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Personaje Arquitecto
Arquitecto italiano típico representante del manierismo tardío veneciano, construyó la Scuola di San Gerolamo, actualmente Ateneo Véneto. También reconstruyó el campanario de San Giorgio dei Creci y el célebre Puente de los Suspiros, junto a las Prisiones, en la riva degli Schiavoni. Junto a su tío también trabajó en el Puente de Rialto.
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Palmaroli se siente mejor haciendo cuadros de costumbres y retratos pero su círculo de amistades le presionan para que realice algún cuadro de historia, optando así a conseguir alguna medalla en las Exposiciones Nacionales. A pesar de sentir repugnancia por el género histórico, Palmaroli cede y realiza este lienzo en el que evoca la trágica madrugada del 3 de mayo de 1808 en Madrid, madrugada en la que los franceses fusilaron a numerosos madrileños hechos prisioneros en la heroica jornada anterior. Los familiares y amigos de estos héroes anónimos, temerosos de ser sorprendidos por los invasores, recogieron los cuerpos de sus víctimas y les dieron apresurada y sencilla sepultura. Palamaroli nos presenta un cielo cubierto de nubes, rasgadas por las primeras luces del alba. Un grupo de mujeres llora desconsoladamente ante el cuerpo de una joven manola que yace en el suelo. En el primer plano podemos contemplar las fosas abiertas por el enterrador y los cuerpos de otros valientes, amontonados y sobrevolados por negros buitres que acuden al olor de la muerte. Detrás se ubica un grupo de franceses que llevan a otros madrileños al suplicio. La escena se desarrolla en un descampado que tiene como fondo la basílica de San Francisco el Grande y el Palacio Real. Al ubicar la escena al aire libre, con una gran amplitud espacial y tomada desde un punto de vista muy bajo, el pintor nos introduce en la composición, haciéndonos partícipes del sufrimiento de los familiares. Un elemento digno de mención son las expresiones de las figuras así como el empleo de la luz. El recuerdo de Goya es ineludible por lo que el pintor obtuvo un primer premio, siendo adquirido el cuadro por Amadeo de Saboya, quien lo donó al Ayuntamiento de Madrid.
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El desarrollo artístico de Roma en la segunda mitad del siglo no ofrece la variada riqueza de los cincuenta primeros años. En escultura como en arquitectura, la personalidad creadora de Bernini embarazó los talentos de sus coetáneos, a excepción del genio de Borromini. Es por ello obligado no olvidar que los artistas del segundo Seicento fueron los, que, en su mayoría, trabajaron con o para Bernini (activo hasta su muerte en 1680), en su taller o fuera de él, pero bajo su dirección siempre, desarrollando su actividad profesional en las realizaciones de las grandes obras berninianas, ejecutando sus diseños, copiando sus modelos, imitando su estilo con mayor o menor autonomía.No mucho más allá, por tanto, de la condición de profesionales idóneos van los desarrollos de los escultores que giran en torno a la predominante figura de Bernini, no sobrepasando nunca los niveles de buenos colaboradores, que a veces oscilan hacia el polo opuesto de atracción constituído por la obra de Algardi. Así lo demuestra la actividad de Ercole Ferrata (Pellio Inferiore, Como, 1610-Roma, 1686), tan unida a Bernini que se valió, y mucho, de sus capacidades (Cátedra de San Pietro, y Angel con la cruz para el puente de Sant'Angelo), pero cuya obra más personal hay que buscarla en la estatua de Santa Inés entre las llamas (1660) y en los relieves ejecutados para Sant'Agnese in Agone, en plaza Navona, donde declara su clasicismo deudor de Algardi. Como contraste, Antonio Raggi (Vico Morcote, 1624-Roma, 1686), el más autónomo y dotado de los secuaces de Bernini, no hace más que traducir la grandiosidad del maestro a formas diminutas y a movimientos graciosos, con resultados incluso remilgados -Muerte de Santa Cecilia (1660-67), también en Sant'Agnese-, que hasta llegan a anunciar la sensibilidad dieciochesca.Por lo que atañe a los desarrollos de la arquitectura, parece obligado afirmar que la tradición edilicia barroca de Roma continuó hasta el final del siglo. Entre los arquitectos del último Seicento romano que, como los escultores, no hicieron otra cosa que seguir las vías abiertas por Bernini, entremezclando componentes y sugestiones de Borromini o de Cortona, sobresale el nombre de Carlo Rainaldi (Roma, 1611-91), discípulo y colaborador de su padre, Girolamo (Roma, 1570-1655), el arquitecto del palacio Pamphili (1650) y de la iglesia de Sant'Agnese. Después de la muerte del padre, con el que colaboró siempre, la personalidad de Carlo emerge decidida, con estilo autónomo y grandioso en el que mezcla elementos del Cinquecento tardío con otros barrocos, evidente en Santa Maria in Campitelli (1663-67). Su fachada, con acusados avances y retranqueos, presenta claras derivaciones del Norte de Italia en el motivo de los dobles edículos superpuestos y de P. da Cortona en los remates, a lo que se añade el gusto romano en la abundancia de columnas.Contemporáneamente, Rainaldi estuvo ocupado en la erección de la fachada de Sant'Andrea della Valle (1661-65), fiel al proyecto de Maderno, y en la sistematización urbanística de la plaza del Popolo (1662-79). La necesidad de acoger a los viajeros que entraban a Roma desde el norte, obligó a planificar el espacio que se abría entre la puerta del Popolo y el tridente viario que se introducía en la ciudad. Rainaldi proyectó dos iglesias gemelas: Santa Maria di Montesanto en la izquierda, (con cúpula oval) y Santa Maria dei Miracoli (con cúpula circular), que con sus pórticos de templos clásicos y sus cúpulas (que siendo distintas en su desarrollo, semejan por ilusión óptica ser iguales) cumplían la doble función de visualizar un sugestivo fondo escenográfico y de concentrar la atención en el nudo perspectivo en donde se juntan las grandes vías Ripetta, Lata (Corso) y del Babbuino. Una vez más, la planificación barroca cambiaba la imagen de la ciudad, ofreciendo una espectacular solución urbanística que resolvía los problemas funcionales de manera muy persuasiva.En esta gran empresa Carlo Rainaldi tuvo como asistente a Carlo Fontana (Bruciato, 1634-Roma, 1714), a través del cual conoció los sistemas operativos de Bernini, que también participaría en las obras. Colaborador del gran maestro, Fontana fue la figura dominante de la arquitectura romana del final del siglo, con su libre y fantasiosa interpretación de los grandes maestros (fachada de San Marcello al Corso (1682-83), destacando también como teórico de la arquitectura con sus consideraciones sobre la basílica de San Pietro.A pesar de que, en los años finales del siglo, la inercia preside toda la actividad de Roma, las sorpresas no faltan. Así, un pintor y arquitecto ocasional, Antonio Gherardi (Rieti, 1644-Roma, 1702), unido por formación a P. da Cortona, proyecta -inspirándose en Borromini- la capilla Avila en Santa Maria in Trastevere (1680), en la que traslada a la escultura los efectos de trompe l'oeil propios de la pintura ilusionista, al disponer cuatro grandes figuras de putti soportando la base circular de la linterna de la cúpula.
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Era en la escena internacional donde Urquijo se encontró con los problemas más acuciantes, y lo que era peor, con una capacidad de maniobra cada vez más limitada. En Europa, las monarquías de Inglaterra, Austria, Rusia, Turquía y Nápoles habían formado una segunda coalición contra la Francia republicana. Los intentos españoles de mediar entre el Directorio y Austria y Rusia no dieron resultado alguno, y también fracasó un plan para evitar la guerra, consistente en crear en Italia, sobre la base de Parma, un Estado monárquico que sirviera de tapón entre Francia y Austria, sacrificando las repúblicas creadas en Italia, y lograr una alianza entre Nápoles y Francia a cambio de concesiones territoriales a los napolitanos. Sobre Urquijo recayó el dilema de mantener los vínculos que unían a España con Francia o, por el contrario, tomar partido contra la República. Las presiones de las potencias coaligadas fueron constantes, utilizando tanto la vía diplomática como la intriga para alentar a los españoles que en la Corte maniobraban para lograr el alineamiento de España junto a Inglaterra y la declaración de guerra a Francia. Pero las advertencias francesas fueron más eficaces ante una España que tenía conciencia de su debilidad frente una hipotética invasión del poderoso ejército francés. La experiencia de la guerra finalizada en 1795 y las noticias de los éxitos militares en Italia habían puesto de manifiesto que la capacidad francesa de persuasión y de amenaza era mucho mayor que la que podía ejercer la coalición. España se decidió, pues, por luchar contra la Segunda Coalición. Pronto la superioridad de Inglaterra en el mar se puso de manifiesto: en agosto de 1798 la escuadra francesa del Mediterráneo fue destruida en Abukir, dejando aislado a Napoleón en Egipto, y un mes después los ingleses tomaban Menorca, después de que, según Cotrina, la población menorquina se mostrara tibia en la defensa de la isla. Era indispensable y urgente potenciar la colaboración naval franco-española y tomar decisiones que contrarrestaran los éxitos ingleses en el Mediterráneo. Buques de guerra españoles fueron enviados desde sus bases de Cádiz y El Ferrol a Brest y Rochefort y se iniciaron preparativos para concentrar una gran escuadra en Tolón que recuperara la iniciativa en el Mediterráneo e hiciera posible el regreso del ejército de Napoleón desde Egipto. Al mismo tiempo se desempolvó la iniciativa de organizar una expedición a Irlanda que alzara la isla contra Inglaterra, que ya los franceses habían intentado sin éxito en 1796, con la escuadra de Mazarredo en Brest, en el verano de 1798. También Francia presionaba para conseguir de España una participación más decisiva en Portugal, base de la flota británica que operaba en el Mediterráneo. España estaba interesada en la firma de una paz luso-francesa, habiéndose llegado a un principio de acuerdo en agosto de 1797, que no fue ratificado por Lisboa. Si finalmente se lograba que Francia y Portugal establecieran un tratado de paz, el puerto de Cádiz se vería libre de la amenaza de bloqueo por la flota británica con base en los puertos portugueses y desaparecería la presión que Francia ejercía sobre el gobierno español para invadir militarmente el territorio portugués y que creaba en Carlos IV una gran incomodidad por razones familiares y políticas: su hija Carlota Joaquina estaba casada con el regente y heredero D. Joáo, y era previsible que la presencia de un ejército republicano atravesando la península hacia Portugal diera motivos para la difusión del ideario revolucionario. Los historiadores que han analizado las razones que inclinaron a Urquijo por la opción de continuar aliado con el Directorio utilizan criterios diversos. Es mayoritaria la opinión que considera que para el gobierno español Inglaterra era más peligrosa para los intereses hispánicos que el propio sistema revolucionario. Otros, por el contrario, hacen referencia al temor existente en la Corte de Madrid ante posibles represalias francesas en el ducado borbónico de Parma, patria de la reina María Luisa, si España abandonaba su alianza con Francia, y a que era preferible para el gobierno español la hegemonia francesa en Italia a la austriaca. Pero todos, sin excepción, consideran que, al optar por mantener los vínculos con Francia, se acentuó la dependencia de nuestra política respecto a la del poderoso vecino.
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Rusia fue, probablemente, el país en que se mostró de forma más patente el divorcio entre los planteamientos de una minoría innovadora (al menos, en teoría) y un cuerpo social profundamente conservador. Catalina II y algunos destacados miembros de la nobleza aceptaron en líneas generales el ideario fisiócrata -aunque, eso sí, no quisieron ver contradicción alma entre esto y el mantenimiento de la servidumbre-. Se dictaron medidas para activar la comercialización de los productos agrarios, como la supresión de aduanas internas (decretada por la emperatriz Isabel en 1753), la liberalización del comercio de granos (1762) y la autorización de su exportación al extranjero (1763). Desde la Sociedad libre de agronomía, creada en 1765, al igual que en diversas publicaciones agronómicas que vieron la luz en estas décadas, se criticaba la agricultura tradicional y trataba de extenderse una opinión favorable a la agricultura intensiva. Por otra parte, la nobleza precisaba aumentar sus ingresos para mantener las formas de vida occidentales que estaba asumiendo. Fueron, sin embargo, muy pocos los nobles que optaron por el riesgo de la experimentación. La mayoría siguió la vía fácil de recuperar parte de las tierras cedidas a los campesinos y aumentar las prestaciones personales que debían cumplir, combinándolo, a veces, con el establecimiento de manufacturas señoriales, que también empleaban mano de obra servil. Las escasísimas experiencias aisladas emprendidas en los últimos años del siglo y primeros del siguiente, en un contexto socio-económico muy desfavorable, no podían arrojar resultados espectaculares y pronto se abandonaron. Todavía a mediados del XIX la agricultura rusa seguía caracterizada por la rotación trienal, los aperos rudimentarios, la escasa ganadería, el predominio del centeno -salvo en las fértiles tierras del Sur que, sin embargo, no serán grandes productoras de trigo hasta la tercera década del Ochocientos- y los rendimientos bajos. El continuismo no fue patrimonio exclusivo de Rusia: persistió, de hecho, en la mayor parte de Europa, desde España a Polonia. Dos de los graneros tradicionales -Sicilia y Polonia- continuaron desempeñando este papel y exportando cereales sin modificar básicamente las formas de cultivo -grandes propiedades, mano de obra servil en el primer caso- ni los rendimientos -en torno a seis granos (ocho como máximo) por simiente en Sicilia-. Pero, como ejemplo de debilidad de las transformaciones agrarias y como ilustración de las posibilidades de crecimiento en el seno de las estructuras del Antiguo Régimen, es mucho más llamativo el caso de Francia. Desestimados los cálculos optimistas de J. C. Toutain, que triplicaban el producto agrícola bruto entre 1700 y 1840, y matizada la postura opuesta de M. Morineau -se admite su demostración de la inexistencia de revolución agrícola, pero no la minimización del crecimiento que proponía-, la visión que de la agricultura francesa del Setecientos prevalece hoy es, por decirlo con palabras de E. Labrousse, la de una expansión mediocre. Insalvables escollos jurídicos impidieron en diversas regiones privatizar los bienes comunales -aunque hubo ciertos repartos- e introducir modificaciones profundas en los sistemas de cultivo. El aumento de la superficie cultivada fue, en conjunto, moderado (con grandes variaciones regionales y aun locales), al menos por lo que respecta a las roturaciones registradas en los años sesenta, acogidas a la exención temporal de la taille, si bien es muy probable que abundaran las roturaciones espontáneas y no declaradas, realizadas especialmente en los márgenes de los bosques. También fue débil el retroceso del barbecho. En 1840, fecha de la primera estadística fiable, todavía representaba el 27 por 100 del total de tierras cultivadas, de las que, además, sólo el 6 por 100 correspondía a praderas artificiales. Y los rendimientos se mantuvieron en niveles discretos, con medias nacionales abiertamente bajas: en 1840, por ejemplo, la ratio cosecha/simiente era de 6,1/1 para el trigo candeal. Morineau insistiría en que los muy altos rendimientos de los cereales alcanzados en las tierras septentrionales se conocían desde la Baja Edad Media y se debían más a la calidad de la tierra que a los sistemas de cultivo. Pese a todo, la producción aumentó entre un 25 y un 40 por 100 a lo largo del siglo, según la cauta estimación de E. Le Roy-Ladurie; sin desaparecer las fuertes oscilaciones anuales, hubo una mayor regularidad en las cosechas, lo que para el citado historiador sería la auténtica revolución del siglo, y una de las correcciones aplicadas a Morineau- no aparecen síntomas de que se produjera, salvo en años concretos, un desequilibrio agudo entre la población en aumento y los recursos alimenticios. Hay que admitir, pues, un incremento de los rendimientos agrarios, quizá hasta en un 15 por 100, por término medio, para los cereales, produciéndose un avance hacia la intensificación de la agricultura mediante la combinación de pequeños progresos intensificación del trabajo y nuevos cultivos que llevarían a cierta modificación del paisaje agrario, por ejemplo-, sin cambios estructurales de importancia y sin modificar, en concreto, los dos fundamentos de la civilización tradicional, el policultivo familiar y la comunidad rural (o, lo que es lo mismo, los aprovechamientos comunales), como escribe E. Julliard, refiriéndose a Alsacia, región que conoció un importante crecimiento. Y tampoco hay que olvidar la posibilidad de que hubiera soluciones diversas, condicionadas o impuestas por las peculiaridades regionales, que hacen que factores como la superficie del barbecho, el volumen de la producción cerealista y los rendimientos de los granos no siempre sean, por sí solos, los mejores indicadores de progreso o estancamiento. En alguna comarca de la Baja Normandía, por ejemplo, el barbecho siguió muy extendido y la producción de cereal se mantuvo inferior a la alcanzada en el siglo XVI; pero su gran fuente de riqueza fue la ganadería, estimulada por el mercado parisino, y que aprovechaba, entre otros, los pastos de los barbechos. Y allí donde, como en las tierras del Norte (Hainaut, Artois) próximas a Flandes y por imitación de su sistema, el barbecho retrocedió más intensamente y se introdujeron rotaciones de cultivos, las plantas industriales y textiles -que, evidentemente, nada tienen que ver con los rendimientos de los granos-, ocuparon un lugar destacado en la producción agraria total. Acabamos de aludir a cultivos distintos del cereal. Y los procesos de sustitución de cultivos fueron también importantes en la agricultura europea del siglo XVIII. Debemos referirnos, en primer lugar, al maíz y la patata. Procedentes de América, llegaron a España en el siglo XVI, pero su difusión por Europa no fue inmediata. El maíz comenzó a extenderse desde el segundo tercio del siglo XVII y, pese a los detractores que le achacaban el agotamiento de las tierras -acusación que, inevitablemente, recaía en todo nuevo cultivo y que en este caso no se correspondía con la realidad-, en el Setecientos su arraigo era ya patente en la fachada atlántica, desde el norte de Portugal hasta la Francia media, aproximadamente, así como en la Italia septentrional, el valle del Danubio y los Balcanes. El avance de la patata fue más lento y polémico -no faltó quien la creía venenosa y en casi todos los sitios era tenida por alimento más propio de animales que de personas-, pero sus escasas exigencias físicas y climáticas, así como su elevado rendimiento, fueron factores que jugaron a su favor y a finales de siglo se cultivaba de forma dispersa por casi toda Europa. A sus efectos paliativos de las crisis de subsistencia nos hemos referido con anterioridad -no fue raro que la generalización de la patata se produjera a raíz de alguna de estas crisis, como las de 1740-1742 y 1771-1772 en la Europa central y nórdica- y, en general, ambos contribuyeron al sostenimiento del crecimiento demográfico incluso en las regiones secularmente más atrasadas. Pero convertidos, ante todo, en alimentos populares, fueron con frecuencia cultivos de autoconsumo, manteniendo y ampliando el pauperismo, por lo que el crecimiento demográfico que propiciaban se apoyaba en una base muy endeble. Sin embargo, tampoco puede despreciarse su contribución a la intensificación de la agricultura. En ciertos casos se integraron en sistemas de alternancia de cultivos que hicieron retroceder el barbecho; y, al cubrir en buena medida el consumo local, podían destinarse los productos de mayor precio o más apreciados socialmente al mercado y al pago de rentas, medio por el que los propietarios participaban en el comercio de productos agrarios. Junto a éstos y otros cultivos de pobres -el alforfón o trigo sarraceno, por ejemplo (y que no era cereal, sino herbácea), se extendió por algunas comarcas del occidente francés y los Países Bajos austriacos-, también aumentaron las superficies dedicadas a cultivos comerciales. Arroz, plantas industriales -lino, sobre todo- y cítricos, en obligada modesta proporción, fueron algunas de ellas. Y más destacadamente, la vid. Cultivo comercial por excelencia, se benefició de la modificación en los hábitos de consumo producidos desde el siglo XVII, aproximadamente, y acentuados ahora. Así, los mercados habituales de los derivados de la uva -el interior de los países productores y el de exportación de vinos de calidad- se ampliaron por el notable aumento del consumo de vinos medianos y mezclados y otros licores (aguardientes, brandys) entre capas sociales cada vez más amplias en los países tradicionalmente no productores. Y al tiempo que aparecían algunos viñedos en éstos, los franceses (del valle del Loira, Burdeos o Borgoña, por citar sólo algunas de las comarcas productoras más destacadas) y, en menor medida, los italianos y españoles conocieron un notable auge acompañado en muchas ocasiones de una concentración y ampliación de las explotaciones, que empleaban una mano de obra temporal abundante y proporcionaban unos beneficios económicos pobre todo, los derivados del comercio de exportación- muy elevados. La mayor comercialización de la agricultura puede observarse también, incluso, en los ámbitos socio-económicamente más arcaicos. Y así, en alguna región polaca donde el incremento demográfico aumentó la disponibilidad de mano de obra familiar, se incrementó el arrendamiento en dinero de tierras, al margen de las explotaciones sometidas al pago de corveas personales. Estas últimas proporcionaban el consumo de la familia, mientras que las nuevamente arrendadas aumentaban sus posibilidades de comercialización, que se orientaría al aprovisionamiento de las ciudades, mientras que los granos nobiliarios se dirigían al mercado mundial.
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Conscientes de sus limitadas posibilidades, tanto Juan I como Martín el Humano intentaron mantener en la Península una política de buena vecindad con Castilla y, aunque en tierras meridionales, sobre todo en Orihuela, hubo hostilidades entre almogávares de la Corona y guerreros del rey de Granada (1390, 1393-94), no se llegó a una situación de guerra abierta. Respecto a Francia, Juan I también quiso llevar una política de amistad, y por ello casó con dos princesas francesas, Mata de Armagnac (muerta en 1378) y Violante de Bar, pero con ello no consiguió evitar que el conde de Armagnac, heredero de los derechos de los depuestos reyes de Mallorca, utilizara sus bases francesas para atacar el norte de Cataluña (1389-90). En materia religiosa, los hijos del Ceremonioso cambiaron el rumbo impuesto por su padre que, en la cuestión del Cisma (entre el Papa de Roma y el de Avíñón), se había mantenido neutral, y dieron su apoyo al Papa de Aviñón (1387). Fue, de algún modo, una elección errónea y a destiempo porque el Papa de Roma, resentido, apoyó desde entonces las revueltas sardas y sicilianas, y porque el cansancio ya hacía mella en los principales responsables del Cisma, que se inclinaban hacia una solución negociada. Cuando ésta se encontró, y el Papa de Aviñón Benedicto XIII (el aragonés Pedro de Luna), abandonado por Francia, quedó solo en su obstinación por mantener la tiara, su último refugio sería precisamente la Corona de Aragón (1409-22), donde habría de jugar un papel decisivo en la solución del conflicto sucesorio planteado a la muerte de Martín el Humano. En el Mediterráneo, todos los esfuerzos políticos y militares se invirtieron en Sicilia y Cerdeña. En Sicilia, después de unos años de ausencia de poder real, a raíz del matrimonio (1390) de María de Sicilia con Martín el Joven (hijo de Martín el Humano), se llevó a cabo una tarea de pacificación y compra de voluntades que permitió la instalación de la pareja real en la isla. En Cerdeña siguió la táctica genovesa de fomentar las revueltas sardas y la catalana de apoyar las facciones antigenovesas de Córcega (G. Sorgia), todo ello porque la Corona carecía de la fuerza suficiente para zanjar el conflicto. Así, por ejemplo, a una revuelta que estalló en 1390, no pudo darse adecuada respuesta porque los años 1392-94 no se encontraron los recursos para reunir la flota que las circunstancias exigían, y así el dominio de la Corona se redujo a unas pocas plazas. También entonces, faltos de ayuda, se perdieron los ducados almogávares de Atenas (1388) y Neopatria (1391), conquistados por Ranieri Acciaiuoli y, lo que es muy significativo, corsarios magrebíes amenazaron el litoral valenciano, cuando antes sucedía justamente lo contrario. Martín el Humano y su heredero, Martín el Joven, rey de Sicilia (viudo de María de Sicilia, muerta en 1401), intentaron enderezar la situación, empezando por Cerdeña, a donde se trasladó desde Sicilia Martín el Joven (1409), pero el heredero de la Corona, que obtuvo notables éxitos militares, enfermó de fiebres infecciosas y murió (1409).