El dorado aislamiento norteamericano tras la no ratificación del Tratado de Paz de Versalles no significó que descuidara sus intereses. Al formarse la Irak Petroleum Company presionaron para obtener el 23,75%. Poco después, obligaban a Gran Bretaña a permitirles prospecciones en Bahrein, de modo que el primer petróleo que se extrajo en el Golfo Arábigo, en 1932, era norteamericano, aunque fluyera bajo pabellón británico. Dos años después, Ibn Saud, rey de Arabia tras haber derrotado a la familia hachemí, se vengaba del Gobierno británico, que había sido aliado de su enemigo, el jerife Hussein de la Meca y benefactor de sus hijos: Feisal, rey de Irak y Abdallah, de Transjordania. El monarca saudí entregó concesiones a la Standard Oil y a la Texaco, y algunas más durante la II Guerra Mundial, Londres trató de oponerse, pero Washington notificó que cualquier obstrucción "podría ser considerada una ingerencia en los asuntos internos de Estados Unidos". Por si fuera poco, el presidente Harry S. Truman pidió nuevas concesiones, justificando su intervención: "Porque el Gobierno debe suministrar apoyo diplomático y protección completa a las compañías petrolíferas nacionales que operan fuera de Estados Unidos". Ese "apoyo diplomático" podía ir bastante más lejos, como ocurrió en el caso Mossadegh, primer ministro de Irán, que se atrevió a nacionalizar el petróleo y a acercarse a Moscú. Tras numerosas vicisitudes, en 1953 fue derribado por un golpe auspiciado por la CIA.
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El pez tiburón Mes y medio empleó Cortés en lo que hemos dicho hasta ahora, desde que dejó Cuba. Partió Cortés de esa isla, dejando a los naturales de ella muy amigos de los españoles; y tomando mucha cera y miel que le dieran, pasó a Yucatán, y se fue pegado a tierra para buscar el navío que le faltaba, y cuando llegó a la punta de las Mujeres calmó el tiempo, y se estuvo allí dos días esperando viento, en los cuales tomaron sal, pues hay allí muchas salinas, y un tiburón con anzuelo y lazos. No le pudieron subir al navío porque daba mucho lado, pues era pequeño y el pez muy grande. Desde el batel le mataron en el agua y le hicieron pedazos, y así lo metieron dentro del batel, y de allí al navío, con los aparejos de guindar. Le hallaron dentro más de quinientas raciones de tocino, porque, según dicen, había diez tocinos que estaban a desalar colgados de los navíos; y como el tiburón es tragón, que por eso algunos le llaman ligurón, y como halló aquel aparejo, pudo engullir a su placer. También se halló dentro de su buche un plato de estaño, que se cayó de la nao de Pedro de Albarado y tres zapatos desechados, además de un queso. Esto afirman de aquel tiburón; y en verdad, que traga tan desaforadamente que parece increíble; porque yo he oído jurar por Dios a personas de bien, que han visto muchas veces estos tiburones muertos y abiertos, que se han hallado dentro de ellos cosas que, si no las vieran, las tendrían por imposibles; como decir que un tiburón se traga uno, dos y más pellejos de carneros con la cabeza y cuernos enteros, conforme los arrojan al mar, por no pelarlos. Es el tiburón un pez largo y grueso, y alguno de ocho palmos de cintura y de doce pies de largo. Muchos de ellos tienen dos hileras de dientes, una junto a otra, que parecen sierra o almenas; la boca está en proporción del cuerpo, el buche disforme de grande. Tiene el cuero como el cazón. El macho tiene dos miembros para engendrar, y la hembra no más uno, la cual pare de una vez veinte o treinta tiburoncillos, y hasta cuarenta. Es pescado que acomete a una vaca y a un caballo cuando pace o bebe a orillas de los ríos, y se come un hombre, como quiso hacer uno al calachuni de Acuzamil, que le cortó los dedos de un pie cuando no lo pudo llevar entero, porque le socorrieron. Es tan goloso, que se va tras una nao, para comer lo que de ella echan y cae, quinientas y hasta mil leguas; y es tan ligero, que anda más que ella aunque lleve más próspero tiempo, y dicen que tres veces más, porque al mayor correr de la nave le da él dos y tres vueltas alrededor, y tan superficialmente, que se aparece y se ve cómo lo anda. No es muy bueno de comer por ser duro y desabrido, aunque abastece mucho un navío hecho tasajos en sal o al aire. Cuentan aquellos de la armada de Cortés que comieron del tocino que sacaron al tiburón del cuerpo, que sabia mejor que lo otro, y que muchos conocieron sus raciones por las ataduras y cuerdas.
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Se sabe que los musulmanes, al instalarse en Córdoba, usaron para sus rezos colectivos dos descampados, que también servían para el inicio de sus temibles actividades militares: una muralla, situada justo al otro lado del puente romano y otra en el camino de Sevilla por la orilla de este lado del Guadalquivir. Con ello no hicieron sino seguir una vieja costumbre del Islam, que en sus primeros y belicosos tiempos prefirió para sus rezos un lugar despejado, fuera de las ciudades, a las que, al menos al comienzo, tan poco apego parecía tener, pues en ellas eran los musulmanes una minoría extranjera; cuando las conversiones ya habían incrementado su número y así se integraron más y más en Córdoba, adquirieron a los cristianos una parte de una iglesia, dedicada a San Vicente, cuya principal ventaja consistía en su proximidad al recinto militar, el Alcázar, en el que tenían establecida la guarnición y la residencia del gobierno de toda la Península Ibérica, que tan fácilmente habían dominado. Esto ocurrió cuarenta años después de la llegada y tuvo consecuencias notables; la primera fue que, como la iglesia estaba orientada hacia el nacimiento del sol, aproximadamente hacia nuestras espaldas según vamos caminando, ellos ocuparon la mitad sur, pues, aunque no obedecieron ni de lejos la directriz de rezar mirando a La Meca, seguían una cómoda tradición de los primeros tiempos, aprovechaban mejor el espacio y además se diferenciaban algo de sus vecinos y parientes cristianos, que oraban al otro lado del muro divisorio. Por falta de lugar apropiado, las llamadas a la oración las hicieron desde una torre del inmediato recinto militar, lo que sugiere que en éste habitaría la mayoría de los musulmanes presentes en la ciudad. Quien mejor estudió este edificio provisional fue don Manuel Ocaña, que gustaba citar un texto que describía el precario desarrollo espacial de esta primera aljama, cuyos restos se excavaron hace muchos años y con escasos resultados. La cita es de al-Maqqarí y reza así: "Se contentaron los musulmanes con lo que poseían hasta que se acrecentó su número, aumentó la población de Córdoba y se aposentaron en ella los príncipes de los árabes; aquella mezquita les resultó entonces insuficiente y dedicándose a colgar en ella entarimado (saqifa) tras entarimado, donde estaban con la cabeza baja, hasta que supuso para la gente un penoso trabajo el llegar a entrar en la Mezquita Mayor, a causa de la contigüidad, insuficiencia de puertas y lo bajo del techo en aquellos entarimados, pues estaba éste tan cercano al piso, que a los más les era imposible ponerse normalmente de pie". Vistas las cosas así, no extrañará que el proceso siguiera imparable, a compás del prestigio de la nueva religión entre los cordobeses, que bien pronto se consideraron emparentados con los nuevos señores e incluso se inventaron nobles antepasados entre las tribus de Arabia, con olvido de su sangre romana y desprecio de sus abuelos cristianos. De genealogía bastante más fiable era un príncipe sirio que desembarcó en Almuñécar, en la actual provincia de Granada, el 14 de agosto del 755; se llamó Abd al-Rahman y tuvo el mote de "El Emigrado", pues venía huyendo de la matanza que, de mano de los Abbasíes, había acabado con la inmensa mayoría de su familia, los Omeyas. Tras varias peripecias, cuando aún no había cumplido los veintiséis años, se apoderó de Córdoba, donde fue proclamado emir de todo Al-Andalus en aquella precaria aljama. La verdad es que se ocupó poquísimo de su capital y menos del edificio, pues bastante tarea tuvo durante largos años con mantenerse en el poder por la fuerza de las armas. Veinte años después, cuando ya era un hecho que se había quemado luchando por mantener y acrecentar sus dominios, se dedicó algo a la ciudad, restaurando el alcázar para su propio uso, y un poco a la piedad, como medida de seguridad ante la incertidumbre del Más Allá. En el año 785 adquirió a los mozárabes, es decir, a los cristianos que permanecieron en Córdoba, el resto de la iglesia y quizá el conjunto de edificios anejos y el probable cementerio que en los alrededores existiría; entonces procedió a demolerlo todo, invirtiendo en esta tarea, en la nivelación del declive del terreno, en la apertura de cimientos y en la construcción propiamente dicha bastantes años, pues el edificio, pese a ser inaugurado antes de su muerte, el 30 de septiembre del año 788, no se concluyó hasta unos años después. Da la impresión de que su apertura vino dictada más por la proximidad del juicio de Allah que por los deseos del desconocido y genial arquitecto, que, según nuestra inveterada costumbre, tampoco cumpliría los plazos prometidos.
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El pintor que mejor incorpora y refleja en sus obras las características de la megalografía es el Pintor de los Nióbides, así llamado por la crátera del Louvre en la que representó la matanza de los hijos de Níobe y la aventura de los Argonautas. Tanto la escena tremenda de la muerte de los Nióbides por las flechas de Apolo y Artemis, como el episodio protagonizado por los compañeros de Jasón en la búsqueda del Vellocino de Oro nos descubren rasgos nunca vistos en la cerámica pintada, entre los que sobresalen: 1.° La disposición de las figuras en grupos, en distintos planos y a distinta altura. 2.° La representación del terreno con sus irregularidades y desniveles, así como la presencia de rocas que tapan parcialmente las figuras, es decir, movimiento en la línea de suelo. 3.° Someras alusiones al paisaje, por ejemplo, por medio de un árbol. 4 ° Volúmenes captados, en escorzo o acortados en perspectiva. 5.° Actitudes y rostros que expresan estados de ánimo y emociones diversas. Todas estas características, tan fantásticas como inusuales, han de proceder del campo de la pintura mayor, pues no es casualidad que coincidan con las innovaciones introducidas en ella, según las fuentes, por Polignoto de Tasos, un pintor excepcional. Asociado con otros buenos pintores, como Mikón, Panainos y Onasias, Polignoto dejó pintadas numerosas obras en la Estoa Poikile (pórtico pintado), en la Pinacoteca de los Propíleos y en el Theseion de Atenas, así como en la vecina Platea. Pero aún le hicieron más célebre los frescos de la Lesche de los Knidios en Delfos, cuyos temas eran la Iliupersis o destrucción de Troya y la Nekyia o descenso de Odiseo al Hades en busca de la sombra de Tiresias, obras extraordinarias, al decir de las fuentes, de las que sólo nos queda la descripción de Pausanias y pálidos reflejos en las obras de sus admiradores e imitadores dentro del ámbito de la pintura de vasos. Si conjugamos la información transmitida por las fuentes con testimonios como los que ofrece el pintor de los Nióbides, podemos formarnos una idea de la revolución originada por la pintura de Polignoto. Por lo pronto impone la composición panorámica y la narración en episodios concatenados, novedades a las que hemos de añadir la incipiente perspectiva, faceta que desarrollará con éxito extraordinario Agatarco de Samos, un técnico de la pintura de alta categoría. Con ser tan sensacionales las aportaciones citadas, los contemporáneos admiraban sobre todo a Polignoto y le otorgaban el cetro por su honda penetración en la definición del carácter, lo que se llamaba el ethos. A esa rara perfección llegó Polignoto a través de un conocimiento perfecto de la anatomía y de la mímica, de donde la intensidad de la mirada, la boca entreabierta que permite ver los dientes, la expresividad de un ademán. Todo ello demuestra que Polignoto es una de las mentes geniales que crean el espíritu artístico de época clásica, cuyo distintivo peculiar es la capacidad de sublimar la realidad.
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Si nos dirigimos a Pérgamo, construida en su práctica totalidad durante los siglos III y II a. C., lo primero que podemos observar es que la parte descubierta hasta ahora, visible sobre una loma empinada, se divide netamente en dos barrios: el del palacio y su entorno, que ocupa la cumbre, y un sector lleno de edificios públicos (gimnasios en particular), que desciende por la ladera. En cambio, hace poco que han comenzado las excavaciones de los barrios de habitación, con lo que apenas podemos imaginar la estructura del conjunto. La acrópolis de Pérgamo es, desde luego, una ciudadela helenística peculiar, puesto que su fuerte posición defensiva y su prolongada pendiente carecen de paralelo en otras capitales del Helenismo, e impiden un asentamiento comercial importante: ninguna vía de fácil acceso podía ascender hasta el cabezo que ocupa, y hay que suponer que la actividad mercantil se desarrollaría más abajo, en el valle, fuera del recinto amurallado, allí donde después se asentaría la ciudad romana y la actual. Por ello, es probable que las casas particulares que se escalonan en la colina pudiesen prescindir de cualquier ordenación en cuadrícula, y se ajustasen sólo a las curvas de nivel. Sin embargo, si esta causa es suficiente para explicar la ordenación algo irregular del barrio de los gimnasios, no lo es para el ámbito palaciego; allí no hubieran sido necesarias muchas obras para conseguir una planta ortogonal. La explicación debe buscarse, sin duda alguna, en un criterio estético: los palacios helenísticos -tenemos datos coincidentes del de Alejandría a través de un texto de Estrabón (XVII, 1, 8)parecen tender a un urbanismo en desorden detrás de sus murallas: distintos pabellones y palacios quedan diseminados entre jardines, buscando un ameno y pintoresco ambiente, casi como un alivio ideal frente a la asfixiante retícula de las ciudades. Cada uno de los edificios del palacio será, sí, muy sencillo y cuadrangular, con un patio porticado en el centro, pero fuera de él se preferirán vistas sesgadas y en esquina, contacto con la naturaleza y panoramas extensos. Otro elemento que sorprende, y que conviene resaltar cuando se estudia Pérgamo, es la presencia constante y abrumadora de los ambientes circundados por pórticos: patios de los santuarios, patios de los gimnasios, patios palaciegos... Es como si las estoas clásicas, que vimos desarrollarse en el ágora de Priene, se apoderasen ya de todos los edificios importantes, convirtiéndolos en plazas rodeadas de soportales. En realidad, de lo que se trata es de crear espacios abiertos al sol y al aire, pero apartados del bullicio ciudadano: la búsqueda de la intimidad en los cultos religiosos -aunque sean colectivos-, en los espectáculos o en las recepciones, convierte barrios enteros en una intrincada yuxtaposición de patios porticados, con accesos a menudo difíciles de descubrir. En los mejores casos -y Pérgamo es sin duda uno de ellos- un visitante podía sentirse como en una ciudad de cuento, llena de ámbitos monumentales pero sin calles. Los romanos se entusiasmarán con tal estructura urbanística, e intentarán difundirla cuanto puedan; recuerdo de ello son aún muchas plazas porticadas de nuestras ciudades. Pero también en Pérgamo observamos que este mismo esquema, el del patio, puede servir justamente para lo contrario: para concentrar en él todos los ruidos y olores posibles, y que no se extiendan hacia el exterior. Así, en el extremo del barrio de los gimnasios hallamos un ejemplo muy claro de lo que suele llamarse ágora helenística, es decir, una plaza cerrada con pórticos exclusivamente dedicada al comercio. De nuevo aquí, si recordamos el esquema del macellum romano o de nuestros mercados modernos (que han cubierto su parte central para completar el aislamiento), habremos de admirar la sabiduría profunda de la arquitectura civil helenística. Lo único que, hoy por hoy, aún no nos puede mostrar Pérgamo con cierta amplitud, es la arquitectura doméstica de su época. Para ello, hay que volver a Priene, con sus modestas habitaciones, o, si queremos hallar ejemplos más lujosos y completos, a esa ciudad peculiar y única por tantos aspectos que es Delos.
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El baño caliente es, desde tiempo inmemorial, uno de los placeres más apreciados por los japoneses de todas las épocas. Tanto el cultivador de arroz más pobre como el acaudalado hombre de negocios se otorgan el placer diario de darse un baño de agua extraordinariamente caliente al final de la tarde. Lo más usual es utilizar un barril de madera en el que el agua se eleva hasta los 43 grados de temperatura gracias al calor que produce un fuego de carbón vegetal. Antes de meterse al baño, la gente se lava y enjuaga completamente, disponiendo todo de forma que pueden después entregarse al placer y la relajación del baño. En éste se sientan en posición fetal, con las rodillas encogidas y el agua llegándoles hasta la barbilla. En las ciudades y pueblos existen baños públicos, lo que reduce el coste de los mismos. En las piscinas, la gente se reúne no sólo para bañarse, sino también para charlar y relacionarse. En las aldeas rurales, el baño es preparado en el jardín de la casa por varias mujeres, siendo usado por turnos. El pudor japonés hace que el baño sea usado en solitario. En todas las casas, el uso del baño sigue un orden riguroso: invitado, abuelo, padre, hijo mayor, etc., finalizando con el criado más humilde. Tras el baño, lo habitual es reunirse y relajarse durante un largo rato, antes de la comida de la tarde. Además del baño, muchos japoneses también suelen darse duchas de agua fría, con el objetivo de "endurecerse". Tradicionalmente, este ejercicio austero consistía en bañarse antes del amanecer en una cascada de un río de montaña. En la mentalidad japonesa, esto endurecía el cuerpo y la muerte del individuo, preparándolo para las duras pruebas de la vida. Por ello, era un ejercicio habitual de quienes aspiraban a desempeñar un trabajo duro y de responsabilidad, ante el cual se consideraban suficientemente preparados. Los sanadores, los músicos, los estudiosos de la caligrafía, etc. Consideraban conveniente darse un baño de agua helada al amanecer como parte de su entrenamiento. Habitualmente, se levantaban a las dos de la madrugada para ducharse a la hora "en que los dioses se bañan". Lo volvían a hacer al levantarse por la mañana, al mediodía y al anochecer. Igualmente el frío era considerado una herramienta de endurecimiento, y así las escuelas no tenían calefacción y se pensaba que los buenos estudiantes de caligrafía debían finalizar sus estudios con sabañones y los dedos agarrotados.
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El asalto a la Fortaleza Europa va a ser preparado minuciosamente por el Mando Conjunto aliado. El fracaso del desembarco canadiense en Dieppe (1942) preocupaba a los Aliados. Sin embargo, en 1944, la situación era diferente, pues el enemigo estaba en inferioridad de condiciones, y la prolongación de la guerra (habían pasado casi cinco años) y las peticiones soviéticas para que se abriera un nuevo frente (5) hacía perentorio el asalto a Europa. Asimismo, las experiencias de los desembarcos aliados en África del Norte y en Italia (y las enseñanzas de Dieppe) debían servirles para no repetir errores. El plan de desembarco será fruto de la estrecha colaboración entre los Aliados occidentales, en particular entre estadounidenses y británicos; pero también aportarán su contribución los canadienses y, en determinados aspectos, los franceses. En cierto modo, todo aquel que tenga algo que decir será bien recibido, y en este caso los militares darán prueba de una inusual flexibilidad y a veces, incluso, de humildad. Hasta el Día D, el plan sufrirá modificaciones secundarias (sobre la utilización del material y tropas, sobre las operaciones post-desembarco, sobre la penetración en Francia, etc.) En la Conferencia de Quebec el teniente general sir Frederick Morgan, jefe del Estado Mayor del Mando Supremo aliado (Chief of Staff to the Supreme Alliad Command, COSSAC), había presentado el proyecto general de invasión. Se había decidido nombrar comandante supremo al general norteamericano D. D. Eisenhower -que asumirá el mando en diciembre de 1943-, al que no se consideraba un gran soldado, pero a quienes todos aceptaron. Su equipo formado por el mariscal del Aire sir Arthur Tedder, británico; el jefe del Estado Mayor general Walter Arthur Bedell-Smith, estadounidense, cuyo ayudante será el general británico sir F. Morgan. El jefe de las fuerzas navales será sir Bertram Ramsey (quien llevó a cabo la evacuación británico-francesa de Dunkerque en 1940) y el mariscal del Aire sir Trafford Leigh-Mallory, ambos británicos. El mando de las fuerzas de tierra fue dado a Montgomery -Eisenhower hubiera preferido a Alexander, pero éste estaba en Italia-, que asumirá el mando durante toda la primera fase de Overlord, hasta que, al ser más numerosos los norteamericanos, se creará un segundo mando puramente estadounidense. El mando le había sido conferido a Montgomery por ser el general más experimentado. El 1 de febrero de 1944 se pondrá en marcha el Plan conjunto Neptuno que preparará los instrumentos para la ejecución de Overlord. El "Plan Overlord" preveía la preparación de una fuerza de invasión dotada del material y adiestramiento necesarios, formada por tropas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá -más adelante se les unirían unidades francesas y polacas-, que partiría de puertos del sur de Inglaterra en una flota de barcos de guerra y mercantes y acompañada por la aviación. Los preparativos se realizarían en gran secreto, lo mismo que el adiestramiento de la tropa. Debería hacerse creer a los alemanes que se trataba de un ataque diversivo que debía ocultar otro un lugar diferente. Las fuerzas invasoras desembarcarían en la costa de Francia septentrional. Se había previsto la zona Caen-península de Cotentin, en Normandía, pues Calais, el otro punto discutido, había sido considerado menos distante, pero demasiado defendido y con pocas posibilidades para desplegar las unidades desembarcadas y ensanchar las cabezas de playa. La zona de Caen, en cambio, disponía de defensas más ligeras, mejores posibilidades de desplegar tropas y de construir aeródromos; pero el único puerto de calado era el de Cherburgo, muy alejado de los puntos de desembarco.
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La decisión de atacar la URSS la expuso Hitler por primera vez el 13 de julio de 1940. En una reunión con los altos mandos militares, el dictador aclaró sus planes estratégicos: "Si aplastamos Rusia, Inglaterra perderá su última tabla de salvación en Europa y Gran Bretaña se hundirá con ella. Rusia tiene que ser liquidada y cuanto antes mejor. Fecha prevista: primavera de 1941". A partir de esas fechas y con el rigor y minuciosidad típicas de los germanos, el ejército del Reich puso en marcha lo que ha pasado a la historia con el nombre de Operación Barbarroja. Los nazis pensaban desencadenar la invasión en marzo de 1941 y dar por terminada victoriosamente la guerra a finales de otoño. Bastaría con 120 divisiones y se abrirían dos frentes: uno en el sur, hacia Kiev, capital de Ucrania y granero indispensable para alimentar a la población alemana, y otro en el norte, a través de los países bálticos -que automáticamente caerían bajo control hitleriano- hasta Moscú. En la capital soviética se unirían los dos ejércitos y, si era necesario, se llevaría a cabo una operación especial para apoderarse de los yacimientos petrolíferos de Baku, en Georgia. Con la campaña de Rusia, el ejército alemán acepta poner en práctica formas de lucha hasta entonces poco frecuentes en los países occidentales. Se trata, según palabras de Hitler, de aniquilar a la Unión Soviética como nación y como pueblo: "El carácter que presenta nuestra guerra contra Rusia es tal que deben excluirse las formas caballerescas. Se trata de una lucha entre dos ideologías, entre dos concepciones raciales... Por consiguiente, los soviéticos tienen que ser liquidados. Los soldados alemanes culpables por incumplimiento de las leyes internacionales de la guerra serán condenados inocentes". Lo que significa que la tropa tenía carta blanca para llevar a cabo cualquier tipo de represalias y extender la lucha hasta sus últimas consecuencias: asesinato masivo de poblaciones civiles, como en realidad así ocurrió. Por otra parte, dos días antes de iniciarse la aplicación de la Operación Barbarroja, el ideólogo nazi Rosenberg manifestaba a un grupo de colaboradores y futuros gauleiters de la URSS: "Nuestras conquistas al este han de tener en cuenta antes que nada una necesidad primordial: alimentar al pueblo alemán. Las regiones de la Rusia meridional lo harán... Por mi parte, no veo razón ni obligación de que tengamos que alimentar al pueblo ruso con los productos agrícolas de esas regiones. La necesidad es ley y no hay razón para que intervengan los sentimientos en este asunto... Se avecinan años difíciles para los rusos". Lo que significaba que en las batallas que se preparaban estaba previsto que millones de soviéticos murieran de hambre. Los metódicos organizadores alemanes habían calculado que el hambre se extendería a muchas regiones y que varios millones de rusos perecerán. Hitler había estudiado minuciosamente la campaña de Rusia de Napoleón y teniendo en cuenta el fracaso de los ejércitos franceses en las estepas nevadas rusas, había desechado en un principio invadir la URSS sin terminar antes con el frente oeste, o sea, firmar la paz con Inglaterra. Pero, a medida que en su mente tomaba cuerpo la idea de atacar a la Unión Soviética, prefirió hacerlo de forma fulgurante pensando que la ocupación de la URSS no le exigiría más de seis meses y que así privaba a Inglaterra de su única tabla de salvación. La Operación Barbarroja estaba proyectada para mayo de 1941, pero las dificultades que surgieron en Grecia a raíz de la intervención italiana en aquel país retrasaron la operación hasta junio, tres meses que serían fatales para las fuerzas de la Wehrmacht. Según cifras generalmente admitidas, los ejércitos del Reich contaban con tres millones y medio de hombres. El que el desplazamiento de tal cantidad de soldados con su correspondiente armamento de tanques, aparatos de aviación y artillería pasara desapercibido a los soviéticos indica el alto grado organizativo de los alemanes y las deficiencias de los servicios secretos de Moscú. El ataque sorpresa sin previa declaración de guerra, como era norma en Hitler, encontró escasa resistencia y sembró el pánico, tanto en los mandos del Ejército Rojo como en el propio Stalin, que en aquellas fechas se hallaba de vacaciones.