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El movimiento jansenista se inscribe en su origen en el marco de la Reforma católica: la reflexión sobre el problema de la gracia, desarrollada por Cornelius Jansen, de quien toma su nombre, y por Jean Duvergier de Hauranne, encontró un eco favorable, en unos casos, y hostil, en otros, en ciertos medios eclesiásticos, lo cual produjo una aguda y grave polémica en el seno de la Iglesia católica. Cornelius Jansen o Jansenius (1585-1638) estudió en Lovaina y residió posteriormente en Francia, donde conoció a Jean Duvergier de Hauranne, más tarde abad de Saint-Cyran, con quien trabó una sólida amistad y compartió tesis sobre el problema de la gracia. Vuelto a Flandes es nombrado presidente del seminario de Santa Pulqueria en 1617. Desde 1621 hasta 1626 emprendió una lectura profunda y sistemática de las obras de san Agustín, cuya finalidad era elaborar una gran obra destinada a ofrecer una síntesis general de la doctrina agustiniana acerca de la gracia y de la predestinación. Con el apoyo de Saint-Cyran, con quien mantenía una constante y activa correspondencia, inicia su redacción, interrumpida por muchos motivos, pues además de sus obligaciones como profesor, fue nombrado rector de Lovaina (1635) y consagrado obispo de Iprés (1636). En 1638 estaba ya impresa en un solo tomo de 1.300 páginas y, a pesar de la fuerte oposición por parte de los jesuitas, que sostenían desde el siglo XVI tesis opuestas. En esta obra puramente teológica y de lenguaje rígidamente agustiniano, Jansenio, interpretando en el sentido más estricto el pensamiento de san Agustín sobre el problema de cómo conciliar la libertad con la gracia para la salvación, partía de las posiciones más duras defendidas por aquél en su controversia contra Pelagio y los pelagianos. Jansenio examina, siempre de la mano de san Agustín, cómo sanar la naturaleza humana corrupta por el pecado y reinsertarla en la libertad por medio de la gracia de la redención en Cristo, ante lo cual concluye que la gracia es infaliblemente activa, sin por ello destruir la libertad del hombre, y que Dios concede esta gracia al hombre en virtud de un decreto de predestinación absolutamente gratuito. Para ello rechaza la concepción tomista acerca de la libertad como capacidad para realizar actos opuestos y propone que la libertad se identifica con la espontaneidad de la naturaleza identificada como voluntad, la cual busca naturalmente su placer y su satisfacción. Es decir, según Jansenio, la naturaleza caída y el poder de la concupiscencia dejan al hombre en libertad sólo para hacer el mal, por lo que se aparta necesariamente de Dios. Para remediarlo, estima Jansenio que se impone una intervención de la gracia que sane e inspire de amor divino a la naturaleza, actuando sobre la voluntad e inclinándola a un gusto espiritual y santo. En Francia, donde los más famosos teólogos y profesores de la Sorbona apenas habían polemizado sobre la gracia, pues se habían adherido abiertamente al tomismo durante el siglo XVI, al mismo tiempo que ignoraban el molinismo, las tesis jansenistas fueron defendidas por Jean Duvergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran. Durante su encuentro con Jansenio en Lovaina, en 1621, decidieron sacar adelante las tesis agustinianas en contra de los jesuitas, para lo cual buscaron apoyos y se mantuvieron en contacto epistolar hasta 1635. Sin embargo, durante esos años, Saint-Cyran era considerado el jefe del partido devoto, mantenía excelentes relaciones con la élite del catolicismo francés y se había convertido en director espiritual de las religiosas del monasterio de Port-Royal. Justo en este terreno de la espiritualidad tenía concepciones personales muy especiales, inspiradas en san Francisco de Sales y en Bérulle y distantes de Jansenio. Concretamente, Saint-Cyran rechazaba la idea de que la vida cristiana pudiera configurarse en un cambio constante entre el estado de gracia y el pecado, es decir, rechazaba la práctica demasiado frecuente y fácil de los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, por lo cual aplicó a sus dirigidos a una vida espiritual nueva. Tal fin se cumpliría mediante la práctica de un método que consistía en recorrer el estadio intermedio de penitente, renunciando durante este periodo a la comunión y aplazando durante unas semanas la recepción de la absolución y la comunión. A continuación, se debía vivir en el mayor retiro posible para conservar la gracia recibida. Estas innovaciones, bien recibidas por las monjas de Port-Royal, le valieron a Saint-Cyran, en cambio, la persecución por parte de Richelieu, y su encarcelamiento en 1638, acusado de graves herejías. Muerto el ministro cardenal en 1642, Saint-Cyran abandonó la prisión, aunque murió al poco tiempo. Sin embargo, dejó un importante grupo de discípulos que seguirían sus consejos y sus métodos. En efecto, muertos Jansenio y Saint-Cyran el jansenismo, no obstante, sobrevivió. La publicación del "Augustinus" (1640) llevó la controversia de la gracia a un nuevo punto álgido. Los jesuitas lo combatieron acusando a Jansenio de reproducir los errores de Calvino y de Bayo, de reducir a la nada la libertad humana y de limitar la redención exclusivamente a los elegidos. Estas tesis pronto recibieron respuesta desde el campo jansenista, de tal manera que, en adelante, se formaron en toda la Europa católica dos campos de debate teológico frontalmente opuestos e irreconciliables: jansenistas y antijansenistas. En Francia había grupos partidarios de Jansenio (oratorianos, dominicos, carmelitas y numerosos doctores de la Sorbona), para los cuales la defensa del agustinismo se había convertido ya en tradicional; pero también en la universidad parisina así como en la misma Lovaina existían doctores antijansenistas, la mayoría de ellos jesuitas. Éstos reaccionaron violentamente contra el "Augustinus" y obtuvieron tras muchos esfuerzos de Roma una condena del libro gracias a la bula "In Eminenti" (1642). Para defender la obra de Jansenio de esos ataques, un discípulo de Saint-Cyran, doctor por la Sorbona, Antoine Arnauld (1612-1694), se lanzó a la batalla, atacando de tal manera que por medio de apoyos parlamentarios los jansenistas impidieron la aceptación de la bula en Francia. En segundo lugar, Arnauld escribió diversas apologías de Jansenio y de Saint-Cyran. Y, finalmente, más preocupado por los problemas morales y por los compromisos espirituales prácticos que por las cuestiones teológicas, publicó en 1643, con un enorme éxito, un extenso volumen de réplica a otro del jesuita Sesmaisons sobre la penitencia y la eucaristía. "La Fréquente communion" contribuyó a la difusión de las ideas jansenistas en Francia, se convirtió en una amplia denuncia de las prácticas de los confesores jesuitas, que autorizaban los sacramentos con demasiada facilidad, y recordó la necesidad de un retorno a la disciplina de la Iglesia primitiva. A pesar del éxito jansenista, desde 1645, los círculos antijansenistas crecieron en torno al cardenal Mazarino, que seguía de ese modo la posición de Richelieu. Algunos simpatizantes de Port-Royal retiraron su apoyo a los jansenistas y otros se mantuvieron fieles y perdieron sus cargos. Por su parte, la Santa Sede no quiso cambiar de opinión con relación a la bula condenatoria de Jansenio y además contaba con el apoyo político de Mazarino y del rey Luis XIV, circunstancias que propiciaron la publicación de la bula "Cum occasione" de 1653 que, de nuevo, condenaba algunas de las tesis de Jansenio como heréticas.
fuente
Término latino aplicado a un cadete o a un subalterno de condición inferior en la jerarquía militar, excluidos los centuriones, pues éstos nunca podían ser cadetes sino soldados experimentados.
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Tanto en tierra como en la mar, la quietud y la falta de agresividad fueron las actitudes dominantes durante toda la centuria, tendencia rota únicamente por las contiendas ideológicas finiseculares de América y Francia. La oficialidad pretendía el menor número de pérdidas en hombres y material, por ello los objetivos primordiales fueron evitar violentos encuentros entre las partes contendientes y la realización de maniobras convencionales y se eludía la acción cuando no existía deshonor en el procedimiento. En no pocas ocasiones, los ataques frontales se sustituyeron por pequeñas escaramuzas para despistar o confundir al enemigo. El mantenimiento de las fuerzas armadas, en especial la marina, resultaba demasiado costoso a los Estados y los fracasos tenían profundas repercusiones en la vida interior porque la reposición de las pérdidas requería nuevos esfuerzos. Se imponía la guerra defensiva y, por tanto, los conflictos de carácter limitado, desapareciendo los motivos religiosos e idealistas, por lo que las batallas decisivas eran excepcionales. A tal situación contribuyeron los escasos recursos de los Estados, la dependencia de almacenes fijos, el retraso del armamento, la cuestionable lealtad de los soldados o el formulario arte militar. Los monarcas luchaban por objetivos determinados, en bastantes ocasiones ajenos a los intereses de la población, y convirtieron los conflictos en dinásticos, de ahí la importancia de las negociaciones en busca del equilibrio y de las satisfacciones particulares. Para no romper el juego de poderes, cambiante en cualquier momento, se prefería la guerra de posiciones y el ataque a las fortalezas, depósitos, líneas de aprovisionamiento o puntos vitales. La formación en línea se convirtió en el mejor modo de utilizar armas y tropas mediocres, pero impedía la concentración de fuerzas sobre un punto concreto. Hasta los británicos, a pesar de los cambios en la marina, aplicaron en las batallas americanas continentales finiseculares las mismas tácticas que en Europa, con desastrosas consecuencias, y perdieron la oportunidad de introducir nuevas formaciones. Este viejo estilo, que dominó la centuria desde todos los puntos de vista, se sustentaba sobre anacrónicos convencionalismos y ordenanzas inalterables. Las iniciativas particulares o la libre interpretación de tácticas y estrategias recibidas de las autoridades superiores no tenían cabida en ningún momento; incluso, se argumentaba que la mayor movilidad sólo contribuía a la deserción de los soldados de las otras nacionalidades. Detrás de todo estaba la antigua idea de que el azar intervenía decisivamente en la derrota o la victoria y apenas existía la posibilidad de regular o precaver los diferentes sucesos. Por tales razones, la elaboración de normas, la reglamentación de las operaciones de sitio y de las capitulaciones, la definición de los honores militares, el tratamiento de los prisioneros o la fijación de los derechos de la población, civil, definieron al ejército del siglo XVIII y evitaron las sangrientas y devastadoras guerras precedentes, que tanto habían afectado a las poblaciones. Sólo en las décadas finales se halló la clave para acabar con la guerra defensiva y superar los convencionalismos en el mayor potencial de fuego de la infantería y la artillería, suficiente para lograr que el ejército tomara la ofensiva frente a un número de hombres superior. Para facilitar las maniobras, el contingente se dividiría en varias secciones y cada una podría atacar hasta recibir el respaldo del resto. La movilidad no dependería únicamente del armamento, sino también de las mejores vías de comunicación y del fácil aprovisionamiento. Sin embargo, estas innovaciones chocaron contra los sectores sociales, políticos y militares más conservadores, que abogaban por la concentración de fuerzas como medio de derrotar al enemigo o no sufrir un gran desastre. En cuanto a los teatros de operaciones, tampoco sufrieron modificaciones de importancia, es más, la guerra se caracterizó por la utilización de escenarios bélicos terrestres conocidos y delimitados. Al igual que en épocas anteriores, las condiciones geográficas y el clima determinaban el tipo de maniobras militares, y la escasez de forraje, el mal estado de los caminos y los problemas de suministro limitaban las operaciones a las áreas habituales. Sólo podemos resaltar como novedad del Setecientos las nuevas zonas bélicas coloniales, que ocupaban un lugar protagonista en la guerra debido a su valor en las mesas de negociaciones. Destacaban dos espacios ultramarinos fundamentales: primero, el Caribe y puntos neurálgicos de la costa americana, y, segundo, el sur de Asia y la islas del Pacifico. Ambos teatros, imprescindibles para la hegemonía terrestre en Europa, pues se pensaba que la guerra debía decidirse en último término en el Continente, si bien casi todos los países marítimos contaban con naves piratas con el fin de conseguir riquezas en las rutas costeras o ultramarinas. Por otro lado, en Europa sobresalían seis escenarios: Amberes, Dunkerque y las cuencas del Mosa y el Escalda, el frente del Alto Rin, el norte de Italia, los territorios hispanos, las tierras bálticas y Polonia y, por último, Ucrania y la cuenca del Dnieper.
monumento
El Ayuntamiento de Montilla ocupa el lugar donde estuvo el antiguo Hospital de San Juan de Dios, lugar cervantino donde se desarrolla uno de los episodios de El Coloquio de los Perros, como recuerda una placa de azulejo colocada en el zaguán de la entrada. La construcción del Hospital se inició en 1651 por iniciativa del Marqués de Priego, para dedicarlo a hospital e iglesia, dirigido por los hermanos de San Juan de Dios. El edificio se terminó en 1654, y la iglesia en 1662. Entre 1765 - 1760 se hicieron importantes obras de restauración, quedando la planta formada por una sucesión de tres cuerpos: un cuadrado, un octógono con cuatro grandes hornacinas, que es la parte fundamental, y un rectángulo. La fachada de la iglesia tiene una hermosa portada con arco de medio punto y pilastras con decoración geométrica. Las dependencias conventuales y hospitalarias fueron utilizadas por las tropas napoleónicas durante la guerra de Independencia y, tras la desamortización de Mendizábal (1835), dejó de ser hospital en 1844, al trasladarse éste al antiguo convento de San Agustín. La iglesia fue restaurada hace algunos años, dedicándose a sala de exposiciones y actos culturales. En otras dependencias está ubicado el archivo de protocolos, con documentos firmados por Felipe III, Felipe IV y Cervantes. Hoy día, el Ayuntamiento, de fachada neoclásica, ocupa el edificio del antiguo convento - hospital de San Juan de Dios.
monumento
Este convento fue edificado en el siglo VII. Situado en la periodo Nara Prefectura de Nara, es famoso por la estatua de madera que acoge en su interior. Ésta representa a Miroku-Basatsu, advocación femenina de Kannon, identificada con la compasión y la misericordia.
museo
El convento de la Purísima, de monjas agustinas recoletas, fue fundado en 1635 por el Conde de Monterrey, entonces virrey de Nápoles, frente a su palacio salmantino. Con planos italianos de Bartolomeo Pichiatti, revisados por Cósimo Fanzago, fue eregida una gran iglesia cuya austeridad se anima en el interior por el colorido de los retablos marmóreos y las pinturas. Destaca el retablo mayor con gran lienzo de la Inmaculada, hecha en Nápoles el año 1635 por José de Ribera, autor también de la Piedad del remate, pinturas acompañadas por otras quizás de los italianos Guido Reni y G. Cadevone. Los retablos del crucero, obra de C. Fanzago, tienen lienzos de Ribera y Lanfranco, y otros del templo se deben a Massimo Stanzione, Francesco Bassano y al mismo Lanfranco. A los lados del presbiterio están las estatuas orantes del fundador y su esposa, debidos a Guilano Finelli. El convento, de aire italiano, fue terminado en el siglo XVIII por Joaquín Churriguera.