<p><strong>Historia: </strong></p><p>Origen del cristianismo. </p><p>Difusión del primer cristianismo. </p><p>La época de las invasiones. </p><p>Monaquismo occidental. </p><p>El Papado. </p><p>La cultura cristiana. </p><p>La Iglesia Ortodoxa. </p><p>El Patriarca de Constantinopla. </p><p>El monacato. </p><p>La plenitud medieval. </p><p>El cisma de Oriente. </p><p>La expansión medieval. </p><p>La ruptura de la Cristiandad. </p><p>Lutero y la Reforma. </p><p>Reformas post-luteranas. </p><p>El anglicanismo. </p><p>Calvino y el calvinismo. </p><p>Reforma de la Iglesia Católica. </p><p>La Compañía de Jesús. </p><p>El Concilio de Trento. </p><p>La Edad Moderna y Contemporánea. </p><p><strong>Sociedad: Medios de subsistencia </strong></p><p>Economía de la Iglesia primitiva. </p><p>La economía del monasterio. </p><p>La construcción de catedrales. </p><p>Peregrinaciones y economía. </p><p>Economía y protestantismo. </p><p><strong>Organización política </strong></p><p>Organización de la Iglesia católica. </p><p>El Papa. </p><p>Los arzobispos. </p><p>Los obispos. </p><p>Los cardenales. </p><p>Organización de la Iglesia ortodoxa. </p><p>Organización de las iglesias protestantes. </p><p>Organización de la Iglesia anglicana. </p><p>La reforma monástica medieval. </p><p>Reforma cluniacense. </p><p>San Bernardo y el Cister. </p><p>Herejías y reforma medieval. </p><p>Herejías. </p><p>Las doctrinas protestantes. </p><p><strong>Estructura social </strong></p><p>Las órdenes religiosas. </p><p>El monacato ortodoxo. </p><p>El monacato medieval. </p><p>La muerte. </p><p>Medios de acción pastoral. </p><p>Vida parroquial. </p><p>Predicación. </p><p>Vías minoritarias de perfección. </p><p>Hermandades y cofradías. </p><p><strong>Creencias y religión</strong> </p><p>Ortodoxia y herejía. </p><p>La canonización. </p><p>Los exvotos. </p><p>Los sacramentos. </p><p>El bautismo. </p><p>La confirmación. </p><p>Misa y eucaristía. </p><p>Penitencia y confesión. </p><p>Matrimonio. </p><p>La extremaunción. </p><p>Formas de culto y piedad. </p><p>La Virgen. </p><p>Los santos. </p><p>Representaciones sacras. </p><p>El culto a la cruz. </p><p>El culto a las reliquias. </p><p>Las peregrinaciones. </p><p>Peregrinaciones a Jerusalén. </p><p>Peregrinaciones a Roma. </p><p>Peregrinaciones a Santiago de Compostela. </p><p>Otros centros de peregrinación.</p><p> Culto y liturgia ortodoxos. </p><p><strong>Arte y conocimientos </strong></p><p>Arte paleocristiano. </p><p>Arte bizantino. </p><p>Arte germánico. </p><p>El arte románico. </p><p>El arte gótico. </p><p>El Renacimiento. </p><p>Arte Barroco. </p><p>La mística cristiana. </p><p>La mística medieval. </p><p>La encarnación. </p><p>Mística y espiritualidad en la E. Moderna. </p><p>Simbolismo cristiano primitivo.</p>
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Las reinas consortes de España tuvieron poco o mucho poder, según los casos, pero siempre de manera delegada o indirecta, gracias a su esposo o a través de él. Cuando ejercían el poder podían hacerlo bien de una manera formal e institucional, las reinas gobernadores o las reinas regentes, o bien de una manera informal, no institucionalizada, que podría denominarse influencia. El título de reina gobernadora se les otorgaba normalmente durante la ausencia del reino de sus maridos. La primera cronológicamente fue la reina Isabel, que actuó como reina gobernadora varias veces durante los viajes de Carlos V. Por disposición del emperador y asistida por los consejos, gobernó con prudencia Castilla, durante las larga ausencias de Carlos. Una de estas ausencias fue la de abril de 1529 a abril de 1533 en que se produjo el viaje de Carlos a Italia para la coronación de Bolonia, yendo después al Imperio para tratar de solucionar el problema protestante y la defensa de Viena frente a los turcos. Otra ausencia, más corta, fue la de marzo de 1535 a diciembre de 1536, cuando el emperador viajó a Túnez y a Italia. Asimismo, en 1537 se ausentó de la corte con motivo del viaje de Carlos a Monzón para reunir las Cortes de la Corona de Aragón. Otro de sus viajes fue el de abril a julio de 1538, en que Carlos V viajó a Francia e Italia. Durante sus separaciones el matrimonio se mantenía unido, tanto en lo personal como en lo político, a través de una nutrida correspondencia. Otra reina gobernadora fue María Luisa Gabriela de Saboya, muy querida por el pueblo, quien durante la Guerra de Sucesión tuvo que asumir el gobierno mientras Felipe V estaba en la guerra. También ejerció como reina gobernadora Isabel de Farnesio durante el breve tiempo en que su hijo Carlos viajó desde Nápoles para hacerse cargo del trono de España en 1759. Gráfico Un caso muy especial fue el de Mariana de Austria quien se convirtió en regente a la muerte de su esposo Felipe IV y hasta la mayoría de edad de su hijo y heredero Carlos II. Mariana careció de sentido y ambiciones políticas, pero tuvo que asumir el poder y, además, durante un largo periodo (1665-1675). La regente, que no fue una mujer fuerte, tampoco supo rodearse de buenos consejeros y se confió en dos favoritos o validos, su confesor el padre Everardo Nithard y un aventurero, Valenzuela, conocido como el "duende de palacio." A la mayoría de edad de su hijo, fue apartada de palacio por la influencia de don Juan José de Austria. Cuando éste murió, ella pudo regresar a la corte y seguir influyendo en su hijo hasta su muerte en 1696. Fuera de estos casos de reinas gobernadoras y regentes, las demás reinas consortes pudieron también ejercer su poder a través de las influencias, como medianera entre el rey todo los demás cortesanos y vasallos. La reina recibía, reflejaba, transmitía y distribuía ese poder, en forma de influencias, cargos, mercedes y gracias de todo tipo.
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Otro aspecto muy importante de la política cordobesa en tiempos de al-Mansur era la ampliación y consolidación de las posiciones cordobesas en el Magreb occidental. Fue entonces cuando el dominio del califato sobre el actual Marruecos había llegado a su apogeo. Al comienzo de este período, entre los años 976 y 980, el espacio sobre el que dominaba el poder cordobés se extendió al sur, cuando Jazrun b. Falful, jefe beréber maghrawa aliado de Córdoba, tomó la ciudad de Siyilmasa, mandó asesinar al emir midrarí al-Mulazz bi-Llah y envió su cabeza a Córdoba. En señal de alianza, hizo pronunciar la jutba o sermón del viernes en nombre del califa Hisham II, que le reconoció su gobierno sobre la gran ciudad del sur de Marruecos. Fue tal vez este acontecimiento el que provocó, entre los años 979 y 984, los últimos grandes esfuerzos de los ziríes de Ifriqiya para restablecer la autoridad fatimí sobre el Magreb occidental. Sus ejércitos recorrieron en vano el país. En el año 984, el ejército zirí fue derrotado por Ziri b. Atiya, el principal jefe zanata aliado de Córdoba al que el gobierno califal concedió el título de visir y dominó el centro de Marruecos, hasta que su independencia excesiva obligó a al-Mansur a expulsarle de Fez en el año 998. La ciudad recibió desde entonces a gobernadores amiríes, el primero de los cuales fue, durante algunos meses, el propio hijo de al-Mansur, Abd al-Malik. Desde 999, Ziri b. Atiya, que se había refugiado en el Sahara, intentó acercarse a Córdoba. Se dirigió a Tiaret, que formaba todavía parte del dominio zirí, para atacarla, derrotó a los ziríes y se apoderó de todas las regiones centrales del Magreb, hasta el Chelif y Msila donde logró que se reconociera al califato de Córdoba. Al-Mansur aceptó su alianza y luego la de su hijo al-Muizz, que le sucedió en el 1001 al frente de los Magrawa. En el 1006 el segundo amirí, Abd al-Malik al-Muzaffar, recompensó la fidelidad de este jefe beréber otorgándole el gobierno general del Magreb, salvo Siyilmasa, que seguía en posesión de Wannudin b. Jazrun b. Falful. La crisis del califato que estalló en el 1009 iba a romper brutalmente todos los lazos políticos que se habían trabado entre el poder cordobés y el Magreb e iba a conferir una independencia de hecho a los emiratos zanatas, que se habían constituido en Fez y en Siyilmasa. La experiencia del gobierno directo del califato omeya dirigido por los amiríes sobre el Magreb iba a durar menos de diez años. Sin embargo, había sido el artífice, por primera vez, de una unión política entre el Magreb occidental y al-Andalus, preparando la constitución posterior de los imperios almorávide y almohade y empezando el camino de la constitución de un conjunto cultural hispano-magrebí. Una de las manifestaciones más evidentes del florecimiento del califato y la enorme concentración del poder que había logrado al-Mansur era la abundancia de acuñaciones monetarias en el apogeo amirí. Tras un período de ocho años (369-376/979-987) ya mencionado durante el que, de forma difícilmente explicable, hay un número mucho menor de acuñaciones que en época de al-Hakam II, se reanudan con fuerza las emisiones a partir del 377/987-988. Entre los años 388-393/998-1002 el número de emisiones superaría, con mucho, el de los años más productivos de los reinados de los dos primeros califas. Se tiende a considerar que el dominio del Magreb fue el factor determinante de esta abundancia monetaria, dando al Califato el acceso directo al oro del Sudán. Al hablar más arriba de los acontecimientos del Magreb, hemos anticipado el final de la experiencia amirí. Al-Mansur murió en el 1002, en la cumbre de su poder. En el 991, había transferido a su hijo Abd al-Malik su título de hayib. El mismo, un poco más tarde, en el 996, se atribuyó oficialmente el apelativo de malik karim (noble rey). El título de malik era insólito en Occidente pero ya estaba difundido en Oriente. Había obligado a dos reyes cristianos a darle a sus hijas. El primero era Sancho Garcés Abarca de Pamplona, que se la concedió en los años 980, ya que de esta princesa vascona con la que se casó y la convirtió al Islam, adquiriendo el nombre de Abda, tuvo un hijo, Abd al-Rahman Sanchuelo, hacia el año 984. El segundo fue Vermudo II de León que, en el 993, le mandó a su hija Teresa como concubina y que luego fue liberta. Esta política de intimidación culminó con la expedición militar que puso el prestigio de los amiríes en lo más alto, cuando atacó la ciudad de Santiago de Compostela en el 997, que fue destruida y de la que trajo consigo las campanas y las hojas de las puertas de la ciudad que fueron utilizadas en la carpintería del techo de las nuevas naves que había que añadir en esta época a la gran mezquita de Córdoba.
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Parece acertado pensar que la clave para comprender la civilización bizantina es la figura del emperador, identificado con el Estado y su aparato militar y burocrático. Su papel ha sido bien descrito por Eusebio de Cesarea, quien expresa la opinión de que, como Dios, es un monarca absoluto, el vicario de Dios en la Tierra. Del mismo modo que el Dios cristiano es uno, así debía ser el caso del emperador cristiano y único el Imperio sobre la Tierra. El emperador era la cúspide de la administración, jefe del ejército, juez supremo y único legislador, protector de la Iglesia y guardián de la fe ortodoxa. Él decidía sobre la guerra y la paz, sus sentencias eran definitivas e irrevocables y sus leyes se consideraban inspiradas por Dios. Como jefe supremo del Estado, poseía un poder sólo limitado por exigencias de la moral y las costumbres. Unicamente en materia religiosa, el poder del soberano encuentra una limitación real. Por muy grande que fuera su influencia sobre la configuración de la vida eclesiástica, éste era un laico y sólo podía ser protector, pero no jefe de la Iglesia que tenía su propio jefe, el Patriarca de Constantinopla, cuyo poder y consideración no harían sino crecer con el tiempo. Desde el año 450, era obligado realizar una ceremonia de coronación conducida por la máxima dignidad eclesiástica del Imperio. Y si las autoridades religiosas, juzgaban herético e inmoral al emperador, el Patriarca podía negarle la coronación hasta que prometiese reformarse. El virrey de Dios había de ser digno de su virreinato. ¿Cómo se traducía este poder a los ojos del pueblo y los visitantes extranjeros? En primer lugar, mediante la potenciación continuada de Constantinopla. Esta era no sólo la capital física sino el símbolo central de Bizancio. Reflejaba el poder, la riqueza y el nivel cultural del Imperio, atrayendo con su magnetismo a los emigrantes de las provincias y a los viajeros de los países extranjeros: árabes, judíos, ostrogodos o normandos. "Allí Dios mora con los hombres -exclamó un enviado de Kiev en el año 980- no podemos olvidar esa belleza". La fuerza de atracción de la ciudad para el mundo circundante era extraordinaria. Durante siglos no sólo fue una encrucijada de culturas, sino también una fortaleza continuamente asediada, no habiendo caído en manos del enemigo gracias al sistema defensivo construido por Teodosio. En este sistema se materializaba el papel de la ciudad como último reducto de resistencia del Estado; una inscripción sobre las puertas de la ciudad: "Cristo nuestro Dios, rompe triunfante la fuerza de los enemigos", reflejaba claramente la creencia en una protección divina especial. La inexpugnabilidad de la capital significaba para los súbditos un símbolo del destino eterno del Imperio.
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En el origen del encastillamiento estaba, también, la necesidad que tenían familias nobles y comunidades monásticas de colonizar nuevas tierras e imponer un rígido control económico y político sobre la población rural, defendiéndola, entre otras, de las incursiones sarracenas. De esta manera se formó una estructura política y económica que pervivió inmutable durante dos o tres siglos. Posteriormente, se mantuvieron sus elementos más característicos y, sobre todo, la organización agraria, incluso después de las largas luchas feudales, cuando los dueños de los castillos fueron obligados a renunciar a parte de sus prerrogativas en favor de nuevas fuerzas políticas, surgidas a la sombra del poder: en los siglos XIII y XIV, las autoridades municipales y, después, en época moderna, los aparatos estatales. Formulado a partir del ejemplo proporcionado por el Lacio, el proceso del encastillamiento tuvo un enorme éxito. Este modelo ha sido aplicado al estudio de otras regiones europeas, verificado y criticado. Parece claro que la proliferación de castillos por todos los rincones de Europa occidental y, sobre todo, en los siglos centrales del Medievo, tuvo ritmos, formas y factores diferentes de una región a otra. En la llanura Padana de Italia, por ejemplo, las exigencias de defensa de invasores externos (sarracenos y húngaros) tuvieron un papel preponderante; en Friuli y en Toscana, los castillos no sustituyeron, sino que tan sólo acompañaron, a los anteriores asentamientos. Finalmente es indiscutible que el encastillamiento produjo en toda Europa una verdadera revolución en los aspectos político y territorial.
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El comportamiento inicial de Vespasiano es ilustrativo de las nuevas bases sobre las que pretendió sustentar su poder. Proclamado emperador por las legiones de Oriente en julio del 69, no llegó a Roma hasta octubre del 70. Si la distancia de fechas es expresiva del valor que concedía al Senado y a la corte, es igualmente demostrativa de su visión de las atenciones prioritarias de un emperador que debía estar presente allí donde lo exigieran las circunstancias más difíciles del Imperio. Durante ese largo año, Vespasiano permaneció en Oriente para consolidar la sumisión de los judíos, reorganizar Egipto y eliminar de una vez por todas el peligro parto. Vespasiano computó el tiempo de su gobierno a partir del día de la proclamación como emperador por las legiones y no desde el 21 de diciembre del mismo año, cuando el Senado le concedió los poderes imperiales. El senadoconsulto conocido como Lex de imperio Vespasiani, a pesar de no habernos llegado completo, nos permite conocer el carácter institucional dado al poder imperial. En virtud de esa lex, que concedía a Vespasiano el imperium maius y la tribunicia potestas, el emperador tomaba de una vez todos los poderes imperiales. La crítica moderna (Mispoulet, Levi) sostiene que esta ley era semejante a la del año 27 a.C., por la que se concedieron los poderes a Augusto, pero que incluía a la vez otros privilegios que fueron acumulando emperadores posteriores como el derecho de ampliar el pomoerium de la ciudad, el de convocar al Senado, el de la consideración del emperador como persona que no está sujeta a las leyes. Y la Lex de imperio contenía también aportaciones personales de Vespasiano referentes al carácter que pretendía dar a su régimen. El gobierno de Vespasiano se mantuvo con la asociación al poder de su hijo Tito, quien fue cónsul junto a su padre y tuvo el título de César desde el 69; el 63 Tito compartió también con su padre el cargo de censor. Ambos hijos recibieron el título de Príncipes de la juventud, princeps iuventutis. Estos mecanismos políticos no eran plenamente novedosos ya que habían sido empleados por Augusto, pero habían sido olvidados por los Julio-Claudios y, además, ahora tenían una significación nada dudosa de su valor como garantía para la continuidad del régimen. Si el modelo de Vespasiano fue Augusto, con quien coincidía también en llegar al gobierno después de una guerra civil, desde Vespasiano desaparecen las ambigüedades augusteas de recubrir de formas republicanas realidades políticas nuevas. Las condiciones estaban maduras como para que Vespasiano y sus hijos se presentaran como auténticos gobernantes dotados del poder supremo por más que no llevaran el título de rex. El régimen era el de una monarquía en el sentido etimológico del término con viejas herencias de formas republicanas. El carácter del gobierno se comprende mejor al tener en cuenta que el emperador nombra a su propio consejo de asesores y al analizar la posición del Senado. El 73-74, Vespasiano y Tito ejercieron la censura, magistratura desde la cual pudieron elegir un nuevo Senado, eliminando del mismo a disidentes e incorporando a muchos hombres nuevos reclutados entre las oligarquías itálicas y provinciales. Por otra parte, cuando guardan a veces algunas formalidades tradicionales como la de hacer consultas al Senado, éste actúa como el consejo particular ampliado; los senadores perdieron casi toda su capacidad política para ser destinados a responsabilidades administrativas.
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La Carta de 1931 no recogía la existencia de un Poder Judicial unitario suficientemente articulado, sino de diversos órganos jurisdiccionales a los que, eso sí, se quiso dotar de una gran independencia frente a otras instituciones. El Título VII fijaba las competencias de estos órganos bajo el impreciso epígrafe Justicia. En conjunto, el sistema judicial republicano recogía gran parte de la herencia de la Monarquía, pero bajo unos principios más modernos y democráticos. Se establecía la unidad jurisdiccional y de fuero, suprimiendo la jurisdicción castrense, excepto en tiempo de guerra, y los tribunales de honor civiles y militares; se garantizaba la independencia e inamovilidad de los jueces, así como la exigencia de responsabilidades civiles o criminales derivadas del ejercicio de su cargo y se instituía el Jurado como representación popular en la Administración de Justicia, principio este último que establecía el artículo 103, pero que no se llevó a la práctica. Los procedimientos judiciales debían ser gratuitos para los económicamente necesitados. En la cúspide de la organización judicial se situaba el Tribunal Supremo, cuyo presidente era designado por un plazo de diez años por el presidente de la República a propuesta de una Asamblea integrada por parlamentarios y representantes de la judicatura y de la abogacía. Por debajo del Supremo, en progresión territorial, se situaban las restantes instancias judiciales. La Constitución recogía asimismo la figura del Ministerio Fiscal como cuerpo único funcionarial encargado de velar por el exacto cumplimiento de las leyes y por el interés social, y a cuyo frente se encontraba el fiscal de la República. Finalmente, la concesión de amnistías e indultos era potestad de las Cortes y de la Presidencia de la República, respectivamente.
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El ordenamiento constitucional republicano reconocía los tres poderes clásicos del liberalismo: el legislativo, el ejecutivo y el judicial, a la vez que señalaba sus límites y cometidos y establecía las bases para su actuación. Posteriormente, una serie de leyes y reglamentos definirían con mayor exactitud las reglas de funcionamiento de estas instituciones fundamentales del Estado. El Poder Legislativo, que residía directamente en los ciudadanos, estaba representado por las Cortes, a las que dedicaba la Constitución su Título V. Casi todos los parlamentos españoles habían sido hasta entonces bicamerales, con una Cámara Alta o Senado y otra Baja, o Congreso de los Diputados. Con la Segunda República, el régimen parlamentario fue unicameral, por no contemplar la Constitución más que la existencia del Congreso. Durante los debates constituyentes se puso de relieve que la continuidad del Senado contaba con numerosos defensores, sobre todo en la derecha y el centro, quienes lo consideraban un útil freno a las decisiones demasiado precipitadas o radicales que pudiera adoptar una Cámara popular como el Congreso. Sin embargo, prevaleció el criterio mayoritario entre la izquierda, que estimaba más democrática y representativa a la Cámara única. Las Cortes republicanas se elegían por sufragio universal, igual, directo y secreto, aspectos ya implícitos en los reglamentos electorales de 1931, pero que adquirieron constitucionalidad con la Ley de 27 de junio de 1933, que reconocía el derecho a elegir y a ser elegidos a todos los ciudadanos mayores de 23 años, sin distinción de sexo ni de estado civil. Las Legislaturas abarcaban períodos de seis años, pero el Parlamento podía ser disuelto antes por el Presidente de la República. En ambos casos, las elecciones para una nueva Cámara debían celebrarse sesenta días después. La Constitución asignaba a las Cortes una serie de funciones, que pueden resumirse así: a) Legislativas. Correspondía a las Cortes elaborar las leyes, bien a iniciativa de la propia Cámara, mediante proposiciones de Ley de los diputados, bien a través de proyectos de Ley elaborados por el Gobierno y refrendados por el presidente de la República. El Pleno del Congreso discutía y aprobaba las leyes, que debían ser luego promulgadas por el jefe del Estado en un plazo de quince días. b) De control del Ejecutivo. Esta función fiscalizadora la realizaba el Congreso requiriendo la comparecencia del Jefe del Estado o de los ministros en sesiones informativas; presentando mociones de censura o de falta de confianza, cuya aprobación por los diputados acarreaba la dimisión del Gobierno; acusando al jefe del Estado ante el Tribunal Constitucional o destituyéndolo directamente cuando tres quintas partes de los diputados estimasen que había actuado al margen de sus funciones constitucionales. Con ello, no sólo se garantizaba un control efectivo sobre la gestión del Ejecutivo, sino que se imposibilitaba en la práctica la existencia de gobiernos que no dispusieran de un amplio apoyo parlamentario. La destitución de Alcalá Zamora en 1936 demostraría que tampoco la Jefatura del Estado quedaba al margen de la acción punitiva de las mayorías parlamentarias. c) Presupuestaria. Correspondía a las Cortes aprobar los Presupuestos generales del Estado, que les presentaba anualmente el ministro de Hacienda. En determinadas circunstancias, los diputados podían plantear enmiendas al proyecto, que debían ser aprobadas por mayoría absoluta de la Cámara. d) Autonormativas. En beneficio de su independencia, el Legislativo tenía capacidad para dictar sus propios reglamentos y para aceptar o negar la validez del acta de los diputados electos. Una vez reconocida su condición, los diputados disfrutaban de inmunidad parlamentaria ante los Tribunales, que sólo podía ser levantada, a petición de un juez, mediante la concesión de un suplicatorio por el Congreso. Fuera del Pleno, que era el foro ideal para el debate político y el lucimiento oratorio, la actividad parlamentaria incluía Comisiones especializadas, en las que figuraban representantes de las distintas minorías, y una Diputación Permanente en la que estaban también representados los grupos parlamentarios, que intervenía en cuestiones urgentes suscitadas fuera de los períodos ordinarios de sesiones -éstos debían durar al menos cinco meses al año- y en los momentos en que las Cortes estaban disueltas. El presidente de la Cámara era elegido por todos los diputados, y entre sus funciones figuraba la asunción provisional de la Jefatura del Estado en caso de ausencia o incapacidad temporal del presidente de la República. Al margen del Congreso, la Constitución reconocía a los ciudadanos una potestad legislativa directa, mediante las iniciativas populares de referéndum y de presentación de proposiciones de Ley a las Cortes. En ambos casos, las firmas recogidas en apoyo de la solicitud debían comprender al menos un quince por ciento del electorado. Pero nunca se llegó a ejercitar este derecho ya que, fuera de los partidos, muy fragmentados y con interés en primar las prácticas parlamentarias, no hubo organizaciones capaces de realizar una movilización tan amplia de electores, y si las hubo -la Iglesia católica o las grandes centrales sindicales debían tener capacidad para ello- no mostraron especial empeño en promover este cauce legislativo.
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"E yo de mi propio motu é ciencia cierta é poderío real absoluto...." Esto se lee en un documento emanado de la cancillería de Enrique IV, del año 1472. Ciertamente la expresión poderío real absoluto ya se encuentra en documentos de la época de Juan II, pero sorprende sobremanera que sea utilizada por un monarca que, en apariencia al menos, parecía un juguete de las apetencias de la alta nobleza de sus reinos. Pero no hay que engañarse. Los interminables conflictos políticos de la época ocultan la realidad de un poder monárquico que se fortalecía de día en día. Desde el punto de vista teórico predominaba en Castilla la concepción que defendía la plenitud del poder regio. El pactismo tuvo algunos defensores, como el obispo de Avila Alonso de Madrigal, el Tostado, para el cual la monarquía debía ejercer su poder mediante un pacto, expreso o tácito, con la comunidad. Pero cobraron más fuerza las doctrinas que propugnaban un poder autoritario. Uno de los escritores más representativos de esta tendencia fue Rodrigo Sánchez de Arévalo. En su obra Suma de la Política afirmaba que "todos los çibdadanos e subditos deven con mucha fee e lealtad ser subjectos e obedecer a su rey e príncipe natural". Ello tenía como fundamento que el príncipe es "como la cabeça en el cuerpo, la cual no sólo es más alta e más excellente que los otros miembros sino que endereça, rige e govierna a todos los otros miembros". Pero también apoyaba su argumento en la opinión de las autoridades (Salomón o san Pedro) y en los mandamientos divinos que obligaban a "todo ome a onor e reverencia de su rey o principe". En otro párrafo de esa misma obra sostenía el autor citado que puesto que el rey "es una ymagen de Dios en la tierra, toda criatura le deve abaxar la cabeça". Más aún, en otro escrito suyo, la Compendiosa Historia Hispánica, Sánchez de Arévalo señalaba que incluso los crímenes del rey debían ser tolerados por sus súbditos, pues al fin y al cabo aquel accedía al trono en virtud de un decreto divino y no humano. Los supuestos teóricos aludidos no eran ideas en el vacío, antes al contrario se correspondían con la práctica política. El fortalecimiento de las instituciones centrales de gobierno, visible desde el acceso de la dinastía Trastámara, continuó en el siglo XV. Una de esas instituciones, el Consejo Real, experimentó en tiempos de Enrique IV importantes transformaciones. Se potenció la presencia en el mismo de los letrados, aunque la sentencia arbitral de 1465 estableció un equilibrio entre los expertos en derecho y los representantes de los estamentos privilegiados. También hubo reformas significativas en el ámbito de las finanzas regias, potenciándose el papel de la Contaduría mayor de Hacienda. Otra nota distintiva de los progresos del poder regio era la paulatina definición de un centro político estable, algo así como una capital. Ese papel lo desempeñaba, en la Castilla del siglo XV, la villa de Valladolid. Sede de la Chancillería desde 1442, en Valladolid se celebraron en el transcurso de la decimoquinta centuria numerosas reuniones de Cortes, siendo al mismo tiempo escenario de fastuosas fiestas y torneos, algunos brillantemente descritos por la pluma del poeta Jorge Manrique. Paralelamente al robustecimiento del poder real declinaba el papel efectivo desempeñado hasta entonces por las Cortes. El número de ciudades y villas que enviaban procuradores a sus reuniones se redujo a sólo 17: nueve de la Meseta Norte (Avila, Burgos, León, Salamanca, Segovia, Soria, Toro, Valladolid y Zamora), cuatro de la Meseta Sur (Cuenca, Guadalajara, Madrid y Toledo) y cuatro capitales de reinos de reciente incorporación (Córdoba, Jaén, Murcia y Sevilla). Simultáneamente los magnates laicos y eclesiásticos dejaban de asistir a las Cortes, toda vez que consideraban más importante intervenir en el Consejo Real. Pero sobre todo asistimos en el transcurso del siglo XV a un creciente intervencionismo regio en la vida interna de la institución. El hecho de que en un momento dado la Corona asumiera los gastos ocasionados por los viajes de los procuradores les restaba a éstos independencia en sus actuaciones. La corte, por su parte, se interfería con frecuencia en el nombramiento de los procuradores. Asimismo, el envío a las ciudades con voto en Cortes de las denominadas minutas de poder limitaba su autonomía. Es evidente que hubo reuniones de Cortes en momentos decisivos de la historia de Castilla en el siglo XV, como aconteció en Olmedo en la primavera de 1445. Pero los representantes del tercer estado apenas hacían otra cosa sino presentar quejas y votar los servicios que la Corona pedía. Es más, el tributo de la alcabala, que tradicionalmente había requerido la previa aprobación de las Cortes para ser cobrado, pasó a ser recaudado directamente por la Corona desde finales del siglo XIV.
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Algunas de las escenas que tuvo la oportunidad de contemplar Degas durante su estancia en Nueva Orleans fueron pasadas al lienzo por el artista, como si de un fotógrafo se tratara. Así surgen deliciosas imágenes como el Mercado de algodón, el Ensayo de la canción o El podólogo. En ésta última recoge el momento en el que la hijastra de su hermano René está siendo atendida por un podólogo. Su nombre es Josephine Balfour, fruto del primer matrimonio de su madre, Estelle Musson. La pequeña se cubre con una toalla blanca; al fondo contemplamos un precioso bodegón con una jarra, frascos de perfume y un cuenco, elementos situados sobre el mármol de la cómoda; en la pared vemos unos dibujos que podrían haber sido realizados por la niña. Igual que hará con las escenas de bañistas, Degas muestra una imagen intimista, como si el espectador se introdujera en la habitación sin riesgo de ser visto. Las dos figuras están iluminadas por la luz del sol que penetra por la ventana de la derecha, provocando multitud de efectos de sombra en los paños blancos de la sábana que cubre la silla y la toalla de Josephine. Esa sombra es una luz diferente para los impresionistas por lo que tiene un colorido especial. Incluso un pequeño toque de luz se aprecia en la calva del podólogo, acentuando así el realismo de la composición. La zona del bodegón queda más oscurecida pero se aprecia con claridad las calidades de los objetos. Respecto al color, vuelve a aparecer el contraste entre blancos y negros que tanto entusiasmaba a Manet, unido a la tonalidad verde de la pared. El efecto atmosférico de la habitación provoca que el contorno de las figuras se difumine, en una imagen cargada de autenticidad.