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La India tradicional es un mundo rural, caracterizado por la existencia de numerosas comunidades que viven por sí mismas, gobernadas por un jefe o por un consejo de ancianos. Los artesanos adscritos a la comunidad recibían, en compensación de sus servicios, una parte de la cosecha. En algunas aldeas existían también esclavos al servicio de los campesinos acomodados. La comunidad era colectivamente responsable de los impuestos y de las prestaciones que reclamaba el Estado o el señor más próximo. El impuesto servía como nexo de unión entre la ciudad y los pueblos que no carecían del poder adquisitivo necesario para demandar las mercancías que la ciudad fabricaba. A partir del siglo XVII comenzó a producirse un gran cambio en esta situación, gracias a dos acontecimientos. El primero fue que en su territorio surgió y se consolidó un imperio poderoso y centralizado, el Imperio mogol; el segundo factor fue que se establecieron agencias comerciales europeas en varias ciudades, puertos y centros del interior, y la India se vinculó aún más estrechamente con los mercados europeos. Desde el siglo XVII las actividades de los europeos favorecieron la expansión de la demanda de algunos bienes, entre los cuales se incluían en considerable proporción las artesanías y las manufacturas. En consecuencia, desde esa centuria hubo en la India una notable tendencia hacia el crecimiento de una economía monetaria.
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La polarización de la sociedad española en dos o tres reductos difíciles de conciliar no es un rasgo característico de la totalidad de nuestra Historia, pero sí del período bélico y del posterior; antes, la divergencia no había excluido la posibilidad de convivir. El estallido de la guerra abrió una profunda división en la sociedad española destinada a perdurar durante mucho tiempo. El factor divisorio fue, en parte, la pertenencia a una clase social, pero probablemente los factores estrictamente culturales, de concepción del hombre y de la vida, resultaron mucho más decisivamente influyentes que ese tipo de caracterizaciones basadas en la pertenencia a un sector social. Resulta obvio que la aristocracia latifundista estuvo al lado de la sublevación y que en contra tomaron las armas los grupos sindicales revolucionarios de plural significación. Sin embargo, no es menos evidente que la guerra civil enfrentó a dos sectores de España con amplias apoyaturas sociales y que, por tanto, no hubo una sola causa popular en la guerra sino dos. Los sublevados no eran sólo los miembros de la nobleza terrateniente sino también el campesino pobre, pero propietario, católico y alfabeto de la mitad Norte de la Península; la causa del Frente Popular no tuvo como únicos representantes y directivos a revolucionarios que habían conspirado en otro tiempo contra la República, sino a personas pertenecientes a la burguesía incluso relativamente acomodada y de ideario liberal como podrían ser Negrín y Azaña. Si desde una óptica política fue la pulverización del centro uno de los factores que más claramente explican el estallido de la guerra civil, como muy bien escribió Azaña, fue "la discordia interna de la clase media y, en general, de la burguesía, el origen de la misma". Al lado de generales, de requetés o de falangistas hubo también en el bando vencedor personas que habían sido liberales en el pasado, pero que vieron en la experiencia de los años treinta la falsa prueba de que el carácter español era poco conciliable con la práctica de la democracia. Uno de ellos, persona también procedente de esa clase media, era Cambó quien, en el exilio, se sentía "lejos del espíritu de ferocidad" que envolvía a la realidad española, pero que juzgaba que "ante la anarquía como mal menor ha de venir la fuerza". Puesto que los factores culturales primaron sobre los sociales bueno será referirse a los primeros. Por supuesto, los motivos de movilización de esas dos Españas en guerra no se autodefinieron en términos sociales sino ideológicos, más que estrictamente políticos. Si se leen las proclamaciones iniciales de los dirigentes de la sublevación la idea exclusiva que en ellas impera es la del restablecimiento de un orden y una autoridad que son todavía los republicanos, aunque la propia sublevación concluya por hacerlos inviables. De ahí por un mecanismo psicológico no sólo sublimador, sino también obvio producto de las circunstancias, se pasó a la exaltación religiosa, el ideal de cruzada, presente espontáneamente en los planteamientos no sólo de los dirigentes sino también en los simples combatientes. No hay una anécdota más reveladora a este respecto que la propaganda del plato único, una necesidad impuesta por las condiciones de abastecimiento en período bélico, como medio de "santificación". Un último paso consistió en la exaltación del pasado, en donde míticamente se habría dado la identificación entre la religión y la patria: el propósito sería "ser lo que fuimos después de la vergüenza de lo que hemos sido", como se afirmó en los titulares de un diario franquista. Si resulta relativamente sencillo simplificar en una fórmula como la citada el motivo movilizador para el combate entre los sublevados, entre los gubernamentales resulta, sin duda, mucho más difícil hacerlo. En algunos de los discursos de Azaña en el período bélico o en los 13 puntos de Negrín encontramos los principios de la ortodoxia republicana, pero, por supuesto, no puede pensarse que tan sólo ellos resultaran vigentes entre los combatientes de esa significación. Para muchos otros era verdad lo que decía CNT, el diario anarquista madrileño: "Todos los viejos valores... se han hundido estrepitosamente a partir de la insurrección militar". Lo que daba al Frente Popular un aire de abigarrado pluralismo es, precisamente, el hecho de que quien lo había sustituido no era una sola y única fórmula sino varias e incluso algunas de ellas contradictorias entre sí. Nada explica mejor las diferencias entre concepciones de la vida en los dos bandos que la política cultural y educativa que practicaron durante el período bélico. Entre los sublevados más que una política revolucionaria de corte radicalmente fascista se siguió, en educación, otra de carácter clerical y restauracionista. Las bibliotecas fueron depuradas y de ellas fueron excluidos no sólo autores revolucionarios sino también otros como Cambó, Baroja, Tolstoi o Blasco Ibáñez. También los maestros experimentaron un proceso paralelo: haber asistido a una homenaje a Gorki o "proceder de la Institución Libre de Enseñanza" eran argumentos suficientes como para recibir una sanción. En la enseñanza primaria no sólo se pretendió el restablecimiento de un sentido cristiano sino también la introducción de devociones muy concretas, como las de carácter mariano. La reforma del Bachillerato de 1938 se basó en la formación clásica, la consideración del catolicismo como "médula" de lo español y la exaltación de lo específicamente nacional a través precisamente de la Historia. Al lado de estas manifestaciones clericales hubo también una política cultural más fascista, en manos de Falange, que quería incorporar a los vencedores los valores de la cultura española laica. No hubo una política de propaganda a partir de la defensa del patrimonio artístico o monumental (el arquitecto Muguruza, responsable de esta parcela, admitió que "se tiene tan poco ante lo hecho por los rojos"), sino que tan sólo se insistió en los medios católicos acerca de las numerosísimas destrucciones de iglesias y otros lugares de culto. Sin embargo, se creó una gran institución cultural, el Instituto de España, que reunía a la totalidad de las Academias. Es igualmente significativo que en el Instituto, inspirado y animado por D'Ors, se entrara tras un estrambótico juramento de índole clerical y nacionalista y que para su presidencia se pensara en Falla, una personalidad católica sin significación política y que no llegó a desempeñar su cargo. En el bando gubernamental encontramos una pluralidad mucho mayor que la existente en el adversario entre clericalismo y falangismo. Existió, en primer lugar, toda una línea derivada de la tradición de corte liberal y republicano que concedía un papel eminente a la cultura, consideraba que el hombre se salvaba a través de ella y apreciaba o potenciaba de manera especial la de carácter popular. Sobre esta tendencia se impostó el sentido utilitario y propagandístico del PCE, que fue el principal responsable de la política educativa y cultural del Frente Popular hasta bien entrado 1938: testimonio de ese utilitarismo fue la existencia de un organismo administrativo de superior entidad a los que existieron entre el adversario, bien como Ministerio o como Subsecretaría. No cabe la menor duda de que la labor de los comunistas fue a menudo sectaria, pero que al mismo tiempo tuvo un éxito considerable en el exterior y demostró un mayor aprecio y sensibilidad por la problemática de carácter intelectual y cultural. Así se demuestra en los varios manifiestos suscritos por intelectuales en apoyo del Gobierno del Frente Popular en los primeros momentos de la guerra, algunos de cuyos firmantes acabaron retractándose, así como en la evacuación de intelectuales de Madrid y la posterior creación de una Casa de la Cultura para que residieran en Valencia. El mismo sentido cabe atribuir al nombramiento de Picasso para regir el Museo del Prado, cargo del que no tomó posesión. También el bando gubernamental tuvo su gran institución cultural sustitutiva de las Academias, denominada Instituto Nacional de Cultura, cuya vida no parece haber sido muy activa. El aspecto más interesante y positivo del interés del bando gubernamental por la cultura reside en la labor de extensión educativa y cultural lograda a través de la creación de un número importante de escuelas (quizá 5.000), mientras que entre sus adversarios algunos quisieron sustituir al maestro por el sacerdote, la creación de un bachillerato abreviado para obreros o la labor de difusión cultural a través de las llamadas milicias de la cultura. Por supuesto, en todas estas tareas había un componente de adoctrinamiento ideológico, como se demuestra por la existencia de una cartilla popular antifascista para enseñar a leer. Una tarea que recibió importante difusión propagandística, pero que respondía además a una obvia necesidad, fue la salvación del patrimonio artístico y principalmente de los tesoros del Museo del Prado. Al principio existió una Junta de Incautación y luego otra del Tesoro Artístico, hasta que esta competencia fue absorbida por el propio Estado. La labor de todos estos organismos contribuyó a aliviar la destrucción del legado histórico, de enorme gravedad en un acontecimiento bélico como el español de 1936-1939. Señaladas las respectivas políticas culturales resulta también preciso hacer referencia a la posición de los protagonistas del mundo cultural ante el conflicto fratricida. Los intelectuales españoles habían vivido la difícil y crítica coyuntura de los años treinta con aires de decidida beligerancia, que se convirtió incluso en una necesidad a partir del momento del estallido de la guerra civil. Ésta potenció la voz de quienes estaban ya comprometidos a favor de una u otra tendencia, pero también incorporó a esas filas a quienes pensaron ahora que no les quedaba otro remedio que adoptar una posición semejante, bien por lealtad geográfica con el bando en que estaban o bien porque pensaran que ahora era impensable su indiferencia política previa. Otros, sin embargo, acabaron optando por el silencio o la marginación. Para los intelectuales españoles, sin duda, hubo dos peligros, semejantes en gravedad. El primero de ellos era el de la depuración por ser considerados vitandos por alguno de los sectores en pugna o por los dos, hecho que sucedió con personas como Ortega o Sánchez Albornoz. El segundo peligro no era menor: consistía en la posibilidad de someter el propio pensamiento o creatividad a la beligerancia de manera exclusivamente utilitaria. Sin embargo, también la guerra tuvo otros aspectos más positivos: Max Aub escribió que la guerra civil sigue teniendo para el espíritu una importancia de la que carecieron las demás, y Cernuda ha explicado las razones: "Me hizo ver en el conflicto no tanto sus horrores, que aún no conocía, como las esperanzas que parecía traer para el futuro". La cultura de la España en guerra, como todo ella, estuvo con tanta frecuencia llena de ejemplos de creatividad como de insubstancial sumisión no ya a un ideario como a personas que dudosamente la merecían. Aunque, como es lógico, dado el ambiente de los años treinta, el mundo intelectual se decantó de manera mayoritaria hacia la causa republicana, no se puede ni mucho menos decir que todo el mundo intelectual estuviera con ella. En cualquier caso, merece la peña señalar la coincidencia de actitudes de fondo así como la coincidencia en la utilización de medios expresivos semejantes: el teatro de pretensiones heroicas, la radiodifusión que hizo nacer una verdadera guerra de las ondas, el verso épico o el cartelismo de combate. Los vencedores también tuvieron sus mártires intelectuales como Maeztu. Sin duda, hubo una tentación en ellos a considerar que los intelectuales eran culpables del estallido de la guerra, hasta el punto de que Sainz Rodríguez habló de la existencia de un auténtico "temor colectivo" a la inteligencia, y Cossío sugirió sustituir esa denominación por la de "hombres de razón". Dominada por militares carentes de preocupaciones intelectuales, la España sublevada no careció de apoyos intelectuales, aunque, entre los antirrevolucionarios, los más valiosos fueron, quizá, aquellos que abandonaron España incómodos en los dos bandos pero secretamente esperanzados en la victoria de Franco, o quienes estaban dispuestos a aceptar esta última por repudio de lo que sucedía en el bando del Frente Popular. Este fue el caso de algunos de los representantes de la llamada generación del 98 o de 1914. Baroja, aterrado ante la doble barbarie de los tradicionalistas y de los revolucionarios, creyó poder confiar en un dictador, "domador de esas bestias feroces", y acabó ingresando en el Instituto de España. Pérez de Ayala mantuvo una posición partidaria de Franco aunque sin hacerla pública. Ortega y Gasset criticó las simplificaciones de los visitantes extranjeros a la España en guerra, pero más taxativo aún fue Marañón, quien planteó la contienda como resultado del enfrentamiento entre comunismo y anticomunismo y embistió contra quienes al adoptar una postura respecto de España mostraban el "pánico infinito" de no parecer liberales. En realidad todos estos intelectuales profesaron una muy discreta simpatía por Franco, que se convirtió en nula cuando vieron de cerca en qué consistía o se disiparon sus esperanzas respecto de lo que podía llegar a ser. En el fondo, la discutida posición de Unamuno tenía el mismo fundamento. En un principio se identificó con la causa de los sublevados a la que vinculó con la civilización cristiana y occidental; fue no sólo un partidario de ellos sino un colaboracionista, incluso en expedientes de depuración. Pero pronto supo de sus amigos asesinados en un "estúpido régimen de terror". Después de su conocida intervención el 12 de octubre en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca se convirtió en un solitario que repudiaba la "mentalidad de cuartel y sacristía" imperante en la España de Franco y que se aproximaba a la muerte en plena angustia provocada por la discordia nacional. Por supuesto, ninguna de estas posturas fue la oficial de los intelectuales en la España de Franco. Los intelectuales oficiales en ella fueron los hombres de generaciones anteriores que habían evolucionado desde antes hacia posiciones autoritarias (como D'Ors) o nuevas adquisiciones para esta postura (como Manuel Machado en uno de cuyos versos de época bélica se dice que Franco "sabe vencer y sabe sonreír"). Tan característico como este sector fue el de los jóvenes de la generación de 1927, ahora identificados con un nacionalismo católico militante o con un falangismo revolucionario. En esta última versión resulta de interés especial la revista Escorial, empeñada en rescatar para la causa de los sublevados a una parte de la tradición liberal, aunque privándola de sus contenidos políticos, o Vértice, en que es manifiesta la imitación de la estética fascista italiana. Novelas como Madrid, de corte a checa (Foxá), o Eugenio o la consagración de la primavera (García Serrano) describen, respectivamente, el terror ante la represión o la experiencia de la violencia armada en las luchas juveniles. El radical enfrentamiento entre el Bien y el Mal o la rememoración de un pasado glorioso fueron objeto de la propaganda entusiasta de los poetas afectos a Franco. Así, Pemán pudo escribir que "No hay más que carne o espíritu / Luzbel o Dios", y Manuel Machado advirtió: "Ay del pueblo que olvida su pasado / y a ignorar su prosapia se condena". Al lado de los nacionalistas estuvieron algunos de los pintores españoles más conocidos de la época como Zuloaga, que retrató a Franco, o Sert, que empleó su decorativismo monumental en la exaltación de los mártires religiosos o de los defensores de El Alcázar; el primero fue el ganador de la Bienal de Venecia de 1938. Quienes estuvieron al lado de la España del Frente Popular contaron también con figuras de generaciones anteriores a la de 1927. Sin duda fue Antonio Machado el más beligerante partidario de esta causa que defendió con decisión y con una prosa cuyos valores morales y estéticos trascienden la adscripción política. Es cierto que también Machado fue autor de los versos de Líster ("Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría"), pero, en general, fue capaz de mantener una línea inequívoca de patriotismo, exaltación de los valores humanos y populares, dentro de una adscripción a un genérico socialismo y un entusiasmo por Stalin y la Unión Soviética que desde una óptica actual resulta injustificable. Juan Ramón Jiménez se identificó con la causa republicana y luego escribiría acerca de la "extraña alegría que había invadido Madrid en los tiempos del estallido constante" en el que había vivido allí acosado por unos milicianos de la cultura de los que dijo "estar, con el más firme desprecio, a su disposición". Como resulta lógico, la mayor beligerancia literaria en favor de la causa del Frente Popular se encuentra en las nuevas generaciones literarias. Mientras que Alberti montaba una Numancia que recordaba la defensa de Madrid, Miguel Hernández era autor de la poesía bellamente comprometida de El rayo que no cesa. Entre estos jóvenes hubo, por supuesto, casos de convencido y devoto compromiso, como el del protagonista de la novela de Arturo Barca, La forja de un rebelde, pero también de entrega a un ideal cuyos males por el momento no se percibían: María Teresa León describió a Stalin como "nuestro padre querido" cuyas manos "blancas y puras, manos de nieve silenciosa" cantó Bergamín. En lo que la causa republicana fue indiscutiblemente superior fue en lo que respecta a las empresas colectivas montadas para exaltar la causa republicana. El Congreso de intelectuales antifascistas de 1937 motivó la malhumorada reacción de Azaña, para quien su organización costaba "un dineral", y presenció alabanzas a favor de la Unión Soviética y repudios de quienes querían independizar la tarea intelectual de la política, pero congregó en Valencia y Madrid a un elenco impresionante de intelectuales y dio lugar a intervenciones brillantísimas en el fragor del enfrentamiento bélico. Hora de España fue, sin duda, la mejor revista intelectual de la guerra, con respecto a la cual mantuvo un inequívoco compromiso, pero procurando enlazar con la sólida tradición intelectual del pasado (su símbolo fue un viejo tocón del que brotaban dos nuevas ramitas). El Pabellón de la Feria de París, en 1937, testimonió la identificación de la vanguardia estética (no sólo Picasso, sino también Miró, Alberto, Julio González o Sert) con la causa republicana. En adelante, el Guernica, que acabaría siendo considerado como el cuadro más importante del siglo XX, se convertiría en la prueba de que era posible hacer compatible el compromiso político y la experimentación estética. Aparte de hacer mención a la actitud de los medios culturales e intelectuales españoles en torno a la experiencia bélica y al modo en que su creatividad quedó multiplicada o disminuida como consecuencia de este fenómeno, es preciso también hacer referencia a otro aspecto de nuestra contienda interna que resultó de decisiva importancia para la Historia universal: aquélla no constituyó tan sólo uno de los "virajes hacia la guerra mundial", sino que además fue un momento de importancia en la evolución de la responsabilidad social de la cultura y del compromiso de los intelectuales. Nunca hasta entonces había existido una guerra en que la propaganda jugara un papel tan decisivo y nunca tampoco existió tal presión ambiental para tomar partido a favor de uno de los contendientes. En lo que respecta a la política internacional es posible que la guerra civil española no fuera más que un desgarrón más de la ficticia paz precedente, pero los intelectuales de todo el mundo la vivieron como una ocasión crucial de la que dependía el destino de la Humanidad. Hugh Thomas ha señalado que la guerra civil española fue una especie de Vietnam de los años treinta; como en aquella ocasión, durante los sesenta a la intelectualidad liberal o izquierdista le resultó muy obvio designar quién representaba el Bien o el Mal absolutos en el conflicto español. El poeta británico Stephen Spender indicó lo mismo con diferentes palabras: como en 1848 se ofrecía al mundo un campo de batalla en el que quien tenía de su lado a la libertad o la justicia parecía obtener victorias sobre el adversario. En consecuencia, la mayoría de las figuras literarias más conocidas se pronunciaron en contra de Franco: en una encuesta abierta por una revista británica un centenar de escritores se pronunciaron a favor del Frente Popular, mientras que sólo cinco lo hicieron a favor de Franco. Beckett, el conocido autor de teatro del absurdo, respondió simplemente: "¡Viva la República!" Así la guerra civil española se convirtió en la última gran causa: años después en Mirando hacia atrás con ira, uno de los personajes de la obra de John Osborne lamenta que "la gente de nuestra generación no es ya capaz de morir por una causa como la de la guerra civil española". Si nunca tantos escritores de tantos países escribieron desde una óptica política acerca de un acontecimiento histórico fue porque, por vez primera, en un mundo que había parecido ser sólo capaz de retroceder ante el empuje del fascismo, aparecía un símbolo de resistencia, "lo único que puede mantener la esperanza" (Einstein). Como es lógico, a partir de estas premisas fueron muy habituales las simplificaciones: Day Lewis decía que se trataba simplemente de "una batalla entre la luz y la oscuridad de la cual sólo un ciego puede no darse cuenta". Como cabía esperar, muy a menudo los intelectuales de todo el mundo no hacían otra cosa que trasladar a un conflicto civil en otras latitudes las tensiones espirituales propias o las que vivían en el seno de sus propias sociedades, pero siempre lo hicieron con una sensación de urgencia y de necesidad de que la propia creación literaria sirviera para un propósito colectivo. Por eso un personaje de Hemingway afirma que "si perdemos esta guerra no habrá ya nada que ver, ni hacer, ni intentar", y Cornford, muerto en los olivares de Lopera, aseguró que "no podemos escapar de la vida con el pensamiento". Resulta casi imposible citar una relevante figura del mundo intelectual europeo y americano de los años treinta que no se pronunciara acerca de la guerra española: en Gran Bretaña lo hicieron Wells, Auden, Huxley, O. Casey...; en Francia, Mauriac, Eluard, Bréton, Maritain...; en Estados Unidos, Dos Passos, Steinbeck, Dreisser...; en Alemania, Einstein, Mann, Brecht...; en Hispanoamérica, César Vallejo, Cortázar, Neruda, Paz... Sin embargo, resulta de especial relevancia el hecho de que algunos de estos intelectuales no sólo adoptaron una posición en torno a cuanto sucedía en España, sino que, además, escribieron obras centradas en sus experiencias propias como L'Espoir de Malraux, desde luego no su mejor obra, aunque sí demostrativa de su capacidad para el reportaje. Quizá lo más fresco y valioso de la obra de Hemingway en relación con la guerra española no sea Por quién doblan las campanas, que le dio prestigio y lectores, sino sus crónicas periodísticas. Varias de las de Koestler hacen referencia a su experiencia en la cárcel de Sevilla donde fue detenido: en Darkness at noon trasladó sus recuerdos a la ficción de un protagonista en una cárcel comunista; en Testamento español escribe: "Frecuentemente por la noche, cuando me despierto, siento la nostalgia de la casa de la muerte en Sevilla e imagino verdaderamente que nunca he estado tan libre como allí". En Hommage to Catalonia Orwell narró su alistamiento en las milicias populares debido a que en el ambiente revolucionario de la capital catalana ésa era la única actitud que le parecía posible; la mezcla entre la descripción de su experiencia íntima y su relato alegórico pleno de sentido moral y político la hacen una de sus mejores obras. Como Orwell y Koestler ( y otros como Dos Passos o Regler), pero en un sentido diverso, para Bernanos también la experiencia de la guerra civil española supuso una conmoción que le llevaría a adoptar actitudes muy distintas a las que había tenido en el pasado. En Les grand cimetiéres sous la lune este católico de derechas muestra todo su desgarro íntimo ante la represión nacionalista en Palma de Mallorca, acontecida ante la mirada complaciente o indiferente de los bienpensantes. Por supuesto, el cambio en las actitudes previas demuestra, en aquellos en quienes se dio, la sinceridad del compromiso respecto de la guerra civil española. Como ya se ha señalado, una clara mayoría de los intelectuales en todo el mundo se pronunciaron en contra de Franco. Hubo, sin embargo, excepciones importantes que se refieren principalmente a intelectuales atraídos por el fascismo o a católicos. Maurras visitó a Franco y también Belloc estuvo en España al final de la guerra civil. Ezra Pound, por su parte, pareció ser más contrario a los izquierdistas identificados con el Frente Popular español (a los que reprochó buscar "un lujo emocional para una pandilla de dilettanti") que, en realidad, próximo a Franco. En Francia, Claudel presentó a los mártires españoles como los sucesores de los perseguidos por Enrique VIII, Nerón o Diocleciano; ellos habrían seguido la senda difícil en el momento crucial. Arnold Lunn, en Gran Bretaña, propició la formación de un Frente cristiano unido contra la revolución y la persecución religiosa. Evelyn Waugh no dudó en afirmar que si fuera español lucharía a favor de Franco, porque no siendo fascista, se identificaría con esta posición si fuera la única alternativa respecto del comunismo. En la obra de cuantos intelectuales se ocuparon de lo que sucedía en España hay aciertos y errores, tanto literarios como históricos. Fue frecuente la mala información o la excesiva simplificación: abundan demasiado quienes erraron al ver a Franco como sólo un conservador o a la República como un régimen democrático. Salvador de Madariaga recordó a este respecto el dicho español según el cual "una cosa piensa el bayo y otra el que lo ensilla" y protestó contra los "adolescentes de todas las edades y naciones que, armados de máquinas de escribir, invadieron España en 1936 para no ver en ella más que lo que ya traían en sus ojos, ingenuos e ignorantes". Sin embargo, todo ello no hace otra cosa que ratificar la importancia de los acontecimientos españoles para la conciencia universal. Los diagnósticos pudieron ser errados pero el interés era legítimo y absorbente y nunca en la época contemporánea lo había sido y lo sería ni tan siquiera semejante.
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La evolución de la población japonesa en el siglo XVIII ha podido ser conocida con notable fiabilidad gracias a que el primer censo estadístico del período Tokugawa data de 1721. Si ningún historiador pone en duda el notable crecimiento de población durante la centuria precedente, respecto al comportamiento demográfico del siglo XVIII se oponen distintas versiones que enfrentan a quienes sostienen la existencia de crisis malthusianas con los que hablan de un modesto crecimiento. Para la historiografía clásica se produce un claro retroceso, mientras Hamley y Yamamura, estudiando la evolución de la población en las circunscripciones japonesas o kuni, en el período 1721-1872, prefieren hablar de crecimiento moderado al menos en las dos primeras décadas del siglo, atenuado después por la existencia de crisis agrarias de cíclica periodicidad, en 1726, 1732-1733, 1756 y 1786. Destaca, asimismo, la tendencia a la urbanización, indicativa del alto grado de evolución de la sociedad Tokugawa. Cerca de un 10 por 100 de la población japonesa vivía en las ciudades, algunas de las cuales, como Osaka, habían alcanzado a mediados del siglo XVIII la cifra de 400.000 habitantes, mientras Edo sobrepasaba en la misma fecha el millón de habitantes, por delante, pues, de las principales ciudades europeas. Todas las tendencias apuntan a una importante similitud entre las tendencias de la población japonesa y las de la Europa preindustrial; es decir, altas tasas de natalidad y, salvo excepciones, unas tasas de mortalidad ligeramente inferiores, lo que explica un saldo vegetativo para el siglo XVIII caracterizado por un muy lento crecimiento de la población, que, al finalizar la centuria, alcanza la cifra de los 30 millones de habitantes. Orden natural, jerarquía y fundamentos legales eran las bases de una división de la sociedad en estamentos. La sociedad Tokugawa se ordenaba en sectores del siguiente modo: samurais (shi), campesinos (no), artesanos (ko) y comerciantes (sho), y por debajo de ellos los parias (eta) y los no personas (hinin). Cada grupo tenía sus códigos de conducta escritos o consuetudinarios. Los campesinos, sin embargo, no estaban sometidos a ningún reglamento oficial, aunque las instrucciones de Keian, de 1649, recogían la mayoría de las prescripciones fundamentales del sistema organizativo de la aldea en los diferentes territorios, y el estilo de vida de sus habitantes. El resultado de estas sistematizaciones fue un inmovilismo casi absoluto, porque las prerrogativas y obligaciones existentes eran consideradas inalterables y hereditarias. Jefes activos de la sociedad, los samurais componían la aristocracia guerrera, con obligaciones militares y administrativas. Constituían el 7 por 100 del total de la población, y a ellos pertenecían todos los guerreros, desde el shogun al soldado de infantería. Habitaban en Edo o en las capitales de los daimios y, con el restablecimiento de la paz, aquellos que no participaban en la administración se dedicaban al ocio. De entre sus privilegios destacaban los de ostentar un apellido, llevar dos espadas, ser tratados con respeto en todo momento por los miembros de los niveles inferiores y disfrutar de prerrogativas suntuarias. No obstante, las dificultades económicas de finales del siglo determinaron el fenómeno del interclasismo entre los samurais y los comerciantes enriquecidos o chonin. Con carácter excepcional, algunos campesinos y comerciantes ricos alcanzaban ciertos privilegios vitalicios, pero no hereditarios. Lentamente iban formando un nuevo grupo de burgueses capitalistas y, al igual que en Europa, se esforzaban por integrarse en los estratos sociales superiores, comprando tierras nobles y títulos de samurais. Aunque ocupaban el segundo puesto de la pirámide social, los campesinos eran tratados con paternalismo y gran severidad. Conformaban el grupo más numeroso de la población, en torno al 85 por 100 del total y las divisiones internas se basaban en el grado de riqueza. Legalmente no estaban sometidos a servidumbre y el daimio sólo tenia el derecho de veto en la elección de los cargos locales. Sin embargo, se les exigía vinculación a las tierras, gran laboriosidad y vida frugal; se obligaban a satisfacer al señor aproximadamente el 50 por 100 de las rentas de la producción y a estos elevados gravámenes, pagados en dinero o especie, se unían las corveas en carreteras, diques, tierras señoriales o ciudades-castillo. Sólo un minúsculo grupo, los jinushi, consiguió enriquecerse, dando lugar a una incipiente burguesía rural, que tiende a concentrar las tierras en sus manos. Nadie más que los terratenientes disfrutaban del privilegio de participar en el gobierno, compartir las tierras comunales y aprovechar los derechos de agua, e incluso en ocasiones tenían acceso a una buena educación que les elevaba de categoría ante sus convecinos. En teoría tampoco eran dueños de la tierra, que pertenecía al emperador, sino que gozaban del derecho de cultivo con carácter irrevocable, hereditario y permutable. Considerados por debajo de los campesinos, los artesanos gozaban de cierto respeto, en especial si las habilidades artesanas eran demandadas por el estamento militar. Así, el shogun y los grandes daimios trataban de diferente manera a los armeros en general y a los fabricantes de sables en particular. También gozaban de gran consideración aquellos talleres dedicados a la producción de artículos suntuarios. Peor calificación tenían los artesanos no cualificados que trabajaban en las aldeas o ciudades-castillo por un escaso salario, pero que contaban con la ventaja de disponer de un mercado más seguro. Los más miserables se contrataban como jornaleros y vivían en la pobreza, aunque no solían padecer desempleo. Todas las especialidades de trabajo existentes tenían su propia corporación y aplicaban un sistema de aprendizaje estricto y eficaz basado en la inmutabilidad de las reglas de fabricación. Muy ligados a los artesanos por el ambiente urbano en que se desenvolvían, los comerciantes eran considerados como el escalón más bajo de la sociedad. Pero con el desarrollo económico del período Tokugawa numerosos mercaderes incrementaron su prestigio y su fortuna hasta el punto de que en el siglo XVIII lucharon por abolir las barreras inmovilistas. No contaban con un código especial de conducta, aunque por estar situados en la base de la pirámide social tenían delimitadas sus funciones por exclusión. Gozaron de un trato especial en las ciudades-castillo de los daimios, pues monopolizaban el mercado urbano y abastecían de todo lo necesario a sus habitantes. Junto a los artesanos formaron el grupo denominado chonin, con unos rasgos de identidad contrapuestos a la cultura aristocrática de los samurais. Vetados para cualquier actividad política y limitados al comercio interno del Japón, los chonin se transformaron en la clase más dinámica y dinamizadora del Japón. Gracias a su papel de capitalistas, financieros y prestamistas, así como de redistribuidores de la producción agrícola, se convirtieron en los dueños de la economía japonesa. La organización social establecida por los Tokugawa excluía de las categorías oficiales a toda la población flotante de trabajadores manuales, braceros, terraceros o portadores, que componía el estrato más bajo de aldeas y ciudades y estaba condenada a la miseria, por sus bajos ingresos y las calamidades naturales sobrevenidas.
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No parece posible interpretar la crisis de la democracia en la España de los años treinta a través de una óptica exclusivamente política. Es cierto que los factores propiamente institucionales, los comportamientos políticos y la conflictividad social son las causas más evidentes y mejor estudiadas. Parecen también haber sido las que incidieron con mayor fuerza en el proceso de deterioro de la convivencia nacional que se registró en los años de la República, y no le falta razón a G. Jackson cuando afirma que la agitación social de la época republicana tuvo más bien motivos políticos que económicos. Pero ignorar estos últimos sería negar la existencia de buena parte de las causas del malestar político acumulado durante el período.
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El campo protobizantino estaba dominado por un solo tipo de asentamiento, en el que podían coexistir dos formas de propiedad fundamentales: la pequeña y mediana propiedad campesina libre y la gran propiedad o dominio protoseñorial. Aunque esta radical distinción era con frecuencia mas jurídica que real, y entre medias existían formas de dependencia social y económica variadas, enmarcadas por lo general en la noción del patrocinio. La aldea era el resultado de la preponderancia completa del hábitat agrupado en todas las provincias del Imperio, aunque entre unas aldeas y otras pudiera haber diferencias de tamaños y de funciones muy considerables. Por contra, el hábitat disperso era un fenómeno extraño que fue haciéndose más corriente a medida que se avanzó en el tiempo, y ello como consecuencia del surgimiento de ámbitos señoriales fortificados y provistos de alguna edificación religiosa. Pero un hábitat campesino disperso sólo se testimoniaría en las zonas semidesérticas del sur de Palestina. Las palabras helénicas (kome, jorion) utilizadas para designar la aldea ocultan una enorme diversidad de realidades: desde los pueblos fiscalmente responsables y autónomos a aldeas propiedad de un dueño. En todo caso lo importante es señalar cómo en esta época la comunidad aldeana aparece frente al exterior como una colectividad solidaria, sujeto de obligaciones y responsabilidades fiscales, penales y religiosas. Lo que se correspondía ciertamente con comportamientos colectivos en el mismo interior de la aldea. A tal fin las fuentes nos hablan de la existencia de asambleas aldeanas, y muy especialmente de un consejo aldeano formado por diez primeros, sin duda las gentes de mayor fortuna. También cabe destacar la autoridad creciente, llegándose a convertir en muchos casos en el auténtico representante de la aldea, del clérigo o clérigos encargados de la iglesia local. Resulta difícil realizar una sola descripción del paisaje agrario para todo el Imperio protobizantino, dada la diversidad de ambientes geográficos que éste abarcaba. Sin embargo, una cierta uniformidad existía como consecuencia de una cierta comunidad de hábitos alimenticios. De este modo no cabe duda que la cerealicultura era preponderante en todas las regiones, incluso en zonas áridas como Nessana en Palestina. Lo que con frecuencia conducía a rendimientos medios más bien mediocres, no superiores al 4-5 por 1. Junto con los cereales el vino y el aceite constituían los otros dos cultivos necesarios para la dieta mediterránea. Estas exigencias de orden alimenticio y el ideal de autarquía hacían que el policultivo fuera la regla, aunque en algunas áreas concretas -Macizo Calcario de Siria- podía existir un monocultivo (olivar) con vistas a la comercialización. También era normal la coexistencia de un régimen de "open fields" con otros de cercados. En lo relativo al utillaje agrícola y a las técnicas aplicadas a los cultivos y a la transformación del producto la situación era de penuria general, siendo a este respecto indicativo el cuidado con el que el posterior Código Rural haría el inventario de los instrumentos agrícolas objeto de posibles robos. Aunque la fuerza hidráulica se conocía, sin embargo seguía siendo predominante el molino manual o movido por fuerza animal. Un tema de debate ha sido el de la importancia y existencia de la pequeña y mediana propiedad campesina libre. Las fuentes a nuestra disposición la atestiguan en los lugares más diversos: Egipto, Hypaipa, Nesanna; mientras que el posterior Código Rural indica su frecuencia. Generalidad de la pequeña propiedad campesina que se relaciona con el carácter preponderantemente individual de la empresa agrícola, donde sólo la era y la prensa podían ser de uso comunal o de propiedad señorial. Y junto a ello las fuentes también testimonian la existencia de formas de cooperación en los cultivos, basadas en lazos de parentesco o de vecindad, pudiéndose dar también patrimonios mantenidos proindiviso entre varios herederos. Además, la comunidad aldeana en su conjunto podía ser propietaria de tierras mantenidas indivisas, normalmente dedicadas a pasto y sobre todo a bosque. Aunque existían también pastos y montes privados. La comunidad aldeana también podía proceder al reparto entre sus miembros de antiguas tierras privadas abandonadas, situadas por lo general en los confines del espacio cultivado. La existencia de estas importantes solidaridades y usos comunitarios aldeanos no impedía que hubiera grandes desigualdades de fortuna y condición entre sus miembros. En la cúspide de la sociedad aldeana se encontraban los notables, en especial ese grupo de los diez primeros, que ejercían funciones de representación y gobierno de la comuna. Entre éstos se encontraban desde campesinos hasta propietarios rentistas, como ocurría en las importantes aldeas del Macizo Calcario sirio. En determinados lugares podían ser comerciantes o incluso titulares de cargos públicos. Por debajo de este grupo se situaban los pequeños propietarios libres, que cultivaban parcelas individuales o familiares, por sí solos o con la ayuda de algún esclavo, y que solían recibir el nombre de amos de casa (oikodespota), o ya simplemente agricultor (georgos), distinguiéndolos así claramente de los grandes propietarios absentistas, llamados dueños del suelo o de haciendas. En una posición todavía inferior, y además de dichos esclavos, se encontraban los jornaleros libres. También existían en las comunidades aldeanas algunas personas calificadas de obreros o artesanos (tejnitai), por su posesión y habilidad sobre algunas herramientas normalmente no poseídas por el común del campesinado, y por lo general empleados en trabajos relacionados con la construcción. Pero sin duda una buena parte de los habitantes de estas comunidades aldeanas se encontraban insertos en los cuadros de la gran propiedad fundiaria. Aunque desde un punto de vista funcional no existían diferencias notables entre la gran propiedad y la pequeña, pues la primera, al objeto de su puesta en explotación, se encontraba subdividida en una mutiplicidad de parcelas autónomas trabajadas individualmente por una familia campesina. La época protobizantina se ha solido identificar como propicia al avance incontenible de la gran propiedad fundiaria y su transformación en una estructura de tipo protoseñorial. La estructura interna de la gran propiedad nos es especialmente conocida para Egipto gracias a la conservación de ciertos archivos privados, como el perteneciente a los dominios de la familia de los Apiones. En el país del Nilo el avance de la gran propiedad en los siglos V y VI se habría realizado a costa principalmente de las tierras imperiales y públicas, y en menor medida de la pequeña propiedad campesina nunca muy abundante allí. En concreto la disminución de esta última se habría debido sobre todo al abandono de sus propietarios, superados por las deudas contraídas con algún gran propietario vecino como consecuencia de las exigencias fiscales o de la adquisición de simientes en años de débiles cosechas. Los grandes patrimonios, como los de los Apiones, denominados casas (oikoi), solían encontrarse compuestos de parcelas que con mucha frecuencia no constituían ningún coto cerrado, encontrándose dispersas en el conjunto de las tierras dependientes de una comunidad aldeana (kometikà). Aunque también existían estos últimos (ktemata), separados de la administración aldeana, y parcelas situadas en lugares marginales (exotike ge). La gran mayoría de estas parcelas de la gran propiedad se encontraban trabajadas por colonos. Los textos jurídicos siguieron distinguiendo entre los sujetos con un vínculo indisoluble y hereditario a la tierra que trabajaban -denominados originarios, adscritos o enapografoi- y los teóricamente libres, con un contrato de aparcería (misthotoi), pero que su dependencia de una relación de patrocinio había convertido su subordinación respecto del gran propietario en algo perpetuo y frecuentemente hereditario. Por lo que la tendencia evolutiva de esta época fue la de una paulatina indiferenciación entre ambos tipos de colonos. Estos cultivadores pagaban al dueño de la tierra una serie de rentas tanto en dinero como en especie, así como realizaban una serie de prestaciones de trabajo. Sin embargo, no parece que estas últimas constituyeran auténticas corveas en el sentido del régimen señorial clásico del Occidente europeo, pues no servían para poner en explotación ninguna reserva dominical, sino que consistían fundamentalmente en tareas de acarreo, tratándose en definitiva de una forma de trabajo humano coercitivo de gran tradición en todo el Oriente antiguo. En conjunto no parece que estas rentas señoriales constituyeran una carga muy difícil de soportar para el campesinado. No obstante que con frecuencia se haya afirmado lo contrario, presentando como prueba de ello la abundante legislación de la época contra la huida de colonos. Sin embargo, esta legislación lo que parece poner en evidencia no son tanto las cargas campesinas como la misma escasez de campesinos. De tal forma que lo que se trata de impedir con ello es la rivalidad entre los diversos grandes propietarios por hacerse con los servicios de mano de obra para sus tierras. Esta rivalidad se basaba en las mejores condiciones de trabajo ofrecidas por unos propietarios que otros. Mejores condiciones que no consistían precisamente en un menor peso de la renta señorial como en una mayor capacidad del gran propietario de defender a sus campesinos dependientes frente a otros poderes, en particular el Estado y las autoridades de la ciudad cabeza del distrito donde habitaban dichos campesinos, que acosaban a éstos con exacciones fiscales. Ya desde finales del siglo IV Libanio testimonia para el campo sirio en torno a Antioquía cómo muchos campesinos, e incluso comunidades aldeanas en su conjunto, buscaban la protección de un poderoso, con frecuencia un oficial del ejército, poniéndose bajo su patrocinio. Sin duda el gobierno imperial, mucho más fuerte en Oriente que en Occidente, trató por todos los medios de oponerse a esta forma de patronato que visionaba una auténtica senoría elemental y ponía en entredicho las formas tradicionales de propiedad sobre la que se basaba el Estado tributario que en el fondo era el Imperio. Sin embargo, el Código de Justiniano no recogió ya las numerosas constituciones imperiales que entre el 360 y el 415 habían tratado de prohibir la proliferación de este tipo de relaciones de patronato. Y ello porque desde mediados del siglo V las cosas habían cambiado mucho. Fundamentalmente había desaparecido la anterior oposición entre propietarios fundiarios y otros detentadores de poderes, como consecuencia del hundimiento progresivo de aquellos propietarios absentistas urbanos incapaces de acceder a puestos de poder en la Administración imperial, el Ejército o la Iglesia, y la conversión en grandes propietarios fundiarios de otros poderosos provenientes de las filas del ejército o de la burocracia imperial. Una ley del 429 había ya reconocido parcialmente el derecho de los grandes propietarios a recolectar los impuestos estatales entre las gentes que vivían donde ellos tenían sus dominios, así como a ejercer la justicia y realizar actividades de policía sobre los mismos. Para la efectividad de dichos derechos de autopragia esos poderosos comenzaron a tener soldados privados mantenidos a sus expensas, los llamados bucelarios. Si todavía una constitución imperial del 468 declaraba ilegales este tipo de mesnadas privadas, en el 538 Justiniano les daría plena legitimidad, al menos para Capadocia. A partir por lo tanto de mediados del siglo V merced a las relaciones de patrocinio y los derechos autoprágicos se irían conformando en el Imperio bizantino unos nuevos agrupamientos verticales en los que la raíz de subordinación no estribaba tanto en los tradicionales derechos de propiedad sobre la tierra como en los del ejercicio de una autoridad de orden público, pero de hecho en vías de privatización. Proceso en el que tendía a confundirse la antigua renta fundiaria pagada por los colonos al dueño de la tierra con los diversos censos estatales, y en el que la antigua oposición jurídica entre el gran dominio y la aldea libre desaparecía. Sin duda se trataba de un fenómeno de confusión entre el grupo social y el poder económico y el de soberanía política, por lo que en la terminología tradicional de Marc Bloch se podría hablar propiamente de la constitución de un régimen señorial protobizantino. Los rasgos distintivos de éste, frente al posterior del Occidente medieval, consistirían en: 1) la forma prácticamente única de las rentas señoriales serían los pagos en dinero y en especie impuestos a las explotaciones campesina; 2) existencia todavía de un Estado central poderoso, de manera que la fuente principal de los poderes señoriales residía en detentar poderes delegados de ese Estado, considerándose todavía ilegítimas ciertas usurpaciones señoriales, por más que éstas se hayan ido generalizando y se tengan que soportar. Además, las invasiones islámicas provocarían la pérdida de las provincias orientales y Egipto, donde tal vez se encontraban más avanzadas estas relaciones protoseñoriales; mientras que en Asia Menor y los Balcanes la implantación campesina eslava y los cambios forzados por la creación de un sistema defensivo tenderían tanto a recrear comunidades de campesinos libres como el poder autónomo de las autoridades cívico-militares del Estado. Todavía, cuando en los siglos V y VI tendían a consolidarse estas nuevas agrupaciones jerárquicas verticales, muchos campesinos seguirían obteniendo ventajas y libertades en la dialéctica de poder entre las diversas jerarquías de los mismos. A este respecto cabe mencionar el papel jugado por los poderes eclesiásticos. No cabe duda que desde el siglo IV la Iglesia no dejó de aumentar su patrimonio fundiario en todas las provincias del Imperio oriental. Pero como nuevo poder la Iglesia no sólo trató de controlar la mas posible de las viejas formas de propiedad, sino que también procuró hacerse con otros tipos de ingresos provenientes del ejercicio de una autoridad propia, semejante y en paralelo a la política. A este respecto la Iglesia oriental trataría por todos los medios de convertir en regulares y forzosas las tradicionales ofrendas de los fieles. Para legitimarlas la Iglesia recurriría al ejemplo del Estado teocrático reflejado en la Biblia, reutilizando así viejos términos como los de primicias (aparjai), diezmo (dekaté), sacrificios (prosforai) y presentación de frutos (karpoforia). Sin embargo, todavía en tiempos de Justiniano (Codex Iustinianus, 3,38) el Estado seguiría prohibiendo los intentos de la Iglesia en convertir en forzosas y regulares estas entregas. Aunque la misma prohibición permita saber que para entonces en muchos distritos rurales del Imperio los obispos exigían contribuciones de una cierta importancia a los campesinos, en dinero, en especie y, sobre todo, en prestaciones de trabajo personal. Sin duda tales entregas eran forzadas por la coerción que el mismo sentimiento religioso guardaba en su seno. Anatemas y negativa a dar los sacramentos eran algunos de los medios de presión más utilizados por el clero. Pero también con más frecuencia eran el mismo temor y reconocimiento de los campesinos por las virtudes curativas de determinarlo santuario, donde se encontraban las veneradas reliquias de algún mártir o santo, o donde residía algún santón, los que forzaban a las gentes a dichas ofrendas. Sin duda estos ultimas motivos reportaban grandes beneficios a los monasterios, hasta el punto que en algunos momentos pudo surgir una cierta malevolencia y envidia del clero diocesano hacia los monjes por tal motivo. Pero es que bastantes clérigos además de prestar consuelo espiritual y de interceder ante los santos patronos celestiales por sus fieles podían ejercer otro tipo de patronazgo más material sobre los mismos. Peter Brown ha señalado cómo las grandes figuras eremíticas y monacales de Siria en los siglos V y VI, del tipo de san Simeón el Estilita, ejercieron un auténtico patronazgo sobre comunidades campesinas. Un patronazgo que se oponía así a los abusos y exigencias que sobre los campesinos ejercían los propietarios fundiarios absentistas, las autoridades ciudadanas y del propio poder imperial. Unas comunidades campesinas que así habrían visto en estos santones, auténticos atletas de Dios curtidos en mil luchas con el diablo y sus representantes terrestres ocasionales, al hombre fuerte cuya protección todos buscaban en estos tiempos. Una protección que se oponía a otras jerarquías verticales -poder político, poder económico- que en estos momentos pugnaban por engrosar las filas de los agrupamientos sociales que lideraban. El poder de estos santones venía así a demostrar que en la sociedad protobizantina el poder derivado de la propiedad con frecuencia era más débil que el emanado de fuentes extraeconómicas, fuesen la violencia institucional de las autoridades estatales o el monopolio espiritual ejercicio por los representantes de Dios. Sin duda el patrocinio ejercido por monasterios y santones sobre las campiñas de tantas provincias del Imperio tenía en gran medida su equivalente en el de los obispos sobre sus comunidades urbanas. Desde mediados del siglo IV las oligarquías urbanas habían venido monopolizando las sedes episcopales del Oriente bizantino; y, a diferencia del Occidente, esta situación continuaría sin grandes cambios en la siguiente centuria. A ello contribuyeron tanto un mayor poder de dichas aristocracias urbanas como mayores posibilidades para la aristocracia senatorial de ocupar puestos de gobierno en la administración imperial. Pero ya desde los tiempos teodosianos esos obispos se habían convertido en muchos lugares en auténticos patronos de sus comunidades ciudadanas, utilizando para ello el prestigio del culto de algún santo o mártir local. Esos patronazgos se habían reforzado en la mucho más conflictiva y azarosa vida religiosa del Oriente bizantino, comparada con la del Occidente. Prestigiados en la lucha contra los últimos vestigios del paganismo o contra las minorías judaicas, los obispos protobizantinos solidificarían su papel de patronos urbanos liderando determinadas opciones dogmáticas en el seno del Cristianismo. Sin duda la radicalización y fanatismo de las multitudes cristianas urbanas en torno a sus líderes episcopales, ortodoxos y monofisitas principalmente, se explicarían por esos patrocinios episcopales y no por la capacidad de masas semianalfabetas de distinguir las sutilezas de la controversia cristológica. Lo que hacían esas masas era cerrar filas en torno a un líder local en cuya santidad y sabiduría confiaban para ganar la vida eterna, y en su autoridad y poder frente a cualquier injerencia siempre extorsionante de los poderes externos. Sin duda ese patronazgo eclesiástico tenía una de sus bases más sólidas en el desarrollo del evergetismo cristiano, tanto más influyente en la medida en que las ciudades protobizantinas por lo general sufrieron en los siglos V a VI un proceso de afluencia de población campesina por completo falta de recursos para subsistir. Así desde muy pronto se verá a los obispos de las principales ciudades interviniendo en los momentos de escasez de alimentos regalando grano a los pobres, sustituyendo así una función en otro tiempo ejercida por los notables de la ciudad. Y serían precisamente las instituciones eclesiásticas, tanto diocesanas como monásticas, las que poco a poco actuarían como intermediarias entre la caridad tradicional de los ricos cristianos y sus beneficiarios. Desde fines del siglo IV surgirán por iniciativa de determinados líderes eclesiásticos ámbitos precisos para el ejercicio de dicha caridad, desde hospitales y albergues para extranjeros (xenodochyum) y pobres hasta las públicas y diarias distribuciones de alimentos a los pobres desde la misma residencia episcopal. Especial mención debe hacerse de las llamadas diaconías, o asociaciones bajo el liderazgo clerical para ejercer la caridad, que pueden organizarse según el sexo o la profesión de sus cofrades. Es más, el mismo poder imperial que poco a poco ha ido abdicando de su tradicional vocación evergética puede otorgar a tales instituciones de caridad eclesiástica ciertas prestaciones fiscales de los colegios profesionales, o pueden eximir de impuestos a las rentas unidas a dichas instituciones. Mientras que por medio de la muy importante actividad caritativa de los monasterios el tradicional evergetismo urbano era capaz de superar los límites de la ciudad y extenderse también a los campos, a lo largo de las principales rutas, estableciendo así un nuevo nexo entre campo y ciudad en beneficio de unos nuevos liderazgos sociales de carácter eclesiástico. La otra gran innovación de la caridad eclesiástica frente al antiguo evergetismo urbano fue su esencial limitación a un segmento de la población urbana, los pobres. Con lo que se rompía también la vieja identificación entre ciudadano y grupo privilegiado por ese mismo evergetismo frente a la gente del campo, pues entre los pobres asistidos se encontraban muchos campesinos afluidos a la ciudad de manera puntual y momentánea o estable y permanente. Además, a medida que se fue extendiendo la caridad eclesiástica el tradicional evergetismo imperial urbano fue decreciendo en importancia, incluso en la misma capital, Constantinopla. Desde mediados del siglo V los emperadores trataron de limitar, si no de suprimir, las tradicionales entregas de dinero a la plebe capitalina con motivo de la entrada en el consulado, reservando las más importantes a la sola majestad imperial. Y finalmente la más importante faceta de ese evergetismo tradicional y civil, la entrega de grano y otras especies alimenticias a la plebe de Constantinopla, cesaría desde mediados del siglo VII, con la pérdida de las ricas provincias egipcias, cuyas contribuciones de grano fiscal las había sostenido. Pero no sólo fue el evergetismo la única cosa que sufrió decisivas transformaciones en la ciudad protobizantina. Uno de los debates clásicos entre los historiadores ha sido el de la dotación de la crisis de la ciudad protobizantina y de las actividades comerciales y artesanales relacionadas con la misma. Para ello los hallazgos y análisis arqueológicos de los últimos veinte años han resultado decisivos. Una conclusión general sería la de que una ruptura decisiva, una crisis evidente, con abandono o drástica disminución de bastantes asentamientos urbanos, sólo podría datarse a partir de mediados del siglo VII, con el inicio de la marea islámica. Sin embargo, parece evidente que la crisis y el cambio tenía raíces más profundas, que ya antes ciudades y actividades comerciales a larga distancia se habían ido reduciendo a las zonas más apropiadas y cercanas a las líneas de costa. De tal forma que el tipo de ciudad antigua del Mediterráneo oriental había venido sufriendo un debilitamiento desde hacía como mínimo un siglo, de modo que las razzias e invasiones sasánidas e islámicas del siglo VII no constituyeron más que un golpe de gracia decisivo sobre un modelo de ciudad ya en crisis. Por otro lado, cada vez que los datos arqueológicos se han ido haciendo más numerosos se ha ido imponiendo una cronología de la crisis y transformación diferenciada por ámbitos regionales cuando menos. La vida urbana habría sufrido un primer eclipsamiento en los Balcanes y Grecia continental, de la que sería testimonio la desaparición de la ciudad de Olimpia, en el Peloponeso, desde mediados del siglo VI. Por su parte los arqueólogos desde hace ya algún tiempo habían venido observando que en muchos valles del Mediterráneo oriental, en el periodo del 400 al 900, se podía observar la formación de un potente depósito aluvial. A falta de testimonios claros sobre un cambio climático una explicación alternativa para el mismo sería la del abandono y colapso de un sistema tradicional de agricultura basado en el abancalamiento de los valles para el cultivo del olivo y el viñedo. El abandono de unas producciones con claros fines comerciales habría facilitado la rápida erosión de las laderas. Además, la progresiva colmatación aluvial de los valles bajos y estuarios habría tenido desastrosas consecuencias para muchas carreteras, puertos y ciudades costeras, que se habrían visto obturados y convertidos en insalubres marjales. En el caso concreto de las ciudades de Grecia continental su crisis definitiva cabría situarla a finales del siglo VI y en tiempos de Heraclio. Sin duda bastantes de estas ciudades habrían sufrido ya desde finales del siglo IV, con motivo de las invasiones bárbaras de la época; como serían los casos de Atenas y Corinto. No obstante la misma facilidad de las penetraciones y asentamientos eslavos en el siglo VII se explicaría por la misma debilidad de la red de ciudades balcánicas, y el deterioro de su influencia sobre su antiguo hinterland. En Asia Menor la atención se ha focalizado sobre las llamadas veinte ciudades, que incluyen centros de tanta tradición comercial y urbana como Éfeso, Mileto, Pérgamo, Sardes y Esmirna. La Arqueología demuestra la vitalidad de estas ciudades en el siglo V y buena parte del siglo VI, habiendo podido mantener activas relaciones comerciales incluso con el lejano Cartago vándalo. Sin embargo, desde principios del siglo VII el panorama cambia radicalmente, testimoniándose por doquier destrucción y abandono, de las que ofrece un testimonio excepcional Efeso con sus barrios residenciales destruidos por el fuego hacia el 614 y ya no reconstruidos, sino que la ciudad se trasladó unos kilómetros más al norte, al abrigo de la potente fortaleza establecida sobre la colina de Ayasuluk. Esta traslación a lugares de más fácil defensa o su reducción a las antiguas ciudadelas, es decir, un proceso de encastillamiento de los centros urbanos, también se testimonia en otros lugares como Sardes, Pérgamo, Mileto, Priene y Magnesia. En el Norte de Africa el proceso habría seguido pautas semejantes, aunque con una cronología más adelantada. Las importantes excavaciones de Cartago han demostrado que la ciudad siguió manteniendo una muy próspera actividad comercial y artesanal, con una activa interpelación con un hinterland dedicado a la producción de bienes para la exportación, hasta más allá de mediados del siglo V. Sin embargo, desde finales de éste se observa un creciente debilitamiento de Cartago y de sus actividades portuarias, convirtiéndose paulatinamente en un intermediario del comercio y la producción orientales, cosa que se había acentuado radicalmente con la reconquista de Justiniano. Esta última en el norte de Africa testimonia una clara reducción de la importancia de la otrora densísima red de asentamientos urbanos, con una reducción de sus áreas de habitación y su transformación fundamentalmente en puntos de defensa. Cuando desde mediados del siglo VII comenzaron las penetraciones islámicas éstas se encontraron con una red de ciudades en clara decadencia, muchas de ellas con escasa población para servirse de las importantes defensas levantadas por Justiniano y sus sucesores. Lo que explicaría que el invasor y sus aliados bereberes optaran por el abandono de muchas de estas antiguas ciudades, entre ellas Cartago, y la construcción de otros núcleos urbanos más próximos a las zonas de mayor densidad poblacional y actividad económica, en una nueva relación campo-ciudad mucho más autárquica. Sin embargo, sería incierto hablar de colapso puntual del comercio protobizantino y desaparición de la vida urbana tradicional. Prueba de que se trató de un proceso de transformación más pausado y con aceleradores puntuales, y que hasta mediados del siglo VII no todo estaba perdido ha sido el hallazgo hace algunos años de un pecio naufragado frente a Yassi Ada, en la costa sudoccidental de la actual Turquía, hacia el 625. El barco desplazaba unas 30 o 40 toneladas y pertenecía a un tal Jorge, y en el momento de su naufragio transportaba un cargamento de vino en contenedores fabricados en serie, lo que indica toda una agricultura y una industria auxiliar pensada para la comercialización por vía marítima de sus productos en el Oriente bizantino de la época. Además, el barco llevaba un servicio fino de mesa para el capitán, portador también de monedas de oro y cobre. En definitiva, el barco del armador Jorge podía ser muy bien un espécimen propio de un Mediterráneo oriental basado todavía en un activo comercio de bienes de consumo y con una producción de tipo manufacturero; una y otra actividad radicadas en ciudades de tipo antiguo. Y todo ello todavía en el primer cuarto del siglo VII. Sin embargo, no cabe duda que desde tiempo atrás el comercio de bienes alimenticios y la producción manufacturera asociada más o menos al mismo en el Mediterráneo se encontraban sometidos a factores de índole extraeconómica, situados fuera del mercado y relacionados directamente con la esfera de la política, fundamentalmente por medio de instrumentos fiscales. Por lo que el más mínimo cambio en estos últimos habría de afectar gravemente a dichas actividades comerciales y artesanales, y con ello a los grupos sociales urbanos más relacionados con las mismas y a la misma función y existencia de las ciudades. El análisis de las inscripciones funerarias de una ciudad de tipo medio -Koryko, en Cilicia- durante los siglos V a VII ha permitido intuir la distinta importancia social y demográfica de las diversas actividades productivas en una ciudad protobizantina. De ello se deduce la gran importancia cuantitativa que en ella tenían las gentes dedicadas al sector servicios, entre los que se encontraban el numeroso clero y profesionales liberales, dependiendo por tanto un gran número de ellos de instituciones de carácter público. Sin duda el éxodo rural, que el aumento de la población testimonia, encontraría en los servicios más humildes y de menor cualificación profesional la mayoría de sus empleos. Tras el sector servicios aparecen aquellas gentes dedicadas a la transformación y venta de alimentos y de bienes de droguería, con un tercio de actividades que exigirían nula o escasa cualificación. Tras ellos aparece el artesanado textil, basado en la importancia de la producción de lino de la comarca y su fácil importación de Egipto por vía marítima. Fuera de esta producción artesanal otras actividades productivas son inexistentes o presentan muy escasas gentes a ellas dedicadas; posiblemente porque en la construcción se empleaba con frecuencia mano de obra rural itinerante en los meses de escasa o nula actividad agrícola. Los testimonios epigráficos también permiten deducir una clara tendencia a la herencia de los oficios y la escasa movilidad social existente en el seno de la sociedad urbana de la época. De todo lo cual se deduciría unas débiles posibilidades de crecimiento para las actividades productivas desarrolladas en la ciudad protobizantina, con el predominio absoluto de los servicios y de los bienes de consumo, con escasas posibilidades de emplear a inmigrantes del campo salvo en actividades de escasísima o nula rentabilidad: fundamentalmente empleando su fuerza motriz en trabajos ocasionales, o en actividades no productivas, producto de su ingenio, de auténtico desempleo encubierto y en más de una ocasión claramente delictivas, tal como señala para la Constantinopla del 539 una ley de Justiniano (Novella, 99). Por otro lado el comercio y la producción artesanal se encontraban sometidas también a una serie de factores políticos por completo extraños a las leyes del mercado. Aunque no se volvió a realizar una tarifa de precios máximos como intentó Diocleciano a principios del siglo IV lo cierto es que desde mediados del siglo V se dieron intervenciones de las corporaciones y del gobierno para fijar precios y salarios, tratando las primeras de actuar de forma monopolística. Y si el poder imperial al principio trató de atajar tales intentos, a partir del 545 optaría por el camino contrario; aprovecharse fiscalmente de la concesión de monopolios a las corporaciones profesionales. El mismo préstamo monetario lejos de ser un factor de crecimiento económico se presenta como un medio más de extorsión de los pocos que tienen liquidez, el Estado y algunos poderosos, sobre el campesinado, que se sirve de él sobre todo para pagar sus deudas fiscales y la renta fundiaria. En fin, también se detecta en esta época la circulación de numeroso bienes al margen del mercado y la tesorización de determinados objetos de lujo. Esto último se testimonia principalmente por parte de las instituciones eclesiásticas, del emperador y de algunos poderosos. Combinando dicha tesorización tanto objetos de lujos y prestigio -joyas, tejidos de seda- como monedas de oro, como reserva para tiempos de crisis y como signo de prestigio social. En todo caso estas prácticas conseguían drenar del mercado un número significativo de monedas, que iba parejo con una multiplicación de los intercambios sin especies monetarias, concebidos como un ideal a conseguir entre otros por el ideal monástico, tal y como se observa en múltiples textos hagiográficos de la época. Sin embargo sería inexacto hablar de una significación considerable de los intercambios en especie en esta época, que sólo serían mayoritarios al nivel de las pobres economías campesinas; en otros ámbitos, y más concretamente urbanos, sería preferible hablar de intercambios mixtos, con la intervención de la moneda y de bienes de consumo, como se atestigua especialmente en el sector servicios. Testimonio de esa continuidad de la moneda en los intercambios urbanos seria la nueva importancia concedida a la moneda de bronce, apta para los intercambios cotidianos tanto de bienes alimenticios como de servicios no cualificados, por Anastasio. Por su parte el Estado, la Iglesia y los poderosos sustraen una parte considerable de los bienes al mercado, distribuyendo luego una porción de los mismos también al margen del mercado. Esta sustracción se hacía bien de forma directa o bien mediante la intervención del dinero. A este último respecto deberíamos recordar la generalización desde el siglo V y hasta finales del VI, del pago en moneda, fundamentalmente de oro, de los impuestos directos teóricamente expresados en especie en virtud del procedimiento de la adoración. Estas exigencias estatales de oro no habrían hecho más que disminuir el número de piezas en circulación, lo que acarreó un alza de su valor claramente perceptible a partir de Justiniano. Desde entonces se testimonia también una inflación de la moneda de bronce, cuya acuñación deja de interesar al Estado; lo que pudo ir parejo ya en el siglo VII a una misma disminución de los intercambios comerciales pagados en moneda. De esta forma si se quisiera trazar un balance de la evolución de la ciudad protobizantina y de sus fines económicos habría que señalar dos épocas bien distintas. Hasta mediados del siglo VI se podría hablar de un claro crecimiento, detectable arqueológicamente por las múltiples construcciones datables en esos años y en casi todas las ciudades del Imperio. Construcciones que sin duda atraerían mano de obra campesina sin cualificar hacia la ciudad. Pero según se avanza en el tiempo el número mayor de edificaciones serán de índole religiosa, muchas de ellas con una finalidad caritativa. Lo que no dejaba de ser un síntoma de la proletarización creciente de la población urbana, cada vez más obligada a vivir de la economía de caridad eclesiástica. Arqueológicamente en más de un lugar esta proletarización urbana se detecta perfectamente por la aparición de pequeñas habitaciones de pobres materiales que invaden pórticos y calles. Al final una ciudad que había visto aumentar su población no productiva y con escasísimo o nulo poder de consumo, seria colapsada por ésta tan pronto como una coyuntura exterior dramáticamente desfavorable redujera drásticamente las posibilidades de punción fiscal por parte del Estado y obligase a éste a gastar parte de lo atesorado en las mismas instituciones eclesiásticas.
contexto
El fenómeno que caracteriza a la sociedad china del siglo XVIII es el rápido crecimiento de la población, tal y como lo reflejan todos los cómputos oficiales. Según éstos, la población china pasa de 143.500.000 habitantes en 1741 a 296 millones de habitantes en 1800. Este empuje demográfico, explicado por la prosperidad económica y las anexiones territoriales, va a tener como contrapartida una consecuencia negativa: el bloqueo del progreso técnico, innecesario por la extraordinaria abundancia de recursos humanos. La mayoría de los autores están de acuerdo en señalar que la nueva dinastía manchú se abstuvo, en general, de toda injerencia en la estructura social china. La sociedad china puede ser definida por tres grandes características: patriarcal, en razón de los estrechos lazos existentes entre los linajes y de la inalterabilidad del culto rendido a los antepasados; esclavista, a causa de la superpoblación y de constituir la forma espontánea de una indigencia sistemática, y campesina, debido a que la inmensa mayoría de ella se hallaba ligada multisecularmente a la tierra. Las diferencias sociales habían adquirido ciertos atributos definidos y permanentes antes de la era imperial. Surgieron en virtud de cualidades religiosas o tribales, como resultado de la situación económica o gracias a la formación política o profesional. El concepto de familia es el principio máximo que sirve como base de la sociedad china. La piedad filial se convierte en la raíz fundamental de todas las demás virtudes. El emperador es el jefe de la familia pero hace delegación de su autoridad absoluta en los miembros de su unidad familiar, quienes a su vez transmiten estos poderes a funcionarios menores. La sociedad se dividiría en dos grandes grupos, la clase de los eruditos-aristócratas-funcionarios y la gran masa de población campesina. La primera disfruta del poder económico que le reporta la propiedad de la tierra, ostenta el poder político ocupando los cargos públicos y fue en la época imperial portavoz activo de la cultura china. Por encima de esta clase se encuentra el Gobierno, compuesto por la poderosa Monarquía y la abundante burocracia. También se integran en el nivel superior los comerciantes, los militares y sus seguidores. Los aristócratas, como gobernantes locales, protegían el sistema de derechos legales y consuetudinarios sobre el uso y tenencia de la tierra. En cada comunidad local, el aristócrata, generalmente letrado, ejercía numerosas funciones públicas, como la recaudación de fondos, la revisión de las obras públicas, el sostenimiento de las instituciones sociales de beneficencia y, en tiempos de disturbios, organizaban la milicia y la dirigían. El dominio continuo de estas familias aristocráticas sobre el campesino no se explica exclusivamente por la propiedad de la tierra sino porque proporcionaban miembros al grupo erudito del que se escogía a los funcionarios. Por su parte, el campesinado se organiza en primer lugar dentro de un sistema de parentesco y de forma secundaria como comunidad vecinal. Normalmente, la aldea estaba constituida por un grupo de familias o clanes. El ciclo vital del campesino chino estaba vinculado a la tierra con el ciclo estacional de agricultura intensiva y, así, el ritmo de la vida y la muerte se relaciona con el cultivo y la recolección de la cosecha. Los emperadores manchúes practicaron con respecto al campesinado una política paternalista de carácter confucionista. A aquellos campesinos cuyas familias cultivaban la tierra durante varias generaciones se los consideró poseedores de un derecho legal sobre la superficie del suelo. El propietario conservaba sus derechos sobre el subsuelo, pero los campesinos podían vender y comprar las superficies. Dispusieron de la propiedad real, mientras que los propietarios conservaban la propiedad eminente. En definitiva, se mejoró la situación del campesinado. Aunque la dinastía Ching sostuvo, en teoría, la posibilidad de ascenso social en virtud de la capacidad o del mérito individual, esto sucedió en raras ocasiones. Bien es cierto que los exámenes de acceso a la función pública eran un mecanismo ciertamente democrático, mas el ingreso en la clase de los funcionarios quedaba, en la práctica, en manos de la aristocracia. Por último, queremos señalar que, a pesar de que tradicionalmente se ha presentado a la China como el ejemplo de una sociedad inalterada, con un orden social equilibrado, en realidad no faltaron crisis sociales, las cuales cristalizarían en la profunda crisis interna que coadyuvó a la penetración occidental. La agricultura experimentó a lo largo del siglo XVIII continuos progresos debido en primer lugar a la política fiscal practicada por los Ching. Se abolieron las prestaciones de trabajo, se eximió del pago de impuestos a los territorios devastados y se concedieron generosas reducciones tributarias en caso de malas cosechas. En 1727 se fundió el impuesto personal con el territorial de tal manera que los campesinos sin tierras quedaron prácticamente exentos. El aumento demográfico condicionó la ampliación de la superficie cultivada, la diversificación de los tipos de cultivo y el aumento de los rendimientos por unidad de superficie de las especies cultivadas. En efecto, a los habituales cultivos (arroz, cebada, trigo), se sumaron nuevas especies todas ellas de origen americano, que permitieron obtener varias cosechas anuales y la puesta en cultivo de tierras marginales y pobres (maíz, cacahuete, patata dulce, sorgo...). En el siglo XVIII los cultivos industriales, tales como el algodón, el té o la caña de azúcar, estaban en plena expansión por su alta rentabilidad. La abolición del sistema de prestaciones personales y de la dependencia administrativa de los obreros cualificados constituyeron dos importantes factores que coadyuvaron a un notable desarrollo de la producción manufacturera. Las manufacturas textiles (algodón, cáñamo, seda) y las de cerámica trabajaban cada vez más para la exportación. Un último factor que contribuyó al dinamismo manufacturero consistió en la decreciente participación en la producción de las empresas estatales y, a la inversa, el papel más activo desempeñado por la empresa privada, como lo demuestra la supresión de la prohibición de superar la cifra de 100 telares para las manufacturas privadas. El desarrollo del comercio acompañó el desenvolvimiento de la producción agrícola y manufacturera. Este comercio se realizó en el Norte con Rusia, a raíz del Tratado de Kiachta de 1727, consistente en el intercambio de pieles rusas por algodón, sedas y té chino. En el Sur se realizó, especialmente a partir de 1757, en Cantón, único puerto abierto al comercio europeo. Comercio importante, pero que no tuvo efectos multiplicadores para la inmensa mayoría de la población, ya que los comerciantes europeos sólo establecían relaciones con una corporación de mercaderes chinos privilegiados, hong, que tenían el monopolio de las compras y las ventas. Se comercia con el oro que en China resultaba más barato a causa de la escasez y alto precio de la plata; con el té, cuya demanda aumenta en Europa de forma acelerada, con las telas de algodón y seda y, finalmente, con los créditos. No obstante, los beneficios comerciales se basaban en gran parte en la usura, a través de los mecanismos de crédito, simplemente mediante la manipulación de los precios de compra y venta. Así pues, el espíritu de empresa consistía en explotar no tanto las condiciones de la producción mercantil, como las de la reglamentación estatal de la economía y del funcionamiento de las finanzas públicas. Pero la economía tradicional china tiene debilidades inherentes. La más grave quizá fuese la escasa capacidad para producir innovaciones institucionales o técnicas. Aunque disponía de capital comercial a gran escala, no logró desarrollar un sistema capitalista genuino como el europeo. Por otro lado, la riqueza obtenida con la actividad comercial no se reinvertía en nuevas empresas comerciales o industriales, sino en la compra de distinciones, privilegios o en el mecenazgo artístico o cultural. Por fin, la ausencia de los derechos de primogenitura y el sistema del clan fueron grandes factores niveladores de la economía. Incapaz China de desarrollar un sistema de ciencia experimental, no pudo producir una gran revolución técnica. En el último cuarto del siglo XVIII era ya evidente que el nivel técnico de la economía no podía ya sostener a una población en continuo crecimiento.
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La originalidad del Maghreb residía en la yuxtaposición de sociedades en un grado desigual de desarrollo; los desniveles que separaban a estas sociedades, sus relaciones forzosamente desiguales caracterizaban el sistema maghrebí mejor que las tradicionales oposiciones entre etnias o géneros de vida diferentes. Cualquiera que fuese su régimen de vida, la organización económica y social de estas comunidades estaba marcada por la ausencia o el débil desarrollo de la propiedad privada, la preponderancia de la economía de autosubsistencia, el estancamiento tecnológico y la falta de nitidez de las diferenciaciones internas de base material. Desde el punto de vista cultural, destaca el triunfo de la tradición puramente oral y del morabitismo particularista. Se puede señalar igualmente la emergencia de una cierta aristocracia guerrera o religiosa en Argelia; el agotamiento de las fuerzas morabíticas, en Marruecos; la acentuación de las desigualdades económicas o la continuación del poder hereditario de ciertos jefes de tribu, en la región de Trípoli. Un poco por todas partes, el Estado buscaba el apoyo de las fuerzas locales tradicionales, familias preponderantes o tribus guerreras, cuyo poder y riqueza consolidaba a expensas del resto. Más próximas a las ciudades a cuyo dominio estaban sometidas, o bien relacionadas con un mercado más o menos amplio, ciertas regiones del Maghreb se distinguían por un régimen económico y social más evolucionado que el de las comunidades rurales del interior. En esta zona evolucionada el hombre se definía primeramente por su arraigo territorial, en gran medida estaba destribalizado, aunque conservara vivo el recuerdo de su origen étnico. Las relaciones sociales eran muy complejas. Si la pequeña propiedad campesina explotada estaba muy extendida, el notable local, y sobre todo el ciudadano y el Estado confiaban, por el contrario, la explotación de sus propiedades a trabajadores, aparceros, plantadores, arrendatarios y más raramente simples trabajadores asalariados. Aun siendo minoritarias en el conjunto del Maghreb, las ciudades, que agrupaban entre un 5 y un 15 por 100 de la población, desempeñaban en él una función desigual. Había desde capitales políticas o regionales, como Fez, Marrakech, Argel, Constantina, Túnez, Kairuán o Susa, Trípoli o Bengasi, hasta las que rozaban la categoría de burgos rurales aunque conservaran funciones urbanas. La ciudad tenía el cuasi-monopolio de la cultura escrita y proveía así funciones tan importantes como las del culto o la enseñanza religiosa, la justicia o el notariado. Era el centro del poder constituido y albergaba la administración y las tropas permanentes. Vivía en buena medida inmersa en la economía monetaria gracias a un artesanado y a un comercio relativamente activos; en estos ámbitos, aunque la pequeña empresa era predominante en número, ciertas actividades sobrepasaban ampliamente el marco local. En el terreno comercial la novedad residía en el desarrollo de las relaciones marítimas con Europa y Oriente, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVII. El Maghreb vendía los productos de sus campos y de sus industrias, compraba materias primas, géneros alimenticios tropicales y productos manufacturados. Estas relaciones beneficiaban, ante todo, a los hombres de negocios europeos, que tenían en sus manos la iniciativa a los Estados maghrebíes, que obtenían de ellas ingresos substanciales, y, finalmente, a la burguesía de algunos puertos activos, como Túnez. Esta burguesía del dinero disponía, no obstante, de un campo de actividad restringida y un desarrollo limitado, pues socialmente se encontraba aislada y contenida y tecnológicamente era retardataria. El ejército constituía el engranaje esencial. Su núcleo estaba formado por elementos alógenos, en las regencias, jenízaros turcos, a los que se podían añadir los raïs, o capitanes y tripulaciones corsarias, y los abid, antiguos esclavos negros, como en Marruecos. Por su disciplina, sus técnicas y su armamento superiores, estas milicias se imponían con facilidad al resto de la sociedad y constituían la muralla más segura contra el enemigo exterior, pero solían plantear problemas por sus amplios privilegios y ambiciones políticas. La gestión de los asuntos locales se efectuaba ordinariamente sin intervención del poder central; a éste le bastaba que los impuestos fuesen recaudados por intermedio de los jefes naturales y que el orden público no fuese turbado, siendo consideradas las poblaciones colectivamente responsables. La justicia ordinaria era impartida por el magistrado religioso, o cadí, salvo que se tratase de un asunto grave que afectara al orden público o de una apelación al soberano. Culto, enseñanza y caridad estaban asegurados gracias a instituciones piadosas, y las obras públicas, gracias a contribuciones en dinero o trabajo de las poblaciones locales. El jihâd, guerra santa por excelencia, permitía ejercer una presión eficaz sobre las naciones europeas y era un medio de participar en los beneficios del tráfico marítimo, a falta de un comercio a menudo imposible, y una fuente de enriquecimiento para quienes lo practicaban, la mayor parte de las veces alógenos e indirectamente para las ciudades corsarias como Salé o Argel.
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El fascismo suprimió las libertades sindicales y prohibió las huelgas y los sindicatos de clase como contrarios a la unidad y a los intereses nacionales. A raíz de la aprobación de la Ley de Relaciones Laborales de 3 de abril de 1926, obra de Rocco, de la creación del Ministerio de las Corporaciones (2 de julio de 1926) a cuyo frente estuvo Giovanni Bottai, el ideólogo del corporativismo, y de la publicación de la Carta del Trabajo, debida también a Bottai y Rocco, el fascismo fue configurándose como un "Estado corporativo" en virtud del cual los intereses privados, organizados en confederaciones patronales y obreras, quedaban integrados unitariamente bajo la dirección del Estado al servicio de los intereses de la colectividad. Corporativismo y acción social del Estado eran, así, las alternativas del fascismo al capitalismo liberal y al socialismo obrero. En la práctica, ello supuso, en primer lugar, un alto grado de dirigismo estatal en materia laboral. El Consejo Nacional de las Corporaciones, organismo consultivo creado también en 1926 bajo control del ministro del ramo, coordinaba las actividades de los distintos sectores económicos y regulaba las relaciones laborales, elaborando directamente los convenios colectivos o arbitrando, mediante decretos obligatorios, los conflictos. La acción social del Estado se concretó ante todo en la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso), creada el 1 de mayo de 1925 bajo la tutela del Ministerio de Economía y luego (1927), de la secretaría del Partido Nacional Fascista. El Dopolavoro consistió básicamente en la organización de actividades recreativas para los trabajadores: casas de recreo, viajes, vacaciones, piscinas, instalaciones deportivas, centros de cultura, salas de cine. Fue un éxito innegable. Ofreció a millones de obreros, campesinos y empleados modestos -en torno a los 4,600.000 inscritos en 1940- una amplia variedad de posibilidades de recreo y esparcimiento, tal vez sin equivalente en la Europa de su tiempo. Con razón pudo decir Achille Starace (1889-1945), el secretario del Partido de 1931 a 1939 y principal artífice del culto al Duce, de la ritualización totalitaria del fascismo, del desarrollo del deporte, de la organización Balilla y del propio Dopolavoro, que éste explicaba la adhesión pasiva al régimen de una parte considerable de la población italiana. Con todo, fue en el ámbito económico donde el dirigismo estatal fascista se hizo más evidente. Desde 1925-26, se dio por finalizada la etapa liberal y la economía italiana quedó sujeta a un creciente control del Estado en razón de las concepciones nacionalistas y autárquicas del fascismo. En 1925, el régimen lanzó, con el respaldo de toda su formidable maquinaria propagandística, su primera batalla, "la batalla del trigo", con el doble objetivo en palabras oficiales de "liberalizar a Italia de la esclavitud del pan extranjero" (las importaciones de trigo en 1924 se habían elevado a 2,3 millones de toneladas) y de aumentar para ello sensiblemente la producción nacional mediante la extensión de la superficie cultivada y la modernización de las técnicas de cultivo (fertilizantes, tractores, simientes, silos, etcétera). El gobierno impuso, así, una fortísima elevación arancelaria para los trigos extranjeros y favoreció por distintos métodos el cultivo nacional, por ejemplo, subsidiando los precios de la nueva tecnología agraria. El resultado fue notable. Las importaciones cayeron drásticamente y la producción de trigo italiano aumentó de la media de 5,39 millones de toneladas anuales de los años 1921-25 a una media de 7,27 millones de toneladas anuales para los años 1931-35. El éxito tuvo graves contrapartidas, pues se hizo a costa del abandono de pastos -que arrastró a la ganadería vacuna y a la industria láctea- y de cultivos de exportación esenciales a la economía italiana como el viñedo, los cítricos y el olivo. Pero ello quedó oculto por la propaganda oficial. En 1927, vino la "batalla de la lira" y en 1928, "la batalla de la bonificación". Por la primera, Italia, en parte por razones de prestigio ante la caída de su moneda, en parte por combatir la inflación, revaluó la lira hasta la llamada "cuota noventa" (paridad 1 libra: 90 liras, frente al valor anterior de 1 libra: 150 liras) y procedió paralelamente a elevar los tipos de interés, a reducir la circulación monetaria y los costes salariales (los salarios fueron reducidos en un 20 por 100 en 1927), medida ésta compensada por la reducción de la jornada laboral y por la concesión de distintas formas de beneficios sociales para las clases modestas como subsidios a familias numerosas, vacaciones pagadas, paga extraordinaria de Navidad y mejoras en los seguros de enfermedad y accidentes (además del Dopolavoro). La "batalla de la lira" produjo una gran estabilidad de precios y hasta una disminución del coste de la vida, estimada en un 16 por 100 entre 1927 y 1932. Lógicamente, perjudicó al comercio exterior, pero con todo, el Producto Interior Bruto creció notablemente, y determinados sectores -construcción, electricidad, química, metalurgia- registraron altas tasas de crecimiento. La Italia fascista tuvo, además, suerte. Las medidas de 1927 harían que el país aguantara bien la gran crisis internacional de 1929 o que, al menos, le afectara de forma menos dramática que a otros países. Sufrieron ciertamente algunos sectores, como el agrícola y el manufacturero. El empleo industrial, por ejemplo, disminuyó en un 7,8 por 100 anual entre 1929 y 1932 (si bien se recuperó notablemente desde ese año). Pero otros sectores, como la construcción, la industria eléctrica, los transportes y el comercio, continuaron prosperando. La balanza de pagos italiana se cerró con superávit en 1931 y 1932. La "batalla de la bonificación", o desecación de grandes zonas pantanosas de la Toscana y de la región del Pontino, cercana a Roma, para su conversión en tierra arable y su colonización -mediante la creación de poblados, construcción de carreteras y pantanos, y repoblación forestal-, fue en cambio un fracaso pese a lo que dijera la propaganda oficial y aunque tuviera beneficiosas consecuencias sanitarias. Los resultados quedaron muy por debajo de los objetivos oficiales: no se alcanzó ni siquiera el 10 por 100 de lo previsto. Se desecaron sólo unas 250.000 hectáreas (y no las casi 5 millones planeadas) y apenas si se asentaron unos 10.000 campesinos. El diseño económico fascista se completó con grandes inversiones públicas en obras de infraestructura y con la creación de un gran sector público tras la constitución en 1933 del IRI (Instituto para la Reconstrucción Italiana), que hizo del Estado en muy pocos años el principal inversor industrial. Las inversiones se concentraron en la construcción de pantanos -elemento sustancial para la electrificación del país y para la renovación de la agricultura- y en el trazado de autovías. Milán y Turín, Florencia y el mar, Roma y la costa, quedaron unidos por grandes autopistas, únicas en Europa. El fascismo electrificó la red ferroviaria prácticamente en su totalidad. La producción italiana de energía eléctrica, dominada por la empresa Edison, pasó de 4,54 millones de kilovatios-hora en 1924 a 15,5 millones en 1939 (cinco veces más, por ejemplo, que la de España). La producción de acero, a favor de las grandes obras del Estado y del proteccionismo arancelario, subió de 1 millón de toneladas en 1923 a 2,2 millones en 1939. El régimen fascista hizo del IRI la pieza fundamental del Estado corporativo y lo presentó como uno de los grandes logros de la dictadura. Lo que el IRI hizo fue nacionalizar, mediante la compra de acciones, muchas de las grandes empresas industriales y proceder luego, merced a la intervención del Estado, a modernizarlas y hacerlas eficaces y competitivas. En 1939, el IRI controlaba tres de las grandes siderurgias del país -entre ellas, los altos hornos de Terni-, algunos de los mejores astilleros (como los Arnaldo), la telefónica, la distribución de la gasolina -para lo que se creó la AGIP, Agencia Italiana de Petróleos, con grandes refinerías en Bari y Livorno-, las principales empresas de electricidad, las más importantes líneas marítimas -cuya flota se renovó con barcos de gran lujo como el Rex- y las incipientes líneas aéreas. El Estado controlaba así los centros neurálgicos de la economía nacional. Italia parecía a punto de conseguir un altísimo grado de independencia económica, uno de los viejos sueños del nacionalismo italiano que el fascismo veía, además, como condición esencial para la realización de la política internacional imperial y de prestigio que ambicionaba para su país (y a lo que se encaminaba la política de construcción de armamentos y material de guerra impulsada por el gobierno). Cuando en 1935 la Sociedad de Naciones ordenó el "bloqueo internacional" contra Italia como castigo por la invasión de Abisinia (2 de octubre), el país parecía disponer de los recursos económicos para resistir. Es más, Italia respondió elevando las cuotas a la importación, impulsó una política de substitución de importaciones -que favoreció sobre todo a las grandes empresas tanto privadas como del IRI- y reforzó los controles estatales sobre la economía nacional (precios, salarios, circulación monetaria): la autarquía, hasta entonces aspiración ideológica del fascismo, pasó a ser una realidad. Las realizaciones económicas y sociales del fascismo no fueron, por tanto, en absoluto desdeñables. Ciertamente, ello se hizo a costa de un gigantesco gasto público y de enormes déficits. El proteccionismo favoreció los monopolios de las grandes empresas tradicionales (Fiat, Pirelli, etcétera) y la supervivencia de empresas pequeñas, poco competitivas y de producción de ínfima calidad: la II Guerra Mundial pondría de relieve la impreparación, pese a todo, de la industria italiana. El fascismo poco o nada hizo respecto al gran problema económico italiano, el problema del Mezzogiorno, el atraso secular del Sur. La política del trigo benefició principalmente a los grandes latifundistas; las desecaciones y nuevas colonizaciones, como se ha indicado, fracasaron. La "ruralización de Italia" que el fascismo prometió en 1925 fue otro eslogan vacío más. La población rural siguió sin otra alternativa a la pobreza que la emigración: unas 500.000 personas emigraron durante los años 1922-1940 hacia Milán, Turín, Génova y Roma (que dobló su población entre 1921 y 1941); otras 650.000 lo hicieron a Francia, y millón y medio a Estados Unidos, Argentina, Brasil, África, Australia y otros países. Pero así y todo, se habían hecho grandes obras de infraestructura. La Italia urbana se había electrificado. El país tenía a su disposición un gran sector público, por lo general eficiente. El PIB registró un crecimiento sostenido anual de un 1,2 por 100 entre 1922 y 1939 -crecimiento muy superior al de la población- y la producción industrial había crecido en el mismo tiempo al 3,9 por 100 anual. Todo ello, más la política asistencial del fascismo, la estabilidad de los precios, la seguridad pública impuesta por la policía- que incluso logró grandes éxitos contra la Mafia siciliana-, explicaría el alto grado de consenso nacional que la dictadura y Mussolini habían conseguido.
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La sociedad ateniense de la época clásica viene determinada por la división entre hombres libres y esclavos, a pesar del sistema democrático vigente. Se considera que de los 500.000 habitantes de la península Ática, sólo 40.000 eran ciudadanos libres. Estos ciudadanos tenían una amplia serie de derechos como el gobierno de la ciudad a través de la participación en la Asamblea y del control sobre los magistrados y los jueces, la propiedad de la tierra o la remuneración por desarrollar actividades públicas (siempre que el ciudadano en cuestión no tuviera suficientes rentas). A cambio de estos derechos deben participar en la guerra y correr con los gastos ocasionados por las campañas militares. Los metecos eran los extranjeros, considerándose que llegarían a los 70.000. Se dedicaban al comercio y a la artesanía, estando sus bienes protegidos. No podían poseer bienes inmuebles ni tierras, ni casarse con ciudadanas atenienses. Participaban en las fiestas sociales y religiosas y podían recibir encargos del Estado y concesiones mineras. Los deberes de los metecos eran acudir al servicio militar y pagar sus impuestos. Los esclavos serían unos 300.000 y carecían de derechos; debían trabajar para el Estado o sus propietarios particulares sin recibir nada a cambio, excepto la manutención. Se podían vender e incluso dar muerte, ya que eran una propiedad más de sus dueños. Los esclavos procedían en su mayoría de las campañas de guerra, siendo capturados como prisioneros. El ciudadano o meteco que no pagara sus impuestos podía ser reducido a la esclavitud. En algunas ocasiones los esclavos eran reclutados para formar parte del ejército, siendo manumitidos si destacaban en alguna acción de armas. Los libertos quedaban vinculados a sus antiguos dueños. La educación ateniense era diferente a la espartana. Los niños acudían a la escuela a los siete años, iniciándose en primer lugar en las humanidades y después en los deportes, entre los 12 y los 14 años. A los 18 eran declarados efebos, siendo desde ese momento el Estado quien se ocupaba de su educación militar, política y administrativa durante tres años. A los 21 eran declarados ciudadanos de pleno derecho.
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Tradicionalmente existe una división social característica en el mundo griego entre las dos poleis principales y rivales entre sí, Atenas y Esparta, incidiendo en diferentes sistemas educativos y sociales. La sociedad espartana está caracterizada por su rigidez. Tres clases constituyen esta sociedad, dividida en espartanos, periecos e ilotas. Los espartanos eran todos los nacidos en Esparta durante generaciones y recibían la categoría de ciudadanos, siendo considerados iguales ante la ley. Los periecos solían ser extranjeros que se dedicaban a la artesanía y el comercio; debían pagar impuestos y servir al ejército en tiempos de guerra. Los ilotas no tenían ningún tipo de derecho, ya que eran siervos del Estado; en caso de necesidad eran reclutados para el ejército y trabajaban las tierras de los ciudadanos a cambio de un tributo. Los espartanos eran educados para formar parte del ejército. Los niños discapacitados eran arrojados al barranco del Taigeto. A los siete años, niños y niñas iniciaban su adiestramiento físico a cargo del Estado mediante carreras, saltos, manejo de las armas o lanzamiento de jabalina. Plutraco, en sus Vidas paralelas, nos describe cómo era la educación en Esparta: "Atenas y Esparta representaban dos formas diferentes de entender la sociedad. La educación del espartano tenía como objetivo hacer de él un buen soldado. Por eso se le adiestraba a vivir en común, y a soportar el frío, el hambre y el dolor. Los niños, al cumplir los doce años, recibían un solo vestido para todo el año. Se acostaban sobre montones de juncos y cañas que arrancaban ellos mismos de las orillas del Eurotas. La comida debían robarla a fuerza de habilidad y destreza, y quien se dejaba coger era castigado con latigazos. Llegados a la mayoría de edad, para fortificar sus hábitos de camaradería, hacían una comida al día en común. Los compañeros de una misma mesa combatían también juntos en la guerra". La música formaba parte del adiestramiento, ya que consideraban que los ejércitos podía asustar al enemigo entonando una canción marcial. Las adolescentes abandonaban el adiestramiento para ser educadas como madres de soldados. Durante trece años los muchachos se preparaban, teniendo que vivir una temporada en solitario en el campo y matar al menos a un ilota. Entre los 20 y 30 años se integraban en el ejército, donde continuaban su perfeccionamiento militar. A los 30 años alcanzaban la edad adulta y pasaban a desempeñar cargos públicos hasta los 60. Los ciudadanos espartanos se regían por una constitución en la que se reflejan las instituciones que forman el poder en la polis. La Diarquía está compuesta por dos reyes con carácter hereditario y tienen como función la máxima autoridad sacerdotal y la jefatura de las fuerzas armadas. El Consejo de Ancianos está constituido por 28 ancianos, miembros de la nobleza y menores de 60 años, cuyas funciones son preparar los asuntos que trata la Asamblea y juzgar los litigios entre los ciudadanos. La Asamblea del Pueblo la forman los espartanos mayores de 30 años y deben aprobar o rechazar las propuestas del Consejo. El Eforato está compuesto por cinco éforos elegidos cada cinco años por los ciudadanos, teniendo en su mano el poder ejecutivo y el control sobre la conducta moral de los magistrados, los reyes y el Estado.