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El puente que hizo Cortés De Huatecpan tomó el camino para la provincia de Acalan, por una senda que emplean los mercaderes; que otras personas poco andan de un pueblo a otro, según ellos decían. Pasó el río en barcas; se ahogó un caballo, y se perdieron algunos fardeles. Anduvo tres días por unas montañas muy ásperas con gran fatiga del ejército, y luego dio sobre un estero de quinientos pasos de ancho, el cual puso en gran apuro a los nuestros, por no tener barcas ni hallar fondo. De manera que con lágrimas pedían a Dios misericordia, pues si no era volando, parecía imposible pasarlo, y volver atrás, como la mayoría quería, era perecer; porque, como había llovido mucho, se habían llevado las crecidas todos los puentes que hicieron. Cortés se metió en una barquilla con dos españoles hombres de mar, los cuales sondaron todo el ancón y estero, y por dondequiera hallaban cuatro brazas de agua. Tentaron con picas, atadas una a otra, el suelo, y había otras dos brazadas de lama y cieno; de suerte que eran seis brazas de hondura, y quitaban la esperanza de construir un puente. Todavía quiso él probar de hacerle. Rogó a los señores mexicanos que consigo llevaba hiciesen que los indios cortasen árboles, labrasen y trabajasen vigas grandes, para hacer allí un puente por donde escapasen de aquel peligro. Ellos lo hicieron, y los españoles iban hincando aquellas maderas por el cieno, puestas sobre balsas, y con tres canoas, pues no tenían más; pero les resultaba tan trabajoso y enojoso, que renegaban del puente y hasta del capitán, y murmuraban terriblemente de él por haberlos metido locamente a donde no los podría sacar, con toda su agudeza y saber, y decían que el puente no se acabaría, y cuando se acabase estarían ellos acabados; por tanto, que diesen vuelta antes de acabar las vituallas que tenían, pues así como así se habrían de volver sin llegar a Higueras. Nunca Cortés se vio tan confuso; mas para no enojarlos, no les quiso contradecir, y les rogó que descansasen cinco días solamente, y si en ellos no tuviese hecho el puente, les prometía volverse. Ellos a esto respondieron que esperarían aquel tiempo aunque comisen cantos. Cortés, entonces, habló a los indios que mirasen en cuánta necesidad estaban todos, pues forzosamente habían de pasar o perecer. Los animó al trabajo, diciendo que en seguida de pasar aquel estero estaba Acalan, tierra abundantísima y de amigos, y donde estaban los navíos con muchos bastimentos y refresco. Les prometió grandes cosas para en volviendo a México si hacían aquel puente. Todos ellos, y los señores principalmente, respondieron que les placía, y en seguida se repartieron por cuadrillas. Unos para coger raíces, hierbas y frutas de monte que comer, otros para cortar árboles, otros para labrarlos, otros para traerlos, y otros para hincarlos en el estero. Cortés era el maestro mayor de la obra, el cual puso tanta diligencia y ellos tanto trabajo, que al cabo de seis días fue hecho el puente, y el séptimo pasaron por encima de él todo el ejército y caballos; cosa que pareció hecha no sin ayuda de Dios, y los españoles se maravillaron muchísimo y hasta trabajaron su parte, que aunque hablan mal, obran bien. La hechura era común, mas la maña que los indios se dieron fue extraña. Entraron en él mil vigas de ocho brazas de largo y cinco y seis palmos de grueso y otras muchas maderas menores y menudas para cubierta. La atadura fue de bejucos, pues clavazón no hubo, sino de clavos de herrar y clavijas de palo por algunos barrenos. No duró la alegría que todos llevaban por haber pasado a salvo aquel estero, pues en seguida toparon con un cenagal muy espantoso, aunque no muy ancho, donde los caballos, quitadas las sillas, se sumían hasta las orejas, y cuanto más forcejeaban, más se hundían, de manera que allí se perdió del todo la esperanza de escapar caballo ninguno. Todavía les metían debajo del pecho y barriga haces de rama y de hierba en que se sostuviesen, lo cual, aunque aprovechaba algo, no bastaba. Estando así, se abrió por medio un callejón por donde acanaló el agua, y por allí salieron a nado los caballos, pero tan fatigados, que no se podían tener en pie. Dieron gracias a nuestro Señor por tan grandes mercedes como les había hecho; pues sin caballos quedaban perdidos. Estando en esto llegaron cuatro españoles que habían ido delante, con ochenta indios de aquella provincia de Acalan, cargados de aves, fruta y pan, con lo que Dios sabe cuánto se alegraron todos, mayormente cuando dijeron que Apoxpalon, señor de aquella provincia y toda la demás gente, quedaba esperando el ejército de paz, y con muy buena voluntad de verle y aposentarlo en sus casas; y algunos de aquellos indios dieron a Cortés cosillas de oro de parte del señor, y dijeron que tenía gran contentamiento de su venida por aquella tierra, pues hacía muchos años que tenía noticia de él por los mercaderes de Xicalanco y Tabasco. Cortés les agradeció tan buena voluntad; les dio algunas cosillas de España para el señor; los hizo ir a ver el puente, y los volvió con los mismos españoles. Fueron admirados del edificio del puente, así porque no los hay por allí, como por ser tan grande, y porque pensaban que ninguna cosa era imposible a los españoles. Al otro día llegaron a Tizapetl, donde los vecinos tenían mucha comida aderezada para los hombres, y mucho grano, hierba y rosas para los caballos. Reposaron allí seis días, satisfaciendo al trabajo y hambre pasada. Vino a ver a Cortés un mancebo de buena disposición y muy bien acompañado, que dijo ser hijo de Apoxpalon. Le trajo muchas gallinas y algún oro; le ofreció su persona y tierra, fingiendo que su padre había muerto. Él lo consoló y mostró tener tristeza, aunque barruntaba no decir verdad, porque cuatro días antes estaba vivo y le había enviado un presente. Le dio un collar de cuentas de Flandes que llevaba al cuello, y que fue muy estimado del mancebo, y le rogó que no se fuese tan pronto.
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Las cosas no eran fáciles para ellos. La primera exposición, a falta de un lugar mejor, se celebró entre lámparas, en la sala de Seifert, que Heckel, como arquitecto, se había ocupado de reformar. A pesar del cartel agresivo -una litografía en rojo, negro y amarillo -, la exposición no hizo mucho ruido; casi nadie la vio; los pocos que asistieron pensaron que estos chicos estaban locos y sólo un crítico, Paul Fetcher, luego su portavoz, se atrevió a romper una lanza en la prensa por ellos. En la segunda, a finales de año, expusieron obra gráfica y contaron con un invitado excepcional, Kandinsky. En septiembre de 1907 consiguieron la galería de Emil Richter, un espacio expositivo de verdad, burgués, con alfombras y muebles, pero de nuevo el resultado fue un rechazo unánime. En 1908 contaron con otros renovadores, como llos fauves franceses Dérain, Marquet y Vlaminck.Los contactos con los franceses fueron muy tempranos, y los puntos comunes de interés, muchos: la herencia de Gauguin, el arte primitivo, el empleo de grandes planos de color, los tonos vivos y nada realistas, el dibujo simplificado, el desprecio de la perspectiva tradicional, las escenas apretadas y descentradas... Posiblemente, Kirchner descubrió a Matisse en el invierno de 1908, en casa de Cassirer en Berlín, y acusó rápidamente su influencia, como se ve en Joven con sombrilla japonesa, de 1909. Lo mismo que Pechstein, quien en 1912 hizo una litografía titulada La danza, bailarinas y bañistas en el lago del bosque (Berlín, Brücke Museum), donde su huella es evidente, tanto en las figuras como en el modo de entrelazarse.
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La documentación relativa al puerto que, sin duda alguna, fue uno de los elementos decisivos en la vida de Tarraco se limita a la existencia, hasta mediados del siglo XIX de un espigón en la zona del puerto actual. Una serie de planos de los siglos XVI-XVII muestran la presencia de un dique que, según Buenaventura Hernández Sanahuja (siglo XIX), se alzaba sobre una serie de pilares, unidos mediante arcos; descripción que corresponde con la tipología de algunos muelles de época romana. En la zona próxima a los restos portuarios descritos, se individuó una serie de estructuras correspondientes a grandes almacenes, obliterados por la construcción del teatro. A esta escasez de datos arqueológicos se suma una serie de contradicciones de los autores antiguos respecto a esta cuestión. Así pues, mientras Estrabón, que nunca estuvo en Tarraco, siguiendo a Artemidoro de Efeso -geógrafo que visitó Hispania a finales del siglo II a. C.-, niega la existencia de un puerto ("... Tarraco... aunque no tiene puerto...", III, 4, 7), otros autores dan constancia de su existencia al hablarnos de su actividad ya en el 217 a. C. ("... P. Escipión llegó a la provincia con treinta naves largas y un gran acopio de provisiones... y entró en el puerto de Tarraco ....". Livio, XXII, 22, 1-2). Es evidente que la llegada de naves no implica obligatoriamente la existencia de unas estructuras portuarias, especialmente en una época tan temprana como el último cuarto del siglo III a. C., pero es también evidente que una ciudad en la que se documenta una intensa actividad como cabeza de puente del ejército romano en Hispania, no puede adolecer de unas estructuras que cumplan la función propia de un puerto. Es impensable, por otro lado, que la capital de la Hispania Citerior, ubicada en la costa, no dispusiese de un puerto, cuando el propio Plinio nos dice que el viaje a nuestra ciudad desde Ostia (Italia) tenía una duración de tres jornadas. La afirmación de Estrabón queda plenamente neutralizada por las colecciones de materiales arqueológicos tarraconenses que demuestran cómo, desde época republicana hasta el dominio visigodo, los habitantes de la ciudad utilizaban, junto a las producciones locales, cerámicas y otros utensilios de uso común fabricados en diversos puntos del Mediterráneo. A ello debemos añadir la presencia en Tarraco de otros materiales importados, como los mármoles, que difícilmente podían ser transportados por otra vía que no fuese la marítima y los numerosos restos de anclas romanas hallados en los alrededores del puerto actual.
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Las primeras muestras de asentamiento en la zona de El Puerto de Santa María se remontan al Paleolítico Inferior, tal y como se pone de manifiesto en el yacimiento de El Aculadero. Punto de llegada de los fenicios, la leyenda atribuye la fundación de la ciudad a un caudillo ateniense de nombre Menestheo que arribó a estas tierras tras la guerra de Troya. Será durante la época andalusí cuando la villa alcance su primer momento de esplendor. Amaría Alcanter será el nombre de la población. Alfonso X toma la ciudad en 1260, denominándola Santa María del Puerto y otorgando una Carta-Puebla. El Puerto pasa a la jurisdicción señorial de los duques de Medinaceli, viviendo sus mayorías días de gloria. Aquí fue pertrechada la nao de Juan de la Cosa -llamada "Santa María"- que llevó a Colón a las Indias. A lo largo de los siglos XVI y XVII las galeras reales fondearán en el embarcadero de la villa, convirtiéndose en sede de la Capitanía General del Mar Océano. La ciudad proclama su incorporación a la Corona reinando Felipe V, obteniéndola el 31 de mayo de 1729. Incluso la Corte se traslada a veranear aquí ese año y el siguiente. Durante el siglo XVIII se continúa con una intensa actividad mercantil, dando paso a una centuria en la que El Puerto tendrá un interesante papel en la historia. Aquí desembarcará Fernando VII en 1823 para derogar la Constitución de 1812. La desamortización y las revoluciones del siglo XIX dejarán su huella en esta ciudad. En la actualidad, El Puerto cuenta con una población algo inferior a los 80.000 habitantes.