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Entre el comienzo de la alternancia de los partidos en el poder, en 1881, y el inicio de la guerra de Cuba, en 1895 -hecho que abrió un nuevo período en la vida española-, el sistema político funcionó de acuerdo con las previsiones de Cánovas. La muerte de Alfonso XII en noviembre de 1885 sembró la alarma, pero nada ocurrió. María Cristina de Austria, la segunda esposa de Alfonso XII, ocuparía la regencia durante la minoría de edad de Alfonso XIII -nacido rey en mayo de 1886- cumpliendo escrupulosamente las funciones de la Corona. El sistema político adquirió solidez al ampliar su base: un selecto grupo de católicos aceptó, aunque de mala gana, el liberalismo -en la práctica, ya que no en la teoría- y se integró en el partido de Cánovas. Un amplio grupo de demócratas aceptó, sin demasiado esfuerzo, la monarquía, y terminó uniéndose a Sagasta en un heterogéneo partido liberal. Este partido realizó una importante labor en las Cortes que supuso la recuperación del contenido de la legislación de la revolución de septiembre de 1868 -que no de su espíritu, como afirma José María Jover-; los liberales de 1890 eran menos utópicos y más pragmáticos que los revolucionarios del 68. Los conservadores se orientaron tímidamente por nuevos caminos -los que en Europa habían abierto la imaginación de Disraeli y el pragmatismo de Bismarck-: la intervención del Estado en la vida económica y en la resolución de la cuestión social. El problema de la gobernabilidad parecía definitivamente resuelto -con el Ejército relativamente tranquilo y las oposiciones debilitadas-; no así el problema de la representación política, cuya solución habría de complicar todavía más la aprobación del sufragio universal, en 1890.
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La Monarquía hispánica disponía de enormes recursos financieros, pero los gastos ordinarios de la Casa Real, de la administración y del ejército eran considerables. En tiempos de Felipe III se calcula que el presupuesto anual oscilaba entre 8 y 10 millones de ducados, elevándose a 12 millones en el reinado de Felipe IV, cantidad que desciende a 8 millones en el de Carlos II. La partida más considerable del presupuesto en la primera mitad del siglo XVII correspondía al mantenimiento del ejército de Flandes, al que se destinaba cerca de 4 millones de ducados anuales -durante la Tregua de los Doce Años su importe descendió a 1,5 millones de ducados-, cantidad que quedó reducida a 2 millones de ducados en la década de 1640 ante la necesidad de asistir con dinero a otros frentes bélicos, descendiendo todavía más en el reinado de Carlos II. Por el contrario, el ejército de Milán estuvo financiado generalmente con recursos italianos, salvo en los años treinta y cuarenta, cuando Madrid tuvo que costear el grueso de los gastos. La paz con Holanda no supuso, sin embargo, el recorte presupuestario del ejército, ya que el coste de la guerra con Portugal a finales del reinado de Felipe IV ascendió a 5 millones de ducados anuales. Las cantidades de dinero asignadas a la marina también fueron elevadas, oscilando entre 1 y 1,5 millones de ducados anuales repartidos entre la flota del Atlántico y las galeras del Mediterráneo. Después de la batalla de las Dunas el presupuesto se recortó, sin destinarse apenas dinero para renovar los buques perdidos, algo que también sucedió con las galeras. La fuente principal de ingresos eran los impuestos ordinarios y extraordinarios que se recaudaban en Castilla. Las alcabalas valían en 1612 unos 2,75 millones de ducados, pero su importe, lo mismo que el servicio real, fijado en 405.000 ducados, permaneció estancado en el siglo XVII, si bien la creación de los unos por ciento contribuyó a compensar en alguna medida esta situación. El servicio de millones, por el contrario, experimentó un comportamiento muy diferente, aumentando su valor en el transcurso de la centuria hasta las reducciones decretadas por Carlos II en 1683 y 1686. Estos ingresos se completaban con los derechos que se percibían en los almojarifazgos y en las aduanas interiores, con los estancos (tabaco, naipes, sal y otros productos), con la venta de oficios, jurisdicciones y rentas, con donativos -graciosos, en teoría, aunque obligatorios en la práctica-, con impuestos de nueva creación (media annata, derecho de lanzas, quiebras de millones) y con las aportaciones de la Iglesia autorizadas por el Pontífice: las tercias reales, el subsidio, el excusado y la bula de Cruzada -estas tres últimas redituaban cerca de 1.450.000 ducados-. Aparte de estas rentas, la Corona también obtenía ingresos de Nápoles -cerca de 3,5 millones de escudos anuales durante el virreinato de Medina de las Torres-, de Sicilia y, sobre todo, de las Indias, estos últimos evaluados en 1600 en 2 millones de ducados, cantidad que en 1620 desciende a la mitad y más aún a mediados de la centuria, para alcanzar en la década de 1670 y 1680 los valores de comienzos del siglo XVII, si bien estas cantidades eran completadas en ocasiones urgentes o excepcionales con la confiscación de la plata remitida a los comerciantes. Con todo, este capital no bastaba para hacer frente a los gastos cada vez mayores de la Monarquía, en parte, desde luego, por el endeudamiento de la Hacienda Real, muy elevado ya al concluir el reinado de Felipe II. Esta situación comatosa del erario se había generado principalmente por la necesidad de acudir a los banqueros para que anticiparan el dinero que debía transferirse al ejército en Italia y los Países Bajos, operación por la que recibían entre intereses, gastos de conducción y aldehalas cerca de un 30 por ciento. La acumulación de débitos por este concepto y la imposibilidad de cancelarlos condujo a la Corona en varias ocasiones a suspender su pago, a decretar la bancarrota, como sucedió en 1607, 1627, 1647, 1652, 1662 y 1666, reconvirtiendo la deuda flotante en deuda consolidada o juros, cuyo volumen, acrecentado además con la venta de estos títulos en momentos de extrema necesidad, recayó en el importe de las rentas hipotecándolas, de tal modo que en 1669 ascendían los réditos de los juros a 9.986.513 ducados, siendo el valor de las recaudaciones de 11.788.026 ducados, sin incluir el producto de las Tres Gracias. Con unos ingresos hipotecados y minorados además por el fraude fiscal y las apropiaciones que los agentes recaudadores llevaban a cabo de los tributos, fenómeno combatido con mayor o menor fortuna por el conde-duque de Olivares en los años treinta y por el duque de Medinaceli en 1683-1685, la Corona se vio precisada a buscar o arbitrar nuevas fuentes de ingresos. Una de las más frecuentes fue la confiscación por el monarca de una parte de los réditos de los juros, recurso adoptado por Felipe IV pero que se generalizó en el reinado de Carlos II, época en la que se llegó a detraer entre un 50 y un 70 por ciento de los intereses que debían percibir los juristas. Otra fuente extraordinaria utilizada en varias ocasiones por Felipe III y Felipe IV fue la manipulación del sistema monetario, especialmente la devaluación de la moneda de vellón, procedimiento por el que la Corona obtenía pingües beneficios inmediatos, aunque sus efectos en la economía y las finanzas fueron desastrosos, ya que los precios se elevaron de manera espectacular, lo mismo que el premio de la plata respecto del vellón, que se sitúa en un 275 por ciento en 1679, motivo por el cual se tuvo que efectuar la reforma monetaria de 1680-1686, pudiéndose afirmar que desde entonces los precios se mantuvieron bastante estables en Castilla, coincidiendo con un recorte en las contribuciones, y que los cambios internacionales ya no fueron tan adversos para la Monarquía al equipararse el valor de la moneda de plata castellana al que tenían sus equivalentes en los demás países europeos, lo que sin duda contribuyó a mejorar el sistema financiero de la Monarquía, así como la economía y el nivel de vida de los vasallos.
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No existen muchos datos acerca del sistema fiscal del antiguo reino de Israel. Se conoce que era obligatorio el pago de tributo sobre actividades como el comercio y la artesanía, además de aranceles sobre la importación y el tránsito. Los estados vasallos tenían también la obligación de pagar tributo, consistente en cabezas de ganado mayor y lanar. La administración israelita se perfeccionó en época del rey Salomón. Éste estructuró su reino en doce circunscripciones o prefecturas, para administrar mejor el sistema tributario. Cada prefectura era dirigida por un gobernador, representante del monarca. Durante la monarquía se estableció también el tributo personal, cuyo objetivo era contribuir al sostenimiento del reino mediante la realización de obras públicas o el incremento de las arcas del Estado, que de esta forma podía emplear recursos en las fundiciones o en la flota. David y Salomón fueron los únicos reyes del Estado israelita con los que éste prosperó. Tras ellos, Israel y su pueblo conocerán una profunda y larga decadencia, en la que Judá e Israel pasarán de ser perceptores a contribuyentes, debiendo pagar tributo a sus dominadores asirios, babilonios y persas. El tributo, muy costoso, será retraído de sus ya de por sí magros ingresos.
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En los primeros años del siglo XIX continuaron la multiplicidad de jurisdicciones que había caracterizado el Antiguo Régimen y sus frecuentes conflictos de competencia. Las jurisdicciones se fundamentaban en criterios de privilegio de grupos o personas, como el fuero militar, nobiliario o eclesiástico o por los delitos que deberían ser juzgados: Inquisición, Consejo de Hacienda, Consulados de Comercio, etc. Había igualmente una multiplicidad de legislaciones que habían arrastrado las diversas zonas del país. Se podría decir, por tanto, que quien no tenía un derecho propio, en razón del grupo al que pertenecía o al lugar donde vivía, era juzgado por lo que, forzando un poco las palabras, podríamos denominar jurisdicción ordinaria que, en sí misma, ya era suficientemente compleja. En líneas generales, el organigrama de la administración de justicia se hallaba configurado por Alcaldes ordinarios, Corregidores, Alcaldes de Corte, Audiencias y Chancillerías. En la cúspide, el Consejo de Castilla asumió, junto a las facultades normativas y de administración, las atribuciones judiciales correspondientes al más alto Tribunal de Justicia. Lo que, impropiamente, llamamos poder judicial, como algo diferenciado del poder real, no existió en España hasta que la Constitución de 1812 introdujo el principio doctrinal de la separación de poderes. Se pretendió la autonomía y responsabilidad de los jueces respecto al poder ejecutivo. Al mismo tiempo, se trataba de instaurar el principio de igualdad ante la ley, vinculado al sistema liberal y basado en la soberanía popular, por lo que sancionó la unidad de fueros, aunque tardaría décadas en llevarse a la práctica. Además, estableció a grandes rasgos la organización judicial del sistema liberal: una jerarquía de jueces. El gobierno de Martínez de la Rosa en 1834-1835, a través de diversos decretos y reglamentos antes y después de aprobarse el Estatuto Real, reproduce en lo esencial la legislación gaditana: jueces de paz que intentarían llevar a cabo actos de conciliación. Subdivide las provincias en partidos judiciales, cuyos juzgados estarían en manos de jueces ordinarios (letrados y de primera instancia). Asimismo, estableció quince audiencias como Tribunales Superiores en sus respectivos territorios y en armonía con la nueva división administrativa en provincias y restableció el Tribunal Supremo. El nombramiento de los jueces lo hacía una Junta del Ministerio de Gracia y Justicia entre abogados, juristas, profesores de universidad, etc. Ni por el órgano que los nombraba, ni por la forma de hacerlo, ni por la garantía de inamovilidad se consiguió la independencia. En mayor o menor medida, los magistrados tenían que ser fieles al gobierno que los nombraba. El juez cesante, que esperaba volver ser rehabilitado cuando cambiase el gobierno, fue demasiado frecuente. La falta de un criterio claro que protegiese la independencia de los jueces con respecto al poder político fue la norma general en el reinado de Isabel II y creó una situación difícil, en contradicción con el principio de separación de poderes, que no se comenzó a resolver hasta pasado ya este período en la Ley Orgánica de 1870. La interferencia de los gobiernos en la justicia y, sobre todo, la constante movilidad de los magistrados desde la justicia a la política y viceversa hicieron indudablemente que ambos poderes se confundiesen con frecuencia. La unidad de fueros, iniciada en la Constitución de Cádiz, recibió un gran impulso cincuenta años más tarde, en 1862. En dicho año, un Real Decreto estableció las bases para la organización de los tribunales y proclamó una vez más la unidad de los fueros ordenando que la jurisdicción ordinaria fuera la única competente con algunas excepciones (jurisdicciones eclesiástica, militar, tribunales de comercio y senado). Habrá que esperar hasta el Decreto Unificador de los fueros (diciembre de 1868) para un desarrollo mayor de la unificación de los mismos.
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El príncipe Clemente de Metternich, nacido en 1773, cerca de Coblenza, se convirtió desde 1809 en ministro de Asuntos Exteriores de Austria y, a través de su influencia sobre el emperador Francisco, ha sido visto ordinariamente como el inspirador de la política austriaca hasta su caída, en 1848. Los objetivos de esa política serían la consolidación de una Monarquía católica, de carácter absoluto y centralizado, que ejerciese un rotundo liderazgo sobre el mundo germánico y una tarea de vigilancia sobre la Europa balcánica y meridional. Para ello contaba con el apoyo de la Iglesia católica, de una burocracia imperial notablemente germanizada, y del Ejército imperial, que salvaguardaba los intereses austriacos, especialmente en Italia.En ese sentido, el sistema de Metternich ha sido visto, antes que nada, como un sistema de relaciones internacionales europeo, inspirado a partir de los intereses austriacos, contrarios al liberalismo y a la implantación de regímenes constitucionales. Esos principios habían hecho posible, a partir de lo acordado en diversos congresos, la intervención en otros Estados para impedir el triunfo de sistemas liberales, pero el liderazgo austriaco parecía debilitado después de 1830. La intervención de Viena en el proceso de la independencia de Bélgica había sido escasa, y las advertencias de Metternich tampoco habían contado mucho en la marcha de los griegos hacia la independencia o en las crisis del Próximo Oriente, suscitadas por el Bajá de Egipto, Mohamed Alí. En todo caso, Austria pudo mantener una cierta preeminencia y, a comienzos de los años cuarenta, Metternich obtuvo garantías suficientes de la estabilidad del Imperio Otomano, a la vez que veía difuminarse los peligros de una posible entente liberal franco-británica.Según algunos, Metternich había intentado ser el "gendarme de Europa", frente a los avances del liberalismo y el nacionalismo y, en ese sentido, sus logros fueron también moderados, ya que no consiguió impedir la progresiva implantación de regímenes liberales en la Europa occidental, ni contener del todo los procesos nacionalistas. Las independencias de Grecia y de Bélgica marcan los primeros avances decididos del nacionalismo europeo.En el plano de la política interior, Metternich ha sido presentado habitualmente como el factotum de un Estado policiaco, en el que las medidas de censura y espionaje impedían la consolidación de cualquier movimiento liberal y la posibilidad de un cambio revolucionario. En realidad, el papel de Metternich en la política interior debió ser mucho más modesto, dado el carácter desconfiado de Francisco I, y sólo en los años finales de éste parece haber adquirido verdadero ascendiente sobre el emperador. Por otra parte, Metternich tuvo que superar, desde finales de los años veinte, la competencia del conde Kolowrat, que tuvo a su cargo las cuestiones financieras y trató de contener las demandas de gastos hechas por Metternich para necesidades del Ejército y de la Policía. Kolowrat se ganó, de paso, una cierta fama de liberal en contraposición al conservadurismo de Metternich.A raíz del acceso al trono de Fernando I, en 1835, se abrió la posibilidad de que Metternich ejerciera el poder personal, como mentor del nuevo monarca, pero la reacción de la familia imperial llevó a la constitución de una Conferencia de Estado, que ejerció las funciones de regencia, y en la que Metternich tuvo que convivir con Kolowrat, bajo la presidencia del archiduque Luis. El carácter dubitativo de éste hizo que la Conferencia resultase aún más inoperante, hasta el punto de que Metternich pudo afirmar que dicho organismo administró el Imperio, pero no lo gobernó.Por lo demás, la caracterización de Austria como un Estado policiaco tampoco parece excesivamente ajustada. Alan Sked, que ha insistido en la necesidad de revisar esta imagen, ha señalado que una de las razones para explicar el triunfo de la revolución en Viena, en marzo de 1848, fue la escasa entidad de los efectivos de Policía y Ejército, que podrían haber garantizado el orden público. Es innegable que existía una fuerte censura de prensa y que la interceptación de la correspondencia era una práctica habitual, pero su eficacia no parece excesiva y, en última instancia, prácticas similares eran comunes en otros países de Europa (la violación de la correspondencia también era posible en el Reino Unido). En cualquier caso, las medidas de control policiaco demostraron su eficacia al alejar el peligro revolucionario hasta el hundimiento del régimen en 1848.También es verdad que el régimen tampoco se vio en excesivas dificultades con anterioridad a esa fecha. Las fuerzas liberales parecían extremadamente dispersas y la crítica política sólo parecía apuntar a reformas administrativas que asegurasen el buen gobierno, pero sin cambiar la Constitución. Buena parte de este criticismo aparecía en el semanario liberal clandestino Grenzboten, que se editaba en Bruselas, cuya lectura estaba al alcance de cualquiera, y en la difusión de algunos libros impresos en Hamburgo o Leipzig. El barón Victor von Adrian-Werburg, Franz Schuselka, el conde Schnirding, Karl Beidtel y Karl Moering estaban entre los autores que dirigían sus dardos contra las oligarquías nobiliaria y eclesiástica, aunque sus planteamientos resultasen relativamente moderados y, desde luego, la Monarquía quedara siempre al margen de cualquier crítica.
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El régimen político, por lo demás, manifestó una fuerte vitalidad y se consolidó como un sistema constitucional y representativo, aunque con un fuerte tono oligárquico y aristocrático, dado el carácter reducido del grupo que dirigía los asuntos políticos. El gobierno necesitaba actuar con respaldo parlamentario y, en caso de derrota parlamentaria del Gobierno, se hacía necesaria la sustitución del primer ministro y la convocatoria de nuevas elecciones. En la práctica, las mayorías parlamentarias fueron muy fluctuantes, dada la escasa consistencia de las afiliaciones políticas de los representantes.A los historiadores del periodo les resulta difícil establecer las tendencias políticas de los parlamentarios y, para el primer tercio del siglo XIX, no es extraño que un tercio de los miembros del Parlamento aparezcan en los análisis históricos como no comprometidos o de fidelidad dudosa, de la misma manera que tampoco son muy seguros los resultados electorales que brindaremos en las siguientes páginas. Los gobiernos variaban en cuanto al número de miembros (dieciséis fue la composición más habitual) y el primer lord del Tesoro ejercía las funciones de jefe de gobierno, que no estaban reconocidas como tales, aunque era una figura que había empezado a destacarse desde la época de Walpole, en el primer tercio del siglo XVIII.Al gobierno tory del duque de Wellington, que se había formado en enero de 1828, y que estaba en ejercicio al iniciarse el reinado de Guillermo IV, sucedió, en noviembre de 1830, el gobierno whig del conde Grey. Este gobierno se mantendría hasta julio de 1834 y, tras los efímeros gobiernos del vizconde Melbourne (julio), Wellington (noviembre), y Peel (diciembre) en ese mismo año, la dirección de la política volvería a ser desempeñada por el whig Melbourne, desde abril de 1835 hasta bien entrado el reinado de Victoria.El sistema parlamentario estaba compuesto de dos cámaras. La cámara alta, o de los Lores (House of Lords), estaba compuesta por casi 400 pares, de los que muchos eran miembros de propio derecho (algunos obispos y nobles), otros eran nobles ingleses e irlandeses que el rey nombraba con carácter hereditario, mientras que los pares escoceses eran elegidos entre la alta nobleza de esa nación. La Cámara de los Lores actuaba también como Corte suprema de apelación.La cámara baja, o de los Comunes (House of Commons), estuvo compuesta durante aquellos años por 658 diputados de los que, antes de 1832, 489 correspondían a circunscripciones de Inglaterra, 100 a Irlanda, 45 a Escocia, y 24 a Gales. Los miembros del Parlamento eran elegidos por siete años en dos tipos de circunscripciones. De una parte estaban los condados, en los que los propietarios y arrendatarios de tierras que rindiesen 40 chelines elegían 188 representantes y, de otra, 204 ciudades o burgos, que enviaban al Parlamento 465 diputados, de acuerdo con criterios muy diversos, que iban desde las normales exigencias económicas para los votantes, hasta sistemas de cooptación entre las oligarquías urbanas o privilegios a corporaciones. Los cinco diputados restantes eran elegidos por las universidades.En su conjunto, los mecanismos electorales movilizaban algo menos de 400.000 electores sobre una población total de 24.000.000, lo que debía significar poco más del 10 por 100 de los varones adultos. Era un sistema que favorecía a las oligarquías nobiliarias y a las zonas agrarias del sur y sudeste de Inglaterra, que tenían tradicionalmente un mayor peso político. Por otra parte, eran numerosas las prácticas corruptas que iban desde la venta de votos hasta la existencia de burgos despoblados o desaparecidos (rottenboroughs) que aún mantenían la representación parlamentaria en manos de algún propietario o señor local.En la configuración de los gobiernos se apuntaba un cierto bipartidismo, entre conservadores y liberales, que debían ser considerados más como facciones oligárquicas que como verdaderos partidos políticos estables. Los conservadores, o tories, que recibían este apelativo por alusión a los bandidos irlandeses papistas, eran el partido defensor de la Corona, de la Iglesia de Inglaterra y de los intereses de la aristocracia rural. Sus líderes, en los comienzos del reinado de Guillermo IV, eran el duque de Wellington, sir Robert Peel, o William Huskisson. Los liberales, o whigs, que recibían esta denominación como referencia al nombre dado a los cuatreros escoceses (whiggamore) y, más tarde, a los rebeldes presbiterianos, se oponían al absolutismo real, y a la restauración del catolicismo, a la vez que defendían el gobierno parlamentario y la responsabilidad ministerial. Muchos de ellos eran financieros o comerciantes, y pertenecían a las confesiones religiosas no conformistas. Sus líderes fueron, en aquellos años treinta, lord Grey, lord Russell y el vizconde Melbourne. De todas maneras, los historiadores políticos del periodo distinguen habitualmente entre whigs y liberales, adjudicando a estos últimos una mayor preocupación por la reforma política.Este carácter oligárquico de la política gubernamental se trasladaba también al ámbito de la administración local, en donde existía una fuerte descentralización. La oligarquía rural monopolizaba los cargos políticos (sheriffs, comandantes de la milicia, jueces de paz), en clara concordia con quienes dirigían los asuntos nacionales. Los ingleses, en todo caso, se sentían protegidos por un sistema político que protegía la libertad personal (ley de Habeas corpus desde 1679), así como otros derechos individuales (Ley de Derechos de 1689), aunque estos derechos fueron restringidos cuando las circunstancias políticas lo hicieron necesario: entre 1816 y 1818 hubo suspensiones de la ley de Habeas corpus, de la misma manera que antes había habido suspensiones del Bill of Rights. Por otra parte, la Ley de Ayuntamientos de 1835 estableció la elección de los consejos municipales, así como la publicidad de los acuerdos.
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La agricultura fue la base económica que sustentó al imperio. La profundidad en el tiempo de la tradición agrícola hizo que en el Postclásico Tardío casi todos los sistemas de cultivo mesoamericanos se combinaran en la cuenca: tumba y quema en las zonas medias y altas de las montañas, agricultura de secano en las laderas bajas y sistemas de riego mediante canales, inundaciones y chinampas en los fondos de los valles, cuyas cosechas fueron complementadas por los productos obtenidos de la caza y de la pesca en los lagos. Sin duda el sistema de mayor éxito fue el de chinampa o jardines flotantes, que consistía en rescatar zonas de cultivo en las partes bajas de los lagos construyendo un armazón de postes y troncos cuyo interior se rellenaba con tierra fértil hasta que se alcanzaba un nivel superior al de las aguas. De este modo, el campo de cultivo estaba permanentemente irrigado y contaba con tierra de alta capacidad de nutrientes, que se podía reponer con la tierra obtenida en la continua limpieza de los canales. Cada chinampa tuvo unas dimensiones aproximadas de 10 por 100 m. y se planificó en un patrón de parrilla; para acceder a ellas se trazó una red de canales por donde circulaban las cosechas y otros productos procedentes de los campos cultivados. Con este sistema se alcanzaron altísimos niveles de productividad, obteniéndose varias cosechas anuales y permitiendo el abastecimiento a ciudades muy nucleadas, en particular a Tenochtitlan.
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En relación con la gran propiedad fundiaria en tiempos carolingios, las opiniones de los especialistas han tendido a polarizarse. Algunos autores como Inama Sternegg o Louis Halphen sostuvieron hace ya años que el gran dominio era absolutamente hegemónico en la economía rural del momento. Otros autores, siguiendo a Alphons Dopsch, han defendido la tesis contraria: los dominios no estaban muy extendidos, no tenían por lo general grandes dimensiones y, entre ellos, se encontraban inmensos espacios repartidos entre pequeños propietarios alodiales, es decir, libres de cualquier carga señorial. Los sustentadores de la primera tesis han defendido sus argumentos mediante el uso de algunas importantes fuentes (polípticos, capitulares varios) cuyas pautas han creído aplicables a todo el Occidente cristiano. Los avances de la investigación en los últimos años han conducido a prudentes conclusiones: sin llegar a comulgar completamente con la tesis de Dopsch y sus discípulos, han encontrado en ella elementos muy aprovechables. Se ha pensado, así, que las regiones entre el Loira y el Rin -el área donde el poder franco se dejaba sentir con más fuerza- fueron las que de forma más pura asimilaron el sistema dominical calificado de clásico. A medida que nos alejamos de allí, el predominio de la gran propiedad se va haciendo más difuso. Así ocurrirá, por ejemplo, en el reino de Italia, en Baviera, en la Francia central y meridional o -según estudios de P. Bonnassic- en la primitiva Cataluña. En esta región, y en torno al año Mil, nos encontramos con un elevado número de pequeñas explotaciones alodiales. Por lo general, sus propietarios han sido los beneficiarios de un proceso de ocupación de la tierra (apprissio; presura, llamada en el valle del Duero) que les ha agrupado en comunidades de hombres libres, soporte importante de la autoridad condal. Esta circunstancia -existencia de una masa de pequeñas propiedades alodiales- no es óbice, sin embargo, para que la gran propiedad -como ha destacado P. Toubert- desempeñe el papel motor en el conjunto del proceso de desarrollo. Cabe ahora plantearnos una serie de interrogantes en torno al grado de uniformidad del sistema villicario. El modelo del patrimonio de Irminón puede resultar útil como instrumento de análisis pero no conviene hacerlo extensivo a todas las zonas en las que, en mayor o menor grado, aparecen grandes dominios. Por ejemplo, la extensión de cada villa. Las más modestas -posiblemente la inmensa mayoría- no tendrían más allá de unos centenares de hectáreas, a pesar de que se ha pensado que la villa carolingia es, por lo general, de mayor extensión que la merovingia. Los nombres de villulae o curticellae definen auténticos dominios en miniatura. Los más conocidos serán, obviamente, las villas de mayores dimensiones que, en algunos casos, resultan mastodónticas: la de Leeuw Saint Pierre en Brabante, con más de 18.000 hectáreas, o la curtis magna real de Benevagienna en Cuneo que, en el 900, tendría entre 26.000 y 78.000 hectáreas. Polípticos y referencias diplomáticas varias nos permiten reconstruir el patrimonio villicario de algunas instituciones eclesiásticas basado en la posesión de numerosas villaje. Al antes mencionado de Irminón -incompleto- pueden añadirse el de la abadía de Bobbio, con 50 curtes censadas en el 862; el de Santa Giulia de Brescia que, unos años más tarde reúne hasta 85 curtes y curticellae, o el de Farfa, que en torno al año Mil, pudo reunir hasta un centenar de explotaciones villicarias en el centro de Italia. Los esquemas generales que se han trazado para estudiar la explotación de los grandes dominios resultan extremadamente rigurosos y simples. Como ha recordado G. Duby, todo dominio era un organismo en movimiento y la variedad territorial impone una similar variedad en las formas de explotación. Para el caso italiano, P. Toubert ha distinguido tres familias de dominios en las que se agrupan multitud de situaciones particulares. En primer lugar están aquellas curtes definidas por los bosques, altos pastos, prados de siega y sistemas extensivos de explotación. Una segunda categoría correspondería a curtes orientadas a beneficios agrícolas especializados: olivar, viñedo... En tercer lugar están los dominios con un marcado sentido cerealista con una estructura bipartita. Ésta será la característica más acusada del sistema dominical clásico, el que más atención ha merecido. Hablar de ello es hablar de dominios en los que cabe distinguir dos partes orgánicamente integradas: la reserva (indominicatum, pars dominica, terra salica) de uso y provecho del propietario; y la masa de tenencias campesinas (terra mansionaria) propiedad también del señor y ocupadas por un conjunto de familias de variada condición jurídica. La proporción de tierras adscritas a la reserva es variable según las regiones y las épocas. Para el caso del Fisco real de Annapes parece ser más del 50 por 100. El políptico de la abadía de Saint Bertin nos describe para sus dominios de la zona de Boulogne reservas entre dos tercios y dos quintos del total de la explotación. De hecho las reservas constituían un conjunto bastante heterogéneo. En el centro se encontraba la corte (curtis propiamente dicha) residencia del intendente del señor en torno a la cual se encuentran graneros, establos, almacenes, panadería, herrerías, molino y capilla. Se encuentran luego las cabañas de los esclavos rurales encargados de la explotación de los huertos y de las extensas tierras de cereal (las culturae) y del cuidado de los mejores prados y viñas. Los bosques adscritos a la reserva son también muy extensos. Así, en el dominio de Las Celles-les-Bordes, dependiente de Saint-Germain-des-Pres, la extensión del bosque puede evaluarse en casi el 50 por 100 del total: 750 hectáreas para un conjunto de 1.550. Si los esclavos que viven en la reserva facilitan la mayor parte de la mano de obra que pone en funcionamiento su sistema de explotación, los campesinos de las tenencias de la terra mansionaria hacen el resto. Hablar de tales tenencias es hablar de mansos. Se trata de unidades de explotación en ocasiones en régimen de alodio pero en otras -las que aquí nos interesan- integradas en la gran explotación dominical. En Germania se les daba el nombre de huva o hof, en Inglaterra el de hide o (según expresión de Beda), el de terra unius familiae. De ahí que se haya identificado manso con unidad económica teóricamente familiar, aunque en la práctica puede tener otros caracteres: superficie arable que puede labrarse durante un año por una yunta de bueyes o, lo que es más importante, unidad económica a través de la cual el señor puede percibir distintos tipos de prestaciones de sus ocupantes. En función de ello y en función también del estatuto jurídico de las personas a las que los señores las confiaron, se acostumbra a distinguir tres categorías de mansos: en primer lugar están los mansos ingenuibles, atribuidos en principio a campesinos libres. Sus obligaciones hacia el señor suelen limitarse a algunas labores de acarreo y a prestar la fuerza de trabajo en la reserva en períodos fijos y a lo largo del año. Los mansos serviles en los que el propietario ha instalado a gente de condición jurídica no libre están obligados a prestaciones más pesadas prácticamente durante todo el año. En un nivel intermedio están los mansos lidiles, ocupados por semilibres o campesinos manumitidos, cuyas obligaciones están a mitad de camino entre las de los ingenui y las de los serví. La extensión de los mansos es tan variable como la de los mismos dominios. Según el Políptico de Irminón y para el caso concreto de la abadía de Saint-Germain-des-Pres, las superficies arables oscilan entre las 4,8 y las 9,6 hectáreas. Sin embargo, las desproporciones pueden ser aún mucho mayores: oscilan entre 1 y 30. Las mejores o peores condiciones de los suelos, el carácter ingenuil o servil, las compras, sucesiones o divisiones, etc., pueden hacer muy cambiantes las dimensiones de estas explotaciones. Al igual que el gran dominio en general -tal y como hemos adelantado siguiendo las consideraciones de G. Duby- el manso en particular se muestra también como un organismo en movimiento. Y ello hasta tal extremo que puede llegar a romperse la coincidencia entre el estatuto jurídico de la tierra y la del campesino que la ocupa: hay, así, mansos serviles que son ocupados por campesinos libres y viceversa. Al final el dueño acabará imponiendo cargas semejantes a todos los mansos de una misma categoría jurídica al margen de su dimensión o del número de personas que los ocupan. Las cargas acaban pasando del hombre a la tierra. A las prestaciones en trabajo que el campesino debe cumplir en la reserva del señor, se unen las prestaciones en dinero y, sobre todo en especie, a las que están sometidos los ocupantes de los mansos. El Políptico de Irminón -por seguir el ejemplo típico- recoge con todo detalle los moyos de vino, las medidas de mostaza, el número de huevos y gallinas, etc., que los aldeanos deben entregar anualmente. En unos casos será a cambio de utilizar el bosque. En otros, simplemente será para proveer de viandas al ejército. El sistema villicario clásico basado en esta estrecha relación orgánica entre reserva y conjunto de mansos plantea ciertas incógnitas. ¿Estaba encaminado exclusivamente a mantener bien provistas las mesas de los señores? ¿Respondía a unos deseos de autarquía económica propios de un mundo a la defensiva? O, por el contrario, ¿fue un sistema capaz de dinamizar las estructuras económicas de un Occidente que, en el periodo inmediato, daría el gran salto hacia adelante?
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El anuncio de invasión del territorio de la Unión Soviética por las fuerzas de la Wehrmacht había tenido en Leningrado un efecto mayor que en cualquier otra de las grandes poblaciones del país. Allí se organizaron de forma inmediata brigadas populares que mostraron su eficacia a partir del momento en que, tras dos semanas de penetración, los alemanes amenazaron la ciudad. El mes de julio vería a las fuerzas comandadas por el general von Leeb situadas a una distancia de solamente ciento cincuenta kilómetros de la ciudad. Desde esas posiciones, tres ejércitos tratarían de asfixiarla por completo partiendo de diferentes puntos en un movimiento concéntrico. Llegado el mes de agosto, Leningrado disponía únicamente de una vía de comunicación con el exterior, en dirección hacia el Este; el resto de su entorno se hallaba en manos del enemigo. Pero la fortaleza de Schlusselburg, llave de aquella única vía, sería tomada tras cinco jornadas de lucha, con lo que la tenaza se cerraba por completo sobre la ciudad. Ahora, aislada por tierra, solamente podía comunicarse a través del golfo de Finlandia y del lago Ladoga. Sin embargo, el ejército alemán y el finlandés habían establecido sobre la zona un control tan estricto que resultaba imposible utilizar la primera de ellas. Para entonces, más de un millón de personas de todas las edades se dedicaban a la construcción de trincheras y otros obstáculos para la defensa de la urbe. Por momentos, Leningrado parecía a punto de sucumbir, pero su mantenimiento se había convertido en una cuestión vital para el régimen soviético. En efecto, ante todo de cara a la propaganda y al ánimo de los combatientes en general, no podía consentirse que la ciudad símbolo de la Gran Revolución de Octubre cayese en manos del enemigo. Sin embargo, cualquier observador objetivo no podía dejar de considerar la precariedad de la situación determinada por la carencia de alimentos y municiones, bajo los constantes bombardeos y ametrallamientos efectuados por la Wehrmacht y la Luftwaffe. La ciudad fue rodeada por un complejo sistema de trincheras y canales que debían impedir la entrada de las fuerzas adversarias, al tiempo que la totalidad del casco urbano era fortificado en profundidad. De forma paralela, las factorías de armamento, en especial la gigantesca Kirov, en ningún momento detenían su producción, fabricando carros de combate, motores, cañones y munición de toda clase. Llegadas las semanas centrales del mes de agosto, los atacantes se aproximaron hasta unos treinta kilómetros del centro de la ciudad, mientras que las tropas finlandesas actuaban desde el noroeste en apoyo de aquellos. Por otra parte, en la antigua San Petersburgo nadie esperaba recibir la menor ayuda procedente del interior del país, dado que la repentina invasión había desarticulado por completo gran parte de sus sistemas de organización. Debido a ello, los habitantes de la ciudad comprendieron que debían luchar en solitario, por lo que el soviet local decretó la movilización general. De esta forma, más de trescientos mil paisanos fueron enrolados en las milicias populares, con el fin de que estuviesen en todo momento dispuestos a entrar en combate. Las tropas de asalto más eficaces eran las integradas por los obreros de las fábricas organizados militarmente, que acudían a sus puestos de trabajo provistos de sus respectivas armas para utilizar en caso necesario. Al mismo tiempo, el elemento femenino de la población actuaría de forma muy destacada, al lado de los jóvenes que todavía no tenían edad suficiente para entrar en combate. Unas y otros se dedicaban básicamente a la construcción de medidas defensivas, cuya efectividad quedaría demostrada en varias ocasiones en las que los atacantes trataron de introducirse en la ciudad. Con la llegada del invierno, las temperaturas descendieron a niveles no observados durante el último siglo. Esto haría que Hitler, seguro de conseguir la rendición de la ciudad por medio del hambre, enviase sobre Moscú a parte de las fuerzas que se encontraban asediándola. Pero en Leningrado, el abastecimiento aéreo que había comenzado no contribuía a remediar la situación más que en una medida insignificante. Además, debido al estado general en que se hallaba el país, no existían aviones, combustible ni alimentos suficientes para responder a las necesidades de la gran ciudad. Es entonces cuando los animales domésticos comienzan a ser utilizados como alimento por una población hambrienta. Zdanov, secretario general del partido local, lanzó entonces la idea de disponer una pista sobre la helada superficie del Ladoga que, debido a las bajas temperaturas reinantes, tenía una capa de hielo de dos metros de espesor. A pesar de las dificultades de toda clase que este recurso representaba, la que sería denominada "carretera de la vida" supondría un alivio a una situación que presentaba ya rasgos insoportables. Las personas de constitución más débil -ancianos y niños principalmente- comenzaban a morir de forma masiva ante la carencia de alimentos nutritivos y de elementos de producción de calor. Ahora, la causa de estas muertes masivas -el hambre- sería oficialmente calificada de distrofia alimenticia, mientras que en los laboratorios los científicos trataban de hallar sustitutivos a los alimentos de los que se carecía. Cuando llegaron las últimas semanas del año, resultaba normal el espectáculo de ver a las personas muriendo en la calle. Los habitantes de Leningrado ingerían por entonces los más extraños artículos de que disponían, desde medicinas hasta cuero, y desde pintura hasta papel. Fue entonces cuando se multiplicaron los casos de antropofagia. Sin embargo, en aquel mes de diciembre, el Ejército Rojo logró hacer retroceder a los alemanes lo que permitió la reapertura de la línea Tikhvine-Volkov y la llegada de alimentos hasta la estación de Voibokalo. Desde este punto se construyó una línea férrea hasta la orilla del lago Ladoga, para enlazar con la "carretera de la vida". De esta forma se incrementó el avituallamiento, aunque continuó siendo muy deficiente. Esto, junto a las bajísimas temperaturas -hasta 40° C- y la falta de combustible generó gran cantidad de fallecimientos. La mejora experimentada en los suministros supondrá a partir de entonces la posibilidad de ofrecer un mayor grado de nutrición a la población sitiada, pero en modo alguno resultaba suficiente para asegurar el mantenimiento de su existencia. Las cifras correspondientes a las muertes por inanición, siempre en número aproximado y más reducido que el real, ilustran acerca de los padecimientos soportados por los habitantes de la ciudad. Si en noviembre de 1941 los fallecidos habían sido 11.000, al siguiente mes fueron 50.000, y más de 100.000 los correspondientes a enero el siguiente año. En las calles, los cadáveres se amontonaban, sin que existiese sin embargo riesgo alguno de epidemia dado el intenso frío reinante. En febrero de 1942, fallecieron en la ciudad por hambre alrededor de cien mil personas. A pesar de todo, las actividades culturales y artísticas trataban de mantenerse vivas, sirviendo como instrumentos de conservación del interés por seguir viviendo, impidiendo que la gente se abandonase a la muerte. Por sectores sociales, los fallecimientos se ordenan de la siguiente forma: en primer lugar, caen ancianos y niños; luego, los hombres y finalmente, las mujeres. Con el inicio de la primavera de 1942, al tiempo que aparecen expectativas de un descenso de la mortalidad -situada ahora alrededor de los dos millares de personas por día-, otros graves peligros amenazan la existencia de los habitantes de Leningrado. Por una parte, aumenta el riesgo de epidemias debido al elevado número de cadáveres depositados en las calles; por otra, el deshielo obliga a poner fin a la utilización de la capa de hielo como soporte de la "carretera de la vida". El primero de estos problemas será solucionado mediante un programa de limpieza en el que colabora la población que no se encuentra laborando en las fábricas o en el frente. El segundo será subsanado mediante la construcción de barcazas que mantendrán el aprovisionamiento a través del espacio del Ladoga. Así, mientras la ciudad es aprovisionada en mayor volumen, llegan a ella fuerzas militares al tiempo que se procede a la evacuación de las personas inútiles para el combate. Mientras el frente se mantenía estático, los habitantes de Leningrado procedían a la recolección de las hortalizas plantadas en todos los espacios disponibles de la ciudad y recogían madera para utilizarla durante el próximo invierno. A finales de 1942, solamente quedaba un millón de habitantes, un tercio del total, dispuestos a defenderse en la forma más decidida. En el mes de enero de 1943 la noticia del triunfo soviético en Stalingrado levantó de forma muy señalada los ánimos de los sitiados. El día 13, el Ejército Rojo lanzó una ofensiva contra los atacantes al mismo tiempo desde el interior de la ciudad y desde la retaguardia de aquellos. La ruptura del cerco permitirá a partir de entonces el establecimiento de una vía férrea con dirección a Moscú. Sin embargo, y a pesar de este revés, las fuerzas alemanas no se retiran y la Wehrmacht y la Luftwaffe inician un sistemático bombardeo y ametrallamiento de Leningrado a niveles hasta entonces nunca mostrados durante la guerra. Las zonas habitadas por población civil son elegidas con preferencia como objetivos de estas acciones, con el fin de provocar el masivo pánico de sus habitantes. La artillería y la aviación determinarán de esta forma la vida de los leningradeses durante largos meses. Sin embargo, el rumbo de la guerra ya se ha definido a favor de los aliados, y el Reich se encuentra en posiciones de retirada en todos los frentes. En Leningrado, los habitantes que permanecen en sus puestos de trabajo o de defensa tratarán entonces de conservar y mejorar sus condiciones de vida. Sin embargo, ahora a los efectos del hambre se añaden los producidos por los bombardeos, que en las semanas finales de aquel año de 1943 producirán más de dieciséis millares de muertos. El día 14 de enero de 1944 dio comienzo la definitiva batalla por la liberación de la ciudad. En ella se pusieron todos los efectivos posibles por parte soviética, y a lo largo de dos semanas al enfrentamiento adquirirá grados de especial intensidad, al existir la conciencia por parte de ambos contendientes de que se trataba de una lucha definitiva. A fines de este mes, la capital del norte es liberada, acto que será conmemorado el día 27 después de novecientas jornadas de asedio. Las cifras oficiales situaron en un total de 632.000 el número de personas muertas por diversas causas durante el mismo. Sin embargo, ha quedado suficientemente probado que éstas habían superado con mucho la cifra del millón.
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GUERRAS CELTIBÉRICAS Y RESISTENCIA NUMANTINA A lo largo del siglo II a.C. Roma llevó a cabo la conquista de la Celtiberia, que se extendía desde el valle medio del Ebro, ocupando las cabeceras del Alto Duero, Alto Tajo y Jalón. El avance romano se inició desde la costa mediterránea, remontando el valle del Ebro para atravesar luego las elevaciones de los Sistemas Ibérico y Central, llegando al Alto Duero, conquistando así poco a poco el interior peninsular. En el año 179 a.C., Sempronio Graco mandó sus legiones a reprimir un gran levantamiento celtibérico, que concluirá con la victoria romana sobre los celtíberos en la Batalla de Mons Chaunus (posiblemente el Moncayo). Esto originó el Tratado de Graco, que suponía una paz duradera y el compromiso de los celtíberos del valle del Ebro de no edificar ciudades nuevas, ni fortificar las existentes. La reanudación de las hostilidades, a partir del año 154 a.C., trasladará la guerra más al interior, desplazando la línea de frontera hasta el Alto Tajo-Jalón y Alto Duero. El ejército celtibérico Los celtíberos, reconocidos por su valentía y rapidez en el combate, iban a la guerra en grupos de a pie y a caballo. Utilizaban la táctica que los romanos denominaron concursare, basada en movimientos rápidos y por sorpresa de ataque y huida. Esta estrategia les daba mejor resultado en terrenos abruptos y angostos que dificultaban la movilidad, sobre todo contra un ejército con las características del romano, perfectamente adiestrado, armado y bien disciplinado tácticamente para el combate en formación. El armamento de los celtíberos era ligero. Como armas ofensivas utilizaban: - La espada de aguda punta y doble filo cortante, adoptada por los romanos: llamada "gladius hispaniensis". - Puñales, con dos tipos de empuñaduras: biglobular o rematada en frontón. - Lanzas, rematadas con punta de hierro, y con las que eran muy hábiles. - Honda, para el lanzamiento de piedras. Como armas defensivas: - Pequeño escudo circular o caetra. - Cascos de cuero y metálicos, a veces de doble cimera. - Pectorales y cotas de malla. Así como - Grebas de cuero o metal para proteger las piernas. En el caso de la caballería, los celtíberos montaban sin silla ni estribos. Unicamente colocaban una manta sobre el lomo del caballo, y usaban correajes de cuero para las riendas. Como armamento empleaban: - Lanzas: con punta de hierro, y regatón también de hierro en el extremo opuesto de un asta de madera. - Espada y escudo: iguales a las empleadas por la infantería. El ejército romano A partir del año 153 a.C., Roma envió a la Celtiberia ejércitos consulares formados por dos legiones de 4.200 hombres cada una, a las que se unían tropas auxiliares de mercenarios, que les permitió movilizar ejércitos de 35.000 y 40.000 hombres, lo que refleja la importancia dada por Roma a la guerra contra los celtíberos. La legión se articulaba en 60 centurias, de 60 soldados cada una, que para ser más operativas se agrupaban en 30 manípulos, compuestos de 2 centurias cada uno. La formación del ejército romano se articulaba en varias líneas: - Primera línea: infantería ligera, armada con lanzas, que lanzaban al inicio del combate. Luego se retiraban tras la infantería pesada. - Segunda línea: dividida a su vez en tres líneas de infantería pesada: hastati, princeps, y triarii. Estaban armados con dos jabalinas y una espada, y protegidos con casco, coraza, escudo y espinilleras. Los hastati atacaban en primer lugar, siendo reemplazados por los princeps en caso de estar debilitados, y estos por los triarii en caso de ser necesario. Además de la infantería, la formación del ejército de Roma se completaba con la caballería, situada en las alas de la formación, cubriendo así ambos flancos de la infantería. El armamento que empleaban era la "espatha", similar al gladius, pero de mayor longitud; lanzas con punta de hierro y asta de madera, cota de malla y casco. Se protegían con escudos circulares de madera, con umbo circular de hierro. Además del arco, como artillería destacaba la catapulta, para el lanzamiento de saetas, y la balista para el lanzamiento de balas de piedra. Para atacar los muros se utilizaban arietes o vigas con garfios o puntas terebra, que podían arrancar y perforar las piedras. LAS GUERRAS QUE CAMBIARON EL CALENDARIO Con el inicio de las guerras celtibéricas, en el 153 a.C., Roma se vio en la obligación de adelantar el comienzo de su año oficial, de los idus de marzo (15 de marzo) a las kalendas de enero (1 de enero), de forma que los cónsules que se nombraban cada año, para hacer la guerra en Hispania, tuvieran tiempo suficiente para trasladarse e iniciar la campaña, en primavera. Este cambio de fechas fijó el inicio de nuestro año actual, ya que nuestro calendario es herencia romana. El inicio de las Guerras Celtibéricas vino desencadenado por la iniciativa de la ciudad de Segeda (en El Pueyo de Mara, provincia de Zaragoza) de construir una nueva muralla. Los romanos interpretaron que aquello violaba los términos del acuerdo de paz, firmado tiempo atrás con Graco, por lo que enviaron contra la ciudad un ejército al frente de Nobilior. Como los segedenses no tenían terminada la muralla y estaban desprotegidos, abandonaron su ciudad y se dirigieron a la zona del Alto Duero, llegando a Numancia, donde fueron acogidos como aliados y amigos. De esta manera tan injusta, dice Floro, entró Numancia en la guerra, encabezando la resistencia celtibérica frente a Roma a lo largo de 20 años (153-133 a.C.). La ciudad dominaba y controlaba el amplio reborde montañoso del Sistema Ibérico, que comunica el valle del Ebro y la Meseta, así como su riqueza ganadera; pero era también abastecida a través del Duero por mercaderes que remontaban este río en pequeños barcos de vela, transportando, entre otros productos, vino y cereal. Estas visitas debían ser esperadas y celebradas por los numantinos, ya que les aseguraba el abastecimiento para pasar el duro invierno. Segedenses y numantinos, que habían elegido como jefe al segedense Caros, consiguieron una gran victoria ante Nobilior, matando a seis mil romanos, el 23 de agosto del 153 a.C., día consagrado a Vulcano, y que fue declarado a partir de entonces nefasto, de manera que ningún general romano libró batalla en el futuro dicho día. Nobilior esperó a recibir refuerzos de Masinisa, rey de Numidia (norte de Africa) y aliado de Roma, compuestos por trescientos jinetes y diez elefantes. Para sorprender a los celtíberos, dispuso en orden sus tropas, escondiendo los elefantes en la retaguardia. Y abriendo la formación, en un momento determinado, aparecieron las fieras por sorpresa, aterrando a los celtiberos y a sus caballos, que huyeron a refugiarse a la ciudad. Desde la muralla lanzaron todo tipo de proyectiles y piedras, impactando una de ellas en la cabeza de uno de los elefantes, que enfurecido contagió a los demás y volviéndose contra los suyos con terribles bramidos, atropellaron, mataron y desbarataron a los romanos. Al ver los numantinos que los enemigos huían, fueron en su persecución, matando a un buen número de ellos y a tres elefantes, apoderándose de sus armas y enseñas. El Cerco de Escipión Los numantinos vencieron sucesivamente a los generales romanos, teniendo que enviar Roma, finalmente, a Publio Cornelio Escipión Emiliano que había destruido la ciudad de Cartago. Éste, tras derrotar a los vacceos, en el Duero medio, aliados de los numantinos, aisló la ciudad por medio de un cuidado cerco. Dispuso siete campamentos en los cerros próximos, uniéndolos con un sólido muro de 9 kilómetros de perímetro, defendido por delante con un foso y una estacada de madera, y situando dos fortines en los puntos de encuentro de los ríos Tera y Merdancho con el Duero. Varias veces retaron los numantinos al invasor, pero la espera paciente de Escipión fue la respuesta. Habían transcurrido veinte años de guerras y once meses de asedio y los alimentos se habían consumido por completo; por lo que sin granos, sin ganado, sin forraje, comenzaron a comer pieles cocidas; pero enseguida empezaron a escasear también éstas, acudiendo al último y terrible recurso: tener que comerse a los muertos. La ciudad cayó por inanición en el verano del 133 a.C., tomándose la muerte cada uno a su manera y siendo vendidos los supervivientes como esclavos. La ciudad fue arrasada y repartido su territorio entre los indígenas que habían ayudado a Escipión. Epílogo La resistencia numantina frente a la conquista de Roma y su heroico final es uno de los símbolos de referencia universal, por estar vinculada a algo tan esencialmente humano como es la lucha de un pueblo por su libertad y la defensa del débil contra el fuerte. La actitud de los numantinos impactó de tal manera en la conciencia de los conquistadores, que estos a su vez se sintieron conquistados por la causa numantina, glosando su resistencia y final heroico hasta la exaltación, proporcionándole de esta manera una dimensión universal y fundiéndola en el crisol de la leyenda.