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El período que ahora encaramos estuvo marcado por el comportamiento exitoso de las economías iberoamericanas y el incremento de las exportaciones. Esta situación permitió la consolidación de los sistemas políticos existentes, basados en el predominio oligárquico. En la mayor parte de los países latinoamericanos el panorama político se fue consolidando en torno a un sistema bipartidista, que generalmente oponía a liberales y conservadores. Por encima de todo, se enfrentaban dos maneras diferentes de entender la política y el manejo de la cosa pública, que tenían muy pocas diferencias en la práctica, pero eran compartidas por los mismos grupos sociales: la aristocracia, la burocracia estatal y los profesionales liberales y otros grupos urbanos. Pese al aparente bipartidismo y a las diferencias señaladas, el carácter oligárquico imponía su impronta al sistema, homogeneizando las formas gobernar. Los sistemas políticos eran de participación restringida (el voto universal apenas estaba implantado) y el caciquismo y el fraude electoral estaban difundidos en todos los países, aunque las prácticas latinoamericanas no se apartaban de lo que ocurría en buena parte de Europa a fines del siglo XIX y principios del XX. El sistema de partidos políticos estaba muy poco estructurado y los líderes y sus clientelas pesaban más que las estructuras político-partidarias. Los clubes de opinión y las tertulias eran uno de los principales lugares donde se discutían los asuntos de Estado y los grandes temas políticos y en ellos los padres de la patria tomaban las decisiones más importantes. El funcionamiento del sistema político tendía a favorecer el gobierno de ciertas capas de profesionales y de las burocracias políticas, a la vez que garantizaba su control por parte de los grupos oligárquicos. Uno de los principales problemas que tenían que afrontar los gobiernos era la debilidad del aparato estatal, debida fundamentalmente a la falta de integración al Estado de regiones geográficas marginales. La estructura social y los problemas lingüísticos también marginaban a grupos humanos importantes, como las comunidades indígenas, algo que en países como México o Perú llegó a alcanzar una dimensión importante. Esta situación tendió a revalorizar el papel intermediador de los caciques o caudillos, personajes clave que vinculaban a sus regiones con el poder central. La extensión de la burocracia a los confines más lejanos del país y la profesionalización de las fuerzas armadas fueron dos de los mecanismos que permitieron el reforzamiento del Estado. La debilidad se trasladaba al plano político y se reflejaba en la gran inestabilidad existente en la región. Las dictaduras se solían alternar con otros momentos de gran inestabilidad o con la convocatoria de elecciones.
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El cambio cultural al que asistimos tiene, como cabe esperar, múltiples manifestaciones arqueológicas y múltiples implicaciones sociológicas. Vayan estas últimas por delante en la exposición. Además de los cementerios de urnas se conocen muchos asentamientos asignados a la época y a la cultura de las Urnas. En la Edad de Bronce Antiguo, los poblados conocidos escasean. Abundan, en cambio, los del Bronce Final, y no pasan inadvertidos. Estos se localizan en promontorios y alturas, donde se encontraban bien amurallados. La serie de yacimientos fortificados más sobresaliente y homogénea es la correspondiente a la cultura de Lausitz, en Alemania Oriental y Polonia. Las murallas de dicha cultura se construyeron con un sistema celular de planchas en los frentes y empalizadas en el núcleo de dos y tres metros de espesor, y de gran resistencia en caso de ataque armado. Precisamente, las armas de bronce circularon en grandes cantidades durante esta etapa, tanto las ofensivas -espadas- como las defensivas -cascos, escudos, corazas, rodilleras, etc.-. En ciertos casos, esta panoplia militar acompañó al guerrero a su tumba; pero con mucha más frecuencia los hallazgos de aquellas armas se han producido en depósitos enterrados o entregados a las aguas de los ríos, de los pantanos, de las marismas, etc. Los depósitos de objetos metálicos son un fenómeno que está lejos de ser bien entendido. Muchos de ellos, sin duda, fueron votivos; es decir, fueron donativos de sus dueños a las divinidades de las aguas, de los espíritus de las grutas, o de los montes. Otros depósitos, en cambio, pudieron ser escondrijos en tiempo de peligro; o almacenes de metal; o testimonio de un broncista u orfebre prevenido; o conducto de una táctica orientada precisamente a la retirada del metal. Los depósitos pudieron ser accidentales o responder a un propósito religioso, social, económico, político o tecnológico Atendiendo al mérito artístico de los artesanos del metal, destacan dos áreas geográficas en Europa a fines de la Edad de Bronce. Estas son la Europa nórdica (Jutlandia, las islas danesas y el sureste de Suecia) por sus broncistas y la Europa atlántica (en especial Irlanda) por sus orfebres. A pesar de carecer de yacimientos metalúrgicos, la producción de objetos de bronce (armas, instrumentos, adornos y utensilios personales, vasos, etc.), en Dinamarca superó a la de otras regiones en cantidad y calidad. Su apego a la tradición de los túmulos puede verse reflejada en la proliferación de objetos de bronce requeridos por aquella clase social de los túmulos. Su conservadurismo no fue, sin embargo, inmovilista. Los broncistas daneses mostraron un admirable dominio y superación de las técnicas de su arte. Ello ocurre precisamente al final de la periodización del Bronce Nórdico (Fase V: 900-700 a. C.) cuando el hierro (material muy abundante en Escandinavia) había entrado con pie firme en la trayectoria de la metalurgia europea. En el terreno de la orfebrería, la tradición de las lunulae no debió de pasar sin dejar huella en Irlanda. Los depósitos irlandeses han proporcionado, en efecto, ingentes cantidades de oro. Ahora, el metal dorado y prestigioso no se escatima. Collares, brazaletes, alfileres, botonaduras, etc., son tan sólidas y tan pesadas, que suscitan la duda de si, alguna vez, alguien las ha usado a diario. Una nueva sociedad está a punto de constituirse en la fase de los Campos de Urnas. La serie de factores culturales apuntados (incremento de la producción de armamentos, renovación tecnológica de la metalurgia, rápido expansionismo de las innovaciones materiales, etc.), revelan unas condiciones sociales en las que la guerra es operativa, en las que la jerarquía dominante saca partido económico y beneficio personal a los enfrentamientos bélicos. En la guerra, que bien pudo tener el carácter de razzia o escaramuza, los dirigentes compiten por su prestigio y estatus social, como en el pasado; pero ahora las comunidades que éstos representan se juegan a vida o muerte el acceso a las fuentes de riqueza: los metales, el ámbar, las pieles, y, con seguridad, la posesión de tierras de labor. No faltan en esta fase los símbolos de poder y los objetos de prestigio en las necrópolis de incineración. Tumbas con ajuares ricos son frecuentes en la primera fase de las Urnas (siglos XIII y XII a. C.) en Centroeuropa (Baviera, Austria, Bohemia, Eslovaquia, Hungría, etc.). Los ricos del Norte siguieron haciendo ostentación de sus recursos. Ahora bien, el resorte social de la competitividad por alcanzar una posición social destacada va tendiendo hacia la manifestación de un desafío vital y no tanto a la mera emulación por la riqueza material. En estas condiciones, un mayor contingente de población, por su propio esfuerzo, tiene posibilidades de colocarse en una plataforma digna y contribuir a reforzar el engranaje socio-económico establecido. Llegado un momento, los ajuares de las urnas son muy uniformes. Ello no es necesariamente signo de empobrecimiento, sino de la participación de muchos individuos en los afanes de la guerra, del comercio pequeño y multirregional, del transporte, de la explotación más eficaz de la tierra, etc. En suma, la sociedad del Bronce Final en Europa ha reducido las fronteras regionales; es notoriamente más compleja que la del Bronce Antiguo y más igualitaria. Irreversiblemente, esta sociedad se movilizó con una ideología propia que se vierte ilustrativamente en las obras de arte.
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Tradicionalmente, se ha considerado que sólo hubo feudalismo en los condados catalanes, directamente relacionados con el mundo carolingio. Si esto es cierto por lo que se refiere a la organización temprana de la aristocracia militar, no lo es menos que todos los dominios cristianos de la Península se hallan en una situación similar a la de Europa durante este período y que, en definitiva, aunque no exista un feudalismo pleno, de tipo francés, sí se dan las condiciones económicas y sociales que permiten hablar de una sociedad en diferentes estadios de feudalización. En cada caso, las situaciones peculiares de la sociedad, la situación geográfica, la abundancia o escasez de tierra, la posición militar, los orígenes de los pobladores, las modalidades de repoblación, las influencias externas... influyen y determinan una evolución distinta de esta sociedad, en la que pueden verse todas las fases del proceso feudal: desde la existencia de señoríos aislados en Castilla hasta la organización estricta del grupo militar en los condados catalanes; pero no se trata de situaciones radicalmente distintas sino de diferentes etapas de un mismo proceso. El feudalismo catalán presenta numerosas peculiaridades y un ritmo de evolución propio, que viene determinado por la situación inicial de la sociedad en la que se implanta y por las circunstancias históricas en que se desarrolla.A comienzos del siglo IX coexisten en los condados de la Marca dos estructuras administrativas y dos formas de vida: la de la población autóctona, agrupada en valles en los que predomina la pequeña propiedad y la igualdad social de sus habitantes, y la impuesta por Carlomagno, que divide el territorio en condados y confía su defensa a hispanos o a francos, unidos al emperador por lazos de fidelidad y dotados con tierras situadas en zonas estratégicas que repueblan con la ayuda de sus colonos. La aproximación entre ambos modos de vida y entre ambas estructuras es lenta, sufre avances y retrocesos, y el triunfo de la segunda, de la gran propiedad, no se producirá hasta los siglos XI-XII. El conde, tanto si representa al monarca como si actúa de forma independiente, recibe los juramentos de fidelidad, hace cumplir las órdenes reales, concede los derechos de ocupación de tierras y entabla negociaciones con los musulmanes, está encargado de administrar las tierras fiscales y las personales del rey así como de la administración de los derechos. Como jefe militar del condado se encarga de reclutar y dirigir las tropas y dispone de contingentes permanentes a sus órdenes; garantiza la paz en el territorio y preside los tribunales... tareas para las que cuenta con un cuerpo de funcionarios que actúan como delegados del conde, que fija sus salarios y les paga mediante la atribución de una parte de los beneficios y derechos condales. La reorganización de al-Andalus por Abd al-Rahman III tuvo importantes repercusiones militares en los condados catalanes, al acelerar la construcción de castillos. El conde no puede ocuparse de construir el gran número de fortalezas que se necesitan y es incapaz de atender a la defensa de todas, por lo que, en ocasiones, vende los castillos a las corporaciones eclesiásticas o a los laicos que poseen suficientes medios para garantizar su defensa; y en otros casos autoriza o tolera la construcción de castillos en zonas de frontera ocupadas por laicos o eclesiásticos. Los castillos que dependen del conde y tienen un distrito siguen bajo la autoridad del veguer, cuyas funciones tienden a hacerse hereditarias así como las tierras unidas al castillo, con lo que aumenta la importancia de estos personajes que, de simples delegados, pasan a apropiarse los derechos sobre los campesinos del distrito. Los vegueres se hacen propietarios y señores de campesinos y, en un proceso inverso, los dueños de castillos tienden a dotar a sus fortalezas de un distrito a imitación de los castellanos dependientes del conde y a ejercer su poder sobre cuantos campesinos habitan el distrito. La autoridad y la fuerza que da la posesión de una plaza fuerte se combina con la necesidad de protección sentida por los campesinos, que en muchos casos se encomiendan y entregan sus bienes a estos jefes militares a cambio de protección. La inseguridad no es la única causa de la continua disminución de la pequeña propiedad: por razones todavía mal conocidas pero que se relacionan con el comercio de esclavos y con un desarrollo importante de la agricultura, a fines del siglo X se produce el enriquecimiento de una parte de la población (de los medianos y grandes propietarios y de las corporaciones eclesiásticas) que invierten los beneficios obtenidos en el comercio o en la agricultura, en la compra de castillos y en la obtención de nuevas tierras que les permitan concentrar sus propiedades a costa de los pequeños propietarios. La situación de guerra constante en que se desenvuelven las sociedades navarra y aragonesa, situadas entre los carolingios al norte y los musulmanes al sur, es la causa de las primeras diferenciaciones sociales: a la población agrícola y ganadera se superpone, en los siglos IX y X, un grupo militar cuyos jefes, los barones, son los colaboradores directos del rey o conde. Su número es y será siempre reducido, pero su importancia social aumenta al confiarles los condes y reyes el gobierno de algunos distritos y dotarles de tierras en plena propiedad, autorizarles a poner en cultivo otras, transmitir a éstas su carácter de libres e ingenuas, es decir, declararlas libres de las cargas fiscales, y concederles honores, es decir, tierras que el noble no puede incorporar a sus bienes patrimoniales pero en las que recibe los tributos y derechos del rey sobre quienes habitan en ellas, aunque el alcance de la concesión viene fijado en cada caso por el monarca, que se reserva siempre la mitad de los ingresos y tiene libertad para cambiar el emplazamiento de las dotaciones. La concesión real tiene como finalidad permitir a los barones el cumplimiento del servicio militar con un número determinado de caballeros y el rey les facilita los medios, pero reservándose la decisión de dónde estarán situados los bienes necesarios para atender a estas obligaciones. La posibilidad de cambiar el emplazamiento de los bienes evita la temprana patrimonialización de los honores. De los reinos y condados cristianos surgidos tras la invasión musulmana, el reino asturleonés fue el más influido por la tradición visigótica y teóricamente debería haber sido el más feudalizado si tenemos en cuenta que el reino visigodo se hallaba en el año 711 en un estado similar al del Imperio carolingio cien años más tarde. Sin embargo, no ocurrió así por diversas razones, entre las que importa señalar como fundamental el hecho de que en sus orígenes el reino fue creación de las tribus cantábricas y galaicas entre las que predominaba la pequeña propiedad, y no existió hasta época relativamente tardía una nobleza que pudiera imponerse sobre los campesinos y éstos conservan su libertad mientras haya amplios territorios desiertos o poco poblados cuya colonización interesa al monarca que, por su parte, tiene en Asturias-León un poder muy superior al de los reyes visigodos. Si no existe una total feudalización del reino, sí se dan numerosas instituciones feudales como el vasallaje, el beneficio o prestimonio y la inmunidad, que llevan a la constitución de señoríos laicos y eclesiásticos, pero ni el régimen señorial se generalizó suficientemente ni el grupo nobiliario adquirió conciencia como tal y el rey pudo mantener en todo momento unos derechos básicos que reducían considerablemente la autoridad de los nobles.Las diferencias jurídicas no pueden hacer olvidar, sin embargo, las coincidencias con los demás territorios peninsulares: predominio, con el tiempo, de la gran propiedad y sumisión de los campesinos a los grandes propietarios. La diferencia radica en que en el feudalismo pleno el gran propietario actúa como señor inmune al atribuirse las funciones públicas, mientras que en el reino leonés el privilegio es una concesión del rey, que puede revocarlo y otorgarlo libremente según la fuerza de que disponga; y, a diferencia de lo ocurrido en el imperio carolingio, los reyes leoneses y más tarde los castellanos tuvieron casi siempre la fuerza necesaria para imponerse a la nobleza.También desde comienzos del siglo X se dan en Castilla privilegios por los que los funcionarios reales no pueden actuar en las tierras declaradas inmunes, lo cual suponía, en frase de Sánchez-Albornoz, los siguientes derechos para el propietario: cobrar los tributos y servicios que los habitantes estaban obligados a pagar al soberano; administrar justicia dentro de sus dominios; cobrar las caloñas o penas pecuniarias atribuidas al monarca; recibir fiadores o prendas para garantía de la composición judicial; encargarse de la policía de sus tierras inmunes; exigir el servicio militar a los moradores del coto y nombrar funcionarios que sustituían a los del rey, atribuciones y derechos que, en líneas generales, coinciden con los que tienen los señores feudales.
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En opinión de Wells, cinco son los hechos tecnológicos que afectan y definen lo agrario a partir del Bronce Final en la Europa templada. *El arado. Aunque éste formó parte del complejo tecnológico del segundo milenio, parece que su generalización se produjo a partir del Bronce Final en dos tipos: el recto y el curvo, que nos muestran una cronología o funcionalidad distinta. Sí es destacable que el instrumento debió ser fabricado en madera. *Las hoces en bronce. Es el único instrumental agrícola, junto al hacha para desbrozar, que se realizó de forma general en bronce; un depósito en Frankleben, Alemania, aportó hasta 230, aunque su hallazgo es muy amplio y cubre una banda que se extiende por Suiza y sur de Alemania. *Los campos celtas. Es el nombre que se da a la demarcación y parcelación de tierras en el primer milenio con bancales de tierra, muros de piedra o empalizadas; aunque su uso se constata en el sur de Inglaterra en el tercer milenio, sin embargo, como en los casos anteriores, su generalización parece corresponder al primer milenio. *La estabulación de invierno. De nuevo, como en los casos citados, se trata de una generalización más que de un descubrimiento, lo cierto es que la tradición del estabulado se reafirma conforme se consolida la casa rectangular, que permite distinguir un espacio dentro de la casa para la guarda de los animales. *El silo y el granero. Su generalización se produjo seguramente en relación con factores como la estabulación de invierno o simplemente para el almacenaje de la cosecha; lo cierto es que su presencia se hace constante en los poblados, dando signos de nuevas estrategias agrarias. A las generalizaciones señaladas, que implican en todos los casos una intensificación del modelo económico, se debe añadir una firme tendencia a la especialización como lo avala el gran desarrollo que en algunas áreas debió de tener el centeno, una especie más adaptable a condiciones de frío y humedad, en tanto que en otras áreas la espelta acabó por desplazar al trigo, y la cebada vestida a la desnuda. Tampoco se escapa, en este marco de innovaciones, el fuerte desarrollo que a partir del año 1200 a.C. comienza a tener la explotación de la sal. Es a partir de este momento cuando se desarrollan los trabajos en la región de Halle, en Alemania, en Polonia o la explotación de las sales marinas en las costas francesa y del sur de Inglaterra, por no citar las minas de sal de los Alpes de Hallsttat o las de Camp de Chateau en Francia oriental. El significativo aumento de la producción de sal está en directa relación con los problemas de conservación de la carne, y es por ello el factor paralelo al silo en la agricultura. Intensificación y especialización agraria definen un tercer componente: la conservación del excedente, que va directamente ligada a una estrategia económica que tiene como fin el aumento de la producción. El modelo muestra hasta qué punto la tendencia expansiva de la economía agrícola, iniciada en el Neolítico, había tocado fondo. Pudieron ser razones antrópicas, por el constante mal uso de las tierras, lo que provocó que en algunas zonas aparecieran turberas, con el consiguiente encharcamiento del suelo y, aunque no está suficientemente demostrado, también pudo coincidir el momento con el desarrollo de otros factores naturales, que produjeron un clima más frío, al que se sumó a partir del siglo VIII a.C. un aumento de la humedad que pudo provocar, hacia la mitad del milenio, una subida del nivel del mar del Norte; el caso es que todo el modelo económico que se dibuja durante la fase analizada produjo un inusitado interés por el control de la tierra y seguramente por el ejercicio de la propiedad familiar sobre ella. En el plano de la tecnología metalúrgica, hasta bien entrado el siglo VIII y sobre todo durante el VII a.C., no se hace patente el predominio de la tecnología del hierro, quizá porque como indica Champion, los herreros de la Europa templada no consiguieron dominar adecuadamente el temple del citado metal; el hecho es que hasta que este proceso terminó de consolidarse, los grandes avances se produjeron en el campo de la metalurgia del bronce, al menos a dos niveles; de una parte, en los avances conseguidos en la técnica de fundición, como que observa en el caso de las asas de los calderos o en las empuñaduras de las espadas y en la posibilidad de alargar las hojas de las mismas; de otra, en la introducción en la aleación de cobre y estaño de un porcentaje controlado de plomo, que facilitaba la fundición, si bien ocasionaba un producto menos resistente, pero que suponía un ahorro de las materias primas más complejas de obtener, como el cobre y fundamentalmente el estaño. Este último aspecto es coincidente con los hechos observados en otros horizontes de la información arqueológica, de ahí los escondrijos o depósitos de material de bronce inútil y que seguramente constituían fondos para ser fundidos, tal y como se constata en el cargamento de bronce documentado en dos pecios hundidos en la costa sur de Inglaterra. Todos los investigadores concluyen que la fase supuso, dados los avances en materia de fundición y de ampliación de los sectores que se surtían de bronces, como era el caso de la agricultura, un aumento significativo de la demanda de productos de lujo y de producción de este metal, como con posterioridad sucederá respecto al hierro.
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Los españoles de la primera mitad del siglo XIX, aun los pocos que podemos considerar cultos, no tenían excesivo espíritu asociativo. En 1861, apenas 13.000 eran socios del conjunto de las asociaciones, excluidos los casinos. Sin embargo, con ser una cifra exigua, podemos observar la rápida progresión en la década de 1860 hasta llegar a agrupar a cerca de 21.000 individuos. Lo significativo no era el número sino la enorme actividad que desplegaron y la influencia que estas sociedades tuvieron en las minorías intelectuales y políticas del país. Algunos miles se reunían en torno a las Sociedades Económicas de Amigos del País. Hasta el siglo XIX, la cultura política había sido patrimonio de unas reducidas elites que habían alcanzado su máxima expresión en el siglo XVIII en las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, como símbolo del ambiente racionalista y enciclopedista del despotismo ilustrado. Con frecuencia, éstas promocionaban un espíritu arbitrista lleno de proyectos basados, muchas veces, más en la buena intención que en el conocimiento a fondo de lo que proyectaban cambiar. Sus bibliotecas eran escasas, pobres y mal catalogadas. Las llamadas cátedras, de diferente valor. A medida que fue avanzando el siglo XIX, especialmente en el último tercio, las sociedades económicas perdieron su papel protagonista para cedérselo a los ateneos y algunas otras sociedades científicas. Una institución que había sido hegemónica durante el siglo XVIII, en cuanto a la recepción de las ideas extranjeras, como la Sociedad Económica Matritense, perdía peso específico; para especializarse como centro educativo y sociedad de consultas. Esta decadencia se extendió a las otras Sociedades Económicas de Amigos del País. Las propias Sociedades Económicas se hicieron menos proyectistas, a juzgar por el descenso de los manuscritos en sus bibliotecas y, sin embargo, aumentaron algo el número de sus fondos bibliotecarios. La mayoría de los Ateneos se convirtieron en el centro de la cultura de cada localidad donde se instalaron y mantuvieron este papel hasta bien entrado el siglo XX, sin que lo hayan perdido del todo, hasta ahora, en algunos casos. Los ateneos eran, en primer lugar, centro de reunión y tertulia, quizás su principal función en la vida diaria, sin que por ello se hicieran competencia con los casinos, pues la doble o la triple afiliación no sólo no fue mal vista sino que fue relativamente frecuente. Las tertulias de los ateneos a menudo tenían una altura o al menos una intención próxima al debate. Además, a medida que avanzó el siglo, los ateneos cumplieron un papel decisivo en la introducción y difusión de las literaturas contemporáneas española y europea así como del pensamiento y la divulgación científica, especialmente proveniente de Francia y Alemania. Esta tarea se hizo tanto en las bibliotecas como en las cátedras. El ateneo simboliza más que cualquier otra institución, la crisis de la cultura oficial tutelada, clásica del Antiguo Régimen, porque, en última instancia, sustituye a la Corona, la Iglesia y la nobleza, por la figura del ciudadano en términos de individualismo liberal, libremente asociado para el debate, la crítica y la producción cultural. El Ateneo de Madrid comenzó en 1835. Su nombre completo, Científico, Literario y Artístico, dejaba patente su interés por estas disciplinas y por el debate de las ideas que entonces se barajaban en España y Europa. En los salones se hablaba, se discutía y se jugaba. Desde sus cátedras se difundieron todas las ramas del saber entre las elites culturales y los políticos liberales que, desde toda España, acudían a Madrid. Su influencia en la vida de los grupos intelectuales era mayor que la propia Universidad Complutense que, por entonces, se trasladó a Madrid. Esta trayectoria de difusión crítica de la cultura y permanente oposición política se acentuó desde 1856 hasta 1868. El debate científico y político estuvo animado por una tripleta ideológica: krausismo, librecambismo y el ideario democrático. Durante estos años, el Ateneo tuvo una enorme capacidad para crear opinión. Las conferencias dictadas desde sus cátedras calaron en los sectores ilustrados y constituyeron el tejido cultural de la revolución de septiembre de 1868. El número de ateneos o sociedades similares fue creciendo a lo largo del siglo XIX. En 1861 eran 39, apenas diez años más tarde 73 y en 1882 prácticamente eran el doble. Se multiplicaron progresivamente sus socios, cátedras y bibliotecas. No se trata solamente de ateneos, sino de sociedades creadas con espíritu independiente, como el Liceo Artístico y Literario de Madrid (1836), club más social que académico. No obstante, no faltaron en estas sociedades las conferencias, conciertos, exposiciones y bibliotecas con un elevado interés cultural. Las sociedades especializadas de discusión y crítica fueron vehículo de la cultura y del pensamiento europeo de la época y acogieron en años posteriores a los universitarios y profesionales españoles que habían completado su formación en el extranjero. En el Círculo filosófico tuvieron lugar los primeros debates sobre el krausismo (introducido por Julián Sanz del Río) incorporado a los debates ateneístas y asumido por la Institución Libre de Enseñanza. También colaboraron las Academias de Jurisprudencia y Legislación y de Ciencias Morales y Políticas, creada esta última en 1857.
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En general, parece importante el papel del crecimiento demográfico en la implantación/adopción del nuevo sistema económico. Se ocupan nuevas zonas y el aumento de la población es un factor dinámico de cambio cuando su desarrollo se acelera. Otra cuestión importante es la organización social y las características que podemos dilucidar sobre las relaciones sociales y sobre su interconexión con la economía. Parece ser que la familia es la unidad social básica entre estas comunidades: principalmente seria de carácter nuclear, pero también cabe pensar en la presencia de familias extensas. La diferenciación entre patrones de asentamiento, disperso o concentrado, puede reflejar relaciones sociales distintas, aunque todavía nos faltaría completar un registro demasiado parco en estos aspectos. Se trataría, en general, de sociedades igualitarias sin diferenciaciones internas significativas: alguna excepción encontraríamos en la documentación de grandes edificios singulares en poblados concentrados con casas grandes y alargadas construidas sobre el loess (Cys-la-Commune y Berry-au-Bac, en la Vallée de l'Aisne). Podríamos pensar, entonces, en la existencia de familias favorecidas, o quizás simplemente de casas comunales, o centros de reunión. Hoy por hoy, la discusión permanece abierta. Sin duda alguna deberían desarrollarse relaciones de parentesco y alianzas de carácter exógeno, ya que la interdependencia entre las comunidades parece ser un factor clave de cohesión social en estos momentos, dada la implantación incipiente de un nuevo modo de vida, la producción agrícola y ganadera. En este sentido, pues, se realizarían las actividades colectivas de cultivo, desmonte, etc. Además, esta identidad comunal se refuerza a partir de los datos que disponemos sobre los sistemas funerarios y de intercambio. Los modos de enterramiento más frecuentes de esta fase inicial de neolitización europea son las sepulturas individuales en el interior de los asentamientos y la construcción de algunas necrópolis aisladas. Pero, según las regiones, las prácticas funerarias se diversifican, como sucede, por ejemplo, en Gran Bretaña, con la construcción temprana de monumentos funerarios megalíticos, con estructuras tumulares y murales de tierra, madera o piedra, de carácter colectivo. También en el norte de Polonia aparecen los primeros enterramientos monumentales, las tumbas kujavienses (recubiertas por largos montículos definidos por grupos oblongos o triangulares de piedra), así como en Dinamarca y el norte de Alemania, con las cámaras megalíticas cerradas señalizadas con túmulos (Dyssen). En general no existe una diferenciación profunda entre los tipos de estructuras y ajuares, a excepción de algunos aspectos muy concretos. En la necrópolis de Nitra (Checoslovaquia), los ancianos inhumados reciben un trato diferencial; la uniformidad en la construcción de los túmulos megalíticos (del V milenio en adelante) puede tener una doble interpretación, pues o bien significa que se entierran determinados segmentos de la población (aparición de pocos esqueletos en túmulos de larga perduracion, como el de West Kennet) o, contrariamente, son focos de cohesión social, al tratarse de elementos y puntos de atracción socio-ideológica (al igual que las necrópolis). Diversos autores asocian el patrón de distribución funerario al patrón de asentamiento disperso: en zonas como el Danubio inferior, las costas del mar Negro y las llanuras húngaras. También a través del estudio del intercambio podemos analizar algunos elementos de las relaciones entre las comunidades. El desarrollo del intercambio de materiales no parece muy uniforme pero sí significativo de la preservación de las relaciones comunales. En la distribución de las materias primas destaca la circulación del Spodylus gaederopus del Mediterráneo oriental, con los que se fabrican brazaletes, cuentas y discos ornamentales y que llegan hasta la cuenca de París. Su dispersión se ha relacionado con la primera ocupación de las tierras loésicas. También se conoce la circulación de la obsidiana, desde los lugares de origen (Melos, Cerdeña, Lípari...) hasta la Europa central, y de sílex, por ejemplo, en los circuitos del norte de Polonia al norte de Europa, de Dinamarca hasta la península escandinava y la extensión de las hachas de piedra bretonas por toda la zona francesa (al igual que sucede entre el sur de Gran Bretaña y el resto de la zona insular). Se documentan, pues, las primeras minas europeas (Spiennes, Bélgica). Al margen debemos considerar la circulación de algunos de estos elementos como bienes de prestigio, pero seguramente a una escala no muy importante, sólo en aquellos casos en que las mismas fuentes de origen ofrecen escasas cantidades del producto en cuestión (por ejemplo, el Spondylus). En conjunto, y con el tiempo, se va hacia el desmembramiento de la uniformidad social-territorial (como la desintegración de la cultura de la cerámica de bandas que tiene su auge sobre el VI-V milenios). El proceso conllevará la reducción paulatina del tamaño de las agrupaciones culturales, una presencia mayor de la jerarquía interna y el desarrollo de una reciprocidad más restringida. Hemos visto, pues, una gran variedad en los tipos de organización social y en los mecanismos de desarrollo de las primeras comunidades agrícolas. De todas formas, el proceso de cambio del IV milenio en la Europa templada no se puede contrastar fácilmente, ya que en la misma diversidad del registro podemos leer la posibilidad del desarrollo de diversos tipos de organización social.
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Aunque los Incas lograron el mayor proceso de integración en el mundo andino antes del establecimiento del virreinato, no podemos desconocer la existencia de otras culturas, algunas de ellas verdaderamente ricas, en la región. En ellas encontramos algunos rasgos y patrones de comportamiento que cristalizarán en el Imperio de los Incas, pero que tienen su origen en tiempos muy remotos. Gráfico En la idílica visión que el indio yarovilca aculturado Guamán Poma nos ofrece del pasado preinca, señala que en la etapa de los purunruna, en los Andes "no había adúlteras ni putas. Se casaban vírgenes, y lo tenían por honra". Ciertamente no hemos de seguir al pie de la letra el relato de un cronista que no tiene demasiado aprecio por los incas. Pero nos sirve como introducción para comprender que "había vida" antes del incario. Que aunque no sobran los datos para conocerlas, otras culturas se asentaron en el espacio andino antes de la expansión inca, y que probablemente algunas de estas culturas perduraron y coexistieron con las fórmulas impuestas por el estado Inca. Cieza de León, en su Crónica del Perú, que describe casi en el primer momento de la presencia española la realidad que contemplaron los soldados, habla de la costa norte de Sudamérica y describe unos comportamientos que pueden llevarnos a considerar que estamos ante una cultura de tipo matriarcal. Esta afirmación se deduce de las leyes de sucesión descritas por Cieza, según las cuales en el reino de los Muiscas, en la actual Colombia, la herencia recaía sobre el hijo de la hermana. En su recorrido por las regiones del Norte, Cieza va recopilando noticias de los pueblos que atraviesa, y nos las dejó por escrito, quizá sin entrar a valorar la verosimilitud de lo que cuenta. Entro otras cosas, nos dice que cuando moría un señor enterraban con él a sus mujeres y servidores, además de diversos objetos que necesitaría en la otra vida. También describe las costumbres antropófagas de algunos de los pobladores, que les llevaba a comerse a sus propios hijos. En cuanto a las relaciones entre personas de ambos sexos, afirma que no tenían en gran estima la virginidad para las mujeres antes del matrimonio. Incluso podía ser un motivo de desprecio el que una joven llegara doncella a casa del marido. Así, describe Cieza que en algunas regiones de Quito, "cuando casan las hijas y se ha de entregar la esposa al novio, la madre de la moza, en presencia de algunos de su linaje, la corrompe con los dedos. De manera que se tenía por más honor entregarla al marido con esta manera de corrupción que no con su virginidad. Ya de la una costumbre o de la otra, mejor era la que usan algunas destas tierras, y es que los más parientes y amigos tornan dueña a la que está virgen, y con aquella condición la casan y los maridos la reciben." (La Crónica del Perú, capítulo 49) Aunque el propio Cieza señala al inicio de sus descripciones que el incesto estaba prohibido, parece que a medida que va avanzando hacia el sur esta prohibición se va atenuando, hasta que desaparece. Es precisamente entre los muiscas colombianos donde se desarrolla una de las leyendas que darán origen al mito del Dorado. Cuentan que en la laguna de Guatavita se realizaban ofrendas de oro a una diosa que habitaba en la laguna. También estos pueblos tenían veneración a una diosa relacionada con la fertilidad, de rasgos asociados con la luna. En cualquier caso, aunque las diferentes variantes de leyendas y tradiciones hacen difícil conocer con exactitud la relación entre lo masculino y lo femenino, lo cierto es que, al menos como concepto ritual y religioso, el elemento femenino unido a las fuerzas de la fertilidad tenía gran importancia entre los antiguos habitantes de la actual región norandina. También corresponden a la actual Colombia las piezas que constituyen el llamado "tesoro de los Quimbaya", del Museo de América de Madrid. Entre ellas se han encontrado varias figurillas de oro elaboradas con enorme delicadeza. No se sabe con certeza si estas figuras son ídolos religiosos o representan a caciques, lo que se podría deducir de su postura sedente. Entre ellas hay algunas que presentan rasgos femeninos, destacados precisamente por representar personajes desnudos, portando únicamente atributos de mando. Nuevamente son muestra de la importancia de la mujer o de lo femenino en estas regiones.
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A lo largo de los siglos XI al XIII, la sociedad urbana comenzó siendo una agrupación simple, espontánea o dirigida, de campesinos, artesanos y, en algunos casos, caballeros, vinculados social y económicamente al medio rural, pare ir ofreciendo una evolución hacia formas complicadas y heterogéneas que fueron inclinando el poder inicialmente comumal en favor de minorías oligárquicas de componente señorial, burgués o principesco. Por ello no se puede hablar de una sociedad unívoca y separada del resto mayoritariamente campesino, porque aparecen sociedades urbanas distintas según las diferentes características de las ciudades medievales. El panorama es, por tanto, muy dispar, pues en las ciudades de mayor o menor rango encontramos desde gente modesta a grandes mercaderes y hombres de negocios, desde residentes dependientes del poder señorial en los burgos hasta auténticos burgueses de libre condición, desde familias humildes hasta patricios encumbrados que forman estirpes dominadoras del poder económico y social. Pero la sociedad urbana es contradictoria y en su seno surgirán diferencias abismales que el mundo rural no había conocido, pues aquí las solidaridades serán más gremiales y corporativas que asistenciales, con el resultado del abandono, la miseria y la pobreza urbana, más dramática que la rural. Como recuerda G. Fourquin, desde el siglo XI el artesanado rural comienza a instalarse en la ciudad organizándose en oficios especializados, a la vez que se diversifica y llega a crear potentes sectores casi industriales (como sucede con el textil). En la mayor parte de los casos, los artesanos instalados en la urbe rompen los lazos señoriales y se entremezclan con quienes procedían de un estado libre, pero unos y otros se promocionan, actualizan sus técnicas y hasta se enriquecen; sobre todo cuando se integraron en corporaciones privilegiadas que llegaron a monopolizar sectores enteros de la producción y a controlar el mercado local o regional, compitiendo con los grandes mercaderes que copaban los mercados internacionales pero que chocaban en las ramificaciones comarcales con ellos. Poco a poco el numero de corporaciones profesionales fue aumentando hasta el caso de París, que contaba en el siglo XIII con 130 profesiones artesanas; aunque lo normal era que las ciudades se distinguiesen por alguna de ellas: zapateros en Ruan, tejedores en Colonia o peleteros en Estrasburgo. Profesiones en las cuales la división entre maestros, oficiales y aprendices estableció una jerarquía laboral que mantuvo rígidos esquemas de comportamiento y acceso pluriforme, y en el caso de los primeros cierta influencia concejil y municipal. Algunas corporaciones incluso formaron sociedades monopolizadoras de fabricados que, en el caso de ciudades del norte de Italia, como Florencia, constituyeron hasta siete grandes oficios, entre los que se contaba el llamado "arte di calimala" (de la lana y la seda), y que integraron el "popolo grasso" que dominaba la "Signoria" junto con los cinco "artes medios" y los siete "artes minores" a finales del siglo XIII. Pero la situación italiana era excepcional, porque en la mayoría de las ciudades europeas los artesanos verían dificultada su aspiración de acceso al gobierno municipal por los señores laicos o eclesiásticos, la autoridad regia y principesca o la burguesía del gran comercio y los negocios. En todo caso, lo que caracteriza a la sociedad urbana del siglo XIII, al final del proceso formativo, es su organización y estructuración en provecho de las minorías, ya fueran éstas oficiales, patricias o señoriales, mientras que las corporaciones artesanas proporcionaron fuerza militar y recursos en momentos de dificultades, así como una base social de defensa de sus intereses y cobertura de sus necesidades solidarias a través de cofradías y hermandades que compaginaban el carácter benéfico-asistencial con el gremial. La proliferación de corporaciones es el resultado de la división del trabajo que caracteriza a la ciudad frente a la producción rural artesana menos profesionalizada, favoreciendo la aparición de una jerarquía profesional que incluye asimismo a las gentes de leyes, escolares y funcionarios. Pero existe en las ciudades otra jerarquía de carácter político, confundiéndose con la anterior con cierta frecuencia y rivalizando con ella por el dominio del poder municipal, que no se manifestaba exclusivamente en el gobierno de la ciudad, sino también en el control de la economía y las finanzas. De ahí que la burguesía sea la espina dorsal de la sociedad urbana, aunque convivan los grupos sociales burgueses con los jurídicos o los políticos. El burgués es, por tanto, el hombre completo en la ciudad desde el punto de vista jurídico. Goza de inmunidad, privilegios, participación en la organización urbana, en su enriquecimiento y hasta en su defensa; además forma parte del patriciado; patriciado entendido según los lugares de diferente manera. Así, por ejemplo, en Alemania comprende tres sectores: los grandes mercaderes (mercatores) que comercian a larga distancia, los ministeriales y los propietarios libres de tierras; pero no se incluyen los artesanos como en Italia, y sólo los patricios dominan las asambleas políticas y los intereses municipales, junto con algunos señores según las circunstancias. Las fortunas de esta poderosa burguesía se funden o se hunden según los avatares propios o ajenos, pero dichas fortunas se invierten en mejorar las tácticas, ampliar los negocios o adquirir bienes fundiarios, convirtiendo a algunas familias burguesas en señores de campesinos dependientes. Los abusos cometidos por el gobierno de las ciudades obligó a intervenir al poder real. El testimonio de Philippe de Beaumanoir, al servicio del rey de Francia, sobre el particular podría extenderse a muchas villas y poblaciones: "Vemos cómo en muchas ciudades los medianos y los pobres no tienen participación alguna en la administración de las mismas, y son los ricos los que gobiernan por su naturaleza o su golpe de fortuna. Así un año es uno de ellos quien ocupa un cargo, al año siguiente es su hermano o pariente; y a menudo descargan la contribución al bien común en los humildes y necesitados, evitándose ellos su aportación". De cualquier forma, si el cimiento de las sociedades urbanas comenzó siendo el conjunto de la gente del común que actuaba a través de lazos de solidaridad, la ciudad acogía a otras gentes que gozaban de inmunidad y privilegios desconocidos incluso por el común, como, por ejemplo, los milites y ministeriales de las ciudades imperiales y episcopales. Y en ese conjunto se instalo una burguesía del gran o mediano comercio, de las grandes corporaciones artesanas y de las finanzas que en el siglo XIII tuvo que compartir espacio político y social no sin enfrentamientos, conflictos y antagonismos que, en muchos casos, perduraron hasta el final de la Edad Media. Así, pues, la diferenciación social produjo también marginalidad y alienación económica (pobres y desheredados), religiosa (judíos), profesional (aprendices) y doméstica (fámulos, servidores o dependientes). Por ello, las nuevas órdenes religiosas propiciaron su instalación en las ciudades y alternaron otras dedicaciones con la atención de los necesitados, como ocurrió con los dominicos y franciscanos, introducidos también en las Universidades que en algunas de las ciudades de Occidente comenzaron a surgir desde finales del XII y a lo largo del siglo XIII (Bolonia, París, Salamanca). La diversidad social en el medio urbano provocó a la larga la formación de una mentalidad antifeudal que, en ocasiones, sirvió a los poderes públicos para contrarrestar el enorme peso de la aristocracia y obtener frente a ella logros y triunfos sonados que reforzaron el poder monárquico. Como afirmaba recientemente Benevolo, la creación del sistema urbano europeo a expensas del auge demográfico-social y económico desde el siglo XI a la recesión del XIV, se contempló en su momento como una aventura abierta hacia el futuro desconocido. Quienes, como Dante, a caballo de los siglos XIII-XIV, añoraban la ciudad rodeada de murallas de antaño y denostaban, en cambio, la ciudad coetánea con "nueva gente y ganancias aceleradas", chocaban abiertamente con los viajeros y cronistas que se extasiaban del impacto favorablemente, mostrando el contraste de dos maneras de entender el fenómeno urbano en toda su complejidad. En pocos siglos, la relación entre las ciudades europeas y las orientales se invirtió. Las grandes ciudades del pasado se resienten y declinan: Constantinopla tras la conquista de los cruzados en 1204, Bagdad después de la invasión mongola de 1258, Palermo tras la conquista de Carlos de Anjou en 1266. En cambio las ciudades europeas crecieron, se multiplicaron y diversificaron. Ni siquiera Marco Polo cuando visita China entre 1274 y 1291, con grandes ciudades que sobrepasan el espacio urbano europeo, se resiste a equiparar estas urbes extremo-orientales con Venecia. La urbanización de Europa entre los años 1050 y 1350, en ese tiempo que Benevolo califica como el de "la formación de un nuevo sistema de ciudades", fue un acontecimiento decisivo, pero decisivo porque originó un nuevo orden social que tuvo en la ciudad su ámbito de desarrollo. Ambos sistemas, el urbano (topográfico y urbanístico) y el humano han pervivido, en la mayoría de los casos, hasta nuestros días. Es una herencia que nos ha legado la misma noción de ciudad como un "sujeto individual" y animado que "no se puede reducir, a las recientes formalidades de las instituciones nacionales y supranacionales". Muchos discursos teóricos sobre la ciudad (como estado de ánimo, conjunto de costumbres y tradiciones, actitudes y sentimientos organizados en el seno de estas costumbres y transmitidos mediante dicha tradición) se basan en el recuerdo idealizado de la época creativa medieval (siglos X al XIV)". Pero nada impide, ampliando al autor mencionado, que desde una visión retrospectiva se pueda ver cómo fueron a la vez la ciudad y la sociedad que la animó y engrandeció, con solución o sin solución de continuidad respecto, del pasado antiguo y altomedieval. Porque la ciudad de la plena Edad Media transformó el entorno al importar del medio rural materias primas y alimentos, pero también porque atrajo del campo a sus pobladores, de forma que ya en estos siglos se produjeron despoblados como consecuencia de la instalación de sus miembros en las ciudades. Volviendo a Pirenne (un clásico redivivo de la interpretación del fenómeno urbano europeo durante la Edad Media), recordamos su afirmación de que a medida que se acentuó el renacimiento comercial, las colonias mercantiles de las ciudades o de los burgos crecieron ininterrumpidamente y su población aumentó según la vitalidad económica de cada caso. "Cada uno de los nudos del tránsito internacional participó naturalmente de la actividad de éste y la multiplicación de los comerciantes tuvo necesariamente como consecuencia el crecimiento de su número en todos los lugares donde se había asentado inicialmente, porque estos lugares eran precisamente los más favorables para la vida comercial. Si estos lugares atrajeron a los comerciantes antes que otros fue porque respondían a sus necesidades profesionales mejor que los demás. Así se puede explicar de la manera más satisfactoria, por que, por regla general, las ciudades comerciales más importantes de una región son también las más antiguas". El que los burgueses-comerciantes se instalasen en medio o al lado e incluso fuera de los recintos iniciales y de la población preexistente -según se tratase de ciudades, burgos (con su vetus burgus y su novus burgus) o portus (Países Bajos e Inglaterra) (recinto cerrado, y no marítimo necesariamente, para guardar las mercancías de paso)- no impide abundar en el hecho de la importancia que tuvo la instalación, en una población monolítica socialmente que guardaba todavía la organización y mentalidad campesina, de un conglomerado de mercaderes, artesanos especializados, caballeros, funcionarios y clérigos que iban a romper el estatismo social antagónico de señores y campesinos en favor de grupos más dinámicos y emprendedores.
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Sabemos hoy, ciertamente, todavía poco sobre la sociología de la producción y el consumo de la cultura en España. La primera cuestión a desbrozar es la de la identidad de los escritores en la España del Siglo de Oro. Noél Salomon en 1972 estableció tres tipos de escritores en la España del Siglo de Oro: 1) Los escritores aristócratas, para quienes tomar la pluma es un arte noble del espíritu, un lujo en su existencia social palaciega. Tal es el caso del marqués de Santillana o Garcilaso de la Vega. 2) Los escritores artesanos, para quienes escribir es una profesión, una actividad para ganar el pan cotidiano. Entran en esta condición los juglares medievales, los poetas maestros de capilla (Juan de la Encina, Lucas Fernández) y los poetas secretarios capellanes del tipo Lope de Vega hacia 1600. Unos y otros viven de la pluma a la sombra del roble señorial. 3) Escritores de mercado. El ejemplo más expresivo es Lope de Vega después de 1610. El teatro fue para él un importante medio de vida. Por una comedia cobraba poco más de 300 reales. De ellos, para Salomon, el tipo más frecuente de escritor fue el apoyado por el mecenas. Sin embargo, el mecenazgo en España fue limitado. La burguesía mercantil, protectora de intelectuales en otros países, fue escasa. Participó más en el mecenazgo la nobleza, sobre todo en la primera mitad del siglo XVI. El conde de Tendilla, al que alababa Pérez del Pulgar por su conocimiento de Salustio, protegió a su llegada a España a Pedro Mártir de Anglería. Diego Hurtado de Mendoza mantuvo una fructífera relación con Páez de Castro y el duque de Gandía protegió a Juan Andrés Estrany, comentarista de Plinio. Hernando Colón hizo venir a Juan Vaseo a trabajar en la biblioteca colombina y tradujo la Mecánica de Aristóteles. El conde de Ureña fundó en 1548 la Universidad de Osuna. El marqués de Mondéjar, don Gaspar Ibáñez de Segovia, brilló por sus estudios de crítica histórica. La duquesa de Calabria fue la gran protectora del grupo científico renovador de la Universidad de Valencia en 1540. Pero la realidad es que sólo una minoría de la nobleza ejerció directamente el apoyo a las actividades de los humanistas. La mayoría se proyectó hacia tareas de gobierno, guerra o diplomacia. En 1534 el humanista Francisco Decio compuso un diálogo con el título Paedapectitia (aborrecimiento de la educación), en el que el protagonista refutaba los argumentos del caballero Geraldo, quien sostenía que los estudios no se acomodaban a la dignidad del caballero. Juan Costa, catedrático de la Universidad de Salamanca, afirmaba en 1578 que los nobles tenían a gala su pésima escritura. Juan de Mal Lara llega a decir que "aún es señal de nobleza de linaje no saber escribir su nombre". Pedro Mártir, llamado por el cardenal Mendoza a Granada para enseñar Humanidades a los jóvenes nobles, decía: "Estos aborrecen las letras. En efecto, estiman que las letras son un impedimento para la milicia, la única cosa, dicen, por la que es glorioso esforzarse". El proteccionismo nobiliario sólo se dejó sentir -y únicamente en las ciencias- a fines del siglo XVII. La Corona ejerció, asimismo, un notable mecenazgo. La reina Católica comenzó a estudiar latín en 1482 en sus esfuerzos por instruir a la nobleza cortesana. Desde 1487 figura en las cuentas del Tesorero Real Gonzalo de Baeza el nombre de Beatriz Galindo, la Latina. La preocupación de Isabel por la educación intelectual de sus hijas contrasta, por cierto, con el desinterés que Carlos V manifestó por la educación de las suyas. La labor de Pedro Mártir de Anglería como capellán y maestro de los caballeros de la corte en las artes liberales, desde 1492 a 1516, fue reconocidamente útil. A la muerte de Fernando el Católico, Cisneros suspendió la asignación de 30.000 maravedíes anuales que por su magisterio le había otorgado a Pedro Mártir la reina Isabel. Durante el reinado de Felipe II, Checa ha puesto de relieve el importante papel del rey en el mecenazgo artístico. El eje Amberes-Roma-Madrid tuvo enorme importancia. Destacaron en este sentido hombres vinculados a la corte como Granvela, Antonio de Mercader, Pau de Castro y otros personajes. López Piñero, Goodman, Vicente Maroto y Pivicio han destacado el papel del poder real en la organización de la actividad científica. Testimonios expresivos de ello fueron las Relaciones Topográficas de Felipe II, la expedición científica a México de Francisco Hernández de 1571-1577, la unificación de pesas y medidas, la promoción de la ingeniería militar, etcétera. A fines del siglo XVI la nobleza empezó a ir superando el tradicional concepto de la incompatibilidad de las armas con las letras. El arte participó de la misma situación que la literatura. La clientela, ya eclesiástica (cabildos catedralicios, curas párrocos, frailes, monjas...), ya civil (cofradías, hermandades, corporaciones, mayordomos, etcétera), por regla general encargaba pinturas para ser objeto de la devoción en iglesias, capillas y conventos. Son escasos, en cambio, los encargos, limitándose éstos a los más domésticos para los oratorios de las casas o las imágenes religiosas de alcoba. Los pintores, agrupados en gremios, con talleres de empresa artesanal y familiar, con una organización aún medieval y una posición pecuniaria mediocre, tenían que vérselas con unos clientes o mandatarios que no les concedían una consideración social semejante a la que ya tenía el artista en Italia o en Francia. Sólo los pintores de cámara y en especial Velázquez pudieron escapar, en gran parte, a una situación precaria de trabajo propia de una sociedad estamental, sin movilidad de clases y lentas reacciones estructurales. B. Bennassar, J. Elliott y J. Brown han demostrado, sin embargo, contra la interpretación de Bonet Correa, que en España hubo abundante coleccionismo artístico de la monarquía, de la nobleza y hasta de la burguesía. El marqués de Leganés, el conde de Monterrey, Jerónimo de Villanueva..., destacaron como expertos comisarios del rey para la compra de cuadros. El pintor Velázquez compró cuadros en Italia para el rey como la Venus y Adonis de Veronés y el Paraíso de Tintoretto. Pero no sólo brillan las colecciones del rey. Los inventarios de bienes de nobles y burgueses reflejan el interés por el arte. Colecciones como la del marqués de Carpio, Juan Viancio Lastonosa, los ya citados Leganés y Monterrey y el almirante de Castilla o el duque del Infantado son bien significativos. Incluso un comerciante como Pedro de Arce tenía una impresionante colección en la que destacaba las Hilanderas de Velázquez. Volviendo a la literatura, diremos que la clasificación de Salomon es muy superficial. Alberto Blecua ha subrayado las variaciones en la identidad de los autores en función del género cultivado. Los poetas presentan una facies sociológica compleja. Al lado de autores como Zapata, que pagó 400.000 maravedíes para imprimir su Carlo famoso, y que entraría dentro del grupo de aristócratas, vemos a autores de todo pelaje social; desde los que escriben por razones de utilidad -caso de los místicos y jesuitas- a los que sólo aspiran al fresco soplo del viento de la fama. Lo que parece evidente es que no son muchos los poetas que imprimieron sus obras y, desde luego, sus beneficios económicos fueron escasos. Las obras de Garcilaso y Quevedo fueron un éxito editorial, pero ello a quien benefició fue a los editores. Quizá sólo Lope obtendría directamente ganancias de su producción poética. Tampoco los poetas épicos compusieron obras por obtener beneficios. En su caso, sus elogios a determinadas familias ilustres propiciaron el mecenazgo. La dignidad de la poesía épica permite el acceso a la misma de una amplia gama de escritores, desde los procedentes de la gran nobleza a los simples soldados testigos presenciales de tales o cuales hechos militares. La novela sentimental entraba en la categoría poco definida de tratado y estaba compuesta generalmente por secretarios, es decir, profesionales de la pluma. Este género pertenece a la tradición humanista y desaparece hacia 1550. La novela de caballerías, con un centenar de títulos y más de 250.000 volúmenes impresos, es el género que más se presta a una fabricación en serie. Criticado por los moralistas y erasmistas, el libro de caballerías presenta cierta tendencia al anonimato y sus autores, salvo Fernández de Oviedo, Feliciano de Silva o Jerónimo de Urrea, son hombres un tanto oscuros en la historia literaria. Después de 1550 el género entra en crisis por la extensión enorme de sus textos, renaciendo de modo impresionante en la década de 1580-90, con nada menos que 31 ediciones que algunos historiadores han relacionado con la preparación de la Armada Invencible. La pervivencia del consumo de las novelas de caballerías a lo largo del siglo XVI y XVII no es incompatible con la realidad de un abandono de este género a mediados del siglo XVI por parte de los autores jóvenes, autores que no se habían formado en la tradición literaria del siglo XV. Desde mediados del siglo XVI, efectivamente, comienzan a desaparecer los libros de caballería originales, paralelamente a la escalada de la novela pastoril. De este género sólo fueron éxito editorial la Diana de Montemayor, Alonso Pérez y Gil Polo; la Arcadia de Lope, el Pastor de Filida de Gálvez de Montalvo y la Galatea de Cervantes. Fue un género culto, refinado, que se prestaba a ser abordado por secretarios e intelectuales cortesanos, que escribieron muchas veces en clave y con alusiones veladas a los lectores de su clase social. Sin embargo, vemos entre sus cultivadores gente muy variada: condes como don Gaspar Mercader; sacerdotes como Balbuena; médicos como Pérez; traductores como Texeda; notarios como Gil Polo, cantores como Montemayor; soldados secretarios o soldados poetas como Cervantes, Gálvez de Montalvo y Lofraso; secretarios como Lope y estudiantes jóvenes como Gonzalo de Bobadilla. La novela bizantina contó con pocos cultivadores aunque de reconocido prestigio, como Cervantes, Lope o Gracián. Todo lo contrario ocurrió con la novela corta. Salas Bobadilla y Castillo Solórzano se convierten en verdaderos fabricantes de novelas cortas. Asimismo contó con muchos autores la novela picaresca, tanto por el carácter proteico del tema como por el éxito fulminante del Guzmán de Alfarache. Al filón de la picaresca acudieron desde los poetas y novelistas conocidos como Quevedo, Salas Barbadilla, Castillo Solórzano, Espinel, Cervantes, a escritores accidentales como Alcalá Yáñez, López de Ubeda, Carlos García -los tres médicos-, Juan de Luna -traductor-, o Gregorio González y Martí, jesuitas. Los primitivos autores teatrales en lengua vulgar son secretarios -Francisco de Madrid-, organistas y músicos -Lucas Fernández, Encina, Gil Vicente-, clérigos -Diego Sánchez de Badajoz, Díaz Tanco, Torres Naharro- y estudiantes de escaso renombre. Sus obras, por lo general, están compuestas para ser representadas en los palacios o en las iglesias, con motivo de festividades religiosas, y en algunas ocasiones se escriben a petición de los mecenas o de los ayuntamientos. Hasta 1530 no hay noticias de actores profesionales, por lo que no se establecía entre el público y el autor ningún elemento mediador. Los primeros autores-actores profesionales fueron Lope de Rueda y Alonso de la Vega. El teatro fue el género más comercial. La demanda extraordinaria del mercado generó una fabricación casi en serie. Lope y Calderón, sobre todo el primero, pudieron vivir de la comedia aparte de sus mecenas. El mercado, en el siglo XVII, marcaba ciertamente sus pautas.
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Bajo este epígrafe vamos a revisar diferentes aspectos que nos informan acerca de cuestiones relativas a los retratados y la sociedad en la que vivieron, de la que fueron sujetos activos y pasivos. Desgraciadamente los datos arqueológicos fiables que acompañan al bloque de retratos en nuestro país son escasos, o cuando menos insuficientes. Existe además otro problema añadido, y es que el lugar de aparición de un retrato no siempre corresponde con el espacio original para el que fue concebido. En este orden de cosas, es una tarea ardua reconstruir la ambientación en que se expusieron estos retratos y la finalidad para la que fueron encargados. Los trabajos al respecto se limitan al terreno de la mera hipótesis. Tengamos también en cuenta que un retrato, aun siendo material pesado, es una obra fácilmente transportable, y que la localización última, por circunstancias de su propietario, podía ser aleatoria. Los particulares que encargaban un retrato podían destinar éste a tres posibles usos: doméstico, funerario y públicoconmemorativo. Las casas romanas mostraban a sus visitantes las efigies de sus antepasados, imagines maiorum, como modernamente aparecen los blasones en las fachadas de nuestros pueblos. No olvidemos que, si bien el retrato se generaliza con rapidez, nace como estigma de prestigio social. Un magnífico ejemplo de este sentido son la casas pompeyanas, nutridas de retratos particulares. El retrato doméstico era fundamentalmente de busto, para acoplar a un soporte o pedestal. Se situaba según la entidad del representado: la región más destacada de la casa se reservaba para el pater familias. En los espacios ajardinados acompañaban a ciclos estatuarios, que simbolizaban creencias o gustos personales. No sólo encontramos retratos personales en las viviendas, también aparecen piezas que representan personajes públicos, en alusión a una posible clientela del propietario. Las villae nos han dispensado alto número de piezas contextualizadas en los establecimientos del territorio de las grandes ciudades. Son interesantes estos casos porque además de colaborar en las dataciones de algunos entornos problemáticos, confirman la dispersión productiva de los talleres urbanos. Mayoritariamente los retratos se asocian con los recintos funerarios, con las áreas de necrópolis. En la Península son de destacar los grupos de Carmona y Mérida. La versatilidad de los soportes retratísticos va paralela a la variedad tipológica de las construcciones funerarias. El hecho de que los retratos estén presentes en placas para empotrar, estelas, altares, sarcófagos, bustos y estatuas corrobora la primacía funeraria. El tipo seleccionado iba en función del monumento elegido, y éste del rango del difunto. Ya hemos visto también cómo algunos tipos funerarios crearon un estilo propio en ciertas zonas, caso de altares y estelas emeritenses. Cada época poseía su variante peculiar de moda. En la Península lo más frecuente son las cabezas-retrato de primera etapa y los bustos. Conocemos la existencia de algunos grupos estatuarios sedentes, pero existen ciertas lagunas de otros tipos: estatuas ecuestres, heroicas, etc. El retrato del entorno funerario jugaba un esencial papel simbólico en las celebraciones rituales en honor del difunto, siendo la encarnación más perfecta del fallecido. Los encargos de retratos particulares destinados a este medio provenían de familiares y herederos, o bien de personas estrechamente conectadas al difunto por otros vínculos: servidumbre, agradecimiento, etc. Como hoy, los ciudadanos hispanos se hacían retratar en vida pensando en el futuro fin funerario de la obra. Los datos epigráficos son reveladores de esta costumbre, normal entre los romanos. Las condiciones económicas de financiación del monumento y los retratos dispuestos en él están expresadas sin reparo. Es difícil calcular el coste de un retrato; en el precio final influirán factores como el material, tipo elegido, taller y localización del mismo. Las piezas individuales costarían más que las seriadas. En las estatuas-retrato los cuerpos estarían dispuestos en el taller y sólo habría que añadir la cabeza; por eso en ciertas estatuas-retrato no se corresponden cronológicamente cabeza y cuerpo. Cuando comprobamos que muchas piezas, estelas funerarias, responden a un patrón similar, podemos pensar que el trabajo se realizaba en serie como consecuencia de la popularización de estos monumentos de bajo coste. Gracias al texto complementario que suele acompañar al retrato funerario establecemos el grupo social al que pertenecía el individuo. Si carecemos de dicha información, la simple observación de un retrato resulta elocuente para precisar el estamento del difunto, no sólo por aspectos formales de tipología sino por notas simbólicas que reciben algunas obras. Cuando un retrato privado aparece en un contexto oficial religioso o político abandona su rango particular para asociarse con la producción oficial, pues el entorno condiciona la esencia de la obra. Puede representar a un personaje desconocido a nuestros ojos, aunque seguramente para la colectividad en la que vivió tuvo un papel relevante, tal vez en la escala de valores cotidianos superior a estratos imperiales, con frecuencia inalcanzables. Teniendo en cuenta la oscilación realismo-idealización que caracteriza a los retratos, existen algunas notas que denuncian factores sociológicos de estas obras. Los rasgos faciales establecen categorías étnicas, defectos físicos patentes o simbologías sociales. El retrato nos acerca a la edad del representado, aunque carezca de texto que la refleje exactamente. Este dato favorece el cálculo de la esperanza de vida, que nos habla de alta mortalidad infantil y mayor esperanza para el género masculino que femenino. Es elocuente el empleo de ciertos convencionalismos artístico-formales como la reducción intencionada de personajes retratados en un grupo. Los conjuntos familiares muestran en menor tamaño a la mujer cuando quieren indicar su distinta extracción social. La situación en distinto plano del relieve es otro uso interesante. Muchas obras incluyen en el texto la actividad profesional del difunto, y además también acompañan al retrato algunos elementos y útiles de trabajo para recordarlo. Por medio de un retrato es posible intuir el grupo étnico de origen del personaje en cuestión; además de las facciones del rostro, el peinado o adorno adscribe al representado en su grupo. Los gustos personales del vestido y peinado, aparentemente fruto de una moda pasajera y fortuita, hemos de considerarlos a la hora de trazar un perfil del retratado. La riqueza de la indumentaria no sólo refleja su status, también el empleo de adornos y útiles coloca al individuo en distinto sector: el uso de la toga, la aparición en niños de bullae, el tocado de la cabeza, las armas u objetos portantes, etc. Todo este atrezzo que acompaña a un retrato es capital en el tejido de la trama social del pueblo hispanorromano.