Para conseguir la estabilidad y la conciliación, tras los efectos destructivos de la guerra civil, César no utilizó métodos revolucionarios. Sus medidas sociales fueron conservadoras y trataron de garantizar la posición social y económica de los estratos pudientes, aunque ofreció a las otras clases algunos beneficios, a cambio de renuncias y sacrificios. Esta política de conciliación llevaría a César a la incomprensión y a la perplejidad incluso de sus propios partidarios y, finalmente, al aislamiento. De estas medidas sociales, la más fecunda y, también, la más original fue su política de colonización y concesión del derecho de ciudadanía romana. Como ya era costumbre desde finales del siglo II, todo caudillo se veía obligado a repartir tierras cultivables entre sus veteranos. El problema, hasta el momento, se había resuelto, de forma cómoda pero precaria, mediante la confiscación de tierras en Italia, pertenecientes a los enemigos. La política de conciliación proclamada por César le impedía apoderarse de tierras de particulares, pero como no existían tierras comunales (ager publicus) suficientes para repartir entre sus soldados fieles, llevó a cabo una vasta política de asentamientos coloniales fuera de Italia, en el ámbito provincial. Las medidas de colonización provincial sirvieron, también, para una política social ambiciosa, que pretendía reducir el proletariado urbano, continuo foco de disturbios. Se estima que, además de los veteranos, unos 80.000 proletarios de la Urbe se beneficiaron de esta política de colonización, lo que permitió reducir de 320.000 a 150.000 el número de ciudadanos con derecho a repartos gratuitos de trigo. La fundación de colonias en las provincias -Hispania, Galia y África, sobre todo- , además de proporcionar tierras de cultivo a miles de ciudadanos, sirvió para extender la romanización en amplios territorios y, con ello, uniformar las primitivas sociedades incluidas bajo el dominio de Roma. Cada fundación colonial significaba además un fortalecimiento de la posición personal de César y una exaltación de sus virtudes, como demuestran los epítetos que recibieron: Iulia Triumphalis (Tarragona), Claritas lulia (Espejo) o Iulia Victrix (Velilla del Ebro), por citar sólo ejemplos hispanos. La muerte le impidió completar los ambiciosos planes de asentamiento, que fueron continuados por sus lugartenientes y, sobre todo, por su heredero político, Augusto. En conexión con estas fundaciones, hay que considerar la política de concesión de ciudadanía romana o de derecho latino no sólo a individuos significados sino a comunidades enteras extraitalianas, como premio a su lealtad y a sus servicios. Con estos medios -la ciudadanía romana y el escalón previo del derecho latino-, muchas comunidades de Occidente unificaron su organización como municipia, a imagen de Roma, y progresaron en un proceso creciente de romanización. Y para favorecer esta unificación, César proyectó una lex Iulia municipalis, con vistas a la homologación de los distintos estatutos de administración y jurisdicción de los municipios, publicada después de su muerte. Otras medidas político-sociales, de menor alcance, descubren una preocupación constante por frenar la proletarización de las masas ciudadanas y fomentar una burguesía, culta y acomodada, en Italia. Así lo prueban decretos como el que obligaba a los grandes propietarios a emplear en las faenas agrícolas, como mínimo, un tercio de trabajadores libres, o el que prohibía a los ciudadanos italianos abandonar la península por un espacio de tiempo superior a tres años. Las medidas políticas de César tuvieron un alcance mucho menor que las sociales. La mayoría se redujo a acomodar las instituciones públicas a su posición de poder sobre el Estado, sin pretender reformarlas en profundidad. César reorganizó el Senado, aumentando el número de sus miembros de 600 a 900, al tiempo que restringía drásticamente las competencias de la cámara para convertirla en un órgano vacío de poder, en un simple instrumento de aclamación. Las asambleas populares fueron utilizadas por el dictador a voluntad. Las magistraturas, consideradas por el dictador más como un cuerpo de funcionarios que como portadores de la facultad ejecutiva del Estado, perdieron casi por completo la posibilidad de obrar con independencia. Para controlar mejor a la población ciudadana, se prohibieron las asociaciones (collegia) políticas; en el ámbito judicial, se reguló de nuevo la composición de los jurados civiles y criminales y se endurecieron las penas; y en el campo de la administración provincial, una lex Iulia de provincias redujo la duración de la gestión de los gobernadores. En el conjunto de la obra pública de César, hay que mencionar, finalmente, su reforma del calendario, que, con leves retoques en el siglo XVI, aún perdura.
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Un breve comentario bastará para poner de relieve su unicidad y cohesión. La representatividad de la obra nos exime de consideraciones sobre sus fines y objetivos, resumidos en proclamar la gloria de Atenea y de Atenas. Los temas seleccionados son, por tanto, suficientemente grandiosos y explícitos y el hecho de que estén perfectamente ensamblados entre sí y con los de la estatua de Atenea Partenos, hace pensar en una planificación conjunta. Para las metopas se utilizaron temas distintos en cada uno de los cuatro lados; en el este la Gigantomaquia, en el oeste la Amazonomaquia, en el norte la Iliupersis o destrucción de Troya y en el sur la Centauromaquia. A lo largo de los cuatro lados del friso jónico, que recorría por fuera la parte alta del muro de la cella, se desarrollaba la procesión de las Grandes Panateneas, festividad celebrada en honor de Atenea cada cuatro años, que culminaba con la entrega del peplo a la diosa. Por último, en los frontones se representaron dos mitos íntimamente relacionados con el lugar, el nacimiento de Atenea en el frontón oriental y la lucha entre Atenea y Poseidón por la posesión del Atica en el occidental. La mayor parte de la decoración escultórica se conservaba in situ en 1674, cuando un viajero inglés, Carrey, dibujó cada una de las series de piezas que la integraban. Las pérdidas y avatares acaecidos posteriormente acrecientan el valor documental de estos dibujos.
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El reformismo oficial toma de la obra de los ilustrados todo un nuevo arsenal ideológico que va a poner al servicio de su proyecto político. ¿Cuál es este proyecto político? Se trata esencialmente de realizar un vasto programa de modernización nacional diseñado e impulsado desde la Corona, que tenga sólo como límite el mantenimiento de las estructuras del régimen absolutista. El punto de encuentro que permite la colaboración entre el gobierno y los ilustrados es la creencia compartida de que semejante propuesta de modernización redundará en el interés general de la nación y en el de cada uno de los particulares. Los resultados obtenidos a lo largo del siglo fueron lo suficientemente halagüeños a los ojos de administradores e intelectuales como para sostener la ilusión del progreso generalizado hasta que la crisis anunciada desde la década de los noventa y desatada a partir de 1808 obligó a un replanteamiento de los presupuestos que habían dominado la centuria. En una exposición de este tipo no cabe, sin embargo, una referencia detallada a las empresas del Despotismo Ilustrado, sino un balance de la contribución teórica al proyecto de modernización del país, una panorámica de las creaciones del siglo en el terreno del pensamiento económico, la crítica social, la investigación científica, la reflexión religiosa y la producción literaria y artística que permitan finalmente perfilar el sentido de la cultura de la Ilustración. Si el proyecto de modernización había de plasmarse en el ámbito de la economía, en la superación del atraso material que venía padeciendo España desde finales del siglo XVI, lo más lógico era que los teóricos de la economía y los ministros responsables del ramo fuesen a buscar soluciones en los modelos que habían sido elaborados por las naciones que habían superado la crisis e incluso habían entrado en una fase de prosperidad. Los primeros textos que presentan propuestas coherentes para la recuperación económica se inspirarán, pues, en la producción teórica y en las realizaciones prácticas del mercantilismo europeo. Este es el fundamento de una obra como el Fénix de Cataluña, compuesta en Barcelona por Narciso Feliu de la Peña en 1683, como un reflejo del clima de renovación económica que vive el Principado en esta época, y que adopta como fórmulas de desarrollo el proteccionismo a la industria o la organización de una compañía privilegiada de comercio al estilo holandés. La primera Ilustración, ya en tiempos de Felipe V, será capaz de producir un rico pensamiento mercantilista, una teorización tardía de un mercantilismo ecléctico que aúna los elementos característicos del colbertismo con otras propuestas más liberalizadoras tomadas de los tratadistas ingleses. Entre los más notables escritores del grupo hay que mencionar en primer lugar a Jerónimo de Uztáriz, funcionario vinculado a la Junta de Comercio y Minas establecida en Madrid, seguidor de Colbert (como demuestra la alabanza que le dedica en su texto de aprobación a la traducción española del libro de Pierre Daniel Huet, realizada en 1717 por otro navarro, Francisco Javier Goyeneche) y autor de la obra que inaugura en el siglo XVIII esta corriente de pensamiento, su Teórica y práctica de comercio y marina (que circuló privadamente en 1724, siendo editada por su hijo en 1742), que contiene, además de una información económica interesante y de primera mano, los elementos fundamentales de su doctrina: la prioridad que debe conceder el Estado a la promoción de la manufactura mediante una política arancelaria coherente, al incremento de la flota mercante y al estrechamiento de los lazos comerciales con las colonias americanas. Seguidor muy directo de Uztáriz, cuya obra debía conocer bien, es el sevillano Bernardo de Ulloa, que desarrolla sus ideas sobre la revitalización económica del país en un libro de significativo título, Restablecimiento de las fábricas y comercio español, donde insiste en los remedios clásicos del mercantilismo setecentista: reforma del sistema fiscal, abolición de tasas y peajes para favorecer el comercio interior, protección a la industria y a la marina, denuncia de las cláusulas de Utrecht que posibilitaban la injerencia mercantil británica en América, todo ello en la perspectiva de una balanza comercial positiva. Mayores novedades presenta la obra de Alvaro de Navia Ossorio, marqués de Santa Cruz de Marcenado, Rapsodia económico-político-monárquica, escrita al margen de la influencia de Uztáriz, cuyos entusiasmos colbertistas no comparte, y que coloca al comercio exterior y a la balanza mercantil en el eje central de la reflexión, propugnando una nacionalización de la Carrera de Indias como modo de superar el déficit comercial. En esta idea sería seguido por otro economista asturiano, el ministro José del Campillo, autor de diversos escritos de materia económica, como Lo que hay de más y de menos en España, una reflexión de escasa originalidad sobre la situación económica del país; España despierta, de 1741; y, por último, el Nuevo sistema de gobierno de la América, escrita en 1743 e inédita hasta 1789, una obra de más enjundia y novedad que, frente al sistema monopolista, defiende con expresión contundente la libertad de comercio como medio más ajustado para la revitalización económica de la nación. La obra de Campillo inspiraría otro de los tratados más importantes del siglo, el Proyecto económico de Bernardo Ward, redactado en los años sesenta pero publicado en 1779, hasta el punto de sospecharse un puro y simple plagio en lo que fue una reelaboración de los escritos inéditos del ministro. El economista irlandés, en efecto, extrajo su material de diversas fuentes (informes oficiales, escritos anteriores, observaciones directas tanto en España como en el extranjero) para ofrecer una obra que compendiara las ideas de sus predecesores en lo referente a los medios de aumentar la agricultura, el comercio y la industria nacional, que consideraba la piedra filosofal de la "felicidad" de España. El mismo carácter de síntesis del pensamiento económico anterior tiene otra obra escrita por los mismos años, la del abate Miguel Antonio de la Gándara, Apuntes sobre el bien y el mal de España, redactada en 1762 pero publicada por primera vez en 1804. En ella vuelven a repetirse las mismas fórmulas para obtener, siempre con el concurso del monarca ilustrado, las más altas cotas de progreso en el marco de una sociedad tradicional, cuyos presupuestos se acatan como dato inmutable. También se hallan presentes algunos de los elementos liberalizadores que ya se podían encontrar en Navia Ossorio, Campillo o Ward, como el ataque a los monopolios y a las "manos muertas" eclesiásticas. Finalmente, la reflexión amplía sus perspectivas, y el abate busca la formulación teórica de un nacionalismo incipiente, lo que otorga a su obra una dimensión que rebasa el terreno puramente económico. La teorización de los economistas españoles de los dos primeros tercios del Setecientos debe enmarcarse en el ámbito del mercantilismo. Típicamente mercantilistas son, en efecto, sus preocupaciones por señalar las causas del atraso español y sus fórmulas de fomento de las fuerzas productivas, que combinan el proteccionismo y el intervencionismo estatal con la liberalización controlada de ciertos sectores, como el comercio de granos, el tráfico americano, el mercado de tierras o la mano de obra artesanal. Sus propuestas representan una actualización del pensamiento mercantilista clásico español de siglos anteriores, a la luz de las elaboraciones teóricas y las realizaciones prácticas europeas, sin que signifiquen nunca una aportación verdaderamente original. Por otra parte, si el cuadro económico es el mercantilismo como doctrina capaz de superar el atraso material, el horizonte político es asimismo el del absolutismo monárquico. Impulsados así por un patriotismo fuera de toda duda, sus obras tratan de renovar los contenidos ideológicos, de inducir a los soberanos a la acción y de suscitar una oleada universal de ilusión y de confianza en la modernización de una España que, sin alterar su constitución tradicional, puede volver a ocupar un puesto de primer orden en el concierto de las naciones prósperas y civilizadas. En el reinado de Carlos III el pensamiento mercantilista dominante va a verse enriquecido por la recepción de parte de las ideas puestas en circulación por la escuela fisiocrática. En realidad, la influencia de la fisiocracia encontró un terreno abonado entre los mercantilistas españoles, que obtuvieron de esa escuela la confirmación de algunos de los planteamientos que habían avanzado sin demasiada seguridad teórica. Por el contrario, nunca se produjo una asimilación completa de la doctrina, que tampoco pudo difundirse plenamente, pues ni siquiera fueron traducidas algunas de las obras de los teorizadores más destacados, como ocurrió con el Tableau économique de Quesnay. El influjo fisiocrático aparece ya en el programa económico de Campomanes. El Discurso sobre el fomento de la industria popular, compuesto por el ilustrado asturiano Manuel Rubín de Celis y que fue difundido por toda España a través de una tirada que alcanzó quizá los 30.000 ejemplares, se complementaba con el Discurso sobre la educación popular de los artesanos, que es un llamamiento al desarrollo de la formación profesional, y con un tercer discurso sobre la agricultura que, escrito en borrador, quedó inédito. Los tres escritos constituyen una unidad y se relacionan de algún modo con la penetración de las ideas fisiocráticas en España, quizás a través de la figura poco conocida de Pedro Debout, miembro de la Sociedad Matritense de Amigos del País, colaborador de Campomanes en la recopilación del apéndice documental del primer discurso, traductor al castellano de la obra de Henri Patullo L'essai sur l'amélioration des terres (significativamente en 1774), autor de una memoria sobre el comercio de granos y fisiócrata convencido que, tal vez, no consideraba en absoluto incompatible la defensa del agrarismo con el concepto de industria popular. En cualquier caso, también Campomanes se inspira en las producciones mercantilistas, aunque sin ser un bullionista típico, al no considerar un fin en sí mismo el superávit de la balanza comercial, y manteniendo posiciones a favor de la liberalización del mercado de tierras, del comercio de granos y del tráfico colonial. Campomanes no fue, por otra parte, el único autor que combinó eclécticamente las ideas del mercantilismo tardío con las fisiocráticas, sino que a partir de los años setenta vemos una progresiva aceptación, a veces de modo un tanto difuso, de los planteamientos de la nueva escuela en temas como el de la contribución única, el comercio libre o la ley agraria, pues no en vano la fisiocracia era una doctrina económica perfectamente compatible con la vigorización del absolutismo político en su versión ilustrada. A la difusión de estas ideas contribuyeron, como en otros casos, las traducciones de las obras más significativas de la escuela, como ocurrió con la Disertación sobre el cultivo de trigos de Mirabeau (efectuada por Serafín Trigueros, en Madrid, en la temprana fecha de 1764) o con las Máximas generales para el gobierno de un reino agrícola de Quesnay (realizada en 1794 por el rioplatense Manuel Belgrano, afincado en la Corte después de haber completado su formación universitaria en Salamanca, Oviedo y Valladolid). También tiene su origen en Mirabeau el ensayo publicado en Vitoria, en 1779, por Nicolás de Arriquíbar, bajo el título de Recreación política, y confesando en el subtítulo tratarse de unas reflexiones sobre el Amigo de los hombres, es decir el tratadista francés, aunque finalmente la obra destaca por subrayar el papel de la industria frente al de la agricultura, como por otra parte no habían dejado de señalar los escritores mercantilistas más notables, como Bernardo de Ulloa o Bernardo Ward. También en este clima de atención a los temas agrarios puede inscribirse la obra en favor de la otra agricultura, es decir de la pesca, de Antonio Sáñez Reguart, funcionario afincado en Madrid, impulsor de la Real Compañía Marítima de Pesca y autor de un impresionante Diccionario de las Artes de Pesca Nacional en cinco volúmenes, que es un magnífico resumen de la situación del sector en la España setecentista. Si la divulgación de las ideas fisiocráticas no pareció incompatible con el mercantilismo profesado por los economistas y los políticos del periodo, que ya habían puesto en práctica algunos de aquellos principios, tampoco se manifestó al principio contradicción entre una doctrina que predicaba la libertad y la implantación del orden natural en la esfera económica y las tesis defendidas por el liberalismo económico. Adam Smith fue considerado como el continuador de aquella doctrina (de la que había hecho un cálido elogio), antes de definirse, cuando se divulgaron las traducciones de Alonso Ortiz y de Carlos Martínez de Irujo, como el fundador de una nueva concepción de la economía, que presuponía el liberalismo político, con lo que la asimilación de su obra se convirtió en una de las corrientes que confluyeron en la formación de la ideología liberal española. Al margen de la elaboración teórica y de la recepción de los economistas extranjeros, algunos grandes problemas de la economía nacional suscitaron amplios debates que movilizaron a todas las fuerzas ilustradas. Entre ellos destacan por su trascendencia los debates sobre la Unica Contribución, el Libre Comercio con América y la Ley Agraria. El tema de la contribución única había sido introducido por vía de hecho con la implantación del catastro en los territorios de la Corona de Aragón, a raíz de su conquista por las tropas de Felipe V. La consolidación del nuevo sistema fiscal suscitó la admiración de algún tratadista, como Miguel Zabala, que en su Miscelánea económico-política, publicada en 1732, lo propuso como base para una reorganización racional de la hacienda pública castellana, alabando sus virtudes de simplicidad y equidad en el reparto de los gravámenes. La propuesta de Zabala fue retomada en tiempos de Fernando VI a través del proyecto de Unica Contribución patrocinado por el marqués de la Ensenada. La fase previa de información permitió levantar el Catastro, una extensa recopilación de datos sobre la población y la riqueza económica del país, pero el ingente material acumulado y el enorme esfuerzo realizado no bastaron para vencer las resistencias que el proyecto suscitaba entre los privilegiados, bien instalados en un arcaico sistema impositivo que beneficiaba sus intereses. Así, después de algunas discusiones teóricas de no mucha altura, los libros se archivaron como testimonio de la colaboración de los españoles del siglo XVIII a aquellos proyectos que suscitaban su ilusión y también del fracaso de las buenas intenciones de los gobernantes ilustrados ante la realidad de un Antiguo Régimen inconmovible en sus cimientos. El debate sobre el Libre Comercio con América es también fruto de una propuesta oficial, que hacía de las Indios y el comercio, según la conocida frase del ministro José Patiño, una de las piedras angulares de la recuperación económica de España. La nacionalización de la Carrera de Indias fue la fórmula ensayada, a través de una legislación progresivamente liberalizadora que se sucedió desde el llamado Proyecto de 1720, que mantenía el monopolio, ahora gaditano, hasta los decretos de libertad de comercio de 1765 y 1778. Prácticamente todos los economistas se pronunciaron en torno al futuro de la Carrera de Indias, desde Narciso Feliu de la Peña y Jerónimo de Uztáriz hasta los pensadores liberales de fínales de siglo, según se comprueba en la nómina levantada por Marcelo Bitar. Y las soluciones liberalizadoras se suceden desde el reinado de Felipe V, donde son claramente apuntadas por el marqués de Santa Cruz de Marcenado o por José del Campillo, hasta llegar al decreto de 1778, cuyos efectos favorables son esgrimidos por el ministro Floridablanca como uno de los grandes logros del reinado de Carlos III: "El establecimiento del comercio libre de Indias ...ha triplicado el de nuestra nación, y más que duplicado el producto de las aduanas y rentas de V. M. en unos y otros dominios". Sin embargo, siendo la agricultura una de las principales preocupaciones de un país todavía eminentemente rural, el debate más importante del siglo es el suscitado por el proyecto de Ley Agraria. Debate anticipado en la obra de muchos mercantilistas agraristas, en la obra de los introductores de la fisiocracia, en la obra de aquellos que, como Campomanes, se ocuparon del problema de las manos muertas, así como en la acción de los funcionarios que procedieron al reparto de los propios o a la colonización de Sierra Morena y de los miembros de las Sociedades Económicas de Amigos del País que redactaron memorias para mejorar el cultivo de la tierra. Sin embargo, cobra su máxima expresión cuando el gobierno de Carlos III parece comprometerse en la elaboración de una normativa coherente, que ofrezca una solución global a los problemas planteados, y comisiona a la Económica Matritense para que analice diversos proyectos e informes de cara a la propuesta de aquella legislación de carácter general. No tardaron en llegar las memorias elaboradas por intendentes (entre ellos, Olavide), corregidores, síndicos personeros y diputados del común. Finalmente, Gaspar Melchor de Jovellanos redactó en 1795 su famosísimo Informe sobre el expediente de Ley Agraria, basándose en las ideas difundidas por los mercantilistas agraristas, por la escuela fisiocrática y hasta por Adam Smith (a quien había leído en inglés), donde propugnaba la eliminación de los obstáculos que impedían el desarrollo de la agricultura española (fundamentalmente la vinculación nobiliaria, la amortización eclesiástica y la propiedad municipal de propios y baldíos) y la extensión de la propiedad privada o de los establecimientos enfitéuticos) como único mecanismo capaz de interesar al cultivador directo en el perfeccionamiento de la agricultura. El texto de Jovellanos, que representa sin duda la cima del pensamiento ilustrado en materia económica, encontró dificultades para su difusión (tropezando incluso con la incoación de un proceso inquisitorial), pero sobre todo encontró resistencias insuperables para su puesta en práctica, incluso de forma parcial, pues amenazaba, incluso dentro de su moderantismo ideológico, algunos de los presupuestos básicos en que se asentaba la sociedad del Antiguo Régimen. En definitiva, la aportación de la Ilustración al pensamiento económico español no se saldaba de forma muy brillante. Se había producido una obra considerable, aunque falta de originalidad, que se justificaba sobre todo por su afán de contribuir a la felicidad pública, por su capacidad de ilusionar a las jóvenes generaciones y por sus observaciones sobre la realidad del país, constituyendo un manantial inapreciable de información para uso de estudiosos y políticos que sería completada con algunas de las empresas eruditas de finales de siglo en ese terreno, que puede ejemplificar la ingente obra del aragonés Eugenio Larruga, secretario de la Dirección General de Fomento (creada por Godoy) y autor, a partir de la información oficial a su alcance, de unas monumentales Memorias políticas y económicas sobre los frutos, fábricas, comercio y minas de España, que dejó inconclusas, pese a publicar 45 volúmenes entre 1785 y 1800, y que representan un magno repertorio e inventario de la economía española en las postrimerías del Siglo de las Luces. Más decepcionante fue la transición de la teoría a la práctica. Si las recomendaciones de los mercantilistas fueron generalmente tenidas en cuenta a la hora de promover la industria o el comercio, por el contrario los proyectos más avanzados y ambiciosos se estrellaron contra la resistencia de las clases dominantes y contra la timidez reformista de los gobiernos, que nunca se atrevieron a adoptar ninguna medida que significase una transformación en profundidad de las estructuras tradicionales.
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Los grandes proyectos de Carlos V se van a concretar en la fecha de 1526. Tras su matrimonio en Sevilla permanecerá por espacio de cinco meses en Granada, conformándose a su alrededor una importante corte de humanistas y políticos. A partir de esta estancia se trazará un plan de amplio alcance tendente a la cristalización de la ciudad como capital imperial. Ahora bien, para entender la importancia de esta elección no podemos olvidar el papel desempeñado por la aristocracia cortesana concretada, en Granada, en la familia de los Tendilla que controlan, en última instancia, la imagen imperial. La teorización política del Imperio, que el doctor Mota expone ante las Cortes de La Coruña en 1520, tratará de instituirlo como continuación del antiguo: "...mientras las otras naciones enviaban a Roma tributos, España enviaba emperadores, y envió a Trajano, Adriano y Teodosio; igualmente, ahora vino el imperio a buscar al emperador a España, y nuestro rey de España es hecho, por la Gracia de Dios, rey de romanos y emperador del mundo". De forma similar, en la plasmación artística de los ideales del nuevo monarca se rechaza lo moderno, lo gótico, por el nuevo lenguaje cimentado en la antigüedad greco-romana. Esto justifica plenamente el abandono del proyecto de Enrique Egas para la catedral de Granada, ya que el cambio de función que convierte a ésta en capilla funeraria imperial, necesitaba de un nuevo lenguaje que recuperara las formas y símbolos de la Roma imperial, un léxico más adecuado para la idea universitaria de un Imperio, que pretendía ser continuación del romano. La catedral se conforma con una cabecera, excepcional en la arquitectura religiosa del Quinientos, compuesta por una capilla mayor con cúpula y girola concéntrica. A la rotonda añadió Silóe una basílica de cinco naves constituyéndose así una iglesia del tipo de las que se conocen por Grabkirche, de época paleocristiana, resultante de la unión por medio de un arco triunfal de una basílica con un mausoleo, martirium o iglesia conmemorativa de planta central. De éstas la única que perduró hasta el siglo XVI fue la del Santo Sepulcro de Jerusalén, que influirá de forma evidente en el proyecto granadino (E. Rosenthal). No obstante, Silóe romperá el concepto de espacio-camino típicamente medieval, intentando conjugar la necesidad de amplio espacio que le brinda el proyecto basilical con las teorías arquitectónicas del Renacimiento. Para ello construye dos cruceros situando el coro en la nave central y fraccionando, de esta forma, el espacio. El ámbito coral junto con la capilla mayor y la primera nave transversal que une la Puerta del Perdón con la de entrada a la Capilla Real constituyen el primer crucero. En el sotocoro se define el segundo con la línea visual que parte de la portada principal y el eje que une la portada de San Jerónimo con la entrada al Sagrario. Este lugar sería primado mediante una bóveda oval, construida en el siglo XVII, con diseño de José Granados de la Barrera. El programa siloesco se concluía con el sistema de pilares donde empleaba medias columnas corintias sobre un plinto y con un entablamento que duplicaba la altura del orden. Ello permitía, sin desproporción del módulo clásico, la espacialidad debida a una catedral. Por desgracia, el proyecto renacentista fue modificado en varios momentos históricos. Así, en 1702 se desmontó la cubierta oval del segundo crucero temiendo su ruina. Por otro lado, a lo largo del siglo XVII se construyeron las cubiertas siguiendo diseños de tradición gótica; en 1926 se cerraban los intersticios en torno a la capilla mayor para situar allí el coro, lo que dejaba la nave central libre. Todo ello eliminaba las significaciones centrípetas del proyecto siloesco y permitía una falsa lectura gótica del conjunto, otorgando la historiografía a Diego de Silóe una serie de connotaciones negativas que lo situaban como decorador que ocultaba con el sistema de soportes un proyecto anterior. Por suerte los últimos trabajos, sobre todo los de Rosenthal, han permitido valorar las ideas arquitectónicas de Silóe en su justa medida, y la apertura en 1991 de los arcos de la capilla mayor demuestra la concepción unitaria del diseño original y su perfecto funcionamiento ritual. El diseño exterior constituía un programa unitario resultado de la idea de conmemoración, teniendo una fuerte importancia como modelo perpetuado no sólo en la ciudad, sino en el área geográfica del entorno. En él se nos muestra Silóe en pleno dominio del repertorio decorativo del Renacimiento, capaz de generalizar un lenguaje donde la trascendencia se expresa a través del prestigio de lo antiguo. Cuatro de las portadas de la catedral se completaron antes de su muerte: la del Ecce Homo, la de la Sacristía y los cuerpos bajos de las del Perdón y San Jerónimo. De las mismas destacamos la del Perdón por constituirse, como ya señalamos, en la entrada al crucero principal y, por tanto, conformarse como el exterior, también, de la Capilla Real. El cuerpo inferior constituye la obra maestra de diseño monumental del primer Renacimiento. Responde a un arco de triunfo enmarcado por columnas pareadas sobre pedestales, con dos niveles de hornacinas en los intercolumnios. Al esquema arquitectónico se le une un rico programa alegórico de virtudes y heráldica referidos tanto a los enterramientos de la Capilla Real como a los previstos en la Capilla Mayor de la catedral. La fachada principal propuesta por Silóe, que no se llegó a realizar, respondía a un sistema fundamentado en el empleo del arco de triunfo flanqueado por dos torres gemelas. Este proyecto sería sustituido en el siglo XVII por el de Alonso Cano existente en la actualidad. En definitiva, esta construcción conjuga en su diseño las necesidades de panteón imperial y de gran catedral de la capital del último reino musulmán en la Península. Sus significaciones no se consiguieron con un proyecto goticista similar a las últimas catedrales medievales o incluso modernas, como la de Segovia, sino recurriendo a un léxico renacentista que tuvo plasmación espacial monumental en Granada, creándose un modelo válido para el resto de catedrales andaluzas (Guadix, Málaga, Jaén) y de Hispanoamérica (México, Puebla, Lima).
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El giro del sindicalismo norteamericano, la misma trayectoria del líder negro Booker T. Washington, eran reveladores: expresaban la confianza última que la mayoría del país tenía, pese a lo dicho, en el sistema político norteamericano. Los Presidentes del país entre 1877 y 1900 -los republicanos Rutherford B. Hayes, James A. Garfield, asesinado en 1881, Chester A. Arthur, Benjamin Harrison y William McKinley, y el demócrata Grover Cleveland que gobernó en dos mandatos, 1885-89 y 1893-97, fueron, como se indicó, presidentes anodinos y débiles que apenas si dejaron obra legislativa alguna. Arthur pasó en 1883 una ley que inició el proceso hacia la creación de un servicio profesional e independiente de funcionarios de la Administración, para acabar con los criterios arbitrarios de clientelismo y patronazgo que habían prevalecido hasta entonces. Bajo la presidencia de Cleveland se aprobó en 1887 una ley del Comercio Interestatal que trataba de someter a las compañías ferroviarias al control del gobierno. En 1890, durante el mandato de Harrison, el Congreso aprobó una ley Anti-trust, contra los grandes monopolios que fue, sin embargo, letra muerta. Y poco más se hizo. La corrupción política era endémica. Poderosos jefes políticos, "bosses", que disponían de miles de votos merced al enchufismo y al patronazgo, controlaban las maquinarias de los partidos, designaban los candidatos locales e influían en la nominación de los aspirantes a la Presidencia: garantizaban la elección a cambio de concesiones de contratos (por lo general, obras públicas y servicios municipales). Richard Croker controló así el Partido Demócrata en Nueva York entre 1886 y 1902, y Charles E. Murphy, entre ese año y 1924. Thomas Collier Platt era a fin de siglo el gran "boss" del partido republicano del mismo Estado. El recuento de votos en las elecciones de 1876 en los estados del Sur fue tan irregular que al Presidente electo, Hayes, se le conoció como "Su Fraudulencia". Las posibilidades presidenciales de James G. Blaine, candidato republicano en 1884 y hombre de extraordinaria popularidad política, quedaron muy deterioradas al verse envuelto en varios escándalos financieros. Las diferencias entre los dos grandes partidos nacionales, Demócrata y Republicano, eran ante todo o de carácter étnico y religioso o derivadas de la guerra civil. El Partido Republicano era tradicionalmente el partido de los protestantes y del Norte; el Demócrata, el partido del Sur y de la población inmigrante de las grandes ciudades del Norte. Pero no había entre ellos sustanciales diferencias ideológicas o de clase (aunque podía haberlas sobre temas concretos, como los aranceles). Ninguno de los partidos creía en un poder presidencial fuerte. La población con derecho a voto era porcentualmente baja; la participación electoral, limitada. Cleveland fue elegido en 1892 con 5,5 millones de votos; su rival, Harrison, obtuvo en torno a los 5,1 millones; la población del país en ese año se acercaba a los 63 millones. Hubo, claro está, algún movimiento que amenazó romper el sistema. En 1891, se creó el Partido del Pueblo o Populista, un partido agrarista surgido como reacción tras la fuerte depresión -caída de precios y de la demanda, sequía, aumento del valor de las hipotecas y las rentas, falta de créditos- que desde mediados de la década de 1880 afectó a muchos estados del Sur y del Oeste. El Partido Populista elaboró al hilo de una retórica a menudo xenofóbica y antiliberal un amplio programa de reformas económicas, sociales y políticas que incluía reivindicaciones como la libre acuñación de moneda de plata (pues se atribuía la caída de los precios agrarios a la adopción del patrón-oro en 1873), como la aprobación de un impuesto gradual sobre la renta, la introducción del referéndum y la elección directa del Senado, y como la nacionalización de los ferrocarriles y la creación de bancos de crédito rural. El candidato populista a la presidencia, el general retirado James B. Weaver, obtuvo en 1892 más de 1 millón de votos. Pero en las elecciones de 1896, los populistas decidieron apoyar al candidato demócrata William Jennings Bryan y el agrarismo desapareció en la primera década del nuevo siglo a medida que se recuperaron los precios agrarios. La estabilidad de la democracia norteamericana se debió fundamentalmente al prestigio histórico de la Constitución y de instituciones como el Tribunal Supremo, al pluralismo esencial de la sociedad norteamericana -que era, en efecto, un verdadero crisol de inmigrantes-, a la formidable prosperidad económica del país, a las posibilidades de movilidad social que éste ofrecía y, como enseguida se verá, al dinamismo de la sociedad civil para asumir e impulsar reformas de carácter ético y social. Significativamente, en 1893, el historiador Frederick Jackson Turner expuso su "tesis de la frontera", la primera gran teoría sobre la originalidad de Estados Unidos en la historia, tesis, además, fijada en vibrantes imágenes por los pintores E. Remington y Charles Russell, difundida por una literatura muy popular como las novelas de Zane Grey (y luego por el cine) y encarnada en mitos románticos y duraderos (como Custer, Jesse James, Buffalo Bill, Billy el Niño y otros). La tesis de Turner era que la frontera, la expansión al Oeste, había hecho de Estados Unidos una comunidad democrática, una sociedad abierta, cuyo rasgo distintivo era la oportunidad del individuo para prosperar y cuyos ideales básicos eran la justicia y la libertad. La tesis tuvo un éxito excepcional: la conciencia colectiva de los norteamericanos, la visión que tenían de su historia y de su realidad, era, por tanto, una conciencia profundamente democrática. Y en efecto, pese a todas las contradicciones del país -progreso y pobreza, discriminación racial, "trusts" y monopolios, corrupción política-, iría cristalizando desde fines del siglo XIX un clima socialmente mayoritario en favor de la adopción de todo tipo de reformas progresivas en defensa de los derechos de trabajadores, mujeres y negros y de las libertades civiles y constitucionales, y favorable también a la limitación y control del poder de las grandes empresas y a transformar en profundidad la vida social y política. Ello se reflejó en las elecciones de 1896. Ganó el candidato republicano, William McKinley, que logró 7,2 millones de votos, el 50,9 por 100 de los votos emitidos. Pero lo revelador fue que el candidato demócrata, William J. Bryan, lograra 6,3 millones de votos y el 46,8 por 100 de los votos emitidos. Porque Bryan, hombre de oratoria y carisma personal formidables, de ideas radicales en materias económicas y sociales y de profundo sentido ético ante las cosas (era presbiteriano ortodoxo) había basado su campaña, intensísima y apasionada, en la denuncia de la corrupción política y de los grandes grupos financieros: logró hacer así de la idea de reforma de la sociedad norteamericana una causa nacional (que él mismo se encargó de mantener viva en las elecciones de 1900 y 1908 en que volvió a ser candidato). Estados Unidos vivió entre 1900 y 1920 una verdadera "era progresiva", especialmente bajo las presidencias del republicano Theodore Roosevelt (1901-1909) y del demócrata Woodrow Wilson (1913-20), en la que a impulsos de un amplio movimiento social reformista se iría estableciendo, como iremos viendo, un amplio cuerpo legislativo e institucional que, de una parte, se dirigió contra los abusos del desarrollo económico y contra la corrupción política y de otra, quiso regular de forma ordenada la vida social, tanto las relaciones laborales como sobre todo la vida urbana y sus problemas (higiene colectiva, seguridad ciudadana, viviendas, criminalidad, educación). Dos fueron los motores del progresismo norteamericano: el periodismo y el humanitarismo social. En efecto, el periodismo de investigación de periódicos como Mc Clure´s, Cosmopolitan, Everybody´s, Arena o Hampton's (y de periodistas como Lincoln Steffens, Ida Tarbell, Ray Stannard Baker y otros) llevó a cabo una formidable labor de denuncia de los males de la sociedad americana que despertó la conciencia de la sociedad. Steffens, por ejemplo, reveló en Mc Clure´s las vinculaciones que existían entre la policía y el crimen organizado en Minneapolis, con la complacencia del alcalde. Ida M. Tarbell denunció los procedimientos ilegales, si no criminales, que la Standard Oil había seguido para acabar con todos sus competidores, reportaje que desencadenó investigaciones y libros sobre muchas otras empresas. Las denuncias de algún semanario sobre la falsedad en la publicidad de determinadas medicinas, las investigaciones de técnicos del Departamento de Agricultura sobre el uso de adulterantes y conservantes en alimentos enlatados y la publicación (1906) de la novela La jungla de Sinclair sobre los mataderos y las industrias cárnicas de Chicago, harían que el Presidente Roosevelt y el Congreso aprobasen legislación específica sobre control e inspección de alimentos y medicinas. Las actividades e iniciativas de carácter humanitario fueron igualmente decisivas. Por iniciativa de Jane Addams (1860-1935), se abrió en Chicago en 1889 la Hull House, un centro comunitario para inmigrantes y trabajadores que pronto se convirtió en una institución social que, además de funcionar como círculo recreativo, jardín de infancia y escuela de artes y oficios para los trabajadores y sus familias, se ocupó de todo tipo de cuestiones sociales (regulación del trabajo de mujeres y niños, pensiones, inspección sanitaria, escuelas para obreros y similares). Pronto se crearon instituciones similares en muchas ciudades. Por iniciativa de la de Nueva York, por ejemplo, el Gobierno Federal creó una Secretaría de Menores para promover medidas como el examen médico y la distribución gratuita de leche para los niños en las escuelas públicas, o la creación de jardines de infancia y de clínicas especializadas en enfermedades infantiles, medidas y centros que para 1914 habían sido ya adoptados en muchas ciudades. La aparición del libro del inmigrante danés Jacob Riis, Cómo vive la otra mitad (1890), que ponía de manifiesto el horror de las viviendas obreras de ciertos barrios de Nueva York, hizo que ese Estado aprobase en 1901 una ley que establecía las condiciones mínimas de habitabilidad que debían reunir las nuevas viviendas para que su construcción fuese autorizada. Hacia 1910, casi todas las grandes ciudades habían reformado, mejorándola, su legislación al respecto. En 1899, Jane Addams persuadió a las autoridades de Illinois para que creasen un Tribunal de Menores; el ejemplo fue imitado en todo el país. A su esfuerzo se debió también la apertura del primer campamento de verano para niños; y como consecuencia del eco que tuvo su libro El espíritu de la juventud y las calles de la ciudad, numerosísimas ciudades reservaron espacios verdes y parques como áreas de recreo y juego. Distintos Estados procedieron a reformar en profundidad el régimen de prisiones, uno de los ámbitos de acción preferente del movimiento reformista. En varios, fue abolida la pena de muerte; en casi todos, fueron tomándose gradualmente medidas como la creación de reformatorios para niños, el principio de libertad bajo fianza o la aplicación de sistemas de redención de penas por el trabajo. Con el crecimiento de las ventas y consumo de bebidas alcohólicas, resultado del desarrollo de las ciudades y de la población, el "prohibicionismo" cobró nueva actividad, en especial por la acción de la Unión Femenina para la Templanza Cristiana -creada en 1874 por Frances Willard-, de la Liga Anti-bares, fundada en 1895, y de la Iglesia Metodista. En 1915, casi las dos terceras partes de los Estados habían aprobado "leyes secas" y en enero de 1919, la disposición se extendió a todo el país al ser aprobada por el Congreso como la 18.a enmienda de la Constitución. Como ya ha quedado dicho, los movimientos en defensa de la igualdad civil de los negros no lograron sus objetivos. Los movimientos en defensa de la igualdad de derechos de la mujer tuvieron en cambio algún éxito. De hecho, la situación legal, educativa y laboral de la mujer en Estados Unidos era, desde la primera mitad del siglo XIX, por todos los conceptos muy superior a la de la mujer europea. Los movimientos feministas comenzaron muy pronto: la primera declaración de resonancia nacional en demanda de la plena igualdad de derechos, la declaración de Seneca Falls, tuvo lugar en 1848. Las mujeres tuvieron un papel decisivo en la expansión hacia el Oeste y en la colonización de aquellas tierras. Ello se reflejó en la legislación de muchos de los nuevos estados. Wyoming, por ejemplo, aprobó el voto de las mujeres en 1869. Millones de mujeres, luego, en los años de la industrialización y del desarrollo urbano, se incorporaron tanto al trabajo en factorías y plantas industriales como a los nuevos sectores de servicios: la enseñanza primaria y secundaria pública estaba altamente feminizada antes de acabar el siglo. Susan B. Anthony fundó en 1868 The Revolutionist, un periódico de combate que denunció la explotación laboral de las mujeres. Desde la década de 1870, dos organizaciones, la Asociación Nacional por el Sufragio Femenino (que tuvo en Carrie Chapman Catt su líder más conocida) y la Asociación Americana por el Sufragio de la Mujer (dirigida por Lucy Stone), llevaron a cabo continuas campañas en favor del voto femenino. Las mujeres fueron gradualmente obteniendo en una mayoría de estados reformas legales que les eran favorables y medidas de tipo asistencial específicas a su condición: las leyes de divorcio y las ayudas por maternidad fueron los casos más extendidos. Once estados habían introducido el sufragio femenino antes de 1914. En 1917, lo hizo Nueva York. Jeanette Rankin fue elegida para el Congreso en el estado de Montana en 1916. En 1920 -tras 52 años de esfuerzos, 56 plebiscitos estatales y 480 campañas legislativas, como dijo Carrie Ch. Catt- el Congreso extendió el voto femenino a todo el país como la 19a enmienda constitucional. Antes, en 1916, se había abierto en Nueva York, por iniciativa de la enfermera Margaret Sanger, la primera clínica especializada en el control de la natalidad. Esos movimientos de protesta y reforma moral de la sociedad, tan distintos de los ideologizados movimientos políticos europeos, terminaron por impregnar de alguna forma la vida política. Ello pudo apreciarse ya en la presidencia de McKinley, elegido, como vimos, en 1896, reelegido en 1900 y asesinado por un anarquista en septiembre de 1901. Pero fue su sucesor, el vicepresidente Theodore Roosevelt (1858-1919) -presidente en funciones de 1901 a 1904 y por derecho propio, tras ser elegido en 1904 entre este año y 1908- quien asumió la bandera del progresismo y de la reforma. No, por razones ideológicas. Neoyorkino de vitalidad inagotable, gran amante de la naturaleza, culto, educado en Harvard, militarista (fue teniente coronel del regimiento de caballería que había luchado en Cuba en 1898), nacionalista apasionado, Roosevelt era un republicano conservador y pragmático, que incluso detestaba a los reformistas y en especial, a Bryan y a los periodistas radicales a los que llamó despectivamente "muck-rakers", escarbadores. Pero su ambición, su sensibilidad para entender a la opinión y su capacidad para percibir que el país exigía un liderazgo fuerte, le llevaron a transformar el papel de la Presidencia en lo que desde Lincoln no era: la institución rectora del país al servicio de los intereses generales de la nación. Ya en 1902 medió a favor de los trabajadores en la gran huelga de la minería del carbón antes mencionada. En 1903, creó el Ministerio de Comercio y Trabajo para dar a los trabajadores lo que definió como "un trato justo" (a square deal), esto es, para impulsar la legislación laboral. Creó también ese año una Secretaría de Estado de Corporaciones, encargada de investigar las actividades de los grandes consorcios monopolistas del país. En 1903, se aprobó la Ley Elkins, ampliada en 1906 por la Ley Hepburn, por las que en adelante sería el Gobierno Federal, y no las compañías, quien fijase las tarifas ferroviarias, así como los precios de coches-camas, terminales de almacenaje, "ferrys" y otros medios de transporte. La afirmación del poder presidencial se reforzó cuando Roosevelt autorizó al ministerio-fiscal que interviniera en el caso de la lucha financiera entre los magnates ferroviarios Edward H. Harriman y James J. Jill por el control de la compañía Northern Pacific: la sentencia del Tribunal Supremo (14 de marzo de 1904) anulando la adquisición del ferrocarril por el grupo Harriman como una violación de la ley de monopolios fue considerada como una gran victoria popular. Más aún, en 1906, Roosevelt, impresionado por la novela ya citada de Upton Sinclair, logró, como se indicó, que el Congreso aprobara una ley que establecía el control e inspección de alimentos y medicinas. Apasionado de los grandes paisajes, de la caza y del Oeste -del que había escrito una gran historia-, reunió en la Casa Blanca, el 13 de mayo de 1908 una gran conferencia nacional sobre la conservación de los recursos naturales del país, tras añadir 150 millones de acres a la reserva nacional forestal ya existente y crear otra de 85 millones en Alaska. Como resultado de la conferencia, Roosevelt creó en junio de 1908 una Comisión Nacional de Conservación, bajo la dirección de Gifford Pinchot: de ella nació un ambicioso programa de creación de parques nacionales, reservas de caza y refugio de aves vinculado, además, a la construcción de pantanos y sistemas de irrigación, que iría realizándose de forma sistemática y continuada. Bajo su sucesor, el también republicano William H. Taft, pareció que el impulso reformista continuaba. Por ejemplo, la nueva administración inició más de 90 procesos por violación de las leyes antimonopolistas, número superior a los promovidos por Roosevelt. La ley Mann-Elkins de junio de 1910 dio al gobierno federal el poder de fijar las tarifas telefónicas y telegráficas. Pero por un lado, la falta de dinamismo personal de Taft y por otro, la interpretación conservadora que se dio a lo que en apariencia era una sentencia sensacional del Tribunal Supremo -nada menos que la disolución de la Standard Oil y de la American Tobacco ordenadas el 1 de mayo de 1911-, interpretación que decía que el gobierno no suprimiría "todas" las iniciativas monopolistas sino sólo las que pusieran límites "razonables" a la libertad de comercio, hicieron que gradualmente la opinión pública creyera que la administración Taft había dado por terminada la era progresista. Ello provocó la rebelión del sector más reformista del partido republicano, encabezada por el gobernador de Wisconsin, Robert La Follete, que en 1911 creó una Liga Nacional Republicano-progresista. Cuando, en junio, Taft anunció que se presentaría a la reelección, los progresistas se separaron del partido y nombraron al propio Roosevelt candidato a la presidencia. El resultado de las elecciones fue revelador: el candidato demócrata, Woodrow Wilson, logró 6.296.547 votos; Roosevelt, 4.118.571 y Taft, 3.486.720 (hasta Eugene V. Debs, el candidato del Partido Socialista, un partido obrero con alguna base en Nueva York creado en 1899, logró un gran resultado: casi 900.000 votos, el 6 por 100 del total). La opinión pública manifestó, por lo tanto, su apoyo a la línea reformista iniciada por Roosevelt. Así lo había entendido el candidato demócrata Woodrow Wilson (1856-1924), un hombre del sur, graduado en Princeton, presbiteriano, profesor de Historia y Ciencia Política en distintas universidades -entre ellas, la propia Princeton, de la que fue elegido Presidente en 1902-, gobernador de New Jersey desde 1910 y un político impregnado de un fuerte sentido mesiánico acerca de su destino y del de su nación. Wilson concebía la Presidencia como un liderazgo moral e idealizante del país. Su programa electoral había prometido una "nueva libertad" y, en efecto, una vez en la presidencia, desarrolló una amplia labor legislativa orientada a reforzar los fundamentos democráticos de la tradición política norteamericana. El 31 de mayo de 1913 entró en vigor una enmienda constitucional que establecía la elección directa de los senadores, hasta entonces, designados por los estados. El 3 de Octubre, Wilson impuso una drástica reducción arancelaria. En diciembre, creó el Banco de la Reserva Federal -el banco central-, dentro de una reforma de todo el sistema bancario que tendía a garantizar su estabilidad y a reforzar los resortes del gobierno federal en la política monetaria. Una ley de 26 de septiembre de 1914, reforzó la legislación de control para regular las prácticas comerciales de monopolios y grandes corporaciones. Por la ley Clayton contra los "trusts" (15 de Octubre de 1914) se reconoció el derecho de los sindicatos a la negociación colectiva y a la huelga. En julio de 1916, Wilson logró la creación de bancos de crédito rural, la vieja reivindicación del populismo agrario de fines del XIX. El 1 de septiembre, el Congreso prohibió el trabajo de los niños. Dos días después, por la ley Adamson, se estableció la jornada de 8 horas en los ferrocarriles interestatales. Pero es que, además, el movimiento progresista había sido aún más eficaz en el ámbito de las administraciones locales y estatales. Entre 1900 y 1920, se contabilizaron un total cercano a las 900 enmiendas y reformas de las constituciones de los distintos Estados, que supusieron que los más de ellos introdujeron innovaciones tan significativas como el sistema de elecciones primarias directas -ideadas en 1903 por La Follete, el gobernador de Wisconsin, principal exponente del progresismo político norteamericano-, la adopción del referéndum y del voto secreto y de procedimientos para el procesamiento de cargos públicos (y aún de los jueces) en caso de fraude o ilegalidad en el ejercicio de sus funciones. Muchos alcaldes combatieron la corrupción, sanearon la administración municipal y mejoraron sensiblemente los servicios. Un grupo de gobernadores -como La Follete en Wisconsin, Charles E. Hughes en Nueva York, Hiram Johnson en California, Woodrow Wilson en New Jersey y otros- llevó a sus Estados legislación sobre control de empresas, servicios públicos, hospitales, contaminación industrial, reservas naturales y escuelas aún más progresiva y democrática que la implantada por el Gobierno federal. La era progresista no puso fin a los problemas de la sociedad americana. Que la primera gran película de la historia del cine -y primera e indiscutible obra maestra del nuevo arte- El nacimiento de una nación (1915), de D. W. Griffith, fuera explícitamente racista, revelaba el grado de cristalización que el racismo blanco tenía en el país, y no sólo entre la elite sureña, sino también y sobre todo, entre los agricultores de los estados del Oeste medio y entre los trabajadores inmigrantes y autóctonos del Norte. Ya quedó dicho que el Ku Klux Klan reapareció hacia 1915 y que tuvo una actividad particularmente intensa en la década de 1920. El "prohibicionismo" tuvo consecuencias muy negativas. La venta clandestina de licor se convirtió, a lo largo de esa década, en el gran negocio del "gansterismo" y del crimen organizado. La lucha contra esa forma de criminalidad -que llevada a la literatura por novelistas como Dashiell Hammett, Ellery Queen, S. S. Van Dine y Raymond Chandler y luego al cine, constituyó la segunda gran épica del país- reveló la extensión que la corrupción (policial y municipal, principalmente) aún tenía. El fraude político no había desaparecido. El control de elecciones por métodos ilegales continuó. Thomas J. Pendergast (Kansas City), Edward H. Crump (Memphis), James Michael Curley (Boston) y Frank Hague (Jersey City), por citar sólo cuatro nombres, fueron grandes "bosses" políticos de los años veinte y treinta y, como los de los años anteriores, controlaban las elecciones de sus ciudades o estados por lo general mediante grandes redes clientelares de sobornos y corrupción. Pero, con todo, la política y la vida colectiva habían cambiado sustancialmente en unos pocos años. Roosevelt y Wilson devolvieron a la Presidencia aquella dimensión verdaderamente nacional que había tenido con Washington, Jefferson, Hamilton, Jackson y Lincoln. Con ello, la democracia había avanzado considerablemente. Se había recuperado al menos la que era probablemente una de las piezas angulares del sistema norteamericano: la idea de que la Presidencia, abierta a cualquier individuo por ser elegida por el pueblo, era la encarnación de la voluntad general.
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Otro semillero de estudios útiles fueron las expediciones científicas emprendidas por los Consulados y las Sociedades de Amigos del País. Las primeras, formaron a numerosos criollos en Botánica, Zoología, Astronomía, Física, etc. Surgieron por iniciativa de la Academia francesa, empeñada en medir el grado del ecuador terrestre en Quito. Solicitó permiso a Felipe V para enviar a allí a La Condamine, Bouger, Godin y otros, y el monarca accedió con la condición de que les acompañaran unos jóvenes marinos españoles: Jorge Juan y Antonio de Ulloa. La expedición (1735-42) cumplió su objetivo y los marinos prolongaron su estancia en América para cumplir el mandato de Ensenada de averiguar la situación sociopolítica y económica del virreinato del Perú, que expusieron luego en varias obras y especialmente en las "Noticias Secretas". Animada por los resultados obtenidos, la Corona envió luego a la Patagonia al jesuita José Quiroga (1745-46) para levantar planos de sus costas (existía el peligro de ocupación inglesa). Fernando VI mandó dos expediciones a las fronteras de Hispanoamérica con Brasil, que fueron las de Valdelirios al Paraguay (1753-56) e Iturriaga al Orinoco (1754-61), así como otra a la Guayana para estudiar su posible desarrollo económico. Esta última fue dirigida por un discípulo de Linneo llamado Pedro Loéfling, autor de una importante catalogación botánica. Cada una de ellas iba con un nutrido grupo de cosmógrafos, astrónomos, dibujantes, botánicos, cirujanos, marinos y militares y hasta religiosos, que hicieron escuela. Con Carlos III las expediciones alcanzaron su pleno desarrollo. Este monarca decidió utilizar la ciencia para los propósitos políticos y económicos de la Corona, mandando unas 40 de ellas a América. Las más importantes fueron las 20 siguientes: D´Auteroche (1768-70) a California, Pando (1768-69) a Patagonia, Gil de Lemos (1768-69) a las Malvinas, Francisco Machado (1768-69) a Chiloé, González, Lángara y Hervé (1770) a la isla de Pascua, Bonaechea (1772-73) a Tahití, Pérez (1774) al Noroeste, Heceta y Bodega (1775) al Noroeste, Dombey-Ruiz Pavón (1777-87) al Perú, Piedra (1778-79) a Patagonia, Arteaga-Bodega (1779) al Noroeste, Viedma (1780-84) a Patagonia, Varela-Alvear-Azara-Aguirre (1782-800) al Uruguay y Paraguay, Mutis (1783-810) al Nuevo Reino de Granada, Córdoba (1785-86) a Magallanes, Cuéllar (1785-98) a Filipinas, Moraleda (1786-87) a la costa sur chilena, Sessé-Mociño (1787-97) a México, Córdoba (1788-89) a Magallanes, y Martínez-Haro (1788-89) al Noroeste. Cuatro de éstas buscaron la reestructuración de los recursos productivos y el resto, se enviaron a fronteras amenazadas por potenciales enemigos ingleses, rusos y portugueses, donde se pretendía asentar colonias españolas que utilizaran sus riquezas. De su trabajo quedaron infinitas observaciones científicas en Botánica, Mineralogía, Zoología, Astronomía, Geografía, Hidrografía, Etnología, Ictología, Farmacopea, Vulcanismo, Medicina y Comercio. Durante el reinado de Carlos IV fue apagándose este interés. Pese a todo, se realizaron una treintena de expediciones, entre las que sobresalieron las de Mazarredo a las Antillas (1792), Joaquín Fidalgo a Tierra Firme (1792-1805), Ciriaco de Cevallos al seno mexicano (1801), Vernazi y Cortázar a Filipinas (1801-2), los hermanos Heuland a Perú y Chile (1795-1800), y Bodega y Caamaño a la costa norte de Nueva España (1792). Humboldt quedó asombrado del esfuerzo realizado por la Corona, superior al de ninguna otra del mundo, y anotó que las tres expediciones botánicas a México, Nueva Granada y Perú habían costado más de 400.000 pesos. Junto con las expediciones figuraron otros dos focos de renovación científica que proyectaron estudios sobre las colonias. Fueron los Consulados y las Sociedades de Amigos del País. Los primeros, promovieron estudios para el fomento de la agricultura y el comercio (añil, café, algodón, nuevos cultivos), algunos de los cuales se propusieron sin éxito a las autoridades españolas. En un sentido parecido funcionaron las Sociedades de Amigos del País. La primera de ellas se fundó en Mompox (Nuevo Reino de Granada) en 1784. La siguieron las de Santiago de Cuba y Lima (1787), Quito (1791), La Habana (1793), Guatemala (1795) y Bogotá (1801).
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La renovada confianza en la razón y la ofensiva modernizadora para superar el atraso del país fueron palancas excepcionales para dinamizar el anquilosado cuerpo de la ciencia española. Puede decirse incluso que el primer impulso para la Ilustración española provino del campo de la ciencia, del grupo de los novatores, que tratan de introducir en España los hallazgos de la revolución científica europea. Del mismo modo, la primera ilustración contó con un elenco de hombres de ciencia de primera fila, que cultivaron especialmente la astronomía y las matemáticas de un lado (Tosca, Corachán, Cerdá) y de otro la medicina, rama en la que descollaron Andrés Piquer y los médicos catalanes (Casal, Virgili, Gimbernat, Salvá, Santpons), cuya actividad cubre prácticamente todo el siglo. A mediados de la centuria, el acontecimiento científico más trascendental para el futuro de la ciencia española fue la incorporación del alicantino Jorge Juan y del sevillano Antonio de Ulloa a la expedición del francés La Condamine, destinada a determinar la longitud de un grado de meridiano en el Ecuador, al sur de Quito. Ambos científicos, que se habían formado en la Escuela de Guardiamarinas de Cádiz, resumieron los resultados de sus experiencias en diversas obras: las Observaciones astronómicas y físicas hechas en los reinos del Perú (donde se utiliza el análisis infinitesimal y se exponen las conclusiones obtenidas sobre la figura de la Tierra y sobre otros diversos fenómenos, a lo largo de nueve volúmenes), la Relación histórica del viaje a la América meridional (que contiene información variada sobre los territorios visitados y sobre su economía y sobre sus habitantes y sus costumbres), la Disertación sobre el meridiano de demarcación entre los dominios de España y Portugal (que ofrecía la base científica para resolver una delicada cuestión diplomática) y las Noticias secretas de América, un informe de carácter reservado entregado al gobierno, que daba cuenta de las apreciaciones realizadas sobre temas de defensa, economía, situación de la población indígena y otras materias y que ha sido considerado como el gran ensayo español de sociología americana. Las secuelas de la expedición aún habían de prolongarse con el proyecto de aplicar los conocimientos geodésicos adquiridos a la confección de un mapa de España, con la publicación, en 1772, de las Noticias americanas, que revelan parte del informe secreto y ofrecen más información de carácter geográfico y económico, y en 1773 de una segunda edición de las Observaciones, que venía acompañada de un Estado de la astronomía en Europa, donde Jorge Juan declaraba abiertamente su copernicanismo frente a las presiones en sentido contrario de los círculos eclesiásticos y que sería utilizado como texto en el Seminario de Nobles. Jorge Juan siguió a lo largo de toda su vida desempeñando misiones científicas oficiales, viajando incesantemente (por Inglaterra como verdadero espía industrial, por las costas del estrecho de Gibraltar para realizar experimentos náuticos), desde su domicilio habitual de Cádiz primero y de Madrid después. En la ciudad gaditana, donde estuvo destinado como capitán de la Compañía de Guardiamarinas, mantuvo una tertulia, la Asamblea Literaria Amistosa, que reunía al médico Pedro Virgili, al geógrafo Vicente Tofiño de San Miguel y al francés Louis Godin, director del Observatorio Astronómico, y que quizás formulara el proyecto fallido de crear una Real Academia de Ciencias con sede en Madrid. Así como Jorge Juan es sin duda la figura más representativa de la astronomía española del siglo XVIII, su compañero de expedición, Antonio de Ulloa, prefirió las observaciones de historia natural (debiéndose a su pluma las que contienen las obras firmadas por ambos autores), lo que le valió el encargo de constituir por orden de Fernando VI un Gabinete de Historia Natural. Heredera en parte de la experiencia anterior es la obra matemática de hombres como Benito Bails, que introduce en la enseñanza de los centros militares el cálculo infinitesimal y la geometría analítica a través de sus Elementos de Matemáticas (1772), o como José Chaix, autor de unas Instituciones de cálculo diferencial e integral, de las que sólo llegó a publicar la primera parte. En el terreno de la astronomía tiene el mismo sentido la obra de Agustín de Pedrayes, autor de un Nuevo y universal método de cuadraturas determinadas (1777) y asistente a las reuniones de París con el objeto de establecer el sistema métrico decimal en unión de Gabriel Ciscar, quien reimprimiría en Madrid en 1793 una de las últimas obras de Jorge Juan bajo el título de Examen marítimo teórico práctico aumentado y corregido. Si los avances matemáticos del siglo se hallan vinculados en buena parte a los centros militares de enseñanza, los progresos de la química dependieron también en cierta medida de las necesidades de la artillería, como demuestra la actividad en el Colegio de Segovia del ya citado Louis Proust y de su discípulo José Munárriz, traductor de Lavoisier e impulsor de diversos experimentos afortunados, como el que condujo a la purificación del cristal de tártaro. En el mismo campo es necesario repetir la referencia a la labor desarrollada en la Sociedad Bascongada de Amigos del País por algunos de sus investigadores, como Juan José Delhuyar, el descubridor del wolframio, o como su hermano Fausto, cuya obra se desarrollaría en el seno del Seminario de Minería de México, donde contó con la valiosa colaboración del madrileño Andrés Manuel del Río, estudiante en los Reales Estudios de San Isidro y en la Real Academia de Minas de Almadén (fundada en 1777), que se distinguiría no sólo por sus aportaciones a la química, como descubridor del vanadio, sino también por su contribución a la geología con sus Elementos de Orictognosia, publicados en 1808. Algunas otras instituciones se preocuparon asimismo del cultivo de la química, como la Junta de Comercio de Barcelona, que lo hizo con fines inmediatamente utilitarios, aunque sus investigaciones no alcanzaran resultados sobresalientes, pese a los trabajos de Juan Pablo Canals sobre las sustancias tintóreas y en particular sobre la grana, que le valdrían el pomposo título nobiliario de marqués de la Vall-Roja. El siglo XVIII es para España sobre todo el siglo de la botánica, que alcanza ahora su verdadera edad de oro. Cuando en 1751 llega a Madrid el naturalista Pehr Löfling, traba contacto con un selecto grupo de botánicos que incluía a Cristóbal Vélez, José Minuart, José Ortega y José Quer, seguidor todavía del sistema de Tournefort y fundador del primer Jardín Botánico de Madrid que inició la publicación de la Flora española, obra extendida entre 1762 y 1784. Vinculado al círculo madrileño estará pronto otro de los más famosos médicos catalanes de la época, Miguel Barnades, llamado a la Corte para cuidar de la salud de Carlos III, que compondrá una extensa e importantísima obra botánica (de la que publicará sólo unos Principios de Botánica, considerados como la primera obra de este género en España) y ejercerá su influjo sobre eminentes colegas, como José Celestino Mutis, su discípulo más directo. Casimiro Gómez Ortega, que era sobrino de José Ortega y sucedería a Miguel Barnades en su cátedra, había completado en Italia una sólida formación que, junto al amparo oficial de que siempre disfrutó, le llevaría a la dirección del Jardín Botánico y a desarrollar una intensa labor de divulgación ejercida como contertulio de la fonda de San Sebastián, como difusor de las ideas de Duhamel de Monceau, como autor de varias obras originales (entre las que destacan sus Tablas botánicas y su Curso Elemental de Botánica), como continuador de la publicación de la Flora española de Quer y como traductor de la obra de Linneo, cuyo sistema impondría definitivamente entre los naturalistas españoles. Su sucesor al frente del Jardín Botánico de Madrid sería el valenciano Antonio José Cavanilles, amigo de Gregorio y Juan Antonio Mayans, Francisco Pérez Bayer y Juan Bautista Muñoz, que, tras enseñar filosofía en el Seminario de San Fulgencio de Murcia, había completado su formación en París, adonde había acompañado como preceptor a los hijos del duque del Infantado y donde residiría hasta la Revolución, antes de regresar a España e instalarse en Madrid, donde publicaría, además de sus ya citadas Observaciones sobre la historia natural valenciana, otras obras de botánica, fundamentalmente sus Materiales para la Historia de la Botánica y los seis volúmenes de sus Icones et descriptiones plantarum. La historia del naturalismo español no estaría completa si se omitiese una obligada referencia a las expediciones científicas patrocinadas por la Monarquía española a lo largo del siglo XVIII. Algunas de estas expediciones están relacionadas con la segunda expansión colonizadora en el Nuevo Mundo, que incorporó a la Corona extensos territorios tanto al norte de México (California, Nuevo México, Texas, Luisiana y Florida, perdida y recuperada) como en el poco explorado y poco habitado extremo sur del continente. Las expediciones marítimas privilegiaron, por un lado, la expansión por las costas del Pacífico norte, sucediéndose no menos de diez campañas entre 1774 y 1792, desde la de Juan José Pérez, que descubre la isla de Vancouver y la bahía de Nutka, hasta las dirigidas por Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés y por Juan Francisco de la Bodega al final del periodo. Del mismo modo, el Pacífico Sur fue de nuevo recorrido por las naves españolas, ya fueran enviadas directamente por la Corona, expedidas desde el virreinato del Perú o navegando por cuenta de la Compañía de Filipinas, ya tuvieran misiones preferentemente militares, descubridoras o científicas. En cualquier caso, el mundo conocido se amplió gracias a los viajes de Felipe González de Haedo a la isla de Pascua, de Domingo Boenechea a las Islas de la Sociedad y de Francisco Antonio Mourelle a través de los archipiélagos occidentales de Oceanía. Entre las expediciones continentales merecen quizá especial mención las derivadas de la necesidad de fijar las fronteras entre los dominios españoles y portugueses, a raíz de los contenciosos que enfrentaron a ambos países por la fijación de los territorios correspondientes respectivamente a Brasil y Venezuela y por la posesión de la colonia de Sacramento, el actual Uruguay. La primera (1754-1761), conducida inicialmente por el naturalista sueco Pehr Löfling (acompañado por los médicos y botánicos catalanes Benito Paltor y Antonio Condal y de los dibujantes Bruno Salvador Carmona y Juan de Dios Castel), tuvo como escenario los territorios de Venezuela y Guayana y contribuyó poderosamente (gracias a los viajes de Francisco Fernández de Bobadilla y Apolinar Díaz de la Fuente) al conocimiento de la cuenca del Orinoco, donde se obtuvieron datos geográficos, astronómicos, botánicos y zoológicos de primera importancia, mientras una prolongación de la empresa alcanzaba años más tarde el Parime (1772-1776). La última expedición de este género, la emprendida como consecuencia del tratado de San Ildefonso (1776), que dejaba en manos de España la disputada colonia de Sacramento, permitió a uno de sus participantes, Félix de Azara, hermano del embajador en Roma, a costa de sobrehumano esfuerzo (según sus propias palabras, "tras haber pasado los veinte mejores años de mi vida en el último rincón de la tierra, olvidado aun de mis amigos, sin libros ni trato racional, y viajando continuamente por desiertos y bosques inmensos y espantosos, comunicando únicamente con las aves y las fieras"), llevar a cabo una asombrosa investigación, cuyos resultados fueron dados a conocer en varias obras destinadas a tener gran influencia en el mundo científico, como los Ayuntamientos para la historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata (1802) y los Voyages dans l'Amérique méridionale, publicados en 1809. Junto a las expediciones de límites (y sus prolongaciones), la segunda mitad de siglo asistió a la organización de las grandes expediciones botánicas. La primera fue la Real Expedición Botánica a los reinos de Perú y Chile (1777-1786), dirigida por Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, que obtuvo como resultado la recolección de gran variedad de quinas, la publicación por Ruiz de una Quinología o tratado del árbol de la quina o cascarilla (1792) y sobre todo la edición de una monumental Flora peruviana et chilensis, de la que aparecieron los tres primeros volúmenes (1798-1802), quedando la mayor parte del material inédito. Siguió la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (1782-1808), que tuvo como principal inspirador al gaditano José Celestino Mutis, médico que dinamizaría, como veremos más adelante, la vida científica del virreinato, donde redactaría su importante obra de naturalista, una parte de la cual sería publicada en España (Instrucción relativa a las especies y virtudes de la quina, aparecida en Cádiz en 1792, y El arcano de la quina, editada póstumamente en Madrid en 1828), mientras el resto quedaría inédito (un tercer tratado sobre la quina) o se perdería irremediablemente (un texto sobre la vida de las hormigas en América y el texto de la Flora de Nueva Granada, de la que sólo se conservó un extenso repertorio de espléndidas láminas). En último lugar se organizó la Real Expedición Botánica a Nueva España (1787-1803), dirigida por Martín Sessé y José Mariano Mociño, cuyos trabajos se desplegaron por el inmenso territorio comprendido entre San Francisco de California y León de Nicaragua, prolongándose en las incursiones a la bahía de Nutka y las islas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, y cuyos resultados abarcaron desde las fundaciones institucionales hasta la recogida de un amplio muestrario de plantas, animales y minerales, la recopilación de datos etnográficos, la realización de numerosísímos dibujos y la redacción, entre otras, de dos obras fundamentales que quedarían inéditas, la Flora Mexicana y las Plantae Novae Hispaniae. Otras expediciones científicas se propusieron otros fines, como la dirigida por los hermanos Conrado y Cristián Heuland, cuyo objetivo era el estudio mineralógico de Chile, o como la emprendida por Joaquín de Santa Cruz, conde de Mopox, que tenía el propósito de desarrollar la economía de la isla de Cuba, debía incluir a un equipo científico de primera fila, integrado por hombres de la talla de Agustín Betancourt, Bartolomé Sureda y José María Lanz (que no se incorporaron, aunque sí lo hicieron otros, como el naturalista aragonés Baltasar Boldó, que había trabajado en Cataluña y Mallorca) y cuyos resultados fueron entregados en España en 1802. Una síntesis de los objetivos y los espacios geográficos abarcados por el conjunto de las expediciones de la segunda mitad del siglo fue el viaje de exploración dirigido por el italiano Alejandro Malaspina (1789-1794), que contó con la ayuda de un notable equipo de colaboradores, entre los que se incluía el capitán de fragata José Bustamante, el cartógrafo Felipe Bauzá, los naturalistas Tadeo Haenke, Luis Née y Antonio Pineda (que moriría en el transcurso del viaje) y un grupo de pintores (primero José Guío y José del Pozo, y más tarde, los excelentes dibujantes Fernando Brambila, Juan Ravenet y Tomás de Suria), que debían aportar un copioso material gráfico sobre las tierras visitadas en América del Sur (Patagonia y costas del Pacífico), América del Norte (desde Acapulco hasta Alaska con especial insistencia en Nutka), Filipinas (islas de Luzón y Mindanao, entre otras), Nueva Zelanda, Australia y Polinesia (grupo de las Vavao dentro del archipiélago de las Tonga). La expedición, pese a su envergadura, no produjo los frutos esperados a causa de una circunstancia por completo ajena a su fundamento científico, la conspiración de Malaspina contra Godoy, quien encarceló al navegante, se incautó de los escritos y materiales aportados y prohibió la publicación de los resultados conseguidos, que fueron posteriormente olvidados. Si la Relación del viaje escrita por Malaspina da testimonio de los intereses de la Monarquía Ilustrada en la promoción de este tipo de empresas, la culminación del espíritu de las Luces puede quedar simbolizada por la llamada Expedición de la Vacuna, proyectada a partir de la epidemia de viruela que asoló Lima en 1802, destinada a difundir la inoculación antivariólica por los territorios españoles de Ultramar y dirigida por el médico alicantino Francisco Javier Balmis, que durante tres años (1803-1806) visitó numerosas poblaciones de América y Filipinas, mientras su colaborador, el catalán José Salvany, se desviaba en Puerto Cabello hacia el sur hasta perderse en las dilatadas inmensidades del virreinato del Río de la Plata. Su carácter filantrópico le valdría los elogios de la Europa ilustrada y las encendidas alabanzas de Manuel José Quintana en su Oda a la vacuna. En nada comparable a la atención dedicada por gobernantes y científicos a las colonias de Ultramar fue el interés sentido por el vecino continente africano, pese a la relevante presencia en el área (plazas norteafricanas de Ceuta, Melilla y Orán y territorios insulares y continentales en el golfo de Guinea, la actual Guinea Ecuatorial) y a la importancia de la región desde el punto de vista estratégico y económico (comercio, pesca, explotación del coral, tráfico de esclavos). Solamente puede señalarse la actuación del catalán Domingo Badía (1767-1818), agente de Godoy que combinó la doble faceta de viajero ilustrado y conspirador colonialista en sus andanzas por el Norte de Africa y el Imperio Otomano bajo el seudónimo de Ali Bey. Si la intriga política lastró sus objetivos científicos (expresados en un primer Plan de Viaje al África, presentado en 1801), sus observaciones sobre la geografía, la historia natural, la organización política, la práctica religiosa o la producción artística de los países visitados suscitaron la curiosidad de sus contemporáneos, como demuestra la publicación en París de los Voyages d'Ali-Bey en Afrique et en Asie, pendant les années 1803, 1804, 1805, 1806 et 1807 (1814), así como las rápidas y numerosas traducciones posteriores (inglés, alemán e italiano, entre 1816 y 1817), antes de la aparición de la versión castellana en Valencia, en 1836. La exploración de las tierras y los mares se vería completada con los intentos iniciales de la conquista de los aires. Los años ochenta asistieron, en efecto, a la eclosión de las primeras experiencias aerostáticas en España, que dieron comienzo con los ensayos del príncipe Gabriel en Aranjuez y Madrid, con la experimentación en Barcelona de los sistemas de Montgolfier y Charles y con las ascensiones del francés Bouche en Valencia y Aranjuez, seguidas éstas por los vuelos del italiano Lunardi, del valenciano José Campello en su globo cautivo, del también valenciano Antonio Gull y sus acrobacias aéreas y del francés Rogell con su aparato en forma de pájaro. La aerostación suscitaría gran interés entre los científicos y el público en general, dando lugar a una excelente iconografía (como los grabados de Miguel Gamborino incluidos en su obra Experiencias aerostáticas en Barcelona, o el famoso cuadro de Antonio Carnicero, Ascensión de un globo montgolfier en Madrid) e incluso a algunos testimonios literarios, como el poema de Vieira y Clavijo sobre La máquina aerostática o el del valenciano Pascual Martínez, del siguiente tenor: "Bona delicia és el veure/eixir la bola triumfal/empelent el mongolfer/que en la barqueta ficat/y batint dos banderoles/ que ventola a cada instant/ de totos los que estan vehenlo/es despedix tan chovial/ que sembla que a Déu se enmunten/ bola y home en un grapat". Una panorámica general ha permitido señalar los progresos científicos españoles en el campo de las matemáticas, la astronomía, la física, la química, la medicina y las ciencias de la naturaleza. El cuadro puede completarse con la obra ya mencionada de los geógrafos (tan notables como Antillón, López o Tofiño), de los filólogos y de los historiadores de la Iglesia, de la literatura, del arte o de las instituciones económicas. A1 final, el balance resulta impresionante, tanto por la talla de los investigadores, como por el apoyo de los organismos científicos creados y la calidad de algunas de las realizaciones más sobresalientes. Sin embargo, el vigoroso esfuerzo de la Ilustración no bastó para dotar al país de una sólida infraestructura científica. Por un lado, la proliferación de los grandes nombres y la multiplicación de los intercambios entre los estudiosos no fue suficiente para crear una comunidad científica integrada, mientras que por otro la investigación científica, que respondió sin duda a las necesidades sentidas tanto por los intelectuales como por las instancias oficiales que las financiaban, no siempre estuvo al servicio de las urgencias del desarrollo económico, aunque en este caso fuesen notables las excepciones, como demuestran los ensayos químicos al servicio de la industria textil o las experimentaciones para obtener mejores rendimientos en la metalurgia o las innovaciones introducidas en la industria naval. En cualquier caso, estas insuficiencias del progreso científico provocarían la languidez de los institutos de investigación desde finales de siglo, antes de que la coyuntura bélica que inaugura el XIX contribuyese al hundimiento de la ciencia española con la quiebra de los centros de estudio, el cierre de los establecimientos industriales y la diáspora de los científicos, muchos de ellos exiliados o perseguidos por motivos políticos.
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La literatura, tanto si la entendemos en sentido estricto, es decir, como creación artística, o si le atribuimos una dimensión más general como trasmisión verbal, independientemente de su valoración estética, avanza paralelamente a lo largo del Renacimiento, a las profundas transformaciones sociales, económicas y culturales que lo caracterizan. Asistimos en la época renacentista al desarrollo de una cultura fundamentalmente escrita, si bien en el terreno específicamente literario eso no signifique el abandono de la tradición oral como medio de transmisión textual. Entre las múltiples razones que justifican este auge de lo escrito, podemos considerar tres: el significativo aumento del número de lectores, las modificaciones entre autor y receptor de la obra literaria y, como expresión técnica de las dos anteriores, la consolidación de la imprenta como vía de difusión de los textos. El proceso de transformación social que conduce a la aparición de un público amplio, ávido consumidor de obras literarias y artísticas en general, se inicia entre el alto clero, la nobleza y la burocracia cuatrocentista, deseosas de superar los estrechos limites de la cultura medieval; en mayor o menor grado, fueron incorporando las aportaciones del Humanismo y aminorando la resistencia a lo que en ese momento podía considerarse vanguardia cultural. Pero no deja de ser una minoría y la verdadera revolución se produce con la incorporación de la burguesía a las clases ociosas. Tras un período combativo y heroico, según su propia consideración de la actividad comercial y empresarial de los primeros tiempos del capitalismo, la estabilidad de sus logros económicos originó el relajamiento de la estricta disciplina y los rígidos principios de la moral burguesa, que acabaron cediendo al ideal del ocio y la comodidad. Por otro lado, la progresiva aproximación ideológica entre burgueses y príncipes, abiertos aquéllos a los nuevos estilos de vida y éstos a los criterios comerciales y financieros, aseguró un cierto grado de uniformidad al reciente público renacentista, nacido de lo que podríamos denominar clases acomodadas. Es evidente que este nuevo público demandaba una ampliación del mercado literario, no sólo en lo que se refiere al número de obras producidas y difundidas, sino también a los propios contenidos, formas y motivos del texto. Se va a producir, de ese modo, una profunda modificación de las relaciones entre los autores y los lectores, rompiendo de esa manera un estado de cosas esencialmente medieval, cuando la lectura era un saber restringido a los sabios letrados y el libro era un objeto de lujo muy caro. Existe, pues, a partir del siglo XVI un número cada vez más creciente de personas que saben leer y escribir y que, sin ser eruditos, no son simples. Estos lectores nuevos que se incorporan al mercado lector se encontraban desprovistos de obras aptas para su propio consumo, perdidos entre la producción para las élites de los humanistas y la literatura popular. Era necesaria, en consecuencia, una nueva literatura dirigida a satisfacer los gustos de este gran público recién nacido históricamente: el mercado literario acababa de hacer su aparición. La conjunción de esos factores, la aparición de un público mayoritario, la necesidad de ampliar los modelos literarios para su consumo y el desarrollo de la imprenta, condicionó el auge de la cultura escrita. Pero no se trataba de una mera proporción cuantitativa; se produjo también un cambio en el sentido de la literatura misma, que será cada vez más leída y menos escuchada, modificándose así la relación entre los elementos que intervienen en el proceso de la comunicación literaria: autor, receptor y mensaje literario sufren las consecuencias de la revolución cultural renacentista.
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La primera escala les llevó al puerto norteafricano de Farina, donde el cuartel general se aposentó en las frescuras del jardín del Rey, en tanto una pequeña formación naval doblaba el cabo de Cartago para explorar el campo de operaciones. Al divisar las torres y murallas de La Goleta observaron sus defensas naturales, sus cañoneras y galeras ancladas en el puerto, así como el reforzamiento de la plaza hasta completar ocho mil defensores islamitas, a razón de seis mil turcos y dos mil moros. A continuación, las naos cristianas desembarcaron un contingente de unos 25.000 hombres de infantería (cuatro mil españoles viejos -así llamados por ser veteranos de las guerras de Italia- y nueve mil recién reclutados en los reinos de España, siete mil seiscientos alemanes y cinco mil italianos). En la decisión de asaltar primero La Goleta pesó el hecho de "no haber medio de llevar la artillería a Túnez ni la vitualla, como por no dejar a las espaldas un número de enemigos tan grande y de tan buena gente como eran", según recoge Codoin en su Conquista de Túnez y la Goleta por el Emperador Carlos V en 1535. La fuerza sitiadora comenzó a cavar trincheras y levantar bastiones donde emplazar cañones y culebrinas y, aunque algunas incursiones enemigas procuraban estorbar los trabajos, la caballería mandada por el marqués de Mondéjar les dispersaba al grito cruzado de ¡Santiago!. Entre tanto, el monarca tunecino destronado se presentó en el campamento de Carlos V con una pequeña guardia personal de caballeros árabes, echándose a sus pies y suplicándole "que le remediase", quedando aposentado conforme a su dignidad real. Tras veinte días de asedio, el Emperador ordenó el asalto general, precedido por varias horas de bombardeo artillero por mar y tierra del bastión mandado por el lugarteniente Sinán de Esmirna el Judío, quien reaccionó con disparos de bombardería y una lluvia de tiros de arcabuz y de flechas que no pudo impedir la derrota de la guarnición y la retirada en completo desorden por sendas direcciones a Rada y a Túnez. El parte de guerra cifraba en dos mil las bajas mahometanas y el apresamiento de ochenta y seis velas de remo, cuatrocientas piezas de artillería y cuantiosa munición, por tan sólo treinta muertos en el bando imperial. Los estrategas cristianos y el propio Emperador decidieron proseguir la campaña, pues, como relata el cronista Alonso de Santa Cruz, "tomada La Goleta determinó Su Majestad de ir a tomar la ciudad de Túnez, pareciéndole que si esto no hacía era poco lo que había hecho y la empresa quedaba imperfecta, porque todavía se quedaba Barbarroja en el Reino y podía hacer mucho daño en los quedasen en La Goleta y en el mar Mediterráneo por tener el Reino de Túnez muchos buenos puertos en la mar" (Crónica del emperador Carlos V).
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La extrema izquierda, el Gobierno y los sublevados pensaban que la suerte del país se dirimiría en pocos días, incluso en unas horas. Sin embargo, lo que sucedió en los dramáticos "tres días de julio" fue, como dice Carr, que "el alzamiento transformó las confusas pasiones de principios de verano en alternativas elementales y en entusiasmos rudimentarios". Aunque muchos intentaron la neutralidad hubo que elegir, al final, entre uno de los bandos en que quedó dividida España. En esos tres días y en los inmediatamente siguientes lo único que quedó claro fue que ni el pronunciamiento había triunfado por completo ni tampoco había logrado imponerse el Gobierno. La sublevación se inició paradójicamente, pues en principio no se había previsto que intervinieran las tropas allí destacadas, en Marruecos. El clima en el protectorado era muy tenso, por lo que no puede extrañar que finalmente la conspiración se adelantara cuando estuvo a punto de descubrirse su trama. En el protectorado, como en otras partes de España-ha escrito un testigo presencial-, el enfrentamiento con el adversario se veía como una especie de "carrera contra reloj en que quien se retrasara podía perder su oportunidad". Era el tiempo en que "todo el proletariado se habla adueñado de las calles -narra otro-: toda la juventud estaba a punto de explotar en cuanto veía pasar a un sacerdote, a un religioso o a un jefe militar". En Marruecos, sin embargo, el papel de las masas necesariamente había de ser mínimo frente al de la guarnición. Las tropas mejor preparadas del Ejército, los Regulares y el Tercio, se inclinaban claramente hacia la sublevación e idéntica era la postura de los oficiales más jóvenes. Las autoridades oficiales, tanto civiles como militares, pecaron de exceso de confianza. Uno de los conspiradores decía que el general Romerales era "un bendito, le faltó valor para ser malo y la valentía para ser bueno y, como es natural, quedó mal con todo el mundo, repudiado por el Frente Popular y fusilado por nosotros". No fue el único porque también un primo hermano de Franco sufrió el mismo final, señalando el rumbo de lo que se convertiría en habitual en toda la geografía peninsular. Los soldados, por su parte, como uno de ellos narraría luego, "no sabían nada de nada y sólo obedecíamos las órdenes que se nos daban" (Llordés). En estas condiciones los sublevados se impusieron rápidamente en tan sólo dos días (17 y 18 de julio). Entre los dirigentes de la sublevación había militares que desempeñarían un papel fundamental en la guerra, pero la dirección le correspondió a quien era, antes de que se iniciara la sublevación, el jefe moral del Ejército de Marruecos, el general Franco. Éste, que era el comandante militar de Canarias, se impuso también allí sin dificultades, dejando al general Orgaz para liquidar los focos de resistencia. El día 19 se trasladó a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos. A partir del 18 de julio la sublevación se extendió a la península produciendo una confrontación cuyo resultado varió dependiendo de circunstancias diversas. El grado de preparación de la conjura y la decisión de los mandos implicados en ella, la unidad o división de los militares y de las fuerzas del orden, la capacidad de reacción de las autoridades gubernamentales, el ambiente político de la región o de su ciudad más importante y la actitud tomada en las zonas más próximas son los factores que más decisivamente influyeron en la posición adoptada. Allí donde la decisión de sublevarse partió de los mandos y su acción fue decidida, el éxito acompañó casi invariablemente a su decisión. Sí el Ejército se dividió y existió hostilidad en una parte considerable de la población el resultado fue el fracaso de sublevación. El único caso de oposición por parte de los mandos y hostilidad de la población que concluyó con la victoria de la sublevación fue el de Sevilla. El clima de la región o la provincia influyó de manera importante sobre la previa actitud conspiratoria de los oficiales, pero pudo traducirse en oposición armada popular en un segundo momento; sin embargo, esta última por sí sola no explica el decantamiento de una provincia, región o ciudad. Las dos regiones donde en principio cabía esperar un decidido apoyo a la sublevación, tanto por sus mandos militares como por el carácter conservador de su electorado, eran Navarra y Castilla la Vieja. En la primera la sublevación lanzó a la calle a las masas de carlistas y Mola, que dejó escapar al gobernador civil, no tuvo dificultades especiales para obtener la victoria; en cambio, se produjo una dura represión para someter a los pueblos de la Ribera. En Castilla la Vieja la resistencia que se produjo en algunas capitales de provincia y pueblos de cierta entidad fue sometida sin excesivas dificultades por parte de los sublevados. En Segovia y Ávila la sublevación se impuso de modo prácticamente incruento; mayores dificultades hubo en Valladolid y Salamanca, pero se redujeron a determinados barrios o incluso a edificios como, por ejemplo, los de las Casas del Pueblo. En Burgos, el general Batet quiso evitar la sublevación incluso por el procedimiento de, en última instancia, ponerse al frente de ella, pero el general Dávila acabó por imponerse. Igual hicieron en Valladolid Ponte y Saliquet, que detuvieron al general Molero, su superior, que, como Batet, sería también fusilado. A menudo los representantes políticos de estas provincias, incluso si eran de la CEDA, se alinearon desde el primer momento a favor de los sublevados. En cambio, la situación de Andalucía era radicalmente opuesta en cuanto que el ambiente era caracterizadamente izquierdista. Cuando el general Queipo de Llano, encargado de sublevar esta región, realizó sus primeros contactos descubrió pocos puntos de apoyo entre las guarniciones. Sin embargo, al final consiguió apoyos importantes en varias de las capitales a pesar de que le fallaron otros que esperaba (por ejemplo, Málaga). Un papel decisivo le correspondió en la sublevación a Sevilla, conquistada por Queipo con muy pocos elementos y a base de una combinación entre audacia y bluff ante la perplejidad de un medio izquierdista. De la precariedad de su dominio de la ciudad da idea el hecho de que hasta el día 22 no consiguió dominar los barrios proletarios, con ayuda de tropas venidas de Marruecos. La actitud de las masas izquierdistas, dedicadas a quemar iglesias, y de parte de la guarnición, fiel al régimen, que en la base de Tablada permaneció a la expectativa, son otros tantos factores que explican el triunfo de Queipo de Llano. Éste, a su vez, tuvo como consecuencia el de la sublevación en Huelva, a pesar de la resistencia de la zona minera que envió columnas contra Sevilla. En Cádiz, Granada y Córdoba también se sublevaron las guarniciones pero, como en Sevilla, la situación inicial fue extremadamente precaria pues los barrios obreros ofrecieron una resistencia que no desapareció hasta que llegó el apoyo del Ejército de África. Por ejemplo, fue preciso someter la resistencia del Albaicín a cañonazos. El campo era anarquista o socialista y, por tanto, hostil a la sublevación, y las comunicaciones entre las capitales de provincia fueron nulas o precarias, en especial en el caso de Granada, prácticamente rodeada. En Pozoblanco fueron fusilados más de un centenar de guardias civiles proclives a la sublevación. En Jaén, en cambio, las fuerzas de la Guardia Civil se mantuvieron concentradas en una situación de aparente neutralidad hasta que en septiembre, dirigidas por el capitán Cortés, acabarían refugiándose en el Santuario de Santa María de la Cabeza. Almería dependió de la evolución de los acontecimientos en Levante. Finalmente, otro rasgo característico de los decisivos días de julio en esta región fue el impacto que tuvo en ellos la constitución del Gobierno Martínez Barrio, del que más adelante se hablará. Dicha decisión tuvo como consecuencia que el general Campins, que había negociado con Queipo de Llano, se volviera atrás; el hecho no tuvo consecuencias porque la guarnición se impuso a él, que fue fusilado; pero, en cambio, en Málaga las dudas del general Patxot acabaron teniendo como consecuencia el triunfo del Frente Popular. Sin duda, la suerte de Cataluña y de Castilla la Nueva se jugó en Barcelona y Madrid. En ambas ciudades el ambiente político era izquierdista, los mandos de la guarnición militar estuvieron divididos y los sublevados cometieron errores; estos tres factores unidos a un cuarto, consistente en la actuación de masas izquierdistas armadas, explican lo acontecido, que no fue sino la derrota de los sublevados. En Barcelona, la conspiración hubo de enfrentarse con autoridades decididas a resistir. Los principales organizadores de la resistencia, que estaban bien informados gracias a sus servicios policíacos, fueron Escofet, Guarner y Aranguren, responsables del orden público en la capital catalana, y todos ellos militares. Aunque la excesiva confianza del general Llano de la Encomienda benefició a los conspiradores, éstos cuando se lanzaron a la calle encontraron los puntos neurálgicos ocupados por fuerzas de Asalto y apenas si pudieron maniobrar. La colaboración de la CNT, con la que las fuerzas leales mantuvieron sólo una "alianza tácita", fue "sustancial pero de ninguna manera determinante", puesto que aunque crearon dificultades al adversario de ninguna manera impidieron que ocupara los edificios que tenía como objetivos. Finalmente, la decantación de la aviación y la Guardia Civil a favor de las autoridades supuso la liquidación de la sublevación, a pesar de que Goded, "el mejor general del Ejército español", según Escofet, llegó desde las Baleares. Éstas, con la excepción de Menorca, se sublevaron y las resistencias resultaron fácilmente dominadas. En la última fase de los combates de Barcelona se produjo un hecho que habría de tener una importante repercusión: la CNT consiguió la entrega de armas procedentes de los cuarteles y en adelante sus milicias controlaron la capital catalana. En el resto de esta región, aunque hubo otros intentos de sublevación, el peso de Barcelona impuso la victoria de los gubernamentales. En Madrid, la conspiración estaba muy mal organizada: uno de los colaboradores de la misma escribió en sus Memorias que "se habla mucho y no se concreta nada". Los problemas de los encargados de producir la sublevación nacieron, en primer lugar, de la imposibilidad de obtener la colaboración de los mandos naturales y de las dificultades de comunicación de unos con otros. De los tres generales comprometidos, Villegas, Fanjul y García de la Herrán, el primero permaneció dubitativo, el segundo se hizo cargo del Cuartel de la Montaña y el tercero, que se había sublevado en agosto de 1932, intentó sin éxito sublevar a las unidades militares situadas en el sur de Madrid. La acción más decisiva fue la toma del Cuartel de la Montaña, donde los sublevados en una actitud más de "desobediencia activa" que de verdadera insurrección, permanecieron acuartelados sin lanzarse a la calle y fueron pronto bloqueados por paisanos armados y fuerzas de orden público. Ni siquiera todos los encerrados eran partidarios de unirse a la sublevación y cuando expresaron su divergencia con banderas blancas los sitiadores acudieron para ocupar el cuartel y fueron recibidos a tiros. La toma del mismo se liquidó con una sangrienta matanza. En el Norte, el País Vasco se escindió ante la sublevación: en Álava el alzamiento militar fue apoyado masivamente, incluso por parte del Partido Nacionalista Vasco (algunos miembros optaron en el mismo sentido en Navarra). En cambio, en Guipúzcoa y en Vizcaya la actitud del PNV fue la de alinearse con el Gobierno, en parte por la promesa de concesión del Estatuto pero también por el ideario democrático y reformista en lo social que el PNV había ido haciendo suyo con el transcurso del tiempo. La indecisión de los comprometidos jugó un papel decisivo en el desarrollo de los acontecimientos. La tradición izquierdista de Asturias hacía previsible que allí se produjera un alineamiento favorable al Gobierno, pero en Oviedo el comandante militar, Aranda, conocido por sus convicciones democráticas, consiguió convencer a los mineros de que debían dirigir sus esfuerzos hacia Madrid, asegurándoles su lealtad para acabar sublevándose luego; sin embargo, su posición fue muy precaria desde un principio, prácticamente rodeado en medio de una región hostil. Una situación peor, sin embargo, fue la experimentada por la guarnición de Gijón que acabó con la victoria de las fuerzas de la izquierda tras un asedio que se prolongó semanas. En Galicia también triunfó la rebelión, aunque algo tardíamente, pese a la oposición de las autoridades militares y la resistencia en determinadas poblaciones como Vigo y Tuy. En esta región también la decisión dependió de lo sucedido en una ciudad que, en este caso, fue El Ferrol. En Aragón y Levante el resultado de la sublevación fue muy inesperado teniendo en cuenta las previsiones de los conspiradores y el juicio habitual acerca de las autoridades militares. El general Cabanellas, máximo responsable del Ejército en la primera de las regiones citadas, había sido diputado radical y era miembro de la masonería. Sin embargo se sublevó arrastrando a la totalidad de las guarniciones de las capitales de provincia aragonesas. Su manifiesto hacía alusión a sus concepciones democráticas y quizá por esto se explica el desplazamiento hacia Zaragoza del general Núñez de Prado con el propósito de hacerle revocar su decisión. Fue éste uno más de los intentos por evitar el desenlace bélico del conflicto, pero acabó como todos ellos: Núñez de Prado fue detenido y enviado a Pamplona, donde desapareció. El caso de Valencia fue un tanto peregrino pero también descriptivo de las dificultades existentes para tomar una decisión. Durante dos semanas los cuarteles comprometidos mantuvieron una especie de neutralidad en precario equilibrio, a pesar de que el número de los comprometidos en la sublevación era bastante elevado. La presencia en la capital levantina de Martínez Barrio con una misión negociadora y las dudas del general González Carrasco, a quien debiera haber correspondido originariamente actuar en Barcelona, contribuyen a explicar lo sucedido. El decantamiento final se produjo en un momento en que la República y el Gobierno del Frente Popular parecían haber obtenido una situación ventajosa en este primer enfrentamiento. Un caso parecido de neutralidad por parte de las autoridades militares se dio en el Sahara y Guinea hasta que la mayor proximidad de los sublevados tuvo como consecuencia su victoria. En la importante base naval de Cartagena los cambios de mandos militares explican el fracaso de una sublevación que aquí parecía contar con apoyos importantes. En Extremadura la decisión a favor de la sublevación en Cáceres o en contra de ella (Badajoz) dependió de las fuerzas de orden público. En suma, durante unos cuantos días de julio sobre la superficie de España quedó dibujado un mapa de la sublevación en que las iniciales discontinuidades pronto empezaron a homogeneizarse. Los ejemplos de este fenómeno que pueden ser citados son abundantes: Alcalá de Henares y Albacete, originariamente sublevados, fueron rápidamente sometidos mientras que el regimiento de transmisiones de El Pardo, también sublevado, se trasladó a la zona contraria; las zonas mineras izquierdistas de León, que habían quedado aisladas, fueron también sometidas gracias a la actuación de tropas sublevadas procedentes de Castilla y Galicia. La geografía de la rebelión así resultante tenía bastante semejanza con la de los resultados electorales de febrero de 1936, prueba de la influencia del ambiente político de cada zona sobre la definición ante la insurrección. Había excepciones, por supuesto, como la de Santander, demasiado próxima al País Vasco y Asturias como para decantarse en sentido derechista, o las capitales andaluzas, controladas por sus respectivas guarniciones. Entre estas dos Españas existía todavía el 19 de julio una última posibilidad de convivencia, aunque fuera ya remota. Esa fecha supuso, en efecto, la definitiva desaparición de la posibilidad de un pacto que hubiera supuesto que la guerra civil no se convirtiera definitivamente en una realidad. Hubo contactos todavía inexplicados entre sublevados y dirigentes del Frente Popular en estos precisos momentos como, por ejemplo, el viaje de un enviado de Goded, el Marqués de Carvajal, a Madrid para entrevistarse con Azaña. De éste partió, en definitiva, la iniciativa más consistente para evitar el enfrentamiento. Como sabemos, Azaña probablemente pensaba que el Frente Popular era una fórmula que los acontecimientos en el verano de 1936 habían convertido ya en poco viable. A medio plazo debía pensar que sería necesario romper esa coalición, dar un giro hacia el centro y actuar con mano dura respecto de los grupos extremistas de izquierda, incluso los integrados en el Frente Popular. Los acontecimientos acabaron demostrando que ya era demasiado tarde para hacerlo, pero Azaña, cuyas culpas en la situación parecen evidentes, tuvo el mérito de intentar en ese último momento evitar la guerra civil. El Gobierno Casares Quiroga había tratado de mantener la legalidad republicana evitando la entrega a las masas izquierdistas de las armas almacenadas en los cuarteles. La extensión de la sublevación, el exceso de confianza mostrado con anterioridad ante las denuncias de los que eran conscientes del desarrollo de la conspiración y, en fin, su propio carácter e imprudentes manifestaciones imponían que Casares abandonara el Gobierno. El 18 de julio Azaña intentó que se formara un Gobierno de centro semejante al que Maura había sugerido junto con otros políticos de semejante significación como Sánchez Román. Éste, que como sabemos se había marginado del Frente Popular después de contribuir a la colaboración de los republicanos de izquierda, defendió ahora la necesidad de pactar con los insurrectos y formar un Gobierno del que estuvieran ausentes los comunistas. El encargado de presidirlo fue Diego Martínez Barrio, que venía a ser algo así como el centro absoluto de la política española en aquellos momentos. "Yo no sentí la impresión de que todas las treguas estaban terminadas y disipadas todas las esperanzas de concordia", dice éste en sus Memorias al comentar el asesinato de Calvo Sotelo. A pesar de ello trató de constituir un gabinete que, de acuerdo con el encargo de Azaña, debía excluir a la CEDA y a la Lliga por la derecha y a los comunistas por la izquierda. Entre el 18 y 19 de julio da la sensación de que ese intento transaccional resultaba todavía viable: Aranda no se había sublevado todavía en Oviedo, Lucia había hecho pública su fidelidad a la República y en Málaga la situación estaba todavía por decidir. Martínez Barrio tenía, además, la posibilidad de convencer a los más moderados o los más republicanos de los dirigentes de la sublevación como, por ejemplo, Cabanellas. "Sería difícil -dice en sus Memorias- pero se podría gobernar". Pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. No pudo convencer ni a Mola ni a Largo Caballero de la necesidad de una transacción, puesto que ambos no consideraban remediable (ni tampoco deseable) el evitar la guerra civil. Mola le respondió que ya era tarde, como si esto justificara no tomar en serio la posibilidad de evitar la conflagración; "ni pactos de Zanjón, ni abrazos de Vergara, ni pensar en otra cosa que no sea una victoria aplastante y definitiva", añadió. Lo mismo debían pensar las masas que seguían a Largo Caballero o simpatizaban con lo que él representaba, porque interpretaron el propósito del dirigente de Unión Republicana como una traición a sus intereses. "Se repetía el mismo fenómeno alucinatorio de la rebelión de Asturias -interpreta Martínez Barrio-, creer que en España la voluntad de una clase social puede sobreponerse y regir a todas las del Estado". En definitiva, fue la actitud de esas masas populares, "irreflexiva y heroica", como la describe él mismo, la que hizo inviables sus propósitos. En estas condiciones fue imposible detener a medio camino el estallido de la guerra civil. El Gobierno presidido por Giral presuponía su existencia y actuó de acuerdo con ella al aceptar que se entregaran armas a las masas revolucionarias.