El Ciego de la guitarra es uno de los cartones que más problemas dio a Goya, ya que lo tuvo que rectificar en varias ocasiones por ser excesivamente grande y tener muchas figuras para los oficiales de tapicería de la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, que cobraban por unidad de superficie no por horas o por figuras. Su destino, como tapiz, era el dormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo, lugar para el que estuvo el maestro trabajando durante dos años.El tema elegido es el popular ciego, que aparece acompañado por su lazarillo, cuya mirada y gesto picaresco atrae nuestra atención. El ciego toca la guitarra y canta romances o cuenta noticias. A su alrededor, se ha reunido un grupo de embozados y dos mozas que miran al hombre elegantemente vestido, el cual hace ademán de tocarse la cartera. Esta parte podría aludir a la representación de una escena de prostitución, de manera muy solapada. Junto al grupo, hay también un negrito vendiendo agua, mientras en primer plano encontramos dos niños que parecen sacados de la pintura inglesa, concretamente de un cuadro de Hogarth. Al fondo, apreciamos un puesto de melones y sandías, tan populares en los veranos madrileños, incluso en la actualidad.La composición esta representada siguiendo la pirámide que Mengs aconsejaba, como ya hizo el maestro en la Cometa. Pero el color y la luz llaman más nuestra atención que la disposición de los personajes; el empleo en la zona izquierda de las tonalidades terrosas que recuerdan al Velázquez sevillano, mientras que en la zona de la derecha apreciamos un colorido muy vivo que otorga una enorme alegría a la escena. Mientras tanto, la luz impacta de lleno en las mujeres y el hombre que protagonizan indirectamente la obra, y consigue unos excelentes reflejos metálicos en los cacharros de agua que porta el joven de raza negra. La pincelada es cada vez más suelta, anticipando obras en la que la mancha será la principal protagonista, como la Lechera de Burdeos o el retrato de Muguiro.
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obra
La Tour es uno de los mejores representantes del tenebrismo francés, muy influido por los Caravaggistas de Utrecht y la escuela barroca holandesa, entre ellos Elsheimer y Rembrandt. Sus mejores figuras son ancianos aislados tocando algún instrumento musical, como este Ciego tocando la zanfonía, en los que el naturalismo es su principal característica. La figura del ciego, recortada sobre un fondo neutro, iluminada por una pronunciada luz anaranjada que provoca zonas de marcada sombra, está captada como si de un fotógrafo se tratara. Nos muestra las arrugas de la frente, los pliegues de la capa o del pantalón y la calidad de la madera con la que está hecho el instrumento musical. La pincelada minuciosa y preciosista del pintor permite ver todos los detalles: los cabellos, la barba, la gorguera o el puño. La soledad del ciego que lucha con su instrumento por sobrevivir en el complicado mundo barroco, hace que provoque el cariño en el espectador que lo contempla, como si de un héroe se tratara. La figura de La Tour ha sido recientemente redescubierta por la crítica lo que ha motivado que este lienzo no haya llegado al Museo del Prado hasta 1992.
acepcion
Morada de Dios y de quienes se salvan. En la Biblia se hace referencia al tercer cielo, por lo que es probable que el primero sea la atmósfera, el segundo donde habitan las luminarias celestes y el tercero donde habita el Dios Trino.
contexto
Al mismo tiempo que el siglo XVI constituye una etapa fecunda durante la cual se pondrían las bases para el nacimiento de la ciencia política, desde la primera mitad del siglo XV se venían renovando los conocimientos científicos. En efecto, el Renacimiento científico debe mucho a la Edad Media. Las más importantes tendencias del Renacimiento, aquellas que determinaron la naturaleza de la actividad científica en el siglo XVI, aparecen progresivamente en los siglos XIV y XV. Ciertos acontecimientos dieron a ese proceso una excepcional aceleración: la caída de Constantinopla, que llevó a Italia a una muchedumbre de científicos, acompañados de cuantiosos manuscritos científicos bizantinos y el invento de la imprenta y del libro, que permitió una mayor y mejor difusión de los textos. Los progresos se produjeron fundamentalmente en cinco saberes: matemáticas, astronomía, física, química y anatomía. En el terreno de las matemáticas, la segunda mitad del siglo XV supuso el encuentro entre los conocimientos matemáticos medievales y los árabes y el hallazgo de algunas fuentes griegas. Nicolás de Cusa (1401-1464), cosmólogo y filósofo, despertó los estudios matemáticos, y aunque no descubrió ninguna verdad científica, ejerció una indiscutible influencia en Leonardo da Vinci, Giordano Bruno, Copérnico y Kepler. Concretamente, su afirmación del valor absoluto del principio de continuidad y su identificación formal del círculo con un polígono de lados infinitos constituyen la base de la "Estereometría de los toneles" de Kepler, punto de arranque de la geometría de los indivisibles en el siglo XVII. Para llegar a demostrar Nicolás de Cusa sostiene que todo pensamiento consiste en una comparación y en el establecimiento de relaciones, que encuentran su mejor expresión en los números. Sin embargo, el número pertenece al campo de la finitud. Para alcanzar el máximo (magnitud mayor de la cual no hay otra mayor) y el mínimo (magnitud menor de la cual no hay otra menor) hay que trascender la serie indefinida de lo grande y de lo pequeño (pues en una progresión indefinida no se superará nunca el marco de la finitud) de tal manera que, entonces, el máximo y el mínimo coinciden en la noción de infinito. La coincidencia de los opuestos en el infinito aparece también en geometría, en la que nada se opone tan claramente como lo recto y lo curvo. Así, la curvatura de un círculo disminuye a medida que aumenta su radio y aumenta al disminuir éste, pero nunca será curvatura máxima ni mínima: lo que hace es desaparecer en el infinito. Como consecuencia de estas consideraciones, Cusa afirma que las matemáticas son las únicas ciencias que permiten al espíritu humano alcanzar la certeza. El progreso y la difusión de las matemáticas prácticas deben mucho también a los manuales que se publicaron entre el último cuarto del siglo XV y durante todo el siglo XVI (unos cuantos centenares de volúmenes), que, sin aportar descubrimientos importantes, desempeñaron una función de trascendencia fundamental en la organización y recopilación del saber adquirido, en su presentación, así como en la elaboración de la notación algebraica. La "Aritmética de Treviso" (1478), que contiene una serie de reglas útiles para toda clase de cálculos destinados a los comerciantes (multiplicación por columnas, por cruz, por damero, división por columnas o por barco, la prueba del 9, la regla de tres, etc.), es el más antiguo de ellos. El manual de Johann Widmann (1489) proporcionó el uso de los signos más y menos (+ -) para designar no sólo adición y sustracción, sino defecto y exceso, así como la prima y asiento contable de compensación, muy útil para comerciantes y contables. Por las mismas fechas, el "Triparty" (Lyon, 1484) de Nicolás Chuquet ofrecía un nuevo método de numeración sobre la base de dividir los números en grupos, por medio de puntos, y atribuir a cada grupo un nombre según su orden, de tal manera que en vez de decir mil de miles se diga millón, en vez de millón de millones, billón, etc. El tratamiento de la extracción de raíces cuadradas y cúbicas, la primera aparición de la idea del cálculo logarítmico, la relación entre progresiones aritmética y geométrica, son operaciones claramente expuestas y definidas en el "Triparty", aunque su escasísima difusión impidió que ejerciera influencia inmediata en su tiempo. Sí la tuvo, en cambio, el manual de Luca Pacioli (1445-1514), la "Summa de arithmetica, geometría, proportioni et proportionalità" (Perusa, 1487), una auténtica enciclopedia, en la que se recogen las aportaciones de los matemáticos de la Antigüedad (Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes) y los medievales. Dividida en cinco partes, la "Summa" expone las diferentes clases de números, las operaciones aritméticas clásicas, las extracciones de raíces, las fracciones, un manual de contabilidad por partida doble, una tabla de medidas y monedas, etc. A Luca Pacioli y a Nicolás de Cusa debe precisamente Leonardo da Vinci (1452-1519) sus conocimientos matemáticos. Autodidacta en todos los saberes, Leonardo es un práctico que ignora las letras clásicas y que se forma en un taller, la escuela de Andrea Verrocchio, donde se aprende pintura, fundición, talla, planimetría, apertura de canales y obras públicas y arquitectura, cuyo aprendizaje y práctica implicaban la posesión de un voluminoso conocimiento científico y matemático. Por ello las aportaciones y las soluciones de Leonardo no son teóricas; su geometría es la propia de un mecánico y su ciencia está orientada a la acción. La tradición de los manuales continuó a mayor ritmo y producción durante el XVI, sobre todo en Alemania (el primer manual de aritmética práctica fue publicado por Adam Riese en 1550; y el primero de álgebra en lengua alemana fue el de Christoph Rudolff, 1525). Con todo, uno de los más prestigiosos matemáticos alemanes del siglo XVI fue G. Frisius (1508-1555), autor del manual universitario más popular del siglo XVI por su claridad y sencillez, la "Arithmeticae practicae methodus facilis" (Amberes, 1540), que conoció más de 60 ediciones antes de 1600. La escuela algebraica italiana no destacó hasta la segunda mitad del siglo XVI, pero produjo notables matemáticos: Tartaglia, Cardano, Ferrari y Bombelli a quienes se debe la lucha por el descubrimiento (y por la autoría) de la solución de la ecuación de tercer grado, de la que a finales del siglo XV Scipione del Ferro ya había aportado la solución de una forma. Los últimos años del siglo XVI significan para la ciencia italiana un período de cierto estancamiento. El centro del movimiento del pensamiento científico se traslada hacia los Países Bajos. Simón Stevin (1548-1620) era contable, constructor de molinos y de fortificaciones, contable e intendente. Su primera obra recogió las primeras tablas de intereses y, posteriormente, en su "Libro de cuentas del príncipe" (1608) desarrolló los métodos de contabilidad por partida doble, aconsejando su uso en la Hacienda Pública. En 1585, Stevin publicó una colección bajo el título "La aritmética de Simón Stevin de Brujas", donde incluye un tratado sobre las fracciones decimales que se difundirá con rapidez y éxito. La segunda gran innovación de Stevin es la unificación de la noción de número; hasta entonces los matemáticos desconocían que la unidad es número, de la misma naturaleza y tan divisible como los demás. Stevin les atribuía, además, el error de haber hecho de esa unidad el principio de los números, siendo ese principio no la unidad sino el cero. Su éxito como matemático se debe a que admitió el carácter legítimo del número negativo, aceptando las soluciones negativas de las ecuaciones con las que operaba y a que por primera vez en la historia de la ciencia admitió y descubrió la equivalencia de la sustracción de un número positivo y la adición de un número negativo. Si las matemáticas conocieron durante el siglo XVI una singular aceleración y difusión, la astronomía vivió un auténtico y fecundo renacimiento. En su progreso se halla también el pensamiento de Nicolás de Cusa. Gracias a él, la concepción clásica de un mundo cerrado y jerárquicamente ordenado fue sustituida por la de uno abierto, ilimitado e indefinidamente extenso, un mndo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. En su "Docta Ignorancia" (1440) rechaza que la Tierra sea el cuerpo más vil del lugar más bajo de un Universo dividido en dos regiones, sublunar y celeste. Cusa defiende que el Universo es uno, diversificado y animado en todas partes de movimiento, sin divisiones ni lugares privilegiados, donde no existe arriba ni abajo, nociones tan relativas como el propio movimiento, y en el cual la Tierra es una estrella noble con luz y movimiento propios. Con la obra y el pensamiento de Cusa, que destruyen el Cosmos antiguo, se pusieron las primeras bases para la revolución científica del siglo XVII, aunque su influencia inmediata fue escasa. Precisamente, las ideas cosmológicas de Giordano Bruno y de Leonardo da Vinci son deudoras de aquél, sobre todo en el abandono por parte de este último de la concepción geocéntrica. El pensamiento y la obra de Copérnico (1473-1543), fueron decisivos, sin embargo, para que se produjera la revolución científica. Hacia 1512 Nicolás Copérnico concibió y dio a conocer la idea central de su sistema, el heliocentrismo. Sin embargo, hasta 1536 no fue invitado a publicar sus descubrimientos, propuesta que rechazó para evitar la reacción hostil de los teólogos romanos. Sería un seguidor suyo, Retico (1514-1574), quien emprendería la redacción de un breve resumen de su obra, la "Narrado prima", que se imprimió en Danzig en 1540. Después de leer a todos los filósofos que habían estudiado la estructura del Universo, observó que algunos de ellos (Hicetas, Heráclites del Ponto y Ecfanto) creían en el movimiento de la Tierra. Verificada esa hipótesis, rechazó el error de los matemáticos que habían hecho de la Tierra el centro del mundo. La polémica de Copérnico contra la astronomía y la cosmología tradicionales nos muestra que en el paso del geocentrismo al heliocentrismo se escondía una auténtica revolución astronómica. Copérnico reprocha a Aristóteles y a Ptolomeo lo absurdo de pretender mover el lugar y no una parte del mismo. En segundo lugar, tanto la física de Aristóteles como la astronomía de Ptolomeo afirmaban la inmovilidad de la Tierra en el centro del mundo. Si la Tierra se moviera las piedras lanzadas al aire o dejadas caer desde lo alto de una torre no volverían a caer en el lugar desde el que fueron lanzadas o no caerían nunca al pie de la torre, sino que se retrasarían, sostenían los antiguos. Copérnico, en cambio, responde que las cosas que caen y que se elevan realizan un movimiento que es partícipe del de la Tierra y son arrastrados por ella, es decir, realizan un movimiento mixto con relación al mundo que está compuesto de uno rectilíneo y otro circular, aunque a nuestros ojos parezca sólo rectilíneo. Creyó que la forma esférica, geométricamente la más perfecta, no era sólo la más apta para el movimiento sino también causa suficiente de él y que engendraba el movimiento más perfecto y natural, esto es, el movimiento circular. Esa es la razón y no otra de que Copérnico estime el principio del movimiento circular uniforme como base de toda su mecánica celeste, el único medio para mover la máquina del mundo. La hipótesis de Copérnico decía que un cuerpo redondo situado en el espacio giraría en torno de sí mismo sin necesidad de un motor que lo mantuviera en movimiento, sin necesidad incluso de situarse en el centro físico, como sostenía Aristóteles. Precisamente por ello, Copérnico, aunque sitúa al Sol en el centro del Universo, no lo coloca en el centro de los movimientos celestes, pues los centros de las esferas planetarias no se encuentran en el interior del Sol, sino alrededor de él. Por consecuencia, si el mundo creado por Copérnico es heliocéntrico, su astronomía no lo es, pues los movimientos de los astros no toman como referencia al Sol sino a la Tierra, excéntrica respecto al Sol, de tal manera que resulta paradójica la responsabilidad del Sol en su mecánica celeste. Copérnico, sin embargo, no es un moderno: su Universo, aunque inconmensurable, no es un espacio infinito, sino que tiene límites. La difusión del pensamiento copernicano y la adopción de su sistema se produjo con mucha lentitud, aunque su "De revolutionibus orbium coelestium" (1543) fuese muy admirada. Los copernicanos de verdad escasearon en el siglo XVI, sobre todo por el temor de chocar con la autoridad de Aristóteles y de la Revelación. Para católicos y protestantes las ideas de Copérnico entraban en contradicción con las Sagradas Escrituras y por ello condenaron su doctrina. A eso se añadieron los argumentos científicos o físicos que apuntaban a lo absurdo e inconcebible de la teoría del movimiento terrestre copernicano. Esta situación de oposición general se reduciría en el siglo XVII, por el retroceso del aristotelismo y por la moderación de la posición protestante, que favoreció una autonomía de la ciencia respecto a la teología, aún extraña entre los católicos. Quien mejor defendió las ideas copernicanas fue Giordano Bruno. Giordano Bruno (1548-1600) profundizó en el sistema de Copérnico. Adoptó en sus obras el infinitismo de la nueva astronomía ("De l´infinito universo e mondi" -1584- y "De innumerabilibus, inmenso et infigurabili", 1591) y sustituyó el Cosmos ordenado y finito por un Universo infinito, inmenso y no enumerable, compuesto por infinitud de mundos semejantes al nuestro. La defensa apasionada de esa doctrina sobre el Universo, que superaba incluso la de Copérnico, le costó la persecución inquisitorial, la cárcel, la excomunión y la muerte en la hoguera (Roma, 1600). La cosmología de Bruno era para sus contemporáneos gratuita, infundada, inaceptable, osada y radical: la Tierra ha sido asimilada a los demás planetas y el Sol pierde su papel privilegiado, pues aunque siga siendo el centro de nuestra máquina, es una estrella más entre otras innumerables que son también soles como el nuestro. Infinitud del Universo, espacio geometrizado, relatividad del movimiento constituyen las ideas clave de la nueva cosmología, que será fundada por Galileo, Descartes y Newton. En física los progresos fueron escasos, dispersos, lentos y discontinuos. La física de Aristóteles se presentaba como una construcción teórica equilibrada, de acuerdo con el sentido común, capaz de ser útil a las actividades de los prácticos. De toda esta época, la obra de Leonardo da Vinci, de raíces aristotélicas, fue la más original, aunque no redactara trabajo teórico alguno. Sus aportaciones deben buscarse en el análisis de los casos concretos y en los dibujos. La química, en cambio, conoció un movimiento de investigación y descubrimientos desde finales del siglo XV. Una de las causas de ese renacimiento fue la proliferación de los tratados químicos y alquímicos de los compiladores medievales. Pero los factores del progreso de la química estaban relacionados con el aumento de la actividad comercial del siglo XVI que a su vez exigió la extensión de las actividades técnicas. La importancia de la tintorería en los progresos de la práctica química fue de relevancia capital, así como el renacimiento de las explotaciones mineras y de la industria metalúrgica en el aumento de los conocimientos químicos y en su difusión. No en vano el problema de la generación de los metales y el interés por los productos del subsuelo están en la base y son la causa principal de las investigaciones de Paracelso y sus discípulos. Paracelso (1493-1541) es el más ilustre químico del Renacimiento. Partidario de la experimentación directa, de la observación de la Naturaleza como método seguro y de la introducción en la práctica médica del uso de medicamentos obtenidos del reino mineral, logró dar a la química un impulso que no se detendría. El mismo año que se publicó la obra de Copérnico que exponía el sistema heliocéntrico, se imprimió un libro escrito por Andrés Vesalio, "De humani corporis fabrica libri septem" (Basilea, 1543), que revolucionó los conocimientos sobre la estructura del cuerpo humano. La anatomía, fundamento de la medicina, experimenta a partir de esa fecha un notable progreso, aunque el verdadero renacimiento de la medicina tardaría en llegar. La renovación de la anatomía se produjo durante el siglo XVI gracias a la recuperación de las fuentes literarias de la Antigüedad (en 1490 se editó en Venecia una obra de Galeno en latín) y a la generalización del encuentro directo con la Naturaleza como fuente suprema del saber. El preludio de esa renovación lo protagonizó Leonardo da Vinci gracias a sus investigaciones anatómicas. En distintos períodos de su vida practicó la disección de cadáveres, de fetos, de adultos y de ancianos, de los que realizó miles de croquis y tomó multitud de notas. Durante los primeros decenios del siglo XVI la disección didáctica para la enseñanza práctica de la anatomía humana y la autopsia judicial se difundieron y fueron ejecutadas en numerosas ciudades italianas. Pero la lamentable técnica de la disección y, sobre todo, el respeto por la tradición se oponían al progreso de la anatomía. Las incompatibilidades entre la doctrina de Galeno y las observaciones personales de los anatomistas se iban haciendo cada vez más hondas. Algunos aceptan a Galeno, pero sus experiencias les llevan a contradecirle. Tales son los casos de Alejandro Achillini, profesor en Bolonia y Padua, a quien se debe, como consecuencia de sus experimentos y observaciones directas, la descripción del martillo y el yunque en el oído medio y la observación del hecho de que el canal biliar desemboca en el duodeno. Jacobo Berengario, profesor en Bolonia, describió por vez primera el apéndice vermicular, el timo, el seno esfenoide, el tímpano, al mismo tiempo que demostraba cómo la matriz era una cavidad única no dividida, como se había creído hasta entonces. En 1535 el médico español Andrés Laguna publicó en París un manual de anatomía que presentaba la primera descripción exacta de la válvula ileocecal. Tres años más tarde el cirujano francés Estienne de la Rivière publicó una obra anatómica ilustrada donde, a la par que criticaba a los que aceptaban dogmáticamente la anatomía galénica, exponía importantes descubrimientos como la distinción de los nervios simpático y neumogástrico. La iconografía anatómica alcanza su cenit, por su realismo, en el atlas de Canano (1541) y en el libro monumental de Vesalio (1543). De origen germánico, Vesalio (1514-1564) era hijo del boticario del emperador, de lo que se deduce que recibió una esmerada educación clásica. Estudió medicina en París, Lovaina y Padua, y entre 1537 y 1543 enseñó anatomía en Padua, donde perfeccionó las técnicas de disección y de representación casi perfecta de las formas anatómicas. Posteriormente fue médico de Carlos I y de Felipe II, en cuyas campañas militares adquirió excelentes conocimientos de cirugía. Hacia 1538 Vesalio es todavía un adepto de Galeno. Sin embargo, bajo la influencia de sus maestros parisinos, volvió a las fuentes griegas y poco más tarde centraría su atención en la Naturaleza. En sus "Tabulae" corrigió la descripción galénica del sacro y de la mandíbula y describió la próstata, y durante su estancia en Lovaina conoció por vez primera, en el cadáver de una mujer, el cuerpo amarillo del ovario. La ruptura definitiva con Galeno se produjo entre los años 1539 y 1540, durante sus demostraciones anatómicas en la universidad de Bolonia. Invocando la autopsia como única autoridad, Vesalio se negó a aceptar que el hígado tuviese cinco lóbulos y rechazó otras opiniones de Galeno, al que reprochaba no haber disecado nunca cadáveres humanos, sino animales. En consecuencia, Vesalio reivindicaba con ello la necesidad de rehacer toda la anatomía humana. Inició él mismo la tarea publicando su "De humani corporis fabrica libri septem", que contenía 300 ilustraciones. Las seis primeras partes del libro están dedicadas a la osteología y la miología, a la descripción del sistema nervioso central (que constituye la más valiosa aportación de la obra vesaliana), a las venas, las arterias, las vísceras del vientre y los órganos del tórax. Sus investigaciones sobre el corazón son especialmente importantes, pues estuvo próximo a reconocer la naturaleza muscular del corazón y su función motriz; negó la existencia de lo que Galeno llamaba hueso cardíaco y señaló la ausencia de poros en el tabique interventricular. La séptima parte del libro estudia la anatomía del cerebro, llegando a distinguir la sustancia blanca de la gris y logrando una excelente representación de los ventrículos, de la glándula pineal, etc. Sus sucesores, Realdo Colombo, pionero de la anatomía patológica, y Gabriel Falopio, que describió la cuerda del tímpano, los canales semicirculares del oído interno, la trompa uterina, etc., consiguieron, al corregir a Vesalio, una mayor exactitud en sus observaciones.
contexto
El siglo XI se inició mal para los andalusíes: después de la guerra civil que duró más de veinte años, los reinos de taifas, que habían nacido como consecuencia de la misma, no sólo se desangraron luchando entre sí, con o sin ayuda de los reinos cristianos, sino que su política interior, excepto unos cuantos casos (Sevilla), se vio frecuentemente perturbada por luchas intestinas. Al fin y al cabo, si Sancho III el Mayor de Navarra o Fernando I de Castilla, al testar, repartían el reino entre sus hijos, lo mismo hacía Sulaymán b. Hud de Zaragoza. La diferencia radicaba en que los Estados musulmanes, mucho más numerosos que los cristianos, recurrían a éstos para que los ayudaran contra sus correligionarios. Para poder pagar a sus auxiliares -casi siempre los propios reyes cristianos, pero a veces también señores particulares (piénsese en el Cid, que estuvo al servicio de los Banu Hud de Zaragoza)- los impuestos sobre la población musulmana aumentaban constantemente. Y a esto se añadían los caprichos de los propios señores taifas: unos protegían a los poetas; otros, a los científicos, etcétera. Pero todo ello a costa de nuevas contribuciones que arrancaban a sus súbditos.Dentro del mismo círculo de los cortesanos existían numerosas rencillas que, en algún caso, tuvieron su importancia en el desarrollo científico-técnico. Maribel Fierro demuestra para Toledo, en un original artículo (1), cómo la sucesión de cadíes de esa ciudad bajo la égida de un mismo soberano, al-Mamún, pudo motivar cambios en la política científica. Said al-Andalusí, autor de la primera Historia de la Ciencia digna de ese nombre, ocupó el cargo, al menos dos veces (antes del 1058 y después del 1067 hasta su muerte). Este hombre estaba vinculado a la familia "liberal" de los Hadidí. Uno de sus amigos, al-Waqqasí (m. 1096), ha pasado a la posteridad con fama de librepensador a causa de su tendencia a colaborar con los cristianos, pero, especialmente, por un par de versos que se le atribuyeron y que decían: "Me aflige pensar que las ciencias de la humanidad son dos y que si las aprendo no tengo más que aprender / Una ciencia (la teología) cuya comprobación real es imposible y otra (la filosofía) cuya verdad de nada sirve" (2). Pero al-Waqqasí no era el único escéptico de la época. Fierro resume la situación con las siguientes palabras: "Es... cuando algunos médicos judíos abogaron por una persuasión universal... constituida a base de todo lo bueno y honorable ordenado por las diversas religiones, es decir, abogaron por una cultura ética. Es también la época en que se discutió en al-Andalus... la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios o la veracidad de la profecía o cuál de las religiones existentes es la verdadera. No es de extrañar, por tanto, que cuando Toledo cae en manos de los cristianos, un musulmán... se convierte al cristianismo diciendo que, en último término, el Dios de los cristianos y el de los musulmanes es el mismo". A estos grupos les parecía correcto el estudio de la ciencia de los antiguos, es decir, las obras de Aristóteles y de Ptolomeo. Sin embargo, en un cierto momento el cadiazgo de Toledo pasó a manos de Abu Zayd al-Hassa, vinculado con la familia de los Banu Mugit, conservadores, y las ciencias de los antiguos empezaron a ser mal vistas. El asesinato de Ibn al-Hadidí (3) (1076) en presencia del sucesor de al-Mamún, al-Qádir, debió hacer pensar a los científicos más destacados que era hora de buscar refugio en los Estados del sevillano al-Mutamid: el astrónomo Azarquiel (h. 1078), los agrónomos Ibn Bassal y Ibn al-Luengo y otros emigraron hacia el sur. Además, vivir en Toledo, Zaragoza u otros reinos con frontera directa con los cristianos no permitía tener tranquilidad de espíritu para dedicarse a la investigación que, aunque entonces no se llamara así, se practicaba en casi todo al-Andalus. Y para muestra, basta ver la biografía y los textos de uno de los visires de al-Mamún, Abu-l-Mutarrif b. Mutanna (m. 1063) (4).Estas difíciles circunstancias políticas, en que cada taifa iba por su lado, llevaron a los alfaquíes a interrelacionarse entre sí, por encima de las fronteras políticas para mantener la unidad y ortodoxia de su islam. Esa fue la misión del censor de costumbres Muhammad b. Labid al-Murabit, para conseguir que la pena capital dictada en Toledo contra el hereje Ibn Hatim -quien huyó- se cumpliera bastantes anos más tarde legalmente (1072) en Córdoba, que entonces dependía de Sevilla. Ahora bien: el censor de costumbres o sus mensajeros recorrieron media España para evitar que el Tribunal religioso de cualquier ciudad absolviera a un pecador, ya condenado, acusado de ser maniqueo (zandaqí).Pero, a pesar de todos estos inconvenientes, los estudios científico-técnicos se desarrollaron por doquier. A mediados del siglo XI eran conocidas y discutidas casi todas las obras, auténticas o no, atribuidas a Aristóteles; las poco recomendables ciencias ocultas y la mitología astral de Harran (Asia Menor) se introducían a través de Abu Maslama de Madrid y al-Karmani hasta el pie de los Pirineos; el Almagesto de Ptolomeo era objeto de la atención de Azarquiel, quien, con sus colaboradores, calculó unas nuevas Tablas astronómicas que son el precedente inmediato de las de Alfonso X, además de un Almanaque que es el único conocido en su género hasta ahora. Gracias a sus trabajos astronómicos, Azarquiel llegó a utilizar, por primera vez en el campo de la astronomía, una curva no circular: el óvalo del deferente de Mercurio, y a descubrir el movimiento del apogeo del Sol. Además, Azarquiel construyó dos clepsidras, a orillas del Tajo, que no sólo señalaban la hora del día sino también las fases de la Luna. Funcionaron hasta el reinado de Alfonso VII, cerca de medio siglo después de la reconquista de Toledo. En esta misma ciudad y época, con los mismos hombres, se realizó una serie de modificaciones del astrolabio que transformaron este instrumento en un útil de observación y cálculo más sencillo. Así nacieron la azafea, la lámina universal, los ecuatorios, etcétera, que se utilizaron en el mundo europeo hasta fines del siglo XVI (5).Personaje al que no se puede olvidar es Ibrahim b. Said, el de (Castellón de) la Plana, pues no sólo nos habla de él el cadí Said en su Historia de la Ciencia como de un joven sabio constructor de astrolabios en Toledo, sino que después de la muerte de aquél siguió trabajando primero en la capital del Tajo, luego en Valencia, y construyó numerosos instrumentos hasta fines del siglo XI. En el año 1080 parece que ya se había trasladado al Levante español, pues hizo uno de los primeros globos celestes que conservamos y que dedicó al alcaide Isa b. Labbún (lo tenemos documentado por la Dajira), señor de Murviedro (Sagunto). El análisis de sus astrolabios muestra que al-Sahlí construía -al menos nos consta en un caso- más láminas para latitudes de las que cabían en la madre del instrumento.Al mismo tiempo, en la Huerta del Rey de Toledo, Ibn Bassal -que había recorrido medio mundo con motivo de su peregrinación a La Meca- realizaba experimentos sobre injertos, mejora de especies botánicas, etcétera, que continuó más tarde en el Jardín del Sultán en Sevilla (6). La introducción de los cítricos en la Península estaba ya muy adelantada, pues en el siglo XI era conocida la naranja amarga y, probablemente, la dulce. Al mismo tiempo, los agrónomos andalusíes que se refugiaron en Sevilla desarrollaron un original sistema de clasificación de las plantas que puede considerarse como precedente del de Linneo.En Zaragoza se desarrolló especialmente el cultivo de las matemáticas y el análisis de las obras de Aristóteles. En el primer campo se distinguió su rey, al-Mutaman (1081-1086) cuya obra, que se creía perdida, se va encontrando ahora, poco a poco, en los manuscritos. En ese mismo campo hay que incluir al valenciano Ibn al-Sayyid, cuyos logros -que superaron a los de los griegos- nos han sido transmitidos en resumen por su discípulo Avempace. Es curioso observar la gran cantidad de alfaquíes y de hombres de letras -menos de ciencias- que residieron durante algún tiempo en Zaragoza. Esta cuña del islam, que avanzaba hasta los pies de los Pirineos, parece haber tenido una gran influencia en la introducción en el mundo cristiano de muchos conocimientos propios del árabe, gracias a su nutrida y, en parte, selecta, comunidad judía. Uno de ellos, el oscense Mosé ha-Sefardí, convertido al cristianismo en 1106, llegó hasta Inglaterra, en donde introdujo sistemas de cálculo árabes y tradujo al latín cuentos, algunos de los cuales se encuentran aún hoy en Las mil y una noches. Y también, y por los motivos que fueran, Zaragoza fue objeto de la atención de las primeras misiones cristianas que inauguraban un nuevo estilo de polémica religiosa entre el cristianismo y el islam occidentales. Said de Toledo, en su Historia de la Ciencia, demuestra estar bien informado sobre lo que ocurría en al-Andalus, aunque no de todo. Autores de primer orden se le escapan. Si sabe que en Cuenca al-Istichí está escribiendo el Libro de las cruces -en realidad una nueva redacción de la antigua astrología bajorromana traducida al árabe por al-Dabbí (h. 800)-, no tiene en cambio noticia de otros científicos importantes. Por ejemplo, no habla ni de Abd al-Karim b. Muttanna ni de Ibn al-Muad de Jaén el Joven (m. 1093), autor del primer tratado andalusí dedicado exclusivamente al estudio de la Trigonometría esférica y cuyo texto innovador no puede explicarse por completo a base de los conocimientos que habría adquirido en un hipotético viaje a Oriente, del que por ahora no se ha encontrado mención en las fuentes. Además, calculó correctamente la altura de la atmósfera de la Tierra.Al lado de la ciencia va la técnica, y es en el siglo XI cuando un tal Ibn Jalaf al-Muradí escribe el único tratado árabe occidental sobre mecánica hasta hoy conocido. Ha llegado a nosotros gracias a una copia hecha en la corte de Alfonso X el Sabio y en la cual intervino el célebre judío Rabí Zag (Ishaq b. al-Sid), uno de los principales ayudantes científicos del rey. El opúsculo de al-Muradí encabeza un manuscrito (conservado en la Biblioteca Medicea Laurenciana de Florencia) que tiene tratados distintos y de varios autores. El análisis del de al-Muradí ha permitido reconstruir la primera máquina que fue presentada, funcionando, en la exposición sobre El legado científico andalusí que tuvo lugar en Madrid en la primavera de 1992. La misma puede programarse de modo que la acción teatral que se realiza sobre el tablado se repita cíclicamente en un intervalo de tiempo prefijado y, en estas circunstancias, puede emplearse como reloj. La segunda máquina (intervienen dos caballeros, dos muchachas y dos infantes) puede ajustarse para que dé o haga sonar la hora a voluntad. Las restantes -más de veinte- siguen mostrando que nos encontramos ante una concepción distinta de la de los autores orientales que trataron del mismo tema como son los Banu Musa, del siglo IX, o al-Chazarí, del siglo XII. Pero lo más importante de todos estos juguetes, y algunos datos sueltos que figuran desperdigados por los textos literarios (como, por ejemplo, el de un laúd automático que estuvo en Toledo), es que nos dan una idea bastante aproximada de cómo podían ser las máquinas de la época y de cómo se podía transformar un movimiento circular en lineal y viceversa. Conocían las poleas, los polipastos, las palancas, engranajes de cualquier número de dientes o bien con dientes en sólo un sector de su circunferencia, las ruedas locas, los piñones, las cintas transportadoras, que a veces se bifurcaban; sabían producir movimientos alternativos o de vaivén, etcétera. Parte de estos artificios -no todos- tiene sus precursores en el mundo helenístico, pero, evidentemente, los mecánicos andalusíes sacaron de éstos y de los de su propia invención el máximo partido posible. Parece evidente que el mayor deseo del hombre era poder vivir sin trabajar, pero para ello habría que inventar los móviles perpetuos. Eso es lo que pretendió el autor de uno de los opúsculos que figuran en el citado manuscrito alfonsí al describirnos una serie de aparatos que elevaban teóricamente el agua en grandes cantidades sin consumo de energía. Pero, en medio de sus fantasías, aparecen otros que se basan en principios científicos correctos, aunque irrealizables en su época. Posiblemente, fue en este siglo XI cuando se introdujeron en la Península los molinos de viento y los de marea y, tal vez, se fijaran, por parte de los emires de Valencia y Játiva, Mubarak y Muzaffar, las primeras normas jurídicas por las que hasta hoy se rige el Tribunal de Aguas de Valencia.
contexto
En el total de Universidades del país, en 1922-1923 nos encontramos con 245 muchachas matriculadas en ella, frente a las 164 de Filosofía, las 14 de Derecho, las 106 de Medicina y las 217 de Farmacia. Esto requiere una explicación, pues a primera vista parece la más solicitada por las mujeres. Pero el primer curso de Ciencias era común con Farmacia y Medicina, por lo que sus cifras engañan. Sin embargo, a pesar de ello, el ritmo de incorporación de las universitarias a los estudios de Ciencias creció interrumpidamente durante los años 20. En el curso académico 1927-1928 nos encontramos con 395 chicas estudiando Ciencias, el 6,3% del total de universitarios en esta rama, y el 23% de la matrícula femenina. También durante esta época pudieron algunas de ellas desarrollar cierta carrera profesional en esas áreas, una vez terminados sus estudios. Se conoce la identidad y contribuciones de 17 mujeres que estuvieron presentes en los laboratorios del Instituto Nacional de Ciencias durante la década de los veinte. Así, en el Laboratorio de Investigaciones Físicas, en el área de Rayos X y estructura de cristales nos encontramos con Felisa Martín Bravo y Pilar Álvarez-Uder; en electroquímica y electro-análisis con Teresa Salazar, Francisca Lorente y Carmen García Amo. En el Laboratorio de Análisis Químico de la Facultad de Farmacia investigaron Carmen Miguel, Ascensión Vidal, María Luz Navarro, Mercedes Loperena, y Carmen y Maria de los Desamparados Brugger. Y por último, en el Laboratorio de Química Orgánica y Biología desarrollaron sus trabajos Concepción Espeso, Carmen Gómez Escolar y Natividad Gómez. Aunque licenciadas en Farmacia, Carmen Pradel y Trinidad Salinas también trabajaron en el Instituto Nacional de Ciencias. Destaca entre estas investigadoras la figura de Felisa Martín Bravo, primera doctora española en Ciencias Físicas en 1926, que seguiría desarrollando en los años 30 una sólida carrera profesional, con becas en el extranjero y docencia en la Universidad Central. La misma trayectoria (estancias en otros países, profesor auxiliar en la Universidad) siguió Teresa Salazar. Carmen Gómez Escolar continuó igualmente con sus investigaciones hasta 1936. Jenara Vicenta Arnal, hija de jornalero y de ama de casa, es otro buen ejemplo de la valía profesional de estas mujeres universitarias de los años 20. En 1921 logró el título de maestra de primera enseñanza. En 1923 el de bachillerato. En 1926 era Licenciada en Química por la Universidad de Zaragoza. Accedió tempranamente a la docencia superior, pues en 1927-28 la encontramos en esa misma Universidad como ayudante de prácticas, y el curso siguiente como ayudante temporal de electroquímica. Este trabajo lo compaginó con la preparación de oposiciones a cátedra de Instituto, ganadas en 1928, y con la realización de su tesis doctoral, defendida en 1929, por la que obtuvo además Premio Extraordinario. En los años 30 su trayectoria sería aun más brillante. La primera licenciada y doctora en Matemáticas fue Carmen Martín Sancho. En 1924 consiguió la licenciatura y en 1927 el doctorado, con Premio Extraordinario. Hizo oposiciones a cátedra de Instituto y ejerció primero en El Ferrol (1928) y después en el Instituto Infanta Beatriz de Madrid (1929). En 1931 recibiría una pensión de la Junta para Ampliación de Estudios para dedicarse a la geometría multidimensional en Berlín. María Dolores Ferrer Sensat, licenciada en Ciencias por la Universidad de Barcelona, también fue en 1929 profesora auxiliar de esa Facultad. Era entonces bastante insólito que este tipo de puestos docentes fueran ocupados por mujeres, aun tratándose de los más bajos del escalafón. Gráfico Margarida Comas i Camps se licenció en Ciencias en 1925, también en la Universidad de Barcelona. Era de origen mallorquín, y su padre estuvo ligado a la Institución Libre de Enseñanza. En 1911 consiguió su título de maestra de primera enseñanza y en 1912-15 estudió en la Escuela Superior de Estudios del Magisterio, en Madrid. En 1920, gracias una pensión de la JAE, amplió estudios en Inglaterra, en el Belford College for Women de la Universidad de Londres. En 1926, después de su licenciatura consiguió otra beca de la JAE para seguir estudios en la Sorbona, de cara a realizar su tesis doctoral. En los años 30 se introdujo en temas de pedagogía sexual. Fue admiradora y seguidora de los principios de la 'Escuela Nueva' inglesa y colaboradora de Revista de Educación. Tras la guerra se exilió en Inglaterra. Por último, cabe destacar el caso de Dorotea Barnés, una de las cuatro hijas del que sería ministro de Educación de la Segunda República, Domingo Barnés. Todas fueron universitarias. Dorotea estudió su carrera durante los años 20. En 1928 fue admitida como miembro de la Real Academia de Española de Física y Química, presentada por el Dr. Moles y por el Dr. Gutiérrez de Celis. En 1929 pasó un año en el Smith College, con una beca de intercambio, completada por una pensión de la JAE. Al año siguiente consiguió la beca "Marion Le Roy Burton" para trabajar en el Departamento de Química de la Universidad de Yale. La distinción era ya en sí algo de bastante envergadura, pero mucho más tratándose de una mujer.