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Esta tabla está en la misma corriente que la Extracción de la Piedra de la Locura y como aquélla, su atribución a El Bosco es dudosa pero posible. El Bosco suele realizar en sus cuadros complicadas alegorías moralizadoras, hondamente religiosas y tanto este cuadro como el citado anteriormente carecen de trasfondo religioso. Se limitan a poner de manifiesto la superstición del pueblo llano y el manejo de algunos timadores con supercherías y abusos. De hecho, aunque muy humorísticos, demuestran un absoluto desprecio por sus congéneres, mientras que en los grandes cuadros de El Bosco existe más bien compasión y crítica trascendente. Sin embargo y como hemos dicho, el humor que traspasa este cuadro merece la pena ser analizado. La escena nos muestra a un supuesto mago ante una mesa, realizando prodigios. Una serie de personajes, en su mayoría frailes y monjas, atienden a sus demostraciones. Es necesario remarcar que precisamente los hombres destinados a la vida religiosa son el público de magos y embaucadores. El timador lleva un cesto por el que asoma una lechuza o búho, símbolo de la herejía. A sus pies, un perro disfrazado de bufón apoya esta idea. El hecho maravilloso que tiene embelesada a la gente es que el prestidigitador ha hecho salir un sapo de la boca de su sumiso espectador. Pero mientras la gente expresa sus diversas reacciones (incredulidad, maravilla) el que está detrás le roba disimuladamente la bolsa, en acuerdo obvio con el prestidigitador.
contexto
El proceso de renovación de las artes tuvo que confrontarse, necesariamente, con la introducción en España de determinadas soluciones y modelos que, procedentes del Renacimiento italiano, se asociaban desde comienzos del siglo XVI a algunas de las familias más influyentes de la alta nobleza. La adopción por parte de las mismas de los sistemas y repertorios procedentes de Italia aparece claramente relacionada a su deseo de instrumentalizarlos como forma singular de diferenciación y de prestigio, frente al arte oficial y estandarizado de la monarquía y a los ambientes contemporáneos más conservadores. La tradición cultural de algunas de estas familias -que, como los Mendoza, contaban entre sus ascendientes con ilustres figuras del Humanismo peninsular, como el Marqués de Santillana-, su dedicación a la diplomacia internacional y su fuerte deseo de diferenciación respecto a su misma clase social les hizo más permeables a la nueva cultura del Renacimiento. Pero es, sobre todo, el deseo de establecer una forma de ostentación emblemática lo qué orientó sus gustos hacia la adquisición de obras italianas, a la utilización de los repertorios italo-antiguos en los edificios de nueva construcción y a fortalecer su mecenazgo con artistas de distinta formación para atender sus demandas más exigentes. Por estas razones, la recepción de las propuestas italianas se realizó de forma aselectiva al margen de las polémicas que desde el punto de vista teórico y práctico se estaban desarrollando en Italia. Lo italiano, por su misma novedad, se convierte de hecho en algo insólito, en un objeto que diferencia de forma especial a su dueño. Las referencias italianas del almohadillado de una fachada, de la decoración del interior de un palacio, del diseño de una medalla o de la tipografía de un libro suponían, por tanto, un fuerte impulso en la renovación de los ambientes artísticos contemporáneos. En este sentido, las obras financiadas por la familia de los Mendoza resultan paradigmáticas. Al igual que otros miembros de su familia, el cardenal don Pedro González de Mendoza, hijo del Marqués de Santillana, fue un actor decisivo en la vida política y cultural de su tiempo. Su contribución a la introducción del arte del Renacimiento ha destacado siempre en su mecenazgo aquellas obras que supusieron un estímulo para la introducción de las formas italianas. Sin embargo, en numerosas empresas patrocinadas por el prelado, como la sillería del coro de la catedral de Sigüenza o las vidrieras realizadas por el maestro Enrique en las catedrales de Sevilla y Toledo, predominaban las soluciones góticas y flamencas, configurando un mecenazgo ecléctico del que se han destacado sólo, generalmente, sus disposiciones para la realización de su sepulcro en la capilla mayor de la catedral de Toledo, la fundación del Hospital de Santa Cruz en la misma ciudad y la construcción del colegio del mismo nombre en Valladolid. Si en el hospital de Toledo el modelo italiano se interpreta con un sistema constructivo gótico, en el Colegio de Santa Cruz de Valladolid (1487-1494) la interpretación en clave renacentista se produce a través de una decoración a la antigua de la fachada en un edificio estructuralmente gótico. Este cambio sólo se explica por la participación en las obras de Lorenzo Vázquez, arquitecto de la familia, y la influencia ejercida en los gustos del Gran Cardenal por su sobrino don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, que había sido embajador en Roma y fue el encargado de introducir en los círculos cortesanos al escultor florentino Doménico Fancelli. El de Tendilla ya había ensayado una solución similar en la iglesia de San Antonio de Mondéjar (Guadalajara) al aplicar una decoración italiana a una estructura gótica coincidente con la tipología del templo codificada en el reinado de los Reyes Católicos. Pero fue en la arquitectura palaciega donde los Mendoza, en estrecha colaboración con Lorenzo Vázquez, demostraron mayores deseos de renovación. Si el palacio del cardenal Mendoza en Guadalajara, conocido por las descripciones de Jerónimo Münzer, respondía a unas prácticas constructivas y ornamentales todavía tradicionales, a pesar de algún que otro elemento novedoso, el Palacio del Infantado de la misma ciudad, construido por Juan Guas y Egas Cueman hacia 1483, ofrecía al viajero alemán -con su patio regular y heráldica fachada- un aspecto inequívoco de modernidad al entenderse como un objeto representativo en el marco de la ciudad. Si el prototipo de palacio gótico se adaptó a las necesidades de la clase noble renovando y regularizando sus propias soluciones o enriqueciéndolas con otras nuevas, el modelo renacentista se instaló en España adoptando unos tipos ensayados previamente en Italia. El palacio de Cogolludo en Guadalajara es el primero que coincide con esta tipología renacentista. Construido por don Luis de la Cerda para servir de residencia a su hija doña Leonor, mujer de don Rodrigo de Mendoza, hijo del Gran Cardenal, se ordena con dos cuerpos de marcado carácter horizontal, separados por una imposta, y se remata con una potente cornisa y crestería. El almohadillado de ambos pisos, el carácter cerrado y sobre zócalo del inferior, la disposición rítmica de los vanos y la portada adintelada rematada por un frontón de vuelta redonda responden a un modelo que deriva directamente de la tipología del palacio urbano del Quattrocento italiano. Algo posterior es el palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara (1506) que, en comparación con los ejemplos precedentes, muestra una atención diferente a las distintas partes que lo componen. Si su fachada corresponde a un diseño mucho más modesto que los anteriores, su patio constituye el núcleo principal del edificio y se ordena de acuerdo a una composición modular inspirada en la arquitectura italiana más culta. De planta cuadrada y con dos pisos arquitrabados, sus soportes están formados por columnas con capiteles sobre los que descansan zapatas de madera que, además de su propia función constructiva, son adaptadas con el objeto de aplicarse en relación con el sistema de proporciones que informa todo el conjunto.
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Aunque, como se puede ver a lo largo del texto, muchas mujeres contaron con recursos para gestionar los medios económicos, la promoción artística no sólo se basa en la financiación. Importan también la elección del tema y de los artistas que van a realizar la obra. Las promotoras tienen pocas razones para actuar, y todas pasan por la aprobación social de sus iniciativas. Esta sociedad que recluía a la mujer en el ámbito de lo privado, sólo podía aceptar que llevasen a cabo actividades de este tipo cuando el fin lo justificase, esto es, cuando la obra de arte fuese un instrumento de prestigio social o de salvación extraterrena. Esta labor de aceptación social debe de estar en consonancia con su estatus social. Estaba mal visto propasarse haciendo una obra de gran magnitud si eras viuda de un comerciante o de un gobernador menor, puesto que las grandes obras estaban reservadas para mujeres de muy alta posición (abadesas, princesas, etc.). Hay que tener en cuenta que normalmente las mujeres promotoras no buscan tanto el prestigio personal sino el engrandecimiento del linaje familiar, como transmisoras del patrimonio heredado y como encargadas de cuidarlo y acrecentarlo. Gráfico Las mujeres pertenecientes a la familia real y las damas de alta alcurnia actúan claramente movidas por esta razón, muestra de ello es el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, promovido por doña Juana, hija de Carlos I y la princesa de Portugal, pero que se fue enriqueciendo por posteriores donativos de mujeres de la familia. Dentro de las sucesivas familias reales españolas habría que diferenciar entre los encargos que seguían grandes programas artísticos de la dinastía imperante y los que se encargaban por gusto personal. La labor de mecenazgo llevada a cabo por las mujeres de la realeza tiene como máximas protagonistas a las gobernadoras de los Países Bajos, María de Hungría e Isabel Clara Eugenia, que vieron con gran acierto el arte como instrumento de poder para igualar sus cortes con las de las principales monarquías europeas. La reina María había sido muy bien educada por su tía Margarita de Austria, mujer muy culta, gracias a la cual despertó en la monarca una gran pasión por el coleccionismo de obras de arte. La archiduquesa Isabel Clara Eugenia tuvo a su servicio durante su mandato a artistas como Rubens, Van Dyck, Jan Brueghel o Peeter Snayers, entre los más conocidos. Llevó a cabo muchas obras de mecenazgo durante el matrimonio con el archiduque Alberto, sobretodo de obras con fuerte carga ideológica y propagandística. Al enviudar no disminuyó en absoluto su labor y siguió promocionando obras con el nivel cualitativo de las anteriores. En el grupo de mujeres nobles sobresalen varios linajes, como el de las Mendoza -Condesa de Mélito, Marquesas de Mondéjar, Condesas de A Coruña, etc.-o las duquesas de Béjar y las Marquesas de Ayamonte, destacando entre las bejaranas Teresa de Zúñiga como gran promotora, al igual que todas las demás, muy consciente de la fama que proporcionarían a sus familias dichas obras. La primera Marquesa de Ayamonte, Leonor Manrique de Lara de Castro, hija de los duques de Nájera, fundó en 1521 un convento para dominicos anexo a su palacio sevillano, siguiendo la voluntad póstuma de su madre, doña Guiomar de Castro. Continuaría esta labor su hija, la anteriormente nombrada Teresa de Zúñiga, convertida en gran promotora artística al enviudar. Desde su privilegiada posición socio económica la hizo involucrarse en multitud de empresas artísticas, como la reforma del castillo medieval de Béjar, la reconstrucción de la casa del Marquesado de Ayamonte en Sevilla o la transformación de la casa del ducado de Béjar, también en la capital sevillana. A su muerte dejó en su testamento cantidades suficientes para que sufragar la finalización de todas las obras que había encargado en vida. Ya en el siglo XVII, Beatriz de Zúñiga y Velasco, viuda del marqués de Zúñiga, siguiendo las disposiciones testamentarias de doña Teresa, encarga el retablo del convento de Santa María de Gracia, que actualmente se encuentra en la parroquia de Santa María Magdalena de de Villamanrique de la Condesa, por desaparición del convento. El afán por mantener el buen nombre de la familia se extiende más allá de la donación inicial, puesto que pasado el tiempo de construcción, se siguen recibiendo en los conventos obras de arte. Es frecuente que las mujeres de las familias fundadoras hiciesen regalos al convento, sobretodo las marquesas al poco de casarse. Los allegados a los marqueses también pagaban con donaciones artísticas la celebración de misas fúnebres o simplemente para expresar su afecto por los marqueses. Existe apuntado en el inventario del convento de Santa Clara de Jesús en Estepa la donación de una pequeña Virgen de alabastro por doña Josefa Benavente "criada de Palacio". Las mujeres de familias importantes formaron colecciones de gran importancia no sólo para su disfrute intelectual o emotivo sino también para denotar su posición de privilegio individual y familiar. Entre estas damas resaltan, como es de esperar, las reinas, de las cuales Isabel de Farnesio era la de mayor afán coleccionista. Su colección superaba incluso a la de su marido, Felipe V. Atesoraba obras de gran variedad y de mucha calidad de autores, como Teniers, Murillo, Van Dyck, Brueghel, Ribera o Rubens. Por imitación de estas damas de la realeza, las damas de palacio fueron imitando el gusto de sus señoras. Algunas de estas señoras, como María Vera, reunían en sus colecciones obras de Tizziano y Velázquez -fue dueña del cuadro de este último Cristo en casa de Marta y María y una gran recopilación de bodegones. Hay que distinguir el error frecuente en la historiografía, con el tratamiento que se da a documentos como testamentos o inventarios de bienes de mujeres. En estos documentos no se suele diferenciar con claridad si las colecciones eran heredadas o formadas. De las féminas que sí que sabemos que llevaron a cabo encargos, recordar que las promotoras pretendían dejar memoria y engrandecer la fama familiar y su buen nombre, aunque había una semiexcepción: la finalidad religiosa, que además de ser una buena muestra del capital familiar, cumplía la labor de salvación. En este sentido, se puede ordenar lalabor de las promotoras en tres tipos de actividades relacionadas con la salvación: las salvaciones conventuales, los encargos para las capillas funerarias y los encargos realizados por las religiosas. Solía ser frecuente que las mujeres, ya viudas -con la independencia que eso suponía- se responsabilizaran de la decoración de capillas funerarias de otros familiares, como Doña Beatriz de Torres encargó para el sepelio de su tío el retablo de la Inmaculada de la parroquia de San Miguel. Conviene destacar también el interés de doña Francisca de Guzmán, que en 1573, al enviudar, encargó el retablo del Cristo de la Humildad y el de la Paciencia, en la parroquia de San Andrés de Sevilla. Normalmente la obra no era una donación como tal, sino un signo del gusto por dejar constancia de la imagen familiar y del finado. En algunos casos, la fama y riqueza de determinadas familias era tal que su poder las permitía ostentar el patronato de la capilla mayor de un templo. Al prestigio que esto otorgaba, se unía la concesión de indulgencias por parte de la iglesia a toda familia que contribuyese al enriquecimiento de la Casa del Señor. En este caso es recordado el caso de doña Juana Ramírez de Arellano y Zúñiga, marquesa del Valle de Oaxaca, que en 1570, ya viuda de Hernán Cortés, adquirió en Sevilla el patronato de la capilla mayor de la iglesia del convento dominico de Madre de Dios, donde tenía pensado enterrarse con sus hijas y su nuera. La ostentación del patronato la obligaba contractualmente a la decoración de la capilla mayor, la cual llevó a cabo de forma inmediata.
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La idea de la existencia de un régimen de tipo matriarcal entre los cántabros y, por extensión, entre todos los pueblos del Norte en época prerromana se fundamenta, por una parte, en el conocido texto de Estrabón (3, 4, 18): "Por ejemplo entre los cántabros los hombres dan la dote a las mujeres, las hijas son las que heredan y buscan mujer para sus hermanos; esto parece ser una especie de ginecocracia (dominio de las mujeres), régimen que no es ciertamente civilizado"; y, por otra, en la asunción de la teoría evolucionista del siglo XIX, que sostenía la anterioridad de las sociedades de tipo matriarcal con respecto a las patriarcales. En la actualidad, debido a la justa valoración de la información que proporciona el geógrafo griego, a la comparación con lo que sucede en otras sociedades antiguas del Mediterráneo occidental, al abandono de las tesis evolucionistas del siglo XIX, que defendían la existencia de una fase general de las sociedades humanas que había precedido a la sociedad patriarcal (Bachofen, Morgan, Engels), y a una más adecuada interpretación de los datos que proporcionan las inscripciones cántabras, la tesis "matriarcal" tiene cada vez menos argumentos a la hora de intentar establecer las características de la organización social de los cántabros en época antigua. Por los datos que nos ofrece Estrabón, lo único que se puede intentar reconstruir es el sistema matrimonial de este pueblo. J.C. Bermejo, tras analizar el valor concreto de los términos utilizados por Estrabón en el pasaje mencionado, teniendo en cuenta su preciso contexto histórico-cultural, señala, refiriéndose a todos los pueblos del Norte (generalización que, en nuestra opinión es excesiva, ya que el texto de Estrabón sólo alude a los cántabros), que se dio una tendencia estructural al matrimonio entre primos cruzados. Este sistema matrimonial sería, además, de tipo "matrilineal" y posiblemente "uxorilocal" para el hombre y "matrilocal" para la mujer, pero no necesariamente matriarcal. La descripción que Estrabón hace del tipo de matrimonio entre los cántabros no es suficiente para demostrar la existencia de una "ginecocracia" o "matriarcado", puesto que, si bien las mujeres tuvieron un papel importante en los intercambios matrimoniales (las hermanas dan esposa a sus hermanos), no se debe olvidar que los hombres "dotan a las mujeres", lo cual indica que el hombre posee un importante papel económico en la sociedad cántabra. A esto hay que añadir que tanto el poder militar como el político están en manos de los hombres. Todo ello impide seguir manteniendo, a partir del texto de Estrabón, la existencia de un matriarcado, régimen en el que el papel económico, político, jurídico y religioso de la mujer sería preeminente, considerando el sentido etimológico del término. La historicidad del matriarcado, tal y como pretendía Bachofen, es indemostrable actualmente. Como dice E. Cantarella, ni en la sociedad minoica, ni en la ligur, ni en la etrusca hay pruebas históricas de su existencia. En la Historia Antigua del Mediterráneo occidental no hay ninguna posibilidad de probar la existencia de una sociedad matriarcal en el sentido etimológico del término. La mujer puede ocupar una posición significativa, elevada en la sociedad (por ejemplo, por el desempeño de funciones sacerdotales o por su papel en la economía en las épocas más primitivas), pero esta posición no se encuentra ligada al poder político. Incluso la costumbre de la covada (la mujer abandona el lecho una vez parida y lo ocupa el hombre, al que ésta cuida), interpretada por Bachofen como un acto de imposición de la paternidad expropiando de la maternidad a la mujer, no tiene por qué significar la existencia de un momento de poder femenino. Puede interpretarse de forma mucho más sencilla, como una prescripción ritual y mágica de las sociedades "primitivas". Sería la expresión del deseo de participar en un suceso que tiene importancia fundamental para la colectividad sin que ello implique una detentación del poder por parte de las mujeres. Los trabajos más recientes de la antropología han demostrado también que no se da un orden necesario de sucesión de los sistemas matrilineales de parentesco a los patrilineales, y que la realidad social y la evolución de la humanidad es mucho más compleja y variada de lo que visiones apriorísticas y esquemas evolucionistas unilineales pretendían ver. Hoy día nadie se atreve a deducir la existencia de un régimen matriarcal en las épocas más antiguas de la historia de las sociedades mediterráneas occidentales por el hecho de que en ellas la mujer parezca tener un papel relevante en la vida del grupo o porque la filiación sea de tipo matrilineal. Por su parte, la epigrafia aparecida hasta el presente en territorio cántabro tampoco ayuda demasiado a la defensa de la tesis matriarcal. A. Barbero y M. Vigil, basándose en el análisis de los sistemas de filiación documentados en inscripciones cántabras, sostenían que, si se comparaban las noticias de Estrabón con los datos proporcionados por las inscripciones, se podía pensar que se estaba llevando a cabo entre los cántabros el paso de una sociedad matriarcal a una patriarcal. Estos autores parten de la validez de las tesis evolucionistas y argumentan que la figura del tío materno o avunculus, que aparece en varias inscripciones pertenecientes al grupo de los cántabros vadinienses, representaría un tipo de filiación matrilineal indirecta. Una forma transicional que establece la sucesión de varón a varón, pero en línea femenina. Esta forma de filiación matrilineal indirecta les da pie para pensar que antes de la conquista romana la sociedad cántabra era una sociedad matriarcal y que, poco a poco, se fue transformando por cambios internos y por la propia acción romana en una sociedad patriarcal. A este planteamiento se puede objetar lo siguiente: 1. Desde el campo de la antropología hay autores que han demostrado que no se da necesariamente este esquema de evolución y que la figura del avunculus o tío materno no tiene por qué ser considerada como una supervivencia de un régimen matriarcal. Esta figura tiene importancia tanto en sociedades de tipo matrilineal como patrilineal. Basta ver los índices del Corpus Inscriptionum Latinarum (donde se recogen las inscripciones latinas de toda la extensión del Imperio) para comprobar cómo son numerosas las inscripciones dedicadas o realizadas por el tío materno en contextos muy diversos, sin que ello quiera decir, ni lleve a pensar, que se está ante una sociedad matrilineal. b. El estudio de las inscripciones vadinienses muestra que, en todos los casos, la filiación es de tipo patrilineal, siempre por medio del nombre del padre (como la romana), nunca de la madre. Por otro lado, la existencia de un tipo de filiación matrilineal directa documentada en una inscripción procedente de Monte Cildá no parece muy relevante, si consideramos globalmente el conjunto de las inscripciones cántabras. En las distintas zonas del Imperio romano se encuentran inscripciones con este tipo de filiación, sin que ello sirva para demostrar la existencia de un régimen matriarcal. El hecho de que la filiación se exprese por medio del nombre de la madre no es suficiente por sí solo para poder afirmar rotundamente que estamos ante una sociedad de tipo matriarcal. Como ya hemos señalado con anterioridad, la realidad social es mucho más compleja de lo que a simple vista pueda parecer. Por todo lo dicho, consideramos que no hay razones suficientes para seguir manteniendo el término matriarcado a la hora de referirnos a la sociedad cántabra en época antigua. Ni los datos de los autores antiguos, ni los de la epígrafia dan pie para ello. Se puede hablar de la presencia de algunos rasgos matrilineales, tal como parece deducirse del tipo de sistema matrimonial y de filiación en una zona muy concreta. Pero de ello no podemos inferir la existencia de un matriarcado, de una sociedad en la que la mujer tenga en sus manos el poder político, económico y religioso. Afirmar que no existen pruebas históricas de la existencia del matriarcado entre los cántabros, significa simplemente, lo mismo que señala Cantarella refiriéndose a la sociedad griega y romana, que la sociedad cántabra desde el momento en que es posible su reconstrucción histórica es patriarcal.
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En 1933, cuando se trasladó a París, será Kandinsky otro de los abstractos que aporten su experiencia a la iniciativa Abstraction-Création. Allí coincidiría, aparte de con otros autores ya mencionados, con los más jóvenes Alberto Magnelli, Auguste Herbin, Jean Hélion, y especialmente con Jean Arp, a cuyo influjo no pudo substraerse.La praxis constructivista marcó especialmente las actividades de la Bauhaus después de 1923, fecha en la que fue llamado L. Moholy-Nagy (1895-1946) para ejercer la docencia. Ese mismo año Itten y Schreyer abandonaron la escuela. Moholy, muy familiarizado con el lenguaje de Lissitzky y Naum Gabo, promovió enérgicamente una renovación estilística favorable al purismo constructivo y al funcionalismo. Este giro se hará aún más manifiesto cuando la escuela se traslade a Dessau, en 1925. Para entonces las actividades bauhausianas serán uno de los soportes más importantes del constructivismo internacional. Las experiencias artísticas dentro de la escuela se evaluarán entonces como formas experimentales previas al industrial design, objetivo prioritario de la enseñanza. Esto implicaba cierta marginación de los principios expresionistas. Dos alumnos aventajados, J. Albers (1888-) y Herbert Bayer (1900-) se incorporaron al profesorado. Ellos el arquitecto húngaro Marcel Breuer (1902-) generarán con Moholy los nuevos intereses de la escuela en la etapa de Dessau. Dimitirán, con Gropius, en 1928, momento al que siguieron los años más críticos.Moholy se hizo cargo del taller de metal al tiempo que Albers impartía los cursos elementales. Ambos hicieron hincapié en el análisis de los materiales y el elementarismo formal. Esta no era una novedad en la Bauhaus, pero sí enfocaban el estudio con intereses nuevos. Se abrían nuevas expectativas con la fascinación por la técnica y la idea de una superación el individualismo artístico, lo mismo que cualquier concepción elitista o romántica del arte. La alianza de arte y ciencia podía permitir nuevas transformaciones. En lo que respecta al análisis de los materiales, se empezaron a cumplir objetivos distintos. Seguía considerándose que el material había de devenir raíz de la forma, pero se observa una minusvaloración de las cualidades sensibles de éstos. Lo incorpóreo, el rendimiento dinámico y energético, la transparencia pasan a ser las magnitudes visuales demandadas en el diseño. La transcendencia formal prima sobre los valores orgánicos y sensibles de los materiales, y esta es una de las vías por las que se afianza el purismo constructivo.Los Moduladores luz-espacio son las creaciones más conocidas de Moholy Nagy. Se trata de móviles compuestos de elementos estereométricos. Se incorporaban diversos materiales, pero presentados a la visión con absoluta asepsia. La construcción móvil regulaba el espacio real y ofrecía una imagen cambiante de éste y de los efectos objetivos de la luz. La autodeterminación de un espacio anónimo no objetivo permitía confiar en la promesa de una nueva realidad efectiva.
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Durante el reinado de Felipe III y gran parte del de su sucesor Felipe IV, la arquitectura definió un nuevo lenguaje que, sin olvidar la tradición anterior, puso las bases del estilo barroco español del siglo XVII. Un estilo peculiar, fuertemente arraigado en lo nacional, aunque no ajeno a influencias foráneas, como los recuerdos flamencos heredados del XVI o la presencia de modelos italianos, vinculados principalmente a las construcciones jesuíticas.Los diseños y estructuras de esta etapa perduraron hasta la siguiente centuria, sin sufrir cambios sustanciales, tanto en la tipología religiosa como en la civil, apreciándose como única nota evolutiva a destacar en el transcurrir del siglo un creciente interés por la ornamentación Los edificios son concebidos con evidente geometrismo y sencillez, pero se apartan de la rigurosa severidad herreriana mediante la valoración plástica de los volúmenes y la aplicación de elementos decorativos a los muros, lo que confiere a las superficies el carácter pictórico propio del Barroco.También como consecuencia de los planteamientos ideológicos imperantes en el arte barroco, la arquitectura adquiere en estos momentos una función representativa, pero no en relación con el tratamiento del edificio aislado -lo cual ya había sucedido en épocas precedentes-, sino vinculando su expresión a la imagen de la ciudad.A causa de la situación política y de los problemas económicos ya comentados, este nuevo concepto arquitectónico sólo fue aplicado, y de forma incompleta, a Madrid, donde la monarquía impulsó una serie de construcciones para dotar a la villa de la fisonomía y del carácter monumental propios de una capital. La reforma del Alcázar, la Plaza Mayor, la Cárcel de Corte y el Palacio del Buen Retiro son algunos de los ejemplos que configuraron el Madrid de los Austrias, una ciudad que careció de la planificación urbanística unitaria llevada a cabo durante la época barroca en otras ciudades europeas -Roma, París, Turín-, pero que a lo largo del siglo XVII logró convertirse en el símbolo político del poder de la monarquía, en la imagen de la corte y en el escenario adecuado para la expresión de las creencias y la forma de vida de un pueblo. Por ello, y a pesar de la importancia que en estos momentos tuvo la arquitectura civil, las construcciones religiosas también contribuyeron de forma decisiva a la configuración del Madrid barroco, hasta tal punto que la ciudad-convento prevaleció en muchos aspectos sobre la ciudad-capital.Precisamente uno de los primeros y más relevantes edificios levantados en la villa fue el monasterio de la Encarnación (1611-1616), ejemplo característico no sólo de la tipología de las iglesias conventuales españolas, sino también de la profunda vinculación que en la España del XVII existió entre el mundo civil y el eclesiástico, ya que fue fundado por la reina Margarita de Austria siguiendo la costumbre, tradicional entre la monarquía y la nobleza hispanas, de patrocinar construcciones religiosas.Este convento de agustinas recoletas era atribuido a Gómez de Mora hasta que recientes descubrimientos documentales le han relacionado con el fraile carmelita fray Alberto de la Madre de Dios (activo entre 1606 y 1633). Este arquitecto, dedicado especialmente a llevar a cabo obras de su orden, colaboró a partir de 1609 con Francisco de Mora en la villa de Lerma, encargándose de la dirección de los trabajos tras el fallecimiento de éste. Allí concluyó el palacio ducal y construyó los conventos de Santo Domingo y San Blas, lo que le proporcionó fama y prestigio. Probablemente por esta circunstancia y porque su estilo poseía una clara relación con el de Mora, fue elegido para realizar las fundaciones de patronazgo real que éste proyectaba cuando murió. Así debió de suceder con la iglesia de agustinas de Santa Isabel de Madrid, comenzada en 1611 aunque después reconstruida por Gómez de Mora, y con el propio convento de la Encarnación. El interior de la iglesia sufrió importantes alteraciones tras el incendio acaecido en el siglo XVIII, pero la fachada, perfectamente conservada, presenta una evidente dependencia del modelo creado por Mora en San José de Avila (1608). El diseño vertical, con tres cuerpos y rematado por frontón, y el pórtico tripartito así lo demuestran, aunque en esta ocasión la estructura se desarrolla en un único plano, al igual que en los conventos de Lerma. El ritmo alterno de elementos decorativos y de espacios llenos y vacíos completa la peculiaridad de este modelo que se convirtió en el más frecuente y característico de las iglesias conventuales del XVII español.
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Tratar sobre la Historia de España en los años que siguieron a la guerra civil no resulta precisamente tarea agradable. Este período comenzó con la peor etapa de la Historia de este país en el siglo XX, una etapa de fuerte represión y sufrimiento, de débil producción económica y de enorme escasez de alimentos. A esto hay que añadir el inminente estallido de la II Guerra Mundial. Los años de la II Guerra Mundial no tienen nada que ver con la relativa felicidad que caracterizó los años de la I Guerra Mundial, cuando España fue el país neutral más importante en Europa, posición de la cual incluso obtuvo grandes beneficios. Cuando el conflicto internacional comenzó en septiembre de 1939, la guerra civil en España había terminado hacía tan sólo cinco meses. El país no se había podido casi ni recuperar de su cataclismo interno. La total victoria de Franco dio el poder absoluto a una dictadura muy represiva y, durante muchos años, dispuesta a mantener la distinción entre vencedores y vencidos y en construir un régimen autoritario basado en una política económica muy controlada. Esta política estatal, orientada hacia los poderes del Eje, haría -junto con los costes de la guerra civil- imposible la recuperación económica hasta el final de la II Guerra Mundial. La política internacional de Franco apostó fuerte por el Eje y aunque España nunca entró directamente en la guerra, esta decisión fue mucho más responsabilidad de Hitler -que no aceptó el precio exigido por Franco- que del Caudillo. Dentro del periodo del primer franquismo, se pueden distinguir, afortunadamente, dos momentos: en 1945 el régimen sufrió su primera metamorfosis para poder sobrevivir en la posguerra de la demócrata Europa occidental. La política económica se hizo algo más moderada, la economía por fin empezó a crecer, casi se acabaron las ejecuciones políticas y la represión se atenuó. En esta segunda fase, entre 1945 y 1959, se pueden rastrear las primeras huellas de la España contemporánea. Primero, en la decisión para la futura restauración de la monarquía y la entrada del príncipe de Juan Carlos en España. En segundo lugar, la lenta pero continua liberalización de las políticas cultural y educativa y de la vida religiosa. Y, en tercer lugar, la continua expansión económica, garantizada por las reformas de 1959. La década de los sesenta presenció el nacimiento de cambios fundamentales que a la larga producirían una sociedad y una cultura completamente diferentes.
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La inestabilidad política entre los años 1902 y 1907 ha acuñado la expresión crisis orientales por alusión al palacio de Oriente, como si de él hubiera surgido la iniciativa de la sustitución de unos gobiernos por otros. En efecto, se atribuyó a Alfonso XIII un papel de primera magnitud en el desarrollo de las crisis. Sin negar la intervención del monarca, hay que recordar también que los partidos políticos estaban divididos y en trance de reorganización y eso contribuyó a las continuas crisis de gobierno. La mecánica de la Restauración siguió fiel al turno pacífico de partidos. Las crisis políticas obedecieron a las que se producían en las propias jefaturas de los partidos. Los motivos de desunión en el seno de los partidos políticos hay que ponerlos en relación en esta ocasión con cuestiones como el impacto de la crisis del 98, los problemas económicos derivados de ella, la cuestión militar y la clerical. En el momento en que subió al trono Alfonso XIII España estaba pasando por su primera experiencia política regeneracionista presidida por el conservador Francisco Silvela. Culto y brillante, Silvela había tratado en 1899 de introducir un cambio en los modos de gobierno incluyendo una reforma en sentido descentralizador, la introducción de la primera legislación obrera auspiciada por Eduardo Dato y la reforma de la Hacienda, obra de Fernández Villaverde. Ya en el año 1902, a pesar de haber conseguido incorporar a su gobierno a una porción del partido liberal, acaudillada por Gamazo y por Maura, había vuelto a un escepticismo depresivo que siempre caracterizó a su talante político. A la altura de 1903 la descomposición del gobierno se hizo patente y con él la retirada del poder de Silvela, quien dimitió también de la presidencia del partido conservador unos meses después. Siguió un largo período de discrepancia entre los conservadores planteado por el problema de la jefatura del partido, que se debatiría en los dos años siguientes sin un claro resultado. Las dos posturas predominantes fueron las del ministro de Hacienda, Fernández Villaverde y la de Antonio Maura. Con modestas reformas fiscales logró el primero enderezar la situación de la Hacienda pública en los seis meses que duró su mandato, pero desde fines del año 1903 Maura, en su llamado gobierno corto, desempeñó el poder con un partido conservador apreciablemente unido. Durante el año que duró su mandato Maura se enfrentó en repetidas ocasiones a la opinión pública, o, al menos, con la porción de esa opinión que no militaba en su partido. El principal motivo de enfrentamiento con sus adversarios políticos se produjo por el tema religioso con motivo del nombramiento del arzobispo de Valencia, Nozaleda, al que se oponían todos los sectores de la izquierda. A partir de ese momento el gobierno se centró principalmente en las cuestiones de carácter político como, por ejemplo, la Ley de Reforma de la Administración Local, que siempre fue esencial para Antonio Maura y que nunca lograría ver aprobada en las Cortes. El carácter poco propicio a la componenda del político conservador y las discrepancias con respecto a un rey todavía muy joven, sobre todo al principio de su gobierno, contribuyen a explicar que finalmente tampoco lograra estabilizar su presencia en el poder que duró tan sólo hasta diciembre de 1904. Se sucedieron una serie de gobiernos inestables y de muy corta duración. En dos años hubo cuatro presidentes pero la llegada al poder de los liberales no mejoró la situación en el sentido de hacerla más estable, sino que incluso la empeoró. El partido liberal, muerto Sagasta en 1903, tenía como problemas esenciales la definición de un programa político y la tendencia al habitual fraccionamiento característico de los liberales desde el principio mismo de la Restauración. En este momento, además, la necesidad de introducir nuevos temas políticos en el programa del partido tuvo como consecuencia una multiplicación de la tendencia dispersiva. De hecho así sucedió con respecto a la cuestión clerical. En la práctica no hubo un verdadero anticlericalismo entre los liberales, como el que se dio en otras latitudes, principalmente en Francia, pero las rectificaciones que intentaron introducirse en el Concordato vigente para disminuir la presencia de las órdenes religiosas, aunque no revistieran verdadera trascendencia, constituyeron un motivo para provocar el enfrentamiento por razones personalistas. En cambio, como veremos, los liberales no supieron estar a la vanguardia de la reforma social, con la excepción, más adelante, de Canalejas, y fueron, además, muy débiles a la hora de enfrentarse a los atentados a la pureza liberal de las instituciones. Fracasado el intento de lograr una jefatura del partido liberal que fuera aceptada de manera unánime por todos los grupúsculos entre los que se descomponía el liberalismo, se optó por la dirección del mismo ejercida de forma rotativa por cada uno de sus dirigentes de mayor edad. El primero de ellos fue Montero Ríos, que había jugado un papel político importante durante la etapa revolucionaria y en la reconversión liberal del régimen de la Restauración, pero que ya estaba en la fase final de su vida y representaba mucho más el pasado que el futuro. Además, se encontró con el recrudecimiento de un problema persistente durante toda la etapa de la Restauración y destinado a agravarse en el período de su crisis. El Ejército español, muy mal pertrechado y con el tremendo peso de una oficialidad por completo excesiva, producto de las guerras coloniales, se encontraba además en el punto de mira de los sectores más críticos de la sociedad por sus derrotas en la guerra contra los Estados Unidos. Además, el Ejército mostró una preocupación singular por el catalanismo y ésta le llevó a incidentes como los de 1905 en Barcelona: un grupo de oficiales asaltó la redacción del semanario catalanista Cu-Cut amparándose en las supuestas ofensas de sus redactores contra la Patria. Entonces los liberales, lejos de convertirse en defensores de la libertad de expresión por medio de la prensa, acabaron por atribuir a los militares las competencias para juzgar los delitos contra la Patria a través de la llamada Ley de Jurisdicciones. Quien logró su aprobación en las Cortes fue ya Moret, que de esta manera demostró una radical inconsecuencia de principios. Contra ella todos los sectores del catalanismo y los republicanos formaron la Solidaridad Catalana que en las elecciones generales de 1907 consiguió que el papel del Ministerio de la Gobernación quedara reducido a la nada y que, por vez primera, una región española entera se independizara desde el punto de vista electoral. Pero si Moret había aceptado sustituir a Montero Ríos y aprobar esa ley, no tardó en tener problemas muy semejantes. Enunció un programa de reformas audaces, pero no consiguió unir al partido liberal en torno a ellas. Al problema militar, como elemento de división de los liberales, se sumó ahora el del clericalismo convertido en una cuestión de enorme trascendencia al enfrentar a los conservadores, partidarios del mantenimiento de la situación existente y a los liberales, dispuestos a modificarla aunque siempre de modo leve. Los meses siguientes presenciaron una rapidísima sucesión de gobiernos sin que ello supusiera la definición de un programa coherente. Al final del primer lustro del reinado de Alfonso XIII su rasgo más característico parecía la división de los partidos, que favoreció la inestabilidad gubernamental multiplicándola hasta el extremo de que en dos años habían pasado por la Presidencia del Consejo cuatro personas y facilitando con ello la intervención del monarca en la vida política diaria. Este segundo rasgo era consecuencia del primero, más que al revés como pretendieron muchos de los políticos de la época o de momentos posteriores como, por ejemplo, los años finales de la Monarquía.
contexto
El cómodo viaje de estudios a Italia fue autorizado por Felipe IV en junio y se desarrolló entre agosto de 1629 y enero de 1631. Velázquez partió con grandes medio económicos -el sueldo asegurado y dinero extra para el viaje-, con recomendaciones de Olivares a los embajadores españoles y cartas de presentación de varios embajadores extranjeros para sus señores. Desde Barcelona, la comitiva de Ambrosio Spínola en la que iba integrado Velázquez, llegó a Génova, punto de partida del recorrido del pintor hasta Venecia; Velázquez admiró a los maestros del siglo XVI y copió algunas obras de Tintoretto. En dirección hacia Roma, se detuvo en Ferrara, Cento -donde residía Guercino, uno de los grandes pintores italianos del momento-, Loreto, Bolonia y finalmente Roma, con sus tesoros, especialmente las obras de Miguel Angel. A la vuelta, Velázquez embarcó en Nápoles. En Roma, principal etapa del viaje, Velázquez contó con el apoyo del cardenal Francesco Barberini, sobrino de Urbano VIII, por cuyas gestiones fue alojado en el mismo Vaticano, en habitaciones que, al parecer, eran demasiado solitarias y estaban a trasmano para llegar a la Capilla Sixtina que tanto le interesaba. El cardenal había estado en Madrid en 1620, se interesó por la arquitectura y fue retratado melancólico y severo por Velázquez, según criticó Cassiano dal Pozzo. La incomodidad del alojamiento y la proximidad del verano le hizo poner sus ojos en Villa Medici, la propiedad del Gran Duque de Toscana, donde, tras algunas gestiones diplomáticas, pudo residir algunos meses. En 1630 Roma era el hervidero artístico del mundo y en él, hasta el más exquisito pintor de retratos del natural -título con que fue presentado al Duque de Toscana-, tendría que aprender. El naturalismo sobrevivía en las manifestaciones pintorescas de los bamboccianti y el clasicismo romano-boloñés detentaba la representación del arte oficial. El desarrollo de la pintura barroca, con sus ciclos decorativos al fresco hizo volver la vista a Parma y Venecia, generándose una corriente de neovenecianismo colorista y dinámico que impregnó todas las manifestaciones pictóricas. En este ambiente se desarrolló la obra de Pietro de Cortona, Poussin, Claudio Lorena, Bernini o el propio Velázquez. Apolo en la fragua de Vulcano (La fragua) y La túnica de José son las dos grandes pinturas fruto del primer viaje a Italia, pintadas por puro deleite personal, casi como demostración del entronque del pintor entre los maestros reconocidos de Roma. Posteriormente fueron traídas a Madrid y ofrecidas a Felipe IV, quien libró su pago en 1034. El repertorio de enseñanzas académicas que el pintor había recibido en Sevilla, aparente y sistemáticamente negadas, se renovaron en Roma en estas dos composiciones complejas, plagadas de desnudos heroicos, en exquisito equilibrio y bien coordinada composición. Desaparecen las inconexiones antiguas, aún visibles en Los borrachos, y el orden interior se refuerza con los affetti, las expresiones individuales de cada personaje reaccionando ante los acontecimientos, según la teoría artística italiana. La atmósfera unitaria se derrama en amplios escenarios, desconocidos hasta ahora en Velázquez, y envuelve suavemente a las figuras, alejándose definitivamente del tenebrismo. A su modo, cada uno de los dos lienzos son homenajes a los maestros italianos de sensibilidad más afín a Velázquez, pues mientras en La fragua surge el lirismo equilibrado de Reni, las tintas más densas de La túnica de José evocan a Guercino. Acompañando a esta evolución formal la técnica se hace más fluida, con contornos levemente desvaídos, y en el color surgen excepcionalmente en Velázquez tonos amarillos anaranjados característicos de Roma y Nápoles, junto a los grises verdosos de la paleta velazqueña.