La valía de este escultor alcanzó a la misma persona del rey, quien encabeza el rango social de sus admiradores y que, en el caso de Felipe IV, es además un entendido en la cuestión. Este rey, en 1635, al ver el San Miguel de la Colegiata de Alfero pensaba que era "el mejor oficial que hoy se conoce en este reino" y acertadamente hizo la premonición de "que muerto este hombre no ha de haber en este mundo dinero con qué pagar lo que dejare hecho". Antes ya, Felipe III había adquirido un Yacente (1614) para el convento de capuchinos de El Pardo. Esta obra es una de las más extraordinarias y sirvió de modelo a otras muchas, muy semejantes, que hizo a lo largo de su vida. Hoy esta imagen se conserva en la parroquia de El Pardo y es Cristo un bellísimo atleta, desnudo, que expresa su dolor moral. El pelo está fuertemente marcado por el sudor y la boca abierta; para dar mayor realismo, los ojos son vítreos y la dentadura de pasta queda perfilada entre los labios. Cristo es un muerto, agotado, que de un modo frío nos muestra el cuerpo sufriente. Este tema fue uno de los abundantes del siglo debido a necesidades de culto, por ser la imagen imprescindible durante la Semana Santa. Guarda un estrecho parecido con otro Yacente que se le atribuye, el del monasterio de la Encarnación (Madrid), colocado en el antecoro superior. Asimismo representa las características estéticas que imprime Fernández a sus obras en la primera etapa. La policromía es mate, una constante en su obra. Para dar mayor verismo al yacente se le mete dentro de una pequeña capilla; a los lados, María, San Juan y la Magdalena, pinturas de Felipe Diriksen. Debemos recordar que la Encarnación se fundó bajo el patrocinio de la reina doña Margarita, esposa de Felipe III, y aunque desconocemos las circunstancias de la llegada a este convento de varias obras de Fernández, sin duda hay que relacionarlas con el deseo real de tener obras suyas. También en el antecoro de la Encarnación hay otra escultura magnífica, Cristo Flagelado, una atribución discutida en ocasiones. En la actualidad es una opinión general admitir la autoría de Fernández, en concreto Martín González ha dado como fecha posible de realización la de 1625 aproximadamente. La verdadera impulsora de la fundación de la Encarnación, Mariana de San José, vino a Madrid procedente de las Agustinas Recoletas de Valladolid, donde era priora. Gregorio Fernández vivía muy cerca del monasterio y no sería extraño que esta obra y otras fueran traídas por voluntad de la propia monja. Este Cristo se ve obligado a inclinarse por el modo en que está atado a la columna. Esta descripción sutil del sufrimiento es una modalidad constante en la obra de Gregorio Fernández, así como la policromía, donde se complace en mostrarnos la sangre coagulada, pellejos levemente levantados alrededor de las heridas y, en cambio, evita toda expresión explícita del dolor. En esta obra hay dos puntos de vista dominantes: uno de frente, que nos sitúa ante una persona apenas doblegada y el otro, de espaldas, es el más terrible, donde los azotes bien marcados en la pintura parecen una versión plástica de los sermones de la Pasión; en realidad se trata de una iconografía equivalente a la de la visión que tuvo Santa Teresa, la del cuerpo ensangrentado. No obstante, en el rostro ahorra todo rasgo de sufrimiento. El valido de Felipe III, el duque de Lerma, se erigió como el gran mecenas del reinado, el inspirador del cambio de la capitalidad a Valladolid. Fue un entusiasta del arte de Gregorio Fernández y le contrató el retablo mayor, como patrono que era de la capilla mayor de San Pablo en 1613, cuando ya había perdido el favor real. Este retablo debía acompañar a su propia efigie funeraria. Dos años después, en 1615, amplió el contrato, que pasó a incluir el retablo de la colegiata de Lerma (Burgos), el templo más representativo que se construyó el insigne duque como escenario de sus personales y barrocas ceremonias. Gregorio Fernández no haría ninguno de los dos encargos, pero hay varias obras suyas en conventos vinculados a esa familia. En Monforte de Lemos, territorio perteneciente a un pariente del duque de Lerma, el duque de Lemos, se encuentra un Yacente en el convento de las Clarisas. Asimismo, el duque de Uceda, hijo del de Lerma, se enterró en el Sacramento y allí hay un Cristo atado a la cruz de Gregorio Fernández, posiblemente adquirido por este noble.
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Al inicio de la Restauración, existía un acuerdo unánime en el hecho de la inexistencia de un electorado independiente en España; igualmente todos estaban conformes en la causa de este hecho: la injerencia gubernamental en las elecciones. "No tenemos cuerpo electoral", decía Castelar. "Si hay en algo en que nosotros tengamos una inferioridad evidente respecto de todas las demás nociones constitucionales, ese algo es la fuerza, la independencia, la iniciativa del cuerpo electoral", decía Cánovas. "El cuerpo electoral (...) falta por completo hoy en España", decía Alonso Martínez. La demostración palpable de este hecho era el constante triunfo gubernamental en las elecciones: "¿Se olvida -preguntaba Cánovas- que (...) en el espacio de pocos meses han venido a este recinto Cámaras monárquicas, Cámaras revolucionarias, Cámaras monárquicas de la revolución, pero constitucionales, Cámaras radicales y Cámaras republicanas federales? (...) Ese espectáculo (...) se ha visto aquí con escándalo del mundo, y (...) ha sido la befa de nuestro cuerpo electoral". En pocas palabras, los gobiernos hacían las elecciones y no las elecciones a los gobiernos. La causa estaba clara: "Aquí el gobierno ha sido el gran corruptor. El cuerpo electoral, en gran parte, (...) no es sino una masa que se mueve al empuje y a gusto de la voluntad de los gobiernos". Alonso Martínez ofrecía una explicación perfecta: "El vicio consiste (...) en la centralización administrativa exagerada, combinada con el abuso sistemático que han venido haciendo aquí la generalidad de los gobiernos, en todo el reinado de doña Isabel II o, al menos, desde 1839 hasta el día (...) No hay nada más desigual en España que la lucha del elector con el gobierno; el poder, que tiene en sus manos medios inmensos, es por lo general pródigo y dadivoso con el elector amigo, mientras que es injusto y hasta cruel con el elector adversario; éstos padecen lo indecible poniéndose enfrente del gobernador de la provincia, dado el abuso sistemático que aquí se ha hecho de los medios de que dispone la autoridad. Los electores que quieren dar una muestra de independencia arriesgan mucho, sufren en sus personas o en sus familias, o en sus intereses y propiedad (...) Cuando esto sucede un año y otro año y otro año, el elector acaba por echarse, por decirlo así, en el surco, por sentirse con cierto desmayo y desaliento, y por encerrarse en el escepticismo, en el positivismo, y en el egoísmo". Es decir, el problema para los contemporáneos, en estos primeros años de la Restauración, no era el caciquismo -palabra que sólo se utiliza en raras ocasiones-, entendido como la excesiva influencia ejercida por algunos individuos, sino el abuso de poder por parte de las autoridades. Por decirlo de otra forma, el mal no venía de abajo arriba, sino de arriba abajo; no provenía del mal funcionamiento de la sociedad civil, sino de la inexistencia de dicha sociedad civil, ahogada por los representantes del Estado. Lo que se reclamaba no era un cirujano de hierro -ésta sería una receta posterior, basada en una diferente interpretación del problema- sino todo lo contrario, una mayor independencia de la sociedad. En las primeras elecciones celebradas después de la Restauración, en 1876, el ministro de la Gobernación, Romero Robledo, no se apartó lo más mínimo de las malas costumbres de sus antecesores sino que, más bien, las llevó al extremo, actuando con toda arbitrariedad. Algo hicieron, sin embargo, los legisladores -conservadores y constitucionales de común acuerdo- para tratar de resolver el problema, tal como ellos lo percibían, es decir, para frenar el poder del ejecutivo. En la Constitución de 1876 adoptaron un sistema bicameral y trataron de que en el Senado estuvieran representadas grandes fuerzas sociales. Poco después, en 1878, aprobaron una ley electoral para diputados a Cortes en la que, conscientemente, dieron un importante paso atrás sustituyendo el sufragio universal masculino, reconocido en 1868, por un censo electoral del que sólo formaban parte quienes pagaran una determinada contribución o acreditaran unos estudios concretos; aunque las cifras variaron en los diversos censos, los electores, de acuerdo con la ley de 1878, fueron aproximadamente uno de cada cinco varones mayores de edad. Dada la precipitación con que en este punto se había caminado, no había más remedio que retroceder, argumentaba un conservador. El objetivo que se perseguía era la mejora del sistema representativo mediante la creación de un electorado más educado e independiente y, en consecuencia, menos manipulable por el poder político. Al mismo tiempo, la ley electoral de 1878 contenía otras cuatro innovaciones destinadas a limitar la injerencia gubernamental y favorecer la representación de las minorías. Eran éstas: 1) la creación de circunscripciones electorales plurinominales, en las que se votaba por un número de candidatos menor al de diputados que debían ser elegidos -norma que también estaba en vigor en la Inglaterra de la época-, lo que hacía muy difícil para un partido conseguir todos los puestos de la circunscripción, el copo; 2) la limitación de la duración de la elección a un solo día -un domingo, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde-, en lugar de los tres que duraba anteriormente, en los que el gobierno tenía tiempo de enderezar las cosas gracias a la información detallada de que disponía por el telégrafo; 3) la elección de interventores mediante la presentación de firmas de electores, una semana antes de que se celebrara la votación de los candidatos a diputados, en lugar de que los interventores fueran elegidos por los electores presentes al comienzo de la votación; y 4) la elección por acumulación de 10.000 votos, al menos, procedentes de los distritos uninominales, de un máximo de diez diputados. Todas estas medidas tuvieron sólo una eficacia limitada. En relación con las fuerzas sociales a las que se dio representación en el Senado, el problema era que "en España no ha(bía) cuerpos sociales", como decía un diputado. La nueva legislación electoral, por su parte, no desarmaba, ni mucho menos, al gobierno encargado de organizar las elecciones. Algunos aspectos básicos de la normativa electoral anterior siguieron invariables en la ley de 1878; fundamentalmente, la responsabilidad de los Ayuntamientos en la elaboración y rectificación del censo electoral; el protagonismo de los cargos municipales -alcaldes, tenientes de alcalde y concejales- en el acto de la elección, que debían presidir; y el análisis y juicio sobre las actas por parte del mismo Congreso de los diputados. Estos tres elementos facilitaban, sin duda, la injerencia gubernamental en las elecciones ya que permitían, en el caso de los dos primeros, el control del censo y de las mesas electorales por los alcaldes -es decir, del gobernador civil, representante del gobierno en las provincias, que disponía de abundantes medios para presionar a los alcaldes-. Por otra parte, la mayoría de que, por definición, disponía el gobierno en el Congreso -a pesar de que las minorías tuvieran una cierta representación en todas las Comisiones- le permitía dar por buenas todas las actas que quisiera y, en definitiva, una impunidad casi absoluta en materia electoral. La normativa electoral de 1878 era, en el mejor de los casos, como la definió Francisco Silvela, una ley "quizá un tanto complicada y artística, hecha para ser manejada, como máquina delicada y difícil, con cuidado, con esmero, con circunspección y hasta con verdadero cariño". No fue éste, sin embargo, como veremos, el espíritu con el que fue aplicada generalmente. El mismo Silvela se terminaría refiriendo a ella como "ese mecanismo (...) para la falsificación y para el fraude". Una vez analizados el proceso de formación y los principales elementos del sistema político de la Restauración, es posible caracterizar éste, de acuerdo con José Varela Ortega, como una solución conservadora. Para Cánovas, principal inspirador del proyecto, se trataba de asegurar, o dar nueva vida, al sistema liberal en España. El liberalismo -el imperio de la ley, la separación de poderes, los derechos individuales, entre los que por supuesto figuraba en primer término la propiedad privada, y la tolerancia religiosa- era para el político malagueño el espíritu del siglo, el contenido de la civilización, la ley del progreso. España, aunque decadente, era una nación que tenía su puesto en el mundo civilizado. Pensaba que "cincuenta años de monarquía constitucional sin pronunciamientos podrían hacer de nosotros un pueblo razonable". Cánovas no fue un conservador típico por su carácter de intelectual, su racionalismo, la desconfianza en la historia, la creencia en el progreso y su independencia de criterio respecto a la Iglesia. Sí lo fue por el espíritu religioso, la preocupación por el orden social y, sobre todo, por la prudencia en los procedimientos, de acuerdo con una atención constante a la realidad. "Paréceme a mí -decía en 1879- que es el fundamento propio de los partidos conservadores no pretender nunca que se aplique a la realidad más que aquella porte del ideal que los circunstancias necesariamente favorezcan; lo que creo yo es que el verdadero fin de los partidos conservadores es vivir dentro de la realidad, conservando los ideales para procurar ir infiltrándolos en el espíritu general, pero sin querer imponerlos, que es lo revolucionario, en todo momento y de cualquier manera en la realidad". El proyecto político de la Restauración fue conservador en la medida que arriesgó poco -hacer de la Corona el intérprete último de la soberanía nacional era, desde luego, apostar por lo seguro-; fue conservador por lo limitado de sus innovaciones prácticas, por lo mucho que se adaptó a la realidad -confiando en las propias fuerzas sociales- en lugar de pretender transformarla por decreto, aunque, por otra parte, favoreció la estabilidad y el acuerdo a costa de la movilidad y la competencia.
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La transición española a la democracia tuvo como hito fundamental la elaboración de un texto constitucional, fruto del consenso entre todos los partidos democráticos. La Constitución de 1978 fue aprobada por las cortes en sesiones plenarias del Congreso de los Diputados y del Senado celebradas el 31 de octubre de ese mismo año. Pero para su entrada en vigor fue necesario que el pueblo español la ratificase en referéndum, que se celebró el 6 de diciembre de 1978. En esta votación, sobre un censo de 26.632.180 votos, los votos favorables fueron 15.706.078, produciéndose el 32,8 por ciento de abstenciones. La abstención fue superior al 40 % en las cuatro provincias gallegas, las tres vascas y Tenerife. Sobre el total de votantes, entre el 60 y el 70 % lo hicieron a favor en Guipúzcoa, porcentaje que subió hasta el 80 % en Vizcaya, Alava, Navarra y Palencia. Más del 90 % de los votantes lo hicieron a favor en las provincias canarias, Andalucía, Murcia, Tarragona, Barcelona, Lérida y Huesca. En el resto de la nación ganó el sí con un porcentaje entre el 80 y el 90 % del total de votos. Aprobada en referéndum, la Constitución de 1978 fue sancionada por el rey Juan Carlos ante las Cortes el 27 de diciembre de ese mismo año.
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Esa defensa de la pintura como actividad esencialmente práctica, más allá de reflexiones teoréticas o continuistas, indica el talante bien distinto del menor de los Carracci, Annibale (Bolonia, 1560-Roma, 1609), sin cuyas creaciones el aporte de la Academia, es probable, no habría superado el valor de lo secundario, ni su poética, rebasando los confines de Bolonia. De temperamento impetuoso y apasionado, a la vez que intolerante con los teóricos a priori, se interesó principalmente por los problemas que la actividad artística concreta imponía.Dotado de un talento innato, muy superior al de Agostino y más agresivo que el de Ludovico, amplió la renovación del lenguaje de la pintura, superando tanto los límites devocionales como los áulicos, y reanimó los valores de la tradición italiana. La adopción del dibujo del natural como método y su alta sensibilidad a las formas orgánicas y a la estructura plástica, le guiaron hasta el Renacimiento maduro. Sus primeros trabajos ya muestran su temprano rechazo del Manierismo y su adhesión a los principios riformati, en clave naturalista lombarda y paduana. Ellos fueron su norte contra la pintura manierista; como cuando, integrado en el equipo familiar, ayudó en la decoración del palacio Fava de Bolonia con la Historia de Jasón (1584), por la que fue tildado de realista en demasía. Como respuesta a esa exigencia de renovación, tras completar su formación, acabó por imponerse en el palacio Magnani, pintando con Ludovico y Agostino la Historia de Roma (1588-92), obra compleja en sus poderosos encuadramientos, enriquecida por una mayor elegancia compositiva y un rico colorido veneciano.Entre 1584-88 viajó a Parma, estudiando de Correggio su delicada atmósfera luminosa y su sentida expresión; a Cremona, aprendiendo de Campi su lección de observación directa de la realidad, más su interés por los aspectos menos heroicos; a Venecia, comprobando la ligereza y asimetría de las posturas, y las posibilidades expresivas de la luz y los acordes cromáticos. Valga recordar que la asimilación de la vasta cultura pictórica de Annibale no conduce a resultados eclécticos, a una simple copia por superposición de estilos, sino que da fundamento interno al artista que procede a una interpretación crítica y unitaria de las fuentes. Su facultad para recrear sin imitar le permitió fundir el lenguaje emiliano del primer Renacimiento y el colorido véneto, creando un todo estilístico nuevo. Un ejemplo en el que las huellas venecianas son claramente advertibles, pero ligadas a los recuerdos parmesanos, es su Asunción de la Virgen (hacia 1590) (Madrid, Prado).Pero antes de esos viajes con rumbo parecido al de Caravaggio, muestra su curiosidad por el natural, por las múltiples apariencias de la realidad y por los problemas que plantea su reproducción. Según el, cualquier aspecto de la realidad merecía dibujarse, dependiendo sólo de la inspiración y del momento (Malvasia). Su interés por el dibujo le condujo a pintar, entre 1583-85, obras como La carnicería (hacia 1583) o El hombre que come habas (hacia 1584) (Roma, Galería Colonna).
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La minoría de Mohamed IV se prestó a la continuación del desgobierno con levantamientos de jenízaros, artesanos y provincias. Pero en 1657 Mohamed Köprülü inició una dinastía de grandes visires, que hasta 170 establecieron una política reformista que mejoro la situación en la segunda mitad del siglo. El denominador común de las reformas de Mohamed era la reinstauración de un poder eficaz, civil y militar, para lo que no le tembló la mano. La corrupción en la Administración fue castigada con la muerte, se sometió con la misma dureza a los campesinos, a los que se obligo a volver a la tierra, y se reprimieron los levantamientos provinciales con ayuda de un ejercito depurado, al que se premio de nuevo con el timar. Las victimas de las reformas se contaron por decenas de miles, pero la situación quedo restablecida momentáneamente. Su hijo Ahmed Köprülü (1661-1676), consideró su posición lo suficientemente fuerte como para marchar en 1681 hacia territorio Habsburgo, llegando en 1683 una vez más a Viena. El emperador Leopoldo sólo pudo salvar la situación con la ayuda del rey polaco, Jan Sobiesky, que consideraba que Polonia ya había cedido excesivos territorios a la Sublime Puerta y no estaba dispuesto a dejarla avanzar más: su victoria en Kahlenberg supuso no sólo la retirada del ejercito turco, sino la señal para un considerable retroceso territorial del imperio otomano. El siguiente Köprülü, Mustafá Zadé, consiguió una recuperación temporal en el sur de los Balcanes de 1689 a 1691, año este último de su muerte en el campo de batalla. Desde entonces, la claudicación fue inevitable. En 1699, el tratado de karlowitz obligó a Mustafá II (1695-1703) a ceder los territorios que ya les habían ocupado Austria (Hungria), Polonia (Podolia) y Venecia (Dalmacia, Atenas, el Peloponeso), más Azov, que en 1696 conquistó Pedro I el Grande. Desde entonces, el Imperio otomano dejaría de ser un peligro en la Europa sudoriental, aunque los conflictos, ya menores, con las potencias limítrofes serían permanentes. Las reformas que los Köprülü habían llevado a efecto en la segunda mitad del siglo XVII pudieron momentáneamente frenar un deterioro que llevaba una velocidad bastante acelerada, e incluso consiguieron ciertos éxitos en materia económica y de política militar, pero no atacaron la raíz de los problemas. Para mantener un Imperio tan amplio y tan diverso, sólo basado en la dominación de una casta guerrera, hubiera sido necesario que ésta conservara las máximas virtudes militares posibles. Pero en vez de ello, a la austeridad siguió la vida acomodada y el lujo, y la lealtad y el arrojo, el interés por el enriquecimiento. Otra posibilidad hubieses sido intentar la asimilación de las poblaciones conquistadas en lugar de mantenerlas marginadas. Pero la separación absoluta entre musulmanes y súbditos cristianos y judíos, más la simple superposición de la Administración otomana sobre los territorios ocupados, sin ningún intento de integración, mantuvieron a las poblaciones conquistadas ajenas y sintiéndose extranjeras, y por tanto proclives a seguir un camino independentista en cuanto los vientos favorables alentara el rescoldo o en cualquier caso a no oponer resistencia ante otra potencia conquistadora. La descentralización creciente, sobre todo al ser causada por la debilidad e ineficiencia del poder central, también hacía muy vulnerable a un Imperio arcaico que debía enfrentarse a unos Estados europeos cada vez más fuertes.
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Brasil fue una zona marginal dentro de la colonización portuguesa, concentrada en la India y en las posesiones africanas. Carecía de productos de interés económico, salvo el palo tintóreo cuyo corte y exportación autorizó la Corona a algunos particulares. En 1516 se crearon las Capitanías del Mar: cada dos años salía un capitán de mar con algunos buques y recorría la costa hostigando a los extranjeros o comerciantes sin permiso. En 1530, se mandó la expedición de Martín Alfonso de Sousa para asegurar el territorio ante la amenaza española (su costa había sido frecuentada por las armadas a la Especiería y se temía que los hispanos colonizaran en el Plata). Sousa zarpó de Portugal con cinco naves y quinientos hombres. Recorrió la costa brasileña e hizo algunas entradas al interior. En 1532 exploró la región meridional, fundando dos poblados: San Vicente y Piratininga, donde luego surgieron el puerto de Santos y Sáo Paulo. Los informes de Alfonso de Sousa sirvieron para establecer las capitanías. La costa se dividió en 15 capitanías que se otorgaron a 12 donatarios. La más septentrional fue la de Pará o Maranhao, asentada sobre la orilla sur del río Amazonas y la más meridional fue la de Santa Ana, situada en la costa de Santa Catalina. El sistema resultó un fracaso. Algunos capitanes no fueron jamás a sus demarcaciones y otros se arruinaron al reclutar colonos, emprendiendo desastrosas incursiones para resarcirse de sus pérdidas. Las únicas capitanías que prosperaron algo fueron las de San Vicente (con los núcleos de Santos y Sao Paulo) y Bahía. En Pernambuco o Nueva Lusitania, el capitán Duarte afrontó numerosos ataques indígenas. El resultado de todo aquel experimento señorial fue dejar unos islotes para la posterior colonización, así como la aclimatación de la caña de azúcar y de algún ganado. Tras el fracaso, la Corona decidió reasumir la posesión de Brasil e implantar el Gobierno General. El proceso se inició el 17 de diciembre de 1548, cuando el monarca reasumió las atribuciones de la donataria de Bahía. Al año siguiente nombró a Tomé de Souza Gobernador y le envió a organizar la colonia.
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En junio de 1940 vive Francia una de las mayores tragedias de su historia: la catástrofe de la invasión alemana desarbola al Ejército galo y arroja a millones de civiles al desamparo del éxodo. Un armisticio coloca a Francia a disposición de la Alemania nazi durante cuatro años, y para normalizar esa prolongada dependencia del vencedor se forma un Gobierno francés dirigido por uno de sus militares más prestigiosos, que ratifica esa prolongada dependencia del vencedor. Ese Gobierno colaborará con el régimen hitleriano en la lucha contra la democracia. En 1942 pondrá a su servicio al proletariado galo mediante el "relevo" y el "servicio de trabajo obligatorio" (STO), y en 1943 le ofrecerá su milicia como fuerza represiva -supletoria de la Gestapo- para combatir a los terroristas de la resistencia. Aquella III República de setenta y cinco años de edad se había derrumbado como castillo de naipes al impacto de la catástrofe. Pero Vichy sólo fue una capital provisional, y el Estado francés creado por el mariscal Pétain duró lo que la presencia germana en territorio galo. La Revolución nacional no pasó de ser un proyecto. En cuanto se concibió resultó inviable. Pero no fue obra de unos pocos. Buena parte de la población la recibió favorablemente; instituciones como la Iglesia católica la sostuvieron y aún hoy despierta ciertas nostalgias. ¿Cómo era el régimen que pretendieron montar Pétain y su Gobierno? ¿Por qué contó con el apoyo inicial de las fuerzas sociopolíticas dominantes en la sociedad francesa y por qué los franceses acabaron dándole la espalda para adherirse, en su mayoría, a la resistencia en 1944? Precisamente, la resistencia, que desempeñó un papel esencial al lado de los aliados en el momento de la liberación, es el otro hito de la historia de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Los hombres y el espíritu de la resistencia han marcado a una generación entera y la vida misma de su país. En junio de 1940, un puñado de franceses rechazan el armisticio y el régimen títere de Vichy. El 18 de ese mes, el general De Gaulle convoca desde Londres a los soldados franceses a que peleen junto a los ingleses. En Francia se sabotearán instalaciones germanas y se redactarán octavillas contra el ocupante y sus aliados de Vichy. Habían nacido simultáneamente dos corrientes de resistencia: una exterior, aglutinada por De Gaulle, que creaba en Inglaterra las Fuerzas Francesas Libres y el Comité Nacional Francés. Y otra interior, organizada en redes y movimientos antes de crearse los maquis en 1943. En 1943, ambas corrientes se agrupan en torno a De Gaulle para frenar el propósito de prolongar el régimen de Vichy con el general Giraud y el dominio americano en vez del alemán. La formación de un Consejo Nacional de la Resistencia responde a esta voluntad común a las dos principales fuerzas de la resistencia: gaullistas y comunistas. Los comunistas habían desempeñado un papel relevante en la resistencia por su número y por los problemas que planteó su presencia a los demás resistentes. Los comunistas influyeron decisivamente en el rumbo de la resistencia y de las fuerzas políticas que tomaron el poder tras la liberación de Francia. La acción de la resistencia se intensifica a partir de 1943. La mayoría de la población gala engrosa sus filas, harta de la ocupación y de las requisitorias para el "servicio de trabajo obligatorio". Entonces se constituyen los maquis y se multiplican los sabotajes mientras el triunfo aliado se dibuja en el horizonte. De este modo, cuando los aliados desembarcan en Francia, en 1944, encuentran el apoyo de unas fuerzas francesas del interior. Gran parte del territorio queda liberado sin intervención de las tropas anglosajonas. "París -dice De Gaulle- es liberado por sí mismo, liberado por su pueblo, por los soldados franceses de la División Leclerc". Además de las diversas formas que adoptó la resistencia, ahora interesa medir su participación en la guerra y en la liberación de Francia. ¿Fue una actividad minoritaria o de masas? ¿Debió su eficacia a sus aciertos militares o a sus componentes político y psicológicos? El régimen de Vichy nace de la catástrofe, toma de ésta sus principales características y evoluciona de acuerdo con la situación de Alemania en la contienda. La construcción del nuevo régimen depende de su colaboración con los alemanes. Se inspira, por tanto, en el modelo nazi y pretende insertar a Francia en una Europa germanizada. Esta proclividad hacia el fascismo es compartida por los dirigentes de Vichy y refleja tendencias de la sociedad francésa de los años treinta. Porque, en efecto, el régimen de Vichy no es invención exclusiva del vencedor de 1940 ni un paréntesis extraño en la historia contemporánea de Francia. Tras la catástrofe, la mayor parte del territorio galo queda ocupada por los alemanes. Pese a ello, Pétain y el Gobierno de Vichy deciden implantar un Estado francés que sustituya a la III República, y ponen en marcha unas reformas bautizadas como Revolución nacional. Este nuevo régimen será personalista, autoritario y antidemocrático. La personalización del poder emparenta a Vichy con los fascismos coetáneos y difiere radicalmente de las concepciones republicanas predominantes en Francia desde el principio de la III República, aunque ésta, al final, con el Gobierno Daladier, impusiera cierta forma de autoridad personal. "Nos, Philippe Pétain, mariscal de Francia jefe del Estado". Con esta fórmula digna de Luis XIV encabeza las actas el que ostenta el poder supremo. El principio del jefe preside el edificio sociopolítico erigido febrilmente en Vichy en el otoño de 1940. "Toda comunidad necesita un jefe", proclama uno de los eslóganes del sentencioso mariscal. En todas las esferas de la actividad pública, un hombre ejerce el poder y es responsable del mismo. Mas no ante sus administrados que se lo encomendaron, sino ante el superior que le designó para el cargo. Ya sólo hay elecciones en los pequeños municipios de menos de dos mil habitantes. El poder viene de arriba y baja de uno en uno hasta la base del Estado y de la nación. En la cima está el jefe supremo con todo el poder en sus manos: jefe de Estado y del Gobierno, desempeña simultáneamente el poder ejecutivo y el legislativo. Tampoco rehúsa el judicial, por ejemplo, cuando prejuzga la culpabilidad de los acusados en el proceso de Riom. Designa incluso a su sucesor. Queda abolida la separación de poderes -básica desde Montesquieu para definir un régimen de libertades- y el fundamento electivo del poder. La autoridad del nuevo jefe es carismática: no la recibió de las urnas ni de otra fórmula de expresión ciudadana. Pero el pueblo la reconocerá por sus manifestaciones. El mariscal jefe de Estado se sitúa por encima de su pueblo. No precisa intermediarios para comunicarse, natural y directamente, con sus súbditos. El jefe es el guía. Y el pueblo, si no le engañan los malos pastores, se reconoce en él. Esto no quiere decir que Pétain sea el único que decide en Vichy. Esta concepción personalista del poder se expresa a través del Gobierno y del Gabinete personal del jefe de Estado. Pero, antes que decidir, corresponde al jefe carismático la misión de representar el poder, servir de puente entre gobernantes y gobernados para que éstos acepten de buen grado las decisiones de aquéllos. Esta imagen tutelar encubre las disensiones internas del poder y las divisiones de la opinión pública, Y lo hace en nombre de esa unanimidad que el jefe encarna y que se proclama como principio fundamental. "Piensa Pétain y vivirás francés". Esta consigna totalitaria emitida por los servicios de propaganda del mariscal no sólo ayuda a las clases dirigentes francesas a eludir la lucha de clases, sino a los ocupantes germanos, que utilizan a Pétain para aplastar cualquier germen de resistencia gala a su dominio. La Revolución nacional se impregna de moralidad: "Les invito preferentemente a una regeneración intelectual y moral", afirma el mariscal en uno de sus primeros discursos. Y en la primavera de 1941 señala el ministro de Economía y Finanzas, Yves Bouthilier: "La fe que anima nuestra política económica se basa en el sacrificio y la fraternidad. La gestión de los bienes materiales se confía, por tanto, a sentimientos y valores de honda resonancia religiosa". Para Pétain, su misión consiste en salvar el alma de Francia. Y los pétainistas convocan a sus compatriotas vencidos en 1940 al sufrimiento "redentor". Un socialista adicto a Vichy, Charles Spinasse, ex ministro del Gobierno frente populista de Léon Blum, da la nota el 10 de julio de 1940 al exclamar en la sesión de las Asambleas que liquida la III República: "El Parlamento se encargará de las faltas colectivas. Esta crucifixión es necesaria para impedir que el país sucumba en la violencia y la anarquía". En la Navidad de ese mismo año, el mariscal se dirige a los franceses: "Una nueva Francia ha nacido. La han hecho vuestras penas, vuestros remordimientos, vuestros sacrificios". Sufrimientos, penas, remordimientos, sacrificios, crucifixión: esta terminología, extraída del catecismo católico para definir una política, muestra claramente el sentir clerical del régimen. Es una característica combinada con la voluntad reaccionaria de retorno al pasado. Retorno a valores considerados a la vez eternos y franceses, lo que el mariscal llama las reglas simples "que en cualquier época han garantizado la vida, la salud y la prosperidad de las naciones". En esta consideración, merece lugar preferente el retorno a la tierra, la exaltación del trabajo campesino y del artesano. Y el retorno a la familia, depositaria de un largo pasado de honor y encargada de mantener a través de las generaciones las antiguas virtudes que hacen fuertes a los pueblos. Se trata de un régimen elitista, basado en una concepción no igualitaria y pesimista del hombre. A éste se le considera naturalmente inclinado al mal, "porque el corazón humano no tiende naturalmente a la bondad", dice el mariscal. Por ello hay que proteger al hombre de sí mismo y a la sociedad de los embates del individualismo. Este será el papel de la escuela -prolongación de la familia- y también el de la Iglesia, "donde sólo se enseñan cosas buenas", según manifiesta a un niño el mariscal, que siempre fue indiferente en materia religiosa. La sociedad debe fundarse, no en la igualdad de los ciudadanos, sino en la distinción, considerada como natural, entre responsables e irresponsables. Será una sociedad jerarquizada: "haremos una Francia organizada, donde la disciplina de los subordinados responda a la autoridad de los jefes en la justicia para todos". Y, en todo los órdenes, nos aplicaremos en crear élites y conferirles el mando. Estos son algunos aforismos de la Revolución nacional. Como los demás Estados fascistas, Vichy participa de la ideología corporativista. Pretende devolver a las "comunidades naturales" y morales el poder que un siglo de República les había arrebatado. De éstas, al igual que la familia, forma parte la comunidad de empresa. Se trata, en efecto, de que jueguen las solidaridades llamadas naturales en la sociedad y en el trabajo, contra la lucha de clases y contra la tenebrosa alianza que, después de fascistas y nazis, los guardianes de Vichy creen haber descubierto entre capitalismo y comunismo. Así que a la comunidad natural organizada alrededor de un jefe se le encomendará gestionar los asuntos comunes, sin distinción de clases sociales. Paralelamente, la comunidad regional edificada en un largo proceso histórico se emancipará de las tutelas estatales y de la burocracia. El regionalismo encontrara explicación en esa unanimidad patriótica ya mencionada. La patria encarna, para Vichy, el valor supremo. Despierta el apego natural, irreflexivo e incondicional del hombre por el terruño donde ha nacido. La tierra no miente, proclama el mariscal, es nuestro recurso y la patria misma. Es la tesis más reaccionaria del patriotismo, la de afinidad al suelo y no a una comunidad humana ni a un ideal compartido. Por ello si el jefe que ha salvado a Francia del abismo lo manda, los franceses deben obedecer sin discutir. Es la consigna que lanza un ministro técnico, Berthelot, en la primavera de 1941. Pero Vichy no lleva a la práctica esta ideología. Es una diferencia del dicho a hecho típica en regímenes de estas características. En materia económica y social, el retorno a la tierra no se traduce en realizaciones concretas. Durante el período de Vichy, la estructura de la población activa francesa permanece inalterable. En diciembre de 1940 se pone en marcha un gremio campesino. Pero éste no confiere la gestión autónoma de sus asuntos a los pequeños agricultores, sólo otorga poder en este terreno a los representantes del Estado y a los grandes agricultores. Y con las cortapisas que inciden en el abastecimiento, el gremio campesino se convierte en un intermediario entre el Estado y los productores que impone restricciones a éstos. La Carta del Trabajo, que debía plasmar los principios del corporativismo y de la cooperación entre las clases en las ramas industriales y comerciales de la economía tarda en promulgarse. Su gestación levanta rocambolescas intrigas en el mundillo cerrado de Vichy entre los partidarios de un corporativismo sindical y los representantes de las grandes empresas y de los pequeños patronos. La Carta no se promulga hasta finales de 1941, cuando ya pierde aliento la Revolución nacional e importa poco a los obreros, absorbidos por preocupaciones más acuciantes como la alimentación o sus salarios. La Carta, desde luego, delega la discusión de las cuestiones económicas profesionales a los representantes de las grandes empresas y del Estado dentro de los comités de organización. Estos comités constituyen una pieza clave en la legislación de Vichy. Se crean en agosto de 1940 para distribuir los recursos energéticos y de materias primas y organizar la producción y comercialización por grandes ramas profesionales. Sin embargo, sólo mandan en ellos los representantes de las firmas monopolistas -que dominan cada una de esas ramas- y los representantes del Estado, en el que precisamente se integran hombres procedentes de los mismos ámbitos de la gran patronal. Estamos lejos, pues, no sólo de esa revisión del capitalismo que postulaba el régimen, sino de las esperanzas puestas en el corporativismo por la pequeña y mediana empresa para huir de las garras de los grandes monopolios y de los bancos. La revuelta de esos pequeños patronos anima la crónica de Vichy en la primavera de 1941. Los dirigentes de Vichy, en realidad, se ponen al servicio del gran capital al igual que los demás regímenes fascistas o fascistoides, que nunca se propusieron demoler las estructuras capitalistas y el poder de las clases dominantes. Idéntica contradicción entre las palabras y los hechos marca la acción política y administrativa del régimen. Así, escudándose en las dificultades de los tiempos de guerra, el discurso sobre la regionalización conduce a un reforzamiento del poder central sobre las colectividades territoriales y las poblaciones, exactamente lo contrario de lo que se proclamaba. En esto desemboca la creación de las prefecturas regionales, conjunto de departamentos que abarcan lo relativo al abastecimiento, la policía y la propaganda. Se trata de un escalón suplementario del poder estatal que se superpone al vigente de los prefectos departamentales. El control sobre las instituciones locales y regionales queda paralelamente asegurado por la subordinación de los ayuntamientos y de los consejos departamentales, cuyo carácter se suprime en favor de la designación por el poder central y sus agentes. No podía esperarse otro sistema de un régimen tan antidemocrático: ni regionalización, ni siquiera descentralización, sino desconcentración del poder en beneficio de los agentes del Estado y en detrimento de los electores e incluso de los notables locales, entre los que, sin embargo, cuenta el régimen con sus principales panegiristas. La composición sociopolítica del poder en Vichy prima, por lo general, la aparición de técnicos, sobre los cargos electivos o los notables. Políticamente, Vichy reúne a un amplio espectro de figuras procedentes de las diversas corrientes de preguerra. Están representadas todas las derechas, incluso las más extremas, a las que las elecciones mantuvieron aliadas del poder. Derecha autoritaria y derecha liberal, derecha humanista y trabajadora y derecha laica y clerical forman la ideología y los Gobiernos de Vichy. No está ausente del panorama la izquierda radical, socialista o sindicalista, pese a los ataques al Frente Popular o a la masonería. Esos ataques no impiden las alianzas de izquierda -hasta del sindicalista Belin o del socialista Paul Faure-, a excepción de los comunistas, únicos parias denunciados sin descanso ni desánimo por el nuevo régimen. Especialmente significativo es el ascenso de quienes no se llamaban todavía tecnócratas: altos funcionarios civiles y militares, ejecutivos de grandes empresas y representantes directos de la gran patronal y de la gran banca. Su presencia masiva en el Gobierno Darlan de 1941 hará sospechar en un auténtico complot para apoderarse del Estado. Pero no se trata de otra cosa que de esa típica característica del capitalismo del siglo XX para estrechar la asociación entre monopolios y Estado. Mas lo que da a Vichy un toque peculiar es la alianza de representantes de las pequeñas y medianas empresas con prebostes del gran capital. Es la variante francesa de esa "constelación fascista" de que habla Joachim Fest a propósito del régimen hitleriano. No debemos olvidar que, al menos en un principio, el régimen de Vichy obtuvo amplio apoyo en la opinión pública y en los principales grupos organizados y medios sociales galos. No cabe duda de que el mariscal Pétain deseaba complacer a la inmensa mayoría de sus compatriotas cuando consideraba inevitable el cese de las hostilidades, en junio de 1940. Una gran mayoría, desde luego, aceptó someterse a él para paliar los efectos de la derrota. Y es indudable que entonces el jefe del Estado fue objeto de un espontáneo movimiento de gratitud. Este sentimiento generalizado fue inmediatamente explotado por Vichy para forjar una intensa campaña de propaganda, un verdadero mito Pétain y alimentar el culto al mariscal. Radio, periódicos, libros, imágenes, la escuela y la Iglesia se movilizaron en esta empresa política destinada a potenciar el carácter personal del régimen. En la amplia adhesión lograda cabe distinguir entre un pétainismo pasivo y otro activo. Aquél, único extendido entre las masas, se basó en un sentimiento de confianza hacia el mariscal, símbolo de la patria. El activo, por el contrario, suponía un compromiso con la Revolución nacional y la adhesión militante a sus postulados. El pétaisnismo activo indudablemente arrastraba a menos personas; pero éstas se reclutaron, a principios del régimen, en medios bastante extensos. Fueron sin embargo los jerarcas y las clases medias tradicionales las que proporcionaron mayor número: propietarios, comerciantes, artesanos y miembros de profesiones liberales.
contexto
Benito Mussolini, cuyo gobierno fue ratificado por el Parlamento, tardó aún en crear un régimen verdaderamente fascista. Ello se debió, primero, a que el fascismo carecía de ideas y programas claros, coherentes y bien estructurados; y segundo, a que su llegada al poder había exigido evidentes compromisos políticos. La "primera etapa" de gobierno fascista, de octubre de 1922 a enero de 1925, fue así una "etapa de transición", en la que la vida pública (Parlamento, partidos, sindicatos, prensa) siguió funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad constitucional. Mussolini siguió en ese tiempo una política económica liberal o por lo menos, no intervencionista y definida por la voluntad de favorecer el libre juego de la iniciativa privada, lo que en la práctica significó privatizaciones (teléfonos, seguros), incentivos fiscales a la inversión (los impuestos sobre los beneficios de guerra fueron reducidos), drásticas reducciones de los gastos del Estado (por ejemplo, los militares) y estímulos a las exportaciones. Favorecida por el relanzamiento de la economía mundial y de la propia demanda interna, la economía italiana creció notablemente entre 1922 y 1925, sobre todo, el sector industrial cuyo crecimiento medio anual fue del 11,1 por 100 -frente al 3,5 por 100 de la agricultura-, si bien al precio de una inflación anual del 7,4 por 100 y de una pérdida del valor de la lira en las cotizaciones internacionales. En cuestiones internacionales, Mussolini se mostró igualmente ambiguo y contradictorio. Desde luego, no ahorró gestos que indicaban su oposición al tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones, expresión de que la Italia fascista aspiraba a la revisión del orden internacional de 1919. Así, en septiembre de 1923, Italia bombardeó y ocupó militarmente la isla griega de Corfú, tras el asesinato poco antes de varios militares italianos que formaban parte de la delegación internacional que debía fijar la frontera greco-albanesa. En enero de 1924, firmó con la nueva Yugoslavia, al margen de la Sociedad de Naciones, un compromiso sobre Fiume, que pasaba a integrarse en Italia a cambio de concesiones importantes sobre los territorios del entorno de la ciudad. Igualmente, Mussolini firmó acuerdos comerciales con Alemania y la URSS -a la que reconoció enseguida- que contravenían cláusulas de la paz de Versalles. Pero hubo también manifestaciones tranquilizadoras que parecían indicar que esa misma Italia fascista, pese a la retórica imperial y expansionista de sus dirigentes, podría jugar un papel internacional estabilizador. En diciembre de 1925, por ejemplo, firmó el tratado de Locarno, que garantizaba la inviolabilidad de las fronteras de Alemania, Francia y Bélgica, de acuerdo precisamente con el texto de Versalles. En 1928 se adhirió al pacto Kellog-Briand, suscrito por 62 naciones, en virtud del cual se declaraba ilegal la guerra y en 1929, como veremos, Mussolini firmaba con el Vaticano los acuerdos de Letrán. Con todo, Mussolini tomó antes de 1925 iniciativas políticas significativas. En diciembre de 1922, creó el Gran Consejo Fascista, de 22 miembros, como órgano consultivo paralelo al Parlamento. En enero de 1923, procedió a legalizar la Milicia fascista -creada en el congreso del partido de 1921-, verdadero ejército del partido (uniformado y jerarquizado), colocándola bajo el control del citado Gran Consejo y encargándole la defensa del Estado, lo que le convertía de hecho en un ejército paralelo (y en efecto, unidades de la Milicia, que tendría oficiales propios y que llegaría a los 800.000 hombres en 1939 combatirían en Etiopía, en España y en la II Guerra Mundial). En febrero de 1923, procedió a la fusión del partido fascista con los nacionalistas de Corradini y sus sucesores Rocco y Federzoni. Más aún, en abril de 1923, Mussolini hizo aprobar al Parlamento una nueva ley electoral en virtud de la cual la lista que obtuviera más del 25 por 100 de los votos recibiría el 66 por 100 de los diputados. Mussolini, por tanto, daba pasos hacia la fascistización de las instituciones, el control del Parlamento y el partido único. En las elecciones de abril de 1924, en las que los fascistas recurrieron de nuevo a formas extremas de violencia intimidatoria, Mussolini y sus aliados (nacionalistas, liberales de la derecha y otros) lograron 374 escaños (de ellos, 275 fascistas) de una cámara de 535 diputados. La oposición, integrada por liberales independientes (Giolitti, Amendola), populares, socialistas-reformistas (expulsados del PSI en 1922 y liderados por Giacomo Matteotti), socialistas y comunistas, obtuvo 160 escaños. En términos de votos, la victoria fascista no había sido tan amplia: algo más de cuatro millones de votos frente a los tres millones de la oposición. Pero la nueva ley electoral había dado al fascismo el control del Parlamento. El giro definitivo hacia la dictadura y la creación de un sistema totalitario vino inmediatamente después. La ocasión fue propiciada por la gravísima crisis política que siguió al secuestro el 30 de mayo de 1924 y posterior asesinato por una banda fascista -con conocimiento previo de la secretaría del partido- del líder de la oposición, Matteotti. El "delito Matteotti" pudo haber servido para liquidar la experiencia fascista. El estupor e indignación nacionales, expresados por la prensa, fueron extraordinarios. El crédito internacional del gobierno italiano sufrió un desgaste evidente. La oposición se retiró del Parlamento, como forma de presionar al Rey. Destacados miembros del propio partido fascista creyeron que se había ido demasiado lejos. Altos jefes del ejército, dirigentes de la banca y la industria -que seguían viendo a Mussolini como un aventurero peligroso-, políticos de la vieja oligarquía dinástica que hasta entonces habían visto con complacencia al fascismo, pensaron, y algunos así lo hicieron saber, que Mussolini no debía seguir. Se habló hasta de un posible golpe de Estado contra él. El gobierno quedó paralizado y sin iniciativa durante algunos meses. Hubo algunas dimisiones y ceses resonantes. El secretario del PNF, Martinelli, fue detenido. Pero nada se hizo. La oposición, dividida y debilitada, no acertó a canalizar la crisis. El Rey sostuvo en todo momento a Mussolini (que, además, no tuvo problemas para que las nuevas cámaras, elegidas a su medida, le reiteraran la confianza). Los escuadristas del partido fueron retomando la iniciativa. En agosto, las marchas fascistas volvieron a las calles. Cuando el 12 de septiembre fue asesinado un diputado del partido, las escuadras sembraron de nuevo el terror. Mussolini reaccionó: el 3 de enero de 1925, se presentó ante el Parlamento y en un desafiante discurso que galvanizó a sus diputados y a todos los cuadros y militantes del fascismo, asumió toda la responsabilidad "moral e histórica" de lo acaecido. El fascismo había recobrado el pulso. Desde 1925, Mussolini y sus colaboradores procedieron a la creación de un régimen verdaderamente fascista, esto es, de una dictadura totalitaria del partido. Las tesis sobre el "Estado ético", encarnación ideal y jurídica de la nación, del filósofo Giovanni Gentile (1875-1944), ministro de Educación en el primer gobierno Mussolini y uno de los hombres más influyentes en la formulación de toda la cultura fascista, proporcionaron las bases ideológicas para la legitimación del ensayo totalitario. "Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado": el mismo Mussolini resumiría así la significación de la nueva y definitiva etapa de su régimen. El Estado encarnaba la colectividad nacional. Su soberanía y su unidad frente a partidos, Parlamento, sindicatos e instituciones privadas resultaban imprescriptibles. El régimen fascista italiano se concretó, como ha quedado dicho, primero, en una dictadura fundada en la concentración del poder en el líder máximo del partido y de la Nación, en la eliminación violenta y represiva de la oposición y en la supresión de todas las libertades políticas fundamentales; segundo, en una amplia obra de encuadramiento e indoctrinación de la sociedad a través de la propaganda, de la acción cultural, de las movilizaciones ritualizadas de la población y de la integración de ésta en organismos estatales creados a aquel efecto; tercero, en una política económica y social basada en el decidido intervencionismo del Estado en la actividad económica, en una política social protectora y asistencial y en la integración de empresarios y trabajadores en organismos unitarios (corporaciones) controlados por el Estado; cuarto, en una política exterior ultra-nacionalista y agresiva, encaminada a afianzar el prestigio internacional de Italia y a reforzar su posición imperial en el Mediterráneo y Africa. En efecto, Mussolini había anunciado la dictadura en su discurso de 3 de enero de 1925 y de forma inmediata, además, había procedido a la retirada de periódicos, a la suspensión de los partidos políticos y al arresto de numerosos miembros de la oposición. Luego, el 24 de diciembre de ese año -días después de que un ex-diputado socialista intentara atentar contra su vida-, asumió poderes dictatoriales en virtud de una ley especial: partidos y sindicatos quedaron legalmente prohibidos; la prensa, incluidos los grandes periódicos como La Stampa e Il Corriere della Sera, quedó bajo control directo del Estado. Mussolini gobernó en adelante por decreto ley. El 25 de noviembre de 1926 se aprobaron la Ley de Defensa del Estado y las llamadas "leyes fascistísimas", obra todo ello del ministro de justicia Alfredo Rocco (1875-1935), un destacado jurista procedente del partido nacionalista que fue, de hecho, el creador del entramado jurídico del Estado totalitario. Aquel amplio paquete legislativo incluyó, entre otras medidas, la creación de un Tribunal de Delitos Políticos y de una policía política, la Obra Voluntaria de Represión Anti-fascista (la OVRA, organizada por Arturo Bocchini), el restablecimiento de la pena de muerte, la disolución definitiva de los partidos y el cierre de numerosos periódicos. Unos 300.000 italianos se exiliarían (entre ellos Nitti, Sturzo, Salvemini, Turati); otros 10.000 fueron confinados en islas apartadas (Lípari, Ustica, etcétera) o en pueblos remotos e insalubres. El dirigente comunista Gramsci, detenido en 1926, murió sin recobrar la libertad en 1937. 26 personas -cifra insignificante comparada con las atrocidades represivas de otras dictaduras- fueron ejecutadas (pero dirigentes de la oposición en el exilio, como los hermanos Carlo y Nello Roselli fueron asesinados; y otros, como Piero Gobetti y Giovanni Amendola murieron como resultado de palizas y agresiones infligidas impunemente por escuadristas fascistas). En 1926, el régimen suspendió todos los Ayuntamientos electos y los sustituyó por otros designados desde arriba, a cuyo frente se nombró, con las funciones de los antiguos alcaldes, a una "podestà". Prefectos (gobernadores civiles) y sobre todo jefes locales del Partido Nacional Fascista integraron así la administración local y provincial. En 1928, una ley transformó de raíz el sistema electoral. Las elecciones consistirían en adelante en un plebiscito sobre una lista única elaborada por el Gran Consejo Fascista, convertido así en órgano supremo del Estado. En las elecciones de 1929, los votos sí fueron 8.506.576 frente a 136.198 votos negativos; en las de 1934, los primeros alcanzaron la cifra de 10.045.477 y los segundos, 15.201. Las elecciones eran, pues, una farsa. El Parlamento era simplemente una cámara oficialista sin más funciones que la aclamación de las disposiciones legales del gobierno. En buena lógica, en 1939 fue sustituido por una Cámara de los Fascios y de las Corporaciones. El culto al "Duce" (del latín dux: guía), título oficial adoptado por Mussolini al llegar al poder --primer ministro de Italia y Duce del fascismo- fue parte esencial del Estado fascista. Saludarle y vitorearle eran obligados siempre que aparecía en público. Los baños de multitud, que Mussolini cultivó con asiduidad desde el balcón del Palacio Venecia, su residencia en el centro de Roma, eran continuamente interrumpidos por gritos de "Du-ce", "Du-ce". Una propaganda desaforada, a la que se prestaba bien el histrionismo y la teatralidad del personaje, lo presentaba como un superhombre de excepcional virilidad -se diría que recibía una mujer cada día- e incomparable capacidad de trabajo: una luz del Palacio permanecía encendida por la noche para indicar que el Duce no dormía, cuando lo hacía bien y largamente. Las fotografías oficiales lo presentaban como jinete, tenista, violinista, piloto de avión o campeón de esgrima consumado, como un atleta musculoso y fuerte capaz de pasar revista a sus tropas a la carrera. Se decía que conocía la obra de Dante de memoria, que lo leía y lo sabía todo: "el Duce tiene siempre razón" sería uno de los más repetidos eslóganes del régimen. Se tejió, en suma, una leyenda grotescamente adulatoria que poco tenía que ver con la mediocridad real de Mussolini, pero que resultó operativa y eficaz y que contribuyó a reforzar aquella especie de mística heroica y nacionalista que el fascismo había elaborado. El culto al Duce tuvo una proyección social extraordinaria y como tal, fue parte principal en la obra de indoctrinación y encuadramiento sociales emprendida por el fascismo. Para la integración de los jóvenes, atención prioritaria del régimen, se creó el 3 de abril de 1926 dependiendo del Ministerio de Educación y del Partido la Opera Nazionale Balilla (ONB), en la que en 1937 estaban integrados unos 5 millones de niños y adolescentes de ambos sexos (de los 4 a los 18 años), divididos según edades en Hijos de la Loba, Balillas, Vanguardistas, Pequeñas Italianas y Jóvenes Italianas, cada una de ellas a su vez estructurada en unidades de tipo pseudo-militar (escuadras, centurias, cohortes, legiones) y todas vinculadas mediante juramento de lealtad personal al Duce. Todas las demás organizaciones juveniles -como los "boy-scouts", por ejemplo- fueron prohibidas, si bien las católicas acabaron por ser toleradas. Aunque la ONB, reorganizada en 1937 en la juventud Italiana del Lictorio, tenía por objeto la educación física y moral de la juventud y centró sus actividades en el deporte, las excursiones, los campamentos de verano y la cultura, la intencionalidad política era evidente. Su lema era "crecer, obedecer y combatir": la juventud encarnaba las nuevas "levas fascistas" y la ambición de la ONB era perpetuar la continuidad de la revolución de 1922. A través de la Subsecretaría de Prensa y Propaganda (convertida en Ministerio de Cultura Popular en 1937), el fascismo hizo igualmente de la cultura y del deporte vehículos de propaganda estatal y de indoctrinación ideológica. Los dos ejes de su actuación fueron la exaltación de la romanidad y la italianización. En línea con la incorporación de toda clase de símbolos y referentes del Imperio romano a los rituales y nombres oficiales (Duce, Fascios, Líctores, la Loba, Legiones, etcétera), la Roma imperial fue objeto de atención preferente: la Roma medieval fue, así, destruida a fin de abrir la Vía de los Foros Imperiales entre el Coliseo y el Foro de Trajano. El arte oficial volvió hacia los modelos renacentistas y romanos. Mario Sironi (1885-1961) creó una pintura fascista desde una visión estética a la vez ascética, viril, vigorosa y heroica, que aplicó sobre todo a la pintura mural a la que, por su carácter social, creía particularmente idónea para los objetivos del régimen. La escultura, ejemplificada por las 60 estatuas de mármol de atletas desnudos hechas por distintos artistas para el Estadio de los Mármoles (1927-1932) del arquitecto Enrico Del Debbio en el Foro Mussolini (Itálico) de Roma, por encargo de la ONB, retornó sin disimulo a la estatuaria clásica. La arquitectura se debatió entre el clasicismo y el modernismo y por ello pudo, en los mejores casos, incorporar elementos de las vanguardias racionalistas (como en la estación de Florencia, obra de Pier Luigi Nervi, y en el Palacio del Trabajo, de Guerrini, La Padula y Romano en el recinto de la EUR- Exposición Universal de Roma- diseñado entre 1937 y 1942 por el arquitecto Marcello Piacentini). Desde 1934 se organizaron los Lictoriales de la cultura y el arte, especie de congresos sobre cuestiones políticas, literarias y artísticas que pretendían actualizar el espíritu de los juegos greco-romanos y que eran meros fastos propagandísticos (aunque eso no excluyese la participación de escritores y artistas, sobre todo jóvenes, de indudable valía y calidad). La italianización se reveló, por ejemplo, en la imposición en el deporte de términos italianos como "calcio", "rigore", "volata" y muchísimos otros acuñados expresamente para evitar anglicismos como fútbol, penalti o sprint, y afectó sobre todo a la política educativa en las regiones con minorías étnicas significativas (228.000 alemanes en Bolzano, casi medio millón de eslovenos y croatas en Venezia Julia). En 1927, el régimen que ya controlaba la prensa, nacionalizó la radio e hizo de ella un formidable vehículo de propaganda oficial. En 1925, se había creado por iniciativa de Gentile un Instituto de Cultura Fascista- para llevar, como dijo el filósofo, el fascismo a la cultura- y un año después, una Real Academia Italiana, con la misión de promover los estudios de la cultura nacional y de velar por la pureza de la lengua y se impulsó con el mismo objeto la labor del Instituto Dante Alighieri. El deporte, que era ya espectáculo inmensamente popular, sobre todo el fútbol y el ciclismo, sirvió igualmente como catalizador del nacionalismo italiano y como factor propagandístico de las concepciones raciales y viriles que alentaban en el fascismo. El culto al deporte se convirtió en política oficial: la Educación Física quedó bajo control directo de la secretaría del Partido. El régimen cuidó sobremanera su participación en los Juegos Olímpicos. Italia, hasta entonces país marginal en esas competiciones, quedó en séptimo lugar en las Olimpiadas de 1924, en segundo lugar en las de 1932 y logró más de veinte medallas en las de 1936. "Sus héroes del aire", los aviadores -y entre ellos, el "cuadrumviro Balbo"- lograron por entonces un total de 33 récords mundiales. Un boxeador, Primo Carnera, logró en 1933 el campeonato mundial de la máxima categoría. La selección nacional de fútbol ganó el campeonato mundial en 1934 y 1938 y el olímpico en 1936. Todos esos éxitos tuvieron una significación extradeportiva y política. Desde la perspectiva de la propaganda fascista, eran la demostración evidente de que una nueva Italia -sana, joven, fuerte- estaba naciendo bajo el liderazgo del Partido y su Duce. Por si fuera poco, el régimen fascista resolvió en 1929 el más delicado y difícil de los pleitos diplomáticos y políticos de la reciente historia italiana, el problema del Vaticano, pendiente desde la unificación del país en 1870. Los "pactos de Letrán", firmados el 11 de febrero de ese año por Mussolini y el cardenal Gasparri, supusieron la reconciliación formal entre el Reino de Italia y la Santa Sede, simbolizada en la construcción de la vía de la Conciliación entre el Castillo Sant'Angelo y la Plaza de San Pedro. Italia reconocía la soberanía de la ciudad-Estado del Vaticano (palacios y parques del Vaticano, diversos edificios en Roma y la villa pontificia de Castelgandolfo); la Santa Sede, a su vez, reconocía al Reino de Italia y renunciaba a Roma. Se firmó, además, un Concordato: el gobierno italiano reconoció la religión católica como única religión del Estado, indemnizó al Papa con una suma cuantiosa (750 millones deliras en efectivo, más otros 1.000 millones en títulos del Estado) por las posesiones confiscadas tras la ocupación de Roma en 1870 y concedió a la Iglesia importantes privilegios en materia educativa. Los "pactos de Letrán" no significaron ni la catolización del fascismo -que continuó apelando a la Roma clásica como afirmación de su identidad cultural e histórica- ni la fascistización de la Iglesia. En 1931, el Papa Pío XI criticó el totalitarismo, aunque sin aludir al fascismo, en su encíclica Non abbiamo bisogno. La existencia y actuación autónomas de organizaciones juveniles católicas (Acción Católica, Federación Universitaria de Católicos Italianos y otros) produjeron algún roce ocasional entre ambos poderes. Pero los pactos fueron un gran golpe de efecto que Mussolini -el ateo, que ni se casó por la Iglesia ni bautizó a sus hijos hasta 1923, ahora "el hombre de la Providencia"- capitalizó con innegable habilidad. La opinión católica italiana y las mismas órdenes religiosas, incluso jerarquías prestigiosas, dieron al fascismo el apoyo que jamás dieron a la Italia liberal. El fascismo pudo celebrar en 1932 sus primeros diez años en el poder, los "decenales", con un fasto estrepitoso. Churchill diría poco después que Mussolini era el "más grande legislador vivo". Personalidades de gran relieve -Freud, Bernard Shaw, Ezra Pound- expresaron igualmente su admiración por el Duce. El régimen fascista estaba plenamente consolidado. La llegada de Hitler al poder en 1933 reforzó además su papel internacional. Temerosa del revanchismo alemán, Francia buscó rápidamente una aproximación a Italia y, junto con Gran Bretaña, intentó al menos impedir que se produjese -como en buena lógica se temió- un estrechamiento de relaciones entre la Alemania nazi y la Italia fascista. Mussolini, que recelaba de las ambiciones de Alemania sobre Austria y que no se entendió con Hitler cuando se reunieron por primera vez, en Venecia, en junio de 1934, se pensó a sí mismo como el gran árbitro de la política europea, como el "fundador" de una nueva Europa, como declaró en 1932 a su biógrafo Emil Ludwig. Posiblemente, su gran idea era el Pacto de los Cuatro (Italia, Francia, Gran Bretaña, Alemania) que propuso en julio de 1933, como garantía de la solidaridad y de la paz internacionales. Pero la actitud alemana lo hizo imposible. Italia concentró un gran ejército en la frontera de Austria cuando en julio de 1934 tuvo lugar en aquel país el intento de golpe de Estado pro-nazi que terminó con la vida del canciller Dollfuss. En cualquier caso, Italia quiso asegurarse la amistad francesa con los acuerdos bilaterales de 7 de enero de 1935 -por los que Francia venía a dejar vía libre a Italia en Etiopía- y aún, la de Gran Bretaña, en la reunión celebrada en Stresa, en el Lago Mayor, en abril de 1935, entre representantes de Italia (Mussolini), Francia (Flandin, Laval) y Gran Bretaña (MacDonald, Simon), donde pareció perfilarse un frente común entre los tres países contra la actuación exterior alemana. Laval, ministro de Exteriores francés, dijo que en Stresa Mussolini había aportado "un concurso indispensable al mantenimiento de la paz". Pocos meses después, con la invasión de Abisinia, ese mismo Mussolini iba a asestar el mayor golpe que en la Europa de la posguerra se había dado a la paz. A la vista de ese hecho, pudo sospecharse que, al firmar los acuerdos con Francia y al adherirse al "frente de Stresa", Mussolini sólo había pretendido ganar tiempo y asegurarse la neutralidad de Francia y Gran Bretaña de cara a la que era su gran ambición: la creación de un nuevo Imperio romano que incluiría Libia, Somalia, Eritrea y Albania -donde Italia ejercía el protectorado desde 1927-, algunas islas del Dodecaneso, tal vez una Croacia y una Eslovenia independientes, Abisinia, donde Italia ejercía considerable influencia y donde Mussolini aspiraba a vengar la derrota de Adua de 1896, y, si posible, algún territorio en Oriente Medio (preferentemente Siria), sin descartar una posible conquista de Egipto y Sudán. Sin duda había mucho de verdad en aquellas sospechas. Mussolini contempló la ocupación de Abisinia (Etiopía) desde 1932. Un choque entre tropas etíopes e italianas en el oasis de Walwal, ocurrido el 5 de diciembre de 1934, le dio el pretexto. Un formidable ejército italiano de unos 300.000 hombres, con aviones, carros de combate y gas letal, invadió Abisinia, sin declarar la guerra, el 3 de octubre de 1935. A corto plazo, la guerra fue un extraordinario éxito para Mussolini y suscitó además una genuina explosión de patriotismo en el pueblo italiano. A medio y largo plazo, fue un error gravísimo (además de resultar, como otras aventuras imperialistas, antieconómica. Resultó costosísima y las colonias no ofrecían nada a la economía italiana: en 1939 las posesiones africanas, Etiopía incluida, no representaban ni el 2 por 100 del comercio exterior del país). Abisinia supuso el aislamiento internacional de Italia, decretado por la Sociedad de Naciones, y eso, a su vez, tendría otras dos consecuencias decisivas: la intervención en la guerra civil española -para integrar a la España de Franco en la esfera de influencia italiana- y la aproximación de Italia al único valedor que tuvo en aquellos momentos, a la Alemania de Hitler. El 25 de octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron la creación del "Eje Berlín-Roma". Italia quedó desde ese momento dentro de la órbita de Alemania. Pronto se vería, además, que la suya era una posición de subordinación y dependencia. El resultado último de todo ello fue la entrada de Italia en la II Guerra Mundial. Esa decisión fue la tumba del fascismo. Tras tres años de derrotas ininterrumpidas, Mussolini fue cesado por el Gran Consejo Fascista en julio de 1943 y arrestado. Liberado por un comando alemán y puesto por los alemanes al frente de una República fascista del norte de Italia, Mussolini, que en 1932 había dicho a Ludwig que terminaría por ser el hombre más grande del siglo, acabó sus días a finales de abril de 1945, tras ser ejecutado por partisanos italianos, colgado por los pies, junto a su última amante y a otros quince jerarcas fascistas, del techo de un garaje en una plaza de Milán.
contexto
Las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes están reguladas por los 10 artículos del Real Decreto de constitución, destinados a profesionalizar estos certámenes, para distinguirlos de los que hasta esa fecha organizaban periódica u ocasionalmente la Academia de San Fernando y otras instituciones, calificadas significativamente de nobles justas por Pedro de Madrazo. Algo que se apresuran a destacar todos los críticos y comentaristas de las exposiciones nacionales, en especial de las primeras, señalando las diferencias que van desde aspectos de funcionamiento o administrativos, cual la misma regulación por un reglamento preciso que contemple cuestiones como la edición de catálogos, constitución de jurados, número concreto de premios y adquisiciones, hasta otros como la mayor participación y profesionalización de los artistas, la educación y especialización del público, y la práctica de todas las artes y todos los géneros, sin olvidar su mayor solemnidad que redunda en la mayor atención que le presta la prensa, hasta convertirse, por su difusión, en uno de los acontecimientos sociales más importantes de la época. Se trataba, en definitiva, de acercarse a las exposiciones de los otros países, en especial los salones franceses, salvando los defectos de las anteriores manifestaciones, pues, como se reconoce en el mismo preámbulo, ni se ha dado la debida solemnidad, ni se han empleado hasta ahora los medios concernientes para que sean numerosas, concurridas y ricas en objeto de verdadero mérito. Casi sólo han servido de diversión al público en cierta época del año, no las más oportunas para hacerlas, y sus resultados sin ventajas para los artistas no han sido siempre las más satisfactorias, lamentándose no pocas veces su escasez en obras dignas del aplauso del público, no por falta de artistas que sepan ejecutarlas, sino por el poco estímulo que estos tenían para presentar hasta las que a la sazón misma se podían mirar en sus estudios particulares. La forma de lograrlo no era otra que aplicar los 10 artículos mencionados, base de los 14 reglamentos que regularán las 17 Exposiciones del siglo XIX -1856, 1858, 1860, 1862, 1864, 1866-67, 1871, 1878, 1881, 1884, 1887, 1890, 1892, 1895, 1897 y 1899- que, además de incluir normas referentes a los premios, recompensas y adquisiciones, contemplan medidas puramente administrativas destinadas a conseguir la pretendida condición de alta especialización. Entre estas últimas cabe destacar las dirigidas a asegurar la calidad de las obras mediante la selección y limitación del número a presentar por cada expositor, rechazando tanto las copias como a los artistas aficionados. Con ello se pretende borrar la mala impresión de los certámenes académicos, derivados de la baja calidad de las obras expuestas. Si bien es cierto que en las nacionales la selección tampoco fue todo lo rigurosa que la crítica repetidamente exigía con sus amonestaciones al jurado de admisión. Entre estas medidas administrativas se incluye también la fecha de celebración de las exposiciones, preferentemente el mes de mayo, para evitar "la confusión con los melocotones y azufaifas de las ferias de otoño" que acompañaba anteriormente a los certámenes académicos. De paso se eludía también la presencia del público variopinto, bullanguero habitual en aquellas manifestaciones, que, según Mesonero Romanos, comprendía desde la "falange de Alcorconeros al honrado mercader de Tarrasa, pasando por el abuelo veterano, las dos lindas bailadoras y sus dos parejas de cotillón, sin olvidar a la mamá con las niñas casaderas y los futuros ciudadanos". En resumen, "un público numeroso que viene, que va, que entra, que sale, que habla, que ríe, que bulle, que tose", que murmura, que confunde, en fin, y arrebata la vista del espectador. Medida completada con el establecimiento, siguiendo el modelo inglés, de una cuota de entrada que, lógicamente, contribuye a la selección del público, aunque ciertamente, se dejan algunos días gratuitos, en especial los festivos. Cuestión muy debatida, pues su aplicación va más allá de los aspectos puramente económicos, para desembocar en la misma razón de ser de las exposiciones. En efecto, si éstas eran competencia del Estado, que sufragaba su organización con los presupuestos generales, también lo era el procurar a todos sus súbditos la posibilidad de disfrutar de estas y otras manifestaciones culturales, máxime si se considera que una de las razones que justifican la protección del arte es su función didáctica. De lo que se deduce que la entrada debía ser gratuita, como defiende el prestigioso crítico Ossorio y Bernard -siempre hemos creído, y sigo creyendo que en Exposiciones, Museos y Bibliotecas antes debe llamarse al pueblo con todo género de facilidades que retraerle exigiéndole dinero-, como lo fueron las primeras y la de 1871, organizada bajo el ministerio de Ruiz Zorrilla.
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Terminada la Guerra de la Independencia y firmado el Tratado de Valençay, Fernando VII se dispuso a regresar a España para recuperar el trono que le había sido usurpado. Los absolutistas sostenían con firmeza que el rey debía recuperar la plenitud de su soberanía, y así lo manifestaron en las Cortes en febrero de 1811. Los liberales, como era natural, pretendían que el monarca aceptase todas las reformas que se habían aprobado en las reuniones de Cortes y, por consiguiente, que la Monarquía se rigiese por las normas emanadas de la Constitución de 1812. ¿Cuál iba a ser la actitud del propio Fernando VII? Mucho se ha escrito sobre su carácter. Se ha dicho que era retorcido, traidor, incapaz, escaso de visión política, y seguramente todo eso es cierto, pero lo que no puede achacarse a Fernando VII es que fuera tonto. El sabía muy bien que la recuperación de la plenitud de su soberanía dependía del apoyo que encontrase en el pueblo a su vuelta a España y del entusiasmo con el que fuese recibido. Las Cortes y la Regencia le habían preparado un itinerario con el objeto de tenerlo cuanto antes en Madrid, y evitar así cualquier maniobra que pudiese torcer el proyecto de los reformistas. Pero Fernando cambió ese itinerario y decidió realizar un recorrido por algunas ciudades antes de dirigirse a la capital. De momento, se negó a firmar la Constitución que una delegación de las Cortes encabezada por el general Copons le presentó en la frontera por la parte de Gerona. Desde allí, el cortejo real se dirigió a Zaragoza, donde Fernando se dispuso a pasar la Semana Santa. Ya desde los primeros momentos, los pueblos por donde pasó la comitiva "no cesaron de manifestar con repetidas aclamaciones el júbilo y alegría que le causaba la presencia de S.M". No resulta difícil encontrar explicación a una actitud tan entusiasta, si se tiene en cuenta lo que debió significar el regreso de Fernando VII en aquellos momentos, después de años de dominio de una Monarquía impuesta desde el extranjero, con un Rey que nunca fue considerado legítimo por la inmensa mayoría de los españoles, y después de varios años de una guerra cruel y generalizada, que había afectado, en mayor o menor medida, a todo el pueblo español. La vuelta de Fernando VII no solamente era el restablecimiento del rey legítimo, sino que era también la vuelta a la normalidad. Para esos españoles, que no entendían bien ni lo que era una Constitución, ni lo que significaba el establecimiento de un orden político nuevo en el que las instituciones tradicionales serían sustituidas por otras nuevas surgidas de las reuniones de Cortes, lo único que importaba en aquel momento era que el país podía recuperar la paz, y la presencia de su rey era la mejor garantía de ello. Desde Zaragoza, el rey se dirigió a Valencia, donde entró el 16 de abril y donde le esperaba el general Elío, uno de los más firmes defensores del restablecimiento de la Monarquía absoluta. Allí, a la capital levantina, acudieron también los miembros de una delegación de las Cortes, encabezada por Bernardo Mozo Rosales e integrada por un grupo de diputados, en número de 69 según algunos historiadores (Pintos Vieites) y en número más reducido según otros (Fontana), que le presentaron a Fernando VII el llamado Manifiesto de los Persas. Este documento ha dado lugar a una cierta controversia entre diferentes estudiosos, favorecida sin duda por la ambigüedad de sus planteamientos. Al documento se le conoce por esa curiosa denominación como consecuencia de las palabras de su encabezamiento: "Era costumbre de los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligasen a ser más fieles a su sucesor. Para serlo España a V.M. no necesitaba igual ensayo en los seis años de su cautividad". El resto del escrito, en el que hay una sucinta narración de los sucesos acaecidos durante los seis años de guerra, parecía poner de manifiesto el deseo de los firmantes de que el rey rechazase las reformas gaditanas y de que convocase unas Cortes a la manera tradicional, es decir, por estamentos. Artola ve en él algunos indicios de una ideología propia de la de la España del XVII y Lovett lo encuentra en cierta armonía con el pensamiento de Jovellanos. Para Suárez Verdaguer es un documento renovador en el que no hay una negativa a las reformas, siempre que esas reformas se basen en la tradición. La verdad es que en el Manifiesto no se regatean elogios a la Monarquía absoluta, por eso resulta difícil no adscribir este documento a una ideología absolutista, aunque ello no quiera decir que no se puedan encontrar en él algunas propuestas de reformas.