVII, "1688 fue una fecha capital para la historia de Inglaterra y para la historia universal, puesto que firma el establecimiento de un verdadero contrato concluido entre un pueblo y un soberano (...) una Monarquía contractual". La base doctrinal de esa Monarquía pactada seguía los postulados de Locke: contrapesos a la autoridad, equilibrio de poderes. "En realidad, el rey trabaja de acuerdo con la burguesía y el departamento más importante es el Tesoro, en relación constante con la banca de Inglaterra (..). Sobre la alianza de la Monarquía y del capitalismo se fundará el siglo XVIII inglés" (F. Mauro). Así, uno de los principios de la Revolución establece que las subvenciones económicas se concederán sólo por un año, lo que obliga a la Corona a recabar anualmente esas subvenciones. Por su parte, en 1694 se funda, con capital privado y con el fin de hacer frente a los gastos de la guerra contra Francia, una institución financiera que acabaría siendo el Banco de Inglaterra (The Company of the Bank of England), y también ese año se votan dos leyes trascendentales: la abolición de la censura -con lo que la prensa se convierte en un vehículo de las ideas políticas y de portavoz de la opinión pública- y la Ley de Trianualidad (Triennal Act) que determina la necesidad de celebrar elecciones para cubrir los puestos de la Cámara de los Comunes cada tres años, asegurándose así la movilidad de sus miembros e impidiendo al rey que se sirva de unos parlamentarios a los que el transcurso del tiempo en sus escaños pudiera volver demasiado sumisos. "El rey reina pero no gobierna". El rey representa los intereses históricos colectivos, el pasado y el futuro, es el símbolo hacia el exterior, el equilibrio de poderes; pero la intervención concreta del monarca, la actuación directa sobre la cosa pública, está proscrita por la Ley. En esos años iniciales del moderno parlamentarismo británico nacen, también, las dos grandes corrientes de la historia política inglesa. Los torys, representantes de la aristocracia rural, los grandes señores, el clero anglicano, son partidarios de reforzar la prerrogativa real. Incluso son reticentes hacia muchos de los postulados de la triunfante Revolución. Frente a ellos, los whigs, partido compuesto por habitantes de las ciudades y pequeños propietarios rurales, son defensores de los derechos del Parlamento y acérrimos enemigos del autoritarismo monárquico, y aparecen como auténticos triunfadores en 1688 y en 1714 al asentarse la dinastía de Hannover y apartar definitivamente a los Estuardos católicos de la Corona británica. Otras dos decisiones trascendentales para el futuro de los británicos serán tomadas en los primeros años del siglo XVIII: en 1701 se promulga la Ley de Establecimiento y en 1707 la Ley de Unión. Ante la enfermedad de Guillermo III y la muerte del último hijo de Ana (su cuñada y sucesora en el trono), los parlamentarios whigs, en un clima ferozmente antipapista, temían que otro Estuardo católico accediese al trono por lo que aprobaron en 1701 una ley que regulaba la sucesión (Act of Settlement) que proscribía para siempre a los católicos; en caso de morir sin herederos Guillermo o Ana, los derechos a la Corona británica recaerían en una nieta protestante de Jacobo I, Sofía, casada con el elector de Hannover, o en sus descendientes, que habrían de ser, por supuesto, anglicanos. Así fue como, en 1714, accedió al trono de Londres la dinastía de Hannover, en la persona de Jorge I (hijo de Sofía). La otra gran decisión política se fecha en la primavera de 1707, cuando los parlamentarios escoceses admiten el Acta de Unión por la que se constituye el Reino Unido de la Gran Bretaña; esta unión política significa, además, que los escoceses y los ingleses tendrán un mismo Parlamento, en Londres, aunque Escocia continuará en posesión de su religión -gran mayoritariamente presbiterianos- y sus leyes. Por contra, los comerciantes escoceses consiguen que sean suprimidas las aduanas interiores, caminando los británicos hacia un mercado nacional en claro proceso de expansión. Este Reino Unido estará en condiciones de hacer más patente su ya iniciado dominio de las rutas marítimas y de iniciar una sutil pero eficaz forma de hegemonía en el Continente europeo, sobre todo desde 1713-1714. Con la dinastía hannoveriana Jorge I, Jorge II y Jorge III- se pasará de la Inglaterra rural, inquieta y enfrascada en luchas internas del siglo XVII, a la Gran Bretaña que definiera, despectiva, pero atinadamente, Napoleón como un "país de tenderos". Pero de tenderos del mundo. Si cuando se iniciaba el siglo -de hecho el XVII concluye históricamente en 1714- y el primero de los Jorges se sentaba en el trono de la Corte de San Jaime, el valor del comercio alcanzaba los 14 millones de libras y las naves mercantes con base en Londres ascendían a 3.500 (con un arqueo de 260.000 toneladas), en la última década del siglo se superaban los 40 millones de libras y los barcos de carga eran más de 16.500 (con 2.780.000 toneladas). Y es que la importancia que tenía para el dominio de Europa el problema colonial y, por tanto, naval- en los albores del siglo XVIII fue visto por sus contemporáneos con claridad meridiana. Así, Daniel Defoe (1660-1731), ferviente partidario de Guillermo III, y genial autor de "Las aventuras de Robinson Crusoe", desde su dilatada experiencia como periodista político, armador, comerciante y agente de varios gobiernos británicos durante más de cuarenta años decisivos de la historia de Inglaterra (1680-1720), escribía que: "...ser dueños del poder marítimo representaba serlo de todo el poder y de todo el comercio en Europa..." (en su Plan of the English Commerce). Por su parte, Voltaire escribió que "el comercio que ha enriquecido a los ciudadanos ingleses, ha contribuido a hacerles libres y esta libertad, a su vez, ha extendido el comercio; esta es la base de la grandeza del Estado". Como vemos, palabras tales como mar, libertad, comercio, poder, adquieren un enorme significado en esta naciente potencia colonial que tiene, en Utrecht, el punto de arranque. Durante la Guerra de Sucesión a la Corona de España "va afirmándose cada vez más netamente la existencia de una política exterior británica que, llegada a un nivel de poder internacional que hasta entonces no había alcanzado nunca, aspira, no ya a ser mero partenaire en una coalición destinada a impedir la hegemonía de la mayor potencia continental, sino a ordenar el Continente, de acuerdo con su propia iniciativa y su propia inspiración, sobre unos principios que dejen garantizado, de manera estable, el equilibrio europeo" (Jover-Hernández Sandoica).
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1.Castilla se abre al Atlántico. La época de la gran depresión. Los primeros síntomas de la crisis. Alfonso XI restablece la autoridad real. La crisis que no cesa. Crisis, guerra y peste negra. Un monarca conflictivo: Pedro I. La guerra fratricida. Los primeros trastámaras: Enrique II. El reinado de Juan I. El reinado de Enrique III. La pleamar de las Cortes. El ascenso de la nobleza. La resistencia antiseñorial. Auge ganadero y estancamiento agrícola. Ruptura de la convivencia cristiano-judaica. El pogrom de 1391. Castilla y el Cisma de Occidente. La reforma de la Iglesia. Inestabilidad política y fortaleza económica. El reinado de Juan II. Recuperación demográfica y agraria. El fin del cisma. Los herejes de Durango. El reinado de Enrique IV. El poderío real absoluto. Economía castellana en el siglo XV. Una postrada industria. Auge del comercio internacional. La sociedad castellana: luchas internas. La segunda guerra irmandiña. Declive de las comunidades judías. La hostilidad contra los conversos. Los mudéjares. Esclavos y pobres. La beneficencia. Los hospitales. El legado de la Castilla medieval. La exclusión de las castas no cristianas. Castilla y el Atlántico. Bibliografía sobre la Castilla bajomedieval. 2.Navarra, entre Francia y Castilla. De los Evreux a los Trastámara. La aproximación navarra a Castilla. Incorporación de Navarra a Castilla. 3.Aragón: de Pedro el Grande a Juan II. Introducción. Apogeo y declive demográfico. Geografía del declive. Evolución de los precios. El problema de la crisis. La economía de la Corona de Aragón. Producción minera aragonesa. Producción artesanal en Aragón. La industria pañera. Dinámica mercantil e infraestructura. El desarrollo mercantil de Aragón. Rutas peninsulares y europeas. Las rutas mediterráneas. La Banca. Diversidad y unidad monetaria. La sociedad en la Corona de Aragón: la nobleza. El clero. La oligarquía de las ciudades. Los grupos populares urbanos. Los campesinos y las servidumbres. Los judíos: de la aceptación al rechazo. Los musulmanes vencidos. La plenitud política. La incorporación de Sicilia. La guerra y la diplomacia por Sicilia. La Península y el Magreb. Expansionismo por Cerdeña y Oriente. Inicios de la decadencia política. Las Uniones y el fracaso del autoritarismo. El reintegracionismo mediterráneo. La guerra de los Dos Pedros. La crisis y el cambio de dinastía. Continuidad y cambio en política exterior. El Compromiso de Caspe. Los Trastámara de la Corona de Aragón. Tiranía del subsidio e iniciativas de reforma. El desafío a los estamentos. ¿La Península o el Mediterráneo?. La conquista del reino de Nápoles. La política exterior de un monarca ausente. Juan II y las guerras civiles. Preludio de guerra. La guerra civil catalana. Literatura medieval catalana. La lírica. La poesía de Ausiàs March. La narrativa. La obra de Ramón Llull. Tirant lo Blanc. Los cronistas. Moralistas y predicadores. El teatro. Los escritores humanistas. La prosa humanística. Bibliografía sobre la Corona de Aragón bajomedieval.
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A comienzos del siglo XV los reinos cristianos de la Península Ibérica han conseguido no sólo afianzarse, sino empujar a los musulmanes hacia un territorio cada vez más reducido. Con todo, son conscientes de que la etapa final de la Reconquista abre ante ellos un nuevo panorama, en el cual los musulmanes, ahora reducidos al reino nazarí de Granada, dejan de ser una competencia importante, al tiempo que el enemigo para su expansión serán a partir de este momento los demás reinos cristianos. La situación de la Península en el siglo XV es compleja. A comienzos de la centuria, son varios los reinos que coexisten y rivalizan entre sí. El mayor de todos es Castilla, beneficiado por un largo proceso de reconquista en el que ha ido añadiendo nuevos territorios. Le sigue en importancia el reino de Aragón, que podía contar con cerca de 1.000.000 de habitantes. Entre Castilla y Aragón, el reino de Navarra lucha por mantener su independencia, orientando su política hacia las alianzas con la vecina Francia. El último reino cristiano peninsular es el de Portugal, cuya población rondaría 1.250.000 habitantes. Caso aparte es el reino nazarí de Granada. Presionado por Castilla, a la que debe pagar parias o impuestos, cuenta con cerca de 750.000 habitantes, establecidos fundamentalmente en su capital, la ciudad de Granada. La lucha contra el enemigo musulmán ya no es prioritaria. En cualquier caso, los dos reinos hegemónicos, Castilla y Aragón, acuerdan que la conquista de Granada, cuando haya de producirse, será asunto privativo del primero de ellos. Aparcado el problema musulmán, el objetivo de los monarcas y sus reinos será ahora expandir su poder. Castilla mira al Atlántico como ámbito de expansión, en competencia con Portugal, interesadas ambas en el lucrativo comercio con Oriente. Aragón se expande por el Mediterráneo, una ruta directa hacia los caros productos orientales, favoreciendo la creación de consulados mercantiles y consejos de mercaderes. Las monarquías peninsulares se hallan envueltas en frecuentes disputas dinásticas, que a veces derivan en auténticas guerras civiles, como la que enfrentó en Castilla a los partidarios de Pedro I el Cruel y a los de su hermanastro, Enrique II. Tampoco escapa a las intrigas y a las luchas por el poder el reino de Granada. Los muros de la bellísima Alhambra ven cómo, entre 1238 y 1492, se suceden 26 sultanes, seis de ellos depuestos, otros tantos asesinados y uno proclamado hasta en tres ocasiones. En épocas de paz, cuando los monarcas se sienten seguros en su trono, gustan de rodearse de lujos y riquezas, promoviendo la construcción de suntuosas residencias reales, como el palacio-castillo Real de Olite, uno de los monumentos más emblemáticos y hermosos de Navarra. Para su edificación, el rey llamó a su corte a numerosos maestros y artesanos peninsulares y europeos. Estos aportaron un tipo de arquitectura muy del gusto francés, que se puede ver en los miradores, la proliferación de torres y las chimeneas con tejados de plomo, conformando un conjunto de gran belleza. La expansión económica, fundamentalmente la mercantil, promueve el surgimiento de un nuevo y pujante grupo social, la burguesía, llamado a jugar un papel importante en el futuro. Burgueses, junto con el artesanado urbano y una amplia capa de desfavorecidos, forman el paisaje humano de las ciudades medievales. Éstas siguen un trazado urbano sinuoso e irregular, existiendo a veces zonas despobladas. Las calles son estrechas y tortuosas, siempre ocupadas por una intensa actividad. El desarrollo económico de algunas urbes, especialmente las dedicadas al comercio, hizo que se construyeran nuevas áreas. En éstas, las viviendas podían alcanzar dos o tres plantas. Frente a la ciudad, el campo congrega a la mayor parte de la población medieval, habitando en granjas o pequeñas aldeas. Muchas de éstas pertenecen a la Iglesia, pues los monasterios son los grandes propietarios de tierra del momento y también los responsables de la roturación de muchos territorios baldíos. En sus posesiones trabajan campesinos dependientes, que deben pagar un alquiler por labrar el terreno, trabajando desde la salida del sol hasta su puesta. Sólo las obligadas pausas y fiestas religiosas rompían el ritmo del trabajo constante, necesario para la supervivencia. La economía, fundamentalmente agraria y ganadera, en la que la Mesta castellana vive un proceso de expansión, no es ajena, sin embargo, a las crisis periódicas. Provocadas por las malas cosechas o las guerras, las hambrunas sacuden con especial dureza a los más desfavorecidos, afectados también por sucesivas epidemias de peste, que tiene su punto álgido en el año 1348. El descontento de la población se traduce en revueltas y en la búsqueda de culpables, recayendo la mayoría de las miradas en el grupo judío, uno de los más ricos y dedicados tradicionalmente a la recaudación de los impuestos. Alimentado el antisemitismo por la Corona y la Iglesia, son frecuentes las persecuciones, asaltos a las juderías y asesinatos, alcanzando su punto máximo en el año 1391. El clima de persecución no cesará, y sólo finalizará un siglo más tarde, con el decreto de expulsión de los judíos, firmado por los Reyes Católicos en 1492.
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Entre los siglos XIV y XV, la península Ibérica se encuentra inmersa en un proceso de unificación. La Reconquista parece hallarse estancada, aceptando los reinos cristianos la supervivencia del último reducto musulmán, el reino de Granada, a cambio del pago de parias o impuestos. En cualquier caso, los dos reinos hegemónicos, Castilla y Aragón, acuerdan que la conquista de Granada, cuando haya de producirse, será asunto privativo del primero de ellos. Castilla, Navarra, Aragón y Portugal son los cuatro reinos cristianos peninsulares. Sus relaciones son cambiantes, sucediéndose las alianzas y enemistades. Superado el enemigo común que suponía el Islam, el objetivo de los monarcas y sus reinos será ahora expandir su poder y hacerse un hueco en el conjunto de los nacientes estados europeos. Castilla mira al Atlántico como ámbito de expansión, en competencia con Portugal, más interesados ambos en el lucrativo comercio con Oriente que en la conquista de grandes territorios. Aragón se expande por el Mediterráneo, una ruta directa hacia los caros productos orientales. Navarra, un pequeño reino situado entre los gigantes Castilla y Aragón, ve en sus relaciones con Francia una forma de garantizar su propia supervivencia.
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El crecimiento del comercio, así como el de la producción industrial, estuvo íntimamente ligado a la expansión heterogénea, no obstante, -desde diversos puntos de vista- de la demanda. Ésta fue motivada por la combinación de diversos factores, entre los que señalamos el aumento de la población -contrarrestado en parte, no obstante, por el deterioro de los salarios reales de algunos sectores sociales- y, más aún, el progreso agrario y el paralelo incremento de las rentas procedentes de la agricultura, la difusión de la industria en el mundo rural, el desarrollo urbano y el crecimiento del aparato estatal (civil y militar) sin olvidar el efecto multiplicador del propio desarrollo económico. Creció, pues, el número de familias, urbanas y rurales, que se proveía de alimentos en el mercado; también lo hizo la demanda, impulsada directa o indirectamente por el Estado; y mejoró la disponibilidad económica de capas sociales cada vez más amplias, entre las que, no se olvide, los comerciantes al por menor fomentaban la imitación de los más encumbrados. El resultado fue la mayor comercialización de la agricultura y la intensificación del consumo, ante todo, de productos de primera necesidad, pero también de muchos otros -a veces traídos desde territorios muy lejanos antes considerados lujos o semilujos. Y, por último, se ha de añadir el crecimiento de la demanda extraeuropea, con la población colonial -en gran parte abastecida desde el Viejo Continente- en lugar destacado. No ha faltado la polémica historiográfica a la hora de otorgar a la demanda interna o a la externa la primacía como motor del desarrollo económico. Si tradicionalmente se insistía, ante todo, en la demanda externa -en el comercio internacional, pues-, en las últimas décadas diversos historiadores han señalado, entre otras cosas, la escasa importancia que en relación con el producto nacional bruto, aun en los países marítimos, tenían las exportaciones a las colonias y, en general, a la periferia económica (P. O´Brien), y la elevada cuota de la reexportación de artículos coloniales en los valores del comercio internacional, lo que, sin duda, era menos significativo que la exportación de artículos nacionales (E. Labrousse). Hoy tiende a asignarse más peso a la demanda interna como estímulo del crecimiento económico europeo del siglo XVIII, aunque no se olvida el papel dinamizador del comercio colonial e internacional, ante todo, en países y regiones ya industrializados -Inglaterra o Verviers (pañerías), en el principado de Lieja, son dos ejemplos-, pero sin limitarse a ellos: T. M. Devine, F. Crouzet o P. Leon, por ejemplo, han demostrado su influencia en la industrialización y aun en el desarrollo agrícola de determinadas comarcas francesas, tanto del entorno de los puertos como del interior (zona del Garona medio, Delfinado), así como la inversión de capitales procedentes de reexportaciones tabaqueras en industrias del vidrio y del lino en Escocia.
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Las premoniciones apocalípticas sobre el destino de Europa de Meidner y Beckmann -y de otros muchos intelectuales- se materializaron en la I Guerra Mundial, el conflicto que, en efecto, marcó el comienzo del declinar de la hegemonía europea en la historia. Significativamente, el nuevo orden mundial que saldría de aquella guerra fue diseñado en buena medida por un hombre de Estado no europeo, por el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson. Ello no fue casual: era la más clara indicación del creciente papel que en el ámbito internacional estaba adquiriendo ese país. Se trataba de una nación, desde la perspectiva europea, joven y sin experiencia en la política mundial; pero que a los ojos de millones de europeos -como por citar un ejemplo literario, a los ojos de los exprisioneros y repatriados de guerra centroeuropeos de la novela Hotel Savoy (1924), de Joseph Roth- aparecía como un ideal de libertad y trabajo, como una esperanza de salvación.
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Mucho antes de su abrupto final en 1945, el fascismo italiano suscitó considerable interés en toda Europa. Tanto el golpe de Estado de septiembre de 1923 del general español Primo de Rivera, que no era fascista, como la intentona de Hitler en Munich en noviembre de 1923, tuvieron como referente último el caso italiano de 1922. El fascismo adquirió pronto un auge desigual pero evidente. El partido nazi alemán, el NSDAP, se creó en 1920 a partir de un grupúsculo anterior, el Partido Alemán de los Trabajadores de Anton Drexler, y que en noviembre de 1923 tenía ya 55.287 afiliados. Para entonces disponía de diario propio, el Völkischer Beobachter (El observador del pueblo), fuerzas paramilitares uniformadas, las SA (Sturm Abteilung, Secciones de choque), dirigidas por Ernst Röhm, un emblema espectacular -la bandera roja con un círculo blanco en su centro y sobre éste, una "svástica" negra-, y un programa de 25 puntos elaborado por su líder Adolf Hitler (1889-1945). En 1932, con 230 diputados, 13.745.781 votos (cerca del 40 por 100) y un millón de afiliados, el NSDAP era ya el primer partido de Alemania. Los ejemplos italiano y alemán repercutirían decisiva pero contradictoriamente en Austria. Un primer fascismo, inspirado y financiado por el italiano, surgió, bajo la dirección del príncipe Ernst Starhemberg, de las "guardias nacionales", la Heimwehr o Defensa del país, las milicias nacionales creadas en 1919-20 como cuerpos fronterizos tras la disolución del Ejército (movimiento que en 1930 contaba con unos 200.000 afiliados). Pero, en 1926, nazis austríacos crearon el Partido Nacional-Socialista, dirigido por Walter Riehl, un partido proalemán y partidario del Anschluss, la unión de Alemania y Austria, claramente adverso, por tanto, a las tesis del nacionalismo austríaco de la Heimwehr y Starhemberg. En Hungría habían surgido también desde 1919-20 numerosos grupos, ligas y movimientos de naturaleza y significación fascista o filofascista, ultraderechistas y nacionalistas. Pero la dictadura de Horthy (1920-1944) o impidió su desarrollo o terminó por absorberlos: Gyula Gömbos, un oficial del Ejército vinculado a uno de los grupos fascistas creados en 1919, sería nombrado primer ministro en 1932. Hubo una excepción: el Partido de la voluntad Nacional (o Movimiento Hungarista o La Cruz y la Flecha dado que el emblema del partido era una cruz flechada), creado en 1935 por fusión de varios de aquellos grupúsculos y dirigido por otro oficial, Ferenc Szalasi, cristalizaría en un verdadero movimiento de masas, con amplio apoyo campesino y obrero. En las elecciones de 1939, por ejemplo, La Cruz y la Flecha obtuvo cerca de 750.000 votos -de un electorado de dos millones y medio- y 31 escaños (en una cámara de 259 diputados). Sólo otro movimiento fascista adquirió fuerza comparable en la Europa central y del este: la Guardia de Hierro rumana (o Legión del Arcángel San Miguel, según su nombre original), creada en 1927 por Corneliu Z. Codreanu (1899-1938), un estudiante nacionalista, visionario y fanático -al estilo de Hitler-, movido, además, por una especie de misión de salvación cristiana de Rumanía. Movimiento violento que a partir de 1932 recurrió a la acción terrorista, la Guardia de Hierro obtuvo, en las elecciones de 1937, 66 de los 390 escaños del Parlamento, lo que hizo de ella la tercera fuerza del país. La instauración en 1938 de la dictadura del rey Carol detuvo, sin embargo, su ascensión: catorce dirigentes del partido, entre ellos Codreanu, fueron violentamente eliminados. En los demás países de esa región europea, los movimientos fascistas no tuvieron tanta importancia. En Checoslovaquia hubo dos minúsculos partidos seudofascistas cuya fuerza electoral fue prácticamente nula. Incluso, el régimen que Hitler impuso en la Eslovaquia independiente que creó tras invadir y dividir el país en marzo de 1939 fue un régimen -dirigido por el Partido Popular Eslovaco de Andrej Hlinka y Monseñor Tiso- de significación cristiana y tradicionalista más que fascista o nazi (aunque fuera fanáticamente antisemita). En Yugoslavia, en 1929 se creó, con financiación italiana, la Ustacha ("Insurgencia") croata, que fue más una organización terrorista clandestina que un movimiento de masas, y que sólo llegó al poder impuesta por el Ejército alemán, que, tras invadir Yugoslavia, creó en 1941 una Croacia independiente. En Bulgaria y Grecia, en Polonia y en los nuevos Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) los movimientos declaradamente fascistas fueron aún menos significativos. La evolución del fascismo en las democracias de la Europa occidental y del Norte fue igualmente contradictoria y ambigua. En Francia, donde Acción Francesa había creado desde 1899 el núcleo principal de las ideas del nacionalismo reaccionario del siglo XX, proliferaron desde los años 20 las ligas, movimientos y grupos fascistizantes, pero casi ninguno adquirió fuerza política de relieve, entre otras razones porque la mística antifascista creada a partir de 1933 por la izquierda y sobre todo por escritores e intelectuales ganó en Francia la batalla de las ideas. La misma Acción Francesa derivó con el tiempo hacia el tradicionalismo monárquico, y en los años treinta, era una asociación abiertamente elitista, prestigiosa en medios intelectuales y universitarios católicos y aristocráticos, y hostil a la idea misma de la movilización de masas. En 1925, Georges Valois, que procedía de Acción Francesa, creó el primer movimiento francés de inspiración fascista, Faisceau, una traducción literal de la palabra italiana fascio, un fascismo sindicalista y de izquierda que llegó a disponer de unos 150 grupos locales pero que, falto de apoyos, se disolvió en 1928. En 1927, se creó, bajo la presidencia del teniente coronel De La Rocque, la asociación de ex-combatientes Croix de feu (Cruz de fuego), liga de carácter ultranacionalista, con secciones femeninas y juveniles, que, fusionada con otros movimientos similares, llegó a tener unos 100.000 afiliados en 1934. Se dotó de un ritual fascistizante (grandes mítines de masas, desfiles, maniobras motorizadas) y pudo haber constituido el fundamento de un fascismo francés: pero la ideología cristiana y tradicionalista -familia, patria, trabajo- de La Rocque y de muchos de sus seguidores, sus contactos con la derecha liberal republicana (y no, con los enemigos de la República francesa) y la moderación política en momentos cruciales de La Rocque, hicieron de las Croix-de-feu un movimiento más próximo a la derecha católica conservadora que al fascismo (al extremo que, en un gesto de pacificación ante la creciente polarización de la vida francesa, el movimiento se autodisolvió en junio de 1936. La Rocque creó de inmediato el Partido Social Francés, que aceptó las instituciones republicanas y que, hasta su desaparición en 1940, se alineó con la derecha conservadora francesa). Un antiguo colaborador de Valois, Marcel Bucard, quiso revivir el fascismo puro y en 1933 creó, con dinero italiano y al estilo italiano -uniforme de camisas azules y boinas vascas-, el francismo: tampoco jugó papel significativo alguno. Sólo lo jugó el Partido Popular Francés, creado en julio de 1936 por Jacques Doriot (1898-1945), un obrero metalúrgico, militante socialista primero y luego, desde 1920, destacadísimo dirigente comunista -en 1931 sería elegido alcalde de Saint-Denis, el distrito rojo por excelencia de la región parisina-, expulsado en 1934 del Partido Comunista por su apoyo a la idea de un frente común de la izquierda (entonces todavía idea execrable para la dirección del PC). Pero incluso el éxito del PPF -300.000 afiliados en 1938, de ellos un 55-65 por 100 obreros- fue efímero: su actitud abiertamente proalemana le desacreditó en un país donde el sentimiento antialemán tras la guerra franco-prusiana y la I Guerra Mundial era casi consustancial con la identidad nacional (de ahí, la paradójica contradicción en que incurrieron el nacionalismo francés del siglo XX y muchos de los grupos y organismos citados: terminar integrados en el régimen formado en Vichy en 1940 por el mariscal Pétain tras la invasión alemana, como colaboracionistas de las fuerzas de ocupación y de los gobiernos títere impuestos por Hitler). El caso de Bélgica fue parecido: proliferación en los años veinte de ligas y movimientos de ex-combatientes de carácter ultranacionalista, aparición relativamente tardía (diciembre de 1935) del único movimiento fascista políticamente relevante, el movimiento Christus Rex o rexista, de Léon Degrelle -11 por 100 de los votos y 21 escaños en 1936-, un fascismo monárquico de inspiración católica y populista, colaboracionismo posterior con la ocupación alemana. En Gran Bretaña, la Unión Británica de Fascistas creada en 1932 por el carismático e inteligente Oswald Mosley, un aristócrata militante durante años del partido laborista y ministro con este partido en 1929, no logró romper la estabilidad tradicional del sistema de partidos ni hacer del nacionalismo un factor de movilización política porque, como quedó dicho, parlamentarismo y liberalismo constituían desde el siglo XIX parte esencial e irrenunciable de la cultura política inglesa, y porque el tipo de ritual e ideas que Mosley quiso introducir -uniformes, marchas militares, antisemitismo- eran ajenos a los hábitos de comportamiento y a la sensibilidad del pueblo británico. En Holanda, parte de la gran comunidad germánica en los esquemas nazis, y en los países escandinavos, la influencia alemana, notable en muchos aspectos de la vida social y cultural, no fue suficiente para que los partidos de ideología nazi que se crearon -y se crearon varios- lograran apoyos significativos. Las excepciones fueron el Movimiento Nacional-Socialista holandés, creado en diciembre de 1931 por Anton Mussert -copia exacta del partido nazi alemán, con tropas de asalto, camisas negras, organización sindical y juvenil-, que llegó a tener unos 52.000 afiliados (en 1935) y a alcanzar el 8 por 100 de los votos -unos 300.000- en las elecciones provinciales de 1935; y el movimiento finlandés Lapua (luego, Movimiento Patriótico Popular) que en 1936 obtuvo el 8,3 por 100 del voto popular. No fueron, por tanto, excepciones formidables. En Suecia y Dinamarca, los partidos fascistas o nazis no llegaron siquiera a alcanzar la barrera del 2 por 100 de los votos. Tampoco en Noruega, contra lo que pudiera creerse visto el apoyo que los pro-nazis noruegos de Vidkun Quisling dieron a la invasión alemana de 1940 (Quisling, además, presidió entre 1942 y 1945 el gobierno impuesto por los alemanes): el partido de Quisling, la Unión Nacional Noruega, obtuvo en 1936 26.576 votos, menos también del 2 por 100 y a gran distancia de laboristas (618.616 votos), conservadores (310.324), liberales (232.784) y agrarios (168.038). Además, el rexismo belga, el nacional-socialismo holandés y el Movimiento Patriótico finlandés perdieron votos en las elecciones que con posterioridad a las citadas en el texto se celebraron en sus respectivos países antes de la II Guerra Mundial. El fascismo no prosperó en los países, como los mencionados, donde los valores democráticos, parlamentarios y constitucionales impregnaban ya profundamente la vida política. El fascismo distaba, pues, de ser un fenómeno genérico y homogéneo. Las diferencias, por ejemplo, entre el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano eran, como se verá más adelante, considerables. En Austria, profascistas y pro-nazis estaban profunda y violentamente enfrentados: la Heimwehr aplastaría en julio de 1934 el intento insurreccional de los nazis austríacos. El rexismo belga era exaltadamente católico y la Guardia de Hierro rumana era de inspiración cristiana: la mayoría de los fascismos eran, sin embargo, aconfesionales, ateos o anticlericales. La Ustacha croata y la Guardia rumana recurrieron al terrorismo. Fascistas italianos y nazis alemanes hicieron de la violencia callejera una forma de acción política y de intimidación de la población: La Cruz y la Flecha húngara renunció explícitamente al uso de la violencia. La mayoría de los fascismos fueron movimientos interclasistas, con apoyo preferente en las pequeñas burguesías urbanas y rurales, y militancia mayoritariamente joven. Pero el PPF francés fue un partido obrero, la Guardia de Hierro rumana la integraron sobre todo, estudiantes y campesinos, el rexismo belga sólo estudiantes, y La Cruz y la Flecha húngara fue un movimiento de desempleados, estudiantes y campesinos sin tierras. Mussolini y Hitler eran de origen modesto y oscuro. La elite nazi la integraban, como la del fascismo italiano, seudo-intelectuales, tipos desclasados e inadaptados. Starhemberg y Mosley, por el contrario, eran aristócratas; Doriot, obrero de fábrica; Szalasi, militar; Codreanu, estudiante; Mussert, ingeniero; Ante Pavelic, el líder de la Ustacha croata, abogado; Degrelle, periodista; Quisling, ex-oficial de artillería. En suma, los distintos fascismos europeos fueron fenómenos singulares y particulares definidos por su propia especificidad. Pero tenían estilos, ideas, programas y hasta mentalidades comunes, si bien combinados en grados muy distintos: ultra-nacionalismo, elementos militaristas e imperialistas, antiliberalismo, anti-comunismo, sindicalismo nacional, agrarismo, populismo, culto al líder y a la fuerza, autoritarismo, mística del heroísmo, de la acción y de la violencia y un estilo militar y disciplinadamente ritualizado.