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Pocas expresiones como la de feudalismo han sido objeto de tanta controversia. ¿Conjunto de instituciones que relacionaban a los hombres libres entre sí? ¿Modo de producción intermedio entre el esclavista y el capitalista? ¿Peculiar mentalidad de ciertas sociedades cuyo arquetipo es la del Occidente Medieval? En cualquiera de los casos hay algo que no puede ponerse en duda: la Europa de Carlomagno y sus epígonos constituye un jalón del conjunto de cambios que cristalizarán de forma definitiva al doblar el milenario del nacimiento de Cristo. Los autores del Medievo -eclesiásticos en su inmensa mayoría- comulgaron con la idea paulina de la sociedad: cuerpo místico cuya cabeza es Cristo y cuyos miembros son partes de un todo encaminado al mantenimiento de la armonía suprema. Las grandes figuras de los siglos de transición (san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, Gregorio Magno, etc.) contribuyeron a redondear esta imagen que heredaron más tarde los intelectuales del Renacimiento Carolingio. Durante el reinado de Luis el Piadoso, dos obispos de Orleans, (en su poema "Sobre los hipócritas") y Jonás (en su "Historia translationis") hablan de un ordo trinus en el que se integraban los clérigos (ordo clericorum), los monjes (ordo monachorum) y los laicos (ordo laicorum). El propio Luis en su "Admonitio ad omites regni ordines" se hacía eco de esta división exhortando a todos sus súbditos a cumplir con sus obligaciones solidarias para el conjunto de la sociedad. Al orden de los laicos -o mejor, a sus representantes supremos- le correspondía velar por la justicia. A los monjes, el orar. A los clérigos -obispos fundamentalmente- el vigilar (superintendere) todo el conjunto. La teoría de los ordines gozaría de enorme éxito a lo largo del Medievo, aunque con el discurrir del tiempo los elementos estrictamente carolingios experimentaron sensibles refundiciones y modificaciones. En efecto, la división tripartita clásica -guerreros, campesinos y clérigos- difiere sensiblemente de la de Teodulfo y Jonás de Orleans. Se encuentra por primera vez en la traducción que se hace al anglosajón de la "Consolación de la Filosofía" de Boecio en la corte de Alfredo el Grande. En el prólogo que acompaña a este texto se recomienda al rey que tenga jebedmen (hombre de plegaria), fyrdmen (hombres de caballo) y weorcmen (hombres de trabajo). En los medios monásticos ingleses se conservó esta imagen que, a principios del siglo XI, desarrollaron dos obispos: Adulberón de Laón en su "Carmen ad Robertum regem" y Gerardo de Cambrai en sus "Gesta episcoporum Cameracensium". En el primero de estos textos -el que más se acostumbra a citar- se insiste en que "la casa de Dios, que se cree una, está pues, dividida en tres". Los que ruegan, los que combaten y los que trabajan es una caracterización que se convierte en clásica. Con Adalberón de Laón se da, por tanto, el salto definitivo del ordo trinus carolingio a la trifuncionalidad (sociedad trinitaria) de un feudalismo en sazón. En ambos casos estamos ante imágenes idealizadas. Sobre su significado se han escrito en los últimos años -recordemos la excelente obra de G. Duby- interesantísimas páginas. Cualquiera de las dos divisiones tripartitas ocultan dos patentes dualismos. Uno, el que opone poder espiritual y poder temporal. Otro, el que sitúa a los poderosos frente a la masa de desheredados, los que Adalberón define como "los siervos: esa desgraciada casta que nada posee sino al precio de su trabajo". El primero ponía frente a frente a dos estructuras de poder -la ideológica y la política- que, pese a sus frecuentes roces, necesitaban soportarse mutuamente. El otro será las relación existente entre las capas dirigentes y los mecanismos de solidaridad.
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La continuidad ática se percibe en la aparición temprana de la cerámica geométrica, que enlaza con el submicénico en sus aspectos locales. Pronto se convirtió en paradigma y en modelo, así como en punto de partida de la exportación. En principio, el lugar de la transición se sitúa en el cementerio del Cerámico, a partir de 1100 a.C., pero cuando llega el período de las grandes ánforas funerarias, con la maravillosa decoración poblada de animales, carros y hombres tendentes a reproducir las hazañas de los héroes o sus rituales funerarios, entonces los cementerios más lejanos tienden a contener los mejores ejemplares, mientras que el Cerámico pierde parte de los signos de estatus. Es la época de gran apogeo del llamado Maestro del Dípilon, coincidente con la definición del hierro como material utilitario que tiende a convertir al bronce en objeto de prestigio, ricamente ornamentado. Las tumbas del ágora se llenan de objetos de lujo de metales preciosos. La configuración resulta complicada. La aristocracia que manda en la polis se enriquece, pero también se encuentra en una posición mas complicada con respecto al resto de la población. De hecho, Plutarco atribuye a Teseo la distribución de la población en tres partes, Eupátridas, Geómoros y Demiurgos. A los primeros les habría adjudicado las funciones políticas, legales y religiosas; los segundos destacarían en cambio por su utilidad, y los terceros sólo se caracterizarían por su masa. El sinecismo sintetiza como proceso la creación de un sistema de gobierno aristocrático capaz de integrar no sólo a las poblaciones campesinas, sino también a los que desempeñan las funciones vinculadas a las nuevas características de la ciudad que como centro político tiende a convertirse igualmente en centro redistributivo de las rentas y creador de nuevas actividades secundarias en torno a la producción básica agrícola.
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Durante los dos mandatos sucesivos de Eisenhower, la prosperidad económica siguió siendo el rasgo más destacado de la sociedad norteamericana y se prolongó, además, durante la década siguiente: el crecimiento económico fue un 35% en tan sólo 1960-66. Esta situación contribuye a explicar el optimismo generalizado que tuvo también un evidente resultado demográfico. Los comportamientos tardaron mucho más en cambiar de lo que en principio se podía pensar: los americanos siguieron casándose jóvenes y el llamado "baby boom" no disminuyó su ritmo hasta alrededor de 1964. Durante la década de los cincuenta, la inmigración siguió siendo relativamente débil -unas 250.000 personas al año- y Ellis Island, en otro tiempo el lugar de paso obligado para ella, fue clausurada en 1955. En cuanto a las personas de edad se beneficiaron ampliamente de los avances médicos. El máximo prestigio de los profesionales de la Medicina se puede apreciar en las series de televisión en que muy a menudo desempeñaban el papel de protagonistas. En 1960, se alcanzaron los 69 años de edad media de vida. Algunas de las enfermedades más graves se desvanecieron en un período muy corto de tiempo. En 1955, se anunció el descubrimiento de la vacuna de la polio, cuando se cumplía el décimo aniversario de la muerte de Roosevelt, que la había sufrido, y ya en 1962, solamente hubo 910 casos detectados en todo el país. Mientras tanto, se prolongaba un fenómeno crucial de la posguerra. En 1950, el número de suburbanitas -es decir, de habitantes en hogares individuales de la periferia- era ya de treinta y cinco millones y, en 1970, alcanzaba hasta los setenta y dos. Fue este fenómeno el que hizo desaparecer las grandes salas de exhibición cinematográfica de otros tiempos. En general, en los años cincuenta, al menos hasta su fase final, predominaron los valores heredados del pasado. Este fue el caso de la religiosidad, en parte ligada al temor al comunismo. Dos datos extraídos de la vida cotidiana pueden atestiguarlo. Una importante parte de las grandes superproducciones cinematográficas -como Ben Hur (1959)- eligió temas religiosos y la divisa In God we trust -Confiamos en Dios- que figura en las monedas norteamericanas fue aprobada en esta etapa. La prosperidad económica contribuyó a crear una civilización de consumo, cuyas manifestaciones acabarían de llegar en oleadas sucesivas al conjunto del mundo. En 1952 se inauguró el primer establecimiento Holiday Inn, una cadena hotelera que constituía un buen testimonio del desarrollo del turismo de masas y, en 1955, lo hizo el primer Mc Donalds, hamburguesería destinada a identificarse con los momentos iniciales de esta civilización. El mismo diseño de los automóviles -o, incluso, el decisivo papel de los mismos en esa civilización- nos pone en contacto con una época a la vez dinámica, ostentosa y materialista. Ya en los años sesenta, la obra del artista Andy Warhol vendría a resultar una especie de prueba irónica de que la cultura popular y la elitista estaban viendo desaparecer sus límites, en otro tiempo muy patentes. Un símbolo también muy importante de la civilización de consumo fue la televisión, cuya difusión se produjo en estos años. Ya en 1955 había treinta y dos millones de receptores y en 1960 llegaba al 90% de los hogares. Algunos de los programas llegaron a tener tanto impacto que compitieron con éxito con acontecimientos políticos tan relevantes como el discurso inaugural de Eisenhower. Éste fue el caso de la serie humorística I love Lucy, que llegó a tener el 68% de audiencia. La televisión presentó, en general, un mundo nada conflictivo; en la citada serie uno de los personajes era un hispano, pero ése fue un hecho excepcional e irrelevante. A la televisión se la criticó por ser un medio de entretenimiento que -se dijo- "permite a millones de personas oír la misma broma y, al tiempo, permanecer en soledad", pero no tardó en ser objeto de sofisticada teorización en la obra de Mc Luhan. En ella, se pudo percibir también la extraordinaria difusión de la publicidad. Betty Furness, la locutora que hacía propaganda de las neveras Westinghouse, se convirtió en un personaje de importancia nacional, adaptándose a un modo de belleza que gustaba a la mujer normal y hogareña. Por su parte, en un segundo ejemplo muy característico, la firma de cigarrillos Marlboro desarrolló en sus anuncios un paradójico recuerdo a la vida saludable al aire libre y a la psicología machista. Esta civilización del consumo trajo consigo una revolución en los comportamientos que, poco a poco, fueron introduciendo cambios importantes en los hasta entonces habituales. En 1948, Alfred Kinsey publicó su libro Sexual Behaviour in the human male, una encuesta sobre el comportamiento sexual masculino, que revelaba la discrepancia existente entre las convenciones existentes y la realidad del comportamiento de los norteamericanos. Kinsey, un zoólogo que abordó esta materia como lo hubiera hecho con animales, estuvo influido por una obra teatral nada convencional, Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, que en su versión cinematográfica fue protagonizada por Marlon Brando y dirigida por Elia Kazan, y presentaba un mundo de pasión sexual muy alejada de convencionalismos. Kinsey fue, en realidad, todo lo contrario a un bohemio; estaba casado con la que fue la única mujer en su vida. Sus valores estaban pasados de moda, pero su obra se convirtió en el testimonio de una revolución sexual que ahora comenzaba. A los diez días de su aparición, se habían vendido 185.000 ejemplares de su libro, al que siguió otro, en 1953, sobre el comportamiento sexual de la mujer. Esta presentación desinhibida de datos estadísticos sobre el comportamiento sexual -de los que luego se descubrió que una parte considerable podía ser inexacta- reveló una preocupación por una cuestión considerada hasta el momento como tabú. Como en el caso de la obra de Tennessee Williams, estas cuestiones habían quedado reservadas a obras literarias: aparte del caso citado, Lolita, de Nabokov (1958) tuvo como argumento la pasión de un maduro profesor por una joven adolescente. El interés despertado por los libros de Kinsey, en cambio, reveló un mundo inesperado. Con el paso del tiempo, un signo de la civilización de consumo fue también la felicidad identificada con el hedonismo sexual. El símbolo sexual femenino de los años cincuenta fue Marilyn Monroe, "la chica de oro que era como champán sobre la pantalla", en palabras de uno de sus maridos, el destacado dramaturgo Arthur Miller. Hija ilegítima y en perpetua duda sobre sus capacidades como actriz, gran parte de su éxito derivó de la sensación evanescente, en el fondo ingenua y frágil, que proyectaba. El director Billy Wilder dijo de ella que "cuando está sobre la escena, ya no se mira a los demás actores". En los inicios de su carrera, Monroe había aceptado posar desnuda. Los derechos de esas fotos fueron adquiridos por un joven que protagonizaría un gran negocio y haría nacer un símbolo de esa revolución sexual. En 1953, Hugh Heffner tenía 27 años y quería lanzar una revista masculina, de modo que compró esas fotos; en un año, la revista Playboy había alcanzado una tirada de 100.000 ejemplares. Heffner, que consideraba a Kinsey como un héroe, de forma un tanto pretenciosa quiso aparentar, además, un modelo de vida refinada: declaró su ideal de vida, el poder invitar a una mujer para hablar de jazz, Nietzsche y Picasso (y sexo). En 1956 su revista vendía 600.000 ejemplares al mes. Aunque en otros tiempos y otras latitudes hubiera sido juzgada como una revista pornográfica, los contenidos no se limitaban a mujeres desnudas. A comienzos de los setenta, Playboy llegaba a uno de cada cinco varones norteamericanos. Otro signo de la revolución sexual apareció poco después. En 1950, una ardiente propagandista de la causa de la regulación de nacimientos, Margaret Sanger, que tenía ya 71 años, entabló amistad con Katharine Mc Cormick. Ésta estaba casada con un rico empresario con problemas psiquiátricos y que fue quien financió la investigación acerca de un producto que impidiera la concepción, la píldora. El descubridor fue un médico llamado Gregory Pincus. Ya en 1957, se autorizó por vez primera la venta de la píldora Enovid- para tratar los desarreglos menstruales, pero en 1960 ya apareció como contraceptivo. En 1961, tomaban la píldora unas 400.000 norteamericanas y en 1963 la cifra de consumidoras alcanzó las 2.300.000. Al mismo tiempo, la mujer modificaba su propia concepción acerca del papel que le correspondía en la sociedad, por razones que en buena medida estaban relacionadas con la aparición de una sociedad de consumo. Los políticos tardaron en darse cuenta del cambio acontecido. Eisenhower tan sólo nombró una embajadora y un cargo ministerial femenino; por su parte, el demócrata Stevenson afirmó que lo mejor que podía hacer la mujer era dedicarse a "la humilde tarea de ama de casa". Pero ya por entonces, casi el 38% de las mujeres trabajaba fuera del hogar y, además, éste había cambiado considerablemente gracias a la aparición de los aparatos domésticos a electricidad. El feminismo, en efecto, ha de ponerse en relación con un momento de la vida de la mujer en que tenía ya mucho tiempo porque en la casa había aparecido ese menaje del hogar que simplificaba las tareas. Betty Friedan publicó en 1963 La mística femenina, un libro muy crítico respecto al papel de la mujer en la sociedad norteamericana, y vendió tres millones de ejemplares en un período muy corto de tiempo. También a mediados de los años cincuenta se produjeron revolucionarios cambios en la música popular norteamericana. Rock Around the clock de Bill Haley y The Comets y The Twist de Chubby Checker (1960) constituyen un buen ejemplo de la superación de la música country, las baladas o la música romántica por una fórmula llena de ritmo que inmediatamente encandiló a los jóvenes. En 1954, un disco de Bill Haley llegó por vez primera a vender un millón de ejemplares. No obstante, el protagonista decisivo del cambio en la música popular fue, sin duda, Elvis Presley, que convirtió en realidad lo que en principio parecía una segura promesa de éxito, un hombre blanco que interpretaba una música negra. Nacido en 1935 en una región muy pobre, retraído, inadaptado y proclive a compensar en la forma de vestir o de bailar las insuficiencias de su carácter, lo que quería en realidad era ser artista: era admirador del actor James Dean que, en Rebelde sin causa (1955), presagió por vez primera la futura rebelión juvenil. Presley, que en un principio despertó las iras de los sectores más puritanos, acabó consiguiendo millones de oyentes a través de la radio. El director de música clásica y compositor Leonard Berstein llegó a declarar que el cantante era la primera fuerza cultural del siglo XX. Era también un símbolo de una realidad social. A estas alturas, la prosperidad de la clase media había establecido las condiciones necesarias para que, gracias a los aparatos de reproducción, se produjera una enorme difusión de la música popular. En abril de 1956, Elvis era autor de seis de los 25 discos más vendidos por la compañía RCA, una de las más importantes, y vendía por valor de 75.000 dólares diarios.
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La evolución de la población japonesa en el siglo XVIII ha podido ser conocida con notable fiabilidad gracias a que el primer censo estadístico del período Tokugawa data de 1721. Si ningún historiador pone en duda el notable crecimiento de población durante la centuria precedente, respecto al comportamiento demográfico del siglo XVIII se oponen distintas versiones que enfrentan a quienes sostienen la existencia de crisis malthusianas con los que hablan de un modesto crecimiento. Para la historiografía clásica se produce un claro retroceso, mientras Hamley y Yamamura, estudiando la evolución de la población en las circunscripciones japonesas o kuni, en el período 1721-1872, prefieren hablar de crecimiento moderado al menos en las dos primeras décadas del siglo, atenuado después por la existencia de crisis agrarias de cíclica periodicidad, en 1726, 1732-1733, 1756 y 1786. Destaca, asimismo, la tendencia a la urbanización, indicativa del alto grado de evolución de la sociedad Tokugawa. Cerca de un 10 por 100 de la población japonesa vivía en las ciudades, algunas de las cuales, como Osaka, habían alcanzado a mediados del siglo XVIII la cifra de 400.000 habitantes, mientras Edo sobrepasaba en la misma fecha el millón de habitantes, por delante, pues, de las principales ciudades europeas. Todas las tendencias apuntan a una importante similitud entre las tendencias de la población japonesa y las de la Europa preindustrial; es decir, altas tasas de natalidad y, salvo excepciones, unas tasas de mortalidad ligeramente inferiores, lo que explica un saldo vegetativo para el siglo XVIII caracterizado por un muy lento crecimiento de la población, que, al finalizar la centuria, alcanza la cifra de los 30 millones de habitantes.
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El preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como la entonces dominante, concebida como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media y que el Parlamento de París, ante la pretensión de Turgot de hacer contribuir en metálico a todos los propietarios de tierras, fundamentaba en 1776 de esta forma: "En el conjunto formado por los diversos órdenes, todos los hombres de vuestro reino os están sujetos, todos están obligados a contribuir a las necesidades del Estado. Pero también en esta contribución se encuentran el orden y la armonía. La obligación personal del clero es realizar todas las funciones relativas a la instrucción, al culto religioso y aplicarse con sus limosnas al socorro de los desventurados. El noble consagra su sangre a la defensa del Estado y asiste al soberano con su consejo. La última clase de la nación, que no puede rendir al Estado servicio tan distinguido, cumple su obligación con los tributos, la industria y el trabajo manual. Tal, Sire, es la regla antigua de los deberes y obligaciones de vuestros súbditos. Aunque todos sean igualmente fieles y sometidos, sus condiciones no están confundidas y la naturaleza de sus servicios está esencialmente ligada a la de su rango". Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos organizados. Se justificaba su preeminencia por la importancia de la función social a ellos encomendada, aunque la realidad ya no se ajustara exactamente a lo que reflejaban razonamientos como el que acabamos de reproducir; disfrutaban de determinados privilegios reconocidos legalmente, aunque no de forma exclusiva, ya que había otros cuerpos privilegiados; la inclusión del individuo en un grupo u otro, por lo que respecta a la división básica (noble/plebeyo), venia, en principio, determinada por el nacimiento -de ahí el papel clave de la familia- y la movilidad social era limitada y circunscrita a unas vías establecidas. Los criterios jurídico-legales, sin embargo, no eran los únicos presentes en la organización social. El factor económico, la posición de los grupos sociales en relación con los medios de producción, aparentemente al margen de la definición de los estamentos y, por el contrario, criterio primordial en la organización social en clases o clasista, ejercía también una notable influencia. Y andando el tiempo -1789 es la fecha simbólica, aunque, en la mayoría de los países, haya que penetrar no poco en el siglo XIX-, se terminará imponiendo la concepción burguesa, clasista, de la sociedad. Se consagrará la igualdad de los individuos ante la ley y el factor fundamental que regirá el ordenamiento social será de tipo económico. Se agilizará la movilidad y la promoción social. Pero, recordaba C. E. Labrousse en un coloquio internacional, ni el nacimiento ni la función desaparecieron como criterios operativos en la estratificación social. Aunque, eso sí, encuadrados en un marco jurídico diferente, presentando interacciones diferentes y actuando con un peso y un orden de sucesión también diferentes...
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La originalidad de la sociedad helenística se basa en su diversidad, al intentar integrarse, bajo un sistema intencionalmente unificador, un conjunto de pueblos de tradiciones distintas. En gran medida, se trató de conservar en cada caso las estructuras existentes en los territorios conquistados, pero necesariamente había que contar con un elemento nuevo formado por los griegos, cuyos rasgos sociales se habían modificado en contacto con los macedonios. De hecho, nunca se produjo una auténtica unificación. Las estructuras indígenas basadas en las aldeas perduraron en el mundo oriental y en Egipto. La superposición llevada a cabo por los estados helenísticos no variaba en gran manera de la que se operaba en los estados despóticos. Ahora, los sectores dirigentes estaban formados mayoritariamente por helenos y macedonios, aunque de modo habitual quedaban integradas las clases dominantes de las antiguas monarquías. Sin embargo, los miembros de éstas tomaban, en ocasiones conflictivas, la determinación de sumarse o encabezar movimientos secesionistas o rebeldes, manifestación de descontento colectivo generalmente encauzado como movimiento étnico. El panorama resultaba, de este modo, variado por diferentes conceptos. En primer lugar, el mundo helenístico en su conjunto estaba formado por territorios donde habitaban pueblos diferentes, en algunos de los cuales la población griega resultaba numéricamente superior, pero en otros era mayor el número de la población identificada como bárbara. Dentro del campo occidental, los macedonios experimentaban un proceso creciente de helenización, porque se asentaban en ciudades que imitaban a la polis griega y porque ésta dejaba de ser independiente para pasar a tener sentido sólo como modo de encuadramiento de poblaciones pertenecientes a un estado monárquico de amplia base territorial. Por otra parte, griegos y macedonios habían emigrado a los territorios orientales y se habían asentado en colonias que imitaban las instituciones y las prácticas griegas, pero vivían en el aislamiento entre poblaciones bárbaras, en relaciones a menudo tensas. También era posible que las prácticas orientales se introdujeran en las comunidades procedentes de Grecia y que los sistemas sociales tendieran en esos momentos a homogeneizarse, sobre nuevos fundamentos creadores de la unidad helenística como mosaico de la diversidad. La integración de griegos y bárbaros crea una nueva unidad donde las relaciones sociales llegan a prescindir parcialmente de los fundamentos étnicos, sólo conservados como tales en función de su capacidad productiva en las relaciones de explotación del trabajo. Las diferencias étnicas más duraderas fueron las que respondían a la distribución territorial, encajadas en las fronteras de los reinos, que perduran aún después de la caída de éstos bajo el poder romano. Con ello se estructuraba la nueva ecúmene, fronteriza con los bárbaros, objeto de conquistas territoriales y capturas bélicas, cuando la república en expansión conseguía reconstituir el sistema de la esclavitud que se alimenta de la guerra y transforma al cautivo en mercancía. También las ciudades se conservaron como centros de discriminación, donde los griegos mantenían sus costumbres y pretendían que su superioridad cultural se interpretara como superioridad natural y se tradujera en privilegios políticos y económicos.
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Los patricios estaban en el vértice de la pirámide social. Esta aristocracia se había ido configurando en el curso de los siglos VII-VI a.C. Este grupo estaba constituido por los patres y las gentes maiores que se habían apropiado de las tierras comunes. Posteriormente, durante la fase de los últimos monarcas, se procedió a una ampliación de la clase dirigente, incorporando a las gentes minores. Pero si estos tres reyes, sobre todo Servio Tulio, habían pretendido con sus medidas políticas impedir la profundización de la división entre patricios y no patricios, su éxito fue parcial puesto que generó otro dualismo mayor: el del populus (conjunto de ciudadanos que integraban al mismo tiempo el ejército hoplítico y la asamblea centuriada) y la plebe. El poder de las gentes durante esta época era enorme, tanto en el plano político como social y está por supuesto ligado a su poder económico y militar. Sin olvidar el monopolio de los altos cargos sacerdotales que les permitió también utilizar la religión como un arma política. El patriciado no perdió el control de la ciudad en ningún momento y sólo las amenazas exteriores que obligaban a movilizar a todos los ciudadanos, incluidas las tropas auxiliares, y la eficiencia y tenacidad de los plebeyos lograron que, durante la lucha patricio-plebeya, los patricios fueran modificando sus posiciones. Aún así, la victoria les costó a los plebeyos casi doscientos años.
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Si la crisis incidió en la sociedad rural, la recuperación que le siguió, como es lógico, no podía dejar de incidir igualmente en ella. De todas formas resulta en extremo difícil reducir a unas líneas generales la compleja huella dejada por la reconstrucción agraria en el ámbito de las relaciones sociales del mundo rural. En principio puede afirmarse que la reactivación del campo trajo beneficios a sus cultivadores. Los restos de la vieja servidumbre retrocedieron notablemente en buena parte de Europa, al tiempo que muchas de las corveas que aún subsistían fueron convertidas en rentas en metálico, lo que en principio favorecía a los labriegos que estaban obligados a satisfacerlas. Paralelamente progresaban los contratos de larga duración establecidos con los cultivadores de la tierra, lo que también resultaba ventajoso pare estos últimos. Refiriéndose a los campos de la zona de Burdeos, R. Boutruche demostró que a mediados del siglo XV, o más concretamente después del año 1453, fecha decisiva para la confirmación del triunfo francés en la guerra de los Cien Años, las cargas señoriales habían disminuido y la dependencia de los labriegos se había suavizado notablemente con respecto a la situación existente un siglo antes. Ahora bien, todo lo indicado no fue óbice, ni mucho menos, para que, al mismo tiempo, se fortalecieran los grandes propietarios territoriales, caso de los "landlords" ingleses, los "junkers" alemanes o los ricos hombres de la Corona de Castilla. Quien se llevó la peor parte fue, según todos los indicios, la pequeña nobleza rural, la cual, tras el varapalo que recibió de la depresión, se encontró sin fuerzas suficientes para salir adelante. Por otra parte, en algunas regiones de Europa, particularmente en el Este, la servidumbre, lejos de retroceder, conoció a fines de la Edad Media un notable resurgimiento. Es más, podría fijarse una imaginaria línea divisoria, que discurriría entre la ciudad de Dantzig, en tierras imperiales, y el norte del Adriático, para deslindar el ámbito en donde avanzaba la liberación del campesinado del área en la cual, por el contrario, progresaba la servidumbre de los trabajadores de la tierra. Los dos territorios se hallarían, respectivamente, al oeste y al este de la línea citada. Recordemos algunos datos: al filo del 1500 se aprobó en Bohemia una medida según la cual ningún campesino, ni su hijo, podía abandonar la tierra que cultivaba, si no daba su consentimiento previo el propietario; casi por las mismas fechas se agravó la condición de los labriegos que trabajaban en las tierras de la nobleza húngara, hasta el punto de convertirse de facto en siervos; también la condición de los campesinos de Lituania y de Rusia experimentó un considerable retroceso por aquellos años. Pero no sólo empeoró el status de los labradores en Europa oriental. En Dinamarca tuvo lugar, durante el reinado de Juan I, que se desarrolló a caballo entre los siglos XV y XVI, un notorio empeoramiento de la condición social de los campesinos, muchos de los cuales cayeron en la servidumbre lisa y llanamente.
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Una nueva sociedad estaba surgiendo, y los nuevos problemas, al igual que los nuevos conflictos, tienden a encontrar vías igualmente nuevas y suficientes de respuesta o de solución.Los nuevos conflictos sociales no son ahora la consecuencia de la vieja lucha entre empresa y sindicato en torno al poder social. La vieja lucha en torno a la producción y la distribución de los bienes se abre ahora a los nuevos terrenos de la vida social, precisamente porque la información, la educación y el consumo influyen mucho más en la producción, junto con las plurales decisiones políticas que condicionan, con sus fallos e interferencias, cualquier perspectiva de futuro.Las nuevas luchas sociales no pueden ya separarse tanto del poder económico como del poder político; precisamente porque en la sociedad postindustrial, que es consiguientemente una sociedad dominada, o dirigida, por tecnócratas, que han programado, conforme a supuestos económicos y políticos, los modos de producción y de organización económica.En un intento de síntesis capaz de definir someramente los contenidos que estos calificativos -postindustrial, tecnocrática o programada- encierran, A. Touraine aludía en 1969, en el mismo momento en que estas transformaciones comenzaban a experimentarse, a las nuevas realidades que estaban condicionando un crecimiento económico hasta entonces considerado definitivo.Porque, a partir de la crisis que se hará plenamente manifiesta en torno a 1970, el crecimiento, antes dependiente de la acumulación del capital casi de forma exclusiva, depende mucho más del conocimiento, de la investigación científica y técnica, de la formación profesional, y de la capacidad de programar el cambio y de controlar las relaciones entre sus elementos, de dirigir organizaciones y, por tanto, sistemas de relaciones sociales, o de difundir actitudes favorables a la puesta en movimiento y a la transformación continua de todos los factores de la producción, todos los terrenos de la vida social, la educación, el consumo, la información...: "El carácter más general de la sociedad programada consiste en que las decisiones y los combates económicos no poseen ya en ella la autonomía y el carácter fundamental que tenían en su tipo de sociedad anterior (...). El crecimiento económico está determinado por un proceso político más que por unos mecanismos económicos (...). La autonomía del Estado respecto de los centros de decisión económica se hace más débil en todas partes y con frecuencia desaparece (..). Las formas de dominación social resultan por ello profundamente transformadas (..). Nuestra sociedad es una sociedad de alienación; no porque reduzca a la gente a la miseria o imponga coerciones policiacas, sino porque seduce, manipula e integra." (D. Bell, La sociedad postindustrial, páginas 6-11).La sociedad postindustrial, o mejor dicho, las sociedades postindustriales, puesto que los modelos se manifiestan plurales, son aquellas en las que las áreas de ocupación dominantes son las de los servicios y donde la clase mayoritaria también se emplea en ellos. Estos cambios producidos en el empleo han venido acompañados, seguidos o motivados -según los casos- por un cambio de valores; de modo que, conforme las sociedades y las empresas abandonaban o disminuían la producción de bienes, experimentaban nuevos incentivos, nuevos interrogantes y nuevos fines que caminaban ligados a las nuevas fuerzas conductoras del progreso.El término de progreso, en estas circunstancias, comienza a ser sinónimo de conocimiento y de información. Científicos, técnicos y, más recientemente, informáticos se han convertido en grupo social constituido e indispensable; y marcan, como Bell ha definido, el "advenimiento de un nuevo principio de estratificación".La sociedad postindustrial se distingue en líneas generales por el inicial esbozo y posterior desarrollo de las siguientes características fundamentales:Primera: Son, sobre todo y como consecuencia del imparable aumento de conocimientos científicos y de la alta tecnología, sociedades de servicios, de la abundancia y de la información.Segunda: Optan por la expansión urbana, por la mayor dotación y urbanización de sus áreas rurales que evite una emigración poco rentable, y por el aumento de una prosperidad material.Tercera: Reducen sus porcentajes de población activa en ocupaciones de los sectores primario, secundario y, aun, terciario, y apuestan de forma creciente por ocupaciones cuaternarias (las relacionadas con la llamada ingeniería social; empleos a tiempo parcial, valoración del ocio, trabajo desde el hogar, nuevas categorías ocupacionales...).Cuarta: Condicionadas por el fuerte aumento de las provisiones y de oportunidades vitales, atienden a unos modos de vida sensorial, hedonista, pragmático; con fuerte énfasis en la educación general y profesional, y con gran vuelco en la planificación y programación de opciones alternativas para el futuro.Como señalara el tratadista P. Berger, "cuando la modernización tecnológica y el crecimiento económico perduran en el tiempo, las desigualdades de ingresos y de riqueza se incrementan de forma aguda, pero luego disminuyen también de forma aguda, para permanecer en una meseta relativamente estable".Para él, las causas de este proceso son más tecnológicas y demográficas que sociales o políticas. El aumento demográfico ha exigido una mayor producción ante las expectativas de un aumento casi infinito del consumo; y los avances y resultados de las nuevas tecnologías han sido la mejor respuesta a este reto.Las predicciones sustituyen tanto a creencias provindencialistas como a las múltiples manifestaciones del azar; y los avances tecnológicos -ese juego contra la naturaleza en que el esfuerzo del hombre por arrancar los secretos de la naturaleza surge en gran medida contra el carácter de las leyes físicas- han logrado convertir a esta sociedad postindustrial en una sociedad del conocimiento: porque las fuentes de la innovación derivan cada vez más de la investigación y del desarrollo y porque, como ha señalado Bell, la carga de la sociedad -que se mide por una mayor proporción del Producto Nacional Bruto y una mayor tasa de empleo- reside cada vez más en este campo del conocimiento."El trabajo -seguirá insistiendo el ya citado Berger cuando trata de explicar la nivelación social- se hace más especializado y más escaso en la medida en que avanzan las sociedades".En la actualidad, comentaba Bell en 1976 en su obra Las contradicciones culturales del capitalismo, se experimenta un contraste entre una estructura social caracterizada por el orden tecno-económico y la cultura occidental que parece marchar por un camino bien distinto, una vez sustituida la "ética del sacrificio y el ahorro" por otra nueva y muy diferente, más ligada a la distribución, a la prodigalidad y al disfrute.Las sociedades comienzan a experimentar en los años setenta una preocupación mayor y más profunda por el futuro; y están básicamente interesadas en lograr la armonía entre las diversas áreas que debe hacer posible, como Berger señala, las grandes exigencias del capitalismo de cara al futuro: "prosperidad, igualdad y libertad". Porque en este nuevo lema, que trae los recuerdos del planteado por la Revolución Francesa, se tratan de concatenar el mito del crecimiento, la convergencia de bienestar y nivelación materiales y el logro de una libertad política democrática en la que se superen los inconvenientes de una alineación mediante la liberación al mismo tiempo individual y comunitaria.Las áreas que deben armonizarse con vistas a la conquista de unos comportamientos sociales seguros en el presente y esperanzados y abiertos de forma optimista al futuro son las siguientes:Primera: La constitución de un orden político regido por la legitimidad, interesado en crear unas estructuras de participación y orientado a la búsqueda de la igualdad.Segunda: Afirmación de un orden económico dominado por la búsqueda y consecución de la prosperidad y la eficacia, y con unas estructuras jerárquico-burocráticas que incentiven productividad, control, mejores mercados y un bienestar crecientemente ampliable y de mejor calidad.Tercera: Un nuevo orden cultural más volcado en la autoafirmación y realización personales que en los precedentes crecimiento económico y progreso social.Cuarta: Un sistema de relaciones sociales dirigido por el principio de la autorrealización y la comunicación humanas.El problema nunca resuelto, como el sociólogo González-Anleo ha señalado, es el de la dificultad para realizar de forma conjunta y satisfactoria las exigencias de estas áreas, la consecución de la armonía más arriba señalada. La realización de cada una de ellas parece exigir el sacrificio o la minoración de otras, y ello produce insatisfacciones y frustraciones tanto individuales como colectivas, que pueden además confluir en conflictos personales o sociales.El propio González-Anleo ha sintetizado con gran claridad y no menos sencillez los diversos modelos con que sociólogos y futurólogos científicos han tratado de conformar, justificar y proyectar el futuro de las sociedades postindustriales, y ha querido diferenciar al menos tres modelos, el último de los cuales termina subdividiéndolo en cuatro formas progresivas que cambian en función de su localización y a partir de las dificultades que también progresivamente se encuentran.1. El primero es el "modelo sociologizador", al que se refiere Bell cuando trata de explicar en 1973 sus teorías del desarrollo social una vez superadas, con el paso a una situación nueva, "la eficacia funcional, la gestión y la producción de bienes", típicas de la "sociedad industrial: La división esencial en la sociedad moderna no se encuentra actualmente entre quienes poseen los medios de producción y un "proletariado" indiferenciado, sino en las relaciones burocráticas y autoritarias entre quienes tienen el poder de decisión y quienes no lo tienen, en todos los tipos de organización, política, económico y social. La tarea del sistema político se convierte en el control de esas relaciones, respondiendo a las diversas presiones en favor de una distribución equitativa y una justicia social" (El advenimiento de la sociedad postindustrial, página 146).Hay, pues, que vincular la ciencia a la política pública, y es obligado determinar el camino que el cambio social escoge en cada sociedad. El concepto de sociedad postindustrial va, por tanto, dirigido a la búsqueda de patrones ordenadores que hagan más inteligibles los cambios complejos en las estructuras de las sociedades de Occidente.Los conocimientos científicos y los saberes técnicos, imprescindibles en el desarrollo de las nuevas tecnologías, permitirán en las sociedades postindustriales el predominio de la investigación, el desarrollo científico, la información y la comunicación; la progresiva producción de servicios para una demanda creciente de bienes inmateriales (cultura, educación, salud plena y medios de autorrealización personal); la subordinación de las empresas a las mejoras sociales más que a puros logros de beneficio económico; el refuerzo del papel tecnocrático del Estado para hacer posibles, acertadas o eficaces nuevas técnicas de planificación, nuevos modos en la toma de decisiones y evaluaciones positivas de las innovaciones tecnológicas, y, sobre todo, la prioridad de la educación, de la que depende la matriz de vida de las personas: fuerte desarrollo de los niveles de vida en naciones atrasadas, sociedades mundialmente intercomunicadas, un nuevo sistema monetario mundial que haga posible y beneficiosa la internacionalización del capital.De todo ello surgirán nuevos modelos de consumo, una concepción y valoración del trabajo más positiva, la humanización de la tecnología, la reorientación de la tecnocracia y de los sistemas de planificación, nuevas formas de liderazgo, cambios en la naturaleza y en las organizaciones, y un nuevo sentido de la vida y de la sociedad.2. El segundo modelo parte de la crítica al diagnóstico y al proyecto de Bell, y queda perfectamente recogido en el análisis realizado por Dahrendorf en 1982, publicado bajo el título de Oportunidades vitales, y referido básicamente a su intento de responder a la crisis actual de civilización (se refiere a los mediados setenta) y a los problemas que están impidiendo o dificultando el logro de la igualdad y la libertad en las sociedades modernas: "Resulta muy pronto -comenta Dahrendorf- para poder saber hasta qué punto la crisis de los años setenta constituye un giro decisivo (...). Los valores se vieron sometidos a prueba y a cambio cuando tanto el desarrollo económico como el progreso social atravesaban momentos de agobio (...)".Dahrendorf construye entonces su teoría social y política volcada en la búsqueda de "la sociedad de la mejora social", y ofrece como objetivos sociales básicos en la misma el paso de la simple mejora económica a unas más profundas y válidas mejoras sociales, la supresión de los conflictos derivados de la llamada "sociedad dual" (un tercio de ricos, un tercio de marginados y una clase media amplia y desideologizada), la potenciación de la calidad de vida gracias a una humanización del trabajo desde una mejor educación, garantía salarial frente a la inseguridad económica, realización de un trabajo vocacional, con tiempo libre para el ocio y con posibilidades de participación en la organización empresarial.El mayor obstáculo, sin embargo, a la posible realización de estas sociedades que supondrían, de realizarse esta mejora social completa, la transformación más radical de las experiencias adquiridas, reside en la amenaza permanente de una hipertrofia burocrática. Esta terminaría coartando, cuando menos, la libertad concreta de los individuos, y sólo una participación ciudadana, una descentralización administrativa, la movilidad funcionarial y la reducción de estructuras y jerarquías de poder podría reducir estos inconvenientes y coordinar la mayor libertad con la necesaria programación, previsión y reafirmación ordenada y progresiva de las prospectivas.3. En el tercer modelo, cabría integrar los proyectos con que, desde los primeros sesenta, las sociedades avanzadas han tratado de dar respuesta a los grandes problemas y retos que ocuparon y preocuparon a científicos y sociólogos, convencidos ya de la necesidad de afrontar los interrogantes planteados por el crecimiento de la población, el desarrollo de las industrias y el deterioro imparable del medio ambiente de forma conjunta e interdisciplinar.a) En 1961 se publicaba el modelo Global 2000, que trataba de predecir, a instancias de la Administración norteamericana, el futuro de las sociedades postindustriales.Insistía en la creciente y preocupante deforestación y contaminación; auguraba un mundo más superpoblado, y aventuraba, de no surgir nuevos adelantos, una vida más precaria para los habitantes del año 2000.La única salida al pesimismo estaba en el cambio, en la modificación de las pautas actuales de comportamiento humano colectivo, que tanto científicos como sociólogos creían dependiente de los propios hombres.b) En 1972 se cruzan y complementan el informe realizado por el Club de Roma a partir de los trabajos de J. Forrester y Denis L. Miadows que habían elaborado un modelo matemático con el que analizaban cinco variables básicas -población, capital, contaminación ambiental, recursos y alimentos- teniendo a la población y al crecimiento como "exponenciales" del proceso, y el modelo de la Organización de las Naciones Unidas, también de 1972, encargado a V. Leontief, que trataba de analizar los costes del crecimiento económico para los países más deprimidos.En este último pudieron predecirse las tasas de crecimiento del Producto Nacional Bruto de las distintas regiones, lo mismo que sus necesidades de inversión para hacerlo posible, pero no supo o no pudo responder a los grandes problemas de los ochenta, como la contaminación o el deterioro progresivo del medio ambiente.c) Otros dos ensayos, de 1975 y 1976, el Modelo Integrado Mundial y el modelo latinoamericano, este último más insistente en las preferencias de un mundo más justo sobre un mundo más desarrollado, señalaba como cuestiones de complicada solución el difícil equilibrio del crecimiento demográfico, las razones sociopolíticas que dificultan el desarrollo mundial y la escasa consistencia de la ayuda internacional para la solución del subdesarrollo.Como síntesis de esta búsqueda y del cruce de modelos habría que tener en cuenta: que los recursos y la tecnología hoy existentes son válidos para satisfacer todas las necesidades de la humanidad; que ni la población ni el capital pueden crecer ilimitadamente en un planeta limitado; que no hay información exacta sobre la capacidad del medio ambiente para absorber los desperdicios que acumula la satisfacción de las necesidades humanas; que con las políticas en escena se acentuarán las diferencias entre áreas ricas y pobres de la humanidad; que el esfuerzo político de hoy para modificar estilos de vida, niveles de consumo y de despilfarro será mucho más difícil conforme se tarde en tomar las oportunas decisiones, y que la tecnología, que puede ayudar, no es la respuesta a todos los problemas planteados por el desarrollo."El camino que tenemos por delante -concluye R. Dahrendorf- requiere una nueva definición, al mismo tiempo que una afirmación, de la ciudadanía, de las oportunidades vitales y la libertad."