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En el momento del funeral de Andropov, en febrero de 1984, los retratos de la ceremonia constituyeron una buena prueba de la crisis del sistema soviético. Puesto preeminente ocupaba Chernenko, de setenta y dos años, sucesor del desaparecido en el decisivo puesto de secretario general del PCUS. A su lado estaban Ponomarev de 79 años, responsable de la dirección soviética en lo que respecta a las relaciones con los Partidos Comunistas occidentales, el primer ministro Tijonov, de 79 años, Gromiko, durante mucho tiempo la pieza fundamental de la política exterior soviética, y Kuznetsov, otro importante jerarca que alcanzaba la cifra de 84 años. Se trataba de una representación de una generación que había tenido una biografía formidable en el pasado. De escasa formación y de procedencia humilde había contribuido en el pasado a la aplicación de la colectivización, fue capaz de sortear el terror estaliniano y se había enfrentado a la posible amenaza de destrucción del Estado soviético como consecuencia de la invasión de Hitler. Pero esta generación que había pasado por tantas y tan decisivas experiencias ofrecía ya la imagen de una gerontocracia que difícilmente podía ser considerada como prometedora para el futuro de la Humanidad. Esta gerontocracia se fraguó durante el mandato de Breznev, a pesar de que Stalin murió en el poder con setenta y tres años y Kruschev fue apartado de él con setenta.

Breznev estuvo en el poder durante algo más de 18 años de tal modo que conoció a cinco presidentes norteamericanos y cuatro primeros ministros británicos; no resulta extraño que los viera como una especie de ocupantes interinos del poder de quienes lo más irritante era aprenderse la novedad que pudieran significar. Los últimos años de Breznev fueron los de un dirigente enfermo e inactivo que se equivocaba en sus discursos y que debía ser ayudado a moverse o incluso a responder por sus ayudantes por medio de fichas que leía ante sus interlocutores. Pero no era una excepción sino, por el contrario, un modelo ejemplar de la clase política de la URSS. A la muerte de Breznev el miembro permanente más joven del Politburó era más viejo que la media de edad de este organismo cuando desapareció Stalin. A la altura de 1980 sólo el 7% de los miembros permanentes del Politburó tenía 60 años o menos mientras que la mitad de ellos superaban los setenta; sólo el 17% de los ministros tenía sesenta años o menos. Como es lógico, es esta característica gerontocrática la que explica la rápida sucesión de quienes reemplazaron a Breznev. Todos los candidatos a la sucesión o bien eran demasiado viejos o habían tenido responsabilidad en el pasado en tan sólo un área de gestión política o eran demasiado jóvenes. A Gorbachov le correspondieron estos dos últimos rasgos personales. Esta nueva generación de dirigentes políticos se caracterizaba ya por una formación más amplia y cuidada, una firme adhesión a los principios en los que se basó el sistema soviético hasta el momento y también en una cierta actitud defensiva respecto al retraso y la ineficiencia que observaba en él, sobre todo de cara a los países occidentales.

Era previsible que esta nueva generación adoptara algún tipo de cambio junto con una actitud crítica con respecto al inmediato pasado. Esta sensación era perceptible incluso en la propia política exterior en que se habían obtenido los mejores éxitos durante la etapa Breznev. La invasión de Afganistán y el derribo del avión civil surcoreano sobre el cielo soviético habían deteriorado la imagen internacional de la URSS. La ausencia de reacción de las potencias occidentales frente al expansionismo soviético como consecuencia de la Guerra de Vietnam empezó a desvanecerse cuando se dio respuesta al despliegue de los misiles soviéticos con una medida semejante. También parecía cambiar la consideración de la distensión como una política destinada a limitar las armas nucleares pero al mismo tiempo no introducir ningún cambio en el expansionismo soviético con respecto al Tercer Mundo. En los propios círculos dirigentes soviéticos se planteó al comienzo de los años ochenta que el nivel de gasto militar al que se había llegado eran tan grande que había que ponerle un límite. De hecho, a partir de comienzos de los ochenta empezaron a remitir las aventuras exteriores soviéticas al mismo tiempo que los problemas políticos interiores resultaban mucho más apremiantes. En efecto, frente a la apariencia de solidez del régimen político, la sociedad soviética experimentaba una crisis profunda referida a los aspectos más diversos.

Un elemento importante que para la estabilidad aparente lograda durante la etapa de Breznev derivó de la positiva evolución del nivel de consumo. Durante la década de los setenta el porcentaje de los hogares soviéticos con refrigerador, lavadora o televisor llegó al setenta u ochenta por ciento del total. Pero en muchos otros aspectos la sociedad soviética estaba muy lejana de las occidentales. El número de automóviles equivalía a la producción anual de los Estados Unidos o Japón y un territorio tan extenso tan sólo tenía el mismo número de kilómetros de carreteras modernas que el Estado norteamericano de Texas. La URSS estaba netamente por debajo del nivel de vida no tan sólo de países democráticos sino también del Este de Europa. En 1980 todavía hubo problemas graves en el abastecimiento en las áreas urbanas. En los grandes núcleos de población una quinta parte de los hogares seguía teniendo una sola habitación con cocina y servicios compartidos con otras unidades familiares. La media de metros cuadrados disponible por habitante no llegaba más que a nueve. Lo peor del caso parece haber sido que así como el nivel de crecimiento del consumo alcanzó un 5% en la década de los sesenta se había reducido a menos de la mitad ya en los años setenta. A esta reducción del progreso en el nivel de vida había que sumar un problema demográfico creciente. En gran parte el desarrollo económico soviético se debió a la incorporación al trabajo de oleadas de jóvenes.

La previsión en los años ochenta era ya decreciente. Mientras que en la primera mitad de los ochenta estaba prevista la introducción en el mercado de 3.6 millones de nuevos trabajadores en Rusia durante la segunda mitad fue de tan sólo de 2.3 millones. En Asia central musulmana la cifra suponía también una disminución, aunque mucho menos importante. En una economía que dependía mucho menos que las occidentales de la introducción de procedimientos técnicos nuevos esta reducción del crecimiento demográfico revistió una importancia muy grande. El problema demográfico derivaba de un declive de la natalidad, frecuente en todo el mundo. Lo que, en cambio, resultaba mucho menos habitual es que, frente a lo habitual, en la URSS de los últimos tiempos se había producido un incremento de la mortalidad que redujo la esperanza de vida desde 66 años en 1965 a 62 a comienzos de los años ochenta. Las cifras concretas pueden ser más o menos discutibles pero la tendencia era firme y clara. Resulta muy posible que la propensión hacia el alcoholismo jugara un papel importante en esta evolución demográfica negativa. De todos modos, lo más importante es que revela toda una tendencia de fondo en la sociedad soviética. Desmoralizada y alienada, gran parte de la sociedad soviética se refugiaba en esta aparente solución y no daba la sensación de tener una verdadera esperanza. Pero la crisis de la que parece haber existido una conciencia más generalizada fue la económica, sentida de modo especial por los dirigentes políticos.

De acuerdo con las cifras oficiales resultaría que en tres lustros, desde mediados de los sesenta hasta finales de los setenta, el crecimiento soviético habría disminuido en más del 50%. Si se eligen fechas más distantes la evolución resultó todavía más significativa: al comienzo de la década de los cincuenta la economía rusa crecía a un ritmo del 5.5% pero en 1980 sólo lo hizo en un 1.4%. La detención del crecimiento económico no fue ocultada por los dirigentes soviéticos sino proclamada porque se pensaba que ésa era la única solución para que resultara posible combatir este proceso. De todos modos, podría considerarse que estas cifras no resultaban tan malas en comparación con lo sucedido en las economías occidentales. Aun así hay que tener en cuenta que a partir de 1975 los resultados de la economía soviética no sólo fueron inferiores a la media mundial sino incluso a la de los Estados Unidos, que partía de un previo crecimiento muy superior y, por tanto, hubiera sido lógico que creciera menos. Esta detención del crecimiento creó en los dirigentes soviéticos un peculiar sentimiento de decadencia. Se justifica porque en el pasado los resultados de la economía soviética fueron espectaculares: entre 1950 y 1980 duplicó el PNB y triplicó el consumo per cápita. Durante la década de los ochenta la URSS producía más acero, más cemento, más petróleo y tenía cinco veces más tractores que los Estados Unidos a pesar de que el clima resulta en este último país mucho más benigno y, por tanto, es más la tierra cultivable.

Lo que cabe deducir de un crecimiento tan importante pero tan abruptamente detenido es que se se había llegado al límite con el sistema económico y social vigente. En realidad, a partir del momento de la llegada de Stalin al poder lo que se había producido equivalía a una movilización militarizada de la sociedad dedicada a una explotación sistemática de los recursos naturales y a lograr una revolución industrial a partir de inversiones masivas en los sectores tradicionales como la industria pesada. Pero, a partir de un momento, y sabiendo que la asignación de recursos humanos y materiales estaba en el sistema económico soviético decidida en función de criterios que poco tenían que ver con la rentabilidad y la eficiencia, se produjo una disminución del crecimiento. Si en la época de Kruschev éste había podido asegurar que alcanzaría a los Estados Unidos en un plazo corto de tiempo, ahora el propio Japón, con unos recursos materiales y humanos infinitamente inferiores, daba la sensación de poder alcanzar a la URSS. Éste era el problema fundamental planteado en el régimen soviético a la altura de los ochenta pero todavía podía ampliarse a otros terrenos. La URSS tenía un triple problema que era posible concretar en la disminución de las inversiones y la productividad, la marginación en una nueva revolución industrial y la persistencia de un gravísimo problema de aprovisionamiento por culpa de la agricultura.

Desde finales de los setenta, obligada la economía soviética a atender las necesidades del consumo, vio cómo disminuían las inversiones y la productividad, incluida la industrial. Además, un sistema como el soviético que pudo hacer una revolución industrial clásica no estaba preparado para le revolución de las comunicaciones y la mecanización de producción industrial (robotización). Finalmente, frente a un pasado ruso en el que, en tiempos de los zares, fue posible la exportación de grano, en tiempos recientes la URSS se había convertido en el primer importador del mundo de productos agrícolas con la excepción del Japón, a pesar de que la proporción de la población dedicada a estas tareas venía a ser del orden de diez veces superior en términos porcentuales a la norteamericana. A la altura de la década de los ochenta una cuarta parte del grano consumido procedía de importación, al mismo tiempo que una quinta parte de la cosecha no llegaba a ser aprovechada por la ineficiencia de la maquinaria económica. ¿Alcanzaba también esta crisis del sistema soviético a la política? En algún aspecto sí, a pesar de que no estuviera tan claro y de que la reforma económica pareciera imponerse como máxima urgencia para los reformadores de la posterior "perestroika". La URSS era en los años ochenta un "Estado de Naciones" diversas que podía experimentar en el futuro un grave problema de fragmentación de no ponerse los medios para evitarlo.

Lenin utilizó la fragmentación de la Rusia de los zares para sus propósitos revolucionarios pero Stalin llevó a cabo una decidida labor unificatoria que todavía tendió a exacerbarse durante el período de la Segunda Guerra Mundial. Con el paso del tiempo, sin embargo, esta unidad tendió a resquebrajarse. En la Unión Soviética se contabilizaban en los años ochenta hasta noventa nacionalidades. Sólo algo más de la mitad de la población eran rusos; del resto, algo más de la mitad eran ucranianos o bielorrusos y la porción siguiente en importancia era la de los musulmanes. Lo decisivo resultaba en los años ochenta que los porcentajes tendían a modificarse con el transcurso del tiempo: para el año 2.000 resultaba previsible una situación en la que los rusos habrían perdido la mayoría mientras que los musulmanes serían ya el segundo grupo humano. Pero estos cambios en las proporciones se veían complicados aún más por el hecho de que, por ejemplo, los Países Bálticos tenían un crecimiento demográfico pequeño, nivel de vida alto y una fuerte inmigración rusa, mientras los musulmanes crecían mucho y tenían un nivel de vida bajo. En la URSS de los ochenta convivían, pues, niveles de vida y demografías muy distintas constituyendo el vínculo de unión, por el momento inatacable, un Estado y, sobre todo, un partido. Existía también un sentimiento nacional "granrruso" pero de él cabe decir que su mera existencia entraba en conflicto con los otros nacionalismos menores.

Pocos a la altura de los ochenta veían el problema de la fragmentación nacional como uno de los más acuciantes de cara al futuro, pero cuando surgió, como veremos, resultó el más agobiante de todos. El sistema político parecía sólido. Dirigido por una élite de unas 250.000 personas que formaban la "nomenklatura", que llevaba una vida aparte y en gran medida secreta, tenía como función no sólo la dirección de la política y la administración del país sino también la imposición de unas pautas mentales destinadas a homogeneizar al conjunto de la población en favor de la ideología marxista-leninista. Pero ya en esta época había signos de debilitamiento de esta especie de dictadura totalitaria. Los individuos podían evolucionar hacia una aceptación pasiva y resignada de la situación política eludiendo cualquier responsabilidad o derivando hacia comportamientos asociales. La dictadura más que personal o totalitaria, como en la época de los años treinta a los cincuenta, parecía ya burocrática y colectiva al mismo tiempo que se había vuelto más adaptativa respecto a la sociedad. Se había producido una cierta desideologización (o, por lo menos, una conversión de la ideología en algo mucho menos movilizador que en el pasado) y las diversas instancias del partido solían arbitrar soluciones pactadas sin que eso supusiera la existencia de un pluralismo real. Existía, en fin, una importante disidencia política, principalmente intelectual, reducida a quizá tan sólo dos millares de personas. Muchas de ellas difícilmente hubieran podido ser asimiladas a demócratas en el sentido occidental del término (éste era el caso de Solzhenitsin, aunque no el de Sajarov) pero el mero hecho de su existencia denotaba ya, al menos, un comienzo de cambio en la antigua URSS.

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