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Liberado, por el momento, de Francia, liberado también de la intervención en el Imperio, pero apoyando la celebración del Concilio de Trento, cuyas sesiones concluirán en 1563, a su vuelta definitiva de los Países Bajos en 1559, Felipe II enfrenta el problema turco que, ése sí, sigue muy vivo. Para frenar definitivamente el avance otomano por el Norte de Africa sobre la base de la acción de corsarios como Dragut o Cigala, Felipe II decide intervenir en la zona de Berbería, creando una serie de presidios seguros sobre la costa y reforzando los ya existentes; reconquistando algunos perdidos o apoderándose de otros nuevos. El desastre de los Gelves (Djerba) en 1560 supone un claro revés para esta política que no fue compensado por la conquista del Peñón de Vélez en 1564. El ataque turco contra Malta de 1565 dejó claro que el poderío otomano tenía que ser frenado directamente en el Mediterráneo oriental. A ello servirá la Santa Liga de comienzos de la década de 1570. Pero, antes de constituirse la Santa Liga, Felipe II tuvo que sofocar la sublevación de los moriscos granadinos en la Guerra de las Alpujarras (1568-1570), una revuelta que presentó a los antiguos musulmanes como quinta columna del poderío otomano en pleno corazón de la Monarquía Católica. Fue un ejemplo de la exclusión sociorreligiosa triunfante en la Monarquía porque, como resultado de la revuelta, unos setenta mil moriscos fueron expulsados del Reino de Granada mostrando cómo la confesionalización religiosa iba ganando terreno en los planteamientos del rey y en la mentalidad de sus súbditos. La Guerra de las Alpujarras fue la primera ocasión en la que brilló la figura de don Juan de Austria, quien habría de tener un papel destacado en los Países Bajos, donde, también en 1568, quedaba definitivamente abierta una revuelta político-religiosa contra el Rey Católico. La Santa Liga reunía los esfuerzos de España, Venecia y el Papa Pío V contra el Turco y encontró su razón de ser y su mayor éxito en Lepanto, la por excelencia Batalla Naval de 7 de octubre de 1571. En el Golfo de Lepanto, las galeras turcas fueron derrotadas por las flotas combinadas de Don Juan de Austria, Marco Antonio Colonna y Sebastian Venier. Pese a la resonancia de la victoria, Lepanto no supuso en modo alguno la derrota final de los turcos que la propaganda de la época se esforzó en proclamar. Aunque se perdieron dos tercios de la flota turca entre 1569 y 1571, la recuperación del poderío militar otomano fue impresionante, estando rápidamente dispuestos a continuar avanzando por el Norte de Africa. Don Juan de Austria conquistó Túnez en 1573, pero al año siguiente ésta ya estaba en poder de los berberiscos de nuevo. Las crecientes necesidades financieras de Felipe II -bancarrota de 1575- y la necesidad acuciante de actuar en los Países Bajos dejaron abierta la vía de la negociación, que se hizo efectiva en 1581 con la firma de una tregua hispano-turca. Los intereses de la Monarquía apuntaban hacia el Norte y el Oeste de forma cada vez más clara, y serán los Países Bajos, Portugal, Inglaterra y, de nuevo, Francia los escenarios principales de actuación hispánica. No obstante, esto no quiere decir que el Mediterráneo fuera olvidado en beneficio exclusivo del Atlántico y del Mar del Norte.
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A finales del siglo III antes de Cristo, la Península Ibérica es el escenario donde las dos naciones más poderosas del Mediterráneo, Roma y Cartago, pugnarán por obtener la hegemonía. En el año 219 antes de Cristo, el cartaginés Aníbal toma la ciudad de Sagunto, aliada de Roma, dando comienzo la II Guerra Púnica. Finalizada la guerra de manera victoriosa para Roma, ésta pretende hacerse con el control de los ricos territorios mineros de la Península. Así, hacia el 201 antes de Cristo ya controla una amplia franja a lo largo del Mediterráneo y hasta la Andalucía Occidental, con ciudades como Barcino, Tarraco, Carthago Nova o Gades. En el 120 antes de Cristo, los romanos ya han conseguido dominar un territorio que supone más de las dos terceras partes peninsulares, estableciendo colonias o ciudades como Emerita Augusta, Corduba, Toletum, Clunia o Caesaraugusta, entre otras. La última etapa de la conquista romana finaliza hacia el 14 antes de Cristo, cuando las legiones romanas consiguen integrar la franja norte peninsular y establecer allí ciudades como Lucus Augusti, Asturica Augusta o Pompaelo.
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El problema de mayor trascendencia de todo el período fue la elaboración de la Constitución. En toda transición a la democracia la redacción de un nuevo texto político fundamental juega siempre un papel crucial y en gran medida de ella depende el éxito o el fracaso. A diferencia de lo sucedido en España en los años treinta, en los años setenta hubo un consenso generalizado sobre la necesidad de un texto constitucional que tuviera el apoyo de la inmensa mayoría de los grupos políticos. A él se llegó tras dieciocho meses y a través de un texto de más de 160 artículos. Pero el final feliz no debe hacer olvidar la dificultad de un proceso del que son testimonio tanto esa duración como la longitud de la Constitución. La verdadera complejidad política del proceso se aprecia en la divergencia de puntos de partida de quienes la suscribieron. Al principio, la UCD propuso que un grupo de expertos redactase el texto con la participación de los partidos políticos. Su deseo consistía en hacer hincapié en la defensa de la institución monárquica y en el logro de un apoyo lo más amplio posible para la Constitución. Lo primero se logró sin mayores dificultades, pues aunque el PSOE se manifestó republicano sólo lo hizo de manera formal. En cambio, la Constitución debió ser más extensa porque la izquierda impuso una larga enumeración de derechos y propósitos. En el proceso de redacción de la Constitución, la derecha y los comunistas desempeñaron un papel menor pero desde un principio quedó claro que no aceptarían que el texto fuera redactado tan sólo por UCD y PSOE. Los catalanistas jugaron un papel importante, sobre todo como mediadores entre otras opciones y por sus exigencias en torno a la organización territorial del Estado. Los nacionalistas vascos se limitaron a expresar unas reivindicaciones de soberanía propia que eran inaceptables para los demás y no intentaron influir directamente en la redacción del texto. En la primera parte del proceso de elaboración de la Constitución la labor principal le correspondió a una subcomisión formada por siete personas. Tres de ellas pertenecían a UCD y tan sólo una al PSOE, al haber cedido un segundo puesto a los catalanistas. También había un comunista y por Alianza Popular, el propio Fraga. Los socialistas y Fraga ofrecieron versiones completas de su Constitución ideal. Los ponentes de UCD dependían en sus posturas del Gobierno y no faltaron las discrepancias internas, sobre todo respecto a las autonomías. La subcomisión comenzó sus trabajos en secreto, roto gracias a una filtración periodística en noviembre de 1977. El conocimiento de este primer borrador provocó que se desataran severas críticas contra él, pero de esta manera quedaron al descubierto los principales puntos de desacuerdo entre los dos partidos con mayor representación parlamentaria. Se referían a cuestiones relacionadas con la educación y a diversas cuestiones de índole socioeconómica. En marzo de 1978, a consecuencia de estas diferencias, los socialistas se retiraron del subcomité. Más tarde, Gregorio Peces Barba ha reconocido que lo hizo por el deseo de forzar concesiones en otros aspectos del borrador. El papel creciente que el PSOE jugaba en la política española, incorporando el PSP a sus filas, le animaba a reivindicar un mayor protagonismo en el contenido de la Constitución. El pleno de la comisión constitucional del Congreso de los Diputados empezó a examinar el proyecto en el mes de mayo de 1978. Se produjeron en ella abundantes discusiones, pero las cuestiones más espinosas fueron tratadas sin publicidad, principalmente por Abril Martorell y Guerra, que venían a ser las segundas espadas de la UCD y el PSOE, respectivamente. Más adelante se amplió este consenso a otras formaciones, siempre en reuniones restringidas dejando para los plenarios de la comisión las cuestiones menos conflictivas. Todavía existieron divergencias de criterio entre los diversos grupos acerca de la composición del Senado o el sistema electoral, llegándose a un acuerdo final de transacción. La Constitución fue aprobada por el Congreso de los Diputados, en el mes de julio de 1978, con una gran mayoría que englobaba a personas tan contrapuestas como Fraga y Carrillo. Tan sólo la extrema izquierda, los nacionalistas vascos y algunos diputados de derecha votaron en contra o se abstuvieron. Pero todavía quedaba el trámite parlamentario en el Senado, donde fue necesario llegar a una especie de reconsenso, término bárbaro que indicaba la fragilidad del pacto suscrito hasta entonces. Este, sin embargo, tuvo el inconveniente de que tan sólo fueron aceptadas algunas de las reformas sugeridas por los senadores. En el último momento Abril intentó que los nacionalistas vascos se incorporaran al consenso por el procedimiento de añadir una enmienda que aludiera a sus libertades históricas. Pero este intento fracasó al ser inaceptables las exigencias del PNV, que insistía en la soberanía nacional de los vascos. En octubre de 1978 la Constitución fue aprobada en una sesión conjunta de ambas Cámaras, según lo preceptuado por la Ley de Reforma Política. El proceso para llegar al texto constitucional fue muy laborioso, con contradicciones importantes que, sin duda, perjudicaron la claridad e incluso la corrección gramatical del mismo. Por vez primera en la historia de España, la Constitución fue de consenso y el arco de apoyo a la misma resultó mucho más amplio de lo que en principio podía esperarse. Tan sólo algunos sectores de extrema derecha e izquierda se manifestaron contra la Constitución, pero el voto favorable de Fraga y Carrillo les privaba de cualquier posible apoyo en amplios sectores de la población. Ese carácter consensuado de la Constitución es su rasgo más relevante y positivo. Se logró un acuerdo multilateral y acumulativo; no se intentó llegar a la común aceptación de un mínimo de declaraciones sino mediante la acumulación de matices, a veces heterogéneos. Desde un principio, quedó bien claro que en determinadas cuestiones como las autonómicas, resultaría imprescindible recurrir a la interpretación del Tribunal Constitucional. A su lado no tiene mayor importancia el hecho de que la Constitución de 1978 resulte poco original y muy influida por otros textos. Por otra parte, hay en ella una fuerte influencia del constitucionalismo histórico español, sobre todo de las Constituciones de 1812 y 1931, e incorpora soluciones como el voto de censura constructivo que aparecieron en el constitucionalismo europeo tras nuestra guerra civil. Resulta más innovadora en cuestiones de trascendencia menor, como es el caso del Defensor del Pueblo o la protección de los derechos individuales y las libertades públicas por el Tribunal Constitucional. El texto constitucional fue sometido a referéndum en diciembre de 1978, obteniendo un número de votos afirmativos muy superior a los negativos. Pero los resultados tuvieron aspectos menos positivos. Hubo una baja participación, en torno al 69%, y tan sólo un 60% de los electores ratificó con su voto el contenido de la Constitución. Hay que tener presente que era la tercera consulta electoral en un año y que el voto afirmativo no tenía ningún adversario importante. El problema más grave fue el referente al País Vasco, donde la Constitución no tuvo el apoyo que en el resto del país, pues tan sólo la votó el 30% del electorado.
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Para comprender el proceso de formación de la cultura ibérica es preciso atender al estudio de la propia dinámica interna de la Península Ibérica en las etapas anteriores a la primera mitad del primer milenio a. C. sobre todo. En este proceso intervienen de forma decisiva una serie de elementos que fueron resaltados de forma muy clara por M. Bendala y J. Blánquez en las Actas de las I Jornadas sobre el Mundo Ibérico, celebradas en Jaén en 1985. De allí entresacamos unas cuantas ideas que consideramos de esencial importancia para el conocimiento del proceso de formación histórica de estas poblaciones hasta llegar a la etapa que podemos denominar ibérica, u horizonte ibérico. Las fuentes literarias hablan de los iberos como un pueblo que se extiende desde Andalucía hasta el Languedoc, por la zona costera, con una misma lengua y una cultura similar. Hoy sabemos que se trata de un mosaico de pueblos y el principal problema que tenemos que resolver es el origen de la cultura ibérica. Según la opinión de Bendala y Blánquez, que compartimos, el principal cambio que se produce en esta época es la integración de las tierras de la Península Ibérica en las grandes culturas del Oriente mediterráneo, con lo que surge un proceso de evolución histórica que desborda y condiciona las líneas evolutivas anteriores. Pero este horizonte nuevo, fundamentalmente exterior, no debe hacernos perder de vista que en esta etapa se está produciendo la consolidación de las culturas del Bronce Pleno, cuyo foco más importante se sitúa en Almería (poblados de El Argar y El Oficio), y que irradian fuertes influencias a amplias zonas meridionales. Tras esta etapa del Bronce Pleno los arqueólogos han establecido a partir de una serie de datos nuevos o de interpretación de datos anteriores un denominado Bronce Tardío (1300-1100 a. C.) en el que continuan los componentes de la cultura argárica, con desaparición de algunas de sus formas cerámicas y con penetración de elementos culturales del horizonte meseteño caracterizado con el nombre de Cogotas I: cerámicas excisas, boquique, etc. Esto mismo puede decirse para el País Valenciano, con la penetración de influjos procedentes de la Meseta. También en la Andalucía Occidental puede hablarse paralelamente de un Bronce Tardío con las mismas características que han sido apuntadas para las demás zonas. Para Bendala y Blánquez con este Bronce Tardío se llega a una crisis final del mundo argárico, hecho que no puede situarse al margen de la crisis general que afecta a todas las culturas mediterráneas. Pero a esta situación general de crisis, que supone para estos autores el Bronce Tardío, sigue una fase de mayor vigor que, de acuerdo con la investigación de los últimos años, puede ser caracterizada como Bronce Final. El factor más importante de esta revitalización es, sin duda, la influencia de la cultura tartésica y se trata de una época de mayor apertura cultural que las fases precedentes. Los comienzos de esta nueva etapa pueden situarse hacia el año 1000 a. C. Esta etapa se va a caracterizar, sobre toda, por una fuerte influencia y penetración de los elementos culturales tartésicos, entre los que destacan, de acuerdo con los hallazgos arqueológicos más recientes, las cerámicas con decoración bruñida, los vasos de perfil carenado, las superficies alisadas, etc. Estos datos de la arqueología no hacen más que confirmar las noticias de las fuentes escritas (Polibio, 3, 24, 4), para quien el mundo tartésico se extendió hasta la región de Cartagena (Mastia Tarseion). Los autores antes citados destacan dos aspectos fundamentales de esta etapa, una vez revisado el panorama que ofrecen las secuencias de importantes yacimientos arqueológicos de la zona: la ruptura con la línea decadente del Bronce Tardío, ubicándose incluso los yacimientos en otros lugares y, sobre todo, la constatación de que el foco tartésico es el principal catalizador de la renovación cultural que se produce en este momento, teniendo también cierta importancia, aunque bastante menor, la penetración de los Campos de Urnas, con incidencia especial en Cataluña y valle medio del Ebro, estableciendo en las tierras llanas y los valles una economía de tipo agrícola. No es el momento de pararnos a analizar si la propia cultura tartésica es fruto de una evolución autóctona únicamente o recibe también impactos exteriores, pues lo hemos visto anteriormente. Pero sí es necesario resaltar, siguiendo de nuevo a Bendala y Blánquez, que sobre la base del Bronce Final Tartésico se superpone una fase orientalizante, profundamente marcada por el influjo fenicio, que comienza en el siglo VIII y tiene su momento álgido en el siglo VII y parte del siglo VI a.C. También se extiende a la zona ibérica clásica, en buena parte como resultado de la irradiación tartésica hacia esa área. En el siglo VI a. C. se produce la crisis de la cultura tartésica, lo que traerá consigo una mayor vitalidad e influencia de las zonas ibéricas del Sudeste y Levante. En este proceso de revitalización de las zonas del Este peninsular tiene una especial importancia la presencia griega, que tradicionalmente había sido suficientemente valorada para la zona del Nordeste y que, en estos momentos, debe ser tenida también en cuenta no sólo para la zona del Levante, sino incluso para la zona meridional de España. Con respecto al proceso de formación de la cultura ibérica parece conveniente hacer mención a las opiniones de tres autores que recientemente se han ocupado del tema: Abad Casal, Arteaga y Aubet. Para Abad Casal la formación de la cultura ibera está en relación con el impacto de las corrientes orientalizantes sobre los pueblos indígenas. Andalucía es la única región peninsular donde existían esas circunstancias favorables y lo ibérico es el desarrollo de la cultura indígena con fuertes aportaciones y matizaciones colonizadoras, mientras que al País Valenciano, en opinión de Tarradell y Llobregat, la cultura ibera llega ya formada. O. Arteaga, a partir del yacimiento de Los Saladares (Orihuela, Alicante), en el que se ha establecido una secuencia estratigráfica desde el Bronce Final al llamado Horizonte Ibérico pleno, diferencia lo orientalizante tartésico y lo fenicio occidental de las llamadas culturas protoibéricas (Alta Andalucía, Sudeste y Levante meridional). El mundo ibérico meridional se diferencia de lo propiamente turdetano, de lo púnico costero y del mundo ibérico septentrional, a la vez que conecta con lo tartésico mediante el desarrollo protoibérico y conoce directamente los procesos generatrices de las culturas ibéricas más antiguas. En su opinión, existe una diferencia clara entre iberismo meridional de la Alta Andalucía, el Sudeste y el Levante meridional, donde la cultura ibérica se forma a lo largo del siglo VII a.C. en un proceso de desarrollo complejo durante el siglo VII a.C., y septentrional desde los alrededores del cabo de La Nao hacia Levante y hasta el Ebro, sur de Cataluña, costas catalanas, sur de Francia, Bajo Aragón, Cataluña interior y Meseta, en cuya formación hay que valorar, junto a los procesos formativos de la cultura ibérica meridional, las actividades griegas. En opinión de M.E. Aubet, el establecimiento de las colonias fenicias en la zona del Estrecho aceleró un proceso de transformaciones económicas y sociales que se venía gestando en el Suroeste desde principios del I milenio a.C. Pero, si se admite que la sociedad urbana en el sur de la Península no se encuentra hasta bien entrado el siglo VI a.C. y, fundamentalmente, a partir del siglo V, no parece que hayan influido decisivamente en la aparición de las ciudades ibéricas ni el estímulo colonial tartésico, ni su efecto más inmediato, el período orientalizante tartésico. Además, los primeros y más poderosos focos de iberismo aparecen en la Alta Andalucía y en el Sudeste, en la periferia del mundo tartésico y no en su epicentro. Por ello para M.E. Aubet los inicios de la cultura ibérica y de la vida urbana serán posibles gracias a las bases socioeconómicas establecidas por el intermediario tartésico durante los siglos VII y VI a.C., pero no puede afirmarse que sean consecuencia inmediata y directa de ellas. Es la influencia griega desde el Sudeste la que estimulará la cultura ibérica urbana en la Alta Andalucía. Debido al propio proceso de evolución interna de las poblaciones indígenas y a los influjos exteriores, más o menos importantes según las zonas, el mundo ibérico se configura como un foco de gran riqueza cultural y económica a partir de la segunda mitad del siglo VI a. C. Dentro de esta cultura ibérica se distinguen arqueológicamente una serie de facies regionales que son debidas a dos factores: el sustrato étnico que influye sobre la cultura que recibe y desarrolla y el predominio de fenicios en los siglos VIII y VII a.C. y las influencias griegas más intensas a partir de mediados del siglo VI y los siglos V y IV. Estas diferencias regionales se han puesto de manifiesto en aspectos tan importantes como los urbanísticos; mientras que en la zona de influencia de los campos de urnas (Cataluña y valle del Ebro) los poblados se organizan en torno a una calle central dejando las casas sus paredes traseras reforzadas a modo de murallas, en la zona más meridional se encuentra una urbanística mucho más cercana a los modelos del Mediterráneo Oriental, concretamente de la urbanística griega. En líneas generales podemos decir que en Cataluña el proceso de iberización constituyó una evolución continuada en la que se constatan influencias mediterráneas, en origen fenicias, que se ponen de manifiesto sobre todo en los restos cerámicos y en los ajuares metálicos, y posteriormente griegas a partir de mediados del siglo VI a. C., que, tanto en esta zona como en el Levante ibérico, son las que tienen mayor incidencia y que actúan sobre poblaciones indígenas con una tradición cultural con fuerte influencia de los campos de urnas. Al respecto se plantea un interesante problema, aplicable no sólo a Cataluña, sino a todas las zonas del Levante no "nuclear" ibérico, que ha sido perfectamente resaltado por E. Junyent y otros autores, el insuficiente conocimiento de la evolución de estas gentes a lo largo de los siglo IX, VIII y VII a.C. y del sustrato preibérico inmediato, es decir, saber cuáles eran los elementos definidores de aquellas comunidades que recibieron las primeras influencias mediterráneas. Por otra parte, cada vez parece más evidente en Cataluña la dicotomía entre la costa y las zonas del interior, siendo los ritmos de evolución hacia el iberismo muy distintos en una y otra parte, ya que las zonas costeras reciben las influencias foráneas, sobre todo mediterráneas, en una época más temprana. Para Sanmartí es evidente que, mientras no se demuestre lo contrario, nuestra visión actual del problema es la de considerar que la aparición de unas formas y modos de vida, de unos patrones culturales, en definitiva, que podemos calificar ya de ibéricos, se debió a una rápida expansión sur-norte de unos estímulos y quizá también poblaciones generados en la zona nuclear donde la cultura ibérica tuvo su epicentro, es decir en el Sudeste peninsular, entendiendo con ello las actuales provincias de Murcia y Alicante. En el valle del Ebro, según A. Beltrán, la iberización afecta esencialmente a la cultura material, sin que se produzcan cambios de población o sustitución de modos de vida. Esta penetración de elementos iberos se inicia en el siglo V a. C. y se desarrolla en los siglos IV y III, perdiendo vigencia en contacto con lo romano (siglos II y I). Pero esta iberización no supone el que las bases indígenas desaparezcan, antes bien permanecen en los poblados determinados objetos, cerámicas y otros utensilios. La mayor parte de los yacimientos conocidos pertenecen a la Edad del Hierro, a la época romana republicana y hacia el cambio de era. Las influencias ibéricas proceden de la zona del Levante y el Ebro actúa como difusor a través de algunos de sus afluentes (concretamente el valle del Jalón) hacia la Meseta. Pero los contactos culturales con el mundo celtibérico son constantes, tanto en lo referente a cultura material, como a elementos de alfabeto, moneda, etc., apareciendo ciudades de nombre indígena con formas iberas e indoeuropeas, por ejemplo Nertobis-Nertobriga. Finalmente, es importante resaltar que la iberización de las tierras interiores del valle estuvo ligada estrechamente a la penetración de los romanos en estos territorios. Recientemente F. Burillo ha reivindicado el camino del río Mijares como vía de penetración de las influencias de la costa (colonizadores e indígenas) hacia el interior, peno no buscando una zona de excedentes agrícolas, que no la hay en las altas tierras turolenses a las que conduce, sino un territorio rico en minerales, que se sitúa en la propia cuenca del río Mijares, especialmente en la Sierra de Albarracín (hierro y, en menor medida, plata y cobre). Esta necesidad de minerales de la zona norte de la costa levantina donde desemboca el Mijares es evidente y, por otra parte, no es menos cierto que en esa zona el proceso iberizador se desarrolla con anterioridad al del interior del valle del Ebro. A comienzos del siglo VI a. C. estamos asistiendo al inicio de un proceso que dará lugar a la cultura ibérica, en el que sobresalen la utilización y divulgación de la cerámica a torno, el desarrollo del urbanismo y la generalización del uso del hierro. Por lo que se refiere a Andalucía la cultura ibérica, o mejor los rasgos ibéricos, presentan matices que la diferencian de la cultura ibérica levantina, debido en gran medida a la propia evolución interna del componente indígena (tartésico sobre todo) y en parte a la propia ubicación de unas y otras comunidades, lo que hace que predominen en unos casos los influjos orientalizantes, más arraigados en la zona occidental, y en el resto las nuevas relaciones que se establecen en las zonas más orientales de España con los pueblos colonizadores del Mediterráneo, sobre todo con los griegos. Debido precisamente al distinto proceso de formación histórica que siguen estas poblaciones hay que distinguir dentro de la amplia área que va desde Cataluña hasta Cádiz dos tipos de cultura ibérica, una meridional desarrollada en Andalucía, Sureste de España y Levante meridional y una septentrional desarrollada en los alrededores del Cabo de La Nao en Alicante, hacia Levante y hasta el Ebro y el Sur de Cataluña, propagándose hacia las costas catalanas y el Sur de Francia, Bajo Aragón, Cataluña interior y hasta la Meseta. Como conclusión podemos decir que los territorios más meridionales de la Península Ibérica quedaban polarizados hacia la civilización tartésica, mientras que los territorios más septentrionales del área ibera lo hacían hacia la civilización de los campos de urnas, aunque dentro del proceso de iberización han de tenerse en cuenta como elementos fundamentales los influjos mediterráneos aportados por fenicios y griegos.
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El 14 de noviembre de 1945 empezó el proceso de Nuremberg, instituido por un Tribunal Militar Internacional. Encabezado por Estados Unidos, Reino Unido, Francia y la Unión Soviética, seguirían diecinueve países. El Estatuto del Tribunal tuvo en cuenta tres categorías de crímenes: los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. Durante el primer proceso, 22 grandes criminales serían juzgados. Hitler había muerto en su bunker y Himmler y Göebbels se habían suicidado. Todos los acusados se declararon no culpables. Doce de ellos fueron condenados a muerte; tres, a cadena perpetua; cuatro recibieron diversas penas de cárcel, y tres resultaron absueltos. En su veredicto, el Tribunal declaró también criminales al partido nazi (NSDAP), las SS, la SD, y la Gestapo. Después del proceso de Nuremberg hubo varios más contra industriales, médicos, altos dignatarios de la SS, miembros del alto mando del Ejército, responsables de matanzas contra la población civil y de las ejecuciones de rehenes. Sólo unos cuantos centenares entre decenas de miles de verdugos respondieron de sus crímenes. De los quince mil responsables de la muerte de cerca de ciento veintisiete mil deportados en Mauthausen y sus kommandos exteriores, menos de doscientos pagaron con su vida. Los tribunales condenaron a un centenar; otro centenar, la mayoría eran kapos, fueron ajusticiados por los propios deportados en el momento de liberarse el campo. En Dachau se condenó a treinta y seis nazis a la pena capital, y ocho de ellos fueron luego conmutados. En Flossenburg se acusó a cuarenta y cinco verdugos, quince fueron condenados a muerte, once a trabajos forzados y el resto a penas menores o absueltos. Del millar de verdugos que había aproximadamente en Buchenwald, el juez instructor sólo consiguió procesar a treinta y uno. El principal responsable, el comandante Karl Otto Koch, había sido fusilado por la propia SS por haber sustraído varios bienes de la tesorería del campo. Su mujer, Ilsa, apodada "la hiena de Buchenwald", fue condenada a trabajos forzados, y en 1967 se suicidó. De los treinta y un encausados en el proceso de Buchenwald, a veintidós se les condenó a la horca. Sin embargo, los procesos posteriores fueron cada vez más suaves con los acusados, debido al principio de la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos. De los cien mil verdugos causantes directos del asesinato a sangre fría de más de diez millones de inocentes, se ajustició a unos seiscientos. Los prisioneros de los americanos condenados a penas de cárcel fueron puestos en libertad entre 1949 y 1955, gracias a actos de clemencia del mando americano en Europa. Gran número de culpables pudieron escapar al castigo, porque se escondieron en otros países y bajo nombre falso, o porque todavía no se les ha instruido ninguna acción judicial. Los principios del Tribunal de Nuremberg, aprobados y sancionados por la Asamblea General de la ONU, declararon imprescriptibles los crímenes de guerra y contra la humanidad. Sin embargo, la ambigüedad jurídica en la República Federal Alemana permitió que millares de verdugos gozaran de impunidad e incluso que algunos de ellos ostentasen cargos relevantes en la Administración, el Ejército, la Policía y la Justicia. También quedaron impunes numerosos miembros de los tribunales que condenaron a muerte a resistentes, antifascistas y adversarios del nazismo. Los ex deportados del universo concentracionario nazi crearon, al ser liberados de los campos, numerosas organizaciones con el fin de que nada de lo que ocurrió en ellos fuese olvidado por la humanidad. Juraron contarlo al mundo para que la peor pesadilla de toda la Historia nunca pueda repetirse.
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Si la retirada de la circulación de los marcos de la ocupación y la contención de la inflación en mayor medida que en el Reino del Sur, pueden considerarse un cierto logro por parte del gobierno de la República de Saló, la contrapartida es la apropiación de las reservas de oro de la Banca d'Italia por los alemanes y la entrega a éstos de más de la mitad de los ingresos del Estado.Si la exaltación nacionalista clásica del fascismo se acentúa en el nuevo régimen, éste debe soportar en silencio continuas humillaciones. En primer lugar, la limitación territorial, que en el centro-sur se resuelve con la ocupación alemana y en las zonas limítrofes llega a la anexión al Reich de las provincias de Bolzano, Trento y Belluno (en el Tirol) y de Udine, Gorizia, Trieste, Pola, Fiume y Lubiana (en el litoral Adriático). Fiume, una de las banderas "irredentistas" en que se apoyó el fascismo para su ascenso al poder, pasaba a ser territorio alemán.La dependencia de los alemanes se hace patente también en la política racial, iniciada sin gran energía en 1938 y que bajo la República de Saló se convertiría en una persecución abierta de los judíos. Miles de hebreos italianos fueron deportados a los campos de exterminio alemanes.De los 19 jerarcas que votaron contra Mussolini en la sesión del Gran Consejo del 24-25 de julio, habían sido arrestados seis: el general De Bono, Giovani Marinelli, Tullio Cianetti, Carlo Pareschi, Luciano Gottardi y el yerno de Mussolini, Galeazzo Ciano. Este se había refugiado en Alemania con su familia en el momento de hacerse público el armisticio y allí fue detenido.El Tribunal Especial se reunió en Verona el 8 de enero de 1944. El proceso finalizó dos días después con la condena a muerte de cinco de ellos; 13 fueron juzgados en rebeldía y sobre Cianetti cayeron treinta años.La condena se basó en que el voto del Gran Consejo pretendía, privando al Duce de la dirección de la guerra, la eliminación del fascismo y la entrega al enemigo. La defensa arguyó que legalmente el Gran Consejo disponía de la facultad de pronunciarse sobre lo que se había pronunciado y que en ningún caso la actitud de los acusados podía interpretarse como una traición.De Bono, Ciano, Pareschi, Marinelli y Gottardi fueron fusilados en la mañana del 11 de enero de 1944. Mussolini se negó a recibir a su propia hija, que demandaba clemencia para el conde Ciano. Oficialmente no llegó hasta él ninguna petición de clemencia.El nuevo Partido Republicano Fascista y, sobre todo los alemanes, habían exigido un escarmiento ejemplar. Deakin subraya la inflexibilidad del propio Hitler, quien ya presagiaba otra "fronda" contra él mismo en Alemania.
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La Capilla Billi de la iglesia de la Santa Annunziata era el lugar que ocupan este profeta y su compañero Job, situándose en el centro una tabla del mismo autor con el Salvator mundi rodeado de los cuatro evangelistas, hoy en la Galería Palatina. Estas obras fueron realizadas por Fray Bartolomeo después de viajar a Roma y contemplar la Capilla Sixtina, tomando a Miguel Ángel como modelo, tal y como podemos ver en el colosalismo de las figuras y la brillantez de las tonalidades empleadas.
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Tras su viaje a Roma pinta Fra Bartolomeo esta pareja de profetas en los que podemos apreciar la influencia de la Capilla Sixtina pintada por Miguel Ángel. El destino de ambas tablas era la capilla Billi de la iglesia de la Santa Annunziata.