El concepto de crisis bajomedieval o del feudalismo encubre una realidad compleja, llena de contrastes, que la investigación, generalmente puntual o local, hace aflorar. La síntesis, que por definición es provisional, resulta por tanto muy difícil. Las carestías -ya lo hemos dicho- son propias de todas las economías preindustriales, aunque la frecuencia con que se producen en los siglos XIV y XV, y con ellas las sacudidas alcistas de los precios, permite sospechar que termina entonces el ciclo del largo crecimiento agrario medieval. Las mortandades ocasionadas por el hambre y la epidemia, mayores que los pasados siglos, no pudieron dejar de afectar al conjunto del sistema productivo, como parece indicarlo también la marcha de los salarios. Las últimas investigaciones (Ch. Guilleré, C. Argilés) contradicen las imágenes dramáticas y catastrofistas de antaño, pero nadie puede negar las quiebras bancarias, el endeudamiento institucional, las tormentas monetarias, la existencia de despoblados, etc. Algunos autores se resisten a hablar de crisis, pero si tomamos como referencia una de las últimas investigaciones, puntuales y precisas, como la de Ch. Guilleré, sobre Gerona en el siglo XIV y con él aceptamos que la Peste Negra eliminó entre un 15 y un 20 por ciento de personas, y que después, entre 1360 y 1388, siguió la baja de la población con otra reducción, esta vez de un 30 por ciento, ¿qué debemos pensar que le sucedió a la renta señorial? ¿Acaso no debió experimentar un grave quebranto? Aunque a veces se pretenda separar la coyuntura económica de la dinámica política, no es razonable tampoco imaginar que los graves conflictos sociales y políticos del período (guerra remensa, bandosidades nobiliarias, enfrentamientos urbanos, pogroms, guerra civil) fueron ajenos a las realidades materiales subyacentes. La investigación local, regional o sectorial de los últimos años corrobora el declive demográfico de la segunda mitad del siglo XIV, pero encuentra excepciones notables, como la ciudad de Valencia, y casos particulares de recuperación aparentemente precoz (Gerona). La propia ciudad de Barcelona, magistralmente estudiada por C. Carrére, muestra su fuerza económica y vitalidad a pesar de las sacudidas de la crisis, que no dejan de afectarla. De hecho, el gran comercio catalán, singularmente barcelonés, no sólo sobrevivió a los primeros embates de las dificultades sino que aparentemente se superó a sí mismo y, con él, la recuperación alcanzó a la banca y a la producción para la exportación. La investigación de M. Del Treppo muestra que la fuerza del comercio mediterráneo barcelonés se mantuvo e incluso quizá alcanzó la plenitud entre 1350 y 1450. Parece indicarlo el número y la importancia de las compañías dedicadas al gran comercio, la perfección técnica de los métodos mercantiles y financieros, la continuada actividad de las atarazanas, el volumen de los negocios bancarios y el esplendor cultural y artístico. Hay sectores, por tanto, que parecen islas de prosperidad en un mar salpicado de dificultades, y la imagen es válida también en el panorama regional: la crisis parece especialmente severa en Mallorca, al menos desde el punto de vista demográfico; en Cataluña la marcha de la economía es desigual: mientras el sector del gran comercio supera dificultades y prospera, los restantes sectores conocen un declive seguramente más pausado de lo que creíamos, con fases incluso de recuperación, de modo que quizá la verdadera crisis global no llegó hasta la segunda mitad del siglo XV; el reino de Valencia, que conoció una regresión más bien suave durante el siglo XIV y los primeros decenios del XV, con fases de recuperación, entró en cambio en una etapa de crecimiento al menos desde mediados del siglo XV, pilotada por su capital, evolución a la que no debe ser ajena su condición de territorio en proceso de colonización; por último, Aragón, que también conoció dificultades y crisis, empezó a recuperarse a finales del siglo XV, aunque no lo hizo con tanto empuje como el reino de Valencia. ¿Dificultades o crisis, por tanto? El uso de ambos conceptos sirve para indicar que la llamada crisis bajomedieval es un fenómeno acumulativo de dificultades temporales y sectoriales, espaciadas por fases de recuperación, cuya suma y engarce puede llevar a una crisis global particularmente grave, como debió suceder en Cataluña durante la guerra civil de 1462-1472, un conflicto que nació de la crisis y llevó la crisis a su paroxismo.
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Lo cierto es que se trata de un fenómeno complejo, pero en el que varios factores parecen evidentes. El primero, de enorme importancia, es el que predomina fuera del territorio de la Grecia tradicional: en las nuevas ciudades -Alejandría, Antioquía, Seleucia-, el problema esencial es la propia escasez de pobladores griegos, si tenemos en cuenta el número de nativos y sus fuertes tradiciones. En Siria, en Egipto sobre todo, pronto se revela inviable la postura fusionadora de Alejandro, con sus matrimonios mixtos y su unificación de razas y culturas bajo el patrocinio regio. Aún Ptolomeo I intentará, durante unos años, una política de este tipo -no otra cosa supone el apoyo a ese dios híbrido que fue Serapis-, pero pronto se revelará tan imposible helenizar a los egipcios, orgullosos de su cultura faraónica, como egiptizar a los griegos, envanecidos por su situación victoriosa y rectora. Y estos griegos, precisamente, se empeñarán en ser, lejos de sus lugares de origen, lo más griegos que puedan, importando del Egeo sus alimentos tradicionales -vino, higos, etc.-, releyendo a sus clásicos, repitiendo machaconamente sus ritos religiosos o funerarios, y hasta fomentando los juegos atléticos a los que estaban acostumbrados. En el campo de la cultura y del arte, esta actitud sólo podía llevar al conservadurismo más radical. Unidos griegos de distintos orígenes en las nuevas capitales, hubo de imponerse una lengua común que superase los dialectos; y para ello, nada más sencillo que utilizar el lenguaje literario de más uso, el ático de mediados del siglo IV a. C., tan empleado en la oratoria como en las transacciones comerciales. Era una lengua que ya empezaba a resultar académica y formalista en la propia Atenas de h. 300 a. C., pero que se difundió como signo de cultura en todas las escuelas griegas del Mediterráneo oriental: de ahí que se la denomine "lengua común o koiné". En cuanto al arte, ocurrió un fenómeno semejante: lo ya prestigioso en los lugares de origen de los emigrantes pasó a ser considerado lo bueno por definición, a expensas de posibles innovaciones: el hombre de Alejandría o de Antioquía deseaba tener dioses idénticos a los que dejara en su aldea nativa. En la Grecia propia, y por razones muy distintas, se imponía la misma solución: las arruinadas regiones del Peloponeso, al igual que la derrotada y decaída Atenas, son conscientes de la crisis que viven y, nostálgicas de un pasado mejor, sienten tendencia a aferrarse cuanto pueden a sus tradiciones: no es momento de intentar novedades, sino de mirarse complacientemente el ombligo, de comprobar cómo ha sido la cultura propia de generaciones anteriores la que ha dado como fruto un presente universal que quizá se escapa al propio control, pero que en todas partes se considera halagüeño. Hay que recordar a los genios pretéritos, ahora ya patrimonio de la humanidad helenizada, o, en el mejor y más creativo de los casos, hay que saber buscar la síntesis entre una mentalidad griega, forjada en el estudio de los clásicos, y los problemas generales del hombre, despojados del lastre localista: los filósofos hablarán de la naturaleza y del ser humano, no de los sistemas políticos concretos, el teatro olvidará los asuntos peculiares de la pequeña Atenas para abrirse a la comedia de caracteres, y los artistas se centrarán en la búsqueda de un clasicismo totalizador, concebido como la síntesis de corrientes personales anteriores.
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En opinión de De Hoz, la más antigua escritura hispánica surge en la zona del Suroeste con una relación directa con la escritura fenicia, por el contacto que desde el siglo VII a.C. mantienen los fenicios con los habitantes indígenas de las costas de la Península. Según él esta escritura, la única autóctona utilizada durante dos siglos en la Península, se extendió por todo el Sur hasta alcanzar las costas mediterráneas en el Este, donde el contacto con los griegos va a dar lugar a la escritura semisilábica ibera. También se extiende hacia el Occidente en el Algarve portugués. Según Correa, los testimonios más antiguos de escritura en la Península Ibérica son los conjuntos de grafitos aparecidos en Huelva y Medellín (siglos VII y VI a.C.), siendo de época posterior (siglo IV ó III) el hallado en Córdoba. La epigrafía del Suroeste la forman un grupo homogéneo de estelas de las que conocemos 71, buena parte fragmentadas y 12 perdidas. Todos estos epígrafes realizados en piedra son posiblemente estelas funerarias y han sido halladas en territorio portugués, excepto 5 en España (Alcalá del Río, Puente Genil, 2 en Extremadura, etc.). Su cronología oscila entre el siglo VII y el V/IV a.C. La lengua en que están escritas aún no ha sido descifrada, aunque Correa, siguiendo a Tovar, piensa que el signario del Suroeste es la escritura tartesia propiamente dicha. El signario conocido hasta el presente comprende 51 signos, pero sin que haya seguridad de que todos ellos tengan valor fonético y no otra función. González Wagner, por su parte, piensa que la escritura tartésica sirve de soporte a una lengua local que, aunque recibió préstamos de los fenicios, no fue desplazada por la lengua de éstos, sino que se perpetuó conectando con la llamada época ibero-turdetana.
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Las obras de los autores greco-latinos de época clásica romana nos transmiten una serie de informaciones que son juicios y descripciones desde su propia óptica e ideología de una realidad histórica que, en muchos casos, se aleja bastante de la suya, por lo que se produce una "interpretación" de la misma realidad que intentan describir. Estos autores tienen su particular visión de la historia y, sobre todo, de la de otros pueblos, que sólo les interesan en la medida en que entran en relación con Roma, fijándose básicamente en lo que es extraño a ellos y acuñando una serie de clichés que luego aplican indiscriminadamente. Por ejemplo, en el relato de Estrabón referido a las poblaciones que él llama "montañesas" del Norte de la Península se encuentra una descripción no objetiva de las mismas, que se inserta en la idea general que sobre el bárbaro existía en la época en que el geógrafo de Amasia realiza su obra. Por ello, a la hora de manejar estas fuentes, como muy acertadamente ha señalado J.C. Bermejo, es absolutamente necesario tratar de encontrar su sentido específico teniendo en cuenta la mentalidad de los autores, pues, sólo así, considerando los modelos sociológicos e históricos que poseen los autores griegos y latinos para juzgar a las culturas bárbaras, es posible llegar a separar en sus descripciones lo real de lo imaginario. A partir de estas premisas podemos descubrir en la obra de Estrabón una serie de elementos y criterios ideológicos que fundamentan su descripción de los "montañeses" del norte de Iberia y que han sido claramente puestos de manifiesto por M.C. González (Veleia, 5, 1988, págs. 181-187). En la descripción que Estrabón hace de los pueblos del norte podemos estar ante meros tópicos que lo único que nos permiten conocer son las características fundamentales que definen la visión que la etnogeografia antigua tiene acerca de los "montañeses" y los "bárbaros". Hay que valorar e interpretar la obra de Estrabón en sus justos términos, separando los tópicos propios de un discurso ideológico de intencionalidad política de los datos concretos que, corroborados por otras fuentes, sí reflejan la realidad histórica que se intenta describir. Para ello es necesario contrastar los datos de las fuentes literarias con los de las epigráficas y la arqueología. Las inscripciones que fueron realizadas en su mayoría en época romana sobre material duro, con relativa frecuencia, incluyen "restos inconscientes" de la sociedad indígena que nos permiten conocer los procesos de cambio que han tenido lugar en las estructuras prerromanas. Lo que ha llegado hasta nosotros reflejado en estas fuentes no es la realidad indígena prerromana, sino la realidad indígeno-romana (galaico-romana, astur-romana, celtibero-romana vasco-romana, etc.); de ahí la dificultad de analizar por separado estos dos mundos, pues conocemos el primero, el indígena, gracias a las formas de expresión del segundo. Hoy nadie duda, por ejemplo, que las gentes, gentilitates y demás formas organizativas de los pueblos del área indoeuropea peninsular sean de época anterior a la conquista romana, a pesar de que los conocemos por inscripciones de después de la conquista; el problema es interpretar el significado de la referencia a estos elementos del período prerromano. Como complemento de estas fuentes las acuñaciones de monedas sirven con bastante frecuencia para confirmar la identificación de civitates. Asimismo, los datos que se obtienen en las distintas actividades arqueológicas serían de gran ayuda en la resolución de problemas planteados para éste y otros procesos históricos del mundo antiguo, pero desgraciadamente la ausencia de prospecciones y excavaciones en muchas zonas, la falta de estratigrafías completas y claras en yacimientos ya excavados, así como la publicación de noticias sobre excavaciones ya realizadas o en curso, etc., hacen que en muchas ocasiones estos posibles datos tengan escaso valor. Por otra parte, a través del análisis de la onomástica sobre todo (toponimia, antroponimia, teonimia, etc.) la lingüística nos ofrece información indispensable sobre el sustrato lingüístico y las áreas antroponímicas, así como la relación entre antropónimos y nombres de unidades organizativas indígenas, entre otros aspectos.
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La derogación por parte de Leovigildo de una ley prohibiendo los matrimonios entre romanos y godos emitida por Valentiniano y Valente (370 ó 373) e incluida en el Breviario de Alarico, se debió a la eliminación progresiva de diferencias sociales y religiosas entre romanos y visigodos, a la no observancia de dicha ley y a la práctica común de dichos matrimonios. En esta ley se estaban preservando una serie de valores morales intrínsecos a la propia tradición romana, y en definitiva, tal como han señalado algunos autores, se estaba salvaguardando la moral social y religiosa. Este hecho, iniciado con anterioridad, favorecía, tal como decíamos, la mezcla de poblaciones y aceleraba el proceso de aculturación. Es muy posible, además de esta simbiosis entre los dos grupos poblacionales más importantes, que la derogación supusiera el incremento de los índices de población. El texto preciso de la ley dice: "Lex Visigothorum (III 1, 1): Antiqua. Ut tam Goto Romana, quam Romano Gotam matrimonio liceat sociari ... Ob hoc meliori proposito salubriter censentes, prisce legis remota sententia, hac in perpetuum valitura lege sancimus ut tam Gotus Romanam quam etiam Gotam Romanus si coniugem habere valuerit ... facultas eis nobendi subiaceat". ("Ley antigua. Que esté permitida la unión matrimonial, tanto de una romana con un godo, como de una goda con un romano ... Considerando ventajosamente a esta cuestión como mejor, derogada la orden de la vieja ley, sancionamos con esta presente ley de validez perpetua que si tanto un godo a una romana como un romano a una goda quisiera tener por cónyuge, exista para ellos la facultad de contraer nupcias"). La actitud tomada por Leovigildo frente a esta ley ha sido adaptada por la historiografía tradicional como símbolo de la unidad poblacional, que no habría sido posible hasta la unidad confesional conseguida por la conversión al catolicismo en el año 589. Si bien sí es cierto que la derogación de la ley favoreció la mezcla de poblaciones, también lo es que ésta no puede ser convertida en un mito o símbolo de la unificación. La justa lectura de esta ley, a la vez que el análisis del proceso de aculturación al que estaba sometido el pueblo visigodo, muestra que los recién llegados se entremezclaron plenamente dentro de la estructura social, económica y cultural romana. Las pocas diferencias -desde un punto de vista material- que se detectan entre los diferentes grupos poblacionales a través del siglo VI, serán ya imperceptibles a lo largo del siglo VII y hasta el momento de la desaparición de la monarquía toledana. Los materiales arqueológicos hallados en el interior de las sepulturas de los cementerios, así como las pizarras, aluden a la mezcla de población, con las matizaciones hechas en relación con las que tienen valor de documentos jurídicos. Es necesario puntualizar aquí que la mezcla de nombres hispanorromanos y visigodos es patente en aquellas piezas que describen diferentes tipos de notitiae sobre temas agrarios o las denominadas de vectigalia rerum rusticarum y distributiones rei frumentariae; en todas ellas, referidas a lo que parecen ser campesinos dependientes, o siervos, etc., se combinan nombres de ambas tradiciones. Aunque es difícil valorarlo, es posible que, al menos al principio, la situación de superioridad cultural y prestigio de la tradición romana llevase a elementos visigodos a utilizar nombres de ascendencia greco-latina y más difícil en sentido contrario; no obstante, en nuestra opinión, en momentos más tardíos pudo llegarse a una situación inversa, habida cuenta de que la mezcla de ambos grupos llegó a ser una realidad y esta conciencia de superioridad cultural no estaría tan arraigada en la gran masa poblacional. Contribuiría a la adopción de nombres, al menos de romanos por parte de visigodos, la desaparición efectiva de los tria nomina, que ya desde la implantación del cristianismo comenzaría a extenderse, el prestigio creciente de nombres de mártires y la igualación en la confesión religiosa a partir del III Concilio de Toledo. De particular interés para estudiar e ilustrar la mezcla de población resulta el estudio de la necrópolis de El Carpio de Tajo en la actual provincia de Toledo. Aunque el análisis practicado en dicha necrópolis es estrictamente arqueológico, de él se deducen sin duda algunas consideraciones históricas de importante valor y que es muy probable se lleguen a detectar también en los otros conjuntos cementeriales de parejas características. En dicha necrópolis nos encontramos con un total de 285 inhumaciones, de las cuales muchas contienen en su interior elementos de adorno personal pertenecientes -en su mayoría- a la indumentaria femenina y cuyo abanico cronológico se extiende desde finales del siglo V hasta finales del siglo VI. Los tipos de materiales hallados permiten considerar algunas tumbas como propiamente visigodas y otras, quizás pertenecientes a una población romana, o al menos no características de la vestimenta visigoda. Estamos por tanto ante un cementerio que debe ser identificado con un núcleo de población mixto visigodo y romano. La evolución cronológica de la ocupación del conjunto funerario es también interesante, pues muestra la integración paulatina de los diferentes contingentes poblacionales. Las primeras inhumaciones, que se denominan sepulturas fundacionales, parecen corresponder a individuos visigodos de finales del siglo V. A partir de principios del siglo VI, el espacio funerario ha sido ya delimitado y las sepulturas típicamente visigodas y aquellas de posible atribución romana, van ocupando los diferentes sectores sin delimitar zonas específicas. Poco a poco y con la presencia de nuevas generaciones el conjunto funerario se irá densificando, hasta un momento indeterminado hacia finales del siglo VI o muy a principios del VII, en que el cementerio será abandonado. La organización del espacio se llevó a cabo a partir de unos grupos sociales y/o familiares. De este hecho se deduce que el sistema de parentela, con el paso del tiempo y el contacto con la civilización romanocristiana, se fue debilitando, a la vez que tomaba una mayor relevancia la familia de tipo conyugal. Es muy posible que el primer núcleo de ocupación de la necrópolis -el fundacional- responda a un sistema de parentela, para dejar paso, paulatinamente, a las sepulturas regidas por la estructura familiar monocelular. Este análisis e hipótesis de trabajo muestra no sólo el proceso de aculturación, sino también la incorporación o asimilación de individuos romanos a los grupos familiares visigodos. De todo ello podemos concluir que el núcleo de población al que correspondía la necrópolis de El Carpio de Tajo era un grupo poblacional mixto -romano y visigodo- y no exclusivo de las jerarquías y estructuras sociales tradicionales visigodas.
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En su vertiginosa carrera, Rommel llegó a penetrar unos 50 kilómetros en Egipto. Mas su punta de lanza ya estaba roma y a sus espaldas resistía Tobruk. Recibió el gran refuerzo de la 15 División blindada, aunque casi siempre estuvieron sus carros faltos de carburante y municiones. Por vez primera Rommel pudo calibrar el problema de los abastecimientos en Libia, que un experto resume así: "Como un pedazo de goma elástica, la línea de comunicaciones de ambos ejércitos podía ser extendida con relativa seguridad entre 500 y 660 kilómetros de sus bases (Trípoli, para el Eje; Alejandría, para Gran Bretaña). Pero al hallarse separadas éstas por 2.225 kilómetros, el hecho de tensar aún más estas líneas de comunicaciones antes de haber establecido bases intermedias significaba arriesgarse a romperlas. El problema de aprovisionamiento residía para ambos bandos en aumentar la elasticidad de sus respectivos sistemas, cosa que sólo podía obtenerse acumulando depósitos en las bases principales y adelantando paso a paso las bases avanzadas" (4). Alan Moorehead, que vivió como corresponsal de guerra la batalla del norte de África, valora en un 90 por 100 el esfuerzo y la lucha por los abastecimientos en esta guerra del desierto. La acción directa sólo requeriría un 10 por 100 (5). El frente quedó estabilizado durante siete meses. Rommel no logró tomar Tobruk, bien abastecido por mar, donde la guarnición (las ratas de Tobruk) peleó con singular denuedo entre los escombros. A más de 1.500 kilómetros de Trípoli el abastecimiento del Eje era deplorable; eso impedía cualquier posibilidad de avance. Londres, entre tanto, se dedicó a reforzar su ejército en África. Del mando en Oriente Medio se hizo cargo el general Auchinleck, que a fines de 1941 disponía de nueve divisiones de primera línea y 756 carros. Rommel sólo contaba con tres divisiones alemanas (había sido reforzado con la 90 ligera, mientras que la 5?, llegada en los primeros días de la guerra, había pasado a denominarse 21 División blindada) y seis italianas, cuyos efectivos apenas sobrepasan los de una brigada. La inferioridad blindada era también manifiesta: 569 tanques, más de la mitad italianos. Auchinleck ataca el 18 de noviembre. Tras duros combates en Sidi Rezeg, Halfaya, Fuerte Capuzzo, Bardia y Sollum, libera a la guarnición de Tobruk. Las tropas de Rommel abandonan Derna y Bengasi, pero se aferran a Agedabia, de donde son expulsadas por los ingleses el 11 de enero de 1942. Rommel acaba retirándose a El Agheila, su punto de partida. Sigue el rigodón, porque ahora son los británicos los que se encuentran en apuros. A 1.000 kilómetros de Alejandría, en un invierno lluvioso que enfanga los aeropuertos y dificulta el tráfico por la carretera de la costa, Auchinleck no puede seguir adelante. Rommel está cerca ahora de sus fuentes de suministros y, además, el tráfico entre Italia y Trípoli ha mejorado mucho. Sus divisiones comienzan a cubrir sus esquilmadas plantillas, llegan nuevos carros... Incluso los italianos cuentan con algo parecido a un blindado. (6). El 21 de enero de 1942, contraataca Rommel. El día 23 cerca a la primera división británica en Saunnu y se lanza hacia Tobruk. Con fuerte resistencia británica, pues hasta junio se combatirá sobre la línea de Ain el Gazala-Bir Hakeim, las tropas del Eje acaban rindiendo Tobruk. Los ingleses se retiran a Egipto dejando miles de prisioneros e inmensos depósitos de material intacto. El Afrika Korps y sus aliados italianos están exhaustos, pero Rommel ordena continuar el avance. Ha conseguido 10.000 toneladas de combustible inglés y pertrechos para sostener durante tres meses a 30.000 hombres. El canal parece ya al alcance de la mano. Sidi Barrani cae en manos germanas el 24 de junio. Marsa Matruh, el 29. El 30, las avanzadas del Afrika Korps, con 36 carros de combate como única fuerza acorada, chocan con las líneas inglesas establecidas en El Alemein. El Eje acaricia un grandioso proyecto militar: alcanzar los pozos de petróleo del Golfo Pérsico. Y aún más: enlazar por el sur con las fuerzas alemanas que marchan por la URSS.
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Como se ha dicho, la resistencia a ultranza de las tropas francesas y el empleo por el régimen de Vichy de su escuadra, anclada en la base de Tolón, hubieran podido amenazar gravemente el éxito de Torch. La postura del mariscal Pétain era terminante: "Se abrirá fuego sin distinción contra cualquier agresor que intente invadir Marruecos, Argelia o Túnez". Para evitar esa probable resistencia francesa los cónsules norteamericanos en Marruecos y Argelia se encargaron de contactar con los elementos civiles enemigos del régimen de Vichy para que estuvieran dispuestos a apoyar una eventual operación de comandos. También trabajaron a los militares, situados en los puntos clave, distinguidos por su antinazismo y por sus escasas simpatías al régimen de Pétáin. Sin embargo, esto no era suficiente, porque la mayoría de los altos mandos, atados a la disciplina y a la lealtad hacia el gobierno de Vichy, no había resuelto qué hacer en el caso de una invasión. Por eso se consideró imprescindible contar con un general de superior jerarquía a los mandos de Marruecos y Argelia y, a la vez, que tuviera el suficiente prestigio como para eliminar suspicacias e insubordinaciones. Los aliados recurrieron a Giraud, que vivía en la clandestinidad tras su evasión de la fortaleza alemana de Koenigsberg. Henri Giraud, próximo ya a los 70 años, era el típico militar salido de Saint Cyr, estirado, pulcro, distinguido, pero carecía de la fogosidad y el carisma de un De Gaulle, por ejemplo. No era el hombre más apropiado para el proyecto, pero resultó ser el único candidato. En la noche del 4 al 5 de noviembre, el submarino británico Seraph emergió en las proximidades de la costa francesa de Lavandou. La mar estaba picada y hacía mucho frío. Los observadores del Seraph escudriñaron la costa próxima con sus prismáticos y, al fin, divisaron las señales de una linterna. Botaron una balsa y poco después recibieron en el sumergible a tres hombres con ropas de paisano, conducidos hasta allí por miembros de la resistencia francesa. Eran el general Giraud, su hijo Bernard y el capitán Beaufre. Treinta y seis horas después, lejos ya de las costas francesas, un hidroavión recogió a los tres hombres y les condujo a Gibraltar. La gran base británica estaba atestada de buques de transporte y de guerra. "¡Dios mío -pensó Giraud - cómo puede pasar desapercibido todo esto!"
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Fue una cuestión política persistente a lo largo de todo el siglo XIX, como consecuencia de la nueva situación creada por el Acta de Unión de 1801, que había supuesto el final de una situación de relativa autonomía política, representada por un Parlamento propio. A partir de primeros de enero de aquel año Irlanda pasó a formar parte del Reino Unido, con 100 representantes en la Cámara de los Comunes. A ellos había que sumar 28 pares temporales y cuatro espirituales en la Cámara de los Lores.A la pérdida de autonomía política, que tenía como antecedente remoto la permanente sospecha de que los irlandeses podían poner en peligro la seguridad de las islas británicas, como potenciales aliados de los católicos del continente, se unía un grave problema social y religioso. Este último venía determinado por el hecho de que en una población, en la que más del 80 por 100 eran católicos, la Iglesia Anglicana exigía a todos el pago de diezmos, mientras que los católicos carecían inicialmente del derecho a ser elegidos diputados. Ya se ha visto en un capítulo anterior el importante papel que la Asociación Católica de Daniel O'Connell jugó en la promulgación de la Ley de Emancipación de los católicos de 1829. Su papel político, sin embargo, se diluyó pronto pues medidas de precaución como la elevación del censo permitieron que los electores protestantes mantuvieran la mayoría, y el número de parlamentarios seguidores de O'Connell disminuyó progresivamente a lo largo de los años treinta. Un intento de reactivar su movimiento (Repeal Association) con campañas de mítines condujo a O'Connell a la cárcel y a la desactivación de su movimiento. Las medidas conciliadoras de Peel, aunque le crearan tensiones en el seno del propio partido conservador, operaron en el mismo sentido.En cualquier caso, el contingente de los diputados irlandeses, entre los que predominaban los proclives a la política whig, supuso un permanente factor de inestabilidad en los avatares políticos de aquellos años.Mucho más grave, desde luego, era el problema social, derivado de la existencia de unos 10.000 propietarios agrarios anglicanos, ordinariamente absentistas, y unos sistemas de arrendamiento caros e inestables, que retraían las inversiones de los arrendatarios y los dejaban muy expuestos a cualquier cambio coyuntural. Por otra parte, el alto índice de crecimiento de la población (entre 1800 y 1845 pasó de cinco a ocho millones y medio) provocó un hambre de tierras y unos precios excesivos de los arrendamientos. La gran hambruna de los años 1845 a 1848, como consecuencia de una enfermedad de la patata, provocaría 1.000.000 de muertos y llevaría a 1.500.000 de irlandeses a la emigración. El problema irlandés seguiría aún sin resolverse durante muchos años, pero su importancia política decreció sensiblemente.
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El gobierno intentó progresar en la legislación social para frenar las exigencias de reforma de los radicales. La Factory Act de 1833 limitó el horario de trabajo de niños y jóvenes en la mayor parte de las factorías textiles (no afectaba a las industrias de seda y encajes). Los niños menores de nueve años no podían ser empleados y, hasta los doce años, sólo podrían trabajar un máximo de nueve horas diarias y cuarenta y ocho semanales. Además, se establecían dos horas de educación diaria para los menores de doce años.Pero sólo se crearon cuatro puestos de inspectores para obligar al cumplimiento de estas medidas.Esta disposición se vería seguida de una legislación protectora de las condiciones de trabajo desde comienzos de los años cuarenta. En 1842 se prohibió bajar a las minas a las mujeres y a los chicos menores de diez años, y se volvieron a reducir las horas de trabajo en las factorías textiles. En 1847 la duración seria de nuevo reducida a diez horas para mujeres y jóvenes, mientras que la Factory Act de 1850 especificaba que las mujeres y niños sólo podían ser empleados durante las horas del día, y señalaba que el trabajo debería terminar a las dos de la tarde del sábado. Había quedado inventada la semana inglesa.Un teórico de la reforma social, Robert Owen, alentó, en febrero de 1834, la fundación de un sindicato unificado, el Grand National Consolidated Trade Union que pretendía la jornada de ocho horas, pero que fracasó en ese mismo año, así como el proyecto de construcción del socialismo que comportaba (cooperativas obreras de producción para eliminar a las empresas capitalistas). Poco después, en agosto de ese mismo 1834, una nueva Ley de Pobres sustituía la asistencia a domicilio por la internación en unos lugares especializados (workhouses) en los que la vida resultaba muy dura, por lo que muchos resultaban disuadidos de solicitar esa ayuda. La nueva ley provocó una fuerte protesta, en un momento en el que arreciaba el desempleo y los whigs, que pasaban por ser el partido de los patronos, fueron desalojados del gobierno a finales de año. A un gobierno de gestión dirigido por el duque de Wellington (noviembre) sucedería otro de sir Robert Peel (diciembre) que se prolongaría hasta la primavera del siguiente año.El retorno de los whigs (abril de 1835), bajo la dirección del vizconde Melbourne, ofreció a los radicales (J. S. Mill) la posibilidad de promover reformas desde el interior del gobierno, pero no encontraron eco en los líderes del partido, especialmente en lord John Russell.
contexto
Liberado, por el momento, de Francia, liberado también de la intervención en el Imperio, pero apoyando la celebración del Concilio de Trento, cuyas sesiones concluirán en 1563, a su vuelta definitiva de los Países Bajos en 1559, Felipe II enfrenta el problema turco que, ése sí, sigue muy vivo. Para frenar definitivamente el avance otomano por el Norte de Africa sobre la base de la acción de corsarios como Dragut o Cigala, Felipe II decide intervenir en la zona de Berbería, creando una serie de presidios seguros sobre la costa y reforzando los ya existentes; reconquistando algunos perdidos o apoderándose de otros nuevos. El desastre de los Gelves (Djerba) en 1560 supone un claro revés para esta política que no fue compensado por la conquista del Peñón de Vélez en 1564. El ataque turco contra Malta de 1565 dejó claro que el poderío otomano tenía que ser frenado directamente en el Mediterráneo oriental. A ello servirá la Santa Liga de comienzos de la década de 1570. Pero, antes de constituirse la Santa Liga, Felipe II tuvo que sofocar la sublevación de los moriscos granadinos en la Guerra de las Alpujarras (1568-1570), una revuelta que presentó a los antiguos musulmanes como quinta columna del poderío otomano en pleno corazón de la Monarquía Católica. Fue un ejemplo de la exclusión sociorreligiosa triunfante en la Monarquía porque, como resultado de la revuelta, unos setenta mil moriscos fueron expulsados del Reino de Granada mostrando cómo la confesionalización religiosa iba ganando terreno en los planteamientos del rey y en la mentalidad de sus súbditos. La Guerra de las Alpujarras fue la primera ocasión en la que brilló la figura de don Juan de Austria, quien habría de tener un papel destacado en los Países Bajos, donde, también en 1568, quedaba definitivamente abierta una revuelta político-religiosa contra el Rey Católico. La Santa Liga reunía los esfuerzos de España, Venecia y el Papa Pío V contra el Turco y encontró su razón de ser y su mayor éxito en Lepanto, la por excelencia Batalla Naval de 7 de octubre de 1571. En el Golfo de Lepanto, las galeras turcas fueron derrotadas por las flotas combinadas de Don Juan de Austria, Marco Antonio Colonna y Sebastian Venier. Pese a la resonancia de la victoria, Lepanto no supuso en modo alguno la derrota final de los turcos que la propaganda de la época se esforzó en proclamar. Aunque se perdieron dos tercios de la flota turca entre 1569 y 1571, la recuperación del poderío militar otomano fue impresionante, estando rápidamente dispuestos a continuar avanzando por el Norte de Africa. Don Juan de Austria conquistó Túnez en 1573, pero al año siguiente ésta ya estaba en poder de los berberiscos de nuevo. Las crecientes necesidades financieras de Felipe II -bancarrota de 1575- y la necesidad acuciante de actuar en los Países Bajos dejaron abierta la vía de la negociación, que se hizo efectiva en 1581 con la firma de una tregua hispano-turca. Los intereses de la Monarquía apuntaban hacia el Norte y el Oeste de forma cada vez más clara, y serán los Países Bajos, Portugal, Inglaterra y, de nuevo, Francia los escenarios principales de actuación hispánica. No obstante, esto no quiere decir que el Mediterráneo fuera olvidado en beneficio exclusivo del Atlántico y del Mar del Norte.