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La decisión del año 27 a.C., en virtud de la cual se dividían las provincias entre senatoriales e imperiales tuvo en años posteriores mayor trascendencia de la que pudo preverse inicialmente. Cada nueva anexión territorial incrementaba el número de provincias imperiales. Bajo Claudio, pasaron a ser nuevas provincias imperiales: Tracia, Licia, Judea, los Alpes Grayos, las dos Mauritantas y Britania. La conversión en provincia de cada uno de esos territorios tiene su historia particular. Mientras que Tracia y Licia habían sido Estados clientes de Roma, Mauritania acababa de ser anexionada por Calígula cuando éste decidió el asesinato de Ptolomeo, hijo de Juba II. La muerte de Ptolomeo fue seguida de revueltas locales contra los romanos que se prolongaron durante dos años. Finalmente, el antiguo reino de Mauritania fue dividido en dos provincias: la occidental o Tingitania con su capital en Tingis (Tánger) y la oriental o Caesariensis con su capital en Caesarea (Cherchell). Al frente de esas nuevas provincias, Claudio situó como gobernadores a procuratotes de rango ecuestre. Y para consolidar la presencia romana, cada nueva provincia recibió contingentes de ciudadanos romanos, que fueron asentados en colonias o municipios. La conquista de Britania fue un proyecto inacabado de César y retomado frívolamente por Calígula. Claudio, en cambio, preparó sistemáticamente la expedición (traslado de legiones, creación de una armada, aprovisionamiento de víveres...). Cuando se comprueba que la vía atlántica desde el Mediterráneo al Rin comienza a ser utilizada de modo intenso para transportar productos alimenticios de Africa y de Hispania destinados a las legiones asentadas en la frontera renana, se comprenden mejor las razones que movieron a la conquista de la isla que, por otra parte, disponía de buenas tierras y de ricas minas de plata, metal muy necesario para las acuñaciones monetarias de la época. La justificación de la campaña en los autores antiguos se presenta como necesaria para proteger los dominios romanos de la Galia noroccidental, sometida a incursiones dirigidas desde Britania por el rey Caracato; éste tenía a Camulodunum, Colchester, como capital de su reino. Las tropas romanas sometieron sistemáticamente a todas las tribus del sur de la isla para avanzar después hacia Camulodunum. El año 44 d.C. se dio fin a la conquista después de dejar guarnecida la frontera con un entramado de puestos defensivos y de pequeños Estados clientes. Camulodunum, Londinium (Londres) y otras ciudades recibieron contingentes de población romana y el nuevo territorio convertido en provincia quedó bajo las órdenes de un legado imperial de rango senatorial. Hasta época de Adriano, Roma no consideró necesario ampliar sus dominios hacia el norte de la isla. Si la obra de Claudio contribuyó a mejorar las diversas esferas de la administración, el emperador tuvo menos fortuna con sus mujeres. Su tercera esposa, Mesalina, después de una vida licenciosa, tuvo que ser condenada a muerte por el propio Claudio tras un proceso en el que afloraron indicios de lo que se creyó era una conjura contra el emperador. Pero no tuvo mejor fortuna con su cuarta esposa, Agripina, su sobrina y hermana del emperador Calígula. Ya el Senado romano tuvo que emitir una ley para permitir el matrimonio entre primos. Agripina, viuda de Cn. Domicio Ahenobarbo, aportaba un hijo de éste al matrimonio con Claudio; dos años después de su boda, el 50 d.C., consiguió que Claudio adoptara a su hijo, el futuro emperador Nerón. Y pasados unos años de continuas intrigas cortesanas, el 54 d.C., Claudio moría al parecer envenenado por Agripina, quien conseguía así la sucesión del gobierno del Imperio para su hijo. Con la muerte de Claudio, entraba en crisis el enorme poder de los libertos imperiales.
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El Bosco pintó un tríptico, titulado como El Jardín de las Delicias. Las dos alas laterales cierran el tríptico, y al hacerlo, nos muestran en sus reversos las dos mitades de un fantástico paisaje ideal. Este paisaje es el de la Creación del Mundo, una tabla, típica de la pintura flamenca en la cual resulta interesante destacar algunos elementos. El primero que se nos ofrece es el de la concepción circular del Universo, que encierra en sí mismo los cuatro elementos de la creación y al ser humano. El conjunto está observado por la figura divina desde un ángulo y está cerrado en sí mismo, como un círculo perfecto sin principio ni final, en medio de una nada de color indefinido. Las gamas cromáticas son muy frías, tendentes a los azules y grises plateados, con pequeños toques de verde. Dan una impresión brumosa, tal vez la de la materia a medias de conformar. El Bosco solía pintar los reversos de sus obras, tal y como puede apreciarse en otra pintura importante, el Carro de Heno.
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Las primeras pinturas de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel eran de 1509, como el profeta Zacarías. Ya entre 1510 y 1511 Miguel Ángel había empezado las escenas principales del Génesis, rematando la creación del hombre y la mujer. Los trabajos eran lentos y penosos, y Miguel Ángel apenas contó con ayuda de sus discípulos; además, el artista pretendía seguir trabajando en su proyecto faraónico para la tumba esculpida de Julio II. Este proyecto constituía el máximo interés del artista, pero Julio II no dejaba de presionarle para que terminara la Capilla Sixtina, que Miguel Ángel odiaba por apartarle de sus tareas. Sin embargo, la obra por la que ha pasado a la fama de la Historia es sin duda este techo y la pared del altar, pintados al fresco con una maestría nunca más igualada. En la escena que contemplamos, el artista pinta a Dios emergiendo del caos confuso previo a su palabra, para separar las aguas de las tierras y de este modo crear el mundo por la sola acción del verbo. Sin embargo, Miguel Ángel traduce el efecto de la palabra en un gesto poderoso, en el que Dios separa ambas manos, cada una de ellas recipientes de poder, como si fueran dos mundos opuestos que han de ser arrojados cada uno a un lado del universo. Para hacernos una idea de la continuidad de las diversas escenas en el techo de la Sixtina, indicaremos que el hombre y la mujer presentes en la parte superior de la imagen son los mismos de la parte inferior de la Creación de Adán, por lo que podemos imaginar la estructura del techo.
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La miniatura ocupa un lugar de excepción en el Gótico Internacional ya que los más importantes personajes de la época fueron importantes coleccionistas de Libros de Horas, donde se contienen numerosas oraciones para las horas del día. Hay partes dedicadas a Difuntos, a Santos, Horas de la Virgen y de la Pasión, etc. lo que da lugar a que se ilumine cada ciclo con imágenes alusivas. La obra maestra de los Hermanos Limbourg y uno de los grandes empeños de la historia del libro ilustrado son "Las Muy Ricas Horas" (Museo Condé, Chantilly). Es mayor de tamaño que "Las Bellas Horas", sin alcanzar a "Las Grandes Horas". El Calendario con zodiaco del principio se ha hecho famoso. Le antecede el mensario que se va a desplegar sobre los muros de Torre del Aquila en Trento pero, inmediatamente después, es el que renueva los viejos modelos y crea otros tan complejos que sólo se copiarán en obras de extremado lujo. El interés de Jean de Berry por la astrología, que comparte con su familia y sus contemporáneos, incide sobre los pintores que, aparte de concederle un puesto en el mensario, realizan el magnífico hombre astrológico u hombre-microcosmos que no tiene antecedentes importantes en este tipo de libros. El paisaje como ambiente en el que se mueven sus personajes conoce también un punto de investigación que les hace llegar más allá que sus predecesores. También son sensibles de modo más evidente que en las "Bellas Horas" a la pintura trecentista italiana. Murieron ellos y el duque sin ver terminada la obra. Ya a fines del siglo XV lo completará Jean Colombe, aunque quizás entre medias pudo haber intervenido otro miniaturista. El clima que se vive en el Gótico Internacional favorece un arte del color que utiliza éste con brillantez, buscando armonías llamativas o aun estridentes y agrias, si es necesario. El dibujo, y el diseño en general, es delicado y expresivo. Si es posible trazar una curva no se trazará una recta. La dinámica tensa generada muchas veces por ésta se prefiere a la rotundidad de la recta. La mancha tonal que domina la pintura se combina con la existencia de ritmos caligráficos retorcidos y extremadamente móviles. El volumen de los personajes que ocupan un espacio tridimensional se quiebra en busca de una especial expresividad. Se obtiene en contraste un clima en donde convive un mundo amable, alejado de la realidad, con un regusto por lo sangriento, lo truculento, lo cruel. Es un arte de la corte y para los cortesanos. Más que nunca se utiliza como objeto de disfrute visual.
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Quedaba el saliente de Falaise. Para reducirla, se emprendió una audaz operación, concebida por el canadiense Simonds, el día 6. Los canadienses de Crerar y los británicos, desde Caen, cerraron una tenaza sobre Falaise. Aunque la tenaza no fue completa, 100.000 alemanes quedaron cercados, más de 50.000 cayeron prisioneros y tuvieron más de 10.000 muertos. Los canadienses de Simonds, cuya actuación fue muy destacada, entraron en Falaise el 16 de agosto. Los alemanes quedaron sin las fuerzas necesarias para impedir que los Aliados pudiesen llegar a París. Alemania había perdido la iniciativa, carecía de reservas, el mando no era unánime y el atentado contra Hitler (20 de julio de 1944) había aumentado la confusión, el oportunismo y el silencio de los militares, y la histeria bélica de Hitler, que no sólo había purgado, -lo que era de esperar- a los oficiales implicados en la intentona, sino que parecía haber pedido lo que le quedaba la flexibilidad y sensatez. La política de la resistencia a ultranza -en realidad anterior al atentado- había demostrado ser insensata, al impedir los oportunos repliegues a posiciones mejores. Las divisiones acorazadas alemanas seguían siendo aceptables, pero eran empleadas sin flexibilidad, de mala manera; la infantería era cada vez menos abundante y de calidad inferior. El empleo de tropas y carros se veía dificultado por la centralización de las órdenes en Hitler. Eisenhower dirá: "...encontramos a nuestros oponentes inferiores en lo físico y lo moral, a los que habíamos combatido en África del Norte". Y Leclerc escribía a De Gaulle: "He tenido la impresión de revivir la situación de 1940, pero a la inversa: desorden total en las filas enemigas, sorpresa completa de sus columnas (tras la derrota alemana de Falaise)". Después de Falaise los Aliados, mucho más seguros de sí mismos, pudieron reorganizarse fácilmente, dividiéndose en cuatro ejércitos: dos estadounidenses, que incluía a uno francés, uno británico, que incluía a unidades polacas, y uno canadiense. El 1 de agosto, en efecto, había desembarcado en Francia la II División Blindada de Leclerc, que se había integrado en el Ejército de Bradley, y que había participado en algunas acciones en los días previos a la llegada a París, pero considerada con condescendencia por británicos y americanos. Por expreso deseo de Roosevelt, los franceses no habían estado presentes en el desembarco -sólo 2.000 o menos habían tomado parte en él-, y a De Gaulle se le había prohibido tocar Francia hasta ocho días después del Día-D; todo ello no había hecho sino irritar a De Gaulle y ahondar las diferencias entre él y los demás aliados. De ahora en adelante, sin embargo, las tropas francesas participarán en la campaña de Francia en igualdad de condiciones. Las unidades polacas -infantería, paracaidistas- habían participado en la batalla de Falaise, y a partir de ahora contribuirán el avance en Francia y Holanda (15). Tras Falaise, los anglo-canadienses avanzaron paralelamente a la costa, en dirección al Sena, ocupando Lisieux. Pero entre el 16 y el 18 de agosto los Aliados se detuvieron, por escasez de suministros y porque no se habían percatado de que los alemanes estaban en realidad a punto de desmoronarse. Tras reanudarse el avance, los norteamericanos llegaron al Sena el 19, en Mantes-Gassicourt, y el 20 a Fontainebleau, mientras los británicos y canadienses se dirigían hacia Rouen y El Havre; los primeros ocuparán Evreux. Ahora el peso del avance en Francia recaía en los estadounidenses, cuyas fuerzas eran las más poderosas y numerosas. A partir del 20 todas las fuerzas aliadas marchaban directamente hacia el Sena y París quedaba ya a un tiro de piedra de sus vanguardias. Desde el desembarco del 6 de junio los partisanos franceses, agrupados básicamente en las FFI (Fuerzas Francesas del Interior), habían colaborado con los Aliados, a quienes habían servido como guías, espías, saboteadores, y a veces como guerrilleros, gracias a su organización y a su conocimiento del territorio, actuando en general con eficacia. Pero los aliados anglosajones, sobre todo sus militares profesionales, pero también, luego sus historiadores, siempre consideraron irrelevantes a las fuerzas partisanas -y no sólo en Francia-, y apenas las mencionan en sus escritos, y no comprenden que hacen otro tipo de guerra, pero que también hacen la guerra. Además, norteamericanos y británicos siempre sospecharon de los partisanos, a quienes en el fondo temían como ejército popular y revolucionario e incontrolable, y porque sabían que las izquierdas tenían gran influencia en ellos, y que los izquierdistas eran los más numerosos en sus filas. Los franceses, en cambio, darán su justo ( y a veces exagerado) valor a los partisanos, en quienes depositan, en parte, el honor perdido por el ejército regular en 1940. Sólo más adelante, y quizá con la boca pequeña, Eisenhower reconocerá que las FFI habían contribuido eficazmente, a su nivel, al avance aliado. Y los alemanes aclararon que las FFI y los maquis les causaban pérdidas notables. Con todo, los Aliados habrían preferido que la Resistencia francesa no actuase después del Día-D, y sobre todo que no hiciese nada en París, que Eisenhower, Patton, Bradley y el general francés Koenig no querían ocupar, sino rodear; sólo la insistencia perentoria de De Gaulle les hizo cambiar los planes. La Resistencia había organizado el levantamiento de París ante el avance aliado, ya desde el 10 de agosto. Este estalla el 19, dirigido por las FFI, apoyado por la mayoría de los parisinos, patrocinado por De Gaulle y por los comunistas. Inmediatamente se iniciaron una serie de combates en París, tras los cuales se propuso una tregua para negociar la salida de los alemanes, pero Hitler se negó a ella y la lucha continuó, mientras que las fuerzas de Leclerc, enviadas por De Gaulle, se acercaban a la ciudad, en la que entraron el 24, aclamadas delirantemente por la población. El 25 llegaban también los estadounidenses, mientras el ejército de Patton se movía hacia el Marne.
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La agricultura española en las tres primeras cuartas partes del siglo XIX experimentó una evolución debido a las leyes liberales como la desamortización y desvinculación, y la supresión de las trabas que impedían el libre cultivo o beneficiaban a la ganadería frente a la agricultura. Las consecuencias principales, a medio plazo, consistieron en la mayor producción general, debida a la expansión de los cultivos hasta 1860, y el leve incremento de la productividad a partir de la década de 1870. Conviene tener en cuenta que los cambios que se van a operar en la agricultura española en la primera mitad del siglo XIX serán derivados de las modificaciones jurídicas del sistema de propiedad, pero no se va a producir inmediatamente una revolución en los cultivos. Si hay mayor cosecha total será por la expansión superficial. La mayor parte del país no pasó por el sensacional aumento de producción por Ha. que se estaba dando en la primera mitad del siglo XIX en buena parte del mundo occidental, debido a la intensificación de los cultivos y a los nuevos abonos. Sólo se aumentó en número de Has. cultivadas, pero el rendimiento por Ha. disminuyó o permaneció igual. Sobre la expansión de cultivos no hay datos fiables para la primera mitad del siglo XIX. La cuestión sigue sin estar resuelta. En realidad, es un aspecto muy unido al de la producción. G. Anes señala cuatro hechos que son concluyentes: - Hubo un aumento de población en España. - Esta población pudo ser alimentada en su mayoría. - Decrecen las importaciones (habituales hasta 1820). - Se exportan cantidades crecientes de vino y aceite. ¿Cómo pudo lograrse el aumento de la producción nacional? En primer lugar, no hay que olvidar, para explicar el aprovisionamiento de la población, la mejor articulación del mercado interior, impulsado por la puesta en explotación de los tendidos de vías férreas y la mejora de carreteras, que llevó a la integración progresiva de las economías comarcales y regionales en un mercado nacional. Pero esto es insuficiente para explicar el aprovisionamiento que pasa por el aumento de la superficie cultivada sin que se pueda afirmar, en cambio, que hubiese mejorado la explotación intensiva por la utilización de técnicas agrícolas más adecuadas. Vicens Vives, siguiendo el trabajo de Salvador Millet, afirma que entre 1818 y 1860 se pusieron en cultivo varios millones de Has. El propio Vicens señaló en su día una leve disminución del rendimiento por Ha. porque, en parte, entran en cultivo tierras marginales. Así, se pasa de 6,3 Qm. por Ha. en 1800 a 5,8 Qm. por Ha. en 1860. No obstante, estudios más recientes, demuestran que, al menos entre 1752 y 1818, los rendimientos de cereales en España, y en particular los del trigo, no experimentaron cambios significativos, situación que probablemente se mantuvo hasta comienzos de la segunda mitad del siglo XIX. La productividad se había estancado en torno a 5 Qm. por Ha. para el caso del trigo. Comparados los rendimientos del trigo en España con los que proporciona Bairoch para 1800, resulta que la productividad española era muy inferior a la de algunos países de Europa Occidental (casi 14 Qm. en los Países Bajos o Inglaterra y 10 Qm. en Alemania), se aproximaba más a varios países mediterráneos como Francia (8,5 Qm.) o Italia (7 Qm.) y era similar al rendimiento de otros como Rusia (5,4 Qm.). El resto de las tierras cultivadas se dedicaba básicamente a viñedos, olivares y leguminosas. En estos cultivos, siguiendo los datos que nos proporciona Miguel Angel Bringas (1993), la productividad entre 1752 y 1818 permaneció igualmente estancada. En los años de la década de 1860 se entra en una segunda fase que podríamos calificar de reajuste de la producción agrícola (disminuye algo la superficie cultivada, unas 500.000 Has.), pero aumenta el rendimiento por Ha. y el trigo pasa de 5,8 Qm. en 1860 (según datos de Vicens) a 9 Qm. por Ha. en la década 1903-1912 (según datos de Gutiérrez Bringas). Otros cereales, como el centeno y el maíz, así como leguminosas y viñedos, tuvieron un incremento de más de un 100% para las mismas fechas. Los cereales se vieron muy beneficiados por la disminución considerable de las tierras en barbecho. El estudio relativo a la producción y la productividad de la agricultura española en el siglo XIX sigue abierto. Pienso que la expansión no fue tan grande como creen Vicens Vives y otros autores y, aunque hubo de ser considerable, desde luego no fue tan escasa como afirma Artola. Los rendimientos, en parte, disminuyeron y en algunas zonas aumentaron. Hay que tener en cuenta también la cronología: parece que la productividad se incrementó claramente en el último tercio del XIX, pero no antes. En todo caso, aumentó la producción por una mayor extensión del cultivo sin olvidar otro aspecto importante para explicar el aprovisionamiento, la articulación de un mercado interior.
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La vitalidad de la sociedad europea se materializó en el crecimiento de su población, que aumentó de unos 274 millones en 1850 a 423 millones en 1900. Puesto que las tasas de natalidad disminuyeron -del 37,2 por 1000 en 1850 al 35,6 en 1900 en Alemania; del 33,4 al 28,7 en Gran Bretaña; del 26,8 al 21,3 en Francia; del 38 al 33 en Italia-, el crecimiento de la población se debió al descenso aún mayor que registraron las tasas de mortalidad y, sobre todo, de la mortalidad infantil (menores de 1 año). En efecto, en países como Alemania, Francia y Gran Bretaña, la mortalidad descendió del 20-25 por 1000 en 1850 a niveles entre el 15 y el 19 por 1000 en los años 1900-1913 (y en Italia, por tomar un país atrasado, del 30 por 1000 al 20 por 1000 en los mismos años). La esperanza de vida que en los años 1850-60 podía cifrarse en Inglaterra y Francia en torno a los 40 años, se aproximaba a los 48 años en 1900. Aunque epidemias de viruela, tifus y cólera todavía causarían estragos en Europa en las últimas décadas del siglo XIX -la última pandemia de cólera, por ejemplo, tuvo lugar entre 1884 y 1891-, el retroceso de la mortalidad tuvo mucho que ver con el progreso material que la vida europea experimentó desde mediados del XIX, y con la mejora generalizada de los niveles de vida, incluidos los de las zonas rurales más deprimidas. Los avances en la medicina y, sobre todo, en la vacunación preventiva, debida a los descubrimientos de Louis Pasteur (1822-1895), fueron decisivos. El propio Pasteur desarrolló en los años ochenta vacunas contra el carbunco y contra la rabia: la creación en 1889 del Instituto de su nombre fue capital para el posterior desarrollo de toda la microbiología. También en la década de 1880, el bacteriólogo alemán Robert Koch (1843-1910) descubrió los bacilos de la tuberculosis y del cólera, y Kebbs y Löffler, el de la difteria (1884). En 1890, von Behring (1854-1917) y Sh. Kitasato (1852-1931) consiguieron preparar el suero antidiftérico. Otros hallazgos -debidos a Roux, Yersin, Behring, Bela Schick, Ronald Ross, el español Jaime Ferrán, Ehrlich, Calmette y un largo etcétera- hicieron comprender las causas de la peste bubónica, del tifus, de la difteria, del tétanos, de la influenza, del paludismo y de otras enfermedades contagiosas, y permitieron que se empezara a controlar su desarrollo (y el de otras conocidas de antes, como la viruela). El ya citado descubrimiento de los rayos -X (Röntgen, 1895) tuvo igualmente aplicaciones inmediatas en medicina interna. A principios de siglo, se lograron avances decisivos en la clasificación de los grupos sanguíneos y en la suturación de vasos, lo que permitió proceder a transfusiones de sangre, se desarrolló el electrocardiograma (1903) y se consiguió combatir la tos ferina (Bordet, 1902). En 1909, Paul Ehrlich sintetizó el salvarsán y logró, así, tratar eficazmente la sífilis; en 1914 se dio ya con una eficaz vacuna antitetánica. El desarrollo que paralelamente, esto es, entre los años 80 del siglo XIX y 1914, tuvieron la cirugía, las técnicas operatorias y la traumatología y en general, las distintas especialidades médicas (ginecología, endocrinología, oftalmología, etc.), más las mejoras del instrumental quirúrgico, la aparición de numerosos fármacos y medicamentos nuevos, la extensión de hospitales y centros asistenciales (y de los cuerpos de enfermeros), completaron lo que fue una verdadera revolución: la medicina cambió y mejoró radicalmente la vida. Otros dos factores fueron igualmente decisivos: los progresos que se lograron en la regulación e higienización de la vida colectiva por iniciativa de las distintas administraciones públicas -sobre todo, en los países más desarrollados-, y las mejoras que experimentaron dietas alimenticias y viviendas, también en parte por la intervención de las autoridades. De todo ello, lo sustancial fueron obras como la traída de aguas a los grandes núcleos de población, su servicio a domicilio y el control de su potabilidad, la extensión de las redes de alcantarillado, la abolición de los pozos negros y la recogida regular y eliminación de basuras, obras decisivas para la salud emprendidas por gobiernos y ayuntamientos desde mediados del siglo XIX y prolongadas a lo largo de los años, si bien con intensidad y ritmos de aplicación muy distintos según países, y en los más atrasados, ni siquiera comenzados hasta bien entrado el siglo XX. De parecida importancia fueron medidas como las tomadas para limitar el trabajo de mujeres y niños. En Gran Bretaña, por ejemplo, quedó prohibido, en las minas, desde 1842, y en 1850, se prohibió que mujeres y niños trabajaran de noche y los sábados por la tarde. Luego, las prohibiciones se extendieron a imprentas, fábricas de explosivos y pinturas, y a muchos otros oficios considerados peligrosos e insalubres. En Francia, la ley de 2 de noviembre de 1892 prohibió el trabajo de los menores de doce años y estableció que las mujeres no trabajasen ni más de once horas ni de noche. La casuística por países y oficios- a veces regulada por la ley, a veces por la costumbre- fue infinita y desigual (por ejemplo, el trabajo nocturno de mujeres y niños no se prohibió en Rusia hasta 1885), pero el resultado, a medio y largo plazo fue el mismo: maternidad, procreación y crecimiento físico más saludables y vigorosos, y efectos consiguientes positivos para todo el ciclo demográfico. Tanto más, cuanto que en muchos trabajos como minas, siderurgia o construcción se fueron introduciendo, aunque fuese de forma precaria e insuficiente, medidas de protección (como andamios, cascos, guantes y gafas, ventiladores, lámparas de seguridad, etc). Aún se produjeron pavorosas catástrofes, sobre todo en las minas: 1.100 mineros murieron en el accidente que se produjo en Courrières (Francia) en marzo de 1906, y otros 493 en otro, en Senghenydd (Gran Bretaña) en 1913, por citar sólo dos ejemplos, referidos al siglo XX y de dos de los países más desarrollados. Pero la tasa cotidiana de accidentes laborales, aun siendo elevadísima, comenzó a disminuir de forma gradual. La legislación fue, además, disminuyendo la jornada laboral. La siderurgia británica, por ejemplo, introdujo el sistema de tres turnos de 8 horas en 1900. En 1905, se fijó esa misma jornada -8 horas- en las minas francesas, y en 1908 en las inglesas. Francia, además, estableció la semana laboral de seis días en 1906; Italia, en 1907. Aunque éstas fueron cuestiones que variaron extraordinariamente de unos países a otros, y dentro del mismo país, según oficios y regiones, la jornada laboral en Europa era, hacia 1910, de unas 10 horas, es decir, dos horas menos que veinte años antes; para aquel año, el descanso dominical estaba establecido en casi todo el continente, y en algunos países y en ciertos oficios, incluso regía la llamada "semana inglesa", que suponía el descanso desde las primeras horas de la tarde del sábado. Las mejoras en las dietas alimenticias fueron, por lo que se refiere a las clases populares, muy lentas. El pan en sus distintas variedades, con algún ingrediente siempre pobre y escaso -tocino, aceite-, seguía siendo el principal componente de la alimentación de una gran mayoría de campesinos europeos en vísperas de la I Guerra Mundial. A principios de siglo, la Italia del Sur se alimentaba de polenta, harina de maíz molida y cocida. Charles Booth (1840-1916), el autor de la monumental Vida y trabajo del pueblo de Londres que en 17 volúmenes se publicó entre 1891 y 1903, estimó que un trabajador londinense gastaba por entonces una cuarta parte de sus ingresos en alcohol, en cerveza principalmente, que consumía en los pubs, que en la década de 1890 conocieron un desarrollo sin precedentes; los obreros franceses e italianos bebían cantidades muy altas de vino. Con todo, y aunque las dietas a base de carne de cerdo seca y salada, de legumbres, patatas y otros alimentos poco nutritivos siguiesen siendo dominantes, se produjeron cambios significativos: desde finales del siglo XIX, se incrementó paulatina y sensiblemente- aunque con enormes diferencias según países y niveles de renta- el consumo de carne, frutas, leche y mantequilla; además, la higiene de los alimentos mejoró, al menos, en las ciudades, a medida que se fue extendiendo la inspección municipal de abastecimientos, mercados y mataderos. Baste un ejemplo de lo que todo ello supuso: en el Mezzogiorno italiano, la sustitución de la polenta por otros alimentos hizo que, hacia 1914, la pelagra, azote histórico de la región, hubiese casi desaparecido. Otro proceso vino, finalmente, a favorecer la salud de los europeos: la mejora que muy lentamente- y de nuevo, con enormes diferencias según países y regiones- fue experimentando la vivienda. Mejoraron, claro está, ante todo las viviendas de las clases acomodadas y medias, las primeras en instalar las principales novedades sanitarias como agua corriente, bañeras, inodoros con desagüe, etcétera, y en acomodarse, si no lo estaban ya, en viviendas de habitaciones espaciosas y bien ventiladas. Pero acabó por mejorar también- en muchísima menor proporción- la vivienda popular y obrera. Ello no fue resultado ni de la iniciativa municipal (que existió, y así, una Ley de Viviendas Obreras de 1890 facultó a los ayuntamientos ingleses a construir viviendas de protección oficial con cargo a los impuestos locales), ni de la privada (que también la hubo: iniciativas como la del magnate británico del chocolate George Cadbury que construyó una modélica ciudad-jardín para sus empleados en Bournville, en 1895, pudo ser excepcional, pero no era infrecuente que las grandes empresas construyeran viviendas y cooperativas para sus obreros). La mejora fue consecuencia sobre todo de algo ajeno a la acción voluntaria: se debió a que la instalación de tranvías eléctricos (años noventa) y metros (primera década del siglo XX), y el uso masivo de la bicicleta-5 millones en Francia y Gran Bretaña en 1900, 4 millones en Alemania-, permitieron la extensión de las ciudades fuera de sus perímetros tradicionales, fenómeno generalizado desde la década de 1860, y la construcción de ensanches y nuevas barriadas. O lo que es lo mismo, provocaron la descongestión paulatina de los viejos e insalubres centros urbanos.
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La gran epidemia de peste negra que asoló Europa a mediados del siglo XIV provocó una grave contracción de los efectivos poblacionales del Continente, cuyo tejido demográfico resultó seriamente dañado. Las heridas abiertas por esta funesta mortandad tardaron bastante en cicatrizar. Algunos cálculos estiman que, en conjunto, Europa perdió aproximadamente un tercio de su población. Así pues, la peste negra, epidemia de terribles consecuencias poblacionales y hondo impacto en la psicología colectiva, constituye un importante referente, aunque en apariencia lejano, como punto de partida de la historia demográfica europea de comienzos de la modernidad. Pero un siglo más tarde, en torno a mediados del siglo XV, la coyuntura evolucionó hacia un tono de mayor vitalidad. Se abrió entonces un período expansivo, de crecimiento poblacional, afianzado en la primera mitad del siglo XVI. Los factores que determinaron la nueva situación fueron diversos. La tregua concedida por la peste debe contarse como un primer e importante elemento de estabilidad. La escala decreciente del impacto de las grandes enfermedades epidémicas mejoró las expectativas de crecimiento biológico de la sociedad de la época. La relativa ausencia de guerras destructivas, a pesar de la elevada frecuencia de los enfrentamientos bélicos, debe tenerse, por otra parte, como propicio factor de aumento poblacional, ya que los conflictos no tuvieron la magnitud suficiente como para perturbar gravemente la dinámica natural de los pueblos que los padecieron. Junto a ello se hicieron sentir los efectos de una favorable coyuntura económica, evidenciada en una expansión agrícola y comercial, que mejoró sensiblemente las bases materiales de la población. Asimismo, la mayor seguridad en el ámbito rural, resultado del avance de la acción del Estado y de la disminución de las arbitrariedades nobiliarias debe tenerse en cuenta como factor de estabilidad (R. Mols). En cualquier caso, el crecimiento dependió más de una disminución de la mortalidad extraordinaria que de un aumento de los índices de fertilidad o de una caída de las tasas de mortalidad ordinaria. En términos generales, puede afirmarse que el conjunto de la población europea aumentó sus efectivos poblacionales entre 1500 y 1600 de 80 a 100 millones de habitantes, es decir, en torno a un 25 por 100. Crecimiento de todos modos limitado, que debe valorarse en función de la debilidad del punto de partida y de la persistencia de los agentes tradicionales de mortandad catastrófica, por más que actuaran con menor severidad que en otros momentos.
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La importación para la industria de sustitución registró grandes logros en los 50. El crecimiento real del PIB en un 7,9 por ciento entre 1951 y 1958 de pronto se convirtió en uno de los más altos del mundo. En siete años se dobló la producción industrial. Mientras, la agricultura era incapaz de ponerse a la misma altura, de modo que el porcentaje del total de la producción nacional bajó de un 40 por ciento en 1951 a un 25 por ciento en 1957. Aun así, la agricultura no estaba estancada ni mucho menos. La demanda hizo que subieran los salarios de los jornaleros por vez primera desde 1933. Entre 1950 y 1955, los salarios reales de los trabajadores agrícolas subieron en más de un 25 por ciento y seguirían aumentando en lo que quedaba de la década. Pero era un crecimiento desigual y poco profundo. Durante años el sistema sufriría enormes parones en el desarrollo, especialmente en la red de carreteras y el transporte. La energía eléctrica se extendió mucho, pero la demanda crecía más rápido. El consumo se mantuvo en unos niveles muy bajos por la productividad limitada y los bajos salarios. Además, la calidad de muchos de los productos elaborados bajo la protección estatal para captar el mercado interno era inferior. El aislamiento relativo respecto al comercio internacional limitó el mercado y la producción, así como la importación de bienes y tecnología necesarios. A mediados de los 50 un número considerable de plantas industriales y de herramientas se habían quedado obsoletas, mientras una industria cada vez más compleja requería bienes más elaborados y más caros que no podían producirse en casa. Los ministros del área de la economía del nuevo Gobierno de 1951 eran conscientes de que el laberinto de controles artificiales y el aislamiento -aunque no fuera total- de la economía mundial creaban presiones y restricciones que había que superar. Manuel Arburúa, Ministro de Comercio entre 1951 y 1957, quien muchos consideraban como la personificación de la corrupción inherente al sistema, de hecho era un reformista en algunos aspectos. Apoyaba la existencia de un mayor volumen de comercio exterior para lo que redujo las tasas variables de cambio de 34 a 6 y logró cerrar las cuentas autónomas de algunas agencias y reducir las de otras. El racionamiento de productos de primera necesidad terminó a principios de 1952 y empezó a desarrollarse el turismo. La importación se multiplicó por dos en los 50, simplemente por un consumo cada vez mayor de alimentos y otros productos para elevar el nivel de vida. Pero en comparación, apenas se tomaron medidas para promover la exportación, que había registrado un crecimiento del 15 por ciento entre 1947 y 1948, y luego de un 10 por ciento en 1950, pero se estancó en la década siguiente. El sistema básico de controles y restricciones siguió existiendo, junto con todas las distorsiones y el mal funcionamiento que acarreaba. La ayuda americana supuso un estímulo importante entre 1953 y 1956, pero surgieron otras dificultades. El constante déficit público que hubo desde 1954 en adelante, creado por las cuantiosas inversiones estatales en el programa industrial semiautárquico, produjo altos índices de inflación. En 1956 el déficit alcanzó niveles de extrema gravedad. Las subidas lineales de sueldo que dio el Ministro de Trabajo falangista, Girón, tenían como fin fomentar el consumo y acelerar la producción nacional, pero lo que hicieron fue disparar la inflación. El Gobierno cada vez fabricaba más dinero, pero no estimulaba la agricultura, cuya baja producción hacía necesario que se trajeran los alimentos del exterior. La importación elevó el nivel de vida, pero al no diversificar y extender la base de las exportaciones, el déficit comercial llegó a tal punto, que el desarrollo futuro estaba seriamente amenazado. Aunque el número de desempleados continuó bajando de 175.000 en 1950 a 95.000 en 1959, el subempleo era un mal endémico. Era indispensable que hubiera inversiones de capital y nuevas tecnologías, pero tendrían que proceder del exterior, y sólo podrían conseguirse y pagarse si se llevaba a cabo una reforma económica que fomentara la producción para el mercado internacional.