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Durante los años treinta, desde la Gran Depresión, en Estados Unidos los artistas habían estado protegidos por la WPA, Work Progress Administration (Administración para el Progreso del Trabajo), un proyecto del Gobierno destinado a sostener las artes y financiar a un gran número de artistas. Empezó en 1933 bajo el mandato del presidente Roosevelt y su doctrina del New Deal (Nuevo trato) y dio trabajo a más de cinco mil quinientos artistas en todo el territorio de Estados Unidos. Bajo el manto protector de la WPA los pintores hacían un arte realista en dos vertientes principales. Por un lado, una visión nostálgica de la América rural anterior a la industrialización y definitivamente perdida, en un momento en que también la industria se había hundido: un regionalismo, que mantenía todavía, pasado el primer cuarto del siglo XX, una actitud decimonónica y autocomplaciente, una imagen romántica del país de los pioneros. Por otro lado, un realismo de carácter social, menos evasivo, más comprometido con la situación contemporánea y muy atento a lo que sucedía en la Unión Soviética, tanto desde el punto de vista político como plástico. Este arte, fuertemente politizado, iba destinado a un público muy amplio, con el que intentaba conectar, al recoger sus aspiraciones, y educarle por medio de la imagen.El final de la WPA llegó en 1939 al no aprobarse el Coffe-Pepper Bill (Proyecto de ley del café y la pimienta), una ayuda federal que unía cuatro programas artísticos. Se rechazó, entre otras razones, porque ya para entonces la mayoría de los artistas quería hacer otro tipo de obras, personales, libres, independientes, y no sujetas a directrices ajenas. Como dijo Elaine de Kooning, a finales de los años treinta -unos por unas razones y otros por otras- la mayoría de los artistas prefirieron prescindir de la ayuda de la WPA, que ya no era muy sólida, antes que seguir haciendo carteles de propaganda, lo único que se esperaba de ellos.Quizá el último ejemplo significativo de este realismo de los años treinta fue la gigantesca exposición Artists for Victory (Artistas por la Victoria), celebrada en el Metropolitan Museum de Nueva York en 1942, donde se expusieron casi mil quinientas obras. Poco tiempo después, en 1944, los cuadros de la WPA se podían conseguir -si alguien tenía interés en ellos- por muy pocos dólares en Nueva York, en tiendas de segunda mano que, a su vez, las habían comprado al Gobierno por cuatro centavos la pieza, una vez cerrado el proyecto, como ha estudiado Guilbaut.Pero mientras duró, la WPA produjo una cantidad importante de imágenes en pintura, cine y, sobre todo, fotografía. Se pintaron murales y cuadros de caballete, se hicieron documentales...; pero las mejores -y las más elocuentes -imágenes de la Depresión americana no se hicieron con pinceles y barnices, sino con máquinas.
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En vísperas de la llegada de los españoles, es decir a fines del siglo XV, vivían en América varios millones de personas (entre 8 y 100 millones para ser más exactos, según los diversos cálculos realizados, y sobre los que volveremos más adelante), organizadas en distintos grados de complejidad sociocultural, desde simples bandas nómadas hasta imperios militaristas, pasando por tribus, señoríos y estados. En síntesis, el continente aparece dividido en tres grandes áreas culturales o superáreas: 1) la América tribal (que ocupa el tercio septentrional de Norteamérica y el tercio meridional de Suramérica); 2) la América Nuclear (integrada por los dos grandes focos de civilización en el continente: Mesoamérica y los Andes Centrales), y 3) la América Intermedia o Area Circuncaribe (Andes Septentrionales, Baja Centroamérica y Caribe). Entre los pueblos nómadas o seminómadas -muchos de los cuales quedarán fuera de la acción española- estaban los esquimales, atapascos, algonquinos, iroqueses, semínolas, comanches, siux, apaches, navajos, tupís, guaranís, patagones, fueguinos... En las Antillas, escenario privilegiado de los viajes de Colón, vivían los ciboneys (recolectores), arauacos o taínos (agricultores organizados en cacicazgos o señoríos) y caribes (que dominaban en las Antillas menores y eran muy temidos por su canibalismo). Mientras, en la región andina de la actual Colombia habitaban los chibchas, verdaderos maestros en la metalurgia del oro y la tumbaga (aleación de oro y cobre); entre ellos sobresalían los indios de Bogotá y Tunja, autodenominados muiscas, organizados en dos grandes señoríos cuyos jefes tenían el título de zipa y zaque, respectivamente. El sureste de Mesoaméríca, es decir el territorio que hoy forman Guatemala, Belice, El Salvador, Honduras y los Estados mexicanos de Chiapas, Tabasco y la península de Yucatán, era a fines del siglo XV -y sigue siéndolo a principios del XXI- el área maya, integrada entonces por pueblos como los yucatecos, los itzáes en la zona del lago Petén Itzá (Guatemala), quichés, cakchiqueles y otros en la región meridional. Estos y los demás pueblos de lengua maya han demostrado una enorme capacidad de adaptación y resistencia a lo largo de su varias veces milenaria historia. Sin embargo, hacia el año 1500 ya hacía mucho que había pasado el esplendor de la civilización maya (el período clásico se desarrolla entre el 300 y el 900 de nuestra era, y es seguido de un nuevo período de auge, con desplazamiento del foco cultural al Yucatán, que dura hasta mediados del siglo XV), y toda la región vivía ahora una fase de desintegración política (especie de reinos de taifas, se ha dicho), cuando no de abandono de ciudades, o de violencia y luchas internas. La decadencia maya fue anterior a la llegada de los españoles, que en este caso no la provocaron, aunque sí contribuyeron a mantenerla.
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El siglo XVIII trajo el ascenso de las colonias francesas e inglesas, el pleno desarrollo de las ibéricas y el retroceso de las holandesas. Dinamarca configuró un pequeño pero fructífero complejo colonial y Rusia apareció en el horizonte americano penetrando hacia el sur desde Alaska. Todo este cosmos colonial recibió de sus metrópolis grandes excedentes de población y enormes cantidades de esclavos africanos que activaron su economía. Gracias a lo último, pudieron enviar a Europa cientos de toneladas de azúcar, cacao, tabaco, algodón, añil, maderas tintóreas, etc. que se sumaron a las tradicionales remesas de oro y plata, recibiendo a cambio manufacturas y algunos artículos de lujo. La revolución industrial vino luego a robustecer más íntimamente los vínculos entre colonias y metrópolis, al crear la necesidad de contar con materias primas (algodones y tintóreos) producidas en los territorios de ultramar y de un mercado donde colocar las manufacturas. Las colonias americanas se convirtieron en centros estratégicos económicos, y los países europeos lucharon por ellas y en ellas durante la segunda mitad del siglo XVIII. Ocurrió entonces algo insólito, como fue la aparición de un mercado de colonias: se ocupaban, se cedían, se cambiaban y hasta se vendían. Inglaterra se apoderó de la Nueva Francia, Francia regaló la Louisiana a España, España cambió el Sacramento por territorios septentrionales de Brasil, y Francia vendió Santa Cruz a Dinamarca. Todo esto se hacía, naturalmente, sin consultar a los colonos, que se convirtieron en siervos trasladables con la tierra. Se acostaban siendo españoles o ingleses y se despertaban siendo lo contrario. La situación se aceleró durante el último cuarto de siglo, cuando la revolución industrial y el colonialismo americano alcanzaron su cénit, llegándose a negociar con las colonias sin la menor consideración hacia ellas (Florida, Malvinas, Santo Domingo, Guadalupe, Louisiana, etc.). En el mejor de los casos se reajustaban sus límites, cercenándolas o ampliándolas en virtud de enigmáticos intereses económicos propuestos por los omnipotentes ministros reformistas de las monarquías (región suroriental de Canadá, nueva frontera virreinal en el Alto Perú, Guayaquil, etc.). Fue una situación de indefensión contra la que reaccionaron pronto los colonos buscando la ruptura con sus metrópolis para poder gozar del derecho de autodeterminación. Durante el período borbónico, Hispanoamérica adquirió plenamente su identidad de colonia de la nación española, perdiendo su perfil de reinos confederales en la monarquía, que la había caracterizado en la época de los Austrias. La transformación se operó principalmente en el aspecto económico, pero se reflejó en todos los demás, y encontró una gran resistencia en la propia Hispanoamérica, donde se vivió la pugna entre el viejo orden de los Austrias, que había permitido a los criollos un relativo control de sus reinos, y el nuevo, dominado totalmente por los peninsulares. La presión metropolitana coincidió, además, con el mejor momento del desarrollo cultural hispanoamericano.
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Desde 1930 se produjo en América Central un espectacular aumento de los regímenes dictatoriales y autoritarios, que tendieron a reforzar el dominio oligárquico. A fines de 1931 el coronel Maximiliano Hernández Martínez dio un golpe en El Salvador que acabó con el gobierno de Arturo Araujo y mantuvo el cargo hasta 1944. En Honduras, Tiburcio Carias Andino, jefe del conservador Partido Nacional y presidente desde 1932, se mantuvo en el poder como dictador hasta 1948. En Guatemala la dictadura del general Jorge Ubico se extendió de 1931 a 1944, hasta que un golpe a cargo de oficiales jóvenes acabó con ella y planteó la democratización del país. Las elecciones fueron ganadas por Juan José Arévalo, un civil que planteó profundas reformas políticas y sociales. Al mismo tiempo se autorizó la libre sindicación de obreros y campesinos, que presionaron exitosamente por mayores salarios y por la mejora de la legislación laboral. La presencia comunista en estas organizaciones fue clave para comprender su éxito. A las elecciones presidenciales de 1950 se presentaron dos militares. Uno de ellos, el mayor Francisco Arana, murió en circunstancias confusas, recayendo las sospechas sobre el otro candidato, el coronel Jacobo Arbenz, que finalmente fue elegido. Arbenz contó con un escaso respaldo militar, por lo cual trató de encontrar mayor apoyo en el mundo rural intensificando la reforma agraria comenzada por Arévalo. La ley era bastante moderada, ya que afectaba únicamente a las tierras sin cultivar, pero en esa categoría entraba la mayoría de las posesiones de los grandes propietarios, especialmente de la United Fruit, con sus plantaciones bananeras de las tierras bajas del Caribe. La empresa que era propietaria de varios puertos y un ferrocarril, también se vio afectada por el proyecto gubernamental de construir un gran puerto oceánico y una carretera que uniera la capital con el Atlántico. El secretario de Estado del presidente Dwight Eisenhower, John Foster Dulles, se propuso acabar con la experiencia guatemalteca, no sólo por los ataques sufridos por la United Fruit, sino también porque la presencia comunista en el país, pese a ser limitada, era un mal precedente para el continente. Más grave aún era la resistencia del gobierno guatemalteco a participar en la cruzada anticomunista impulsada por Washington. El problema creado por el gobierno de Arbenz se resolvió con un golpe preparado en Honduras por oficiales guatemaltecos, con apoyo de los Estados Unidos. El paso siguiente fue la destrucción de las organizaciones obreras y campesinas. La presidencia la iba a ocupar el coronel Carlos Castillo Armas, que se mantuvo en su puesto hasta su asesinato en 1957 y al año siguiente se eligió al general Miguel Ydígoras Fuentes. En Costa Rica, pese a las diferencias con sus vecinos, la república oligárquica se mantuvo firme. En 1936 surgió el Partido Nacional Republicano inspirado en la derecha europea, que a partir de 1940 fue ganado por las reivindicaciones reformistas y comenzó a construir el "estado del bienestar", contando con la colaboración del Partido Comunista. Desde 1943 la oposición conservadora marcó sus desacuerdos con el régimen. En 1946, José Figueres, un ex militante conservador, fundó un nuevo partido de orientación socialdemócrata. En las elecciones de 1948 el presidente Teodoro Picado quiso imponer a su predecesor, Rafael Calderón Guardia, pero fue derrotado por Otilio Ulate, líder de la conservadora Unión Nacional, que se presentaba junto con el partido de Figueres. El Congreso rechazó el resultado y la guerra civil se hizo inevitable, enfrentándose las milicias costeñas, organizadas por los comunistas y el principal sostén del gobierno, con las fuerzas de Figueres, del Valle Central, que finalmente triunfaron. El país fue gobernado por una junta encabezada por Figueres durante un año y medio, que tomó drásticas decisiones. Disolvió el ejército, nacionalizó la banca, promovió el desarrollo agrícola y energético con un impuesto al capital e ilegalizó al Partido Comunista. Su anticomunismo salvó a la revolución, ya que los derrotados habían buscado el apoyo de Anastasio Somoza, que fue frenado por Washington, dadas las inclinaciones del nuevo gobierno. Las elecciones para la Asamblea Constituyente de abril de 1949 fueron un rotundo triunfo conservador y a fin de año Ulate fue elegido presidente por gran mayoría. El ajuste económico que impuso y la subida de los impuestos a las exportaciones fueron una fuente importante de impopularidad. Esta se amplió porque el resurgir comunista en las filas del sindicalismo fue severamente reprimido. En las elecciones de 1952 el Partido de Liberación Nacional (PLN), liderado por Figueres, obtuvo una victoria aplastante. Se inauguraba la alternancia entre el PLN y los conservadores, uno de los elementos que garantizan el funcionamiento del sistema costarricense. Figueres retomó su programa de búsqueda del "estado de bienestar": impuesto a las rentas, proteccionismo industrial, fomento agrario, ampliación del sistema provisional. En Nicaragua, al igual que en el resto de América Central, los efectos de la crisis fueron considerables y coincidieron con la presencia norteamericana. Desde 1928 los Estados Unidos intentaban retirarse sin perder la influencia en el gobierno y en la sociedad. La resistencia armada encabezada por Augusto César Sandino, con un programa liberal y algunas reivindicaciones propias de la Revolución Mexicana, postergó la retirada hasta 1933, pese a que Sandino aún no había sido vencido. Antes de retirarse los norteamericanos crearon la Guardia Nacional. Su jefe, Anastasio Somoza, asesinó a Sandino en 1934 y tuvo libre el camino al poder, que no abandonaría hasta su muerte. El asesinato del jefe de la dinastía en 1956 sólo sirvió para que su hijo Luis se hiciera con la presidencia. El régimen intentó modernizar la economía promoviendo los cultivos tropicales exportables, como café y plátanos, a lo cual sumó el algodón. En la República Dominicana la Guardia Nacional se creó en 1924 y su jefe, Rafael Leónidas Trujillo, dio un golpe en 1930 y conquistó el poder. Su megalomanía se tradujo en un fuerte culto a la personalidad: llamó a la capital Ciudad Trujillo y dio a la segunda ciudad del país el nombre de su madre. Su país se incorporó a la producción azucarera, de la mano de grandes compañías norteamericanas y de otras con fuertes intereses del mismo Trujillo. En Puerto Rico sentían la estrecha relación con Estados Unidos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se produjeron algunos cambios, como las mejoras sanitarias que permitieron el crecimiento demográfico y el fomento del azúcar. Hasta 1945 la salida para los independentistas era la insurrección, una fantasía más que una realidad. La labor de Luis Muñoz Marín, un notable miembro de las elites autonomistas, y luego un partidario del anexionismo, fue crucial para incorporar a las masas a la política. Fundó el Partido Popular Democrático, con un programa de reforma social y progreso económico y ganó las primeras elecciones de gobernador que se celebraron en 1947 (hasta entonces un cargo de designación presidencial) y convirtió a la isla en un Estado Libre Asociado, con autonomía administrativa y educativa. Esta situación tuvo efectos contradictorios. Si por un lado preservaba en mejores condiciones la herencia hispana del país y sus habitantes, por el otro estrechaba los lazos con los Estados Unidos. Las inversiones extranjeras fueron el camino para promover el desarrollo económico, pero no fueron suficientes. Ni las ayudas del gobierno federal a los grupos menos favorecidos ni la emigración al continente remediaron la situación y sólo pusieron de relieve la mayor dependencia con la metrópoli.
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El final del Pleistoceno hacia el 8000 a.C. y las profundas transformaciones ambientales que ocurrieron, dejaron en América del Norte un amplio mosaico de nichos ecológicos a los que el hombre respondió con otras tantas posibilidades adaptativas. En esta ocasión, debido seguramente a la inmensidad del territorio a analizar, y a una gama superior de posibilidades ecológicas, la región no constituye un Area Cultural -como en el caso de Mesoamérica, el Area Andina o el Area Intermedia- ni será analizada de manera conjunta como Centroamérica, ya que las respuestas constatadas fueron muy variadas, dando lugar a desarrollos y adaptaciones muy diferentes. Los antropólogos han definido un total de diez Áreas Culturales -aunque existen diferencias entre ellos-, algunas de las cuales fueron a su vez subdivididas en función de la conjunción de ciertos rasgos específicos de importancia.