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Típica representación de figura femenina -korai- de comienzos de época arcaica: rostro oblongo, gruesas trenzas en pesada caída (peinado de pisos), miembros en actitud rígida. La figura viste un peplo, que lleva tejida una decoración geométrica, y sobre los hombros un manto corto. De acuerdo con los criterios estilísticos de la época la escultura posee una fuerte carga abstracta, que sólo permite reproducir los volúmenes del pecho y las caderas.
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La llamada Dama de Baza es una escultura y una urna cineraria, tallada hacia el 400 a.C. Representa a una mujer sentada en un trono alado, probablemente una divinidad de la muerte, captada según un esquema iconográfico de diosa sedente y trono alado, muy repetido en el ámbito griego o helenizado. Está vestida con tres finas túnicas; un manto le cubre la cabeza y cae a lo largo del cuerpo. Se adorna con una tiara, pendientes, gargantillas y collares; en los dedos lleva varios anillos. Sus pies calzan zapatillas rojas y descansan sobre un cojín. Este conjunto de elementos suntuarios y simbólicos permiten pensar que la mujer representada es una diosa-madre. El pichón que sostiene en su mano izquierda es símbolo de su divinidad. El detalle que nos revela la función de urna cineraria que tuvo esta escultura es la cavidad situada en el lateral derecho del trono, debajo del asiento, en la que aparecieron los huesos quemados del difunto.La Dama de Baza apareció el 20 de julio de 1971 durante la excavación de la tumba 155 de la necrópolis del Cerro del Santuario (Baza, Granada). La tumba, excavada en el terreno, es de planta casi cuadrada con forma de piel de toro extendida. Mide 2,60 m de lado y 1,80 m de altura. La escultura apareció junto a la pared norte de la fosa presidiendo el conjunto, rodeada de cuatro ánforas, cuatro urnas, tres tapaderas, dos cuencos, armas y otras piezas menores, como un broche de cinturón damasquinado, tres fíbulas, una fusayola y un dado.
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El yacimiento de Brassempouy se encuentra al norte del País Vasco francés. E. Piette lo excavó en loa años 1895 y 1897. Las piezas halladas entraron a formar parte de su colección privada y más adelante fueron donadas al Museo de Antigüedades Nacionales de Saint-Germain-en-Laye. De entre los descubrimientos, cabe destacar esta cabeza femenina, que se cree formaba parte de una de las venus tan características del paleolítico. También se la conoce como la Cabeza de la capucha.
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De entre todos los retratos que Durero realizó en este período, nos llama la atención esta hermosa desconocida, dibujada a pluma en el mismo estilo con el que el artista retrató a su esposa Agnes o a su amigo, el capitán Félix Hungersperg.
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Los iberos se extienden desde el sur de la península Ibérica hasta la desembocadura del Ródano, abriéndose a la costa mediterránea. Por ello, su cultura se va a ver influida por el contacto continuo con otros pueblos mediterráneos que llegaron y se establecieron en sus costas. La sociedad ibérica estaba constituida por un gran número de pueblos con identidad propia, que tuvieron en común una serie de rasgos culturales: hablaron la misma lengua, aunque se reflejara en varios tipos de escritura, y tuvieron una forma de vivir y unas creencias parecidas, porque se habían originado en el contacto que mantuvieron con otros pueblos mediterráneos. Estas relaciones dieron lugar no sólo a la importación e imitación de productos extranjeros, sino también a la asimilación de ideas, costumbres y técnicas nuevas, que permitieron trabajar nuevos materiales, como el hierro, o mejorar la producción, como el torno del alfarero, o facilitar las transacciones comerciales, como la moneda. La más famosa estatua de época ibérica fue realizada en piedra caliza con restos de pintura hacia el V a. C. Conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, el busto de la famosa Dama de Elche mide 56 cm de altura y parece segmentado de una estatua de cuerpo entero, por lo abrupto e irregular del corte inferior. Se trata de una espléndida creación, de rostro sereno y clásico y un exuberante atavío, especialmente llamativo por las joyas y su complejo tocado. Este busto femenino apareció de forma casual el 4 de agosto de 1897 en La Alcudia (Elche, Alicante), por lo que algunas de la dudas acerca de su significado sólo han podido aclararse al hallarse la Dama de Baza, con la que tiene en común el agujero en su parte posterior que, posiblemente, también sirvió para guardar las cenizas del difunto.
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Si la plenitud del arte ibérico pudiera ser determinada con los parámetros de una correcta captación de los prestigiosos modelos griegos, puestos al servicio de una sensibilidad distinta y con el añadido de elementos definitorios de la propia personalidad, de todo lo cual resultara un arte nuevo e inconfundible, con valor propio, la Dama de Elche sería un perfecto paradigma de ello. Es un busto de 56 centímetros de altura, aunque lo probable es que fuera segmentado a partir de una estatua de cuerpo entero, lo que sugiere, entre otras cosas, el corte irregular y brusco del plano inferior. Está realizado en caliza porosa de tonos ocres, y conserva restos de color, sobre todo el rojo de los labios y de algunas zonas del ropaje. Se halló casualmente en 1897, en un escondrijo hecho con losas, adosado a la muralla, al este de la ciudad; no era el lugar donde hubo de estar originariamente, sino una ocultación para librarlo de algún peligro, lo que, a la vista de lo ocurrido en tantos otros casos, no es cosa que deba sorprendemos. Según lo poco que ha podido saberse del contexto arqueológico, se hallaba en un nivel tardío, quizá romano republicano. Las circunstancias, por tanto, no son las mejores para facilitar la interpretación de la pieza. Recién descubierta, fue adquirida por el hispanista francés Pierre Paris y llevada al Louvre, de donde regresaría en 1941.El principal efecto de la escultura corre a cargo del contraste entre el lujoso atavío y, sobre todo, el exuberante tocado -todo ello realista, recargado de detalles- y el semblante sereno, idealizado de mujer. Es un rostro de rasgos finos: los ojos algo oblicuos, rasgados, tienen la mirada tenuemente ensombrecida por la ligera caída de los párpados superiores, que cubren parcialmente el iris, vaciado para hacer hueco a una sustancia desaparecida (un rasgo técnico ajeno a las demás esculturas ibéricas); las cejas, altas, prolongan sus líneas arqueadas en las formas rectas de la nariz, de aletas breves; la boca es de labios finos, bien perfilados, y cerrados en un gesto de serena seriedad; todo lo encierra un contorno dibujado por unos pómulos altos, apenas pronunciados, mejillas enjutas y una barbilla redondeada y firme. Va vestida con tres prendas: una fina túnica abrochada con una diminuta fíbula anular, sobre ella un vestido que se ve terciado sobre el pecho, y, por encima de todo, un manto de tela gruesa, cerrado algo más abajo del borde conservado, y por arriba abierto forzando una especie de solapas de plegado muy anguloso. Deja ver los tres grandes collares, dos con colgantes en forma de anforillas y, el inferior, con grandes lengüetas. Destaca sobre todo lo demás el tocado, suprema expresión de los ya bastante aparatosos que lucen otras esculturas ibéricas. Prueban de sobra los tocados que el griego Artemidoro se entretuvo en describir, cuando aquí estuvo en torno al año 100 a. C., como propios de las damas ibéricas. El de la escultura ilicitana se asemeja a alguno de ellos, aunque no se ajusta a ninguno completamente. Un velo, que se introduce por detrás bajo el manto, es alzado sobre la nuca con la ayuda de una especie de peineta; una funda sobre él, que originariamente debía de ser de cuero, se ajusta al cráneo, y además de servir de soporte a filas de esferillas que adornan el borde sobre la frente, cumple la finalidad de dar sujeción a los dos enormes estuches discoidales que enmarcan el rostro, del que lo separan unas placas decoradas con volutas y con colgantes terminados en perillas, que caen sobre las clavículas; un tirante de extremos abiertos pasa sobre la cabeza, sujeto a los discos, para impedir que se abrieran más de lo conveniente. Son estos últimos muy anchos y profusamente decorados, los que confieren a la Dama la apariencia que la hace universalmente reconocible y diferenciable de cualquiera otra. La idealización del rostro y la exuberancia del atavío convienen, más que a una mortal, por principal que fuera, a una divinidad, para la que estaría reservada la suprema ostentación petrificada en la escultura. Que se tratara de una diosa infernal es una hipótesis verosímil, si el profundo hueco que lleva a la espalda, por comparación con lo documentado en la Dama de Baza y en otras esculturas ilicitanas, pudo servir para alojar los despojos resultantes de la cremación de un difunto. Según Langlotz, sus facciones recuerdan los de las figuras femeninas del templo de Hera en Selinunte, en particular los de la misma Hera de una de las metopas, a lo que ha añadido A. Blanco la suposición de que pudiera ser obra de un griego o un ibero formado en los talleres sicilianos de Siracusa o la misma Selinunte. Su fecha de realización puede situarse en la primera mitad del siglo V a. C. Ya se ha dicho que el tocado de la Dama no es del todo insólito: más mesurado, o más humano, se documenta a menudo en las esculturas de orantes del Cerro de los Santos o en las figuritas broncíneas de los santuarios. Al elenco conocido se añadió en 1987 el hallazgo de una escultura en la necrópolis de Cabezo Lucero que repite bastante de cerca el tipo de la ilicitana; es más sencilla y de menor calidad, pero con los mismos grandes estuches discoideos que ella. Ha aparecido, por otra parte, muy mutilada, o por mejor decir, lo hallado se reduce a unos pocos fragmentos -despojos de lo que parece otra destrucción intencionada-, que documentan la pieza pero con muchas limitaciones, entre ellas la de no poder saber si se trata a ciencia cierta de un busto -como se viene afirmando- o era una figura completa.
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La Dama de Elche es un busto de 56 centímetros de altura, aunque lo probable es que fuera segmentado a partir de una estatua de cuerpo entero. Está realizado en caliza porosa de tonos ocres, y conserva restos de color, sobre todo el rojo de los labios y de algunas zonas del ropaje. Se halló casualmente en 1897, en un escondrijo hecho con losas, adosado a la muralla, al este de la ciudad. El principal efecto de la escultura corre a cargo del contraste entre el lujoso atavío y, sobre todo, el exuberante tocado -todo ello realista, recargado de detalles- y el semblante sereno, idealizado de mujer. El profundo hueco que lleva a la espalda pudo servir para alojar los despojos resultantes de la cremación de un difunto. Va vestida con tres prendas: una fina túnica abrochada con una diminuta fíbula anular, sobre ella un vestido que se ve terciado sobre el pecho, y, por encima de todo, un manto de tela gruesa, cerrado algo más abajo del borde conservado, y por arriba abierto forzando una especie de solapas de plegado muy anguloso.
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Los fenicios rindieron culto a diferentes dioses. De entre todas las divinidades destaca un dios llamado Melqart y un conjunto de divinidades femeninas (Astarté, Tanit, Anat...), expresiones diferentes de una gran diosa madre mediterránea. La Dama de Galera muestra una sugerente imagen de alguna de esas diosas. Realizada en alabastro, la llamada Dama de Galera es un sofisticado recipiente, hecho en algún taller del norte de Siria a principios del siglo VII a.C. Representa a una mujer sentada en un trono sin respaldo y flanqueado por dos esfinges cubiertas con tocados egipcios. Está vestida con una túnica plisada adornada con ricos bordados. Adorna su cabeza con una diadema y un sencillo tocado. Sostiene un cuenco sobre el que sus pechos horadados verterían el líquido, agua o leche, que se introduciría previamente por el hueco taladrado que hay en su cabeza. Estas características corresponden a la representación de una divinidad femenina. La Dama de Galera apareció en la tumba 20 de la necrópolis ibérica de Tutugi (Galera, Granada) antes de que comenzaran las excavaciones arqueológicas en 1918. Junto a la escultura aparecieron, en esta tumba de cámara de mediados del siglo V a.C., cuatro vasos de cuello acampanado repintados de rojo y uno con restos de tejido adherido a la base; tres platos, una tapadera rematada con una granada, una copa ática, una palmeta en bronce de una pátera griega y dos recipientes de pasta vítrea que contendrían perfume. La carencia de armas en el ajuar, así como la presencia de esta divinidad femenina, permiten suponer que el difunto o difunta fuera un sacerdote o una sacerdotisa. Ciertas características de la Dama de Galera, como el hecho de estar sentada, ir cubierta por una fina túnica plisada y tener los pechos perforados para poder libar algún líquido, hacen que se interprete como la representación de una diosa, posiblemente Astarté o Anat. La presencia de esta diosa fenicia en una tumba ibérica implica su asimilación al panteón de dioses ibéricos.
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Rossetti retrató infinidad de veces en sus protagonistas femeninas de otros cuadros a Jane Morris, esposa del poeta William Morris y madre de May, también retratada por el artista. Rossetti sufría una pasión incontrolable por esta mujer, que nunca se tradujo en una aventura física. Aquí la vemos según la mirada de Rossetti, un excelente ejercicio para un psicoanalista. La mujer aparece con los melancólicos ojos grises que fascinaban al pintor, la misma boca sensual de la Amada, y el espeso cabello negro alrededor del rostro, con la misma pose de otros retratos renacentistas (es inevitable pensar en la Gioconda). Bajo las manos de la modelo se ve un papelito. Escrito en italiano se puede leer "color d'amore e di pietá semblante", es decir, "color de amor y apariencia de tristeza".
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La afición por lo oriental está presente en numerosas obras de Manet, pero quizá sea en este excelente retrato en donde se muestra de manera más contundente. El fondo sobre el que se recorta la figura de la pianista Marie Anne Gaillard aparece repleto de abanicos japoneses, mientras que las paredes se recubren de sedas con motivos orientales. Esta afición por lo japonés, concretamente por las estampas, será tradicional entre los impresionistas. La modelo regentaba uno de los salones más conocidos de París, frecuentado por políticos, literatos y pintores. La pianista era más conocida por Ninfa de Villar, aunque empleaba frecuentemente el apellido de su marido, Hechor de Callas, el editor y crítico de arte de Le Figaro. Ninfa viste el traje argelino con la chaquetilla corta - llamada bolero español - con el que hacía de anfitriona en su local, a pesar de haber posado en el estudio del pintor. Las notas de eclecticismo se acentúan por el diván turco y las babuchas, así como las variadas joyas con las que se engalana. Lo más sorprendente del cuadro es el rostro de la dama, que ha captado la actitud bohemia y desenfadada de una mujer de la noche parisina. Quizá es la parte en la que el tratamiento sea más cuidado, mientras que en el resto de la imagen emplea una factura muy suelta, con pinceladas en forma de coma que apenas muestran los detalles. El contraste entre las tonalidades claras y oscuras - que marca la mayor parte de la producción de Manet, como la Olimpia o el Descanso - también está aquí presente, pero añade otras tonalidades para acentuar ese contraste. El marido de Nina, del que vivía separado desde hacía tiempo, pidió al pintor que no expusiese el cuadro, al menos como retrato de su esposa. Manet contestó que la obra siempre permanecería con él, apareciendo en el inventario de bienes tras su muerte.