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El éxito militar obtenido en Nauloco permitió a Octaviano la devolución a sus antiguos dueños de unos 30.000 esclavos fugitivos que se hallaban a las órdenes de Sexto. En estas circunstancias, unos por fidelidad y otros por conveniencia o por miedo, todos los occidentales comenzaron a mostrarse adictos a la causa de Octaviano. La genialidad política de éste residió en transformar todo tipo de adhesiones en fidelidades a su persona y a los valores tradicionales del Occidente romano. Cuando M. Antonio optó por el gobierno de Oriente, continuaba un proyecto inacabado de César pero atendía también a las exigencias de un buen estadista que deseaba conservar la presencia del Estado romano sobre esos territorios. Muchos de los gobernadores de época republicana habían sometido a un saqueo sistemático a las provincias orientales; adonde no llegaba la acción de los gobernadores y publicanos, lo hacían los varios miles de comerciantes italo-romanos distribuidos por Oriente. Y Roma se había despreocupado en exceso de la integración de las oligarquías indígenas. Esas condiciones fueron favorables para que muchos orientales comenzaran a ver en el reino de los partos el contrapeso necesario para frenar la presencia poco favorable de Roma. Acontecimientos como el de Craso, uno de los componentes del Primer Triunvirato, que había muerto luchando contra los partos y había perdido parte de sus legiones con sus estandartes (batalla de Carras del 55 a.C.), habían servido para demostrar que Roma no era invencible. La misión de Antonio en Oriente tenía, pues, varios objetivos: frenar el expansionismo de los partos, reorganizar y sanear la administración romana, conseguir una mayor integración de las oligarquías locales, así como la colaboración de los pequeños reinos vecinos a la frontera romana. Los historiadores modernos coinciden en sostener que Antonio llevó a cabo su programa y que el diseño político y administrativo trazado por él fue básicamente el seguido por Augusto. Ahora bien, en el conflicto de intereses entre Octaviano y Antonio, puesto abiertamente de manifiesto a raíz de Nauloco, los hechos no se presentaban así a la opinión pública de Occidente. Y en ello reside otro de los rasgos políticos de Octaviano, en contar con la fuerza de la propaganda como medio de conformar las ideas de una colectividad. Uno de los sectores de su equipo, el dirigido por Mecenas, corrió con esa responsabilidad: el círculo de escritores protegidos por Mecenas se convirtió de modo abierto o sutil en el mejor propagandista de Octaviano. Mecenas organizó también un auténtico servicio secreto de información en favor de Octaviano. Con tales medios, pequeños fracasos militares de Antonio adquirieron ante la opinión pública romana las dimensiones de grandes derrotas, mientras eran pocos los encargados de difundir los grandes éxitos obtenidos por Antonio en su lucha contra los partos. Y donde la propaganda de Octaviano consiguió los mayores éxitos fue en la forma de presentar las relaciones de Antonio con Cleopatra. Egipto era la única monarquía helenística surgida a raíz de la muerte de Alejandro Magno que se mantenía independiente. Desde hacía tiempo venía manteniendo excelentes relaciones de amistad con Roma. Los comerciantes y prestamistas italo-romanos operaban en Egipto con la misma libertad que en una provincia romana. Pero las luchas dinásticas internas y la mala gestión administrativa habían contribuido al debilitamiento económico del Estado egipcio, gobernado por Cleopatra. Todos los autores coinciden en afirmar que Cleopatra poseía una gran cultura y unas excelentes dotes políticas, cualidades ambas que iban acompañadas de un fuerte poder de seducción. César había tenido un hijo con Cleopatra. Y ahora Antonio seguía los pasos de César. Las relaciones de Antonio con Cleopatra fueron presentadas en Occidente por la propaganda de Octaviano como el prólogo de una grave amenaza para Occidente. Se decía que Antonio y Cleopatra tenían el proyecto de llevar la capital del imperio a Alejandría, que el mundo romano corría el riesgo de convertirse en un reino gobernado por una mujer de la que su acompañante, Antonio, no era más que un fiel vasallo. Tal propaganda, unida al miedo de muchos comerciantes de perder sus ingresos obtenidos de las ventajosas transacciones con Oriente y estimulada por el nacionalismo romano, preparó a la opinión pública para una guerra del Occidente contra Cleopatra. Expirado el segundo mandato de los triunviros el año 33 a.C., Octaviano consiguió que Italia y las provincias occidentales hicieran un juramento por su persona el año 32 a.C. y se dispusieran a colaborar entusiásticamente en la cruzada de liberación contra la amenaza de Cleopatra. Tal juramento, que convertía a Octaviano en dux, cuando de hecho ya ejercía el mando sobre las legiones, unido a su prestigio y a su autoridad (princeps y auctoritas), eran bases suficientes en una situación excepcional para seguir gobernando el Occidente del Imperio sin ser ya triunviro. Para reforzar el carácter nacionalista del enfrentamiento contra el ejército de M. Antonio y de Cleopatra, Octaviano consiguió que las Vestales desvelaran el contenido del testamento de M. Antonio en el que se hacían algunas concesiones a los hijos de Cleopatra, sin duda nada significativas ni peligrosas para Roma pero no presentadas así por los seguidores de Octaviano. Cuando se organizó la expedición para enfrentarse con las tropas de M. Antonio y de Cleopatra, presentada como una guerra sólo contra Cleopatra, Octaviano consiguió que en sus tropas se enrolara la mayor parte de los senadores. Él mismo dice en sus "Res Gestae" (25,31): "Lucharon entonces bajo mis estandartes más de 700 senadores, entre ellos 83 que habían sido cónsules o lo fueron después, así como en torno a 170 sacerdotes". La batalla de Accio (31 a.C.) fue ganada con facilidad por Octaviano con la ayuda de su mejor general, Agripa. Ante la primera derrota, Cleopatra huyó hacia Egipto seguida de Antonio. En lugar de proceder a una rápida y arriesgada persecución, Octaviano optó por conservar íntegras sus tropas y aprovechar la victoria para terminar de ganarse los ánimos del ejército desmoralizado de Antonio. Así, las intensas actividades diplomáticas consiguieron que uno de los generales de Antonio, Pinario Escarpo, quien mandaba la Cirenaica con cuatro legiones, se pasara al bando de Octaviano. La campaña de Alejandría del año 30 a.C. resultó un paseo militar para las tropas de Octaviano: ante el desconcierto de noticias, M. Antonio se suicidó y Cleopatra terminó igualmente con su vida al comprobar que Octaviano no atendía a ninguna de sus propuestas. El hijo mayor de Cleopatra fue asesinado y los menores fueron llevados a Roma como prisioneros para ser exhibidos en la celebración del triunfo. Egipto pasó a depender de Roma convirtiéndose en uno de los graneros de la ciudad, administrado directamente por Octaviano/Augusto y después por los emperadores siguientes. El carácter de guerra nacional contra Cleopatra tuvo una continuidad en el trato concedido a los romanos del ejército de Antonio: fueron tratados con clemencia y Octaviano siguió contando con ellos para el desempeño de cargos administrativos. En Accio se había puesto fin a la división del Imperio. Occidente y los dioses romanos habían salido vencedores frente a Oriente y sus dioses. Para los propagandistas de Octaviano resultaba fácil, ante el entusiasmo general de la población, presentar al hijo adoptivo de César como dotado de las mayores virtudes que podía poseer un jefe, capaz de contar con la virtus, la clementia, la iustitia, así como de ser el portador de la paz. En esas condiciones históricas, ni los partidarios y mucho menos los opositores vencidos estaban dispuestos a plantear la justificación de las bases jurídicas del poder de Octaviano. Él mismo dice que, aplacadas las guerras civiles, controlaba los asuntos del Estado con el consenso de todos (per consensum universorum potitus rerum omnium) (R.G., 34,1). Y así se mantuvo como jefe único del Imperio hasta inicios del año 27 a.C., cuando el Senado aprobó la forma constitucional de su poder real. Ello explica que, para algunos historiadores apegados a las interpretaciones jurídicas, el comienzo del Imperio haya que situarlo en el año 27 a.C. -otros incluso lo fijan en el 23 a.C.-, pero la realidad histórica fue que, desde Accio, Octaviano estuvo como único jefe del gobierno de Roma hasta su muerte en el 14 d.C.
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La debilidad de los reinos de taifas y la presión de los ejércitos cristianos movieron a los andalusíes a llamar en su ayuda a la dinastía africana de los almorávides. Estos consiguen en el año 1086, en Sagrajas, frenar la expansión cristiana. Los almorávides controlarán al-Andalus durante cerca de 100 años, pero su poder acabará por debilitarse, lo que aprovechan los reinos cristianos para atacar. Los aragoneses ocupan el valle del Ebro. Castellanos y leoneses toman la cuenca del Tajo, mientras que los portugueses ganan Lisboa. La presión de los cristianos motivará de nuevo la entrada de un pueblo musulmán africano, los almohades, que sustituirá en el gobierno de al-Andalus a los almorávides. El gran enfrentamiento entre cristianos y almohades se producirá en Alarcos. El rey castellano Alfonso VIII llegó a Alarcos y se situó en retaguardia junto a sus Caballeros, mientras que la vanguardia la ocupaba la Caballería pesada, dirigida por López de Haro. Enfrente, voluntarios y arqueros forman el ataque almohade, con las tropas de Abu Yahya detrás, tribus magrebíes y andaluces a ambos flancos y, en retaguardia, Al-Mansur y sus tropas. La caballería pesada cristiana comienza el ataque, que se produce en oleadas, aplastando a la vanguardia almohade y pereciendo el mismo Abu Yahya. En respuesta, la caballería almohade rodea a los cristianos por ambos lados, mientras que sus arqueros lanzan una lluvia de flechas. Las bajas cristianas son numerosas. Derrotados, Alfonso VIII debe huir en dirección a Toledo, mientras que las mesnadas de Lopez de Haro se refugian a duras penas tras los muros de Alarcos. Cercado, será liberado a cambio de algunos rehenes. Los cristianos han perdido la batalla. Como consecuencia de la derrota cristiana, las fronteras volvieron a las riberas del Tajo, oponiendo los musulmanes un frente homogéneo desde Portugal a Cataluña, a lo largo del Tajo, el Guadiana y el Ebro.
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La conquista de las Galias llevó ocho años de guerra ininterrumpida. En el año 58 a.C., César, tras vencer en Lugdunum, derrotó a los helvecios en Bribacte, dirigiéndose hacia el Rin. En el 57 somete a las tribus belgas, fundamentalmente a los nervios. Un año después marcha sobre Bretaña y derrota a los vénetos, aplastando más tarde a los aquitanos. En el año 55 cruza el Rin por vez primera, desembarcando algo después en Britania. En el 52 los galos, acaudillados por Vercingétorix, vencen en Gergovia, aunque son derrotados en Avaricum. No obstante, el último obstáculo para César estaba en la ciudad de Alesia. Alesia estaba construida en un lugar elevado y protegida por un muro. En su interior se instalaron Vercingetórix y sus 80.000 guerreros, mientras esperaba la ayuda de otros pueblos. Entre tanto, César estableció un sistema de asedio mediante fortificaciones en una doble línea: una exterior, impidiendo la salida de los asediados, y otra exterior, protegiendo las espaldas romanas. 70.000 hombres formaban su tropas, quienes tardaron cinco semanas en construir muros, fosos y fuertes. A los sesenta días de asedio aparecen los refuerzos galos. 240.000 guerreros y 8.000 hombres a caballo atacan a los romanos, pero son rechazados. Una tentativa nocturna de los sitiados para salvar las defensas romanas terminó en fracaso. Más adelante, los galos atacaron en tres puntos al mismo tiempo, pero la resistencia romana acabó por forzar su dispersión. Finalmente, Vercingetórix decidió rendirse para salvar su ejército. La caída de Alesia en el año 52 a.C. dejó a César expedito el camino de las Galias, finalmente conquistadas un año más tarde. César anexionó un territorio de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con un escalofriante balance: 800 pueblos saqueados, un tercio de la población masculina muerta, otro tercio esclavizado y un gigantesco tributo de más de cuarenta millones de sestercios.
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Para la escalera de la Casita del Príncipe de El Escorial Maella realizó una serie de nueve lienzos con asuntos históricos. Relacionado con este encargo encontramos esta escena que representa la definitiva separación entre España y Portugal. Tras fallecer Fernando I de Portugal en 1383 heredó la corona su hija Beatriz, esposa de Juan I de Castilla. Los portugueses rechazaron a la legítima reina y proclamaron monarca a don Juan, maestre de Avis y hermano bastardo del difunto rey. Juan I reclamó los derechos de su esposa, invadiendo Portugal y poniendo sitio a Lisboa, retirándose a causa de la peste. En 1385 regresó por el valle de Mondego, disponiendo el rey portugués sus inferiores tropas cerrando el camino a Aljubarrota. El paso por el estrecho camino provocó el embotellamiento de las tropas castellanas y la victoria portuguesa, favorecida por un importante contingente de arqueros ingleses. Juan I escapó gracias a la cesión de un caballo por parte de un noble. El día 15 de agosto de 1385 se consumó la independencia portuguesa con el maestre de Avis en su trono. Maella recoge el momento en que Pedro González de Mendoza ofrece su caballo al monarca castellano para que huya. Los personajes protagonistas se sitúan en el centro de la composición, mientras a su alrededor se desarrolla la batalla, destacando la iluminación de atardecer, la calima veraniega, el polvo que provoca el enfrentamiento y el dinamismo de la batalla. Los reflejos en las armaduras, el castellano muerto y el estandarte caído en primer plano, la disposición de los caballos y el soberbio dibujo que exhibe el maestro hacen de este lienzo uno de los más importantes de su tiempo en cuanto a asuntos históricos se refiere.
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Para ampliar sus conocimientos pictóricos, Otto Vaenius aconsejaba a sus discípulos dirigirse a Italia. Rubens no dudó en seguir la recomendación de su maestro y marchó a Italia en mayo de 1600, permaneciendo allí durante un periodo de ocho años. Recorrió prácticamente toda la península, excepto el sur, pasando largas temporadas en Roma, Florencia y Venecia. En estos viajes realizó dibujos de todo lo que le interesó, copiando las obras de Rafael, Correggio, Tiziano, Miguel Angel, Tintoretto o Leonardo, creando un amplio catálogo de dibujos que posteriormente será utilizado en sus composiciones, por lo que recibió "críticas de algunos competidores suyos que le acusaban de incluir en sus cuadros figuras enteras tomadas de los italianos, a lo que él respondía que se sentía libre de hacerlo si podía sacar provecho en ello, con lo que indicaba que no todos eran capaces de hacer lo mismo" según narra S. van Hoogstraeten en 1678.El fresco de la Batalla de Anghiari de Leonardo decoraba la sala del Consejo del Palazzo Vecchio de la capital toscana, situado frente a la Batalla de Cascina de Miguel Angel. Por desgracia, ambos frescos han desaparecido y sólo se conocen por copias como ésta que contemplamos, admirada por Rubens debido al dinamismo, la tensión y la violencia que se manifiesta en la lucha. Las figuras escorzadas de caballos y jinetes serán utilizadas posteriormente por el flamenco como fuente para algunas composiciones como la Caza de hipopótamos y cocodrilos o el San Jorge y el dragón del Museo del Prado.
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Antes de 1550 un pintor anónimo realizó esta copia del fresco original con la Batalla de Anghiari de Leonardo, que pintó en 1505. El fresco original está perdido. El veinticuatro de octubre de 1503 Leonardo, de regreso en Florencia, ingresa como huésped en el monasterio de Santa María Novella, para poderse dedicar en exclusiva al diseño del fresco con la Batalla. El encargo respondía al deseo del gobierno florentino para redecorar la Sala de la Signoría, en el Palazzo Vecchio. Los trabajos comenzaron dos años después, y Leonardo los recuerda de la manera siguiente: "El seis de junio de 1505, viernes, hacia la una comencé la pintura en el palacio. En el momento de dejar el pincel, el tiempo cambió a lo peor, y la campana empezó a tocar, llamando a los hombres al juicio. Y el cartón se perdió. El agua se derramó como un vaso roto. Y súbitamente el tiempo empeoró aún más y una gran lluvia cayó hasta el anochecer. Y estaba tan oscuro como la noche". Esta tétrica ambientación parece rodear de un halo mágico al momento de la creación leonardesca. En efecto, el encargo era de trascendental importancia, y todos los esfuerzos de los miembros del consejo se habían orientado a asegurar que Leonardo concluiría el trabajo. Sin embargo, como podemos ver, no fue así. Leonardo aplicó para la Batalla su peculiar técnica de trabajo al fresco, que tan pésimos resultados dio para la Ultima Cena. El deterioro inmediato de los pigmentos y el abandono del trabajo para ir a trabajar a la corte francesa tal vez motivaron a Leonardo a escribir esas líneas tan lúgubres, como si un mal designio hubiera marcado el fracaso de la obra. La pintura fue cubierta con un parapeto para protegerla, tras el abandono de Leonardo. Se esperaba que él u otro artista se decidieran un día a terminarla. Pero nadie se atrevió a concluir el diseño de Leonardo y en 1557 se remodeló el Salón. El resultado es que Vasari, biógrafo de Leonardo, tapó el fresco inacabado y lo sustituyó por otro propio con la misma Batalla. El tema fue elegido para destacar la independencia de Florencia, en lucha con sus vecinas Venecia y Mantua.
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En 1806 Prusia y Rusia forjaron una nueva alianza contra Francia e iniciaron el ataque. En respuesta, Napoleón aniquiló al ejército prusiano en Jena y Auerstedt. Contra Gran Bretaña, Napoleón impuso un bloqueo marítimo que pretendía asfixiarla económicamente. Con la excusa de invadir Portugal, las tropas francesas penetran en España y, en 1808, Napoleón nombra rey a su hermano José, tras lograr la abdicación de Fernando VII. La resistencia española al invasor, con ayuda de Gran Bretaña, enciende la guerra de Independencia, con episodios como el sitio de Zaragoza o la derrota francesa en Bailén. En 1812 se produce la decisiva batalla de Arapiles. Las tropas anglo-portuguesas de Wellington se dispusieron en torno a Arapiles, con la infantería en primera línea y la caballería en los flancos. El ejército francés, preocupado en alcanzar al enemigo, se dispuso demasiado extendido. Wellington ordenó volcar el ataque sobre la izquierda francesa, desplazando allí un buen número de tropas de infantería y caballería, mientras intentaba simultáneamente romper el centro francés. El frente galo se quebró, lo que aprovecharon los ingleses para cargar contra la infantería enemiga en desbandada. El flanco izquierdo y el centro francés fueron arrasados, pudiendo escapar tan sólo el ala derecha. La estrategia maestra de Wellington había destruido al ejército francés. Francia no volvió a recuperar su poderío en España, lo que quedará de manifiesto en las decisivas victorias anglo-españolas de Vitoria y San Marcial. Al mismo tiempo que se estaba luchando en España, contra Francia se formó una nueva coalición, integrada por Gran Bretaña y Austria. Bonaparte logró vencer a los austriacos en Wagram en 1809, convirtiendo los territorios conquistados en las Provincias Ilirias, además de anexionar los Estados Pontificios. El Imperio alcanzó su máxima amplitud en 1810 con la incorporación de Bremen, Lübeck y otros territorios del norte de Alemania, así como con el reino de Holanda. Aunque muy pronto habría de cambiar todo.
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La reconquista de Jerusalén por el sultán Saladino en el año 1187 provocará la Tercera Cruzada en la que participaron Ricardo I de Inglaterra, el emperador Federico I y Felipe II de Francia. Los cruzados ingleses llegaron a Acre desde donde se dirigen hacia Jaffa a través de la costa. Algunos kilómetros a las afueras de Acre la caballería turca de Saladino atacó la parte posterior de la formación cruzada pero el ataque fu repelido. El avance de la columna cruzada se vería entorpecido por el continuo acoso sarraceno. El hostigamiento duró varios días hasta que llegaron a Haifa. El campamento cruzado fue instalado junto al río recibiendo las provisiones de la flota que avanzaba por la costa. Al amanecer del 7 de septiembre de 1191 los cruzados levantaron su campamento y cruzaron el río Rachetaillee, encontrándose con un gran ejército sarraceno que bloqueaba su avance. El ejército sarraceno se dirigió hacia el flanco izquierdo cruzado y Ricardo procedió a la organización de su ejército en cinco divisiones. La caballería turca de Saladino, apoyado por lanceros árabes y arqueros nubios, continuó su ataque al flanco izquierdo pero Ricardo aguantó y contuvo el ataque, esperando el cansancio de las monturas sarracenas. A media tarde los caballeros hospitalarios y franceses no resistieron la presión y se lanzaron a la carga contra el ala derecha de la caballería de Saladino. Ante el éxito inicial Ricardo envió a los templarios, bretones y angevinos en una segunda carga hacia el flanco izquierdo sarraceno. Viendo los resultados del contraataque cruzado, Saladino envió a su guardia personal a la lucha. Los cruzados aguantaron una vez más el empuje y continuaron con su ataque lo que provocó la derrota de buena parte de las tropas sarracenas mientras que el resto se dispersó hacia las colinas cercanas a Arsuf. Las bajas de Saladino se cifraron en unos 7.000 soldados. Después de la victoria los cruzados se dirigieron hacia Jaffa sin oposición, alcanzando la ciudad en tres días. Desde allí se dirigieron a Jerusalén, llegando hasta 20 kilómetros de la Ciudad Santa. Debido a las fuertes defensas, a la cercanía del ejército de Saladino en la retaguardia y al mal tiempo reinante, el rey Ricardo decidió retirarse hacia Ascalón. La tercera Cruzada finalizaría con el pacto entre Saladino y Ricardo por el que se garantizaba a comerciantes y peregrinos el libre acceso a Jerusalén, manteniendo al ciudad en manos sarracenas. La franja de terreno entre Tiro y Jaffa quedaba en manos cruzadas al igual que la isla de Chipre.
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La reconquista de Jerusalén por el sultán Saladino en el año 1187 provocará la Tercera Cruzada en la que participaron Ricardo I de Inglaterra, el emperador Federico I y Felipe II de Francia. Los cruzados ingleses llegaron a Acre desde donde se dirigen hacia Jaffa a través de la costa. Algunos kilómetros a las afueras de Acre la caballería turca de Saladino atacó la parte posterior de la formación cruzada pero el ataque fu repelido. El avance de la columna cruzada se vería entorpecido por el continuo acoso sarraceno. El hostigamiento duró varios días hasta que llegaron a Haifa. El campamento cruzado fue instalado junto al río recibiendo las provisiones de la flota que avanzaba por la costa. Al amanecer del 7 de septiembre de 1191 los cruzados levantaron su campamento y cruzaron el río Rachetaillee, encontrándose con un gran ejército sarraceno que bloqueaba su avance. El ejército sarraceno se dirigió hacia el flanco izquierdo cruzado y Ricardo procedió a la organización de su ejército en cinco divisiones. La caballería turca de Saladino, apoyado por lanceros árabes y arqueros nubios, continuó su ataque al flanco izquierdo pero Ricardo aguantó y contuvo el ataque, esperando el cansancio de las monturas sarracenas. A media tarde los caballeros hospitalarios y franceses no resistieron la presión y se lanzaron a la carga contra el ala derecha de la caballería de Saladino. Ante el éxito inicial Ricardo envió a los templarios, bretones y angevinos en una segunda carga hacia el flanco izquierdo sarraceno. Viendo los resultados del contraataque cruzado, Saladino envió a su guardia personal a la lucha. Los cruzados aguantaron una vez más el empuje y continuaron con su ataque lo que provocó la derrota de buena parte de las tropas sarracenas mientras que el resto se dispersó hacia las colinas cercanas a Arsuf. Las bajas de Saladino se cifraron en unos 7.000 soldados. Después de la victoria los cruzados se dirigieron hacia Jaffa sin oposición, alcanzando la ciudad en tres días. Desde allí se dirigieron a Jerusalén, llegando hasta 20 kilómetros de la Ciudad Santa. Debido a las fuertes defensas, a la cercanía del ejército de Saladino en la retaguardia y al mal tiempo reinante, el rey Ricardo decidió retirarse hacia Ascalón. La tercera Cruzada finalizaría con el pacto entre Saladino y Ricardo por el que se garantizaba a comerciantes y peregrinos el libre acceso a Jerusalén, manteniendo al ciudad en manos sarracenas. La franja de terreno entre Tiro y Jaffa quedaba en manos cruzadas al igual que la isla de Chipre.