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El pensamiento que está asociado a la noción moderna de autonomía artística se apoya implícitamente en una singular tradición histórica. Con la autonomía se atribuye al ejercicio de las artes aptitudes para una interpretación independiente, autosuficiente o soberana del mundo visual, se le exime de la necesidad de subordinarse a otras formas de conocimiento o de resolución de la realidad. Por ejemplo, la idea del disegno, y especialmente la concepción del disegno interno generalizada en el Manierismo, y otras teorías italianas como la leonardesca ciencia de la pintura suponen preformaciones importantes de lo que en la Edad Contemporánea se denomina autonomía artística. Muchas veces vuelve a denotarse en la definición de ésta la primacía del concetto de las teorías manieristas. Con todo, las dimensiones que cobra este principio en nuestra época son de nuevo cuño. Sus raíces hay que buscarlas en el pensamiento artístico de la Ilustración y en la constitución de la estética filosófica con Vico, Baumgarten y Kant. A su vez, la manumisión militante de la pintura que se proclama en el período de las vanguardias interpreta el primado de la autarquía de los medios artísticos con una inédita radicalidad.Un ingrediente importante de la noción moderna de autonomía artística lo hemos observado al comentar el giro secesionista del arte de vanguardia con respecto a la tradición anterior. Se absolutiza el legado de la tradición como un todo con el que se ha romper, como si se tratara de un tiránico progenitor moribundo del que el arte joven necesita emanciparse. En "Los pintores cubistas", un ensayo de 1913 que es más un ideario de lo moderno que una interpretación fehaciente de las propuestas cubistas, declaraba Guillaume Apollinaire: "No se puede transportar consigo a todas partes el cadáver del padre. Hay que abandonarlo en compañía de los demás muertos. Y si lo recordamos, si lo echamos de menos, hay que hablar de él con admiración. Y si alguna vez se llega a ser padre, no es preciso esperar que uno de nuestros hijos quiera partirse en dos por la vida de nuestro cadáver".Con la ceremonia de despedida del cadáver, Apollinaire postula la necesidad de regenerar el arte con la mirada puesta en lo nuevo. Hacer implicaría deshacer el pasado. El medio para realizarlo es, en primer término, la abolición del ilusionismo naturalista: "La verosimilitud -dice- no tiene ya importancia alguna". La calificación de la pintura como arte imitativa pertenece al pasado y se insta a su constitución como arte productiva. Cézanne, Gauguin y los otros pioneros del arte contemporáneo habían acabado con las tendencias ilusionistas del impresionismo, y en esta circunstancia se abunda como clave del desarrollo histórico-estilístico de las nuevas formas. Es cuestionable la hipótesis de que las imágenes cubistas no imiten cosas, lo mismo que sostener que los grandes artistas del pasado, cuyas pautas el arte moderno rechaza, carezcan de un interés productivo en sus creaciones. Pero, en las reflexiones de Apollinaire, como en muchas expresiones maximalistas que encontramos abundantemente en manifiestos y críticas de vanguardia, la pintura no moderna se considera limitada a las tres dimensiones de la geometría euclidiana, con lo que sacrifica la verdad en beneficio de una verosimilitud convencional y contingente.El poeta Apollinaire quiere que el pintor se comprometa con lo que denomina la cuarta dimensión, distinta a las que se plasman en las leyes del escorzo y afín a lo que llama sentimiento de una realidad interior. En tal sentido entiende que el cubismo es pintura productiva: "Lo que diferencia al cubismo de la pintura antigua es que no se trata ya de un arte de imitación, sino de un arte de concepción que tiende a elevarse hasta la creación. Al representar la realidad-concebida o la realidad-creada, el pintor puede reflejar lo tridimensional a través de una especie de estereometrización".La estereometrización sería un método, como otros que pueden descubrirse en las escuelas de vanguardia. La idea de autonomía no se agota, sin embargo, en la invitación a que las artes plásticas se emancipen formalmente de cánones impuestos por el pasado histórico y de la necesidad de simular el aspecto con el que la naturaleza sensible se manifiesta a nuestras percepciones inmediatas. En esta noción convergen otros móviles que no pueden ser explicados únicamente por la independencia de los medios expresivos en el sentido expuesto. El arte es, lo mismo que creación, también experiencia. Y es así que su autonomía conlleva la autonomía de la experiencia estética. En la civilización moderna se ha diferenciado lo artístico como un tipo de experiencia que obedece a disposiciones específicas, que son sólo suyas. Se ha separado la labor artística de las formas de conocimiento propias de otras actividades humanas en un grado desconocido en otras épocas, y particularmente se ha aislado el tipo de experiencia que corresponde a la relación subjetiva con el arte.Este componente es de notable importancia y ha tenido un fuerte impacto en el discurso de la vanguardia. Cuando se configura la moderna noción de autonomía artística, y esto se produce con el pensamiento ilustrado del siglo XVIII el fenómeno estético fue caracterizado por sus específicos componentes experienciales. Existe una correlación directa entre este concepto y el principio de la autarquía moral del individuo propugnada por la Ilustración. La revolución que supuso para la civilización cristiana el pensamiento ilustrado se basa, en buena medida, en la defensa que Lessing, Kant y otros realizaron de tal autarquía moral en sus escritos. Dijeron que el comportamiento ético del individuo no radicaba en el sometimiento a leyes externas que le indican el camino de las recompensas con las que se premia a los que las cumplen, sino en el ejercicio de la virtud por la virtud, de acuerdo con sus disposiciones individuales, que son instancias de la razón, de las cuales ha de saber servirse. La razón del individuo se autosuministra sus propias leyes a la hora de conocer, y, de igual modo, es soberana en la práctica moral, en su experiencia ética del mundo. En el principio de la autonomía artística se proyecta el de la autarquía moral: en la libertad estética la libertad ética. La vigencia de esta correlación moderna puede transcribirse del siguiente modo: que a cada discurso artístico le corresponde una experiencia específica que tiene sus propios criterios de validez. Es decir, existe en la obra artística, que responde a una experiencia individual, una coherencia interna autorregulada que da pie a su ideal de perfección.Esta derivación moderna del principio de autonomía no debe considerarse como un simple comentario erudito. Remitir a la autonomía artística después de Kant equivale a decir que lo estético es una forma autónoma de experiencia, que este filósofo alemán definió como placer desinteresado y que luego ha seguido considerándose como un modo específico de relación con las cosas, distinto de la razón que rige los discursos no estéticos. A su vez, la diversidad estilística de las creaciones artísticas, de los modos individuales de los artistas, queda legitimada no ya por las normas que rige la teoría tradicional de los modos, que se remonta a los principios jerárquicos de la retórica, sino porque las creaciones tienen el poder y el derecho a obedecer sólo a sus propias leyes o, por así decir, sólo deben ser conformes a sí mismas, y no necesariamente a limitaciones preceptivas, cuya universalidad fue puesta en duda.Entre la Ilustración setecentista y la vanguardia histórica media más de un siglo, así que no hay por qué abundar en estos antecedentes. Tengamos, con todo, en cuenta que afecta a toda la tradición moderna la convicción de que el arte es un tipo diferenciado de otras formas de discurso y experiencia. En las vanguardias nos encontramos con un ingrediente llamativo, porque resulta novedoso: aparte de que los procedimientos estéticos no sólo intensifican su independencia expresiva y su pluralidad, los ismos se presentan como modos diversos de experiencia, como lenguajes autooperantes que se colocan uno al lado del otro, como tipos de discurso artístico aparentemente descentralizados. Los diversos lenguajes se afianzan según su originalidad y se jactan de dar con lo desconocido, las tendencias conviven, los criptogramas creados se colocan unos al lado de otros como experimentos autónomos, y las propuestas cambian rápidamente.Cada uno de esos lenguajes supone una instancia a nuestra experiencia, una especie de reto a un cambio de apreciación. En la cultura contemporánea el arte ha sufrido procesos de transformación muy acelerados y complejos, que hasta incluyera los de autodisolución. La categoría de estilo ha cobrado un carácter hasta cierto punto contingente, que se presta más a denominar actos individuales de innovación que comportamientos colectivos característicos. Por ello, constituye un reto para el historiador y para todo circunstante el adaptar sus medios de interpretación a los valores reales que operan en los procesos estilísticos contemporáneos, ubicar adecuadamente los móviles de los desarrollos figurativos y someter a prueba las cualidades de relación y de cambio que les son inmanentes.El arte contemporáneo, con el desarrollo de la vanguardia, ha traído consigo una libertad de elección ilimitada y, a la vez, una atomización o individuación en la instancia del estilo artístico, y estos factores, entre otros, constituyen, a su vez, formas de un comportamiento colectivo. Tales y otros agentes establecen las medidas y el perfil de los intercambios del tiempo histórico moderno, cuyos ideales de cultura, pese a la llamativa descentralización que sufren, sí disponen de denominadores comunes suficientemente relevantes y significativos. En toda caracterización de la idea de vanguardia estos factores resultan prioritarios.
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Las consecuencias económicas de la Guerra Civil fueron muy graves. Hubo un descenso progresivo de la renta per capita de al menos un seis por ciento anual, de modo que hacia el final de 1939 apenas llegaba al 73 por ciento del nivel de principios de 1936. Se había destruido casi el 30 por ciento del tonelaje marítimo y la mitad de las locomotoras ferroviarias. El ocho por ciento de las viviendas del país quedó arrasado y se acabó con más de un tercio de la ganadería. En 1939 la producción industrial era un 31 por ciento inferior a lo que había sido cuatro años antes y la producción agrícola había descendido en un 21 por ciento. Tanto en economía como en otros sectores, el nuevo sistema combinaba el conservadurismo a ultranza con ambiciosas estrategias renovadoras. Casi todas las propiedades confiscadas o colectivizadas se devolvieron a los antiguos propietarios o a sus herederos, con el fin de deshacer lo más rápidamente posible la revolución colectivista que se había llevado a cabo en algunas partes de la zona republicana. Franco y sus ministros tenían su programa particular para llevar a cabo una política nacionalista y estatal, que fomentara un rápido desarrollo dentro de una estructura de propiedad privada, pero bajo un fuerte control del Estado y hasta cierto punto, de propiedad pública. Con este fin, el 5 de junio de 1939 Franco anunció que España debía llevar a cabo su reconstrucción sobre la base de la autosuficiencia económica o autarquía, lo que suponía un paralelismo con las políticas del momento en Italia y Alemania. Declaró: "Nuestra victoria constituye, por otra parte, el triunfo de unos principios económicos en pugna con las viejas teorías liberales, al amparo de cuyos mitos se estableció el coloniaje sobre muchos Estados soberanos". Francose quitó de encima las restricciones de las plutocracias liberales e inauguró una era de autarquía que duraría 20 años. Sus ideas principales se exponían en un documento firmado el 8 de octubre que se llamó Fundamentos y directrices de un plan de saneamiento de nuestra economía armónico con nuestra reconstrucción nacional. Se sentaban vagamente las bases de un plan decenal para alcanzar la modernización económica y la autosuficiencia, a la vez que se pretendía aumentar las exportaciones y reducir las importaciones sin contar con la inversión extranjera. Demostraba que tenía mucha fe en el potencial económico de España y en la eficacia del control y la regulación gubernamental. El objetivo era cubrir las necesidades económicas y de defensa del país con los recursos propios en tan sólo cuatro años; los seis restantes se dedicarían a la reconstrucción total y el desarrollo. Sin embargo, el Gobierno siempre reconoció que España no podría llegar a ser totalmente autosuficiente. Sería necesario importar una cantidad importante de comida, petróleo, materias primas y maquinaria industrial. La autarquía tenía como meta mejorar la situación del comercio exterior y aumentar la producción industrial. Los proyectos siempre se calculaban en términos del coste que tendrían en divisas. La carrera autarquista hacia la industrialización comenzó por un decreto de octubre de 1939 por el que se promulgó la Ley de Protección y Fomento de la Industria Nacional. Esta otorgaba una amplia gama de incentivos, deducciones de impuestos y licencias especiales. La subsiguiente Ley de Ordenación y Defensa de la Industria Nacional del 24 de noviembre que especificaba qué industrias eran merecedoras de ayudas especiales, estuvo vigente durante 20 años. La culminación de esta política fue la creación, en 1941, del Instituto Nacional de Industria (INI), un holding estatal para estimular la industrialización, cuyo modelo era el Istituto per la Ricostruzione Industriale (IRI) italiano. En su fase inicial el INI prestó especial atención a los astilleros, a la producción de acero y de productos químicos, y a la fabricación de coches, camiones y aviones. Su primer presidente fue el oficial de la marina Juan Antonio Suanzes, amigo de la infancia de Franco e hijo de uno de sus jefes de estudio en El Ferrol. Suanzes estaría al mando del INI durante más de veinte años. La política autarquista fue poco consistente y tuvo muchas lagunas desde el primer momento, lo que originó graves distorsiones. Además de los objetivos primordiales del INI, éste se concentró en la industria de guerra, la construcción y reparación de las vías férreas, la producción de maquinaria y herramientas, los hidrocarburos domésticos, el nitrógeno y el algodón. Se establecieron rígidos controles para el cambio de divisas, la importación y determinados productos nacionales, pero esto significaba que había que establecer unas condiciones artificiales de distribución de costos para el desarrollo industrial, que se basaron en principio en los niveles del año 1935. La falta de mercado y otros ajustes tuvo como consecuencia que los precios se fijaran de manera arbitraria y poco realista, lo que disparó la inflación e impidió el crecimiento. A medida que crecía la escasez provocada por la Segunda Guerra Mundial, aumentaban los esfuerzos, a menudo vanos y muy costosos, por encontrar sustitutos al petróleo importado. Por ejemplo, se hicieron extracciones de petróleo de esquisto y del carbón bituminoso en un alarde oficial de apoyar a un inventor austriaco de dudosa reputación que pretendía crear una gasolina sintética. Además, disuadía al Gobierno de intentar maximizar préstamos, créditos e inversiones extranjeras por las regulaciones que había contra el capital extranjero y por la política exterior a favor del Eje. Incluso en las circunstancias de los años 1939-40 hubiera sido posible obtener más crédito extranjero e inversiones, pero la corta vista del Régimen dejó a esta economía sin el soporte vital para su crecimiento. La política española también reflejaba la excesiva concentración en la industria típica de los países agrícolas del siglo XX que ansían crecer rápidamente. Se marginó la agricultura, que era la base de la economía. El instrumento fundamental de la política agrícola durante la guerra civil había sido el Servicio Nacional de Trigo, creado para canalizar el mercado y estabilizar los precios. Se mantuvo durante los años de la posguerra con subsidios del Estado, pero se paralizó la inversión y la producción. La agricultura española no pudo recuperar sus niveles productivos de antes de 1936 durante la Segunda Guerra Mundial, por los efectos que tuvo la guerra civil, por mal tiempo y por las regulaciones restrictivas del Estado. En términos generales, se mantuvo un 25 por ciento por debajo de los niveles de 1934-35, aunque nadie negaba que éstos habían sido excepcionalmente altos. La zona republicana sufrió enormemente la escasez de alimentos en el último año de la guerra civil y a lo largo de 1939 empezó a afectar a todo el país de forma masiva. El 14 de mayo se impuso el racionamiento general de productos de primera necesidad que se mantendría, con diferente intensidad, durante más de una década. Se anunció que la austeridad y el sacrificio personal eran las claves de la nueva política económica. Las materias primas se racionaron de forma similar en la industria. La combinación de control gubernamental y escasez pronto trajo consigo y extendió el estraperlo -el origen de la palabra está en un escándalo financiero de 1935- o mercado negro. Las adjudicaciones estatales y los bienes racionados terminaron siendo objeto de manipulaciones y chantajes. Hubo algunas detenciones e incluso alguna ejecución, pero la corrupción terminó por convertirse en un sistema con vida propia. Durante los primeros cinco años después de la guerra civil hubo al menos 200.000 muertes más por desnutrición o enfermedad que en los años anteriores a la guerra. La tuberculosis se llevaba a unas 25.000 personas al año y en 1941 se registraron 53.307 muertes por diarrea y enteritis, 4.168 por fiebres tifoideas y 1.644 por tifus. El nuevo Estado no generaba los recursos necesarios para poder jugar un papel social y económico más dinámico. La política fiscal excesivamente conservadora redujo la recaudación de impuestos de un 17,83 por ciento bajo la República a un 15,07 en los cinco primeros años después de la Guerra. Los gastos militares cada vez más altos y la escasez dejaban muy poco presupuesto para obras públicas; de un 14,04 por ciento en tiempos de la República pasó a un 7,74 en los primeros años de la posguerra. El paro oficial, en cambio, sí disminuyó, pasando de unos 750.000 desempleados antes de la Guerra Civil a unos 500.000 a finales de 1940 y, finalmente, a 153.122 en 1944; pero estas estadísticas ocultaban el desempleo rural masivo que existía en algunas zonas del país. Además, los salarios se mantuvieron muy bajos e incluso disminuyeron, especialmente en las zonas rurales. Esto, unido a una menor producción industrial y a la escasez de alimentos que había en las ciudades, trajo como consecuencia la desurbanización de la mano de obra, a medida que crecía el sector agrícola en la siguiente década. La nueva política económica no logró crear un sistema de solidaridad nacional como habían previsto los primeros falangistas y como predicaba la propaganda del propio Régimen. Su objetivo era aumentar la producción nacional, pero sus regulaciones favorecían los intereses industriales y financieros establecidos, en detrimento del bando perdedor en la guerra y de gran parte de la población rural, que en su mayoría había luchado en el bando nacional. Aquellos con capacidad económica podían comprar prácticamente cualquier cosa que necesitaran a un precio más alto en empresas legalizadas o en el mercado negro. Es posible que la depresión y la escasez en algunos sectores fuera consecuencia de los rigores impuestos en el ámbito internacional por la Segunda Guerra Mundial, pero la política del Régimen en muchos aspectos no tuvo acierto para superarlos. Para Franco el sufrimiento que había de soportar España era, en gran medida, un juicio provocado por la apostasía política y espiritual de la mitad de la nación. Como dijo en un discurso en Jaén el 18 de marzo de 1940: "No es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto de su historia; es el castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia".
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El presidente norteamericano Roosevelt deseaba concluir la guerra cuanto antes y optó por el desembarco en Francia, despreciando los argumentos de Churchill que prefería hacerlo en Grecia a fin de cortar el paso de los soviéticos hacia Europa central. Los alemanes habían establecido en la costa francesa un sistema de fortificaciones llamado la Muralla del Atlántico, incompleta a pesar de su pomposo nombre. En el Oeste, la Luftwaffe había quedado reducida a menos de 100 bombarderos y unos 70 cazas; en cambio la Wehrmacht desplegaba 58 divisiones. Von Rundstedt deseaba mantener las panzer en el interior para emplearlas como reservas; en cambio, Rommel deseaba situarlas en la costa y asumir la dirección de la futura batalla que Hitler se empeñaba en controlar desde el lejano Berchtesgaden. Para el desembarco se habían dispuesto 39 divisiones, 5.049 cazas, 3.467 bombarderos, 2.343 aviones diversos, 2.316 transportes aéreos, 2.591 planeadores, dos puertos artificiales, un oleoducto, 1.000 locomotoras, 20.000 vagones y una ingente cantidad de impedimenta de todo tipo. Tras una larga preparación, Eisenhower, el general en jefe aliado, ordenó la operación a pesar del mal tiempo reinante. El 5 de junio de 1944 se arrojaron sobre Francia 66.000 toneladas de bombas y el 6 se lanzaron dos divisiones aerotransportadas americanas y una británica. De los 17.000 americanos y 4.255 británicos pocos cayeron en el lugar previsto, bastantes fueron bajas y su llegada a tierra resultó tan caótica que los puestos de mando alemanes recibieron noticias de paracaidistas y planeadores cayendo en todas partes. A las cuatro de la madrugada aparecieron frente a la costa seis acorazados, 23 cruceros, 122 destructores y 360 torpederos destinados a cubrir las playas, conocidas en clave como Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Al desembarcar los británicos, padecieron un intenso fuego, especialmente en la playa Juno, asignada a los escoceses. Tras las primeras resistencias intentaron llegar a sus objetivos: Bayeux, el aeropuerto de Carpiquet y Caen, pero en esta última ciudad estaba acuartelada una división panzer, que detuvo a los desembarcados y convirtió la playa Sword en un matadero. Los americanos pisaron tierra en el otro extremo de la bahía con bastante suerte, excepto en la playa de Omaha, donde llegaron las lanchas tras navegar dos millas náuticas entre el oleaje y el fuego de la artillería. Una vez en la arena, los hombres tropezaron con un infierno de minas y disparos que generó una confusión de muertos, vehículos, armas, explosivos, materiales y chatarra de todo tipo. En las cuatro primeras horas se perdieron en Omaha 3.000 hombres, hasta que la artillería naval americana logró acallar el fuego enemigo, disparando sobre la cabeza de sus propios soldados tumbados en la playa. La reserva alemana más poderosa y próxima, el 1.° Cuerpo de Ejército Acorazado de tres divisiones panzer, no podía moverse sin autorización de Hitler. Von Rundstedt llamó a Berchtesgaden, pero el Führer y el coronel general Jodl, su jefe de operaciones, dormían y nadie se atrevió a despertarles. La orden para los blindados no llegó hasta las 5 de la tarde cuando el grueso necesitaba dos días para llegar hasta Caen. Mientras tanto, protegidos por una importante sombrilla aérea, los aliados desembarcaban en masa. Fracasados los primeros contraataques, von Rundstedt y Rommel comprendieron que habían perdido la batalla de la costa y decidieron ganar tiempo. El 12 cayó, en un campo inglés, la primera V-1 a la que Hitler atribuía carácter de arma decisiva; las siguientes se dirigieron sobre todo a Londres, donde cayeron 2.8000 de las 8.000 disparadas. La aviación aliada aprendió a cazarlas como si fueran aviones y, desde agosto, resultaron derribadas en su mayoría sobre el Canal. Su sucesora, la V-2 no era una bomba sino el primer misil. La primera cayó sobre Londres el 6 de septiembre de 1944, siguiéndole otras 1.100. Desde otoño se lanzaron contra Amberes pero sus resultados sobre el frente fueron nulos. Tras asegurarse la costa, el 30 de junio los aliados conquistaron el puerto de Cherburgo, que podía resolver sus necesidades de transporte. El 9 de julio tomaron Caen; el 31 abrieron una brecha en el frente alemán cerca de Avranches. Un contraataque de las mejores fuerzas alemanas fracasó en Falaise y 100.000 soldados del Reich quedaron cercados durante 15 días, martirizados por el fuego enemigo, hasta que pudieron escapar, a costa de 10.000 muertos y la pérdida de todo el equipo. Los aliados tenían abierto el camino de París. El 15 de agosto de 1944 se produjo un nuevo desembarco aliado en Provenza que, vencidas las resistencias iniciales, tomó Marsella el 27, prosiguió por el valle del Ródano hasta Lyon, uniéndose, el 12 de septiembre, con los americanos que llegaban de Normandía. Los alemanes se habían replegado a la línea Sigfrido, llevándose a Pétain mientras los aliados se aproximaban a París. El 17 de agosto, toda la ciudad se declaró en huelga y la resistencia se sublevó. Si llegaban a controlar la capital, los comunistas podían hacerse con el poder; si la liberaban los americanos quizá establecerían un Gobierno de Giraud o un Gobierno militar aliado. El 24 de agosto, las vanguardias de Leclerc entraron en la ciudad y De Gaulle movió ficha. Se presentó en la ciudad y, entre el entusiasmo de la población, tomó posesión del ayuntamiento. Para la historia y la política, acababa de liberar París.
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A primeros de septiembre de 1504 era ya una evidencia la enfermedad de la reina Isabel. El año anterior había sido muy ajetreado; la reina había recorrido buena parte de las principales ciudades de Castilla, y la fiebre y la depresión habían prendido en su cuerpo y en su alma. Las desavenencias conyugales de su hija Juana, la constatación de su demencia y un infinito cansancio presiden la percepción de una muerte que se siente próxima. El 23 de septiembre, su marido requiere de la Universidad de Salamanca la presencia junto a los reyes de un jurista, el doctor Carvajal, y de un médico, don Fernando Alvarez, para que asistan a un final que se presume inmediato. Hacía más de una semana que la reina no encabezaba ni firmaba las órdenes escritas de la monarquía, y la soledad de la firma del rey presagiaba un desenlace cuyo primer signo fue la incapacidad debida a la gravedad de la enferma. La reina Isabel se encontraba en Medina del Campo, donde el 12 de octubre de 1504 dictó testamento, "estando enferma de mi cuerpo, de la enfermedad que Dios me quiso mandar, e sana e libre de mi entendimiento", ante su fiel secretario Gaspar de Gricio, y con la presencia de los obispos de Córdoba, Calahorra y Ciudad Rodrigo; del Arcediano de Talavera, de los consejeros Pedro de Oropesa y Luis Zapata, y de su camarero Sancho de Paredes. Cuando se cumplían los dos meses del requerimiento de su marido a la Universidad de Salamanca, la reina dictó un codicilo ante su secretario, y lo firmó delante de los Obispos de Calahorra y Ciudad Rodrigo, y ante el Arcediano y los Consejeros que habían estado presentes en su testamento. Tres días más tarde, en el mediodía del 26 de noviembre, la reina moría en una casa de la plaza de Medina del Campo. La noticia llegaba a Murcia y Cataluña una semana más tarde y, a los quince días, ya se conocía en Navarra y en Roma. Estuvo próxima a contar los 54 años de edad, y la reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de Canarias; condesa de Barcelona, señora de Vizcaya y de Molina, duquesa de Atenas y de Neopatria, condesa del Rosellón y de Cerdeña, marquesa de Oristán y de Gociano, daba fin a casi treinta años de reinado y abría el camino a una herencia singular y a un recuerdo imborrable que todavía hoy resulta ser polémico. En sus últimas voluntades disponía ser enterrada con el hábito de San Francisco en el monasterio franciscano de la Alhambra de Granada y, si no era posible su traslado, en San Juan de los Reyes de Toledo, en San Antonio de Segovia, o en el monasterio franciscano más cercano al lugar donde muriese. Sus restos deberían reposar en una simple sepultura guardados bajo una losa plana y sin más adorno que las letras de su nombre. La sencillez de la decisión acerca del destino de su cuerpo, y de los auxilios espirituales que necesitaba su alma -veinte mil misas encargadas por su salvación a iglesias y monasterios de franciscanos observantes, con el apoyo de disposiciones solidarias de reconocido valor religioso, vestidos para 200 pobres, dinero para redimir a 200 cautivos, dos millones de maravedís, a partes iguales, para dotar el matrimonio, o el ingreso en religión de doncellas pobres, además de limosnas para la catedral de Toledo y para el monasterio de Guadalupe-, contrasta con el conjunto de disposiciones políticas, que son la parte más importante del testamento y del codicilo; revelando, sin embargo, una forma de morir que caracterizará a toda la Edad Moderna. Su muerte individualizada se convertía en un acto solidario: la reina necesitaba de los franciscanos observantes, amortajarse con su hábito, siendo fiel transmisora de una tradición que monopolizará mortajas, enterramientos y sufragios durante más de tres siglos, como demuestran incluso los testamentos de la gente común. Los vestidos para los pobres, la redención de cautivos y la dote a doncellas casaderas o deseosas de entrar en religión, reproduce y perpetúa la idea de buscar la solidaridad en la colectivización de la propia muerte. Su última voluntad es el deseo de satisfacer la necesidad de intentar administrar su ausencia definitiva; por eso, como muchos otros, elige en vida mortaja, cortejo y sepultura, confiando en sus testamentarios el cumplimiento de su voluntad y la elección de un escenario irrepetible. Si el testamento revela la preocupación de la reina por corregir desequilibrios nacidos de la burocratización del Estado, de la presión nobiliar y de una constante que es la incertidumbre de la sucesión al trono, el codicilo se desarrolla para complementar aspectos descuidados en el testamento: privilegiar a la Iglesia en sus tres realidades más concretas del momento -obispados, órdenes Militares, Santa Sede-, lograr un eficaz funcionamiento de la justicia y ampliar la solidaridad con veinte mil misas más por las almas de los difuntos que le prestaron servicio, son los asuntos más destacables de su contenido. Las últimas voluntades de Isabel la Católica resumen el final de un reinado bastante semejante a su principio. A partir de 1504 Castilla padece una crisis que reproduce en buena parte contradicciones políticas preexistentes: frente a un aparente poder monárquico establecido a la muerte de la reina, ciertamente preeminente gracias al desarrollo alcanzado por los aparatos burocráticos, de justicia y de gobierno, continúan insistiendo en sus reivindicaciones de privilegio las viejas aspiraciones de los grupos sociales más estamentalizados y de las ciudades. Además, se reproducen formaciones sociales partidistas que si bien no cuestionan con problemas de fondo la sucesión, sí se polarizan en torno a los intereses de los personajes más directamente afectados: por un lado, la princesa doña Juana, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, casada con Felipe el Hermoso, heredera del trono castellano por la desaparición física de su hermano el príncipe don Juan, muerto en 1497, y de su hermana Isabel, casada con Manuel de Portugal, muerta un año más tarde al dar a luz a Miguel quien, pese a sobrevivir a su madre y ser jurado heredero de Castilla, Aragón y Portugal, murió en 1500; por otro lado, el rey Fernando, quien a la muerte de su mujer Isabel dejó de ser rey de Castilla, y a quien sin embargo se le reconoce en el testamento la gobernación del reino en ausencia de su hija doña Juana, que vivía en Flandes. En fecha muy próxima al fallecimiento de la reina, 23 de enero de 1505, las Cortes de Castilla reunidas en Toro reconocían a su viudo como Gobernador de Castilla, hasta el momento en que regresase al reino Juana, a quien proclaman su reina aun con las reservas propias que inspiraba una enfermedad de la que ya se tenían noticias bien ciertas. Desde febrero de 1505 hasta mayo de 1506, Fernando el Católico se empeñó en una triple tarea cuyo objetivo final era preservar la unión de los reinos castellano y aragonés; frente a la oposición interna de buena parte de la nobleza castellana, que le consideraba un extranjero y que estaba representada por los títulos de Béjar, Benavente, Medinasidonia, Villena, que junto con el rey de Navarra formaron partido favorable a su hija doña Juana y a su yerno Felipe el Hermoso, el Rey Católico opuso su condición de Gobernador de Castilla para exigir el exacto cumplimiento del testamento de la reina Isabel. Ayudado por los procuradores en Cortes, por el aparato burocrático del Estado, por el clero y por los escasos miembros de la nobleza que lograron coaligar Cisneros y el duque de Alba, el segundo empeño de Fernando fue asociarse al poder que representaba su yerno; así, pueden interpretarse los intentos fracasados de Fernando de obtener plenos poderes de su hija para gobernar Castilla, y hasta la concordia de Salamanca, de noviembre de 1505, por la que se intentó basar la asociación en el poder mediante el reparto por mitad de las rentas reales entre Felipe y Fernando, el reconocimiento de la perpetuidad del cargo de gobernador para Fernando y del título de rey para Felipe, la firma conjunta de documentos reales y el mutuo acuerdo de declarar incapaz a la reina doña Juana. El tercer empeño utilizó los recursos diplomáticos que permitieran un cambio en las relaciones con Francia y, al tiempo, el que el rey francés adoptase una posición recelosa respecto a la vecindad de los Habsburgo: mediante el tratado de Blois, de octubre de 1505, Fernando el Católico se comprometía con Luis XII de Francia a contraer matrimonio con Germana de Foix y, si del matrimonio naciese un hijo, a titularle rey de Nápoles y de Jerusalén, o en el caso contrario a reconocer con tal titulación a Luis XII y a sus herederos. El contrato matrimonial entre Fernando el Católico y Germana de Foix, sobrina de Luis XII, fue el resultado de una larga negociación que comenzó en la primavera de 1505 y terminó en octubre del mismo año con la firma del tratado de Blois; siete días más tarde, el 19 de octubre, se celebró la boda por poderes, y el 18 de marzo de 1606 los recién casados se velaron en Dueñas. La proximidad de las fechas ayuda a explicar la aceleración de la crisis; a finales de abril de 1506 Felipe el Hermoso desembarcó en La Coruña siendo recibido por la gran mayoría de la nobleza castellana, obligando en cierta manera a que Fernando abandone Castilla y se refugie en Aragón, desde donde a primeros de septiembre parte hacia al reino de Nápoles. Días más tarde, el 25 de septiembre, moría repentinamente en Burgos Felipe el Hermoso. Este acontecimiento fue el punto de partida de una serie de revueltas nobiliarias y del afloramiento de una serie de reivindicaciones territoriales, que dividieron a la nobleza en dos partidos; uno, más cercano a Cisneros, defendía el respeto al testamento de Isabel y, en consecuencia, solicitaba la vuelta de Fernando desde Nápoles para que se hiciese cargo de la gobernación del reino. El otro partido nobiliar, más próximo a las tesis políticas del desaparecido Felipe, defendía la entrega de la gobernación de Castilla a Maximiliano de Austria, que actuaría como regente hasta tanto su nieto Carlos no fuera proclamado rey de Castilla. Además existieron otros problemas añadidos; por una parte, la formación de un tercer partido nobiliar en torno a Fernando, hermano de Carlos, que residía en Castilla, y que más adelante sería nombrado en el testamento de Fernando el Católico regente de Castilla y maestre de las Ordenes Militares, en el caso de que el reino quedase vacante, decisión que se modificó en enero de 1516 en beneficio de Cisneros, que sería regente hasta tanto no llegase el futuro emperador. Por otra parte, la viuda doña Juana podría volver a casarse y, de tener hijos, podría complicar la sucesión al trono. Por último, el tardío regreso a Castilla de Fernando el Católico, en el verano de 1507, fue seguido en mayo de 1509 por el nacimiento del príncipe Juan, hijo habido con Germana de Foix, que murió a las pocas horas de haber nacido. Pero los problemas más importantes continuaban siendo la nobleza hostil a Fernando y partidaria de don Carlos y la incapacidad de la reina doña Juana. Como ocurrió en el principio con Juana, apodada la Beltraneja, Juana, apodada la Loca, verá cuestionada su posibilidad de gobernar; si la sospecha de ilegitimidad produjo un paulatino aislamiento, la certeza de una enfermedad, más declarada y agravada a partir de la prematura muerte de su marido, Felipe el Hermoso, convirtió a la reina en una reclusa encerrada en Tordesillas desde 1509 por orden de su padre Fernando. Pero, aparte de las evidencias de la incapacidad debida a la enfermedad, existió una pugna por el control del ejercicio del poder y una separación efectiva de la reina de los asuntos del Estado, que primero fue decidida por su marido, después por su padre y, y más tarde, por su hijo Carlos quien, el 14 de marzo de 1516, se proclamaría rey de Castilla y Aragón en su residencia de Bruselas, una vez conocido el fallecimiento del Rey Católico, ocurrido el 23 de enero de 1516 en el pequeño lugar extremeño de Madrigalejo. Aunque nominalmente la reina doña Juana continuó figurando en los documentos reales, hacía mucho tiempo que había sido apartada del poder y, contra lo dispuesto en el testamento de Isabel la Católica, existieron suficientes intereses y tensiones como para poner en peligro una compleja herencia familiar.
contexto
La secta hispana más importante y cuyo fin trágico marcó un grave precedente, no sólo para la iglesia de este país sino para toda la iglesia occidental, fue el priscilianismo. La primera noticia documental de la existencia de priscilianistas es una carta del año 378 ó 379 en la que Higinio, obispo de Córdoba, denuncia la propagación de este movimiento a Hidacio, obispo de Mérida. De esta denuncia se desprende que el movimiento religioso fue descubierto durante el período de su expansión por la provincia de Lusitania. A esta provincia debían pertenecer también los obispos Instancio y Salviano, protectores y seguidores de Prisciliano. También se desprende que la difusión del priscilianismo había comenzado varios años antes, permaneciendo hasta entonces en la oscuridad. Tal vez al expandirse en Lusitania, el movimiento hubiera ido radicalizándose y ostentando comportamientos más llamativos que hasta entonces no habían sido percibidos. Sobre la figura de Prisciliano pesan muchas incógnitas. La primera de ellas es la de su origen. Dados la extensión y el arraigo que el priscilianismo alcanzó en Galicia (sobre todo tras su muerte) la mayoría de los autores le suponen un origen gallego, aunque no sea un hecho comprobado. Sulpicio Severo escribe en su crónica que Prisciliano pertenecía a una familia aristocrática, muy rica, lo que le había permitido alcanzar un alto nivel cultural. Efectivamente, en la propia obra escrita que conservamos de Prisciliano, sus Tratados y Cánones, se observa un estilo erudito y cultivado. También la mayoría de sus seguidores era gente culta. Además, de la misma descripción de Sulpicio Severo se desprende que Prisciliano tenía unas cualidades muy señaladas para constituirse en líder de un movimiento, pues era "Muy ejercitado en la declamación y la disputa, agudo e inquieto, habilísimo en el discurso y la dialéctica, nada codicioso, sumamente parco y capaz de soportar el hambre y la sed. Pero al mismo tiempo, muy vanidoso y más hinchado de lo justo por su conocimiento de las cosas profanas". Aunque en el momento en que se da a conocer la mayoría de los priscilianistas y el propio Prisciliano eran laicos, de sus propios escritos parece desprenderse que su objetivo era la renovación de la Iglesia desde dentro y que su aspiración era acceder al episcopado: "Elegidos ya para Dios algunos de nosotros en las iglesias, mientras otros procuramos con nuestro modo de vivir ser elegidos". La base textual de su enseñanza son el Antiguo Testamento y los apócrifos. De la utilización de estos escritos apócrifos se desprenden algunos errores doctrinales en los que no consideramos oportuno entrar por alejarse del tema. Los rasgos más sobresalientes de su comportamiento son un notable radicalismo ascético con exhortaciones al abandono de las cosas mundanas, la renuncia a la carne y al vino, la virginidad a ultranza, la consideración de igualdad entre el hombre y la mujer y una condena tajante al lujo y al poder secularizado de los obispos. Estos son los planteamientos de vida que pueden extraerse de las múltiples controversias que los priscilianistas suscitaron. Así, por ejemplo, el Apologético de Itacio de Osonoba, uno de sus más encarnizados acusadores (junto con Hidacio de Mérida) es una sarta de acusaciones injuriosas, acusándole de artes maléficas, infamias sexuales e incluso afirmando que el maestro de Prisciliano había sido un tal Marcos de Menfis, muy entendido en el arte de la magia y discípulo de Manes. Que tales acusaciones implicaban un odio exagerado lo demuestra el hecho de que San Martín de Tours reprochara a Itacio su desmedida saña lo que, por cierto, hizo que los detractores de Prisciliano sumaran a San Martín al grupo de herejes. También San Ambrosio, obispo de Milán, hizo parecidos reproches a Itacio, así como otros muchos personajes nada sospechosos de connivencia con el priscilianismo. Algunos autores, sobre todo A. Barbero, han considerado que el priscilianismo era una expresión religiosa del malestar social de la época. Ciertamente hay un trasfondo social innegable. Tal vez no fuera el planteamiento de Prisciliano expresar por medio de la ideología religiosa el malestar social de la población campesina, pero muchos de sus seguidores -fundamentalmente después de su muerte- sin duda encontraron en el priscilianismo un vehículo de expresión de su rechazo a una Iglesia secularizada, fácilmente identificable con el Estado que les oprimía. Pero volvamos al relato de los avatares de Prisciliano y sus seguidores. En esos momentos Prisciliano había atraído a sus convicciones a mucha gente noble y también de la clase popular. Sobre todo, dice Sulpicio Severo, que acudían a él "catervas de mujeres", sin duda por sus planteamientos más justos hacia ellas que los de la Iglesia oficial. Formulada la denuncia de Higinio de Córdoba a Hidacio de Mérida, a la que ya nos referimos, de nuevo Sulpicio Severo nos dice que Hidacio "atacó a Instancio y sus socios -priscilianistas sin medida y más allá de lo que convenía, dando pábulo al incendio incipiente y exasperando más que apaciguando". Sin duda estos ataques abrieron una distancia aún mayor entre los priscilianistas y el clero oficial. En el 380 se celebra un Concilio de Zaragoza al que asisten, entre otros obispos, Itacio de Osonoba e Hidacio de Mérida, así como Delfín, obispo de Burdeos y un tal Fitadio -que Sotomayor considera se trata de Febadio Agen-, puesto que la secta había penetrado también en las Galias. No asiste ningún priscilianista. El objeto del Concilio se resume en pocas palabras: acusar a Prisciliano y a sus seguidores. Itacio de Osonoba fue encargado de dar a conocer la sentencia del Concilio. Tras este acontecimiento se produjeron tumultos en la sede de Mérida contra Hidacio y muchos clérigos se separaron de él. Prisciliano fue ordenado por Instancio y Salviano como obispo de Avila, cuya sede había quedado vacante. A continuación Itacio hace una acusación formal inventando una historia falsa de los hechos y reuniendo "ciertas escrituras" comprometedoras. Sin duda se trataba de los apócrifos. Esta denuncia la dirigió al emperador Graciano. La respuesta de éste fue el destierro de todos los herejes no sólo de sus iglesias y ciudades, sino de todo el territorio. Instancio, Salviano y Prisciliano deciden dirigirse a Roma y procuran la intervención del papa Dámaso. Según el relato de Sulpicio Severo, se dirigieron primeramente a Elusana (Euze), en Aquitania, donde hicieron muchos prosélitos. En Burdeos intentan entrevistarse con el obispo Delfín -que había asistido al Concilio de Zaragoza- pero éste se niega a recibirlos. Entre los numerosos adeptos que hicieron, destacan Eucrocia, mujer del retórico Delfidio, y su hija Prócula. Acompañados de muchos de estos nuevos prosélitos se dirigen a Roma, pero el papa Dámaso no los recibe. Tampoco Ambrosio de Milán accedió a entrevistarse con ellos. Como última alternativa se dirigen a las autoridades civiles y es Macedonio, magister officiorum, quien logra la revocación de la condena de Graciano y ordena que les sean restituidas sus sedes. De este modo, en el año 382, vuelven a instalarse en ellas, excepto Salviano, que había muerto durante la estancia en Roma. Una vez en sus sedes, Prisciliano y los suyos consiguen que el procónsul Volvencio mande detener a su acusador, Itacio de Osonoba, por calumnias e injurias, pero Itacio logra escapar a las Galias y obtiene la protección del prefecto Gregorio. Posteriormente, se refugia en Tréveris, amparado por el obispo Britanio. Entre tanto, Máximo se había hecho proclamar emperador en Britania y, como hemos visto anteriormente, consiguió hacerse con el control de las Galias e Hispania. Itacio acusa nuevamente ante el emperador Máximo a Prisciliano y sus seguidores. Máximo ordena que sean llevados a Burdeos, donde se celebra, en el año 384, un concilio compuesto principalmente por obispos de Aquitania para juzgarlos. Hidacio e Itacio eran los acusadores ante el Concilio y Prisciliano e Instancio los acusados. Entre los presentes se encontraba san Martín de Tours. La condena fue que a Instancio se le despojara del obispado, pero Prisciliano no consintió en ser jugado por los obispos y apeló al emperador. De este concilio, que como se puede ver es nuestra principal fuente para el conocimiento de la vida de Prisciliano, dice Sulpicio Severo: "En mi opinión, me desagradan tanto los reos como los acusadores y al menos a Itacio lo defino como quien no tuvo peso alguno ni nada de santo; pues era osado, parlanchín, desvergonzado, suntuoso, demasiado proclive al vientre y a la gula. Hasta tal punto había llegado su estulticia que llegó a acusar como compinches o discípulos de Prisciliano a todo santo varón cuyo afán consistiera en la lectura o cuyo propósito fuera ayunar. El desgraciado se atrevió incluso por aquel tiempo a echar públicamente en cara la difamación de herejía al obispo Martín, un hombre plenamente comparable a los apóstoles. Pues Martín, establecido por aquel tiempo en Tréveris, no dejaba de increpar a Itacio para que retirase la acusación y de rogar a Máximo que se abstuviera de la sangre de unos infelices". El proceso se mantuvo en suspenso mientras Martín de Tours estuvo en Tréveris, incluso parece que obtuvo buenas promesas de Máximo. Pero los obispos Magno y Rufo, cuyas sedes se ignora, convencen al emperador para llevar adelante el proceso. La causa la pone Maximo en manos del prefecto Evodio, hombre "violento y severo", según Sulpicio. En el proceso se halló a Prisciliano convicto de los siguientes cargos: magia, doctrinas obscenas, conciliábulos nocturnos con mujeres y de orar desnudo. Vista la causa, el emperador Máximo decretó que Prisciliano y sus amigos fueran condenados a muerte. La lista de los ejecutados, según Sulpicio Severo, es la siguiente: Prisciliano, jefe de la secta; Felicísimo y Armenio; clérigos; Latroniano (del que Jerónimo en su De viris illustribus dice que era un varón erudito y comparable en la poesía con los antiguos) y Eucrocia. En el mismo juicio Instancio fue desterrado a la isla Scilly. En subsiguientes juicios también fueron sentenciados los diáconos Asarbo y Aurelio a la pena de muerte; Tiberiano a la confiscación de bienes y destierro a la isla Scilly; Tértulo, Potamino y Juan, por ser gente humilde y haberse reconocido culpables, al exilio en las Galias. También el obispo Higinio de Córdoba (que dio a conocer la existencia del priscilianismo, al que posteriormente él mismo se adhirió) fue condenado al destierro. La gravedad de éstos procesos ha sido vista por algunos autores como un preludio de la futura Inquisición, pues ciertamente nunca antes se habían dictado sentencias capitales por motivos religiosos. Sabemos que después de su ejecución, los cuerpos de Prisciliano y sus seguidores fueron traídos por sus fieles a Hispania, tal vez a Galicia, dado el fervor priscilianista que continuó durante dos siglos más. Las insinuaciones de Mons. Duchesne, luego repetidas por otros estudiosos, Hauschild entre ellos, han dado cierta base para suponer que los restos venerados desde el siglo IX del apóstol Santiago, en Compostela, no son otros que los de Prisciliano y sus compañeros, únicos personajes de cuyo culto hay constancia en Galicia hasta el siglo VII. La conmoción por estas sentencias sin duda fue muy grande en la Iglesia, no sólo hispana, sino occidental. Sulpicio Severo nos describe esta situación: "Por lo demás, al morir Prisciliano, no sólo no se reprimió la herejía que irrumpiera bajo sus auspicios, sino que se afirmó y propagó más. Pues sus seguidores, que antes lo habían honrado como santo, comenzaron a venerarlo como mártir. Ahora bien, entre nosotros se había encendido una continua guerra de discordias que, agitada ya durante quince años con desagradables dimensiones, no había manera de sofocar. Y ahora, cuando especialmente gracias a las discordias entre los obispos todo se veía perturbado y confundido y depravado todo por su mediación, a causa del odio, el favor, el miedo, la inconstancia, la envidia, el partidismo, las pasiones, la arrogancia, el sueño y la desidia, a la postre la mayoría rivalizaba con planes podridos y afanes contumaces contra los pocos que tenían buenas intenciones". Todas estas razones habían llevado a la condena a muerte de Prisciliano y sus compañeros.
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La liberalización política que siguió al primer gobierno de Sagasta en la Restauración, también afectó positivamente al desarrollo de las organizaciones obreras, tanto de carácter anarquista como marxista. La posibilidad de actuar en la legalidad llevó a los anarquistas a la celebración de un congreso en Barcelona, en septiembre de 1881, en el que adoptaron el nombre de Federación de Trabajadores de la Región Española. El desarrollo de la Federación en el plazo de un año fue extraordinario: los afiliados llegaron a ser 57.934, agrupados en 218 federaciones locales; su implantación fue especialmente importante en Andalucía, donde se llegaron a sobrepasar las cifras del sexenio democrático, alcanzando un 66 por ciento de los efectivos totales de la organización; por el contrario, en Cataluña, la otra gran área de implantación anarquista, el crecimiento fue menor, por lo que perdió importancia en el conjunto del movimiento, aunque la dirección de éste fuera principalmente catalana. El desarrollo organizativo del movimiento anarquista fue realmente efímero. En 1883 tuvieron lugar una serie de asesinatos y delitos comunes de los que las autoridades culparon a la Mano Negra -una asociación clandestina, de orientación anarquista, pero sin vinculación efectiva con la Federación-. La brutal represión se extendió no sólo a los componentes de la Mano Negra sino a toda la organización anarquista de Andalucía. La percepción que este hecho provocó de debilidad ante las fuerzas represivas del Estado, dio fuerza a quienes, desde dentro del movimiento, criticaban la existencia de una organización anarquista pública, legal y con una dimensión sindical. Las razones de esta crítica eran fundamentalmente cuatro: la limitación que para la autonomía individual -el núcleo duro de la ideología anarquista suponía la existencia de toda estructura colectiva; el peligro de que la organización se convirtiera en un fin en si mismo, distrayendo a sus componentes de lo que debía ser su objetivo básico, la revolución; la integración social que suponía entrar en el ámbito de la legalidad; y, finalmente, el peligro de aburguesamiento, de debilitación del ímpetu revolucionario, ante las pequeñas ventajas que mediante la actividad sindical pudieran conseguirse. Estrechamente relacionada con la tendencia insurreccionalista estaba una nueva orientación doctrinal, el comunismo libertario, que condenaba la apropiación individual del fruto del trabajo de cada uno -como propugnaba la doctrina colectivista, propia del anarquismo hasta entonces-. La fobia antiorganizativa, como la ha denominado José Álvarez Junco, no era, por otra parte, privativa del anarquismo español. La misma Internacional antiautoritaria se había disuelto en Verviers, en septiembre de 1877. Entre 1883 y 1888, los partidarios del mantenimiento de la estructura legal se enfrentaron en España a los de la espontaneidad, con el triunfo final de los que pensaban que las palabras organización y revolución rabian de verse juntas. En 1888 se disolvió de forma definitiva la Federación de Trabajadores de la Región Española. El movimiento anarquista inició un período de intelectualización: siguió socialmente presente a través, principalmente, de publicaciones e iniciativas educativas. Por otra parte, el camino para el predominio de las acciones individuales de carácter terrorista, para la propaganda por el hecho que habría de proliferar en la década siguiente, quedaba facilitado. El recurso a la violencia, la propaganda por el hecho (en expresión del italiano Enrico Malatesta) fue una táctica generalizada en el anarquismo europeo, y también el español, de la época de entre siglos. Esta coincidencia no se debe a ninguna conspiración internacional, sino a la existencia de una serie de causas comunes, relativas tanto a la estructura social como a la orientación precisa del anarquismo en aquellos años, dominado por el individualismo. Parece innecesario señalar que el anarquismo no puede ser identificado exclusiva, ni principalmente, con el terrorismo, ya que este movimiento se caracteriza por una gran riqueza de ideas y de tácticas. "La doctrina anarquista en su conjunto", ha escrito José Álvarez Junco, "podría describirse como esencialmente pacifista, debido a su optimismo antropológico y cósmico, su fe en la armonía natural, su crítica de la violencia de la sociedad burguesa y su ideal de una sociedad solidario y no coactiva". Sin embargo, también es cierto que la apelación a la violencia estuvo presente en el discurso de algunos destacados anarquistas, y que su puesta en práctica, incluso con entusiasmo, fue un hecho en determinados momentos, como el que estamos considerando. Tras el colapso de la organización de la FTRE, en 1888, y el triunfo de las tesis de los espontaneistas e insurreccionalistas, los anarquistas españoles trataron de justificar el recurso a la violencia, en la última década del siglo, por dos razones teóricas: la violencia estructural de la sociedad tal como estaba constituida -el Estado también se asentaba en la violencia, y recurrir a ella no era más que utilizar las mismas armas de los opresores-, y la enorme injusticia de la situación social, que hacía desesperada la vida de gran número de trabajadores. Pero, probablemente, mayor valor explicativo de los actos terroristas tiene una tercera razón, más pragmática, que sus autores también invocaron explícitamente: su carácter de represalia, de venganza contra la represión brutal -en la que se incluía la tortura- e indiscriminada, contra todos los anarquistas, estuvieran o no implicados en los actos terroristas, llevada cabo por la policía. En este sentido, el acontecimiento clave -aunque no fuera, ni mucho menos, el primer acto violento-, que está en el origen de una primera oleada terrorista ocurrida entre 1893 y 1897, fue el intento de toma de Jerez de la Frontera, el 8 de enero de 1892. La noche de aquel día, unos quinientos o seiscientos campesinos trataron de hacerse con la ciudad para liberar a unos compañeros presos en la cárcel (episodio recreado por Blasco Ibáñez en su novela La Bodega, de 1905). El intento, que se saldó con la muerte de dos vecinos y uno de los asaltantes, fracasó ante la resistencia que durante cuatro horas ofrecieron las fuerzas acuarteladas en la ciudad. Como en el caso de la Mano Negra, la represión se extendió a todo el movimiento obrero andaluz, y se habló de confesiones conseguidas mediante torturas. Un Consejo de guerra impuso cuatro penas de muerte, que se ejecutaron pocos días después, y dieciséis de cadena perpetua. La respuesta anarquista -que tuvo como escenario preferente, aunque no único, Barcelona- tardó algo en llegar, pero fue contundente. Aparte de otros actos de menor importancia, el general Martínez Campos, a la sazón capitán general de Cataluña, sufrió un atentado, que sólo le hirió levemente, cuando presidía un desfile militar, el 24 de septiembre de 1893; una persona resultó muerta y otros militares sufrieron heridas de diferente importancia; el autor del atentado era el joven Paulino Pallás, fusilado dos semanas más tarde, mientras vitoreaba a la anarquía y anunciaba que la venganza sería terrible. En efecto, al mes siguiente, el 7 de noviembre, durante la inauguración de la temporada del Teatro del Liceo, al comenzar la representación del segundo acto de la ópera Guillermo Tell, de Rossini, Santiago Salvador lanzó desde el quinto piso dos bombas, de las que sólo una explotó, matando a veintidós personas e hiriendo a otras treinta y cinco, que estaban sentadas en el patio de butacas. Las escenas de horror que se sucedieron, y la sensación de alarma que se propagó entre la población barcelonesa, son fácilmente imaginables. La extensa represión que siguió a este atentado fue invocada, a su vez, como justificación para un tercero: el perpetrado en junio de 1896, durante el paso de la procesión del Corpus por la calle Canvis Nous de Barcelona; seis personas murieron en el acto, y otras cuarenta y dos resultaron heridas, como consecuencia de la bomba lanzada contra la parte trasera de la procesión. La actuación policial que se desarrolló a continuación contra todo elemento relacionado, aunque fuera lejanamente, con el anarquismo fue particularmente brutal. El proceso de Montjuich, como fue conocido el que se celebró contra los acusados de ser autores del atentado, tuvo una gran repercusión internacional, dañando gravemente la imagen de España. Más grave todavía fue una última consecuencia: el asesinato de Cánovas, en agosto de 1897, por el anarquista italiano Angiolillo, que dijo vengar así a sus compañeros torturados en Montjuich.
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La Restauración heredó, junto con la guerra carlista, otra guerra en Cuba, iniciada en octubre de 1868, la que sería conocida como guerra de los Diez Años. Cuando Cánovas se hizo cargo del poder, las fuerzas independentistas cubanas se encontraban profundamente debilitadas. A pesar de que España, sumida en graves problemas, sólo había prestado una atención secundaria al conflicto antillano, siete años no habían bastado para extender la guerra más allá del Oriente de la isla -la zona más pobre y atrasada, donde había comenzado-; las divisiones internas entre civiles y militares impedían el máximo aprovechamiento de los recursos disponibles, los fondos proporcionados por los exiliados cubanos estaban agotados, y la estricta neutralidad de los Estados Unidos les privaba de la esperanza en la única ayuda que podría desequilibrar la balanza a su favor. Por eso aceptaron la generosa oferta de paz, con promesas de amnistía y reformas políticas, que en 1878 les hizo un nuevo Capitán General, Arsenio Martínez Campos, quien, por otra parte, contaba con más soldados, disponibles tras la terminación de la guerra carlista en la Península. La paz se firmó en la aldea de Zanjón. La guerra de los Diez Años -y la guerra chiquita que se libró a continuación, hasta 1880- tuvieron dos consecuencias fundamentales: dieron un gran impulso al nacionalismo cubano, y favorecieron la penetración económica de los capitalistas de Estados Unidos en la isla. Respecto a lo primero, según Luis E. Aguilar, "la vaga sensación de identidad colectiva, surgida a comienzos del siglo XIX", se convirtió en un sentimiento ardiente y profundo. Aunque el racismo persistió -las advertencias españolas de que una lucha anticolonial sería el detonante de una guerra racial semejante a la de Haití- tendría poco peso a partir de entonces, dado que los negros se habían unido a los blancos en su combate contra España. "El recuerdo de los héroes cubanos y de sus victorias -y el de la brutalidad española (...)- despertaba emociones patrióticas que hacían extremadamente difícil una completa reconciliación". La inversión de capitales norteamericanos estuvo unida a la reconstrucción del Oriente cubano devastado por la guerra, pero también se extendió al resto de la isla. Fue una ocasión aprovechada por las tendencias expansionistas de la industria azucarera para llevar a cabo una profunda modernización del sector: mecanizarlo, sustituyendo al trabajador esclavo negro por el asalariado blanco, y aumentar la escala de producción. Además de proporcionar el capital, Estados Unidos se convirtió en el mercado por excelencia de los productos cubanos y, especialmente, del azúcar. A comienzos de la última década del siglo, el valor de las exportaciones cubanas a España era de 7 millones de pesos, por 61 millones a los Estados Unidos. En estas circunstancias, el gobierno norteamericano estuvo en condiciones de imponer las condiciones que quiso. En 1892 entró en vigor un nuevo Arancel que establecía la entrada libre en los Estados Unidos del azúcar cubano a cambio de abundantes concesiones a las manufacturas norteamericanas en el mercado antillano. Eminentes economistas de la época consideraron este momento como el de la anexión económica de Cuba a los Estados Unidos. No obstante, los textiles catalanes, en particular, siguieron teniendo en las Antillas un destino privilegiado. La paz de Zanjón estableció la asimilación de Cuba con la metrópoli, como si fuera una provincia más. Cuba, igual que Puerto Rico, eligió diputados al Congreso de Madrid. Se formaron dos partidos políticos: la Unión Constitucional o partido conservador, y el Partido Liberal, que pronto tomó el nombre de Autonomista. En el primero se integraron fundamentalmente los peninsulares, aunque también contó con algunos destacados criollos, partidarios del completo control sobre la colonia y enemigos de toda concesión o reforma. El partido Autonomista estaba compuesto sobre todo por criollos que querían obtener por medios pacíficos y legales unas instituciones políticas particulares para la isla, en las que ellos pudieran participar. En 1878 se liberó a los esclavos que hubieran luchado en alguno de los dos bandos; la abolición definitiva de la esclavitud llegó en 1886. El proceso de adaptación no fue nada fácil para una gran mayoría de las personas negras liberadas. Acostumbrados al tópico de la suicida pasividad política del gobierno español en Cuba, entre la paz de Zanjón y el grito de Baire -con el que daría comienzo la guerra de 1895-, resulta sorprendente leer en el historiador cubano Manuel Moreno Fraginals, la existencia de dos estrategias españolas con las que contrarrestar el independentismo cubano: al afán por lo que llamaron ganar a los negros, y una política oficial de hispanización de la sociedad cubana. Las autoridades fueron plenamente conscientes de la importancia del problema negro en Cuba, y llevaron a cabo una extraordinaria labor de promoción cultural hacia los negros y contra la discriminación racial; fueron suprimidos todos los impedimentos para la asistencia a cualquier centro de enseñanza -primaria, secundaria o universitaria-, o cualquier tipo de segregación en transportes o locales públicos. "Lo increíble es que estas disposiciones se comenzaron a poner en vigor cuando aún no se había abolido la esclavitud (...) Ninguna otra metrópoli en el mundo ha mantenido una actitud político-racial semejante". El principal medio por el que se intentó españolizar la isla fue la política inmigratoria, que aprovecharon, sobre todo, gallegos -nombre que se da en la isla a todos los españoles- y asturianos. Entre 1868 y 1894 llegaron a Cuba 708.734 inmigrantes (417.624 civiles y 291.110 soldados y oficiales) para una población que, en 1868, era de 1.500.000 personas. Lo que el gobierno español no hizo, desde luego, fue introducir reformas políticas ni conceder la autonomía a Cuba; el último intento, fracasado, fue el de Antonio Maura en el ministerio liberal de 1893; las reformas del ministro Abárzuza fueron demasiado tímidas y llegaron demasiado tarde. Para muchos historiadores esta cerrazón -que ciertamente llevaría a los cubanos a la guerra como única forma de obtener su independencia-, o bien es incomprensible, o sólo puede explicarse por la influencia de unos pocos potentados peninsulares, atrincherados en sus privilegios. La política española en Cuba, sin embargo, tenía lógica -Cánovas no estaba ciego, precisamente en este asunto, y era clarividente en todos los demás-, y estaba determinada por otros móviles, además de satisfacer los intereses de unos cuantos. Como señala Javier Rubio, "la gran mayoría de los dirigentes políticos de la época contemplaban la autonomía (...) como una expeditiva fórmula mediante la cual los separatistas encubiertos conseguirían una rápida independencia". El exministro liberal de Ultramar, Víctor Balaguer, lo expresaba claramente: "por muchos caminos se puede ir a la separación, pero por el camino de la autonomía las enseñanzas de la historia me dicen que se va por ferrocarril". Es decir, pensaban -y con razón- que los intereses cubanos y los españoles eran contrapuestos, por lo que una Cámara autonómica adoptaría medidas que un gobierno español no podría tolerar, y el conflicto terminaría en el enfrentamiento y la independencia. Moreno Fraginals ha expuesto con toda claridad la raíz del problema cubano para España: "La crisis del sistema de gobierno español en Cuba tenía su razón de ser en la inadecuación de la relación metrópoli/colonia". España carecía de los medios técnicos y económicos para encauzar tanto la realidad como las posibilidades productivas cubanas. Cuba, en una serie de aspectos, desbordaba a la metrópoli. Esto la sabían muy bien los gobernantes españoles y especialmente Práxedes Sagasta y Antonio Cánovas del Castillo. Es absurdo afirmar que España se empeñaba en mantener una política anacrónica e irracional respecto a Cuba: Sagasta y Cánovas eran demasiado inteligentes para implantar, sin razones, un sistema incoherente. Su política respecto a Cuba fue la única posible para una metrópoli situada a 9.000 kilómetros de distancia, que sólo consumía, comercializaba y transportaba el 3, 7 por 100 de la producción colonial, mientras más del 90 por 100 lo hacía Estados Unidos, a sólo 120 kilómetros de sus costas. La política española era de supervivencia dentro de un sistema en el cual no actuaba como metrópoli económica que dirige la vida de un país, sino como extraña mezcla de parásito que extrae riquezas y centro que aporta su cultura. Si se quería mantener la soberanía española, la política respecto a Cuba fue la única posible. La pregunta correcta, por tanto, -de acuerdo con el análisis acertado que los políticos hacían de la cuestión- no es por qué éstos no dieron la autonomía a Cuba, sino por qué no le dieron la independencia, como francamente recomendaba el general Polavieja en 1879. Y la respuesta debe tener en cuenta los diversos factores -de distinta naturaleza, económicos, políticos, culturales- que aparecen implicados en toda empresa colonial y no sólo en la cubana. Con relación a los factores económicos, es evidente que existía un importante grupo de presión -propietarios y beneficiarios de concesiones del Estado- favorable al mantenimiento de la situación; representantes de intereses cubanos habían ayudado financieramente a la empresa de la Restauración, y ocupaban puestos clave en el sistema: Romero Robledo y el marqués de Comillas, por ejemplo. Pero había también otros intereses, no tan individuales, que no podían sacrificarse fácilmente; según la relación de Earl R. Beck, de acuerdo con Javier Rubio, "los fabricantes de harinas, que temían la pérdida del mercado cubano, los productores peninsulares de azúcar, amenazados por las importaciones de las Antillas, los armadores que se beneficiaban de las tarifas diferenciales en los fletes bajo pabellón español, los industriales catalanes, que se amparaban en la protección del mercado cubano". Es decir, una buena parte del aparato productivo español, para quienes en palabras de un agricultor castellano, en 1897, Cuba ya no suponía ríos de oro como antaño, pero sí un lugar donde aún se vende mucho. El problema se complicaba por su dimensión nacionalista. Todas las colonias, pero Cuba especialmente, eran parte del territorio de la nación, que los políticos debían conservar en su integridad. Headrick ha señalado que Cuba fue para Cánovas lo que Portugal para el conde-duque de Olivares. En 1865, Cánovas alabó a los diputados sitiados en Cádiz, en 1811, que rechazaron un tratado para "proveerse de subsistencias con tal de que cedieran los presidios de África", dispuestos a perecer antes que abandonar la parte más mínima del territorio de su patria. En aquella misma ocasión, reconocía que "e(ra) preciso corregir un poco a esta nación, un tanto llena de sus blasones, (...) de su hidalguía de conquistadora, de su gusto por la guerra, de su placer por las aventuras. Pero eso sólo podía conseguirse lentamente, porque las tendencias históricas de la nación española (...) son superiores a todos los gobiernos (...) a todos los individuos. No se cambia la naturaleza de un país en un día; no se le dice a una nación antigua y de viejos blasones (...) (que) es preciso abandonar en un instante todos los estímulos, toda la poesía que llevan consigo el honor y la gloria". La cuestión efectivamente se planteaba en términos de honor y gloria, tanto por la inmensa mayoría de los políticos como por las masas urbanas, progresivamente receptivas al discurso nacionalista. Es preciso no olvidar, por último, que las últimas décadas del siglo XIX fueron la época del imperialismo, una época en las que las potencias europeas tomaban colonias, no las dejaban. Cánovas -y en éste como en otros temas es preciso citarle porque, además del poder de decisión que tenía, intentó en todo momento dar y darse la razón de sus actos- contempló entusiasmado el colonialismo europeo, que juzgó como una nueva cruzada, una misión divina, que las naciones cultas y progresivas tenían que cumplir para "extender su propia cultura y plantear por donde quiera el progreso, educando, elevando, perfeccionando al (...) hombre". El lugar de España en esta empresa estaba "entre las naciones expansivas (...) ese corto número de naciones superiores aunque", decía, "limitadas (deben ser) nuestras aspiraciones, cuando lo están nuestras fuerzas". Ya que no era posible ganar mucho, se trataba al menos de no perder lo que se tenía.