La antesala al Plan de Estabilización se encuentra en el Memorándum que el Gobierno español dirigió al FMI y a la OECE el 30 de junio de 1958. En él se señalan las medidas a tomar respecto a la política económica, las cuales afectan al sector público, a la política monetaria, a la flexibilidad de la economía y al sector exterior. Para poder llevarlas a cabo se había trabajado conjuntamente con el FMI y la OECE y se contaba, lo que era fundamental para su viabilidad, con la concesión de créditos no sólo de dichas organizaciones, sino también de la banca privada y del Gobierno estadounidense. Dicha ayuda se elevaba a 546 millones de dólares, de los que casi la mitad provenían de Estados Unidos. Con la aprobación del Plan de Estabilización (Decreto de Nueva Ordenación Económica del 21 de julio de 1959), en opinión de Enrique Fuentes Quintana se ponían en marcha cuatro ideas fundamentales: 1? el restablecimiento de la disciplina financiera merced a una política presupuestaria y monetaria de signo estabilizador; 2? la fijación de un tipo de cambio único y realista para la peseta; 3? la liberalización y globalización del comercio exterior; y 4? acabar con la economía recomendada, entregada al poder discrecional del Gobierno y a la drogadicción de las subvenciones, las intervenciones y las concesiones, para restablecer una economía mixta, basada en la flexibilidad y disciplina del mercado. Las medidas concretas afectaron a la fiscalidad, estableciendo como objetivo el ajustar el gasto público a los ingresos, evitando que la financiación del mismo generase inflación. Para ello se procedió al aumento de los ingresos mediante la elevación de los precios de la gasolina, el tabaco, las tarifas de los ferrocarriles y el teléfono, a la vez que se limitaban los gastos. Las medidas monetarias dirigidas al sector privado trataron de reconducir las inversiones al ahorro efectivamente disponible, con el objetivo de evitar, como había venido sucediendo, que la inversión privada no se correspondiera con el incremento paralelo del ahorro, teniéndose que financiar con el incremento monetario, lo cual generaba inflación. A este fin se fijó un techo al crédito de la banca y del Banco de España al sector privado que, combinado con el establecimiento de un depósito previo de los importadores en el Banco de España (el 25% de las importaciones), producirían la desaceleración de la oferta monetaria. La nueva paridad de la peseta se fijó en 60 pesetas dólar, reconociendo el tipo de cambio del mercado libre; a la vez se vinculó la divisa española al sistema diseñado en Bretton Woods. Ambas medidas facilitaron la apertura de la economía española al extranjero y más si tenemos en cuenta que dicha paridad concedía una ventaja inicial a los exportadores. Se procedió a una liberalización parcial del comercio, adquiriendo España el compromiso al incorporarse a la OECE de liberar el 50% de su comercio de importación, porcentaje que se incrementó al 61% en 1960. Para compensar la liberalización se publicó un nuevo arancel en 1960. Dicha medida se ponía en práctica distinguiendo entre los países que permitían o no la convertibilidad de los saldos españoles de exportación. Los países que no lo permitían realizaban sus transacciones a través de regímenes de convenios bilaterales, manteniéndose para ellos el mecanismo de licencia. Las inversiones extranjeras se liberalizaron aceptándose hasta un 50% de capital extranjero en empresas españolas. En caso de que la participación fuese mayor se requería la autorización previa del Consejo de Ministros. Este conjunto de medidas trataban, como ya hemos señalado, de hacer funcionar nuestra economía dentro de los mecanismos del mercado, limitando las intervenciones sobre el mismo, aunque ello no impidió la permanencia de ciertas rigideces como las que afectaban al mercado de trabajo. Los efectos de las medidas estabilizadoras fueron inmediatos. La situación del IEME cambió radicalmente: a finales del primer semestre de 1959 tenía un endeudamiento neto de 2 millones de dólares y al terminar el año contaba con 109 millones de dólares, lo que supuso no tener que utilizar en su totalidad los créditos disponibles. Al mismo tiempo se produjo la estabilización de los precios durante el verano, e incluso a finales de año el índice de precios al por mayor se situó por debajo del nivel alcanzado en 1958. Junto a la mejora de la balanza de pagos y de los precios, se dio, como efecto negativo, la caída del gasto que contrajo las importaciones de bienes de equipo y la caída de la demanda de crédito. Ello provocó un freno en la actividad, por la rápida liquidación de existencia de productos básicos, lo que supuso el incremento del desempleo y la desaparición de las horas extraordinarias, implicando una disminución de los ingresos salariales y del consumo privado de hasta un 4% en 1959 en pesetas constantes. La disminución de las remuneraciones complementarias del salario (horas extraordinarias y pluses) llegaría a significar en ocasiones hasta la reducción del 50% de los ingresos salariales, lo cual perjudicó especialmente a la población obrera. Las cifras oficiales estimaban que más de medio millón de obreros se vio afectado por la reducción de horas extraordinarias; a esta situación se debe añadir el alto número de empresas que obtuvieron del Ministerio de Trabajo la autorización para reducir el trabajo semanal a tres o cuatro días. El aumento del paro fue evidente, pasando de 91.000 desempleados en el último trimestre de 1959 a 132.000 en el mismo trimestre del año siguiente; no obstante la cifra total que se calcula, puesto que no estaban incluidos los trabajadores del sector agrícola, se sitúa en torno a los 200.000 parados. Este incremento, motivado por la caída de la actividad, se explica también por la implantación del subsidio de paro que anteriormente no existía. Este crecimiento del desempleo aceleró la emigración exterior, aunque también existieron otras causas para ello, como el estímulo de un 43% de elevación en el cambio para sus remesas. Pese a los citados aspectos negativos, la valoración general que realizaron los expertos y la que podemos realizar desde una perspectiva histórica es positiva, pues aunque hubo una depresión inmediata, ésta fue menor de la que se había producido en otros países que también habían optado por medidas estabilizadoras, como fue el caso de Francia. De hecho, en 1961 el aumento de la renta nacional en un 3,7% respecto al año anterior, supuso un nivel de producción similar al de 1959. Por lo que la corta recesión permitió tener a comienzos de la década una economía con mejor salud y con buenas previsiones para el futuro. Durante 1960 se pusieron en marcha medidas reactivadoras que favorecieron la expansión de la economía española. Buena muestra de ello fue el cambio habido en el comportamiento de la banca, que a finales de año contaba con unas reservas de activos líquidos lo suficientemente importantes como para poder financiar el incremento de las demandas de inversión. A ello cabe añadir la limitación de los incrementos del gasto público y el aumento a un ritmo muy elevado (+15%) de los ingresos, propiciado por la reforma fiscal de 1957. En 1960 el superávit presupuestario fue de 5.600 millones, es decir, un 35,8% más que en 1959. Al mismo tiempo aumentaron las exportaciones, dando como resultado un hecho inusual en nuestra historia económica: el superávit de la balanza comercial de 1960.
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Los ministros del Gobierno de 1957 pronto tuvieron que enfrentarse con una crisis económica. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la política que se había seguido fomentaba la autarquía, un rígido control, la exclusión relativa del capital extranjero, cuantiosas inversiones gubernamentales y producción dirigida a un mercado interno protegido. Se había logrado aumentar la producción industrial pero la inflación era cada vez más alta y el sistema no podía funcionar con el demoledor déficit de la balanza de pagos. Siempre que había una subida de la inflación o del déficit, el Régimen echaba la culpa a la mala administración o a la falta de control del Gobierno, en vez de pensar que estaban aplicando una economía equivocada. Los nuevos ministros tampoco tenían ningún modelo teórico ni un diseño de política económica que ofrecer. Las primeras reformas que se introdujeron fueron las que planteó López Rodó para racionalizar la Administración del Estado, probablemente el primer paso a dar para que cualquier cambio en la política fuera efectivo. La consiguiente Ley de Régimen Jurídico de Administración del Estado de julio de 1957, seguida de la Ley de Procedimiento Administrativo, estaban pensadas con el fin de coordinar la estructura de forma más eficaz y otorgaban una autoridad más directa a la Presidencia del Gobierno, a la vez que ampliaban el papel del Subsecretario de la Presidencia. Esto no supuso tanto una reforma drástica ni una reorganización, como un reajuste de las políticas y regulaciones anteriores, con el objetivo de unificar la Administración pública de forma más eficaz. En los años 1957 y 1958 se inició lentamente una serie de reformas económicas con el fin de equilibrar el presupuesto e introducir una política monetaria más sólida. Ullastres unificó los múltiples tipos de cambio pero no realizó una devaluación en toda regla, ni encontró el medio de poner fin a las numerosas restricciones todavía en vigor sobre el comercio y la inversión. Para intentar controlar la inflación Navarro Rubio, Ministro de Finanzas, subió las tasas de redescuento del Banco de España y fijó un límite al redescuento. Franco y Camero Blanco no esperaban que hubiera ningún cambio importante en la política económica, sólo que se ajustara y reforzara el sistema existente. A finales de 1957 Carrero Blanco hizo circular una propuesta por las oficinas de los altos mandos de la administración para un plan coordinado de aumento de la producción nacional. Más que una reforma, lo que se recomendaba era una intensificación de la autarquía y se insistía en que la movilización masiva y centralizada de los recursos naturales sería el camino más seguro hacia una economía fuerte. Es decir, que se pretendía seguir ignorando el mercado internacional y la necesidad de realizar exportaciones. El problema de la balanza de pagos se solucionaría por medio de una reducción drástica de las importaciones lo que, evidentemente, bloquearía el consumo y el desarrollo. "Rechazamos de plano -declaró- por injusto y egoísta, el acomodaticio argumento de algunos de que España es un país pobre. El objetivo debería ser no tener que importar más que elementos de producción" (citado en A. Viñas, Guerra, dinero, dictadura, Madrid, 1984, 22829). Esto iba claramente en contra de la poderosa tendencia que había en Europa occidental hacia la cooperación económica, y esa era su intención. La Comunidad Económica Europea se formó a principios del año 1958 y fue muy dinámico y exitoso desde el principio. La mayoría de los políticos españoles eran conscientes de los avances en la integración económica de Europa y el desarrollo del Mercado Común influyó a muchos, que pronto se convencieron de que el camino hacia la prosperidad económica española no podía ir separado del desarrollo de la economía occidental. La postura de Franco y Carrero se convirtió en minoritaria, incluso entre los máximos dirigentes económicos del Régimen.
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El programa de la "contención" de la amenaza comunista tenía que tener muy en cuenta la realidad de que en todo el mundo y, en especial, en Europa occidental, un factor decisivo de la evolución histórica era la crisis económica. Por más que la agitación comunista -incluso en el caso de que este partido estuviera en el Gobierno- jugara un papel importante, nada puede entenderse sin tener en cuenta esta realidad. En marzo de 1945, el primer ministro británico estuvo en el continente y pudo comprobar la situación "indeciblemente grave" en que se encontraba. Luego, el invierno 1946-47 fue desastroso desde todos los puntos de vista. A la crisis económica había que sumar la sensación de crisis espiritual: como escribió De Gaulle en sus memorias, 1940 había sido la prueba del fracaso de la clase dirigente. Sólo los Estados Unidos habían salido indemnes de la guerra desde el punto de vista material, mientras que los países europeos occidentales estaban necesitados de alimentación y de ayuda para recomponer su capacidad industrial, en un momento en que carecían por completo de capacidad para adquirir los dólares que les resultaban imprescindibles para ambos propósitos. La suspensión de los acuerdos de "préstamo y arriendo", aprobados tan sólo para el período bélico, exigía utilizar otro procedimiento para que los Estados Unidos pudiera jugar un papel en la reconstrucción de la economía y la estabilidad europeas. El sistema monetario internacional que se puso en marcha al final de la guerra se basó en los acuerdos de la conferencia reunida en Bretton Woods -julio de 1944- que otorgaron al dólar un papel decisivo en el sistema monetario internacional. Los Estados Unidos, poseedores del 80% de las reservas mundiales de oro, eran los únicos capaces de convertir su moneda de tal manera que el dólar se convirtió en el pivote del sistema monetario y comercial internacional. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD) completaban el panorama. Financiado por sus miembros en proporción a su capacidad económica, el FMI concedió préstamos reembolsables a los países que sufrían un déficit en su balanza de pagos mientras que el BIRD debía financiar las inversiones a medio y largo plazo. Pero, por más que todos estos acuerdos sirvieran para hacer nacer un nuevo orden monetario internacional, lo cierto era que no podían resolver por sí mismos los problemas económicos de Europa. De ahí el llamado Plan Marshall. En junio de 1947, el nuevo secretario de Estado norteamericano propuso a los europeos, en un discurso en Harvard, una ayuda colectiva durante cuatro años que ellos mismos habrían de repartirse. Por este procedimiento, que se extendía originariamente a todos los países, incluidos los del Este, se pensaba que resultaría posible por un lado la superación por parte de Europa de una situación económica lamentable y, por otro, la perduración de la positiva situación económica norteamericana. De ahí derivaría también una recuperación espiritual. La negativa de las democracias populares, inducida desde Moscú, a aceptar la propuesta hizo que en julio de 1947 sólo dieciséis países europeos se sumaran a ella. Dada la situación crítica desde el punto de vista económico de algunos de ellos -aquéllos los que el comunismo suponía un problema más grave e inmediato- hubo que recurrir a una ayuda temporal. Finalmente, en abril de 1948 el Congreso de los Estados Unidos votó el European Recovery Program (ERP) que permitía la ayuda, en un 10% a través de préstamos y el 90% restantes mediante donaciones. Éstas eran entregadas a los Gobiernos, que obtenían un "contravalor" en divisa propia destinado a ofrecer préstamos a la agricultura y a la industria nacionales. Una buena parte de las razones por las que se aceptó la concesión de estos créditos derivó de la unánimemente respetada personalidad de Marshall, calificado por Churchill de "el organizador de la victoria". Para no todos fue, sin embargo, tan claro que los Estados Unidos no podía ofrecer otra cosa que anticomunismo. En total, desde 1948 hasta 1952, Europa obtuvo 13.000 millones de dólares de los Estados Unidos, repartidos de una forma muy desigual: Gran Bretaña obtuvo el 24%; Francia, el 20; Italia, el 11; Alemania occidental, el 10 y los Países Bajos, el 8. Las proporciones cambian un poco si se tienen en cuenta tan sólo las donaciones, de forma que en ellas los países que se consideraban amenazados por el comunismo y que vivían una situación más crítica -Francia e Italia- recibieron una proporción ligeramente superior. Al mismo tiempo, estos países, superando una visión en exceso depresiva, contribuyeron de una forma importante a la superación de su propia situación económica a través de la constitución, en abril de 1948, de la OECE (Organización Europea de Cooperación Económica), destinada originariamente al reparto de la ayuda económica norteamericana. Pero la nueva organización no limitó su papel a este terreno, sino que de forma inmediata -a partir de 1950- lo extendió a la liberalización comercial, de tal manera que sentó las bases para todo un conjunto de iniciativas posteriores. De todos modos, ha de tenerse en cuenta que la tendencia a la liberalización de los intercambios fue un fenómeno general y muy característico de la etapa de posguerra. En enero de 1948, se había suscrito entre unos ochenta países, que sumaban las cuatro quintas partes del comercio mundial, el GATT (General Agreements on Tariffs and Trade), destinado a conseguir la desaparición de todo tipo de barreras comerciales. La división de Europa en dos mitades, en especial a partir del momento de la toma del poder por los comunistas en Praga, tuvo un papel de una extremada importancia en la toma de conciencia por parte de los países europeooccidentales de su situación de indefensión. Hasta aquel momento, el único pacto suscrito entre los aliados democráticos europeos fue el Tratado de Dunkerque, firmado por Francia y Gran Bretaña en marzo de 1947, cuyo contenido parecía mucho más destinado al pasado que al futuro, en cuanto que daba la sensación de estar principalmente dirigido contra una eventual reaparición del peligro alemán. Muy pronto, sin embargo, se percibió la necesidad de ampliar el número de signatarios del acuerdo, ligado al nombre de la ciudad, protagonista de la Segunda Guerra Mundial. Los países del Benelux quisieron muy pronto sumarse a él y el Tratado de Bruselas, que fue firmado en la fecha clave de marzo de 1948 y creó la Unión Occidental, fue el primero en el que los signatarios se comprometían a repeler cualquier agresión, viniera de donde viniera. Además, gracias a él quedó establecida una red de contactos permanentes incluyendo los de carácter militar. Se debe tener en cuenta que la sensación de peligro y los terribles efectos que en el pasado había tenido el nacionalismo exasperado habían dado como resultado la aparición de un espíritu tendente al federalismo, del que la primera expresión, ya en 1944, fue el Benelux. En la conciencia de los gobernantes europeos del momento, la experiencia pasada era lo bastante grave y el peligro presente lo suficientemente amenazador como para que fuera necesario mucho más. Ya en enero de 1948, el secretario del Foreign Office británico, Ernest Bevin, había propuesto la posibilidad de dar a luz un sistema democrático occidental que sumara a los países europeos dotados de estas instituciones los situados más allá de los mares que las tuviera semejantes. La respuesta de Marshall fue positiva, siempre que desaparecieran las alianzas bilaterales y la iniciativa fuera europea. Truman, ante el Congreso de su país, siempre amenazado por tentaciones aislacionistas, declaró que la determinación de las naciones libres por defenderse debía ser respondida por un paralelo deseo de los Estados Unidos en el sentido de ayudarles a hacerlo. Pero la resistencia a romper con esta tradición de la política exterior norteamericana se mantuvo. Sólo la mención a la ONU y la insistencia de Francia en que era necesaria la colaboración norteamericana en la seguridad europea, para que se admitiera la reconstrucción alemana, hizo posible la aprobación de una resolución -a la que dio su nombre el senador Vandenberg- en la que se permitía, rompiendo con el pasado, que Estados Unidos se ligara por tratados permanentes destinados a promover la seguridad de las potencias democráticas. El resultado final de esta nueva actitud fue la creación en abril de 1949 de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, suscrito por los cinco países del Tratado de Bruselas a los que se sumaron Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Islandia, Italia, Noruega y Portugal. Este organismo defensivo tuvo, no obstante, la oposición de quien había sido el gran defensor de la tesis de la "contención", George Kennan. Según él, hubiera sido mucho mejor que los Estados Unidos se limitaran a garantizar la intangibilidad de Europa, de manera que quedara abierta la posibilidad de una reunificación de Alemania. De cualquier modo, el tratado creó una alianza muy flexible, que estipulaba que un ataque en contra de uno de los signatarios provocaría la asistencia de todos, pero solamente existía como organismo unitario un Consejo Atlántico, sin que cada uno de los países perdiera su Ejército propio ni se produjera inicialmente una integración militar, que tan sólo se convirtió en una realidad a partir de la Guerra de Corea. Alianza defensiva, la OTAN fue considerada como ofensiva por la URSS y los comunistas, en el interior de cada uno de los países occidentales. De ahí que una y otros propiciaran una utilización del pacifismo como arma en contra de los países democráticos. De ahí el llamamiento lanzado desde Estocolmo en marzo de 1950 y la organización de toda una serie de actividades de propaganda, en especial en los medios intelectuales, de las que fue expresión, por ejemplo, la famosa Paloma de Picasso dedicada a la paz. Con todo, ya en 1949 había empezado a percibirse el cambio en la situación crítica en Europa. En 1953 -año de la muerte de Stalin, el armisticio en Corea y la primera sublevación popular en un país comunista- Europa se había salvado y la situación económica mejoraba a ojos vista. El clima de guerra fría, una vez establecido, perduró durante la primera mitad de la década de los cincuenta e impulsó inmediatamente a continuación la multiplicación de alianzas defensivas en el borde fronterizo del Imperio soviético, que éste interpretó de forma inmediata como un conjunto de bases destinadas a poner en peligro su integridad mediante posibles ataques. Aunque los Estados Unidos permanecieran vinculados mediante tratados bilaterales a muchos países, estas alianzas contribuyeron a solidificar el mecanismo defensivo con el precio de integrar en ellas, a diferencia de lo sucedido con la OTAN, a muchos Estados cuyas características políticas no eran precisamente democráticas. En septiembre de 1954, se firmó, por ejemplo, el Pacto de Manila, que creó la organización del Tratado del Sudeste asiático -SEATO en sus siglas en inglés-, por el que las potencias democráticas occidentales sumadas a los países de tradición británica se unían a Tailandia, Filipinas y Pakistán, comprometiéndose a responder a cualquier agresión de forma colectiva. Taiwan, vinculado directamente con los Estados Unidos, no aparecía en esta alianza. El Pacto de Bagdad, suscrito en febrero de 1955 con la participación de Turquía, Iraq, Pakistán e Irán creó un cordón protector en las fronteras meridionales de la URSS y de cara a la región clave del Medio Oriente.
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El Plateresco, entendido como sinónimo de un estilo de la arquitectura española, que se desarrolla desde los últimos años del siglo XV hasta el triunfo de la normativa clásica hacia 1560, es un término admitido generalmente desde que fuera acuñado por don Antonio Ponz en el siglo XVIII. Sin embargo, Ortiz de Zúñiga, el primero en utilizar este vocablo en los "Anales de la ciudad de Sevilla" (1677), empleó esta expresión únicamente como sinónimo de una forma determinada de decoración, diferenciada y superpuesta a la arquitectura. En este sentido, el término podía ser igualmente aplicado a otras manifestaciones artísticas en donde la decoración, generalmente de inspiración italiana, se superpone a estructuras arquitectónicas no necesariamente clásicas como los retablos, las rejas y determinado tipo de monumentos a los que ya hemos hecho referencia. Ejemplos como la Portada de la Pellejería de la catedral de Burgos o la Fachada de la Universidad de Salamanca podían, por tanto, asociarse a algunos retablos de Felipe Bigarny, a ciertas obras de Vasco de la Zarza o a las más modernas rejas de Juan Francés. De acuerdo a este criterio, basado únicamente en principios decorativos, se pueden considerar platerescas aquellas manifestaciones artísticas que, realizadas en las primeras décadas del siglo, se caracterizan por la utilización de repertorios decorativos italianos en conjuntos donde persiste un espíritu gótico, entendido como negación de la idea de orden y proporción propios de la normativa clásica. En todos estos casos, se trata de soluciones que tienen como objetivo dotar a estas obras de un aspecto moderno respecto al contexto para el que fueron diseñadas. Muy diferente resulta el problema cuando el término Plateresco se aplica sólo a la arquitectura española realizada entre 1490 y 1560, acudiendo a su utilización para definir un estilo nacional como respuesta autóctona frente al clasicismo italiano. Tal interpretación, arraigada en muchos historiadores españoles, ha impedido cotejar este fenómeno con otros similares en Francia, Alemania, e incluso Italia, donde se produce esta misma imprecisión estilística. Es más, al considerar la arquitectura española de ese período como un estilo unitario inmerso en un continuo proceso evolutivo, se estaba cometiendo un grave error, ya que en realidad, no responde a ninguno de los dos extremos. Actualmente, por tanto, no se puede mantener la denominación de Plateresco para designar a la mayor parte de los edificios construidos entre 1490 y 1560, pues entre ambas fechas podemos distinguir dos etapas claramente diferenciadas. En la primera, que comprende hasta la tercera década del siglo, la decoración italo-antigua se superpone a estructuras tradicionales, generalmente góticas; mientras que en la siguiente, plenamente moderna, responde a un proceso de decantación purista en la arquitectura -denominado por algún otro autor como estilo ornamentado- que concluye con la aceptación de las soluciones normativas propuestas por Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera. En resumen, sólo se debe denominar con el término de Plateresco aquellas manifestaciones de la arquitectura española que surgen en las tres primeras décadas del siglo XVI y en las que se pone de manifiesto la hibridación de formas renacentistas en estructuras tradicionales, generalmente góticas, por lo que este fenómeno no debe aplicarse a las obras estudiadas anteriormente pertenecientes al mecenazgo de los Mendoza, en las que se puede apreciar una asimilación de las soluciones cuatrocentistas, tanto en lo decorativo como en lo referente a aspectos de proporción y composición arquitectónicas. Con todo, aun reduciendo el Plateresco a una modalidad ornamental, resulta muy problemático considerarlo un estilo regido por leyes comunes. El análisis de algunas obras de este período puede aclarar alguno de estos extremos. En la Puerta de la Pellejería de la catedral de Burgos, las columnas se aplican sin ningún criterio proporcional, para articular una portada cuya composición mantiene, en toda su extensión, la distribución espacial propia de los retablos góticos. En este caso, los elementos compositivos tradicionales -arquivoltas, remates florales, etc.- se mantienen conjugándose con otros más modernos extraídos de los repertorios decorativos italianos. Algo similar ocurre en la portada del Hospital de Santa Cruz de Toledo, en la que, como en la anterior, se han incorporado esculturas a las arquivoltas según la disposición gótica y se han interpretado los elementos renacentistas sin ningún sentido normativo. Muy diferente es la solución propuesta para la fachada de la Universidad de Salamanca. Derivada del tipo de fachada-retablo gótica que caracteriza a la arquitectura del reinado de los Reyes Católicos, en ella se establece una serie de principios reguladores que, camuflando la estructura gótica -sólo apreciable en los arcos de ingreso y en los contrafuertes de la fachada-, la revisten de una decoración italiana. Decoración a la que se incorporan motivos heráldicos alusivos al patronato regio y que sirve de vehículo de expresión a un complejo programa iconográfico de carácter humanista, mediante el cual la institución universitaria trata de adaptarse a la nueva cultura del Renacimiento: Principios de regulación similares a éstos podemos encontrar en otras obras como la portada del Hospital Real de Santiago o en la fachada del convento de San Esteban de Salamanca, aunque es más difícil hallarlos en otras obras contemporáneas como el Altar de Santa Librada o el Sepulcro del obispo don Fadrique, ambas en la catedral de Sigüenza.
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Después de haber contraído matrimonio en tres ocasiones, Fernando VII no había obtenido descendencia, lo cual convertía en heredero de la Corona al infante don Carlos. La muerte de la tercera esposa del rey, María Amalia de Sajonia el 18 de mayo de 1829, parecía consolidar esas expectativas. Sin embargo, la decisión inmediata de Fernando de contraer matrimonio por cuarta vez sembró la inquietud entre los realistas exaltados, quienes temían que el nacimiento de un heredero frustrase sus esperanzas de volver al inmovilismo del Antiguo Régimen. La infanta Luisa Carlota, esposa de don Francisco de Paula, influyó en el monarca para que la elección recayese en su propia hermana María Cristina, la cual contaba entonces con 23 años de edad. Era hija del rey de Nápoles Francisco I y de la hermana de Fernando VII, María Isabel. Todas las referencias indican que María Cristina era una joven agraciada, sensible, de genio alegre y educada en los principios absolutistas. Naturalmente, este nuevo matrimonio del rey con su sobrina contó desde el principio con la oposición del infante don Carlos y de su esposa portuguesa María Francisca de Asís. La boda se celebró el 9 de diciembre de 1829 en Aranjuez. El 3 de abril siguiente apareció publicada en la Gaceta de Madrid la Pragmática Sanción, mediante la cual se refrendaba el decreto emitido por Carlos IV en 1789 por el que suprimía en España la Ley Sálica, introducida por un Auto Acordado de Felipe V a comienzos del siglo XVIII. La Ley Sálica había sustituido el orden tradicional de la sucesión española, establecido desde la Edad Media por las Partidas de Alfonso X, por un orden nuevo que excluía a las mujeres de la sucesión a la Corona. Carlos IV había hecho aprobar ante las Cortes la vuelta al orden tradicional en las Partidas, pero el estallido de la Revolución en Francia y la conveniencia de disolver inmediatamente las Cortes ante el temor de que pudiesen verse influidas negativamente por los acontecimientos del vecino país, impidieron que aquel acuerdo fuese refrendado por el monarca. Ahora, cuarenta y un años más tarde, su sucesor Fernando VII lo ratificaba mediante la publicación de aquella Pragmática Sanción. De esta forma, si Fernando VII obtenía descendencia de su cuarto matrimonio, aunque fuese hembra, no existiría ningún impedimento para que ésta pudiese suceder a su padre. La cuestión no sólo se planteaba como un pleito jurídico entre los partidarios de don Carlos, quienes defendían que era ilegal derogar un Auto Acordado en dos momentos diferentes, y los que apoyaban la decisión del rey, que defendían lo contrario. Lo que latía claramente detrás de estas posturas era una cuestión ideológica: los partidarios del absolutismo del Antiguo Régimen, frente a los reformistas que rodeaban al monarca, e incluso los liberales, quienes veían la posibilidad de que la sucesión directa de Fernando abriese el camino a las reformas constitucionales. El 10 de octubre de 1830 nació la hija y heredera de Fernando VII, Isabel, y al cabo de poco más de un año, el 30 de enero de 1832, María Cristina daría a luz una segunda hija, Luisa Fernanda. La sucesión al trono por línea directa estaba asegurada, aunque hasta la muerte del rey surgirían algunas complicaciones que la historiografía ha consagrado como los Sucesos de La Granja y que han sido aclarados minuciosamente por F. Suárez. A comienzos de 1832 murió Gonzalez Salmón y le sustituyó como Ministro de Estado el conde de Alcudia y en septiembre de ese año se agravó la enfermedad del rey, que se hallaba en el real sitio de La Granja. Ante el temor de que su muerte pudiese provocar un levantamiento por parte de los carlistas, María Cristina trató de conseguir un acercamiento al infante don Carlos para que reconociese como heredera a Isabel y mediase ante sus partidarios, a lo que éste se negó. Sólo quedaban dos opciones: o la derogación de la Pragmática o la guerra civil. En aquellos momentos le pareció a Alcudia y a la propia reina que lo mejor era evitar la guerra mediante la derogación de la Pragmática y fue el ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde, el encargado de redactar el decreto y de hacerlo firmar por el rey. Ese fue el momento en que supuestamente la infanta Carlota abofeteó a Calomarde con sus "manos blancas" que no le ofendieron. Nada de esto fue cierto, según Suárez; sin embargo, lo que realmente ocurrió fue que la recuperación del rey y el decidido apoyo de los liberales hicieron innecesaria la promulgación del decreto. Hubo cambio de gobierno y tanto el conde de Alcudia como Calomarde tuvieron que salir de España para evitar males mayores. El nuevo gobierno estaba presidido por Cea Bermúdez como Secretario de Estado y una de sus primeras providencia fue la de facultar a la reina María Cristina para despachar los asuntos importantes ante la gravedad de su marido. El día 15 de octubre, la reina firmó una amplia amnistía para los liberales que habían permanecido hasta entonces en el exilio. Pocos días más tarde, concretamente el 9 de noviembre, se creaba el Ministerio de Fomento y se ponía al frente de él a Encima y Piedra. Este había sido unos de los proyectos más largamente estudiados y que había concitado el interés de todos, cualquiera que fuese su tinte político. El mismo Calomarde había reconocido la urgencia de "...reunir en una sola mano la suprema dirección de todas las ramas que deben contribuir al fomento y a la prosperidad de la riqueza pública, para que la influencia del Gobierno sobre ellas pueda ser eficaz y activa". La mejoría del rey hizo que volviese a tomar las riendas del gobierno a comienzos de enero de 1833, pero su salud no era buena y eso le llevó a asegurar la sucesión de su hija mediante su jura como princesa de Asturias por unas Cortes nombradas al efecto. Don Carlos fue obligado a salir de España y se marchó a residir a Portugal. A partir de esos momentos se iniciaba el proceso que desembocaría en la ruptura definitiva entre los hermanos y el infante se afirmaría a partir de entonces como "Yo el Rey". El 29 de septiembre, después de haber pasado un verano en el que las consecuencias de su enfermedad fueron haciendo mella en su aspecto físico, fallecía Fernando VII de una apoplejía. Con su muerte se cerraba toda una etapa en la Historia de España en que la crisis del Antiguo Régimen había de dar paso al liberalismo en un contexto de graves problemas políticos, económicos y sociales. En este cambio hacia una nueva España, la última década del reinado constituye una etapa de transición importante en la construcción del Estado contemporáneo y en la creación de un nuevo equilibrio en la política y en la sociedad españolas.
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Pese a la mayor libertad que se respiraba en el Egipto del Imperio Nuevo, la economía seguía estando en manos del Estado. Ni la iniciativa privada ni las profesiones liberales tenían cabida en ella. Los egipcios no conocían al comerciante; su ideal era que el Estado atendiese a sus necesidades. Había, naturalmente, un mercado de trueque en que cada uno comerciaba con sus excedentes o con el rendimiento en especie de lo que su trabajo le había proporcionado; por ejemplo, al pastor, las reses que le correspondían a la hora de rendir cuentas. Cuando en tiempos de los Ramesidas aparecen los comerciantes profesionales que "abastecen río arriba y río abajo a los necesitados", suele tratarse de esclavos de gente rica, que venden el excedente de la producción de sus amos. El tipo de comerciante libre no se conoce antes de la llegada de los fenicios; a éstos se les permite el acceso al país y el ejercicio de su actividad, previo el pago de un impuesto de aduanas que se hace efectivo a los comandantes de los puestos militares, los mismos que antes compraban y distribuían en provecho propio las mercancías de importación. Como dinero se utilizaban normalmente el cobre y la plata a peso y a razón de 100:1; también el trigo se empleaba mucho como instrumento de cambio, pero con el inconveniente de las oscilaciones de precios, según las estaciones, las existencias y la situación general de la economía. Buena parte de la mucha documentación disponible al respecto procede del poblado obrero del Deir el-Medina, donde se hallaban concentrados, en viviendas estatales, los muchos proyectistas, canteros, escultores y pintores que trabajaron en el Valle de los Reyes entre los siglos XVI y XII en que el valle estuvo en uso. Los muchos "ostraka" hallados en la escuela local de escribas encierran interesantes pormenores y noticias de la vida diaria de la comunidad. Sus componentes eran empleados del Estado, divididos en dos turnos, derecho e izquierdo, que trabajaban diez días seguidos y durante éstos pernoctaban en la necrópolis. Percibían un sueldo mensual en especie (trigo y cebada), y recibían vestidos una vez al año y raciones diarias de comida, útiles de trabajo y cuanto necesitasen para su subsistencia. Sus movimientos estaban sometidos a cierta vigilancia para evitar substracciones y filtraciones de noticias acerca de las tumbas y de sus emplazamientos y dispositivos. Por lo demás, el poblado vivió una existencia plácida y dichosa, a juzgar tanto por los textos como por las decoraciones de las casas y de las tumbas. Durante la dinastía XX se hicieron sentir los efectos de la desorganización administrativa que empezó a padecer el Estado, y eso llevó a esta población a protagonizar ruidosas marchas de protesta sobre Tebas y a realizar la huelga más antigua, y quizá más larga, de que hay constancia en la historia. El plano del poblado, aunque no tan regular como los de Illahum y Amarna, se parece a éstos en muchos aspectos. En su primera fase consta de dos filas de casas de un mismo tipo, alineadas a los lados de una calle orientada de norte a sur. Una recia muralla rodea el recinto trapezoidal de la naciente aldea. Más adelante, se le añaden una docena de casas por el oeste y algunas más por el sur, conectadas con la calle anterior por una transversal. La muralla hubo de ser ampliada para incorporar estas adiciones al núcleo inicial. En sus últimas fases el caserío experimentó una considerable ampliación hacia el sur, que elevó a 70, o más, el número de casas comprendidas en el recinto. La calle principal fue prolongada en la misma dirección, pero sometiéndola al doble quiebro de dos ángulos rectos antes de permitirle la continuidad de sentido. Fuera del recinto se alzaron ahora unas cincuenta casas, mayores que las habituales, para los sacerdotes de la necrópolis y los templos de Hathor y demás divinidades de la devoción del pueblo. Pese a las renovaciones y reconstrucciones de las casas, siempre y todas de adobe y madera, no se formó un montículo como el de los tells habituales en Oriente, lo que supone que existía algún servicio de recogida de escombros, fuese a nivel colectivo, municipal o estatal. En favor del mismo habla otro servicio, documentado textualmente, de abastecimiento de agua por medio de porteadores a jornal, que la traían del valle y depositaban en un tanque vigilado, a la entrada principal de la población. A éste acudían las mujeres en busca del precioso líquido, que después guardaban en la tinaja de sus casas. La casa típica, de una sola planta, se asienta en un rectángulo de 5 x 15 metros y economiza espacio disponiendo las habitaciones unas a continuación de otras, sin recurrir ni al patio ni al corredor de las casas mejor acomodadas. El vestíbulo, bastante amplio, se encuentra a nivel más bajo que la calle y que la sala situada a continuación. En él se alza, adosado a una pared, el altar de adobe, con tres o cuatro gradas y un murete en lo alto, con la pintura de alguno de los dioses más populares, Isis, Horus, Bes. La sala principal, que viene a continuación, tiene elevado techo, sostenido en parte por una columna central (un tronco de palmera revocado de estuco y pintado). Al fondo de la sala, un estrado, de unos 20 cm. de resalte, sobre el que se alza en la pared una estela o una puerta falsa para el culto doméstico. Junto al estrado, una trampilla en el suelo daba a una escalera de acceso a una bodega subterránea. Al fondo de esta sala había también dos puertas, la del dormitorio y la de una habitación estrecha, de paso a la cocina, que se hallaba al fondo de la casa, sólo prolongada en ocasiones por otra bodega subterránea más pequeña que la primera. En la cocina se encuentran el horno, rehundido en el piso y con un núcleo de arcilla en forma de tubo troncocónico; una pila de piedra; una artesa; un silo y una escalera de subida a la terraza, todo de albañilería, y por tanto conservable. Tal vez la cocina, de tener algún techo, se cubriese de los mismos materiales lígneos utilizados como combustible. El resto de la casa se techaba con troncos y ramas de palmera, y las ventanas se cerraban con celosías de madera y piedra. El suelo era de tierra apisonada y tal vez enlucida, como lo estaba también, de gris, el zócalo de las paredes. Los habitantes empleaban parte de las energías que les sobraban, en sus horas de ocio, en decorar las paredes de sus casas con pinturas de dioses y de escenas de la vida diaria o de género: un hombre remando en su barco, una mujer arreglándose en el tocador, una bailarina desnuda, siempre con el mismo buen hacer de que daban pruebas en la necrópolis. A juzgar por sus nombres, muchos de ellos eran extranjeros: sirios, chipriotas, nubios y hasta hititas. Casi todos leían y escribían correctamente. Algunas casas, la mayoría, estuvieron habitadas por una misma familia durante generaciones. El acantilado que limitaba su valle por el oeste sirvió a estos artistas que se llamaban "Servidores del Lugar de la Verdad" para edificar y decorar sus moradas de ultratumba. Lo hicieron siguiendo dos tipos arquitectónicos bastante originales y muy afines entre ellos: la capilla-pirámide y la tumba rupestre. La primera se encuentra en la parte más baja de la ladera, en su transición al llano, y consiste en un jardinillo funerario al que se accede por una puerta con su pílono. Al fondo se alza una pirámide de adobe, de lados muy empinados, y con el interior hueco, cubierto de falsa bóveda, pintado con escenas del funeral o de la vida de ultratumba, y al fondo el serdab con la estatua del difunto. Un piramidion de piedra corona la pirámide por su exterior, y más abajo, mirando al este, una estela dentro de una hornacina. La cámara funeraria se encuentra en una cripta subterránea. Se desciende a ella por un pozo o una escalera, que arranca del jardincillo y suele constar de dos o tres habitaciones excavadas en la roca. La última está revestida de adobe estucado y pintado con escenas funerarias e ilustraciones del Libro de los Muertos. Uno de los pasajes de éste pudiera haber inspirado el susodicho jardincito: "Que yo entre y salga de mi sepultura; que todos los días beba agua de mi alberca; que todos los días pasee a su alrededor; que mi alma se pose en las ramas de los árboles que yo he plantado, y que pueda yo mismo refrescarme a la sombra de mis sicomoros". Este conocido pasaje cuenta con abundantes ilustraciones, tanto en las decoraciones de las tumbas como en las viñetas de los papiros funerarios. En la tumba de Pashedu de esta misma necrópolis se ve al difunto bebiendo el agua de su alberca a la sombra de una palmera. El tipo segundo consta también de un patio, cuya pared trasera es la fachada de una tumba rupestre, precedido a veces de un pórtico columnado con el habitual remate de la cornisa de gola. El zaguán de la tumba excavada en la roca lo corona una minúscula pirámide de adobe hueca. A partir de aquí el dispositivo adquiere mayores pretensiones e imita en pequeño las tumbas de los nobles. La cripta es semejante a la del tipo anterior y se accede a ella por un pozo situado en la última de las estancias, donde están la estatua o el relieve del difunto. Entre los varios grupos de tumbas de este tipo es notable el perteneciente a tres generaciones de una misma familia, el arquitecto Anhurkhan, su padre Qaha y su abuelo Huy. Las capillas de los tres están alineadas y coronadas de sendas pirámides, pero las criptas se entrecruzan en una curiosa maraña. Las pinturas de la tumba del primero, entre las que despunta una escena de la vida familiar, son de óptima calidad. No exagera Anhurkhan cuando presume de haber sido muy favorecido por Ramsés III, lo que le permitió construir para sí una segunda tumba más suntuosa que la primera.
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Los investigadores no se ponen de acuerdo a la hora de decidir cuándo y cómo se produce el paso del hombre desde Siberia a Alaska. La opinión más generalizada sostiene que éste tiene lugar hace unos 40.000 años por medio de pequeñas bandas poco sofisticadas tecnológicamente, que basan su sistema de vida en la recolección de frutos y plantas silvestres y en la caza. Otros opinan que estas pequeñas comunidades son cazadores especializados en la caza de grandes herbívoros, con una cultura típica del Paleolítico Superior, definida por un evolucionado complejo tecnológico basado en la confección de puntas de proyectil, y cuyo paso se produce hacia el 12.000 a.C. A pesar de que los implementos de mayor antigüedad presentan serios problemas de datación, y de que muchos de ellos no son admitidos por algunos arqueólogos como verdaderos utensilios culturales, lo cierto es que cada vez existen más datos que documentan la presencia del hombre en América hacia el 40.000 a.C. Krieger denominó este momento antiguo como Horizonte de Pre-puntas de Proyectil, también conocido como Cultura de Nódulos y Lascas o, de modo más genérico, Paleolítico Inferior y Medio. La etapa se caracteriza por industrias de piedra, hueso y madera a base de guijarros, lascas, raederas y otros útiles unifaciales tallados por percusión, sin que exista evidencia de confección de puntas de proyectil especializadas, sino tan sólo pre-formas. El sitio más antiguo que se conoce es el de Blue Fish Cave, junto al río Yukón, datado en 39.000 a.C. e, incluso, el de Old Town, cuyos niveles datan según Mac Neish del 68.000 a.C. En Shriger, al norte de Missouri, existen útiles de talla unifacial y trabajos en hueso del 43.000 a.C. El Complejo Old Crown, al norte del Yukón, incluye grandes huesos quebrados y trabajados de mamut y caribú, más que instrumentos de piedra. China Lake, con fecha de 42.350 a.C. y los hallazgos en Isla Santa Rosa, Levi y Lewisville (Texas) fechados hacia el 36.000 a.C., documentan esta antigüedad de la Cultura de Nódulos y Lascas en Norteamérica. Las evidencias aisladas en Mesoamérica y América Central confirman la profundidad cronológica de las culturas americanas. El Bosque (Nicaragua), Valsequillo, fechado hasta en el 35.000 a.C., Tequixquiac, Tlapacoya o sitios de la Cueva del Diablo y otros muchos yacimientos mexicanos documentan este antiguo Horizonte de Pre-puntas de Proyectil. En esta región se define por toscas industrias en piedra conseguidas por percusión y talla unifacial (guijarros, lascas, raederas y tajadores), junto con otras de madera y hueso, que manifiestan una manera de vida no especializada en la caza, sino con mayor énfasis en la recolección de frutas, semillas y raíces; no obstante, en ocasiones también se asocian a mamut, caballo, bisonte, camello y otros animales extintos. En estos yacimientos se han encontrado las primeras manifestaciones artísticas del hombre americano, como el hueso sacro de un camélido encontrado en Tequixquiac que representa un coyote, y un fragmento de pelvis de proboscídeo en el que se diseñaron representaciones incisas de mamut, tapir y bisonte. También en América del Sur se ha registrado este mismo nivel cultural, aunque la documentación es más dispersa. Sitios como la cueva de Pickimachay en su fase Paccaicasa de 22.000 a.C., el complejo Ayacucho y Guitarrero en Perú, Rancho Peludo y Manzanillo en Venezuela, Tagua Tagua en Chile y Los Toldos en Argentina entre otros asentamientos, mantienen estas mismas pautas culturales. Antigüedades como la obtenida en la cueva de Pedra Furada (Brasil) de 30.200 a.C. o Monte Verde (Chile) de 31.500 a.C., confirman que el poblamiento del Nuevo Mundo fue continuo, rápido, de tal manera que en menos de diez mil años el hombre pudo pasar de un extremo a otro del continente. Sin embargo, si la cuestión de cuándo y cómo se produce el paso desde Siberia a Alaska ha sido y es objeto de arduas discusiones, la cuestión sobre el origen del hombre americano ha estado permanentemente en debate. El contacto del mundo occidental con las culturas americanas ocurrido al finalizar el siglo XV originó, entre otras consecuencias, multitud de teorías que tenían la finalidad de explicar la naturaleza del hombre americano y de las formas culturales que protagonizó. Para ello, el colonizador del siglo XVI contaba con un conocimiento clasicista de la historia, formado a partir de textos paganos de la antigüedad clásica y de los mitos cristianos acerca del origen de la Humanidad. De ahí que estimara que las culturas descubiertas tenían un origen egipcio, asirio, cananeo, fenicio, israelita o griego. Con todo, la idea que más éxito tuvo fue aquella que las emparentaba con la dispersión de las tribus de Israel anunciada por el Antiguo Testamento. El XVIII es el siglo de la Ilustración, que apadrinó la realización de numerosas expediciones científicas que profundizaron en el conocimiento de las culturas americanas, desechando la tesis del origen único de la creación del hombre y su dispersión en diferentes migraciones. La idea de una génesis independiente del hombre en África, Europa o América permite pensar en una evolución independiente; algunos investigadores maximalistas, como Ameghino, llegan incluso a defender que toda la Humanidad procede del hombre americano. Paralelamente a estas formulaciones planteadas desde el siglo XVI se desarrolla una corriente seudo-científica que sostiene orígenes disparatados, y se fundamenta en tradiciones fantásticas y en creencias religiosas: son aquellas que los hacen proceder del continente perdido de Mu-Lemuria, de la Atlántida o de los mormones. Esta corriente tiene su continuidad en la actualidad por medio de los defensores de la participación de los extraterrestres en la fundación de las civilizaciones americanas. Los siglos XIX y XX han dejado bien claro, si bien aún con voces discordantes, que el hombre americano es originario de Asia, y que el paso a América se produjo a través del Estrecho de Bering por medio de migraciones de origen mongoloide; sin que ello descarte de manera definitiva otras rutas y aportaciones, como las de origen polinesio. Con todo, seguimos sin determinar de manera concreta cuándo se produjo el paso, qué aspecto tenían sus protagonistas, cómo vivían y cuál era su instrumental básico. Sí conocemos que el género corresponde a Homo sapiens sapiens, descartándose otras posibilidades más antiguas. Su llegada al Nuevo Continente forma parte de un contexto de migración y colonización que caracteriza toda la historia de la Humanidad, en este caso procedente de las estepas centrales de Asia y de la región más nororiental de Siberia. En un momento no determinado aún, pero que se puede establecer hacia el 10.000 a.C., se produce un profundo cambio tecnológico mediante el cual las industrias del Paleolítico Medio caracterizadas por el retoque unifacial, son desplazadas por otras de trabajo bifacial, talladas por percusión y por presión. El utensilio principal es la punta de proyectil, que se asocia a tajadores, cuchillos, perforadores, raederas, agujas y muy variados utensilios, de piedra, madera y hueso. Esta transformación va unida a la especialización del hombre como gran cazador, de manera que la mayor parte de ellas estarán asociadas a esqueletos de grandes herbívoros. Este proceso se detecta por primera vez en Estados Unidos, donde se ha establecido una secuencia de puntas denominadas Llano, Folsom y Plano. La cultura Llano está definida por un instrumento de matanza: la punta Clovis, que se relaciona con restos de mamut y forma parte de un complejo de utensilios que incluye cuchillas prismáticas, lascas, raederas y objetos de hueso y marfil. Clovis es una punta lanceolada de 7 a 15 cm de longitud, en cuya base se ha practicado una acanaladura que abarca un tercio del instrumento, con el fin de ser atada a un astil. Esta técnica se expande desde el 9.500 al 9.000 a.C., y se asocia a pequeñas bandas de cazadores de grandes herbívoros como mamut imperial en sitios de muerte y destazamiento. Su distribución afecta al sur de Canadá y grandes zonas de Estados Unidos. Blackwater Draw, Ceca de Clovis, Nuevo Mexico, Debert, Bull Brook y otros sitios manifiestan esta tradición. La evidencia arqueológica muestra que caballos, bisontes, mamuts, caribú, buey almizclero y otros grandes herbívoros fueron conducidos desde sus pastizales a zonas pantanosas y desfiladeros por parte de los cazadores. Allí se produjeron estampidas mediante gritos y fuego hasta acorralar a los animales en el fango o en el desfiladero y sacrificarlos. Después, los destazaron, ahumaron y trataron la carne para su conservación, curtieron sus pieles, y transformaron algunas de sus materias básicas. La tradición Clovis fue desplazada por otra, Folsom, tipificada por una punta más acanalada, ligera y pequeña, quizás como respuesta a una nueva adaptación a animales más pequeños como el bisonte, según se ha podido comprobar en Debert, Bull Brook y Lindermeier. Su distribución cronológica abarca desde el 9.200 al 8.600 a.C. Plano desplaza las puntas acanaladas por otras sin escotadura basal, y su secuencia dura entre el 9.000 y el 6.000 a.C. En el sitio Olsen Chubbock aparecieron los restos de cerca de 200 bisontes en las orillas de un arroyo asociados a varios tipos de puntas. La excesiva cantidad de animales y la variación instrumental documentan un hecho de importancia: en ciertas épocas de abundancia de caza se ha podido producir una integración interbandas, que colaboran en la caza pero que, de manera más importante, interaccionan entre sí, intercambiando productos, conocimientos, esposas y experiencias culturales. No todas las sociedades de Norteamérica se especializaron en esta dirección, sino que los cambios en el medio ambiente produjeron grandes diferencias ecológicas, que tenían su reflejo en diferentes sistemas adaptativos; de modo que otros grupos vivían preferentemente de la recolección, emparentándose con un sistema de vida típico de la etapa anterior y desarrollando la Tradición Cultural del Desierto. En Mesoamérica son muchos los yacimientos en los que se ha detectado el uso de puntas de proyectil, si bien algunos de ellos presentan variaciones regionales. En Santa Isabel Iztapan se hallaron dos mamuts imperiales, pero en otros muchos sitios de los Estados de Sonora, Nuevo León, Tamaulipas, Puebla, Oaxaca, Chiapas, etc., su relación no es únicamente con restos de grandes herbívoros, sino que se combinan con el uso de semillas y vegetales asociados a instrumentos de molienda (manos y morteros), indicando otras posibilidades de subsistencia más emparentada con el consumo de productos vegetales. En América del Sur este fenómeno está comprobado con precisión, y se define por dos tradiciones básicas que surgen poco antes del 9.000 a.C.: las puntas de cola de pescado, que aparecen desde el Lago Madden en Panamá hasta la Cueva Fell en Patagonia, y tienen una orientación sureña; estos útiles presentan también variaciones regionales como las denominadas El Jobo en Venezuela y Ayampitin en Argentina. Y las puntas de tipo lanceolado, de origen más septentrional, como las detectadas en Lauricocha (7.525 a.C.), Toquepala (7.540 a.C.), Telarmarchay, Chivateros y Guitarrero, documentadas en diversas zonas de Ecuador y Perú. En cualquier caso, ambos tipos de útiles estaban emparentados con restos de venados y auquénidos como vicuña, llama y guanaco, poniendo de manifiesto que aquí también se estaba produciendo la extinción de los grandes herbívoros, que fueron reemplazados por otros animales de tamaño más pequeño. Se asocian a herramientas de piedra tallada más especializadas, puntas bifaciales de forma foliácea, romboidal y triangular, raederas, taladros y tajadores. Una faceta importante durante el Paleolítico Superior es la pintura rupestre en cuevas y abrigos rocosos. Sin que en ningún momento alcance la relevancia que tiene en el Viejo Continente, cada vez tenemos mayor constancia de su valor en la visión del mundo y el ritual del hombre de finales del Pleistoceno. En Norte y Centro América lo cierto es que las representaciones apenas incluyen escenas de fauna extinta, sino animales típicos del Holoceno, y muy raramente grandes herbívoros. En diversos abrigos y cuevas de Sonora y Baja California, en la cueva de Loltún en Yucatán y en Oaxaca aparecen hombres atravesados por flechas, escenas de caza y pesca, venados, águilas, alces, etc. En América del Sur, se han encontrado en similares ambientes formas negativas o improntas de manos en el sur de Argentina, con puntos, cruces y círculos, combinados con un estilo de escenas de cacería y diversos motivos geométricos. En Lauricocha y Toquepala, Andes Centrales, se ha hallado más de un centenar de figuras de hombres y animales en distintos momentos de persecución y caza. Todas ellas se han interpretado dentro de un contexto ritual y de ceremonias de propiciación.
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Los primeros seres humanos en llegar al continente americano provinieron de Asia. Entre Siberia y Alaska hay un paso marítimo que se conoce como el Estrecho de Bering, y mide actualmente poco más de 80 kilómetros. La glaciación Wisconsin, entre los años 80000 y 7000 a.C., cubrió de hielo el extremo de Asia y buena parte de Norteamérica, sacando a la luz un puente de tierra, llamado Beringia, entre ambos continentes. Hace entre 60 y 40000 años pudo comenzar la entrada de gentes desde Asia, en sucesivas oleadas. El aumento de la temperatura dividió la masa de hielo en dos grandes placas, la de la Cordillera y la de los Lauréntides, dejando un amplio pasillo por el que los primeros pobladores pudieron colonizar nuevas tierras hacia el sur. El avance fue lento y gradual. En el actual territorio de México hubo seres humanos hace unos 35 mil años y en el extremo sur, en la Patagonia, hace 12.700. Son numerosos los asentamientos descubiertos por la investigación actual. Se han propuesto además otras rutas de entrada a América. La colonización marina pudo llegar por la costa del Pacífico y avanzar de norte a sur. Además, procedentes de Australia, Melanesia o Polinesia pudieron llegar a América del Sur nuevas gentes atravesando del océano Pacífico, cuyos rasgos étnicos pueden ser rastreados en la actualidad.
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La nación dominante vio enseguida la relación entre poblamiento y dominio: los 1.200 hombres que en 1493 van con Colón a La Española y las 2.500 personas que en 1502 llegaron con el gobernador Ovando y que constituyen el núcleo colonizador inicial, son las primeras manifestaciones de una política oficial poblacionista cuyo rasgo característico es la autolímitación basada en criterios políticos y religiosos que buscan proteger la exclusividad española frente a otros países, y al mismo tiempo asegurar la integridad ideológica en las tierras conquistadas. Por eso se prohibe severamente que pasen a Indias extranjeros (salvo excepciones), musulmanes, judíos, conversos, gitanos, condenados por la Inquisición, protestantes... El emigrante español tipo debía ser católico (cristiano viejo) y de buenas costumbres, excluyéndose por principio la posibilidad, asumida por otras colonizaciones europeas, de utilizar América como colonia penal o refugio de disidentes políticos y religiosos. Será pues una emigración restringida y controlada por la Corona a través del preceptivo permiso o licencia de embarque que debía solicitarse a la Casa de la Contratación y, desde 1546, al Consejo de Indias. Tales licencias, así como los minuciosos registros de salida de personas y barcos, proporcionan una bastante completa información sobre la emigración legal a América (la relativa al siglo XVI ha sido publicada por el Archivo General de Indias en los varios tomos del Catálogo de pasajeros a Indias, Sevilla, 1940-1985), poco significativa en términos numéricos, pues constituye sólo una parte del total, pero muy rica en información cualitativa (nombres, procedencia, estado). Si muchos emigrantes escapaban al control fiscal, todos debían viajar en barcos. Así que conociéndose perfectamente -gracias a los trabajos de H. y P. Chaunu- el número, tonelaje y cargamento de las naves que cruzaron el Atlántico entre 1506 y 1650, se puede calcular el volumen total de la emigración sobre la base del número máximo de pasajeros que podían transportar además de las mercancías, víveres y tripulación. Es lo que ha hecho Magnus Mörner, que establece que entre 1506 y 1600 emigraron 242.853 españoles, es decir, unos 2.600 al año como promedio, cifra muy similar a la calculada con otros procedimientos por Peter Boyd-Bowman, que fijó en unos 200.000 el total de emigrantes durante el siglo XVI. Tales cifras, que son las máximas posibles de viajeros considerando las limitaciones de la navegación, representan porcentajes muy pequeños de la población española de entonces. Se trata, por lo demás, de una emigración esencialmente masculina: al principio un diez por ciento de las licencias oficiales se refiere a mujeres. Sólo a partir de mediados del XVI la proporción de mujeres aumenta, llegando a significar la cuarta parte del total. Y la mayoría de ellas, aproximadamente el 60 por ciento, eran andaluzas, como mayoritariamente andaluces eran también los hombres que en Sevilla embarcaban para las Indias en el siglo XVI. La procedencia regional del conjunto de emigrantes, extrapolando los cálculos de Boyd-Bowman sobre casi 55.000 españoles identificados, indica que más de la tercera parte, el 37 por 100, eran andaluces; los extremeños representaban una sexta parte (16,5 por ciento), mientras que los castellanos (sumados viejos y nuevos) suponían casi el 30 por ciento y los leoneses, el 6 por ciento. Con la única excepción de los vascos (cuyo porcentaje en el siglo XVI alcanza casi el 4 por ciento), la España marítima e insular queda prácticamente fuera de este proceso, que en cambio protagonizará en el siglo XVIII, cuando canarios, gallegos, asturianos, cántabros, vascos, navarros, catalanes, valencianos, baleares, proporcionen los mayores contingentes migratorios. No contamos con estudios globales para la emigración española posterior a 1650, y los datos parciales son contradictorios. En el siglo XVIII las cifras oficiales de la Casa de la Contratación muestran apenas trescientas o cuatrocientas licencias al año; en el otro extremo se situaría la referencia a la salida anual de hasta 14.000 personas contenida en el Nuevo Sistema de Gobierno Económico para la América atribuido a Campillo (1742). Aunque esta apreciación es difícilmente aceptable, es cierto que se incrementa en el siglo XVIII la política migratoria adoptada por la Corona que trata de reforzar las fronteras del Imperio (Nuevo México, Texas, Florida, Río de la Plata, Patagonia) enviando tropas y colonos a zonas estratégicas o desérticas, como las islas del Caribe, el estuario del Río de la Plata, el norte de Nueva España o Florida. Esta política poblacionista llevará incluso a permitir en ocasiones la instalación de extranjeros, que de todas formas desde el XVI estaban acudiendo a la América española pese a las medidas restrictivas. Al mismo tiempo, el auge comercial del siglo XVIII variará significativamente los lugares de atracción de inmigrantes, que se dirigirán preferentemente a Nueva España y regiones del litoral atlántico como el Río de la Plata, Venezuela o Cuba. Para el conjunto de la Edad Moderna se acepta que emigraron a América menos de medio millón de españoles que, a pesar de su alto índice de reproducción, siguen estando en franca minoría ante los millones de indígenas sobrevivientes a la catástrofe: López de Velasco calcula que hacia 1570 vivían en las Indias 25.000 vecinos españoles, que como mucho serían 150.000 personas, cantidad que se triplica en medio siglo (77.600 vecinos en 1628, según Vázquez de Espinosa) gracias a los aportes migratorios y a un notable crecimiento vegetativo. Tan notable que dos siglos después, hacia 1825, había ya unos cuatro millones de españoles en las Indias (3.276.000 en 1800, según Humboldt, de los cuales unos 200.000 serían europeos), y representaban la quinta parte de la población. Estas mismas cifras (20 por ciento del total al acabar el período) están indicando algo tan obvio como que los españoles y sus descendientes nacidos en América (criollos) no protagonizaron en exclusiva la repoblación de las Indias. Hubo otros dos protagonistas: los negros, desde luego, pero también los propios indios a través del mestizaje.
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En las filas revolucionarias coexistían diversas tendencias, pero Fidel Castro se hizo con el control del movimiento. Gracias a su impulso, la lucha antidictatorial se transformó en revolución social y dio un giro pro-soviético, fuente de graves conflictos con el vecino norteamericano. Halperín señala que lo novedoso de esta situación no era el autoritarismo sino la marcha hacia la revolución social. La negativa de Castro a la institucionalización de su gobierno y a la convocatoria de elecciones se basaba en su voluntad de no torcer el rumbo revolucionario. La revolución tuvo sus primeros apoyos en algunos grupos de la burguesía y tanto los obreros urbanos y rurales como los empresarios y terratenientes que controlaban el sector azucarero permanecieron al margen de los acontecimientos que acabaron con Batista. En realidad, estamos frente al renacimiento de la vieja Revolución Cubana con sus banderas nacionalistas y moralizadoras. Castro señaló de forma inmediata que en Cuba sólo se podía ser revolucionario si se era comunista, lo que habla del predominio soviético. En 1959 se ensayaron las primeras reformas, no demasiado revolucionarias y de un tono populista muy marcado, acompañadas de algunas nacionalizaciones, que afectaron especialmente a intereses norteamericanos. Esta moderación le granjeó al gobierno el apoyo de importantes sectores populares hasta entonces al margen de la revolución. En las ciudades se realizó una modesta "reforma urbana" que rebajó y congeló los alquileres. Estas medidas se complementaron con las masivas campañas de alfabetización y la implementación de una red sanitaria que garantizaba atención médica a la mayoría de la población. La economía pasó a manos de jóvenes tecnócratas, con experiencia en organismos internacionales, partidarios de la industrialización y el desarrollo. El objetivo se lograría fomentando el mercado interno y ampliando la participación estatal en la actividad económica. Tras el triunfo de la revolución, Ernesto Guevara asumió el control del sector industrial y bancario. Guevara era partidario de la rápida implantación del socialismo y para lograrlo, para construir al "hombre nuevo", era necesario desmantelar la economía de mercado y eliminar todo tipo de incentivo material (en dinero o en otras formas) para mejorar la productividad del trabajo. En su lugar se debían introducir los incentivos morales, que fue la opción finalmente aprobada por Castro. El sistema terminó en un rotundo fracaso. En contra del industrialismo de Guevara estaba Carlos Rafael Rodríguez, el único alto dirigente comunista incorporado al castrismo antes del triunfo revolucionario. Rodríguez favorecía un mayor gradualismo, ante la falta de cuadros con los que impulsar la política guevarista, pero también por la necesidad de no aumentar el número de los contrarrevolucionarios. Su prédica no fue inicialmente escuchada, pero el elevado número de fracasos condujo al abandono de la industrialización y en un nuevo golpe de timón se retornó a la explotación de algunos productos primarios de baja productividad, como el níquel. En 1963, en otro nuevo bandazo, se señaló que los recursos necesarios para el avance revolucionario debían provenir del otrora vilipendiado sector azucarero. Ese año Castro vaticinó que en 1970, el año del esfuerzo decisivo, la economía azucarera estaría a pleno rendimiento y la zafra sería de 10 millones de toneladas (algo nunca visto por la agricultura cubana). Los ingentes esfuerzos y la tremenda movilización de hombres y recursos no bastaron para alcanzar el objetivo fijado, pese a ser la cosecha de 1970 la mayor de toda la historia. Es posible afirmar que el curso errático de la política económica castrista, con sus marchas y contramarchas, con sus apuestas por la industria o el desarrollo del agro, con las discusiones en torno a los incentivos morales o materiales, llevó a la economía cubana a su situación actual. En realidad, la crisis de la economía cubana es previa a la pérdida de la ayuda económica soviética y del bloque del Este. Para los Estados Unidos, inmersos en la guerra fría, la revolución seguía un derrotero muy peligroso. En octubre de 1959 se encarceló a Hubert Matos y se eliminó de la escena política a uno de los grandes jefes militares de la revolución. Su oposición a la marcha de los acontecimientos le valió su caída en desgracia. En enero del año siguiente, los dirigentes sindicales también contrarios al giro prosoviético fueron apartados de la dirección del movimiento obrero y reemplazados por antiguos dirigentes del PSP, más leales a la cúpula dirigente. Raúl Castro, hermano de Fidel y que había tenido contactos con el Partido Comunista antes de la revolución, junto con el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, lograron el control del aparato militar. En 1959 se formaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias tomando como base al Ejército Rebelde, puestas bajo el mando de Raúl Castro. Fidel, por su parte, se dedicó a consolidar el gobierno. Al mes siguiente de instaurado el primer gabinete revolucionario, Castro reemplazó como primer ministro al moderado José Miró Cardona. En julio, tras la renuncia del presidente Manuel Urrutia, otro moderado, nombró a Oswaldo Dorticós, que permaneció en su cargo hasta 1976. Los tribunales de excepción para juzgar a los criminales de guerra y los pedidos de Castro para cambiar radicalmente el sistema panamericano y las relaciones económicas entre América Latina y los Estados Unidos, distanciaron definitivamente a Cuba de Washington y de América Latina. Desde Washington se comenzó a agitar la amenaza de la supresión de la cuota azucarera, vital para Cuba por el ingreso de divisas y en febrero de 1960 el delegado soviético en La Habana se ofreció a comprar toda el azúcar necesaria para sostener a Castro y desde entonces la Unión Soviética pasó a tutelar de forma clara la revolución cubana. Los exiliados cubanos en Estados Unidos comenzaron a conspirar y en 1961 invadieron la isla con el respaldo de la CIA. El desembarco de Playa Girón (Bahía de Cochinos) terminó con la aniquilación de los invasores. El ataque le permitió a Castro enarbolar la bandera antiimperialista y aumentar su respaldo internacional.