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La escasez de noticias disponibles para fechar la arquitectura mendicante en suelo hispano, dificulta notablemente la posibilidad de establecer un mapa cronológico de la actividad constructiva de los frailes mendicantes en la Península. Pese a ello, se puede afirmar rotundamente que la etapa dorada de la actividad edificadora de los frailes se desarrolla a partir de la segunda mitad del siglo XIII, continúa a lo largo de la centuria siguiente -en cuya mitad se sitúa el período álgido- y decrece progresivamente al aproximarnos a la decimoquinta centuria. Existen, sin embargo, matizaciones que es importante precisar. En función de los datos disponibles, las construcciones más antiguas se localizan en Cataluña. En esta parcela geográfica la irrupción de las órdenes mendicantes se llevó a cabo en fecha temprana, documentándose en la mayoría de los casos en la tercera década del siglo XIII. Durante los primeros momentos los frailes no construyen ex novo, sino que se apropian de edificios ya preexistentes. Es ésta una etapa de gran provisionalidad tras la cual asistimos a una nueva fase de experiencias y logros constructivos que culminará en la importante producción artística de fines de la centuria. En efecto, a fines de los años treinta constatamos cómo los frailes abandonan en muchos puntos concretos sus primitivos asentamientos provisionales y optan paulatinamente por la construcción de edificios con carácter más estable. Para documentar este proceso en el caso catalán contamos con dos conventos franciscanos importantes: el de Barcelona y el de Palma de Mallorca. Las obras del templo barcelonés se llevaron a cabo entre los años 1236-1240; en Palma la iglesia era consagrada en 1244. El producto de ambas experiencias artísticas, desarrolladas casi paralelamente, es un templo de una sola nave rectangular terminada a Oriente en testero recto y cubierta con techumbre de madera, apeada sobre arcos transversales que descansan a su vez sobre contrafuertes interiores. Se trataba pues de una tipología funcional, económica, de proporciones reducidas, acorde en definitiva con el espíritu de sencillez y austeridad de las primeras congregaciones. Precisamente el último de los factores reseñados, la falta de espacio, fue la causa detonante que hizo que en la segunda mitad de la centuria se iniciara en los templos catalanes un nuevo período de actividad, que tendrá como fruto la consecución del tipo de iglesia catalana. Para documentar esta nueva etapa de la arquitectura del noreste hispano nuevamente tenemos que acudir a los conventos mendicantes barceloneses. En este caso la iglesia dominica de Santa Catalina y a la franciscana, ya citada. En el primer caso, las obras del nuevo templo transcurren entre 1243 y 1257; en el caso de los frailes menores, lo hacen entre 1247 y 1297. En el edificio franciscano los ensayos constructivos de la década anterior parece que fueron un elemento definitorio en la configuración final de la iglesia; en el templo de los predicadores el modelo parece surgir de nueva planta. En cualquiera de los casos los logros finales son los mismos: edificios de una sola nave dividida en tramos ahora abovedados, capillas laterales a ambos lados surgidas entre los contrafuertes y ábside de planta poligonal. El modelo, qué duda cabe, tuvo una rápida aceptación por todo el territorio catalán, tanto en los conventos de frailes menores como en los de los predicadores, e incluso en las iglesias parroquiales. El convento de San Francisco de Montblanc se encontraba en construcción en el año 1238, fecha en la que se dejaba un legado para construir la iglesia y casa de los frailes. Es muy posible que esta primera iglesia, con carácter provisional, diera lugar a un nuevo templo en los años finales de esta misma centuria o en los inicios de la siguiente, en cuya primera mitad debió de ser concluido en sus partes esenciales. En Vilafranca del Penedés, aunque la instalación de los frailes menores en la villa se documenta ya en la primera mitad del siglo XIII, sin embargo, las noticias relativas a la construcción de su austera iglesia, concebida con una leve modificación de la cabecera al optar por el ábside de planta rectangular, no se registra hasta 1285, según acredita una manda destinada a las obras de la iglesia. En 1291 se cedían terrenos próximos al convento y en 1295 las obras debían encontrarse bastante adelantadas. No disponemos de ninguna información gráfica, lamentablemente, del desaparecido convento de Vic que, posiblemente, asumiría el modelo de sus hermanos. De él poseemos, sin embargo, fechas significativas. En el año 1255 los frailes estaban ya instalados en la villa y presumiblemente construyendo un primer asentamiento provisional. Hacia la mitad de la centuria debieron los menores plantearse la construcción de una nueva morada con caracteres más estables, al menos así parece acreditarlo un documento fechado en 1262 en el que se encomienda a Simó Peris y Guillem Verdaguer la construcción de siete arcos para la iglesia. En 1270 las obras seguían en curso. Respecto al convento de Gerona, posiblemente uno de los más importantes de esta zona, si bien fue destruido en la pasada centuria, poseemos cierta información gráfica que nos habla de sus peculiaridades arquitectónicas. Respondía a la misma tipología que sus otros hermanos catalanes, iniciándose las obras a principios de la decimocuarta centuria. En 1314 se termina el coro y en 1320 se procede a ampliar la iglesia, poniéndose fin a las mismas en 1368, momento en el que se procede a su consagración. En cuanto al convento dominico de Balaguer, que conserva su espléndido claustro medieval, las obras dieron comienzo en torno a los años veinte de esta misma centuria. Del resto de los cenobios catalanes la información disponible es muy escasa. Las campañas bélicas del monarca Jaime I por Valencia y Baleares propiciaron la participación de los frailes mendicantes de forma activa en la Reconquista y su instalación en las ciudades recién liberadas del dominio musulmán. Son muchos los conventos que nacieron a raíz de esta función de frontera. En este sentido, quizá los orígenes más antiguos hay que atribuirlos a Palma de Mallorca. En este lugar los frailes desempeñaron todo un despliegue estratégico -llegaron a cambiar hasta tres veces de asentamiento- que fue seguido de una importante actividad constructiva. Como ya hemos comentado con anterioridad, en el año 1244 ya habían construido los frailes una iglesia con carácter provisional, semejante a la que por las mismas fechas se consagraba en el convento homónimo barcelonés. El modelo, por su funcionalidad y economía, fue aplicado en las iglesias seculares de la zona levantina y mallorquina, en las iglesias tradicionalmente llamadas de conquista. En la centuria siguiente es cuando se inicia la gran empresa constructiva de los frailes, la definitiva, cuyos cimientos surgirán de tierra en 1279 para concluir su edificación en 1349. Los resultados fueron análogos a los de Barcelona, pero más perfeccionados: una iglesia con capillas entre los contrafuertes, abovedamiento en todo el edificio y ábside poligonal que, en época posterior, se rodearía de una corona de capillas radiales, al igual que ocurriera en el caso barcelonés. Idéntico esquema presentaba el desaparecido convento de predicadores de la misma ciudad. Por lo que respecta a Valencia, la presencia de los frailes menores y predicadores es una realidad en pleno asedio de la ciudad. En el año 1239 el monarca cede a menores y predicadores los terrenos necesarios para levantar sus respectivos edificios, ubicando a los primeros en la parte meridional de la ciudad y a los segundos en la zona de Levante. En torno a los años cincuenta ambas órdenes levantaban sus respectivas iglesias. Sin embargo, cabe hablar en estos primeros momentos de edificios provisionales rehechos en la siguiente centuria. Aunque nada queda del convento franciscano, sí en cambio se mantienen en pie algunas dependencias del antiguo cenobio dominico, como la espléndida aula capitular, construida a principios del siglo XIV por encargo de Pedro de Boil, mayordomo de Jaime II, a cambio del derecho de sepultura para todos los miembros de su estirpe. Más tardía, en 1272, es la penetración de los frailes en la ciudad castellonense de Morella. Como es habitual, inicialmente se edificó una morada provisional, procediéndose en la siguiente centuria a la construcción de la iglesia definitiva, que reprodujo fielmente la organización de sus hermanas catalanas. Las obras del nuevo templo debieron de dar comienzo en los primeros años del siglo XIV, siendo consagrada en 1390 por el obispo Muc de Llupià. Del convento medieval, uno de los mejores exponentes de la arquitectura mendicante en la Península, se conserva la iglesia, así como varias dependencias claustrales de indudable interés. El modelo templario que hemos visto triunfar en Cataluña y territorios anexionados, tuvo en la centuria siguiente una rápida proyección en Aragón, donde la instalación de los frailes en los núcleos urbanos más importantes es una realidad puntualmente documentada en la segunda mitad del siglo XIII. En el convento de Teruel, sin duda alguna la manifestación más importante de la arquitectura franciscana aragonesa, los frailes estaban instalados en la segunda década del siglo XIII; sin embargo, la gran empresa constructiva, la definitiva, no se inicia hasta fines del siglo XIV de la mano de un ilustre mecenas, Fernández Heredia. La tipología de este espléndido templo, con nave rectangular, capillas entre los contrafuertes, ábside poligonal y abovedamiento en toda la fábrica, se acomoda a las pautas constructivas de los cenobios catalanes. El mismo esquema se observa en las casas dominicas de Magallón y de Zaragoza, conventos ambos que, junto con el de San Francisco de Calatayud, ya desaparecido, abandonan la construcción en piedra y optan por las fábricas de ladrillo, siguiendo así una técnica constructiva habitual en la zona. En Navarra, el impulso de la arquitectura mendicante se debe en gran parte a la monarquía de Champagne y en concreto a uno de sus más ilustres miembros, Teobaldo II, que se alzó como importante benefactor y comitente de los conventos franciscanos y dominicos de esta parcela geográfica. Hasta tal punto llegó la protección del monarca a las nuevas órdenes que a su muerte, su hijo y sucesor, Carlos II, ordenó que no se hicieran más fundaciones porque tras las de predicadores promovidas por Teobaldo II no se podía mantener tanto convento pobre. Esta protección continuó en la dinastía siguiente, los Evreux, con Carlos II y Carlos III quienes, ante la imposibilidad de costear nuevas fábricas, optaron por realizar obras de consolidación y ampliación en los edificios ya existentes. En Sangüesa, los frailes aparecen ya citados en 1250 ocupando un asentamiento provisional a las afueras de la ciudad. En el año 1266 Teobaldo II funda la nueva iglesia, según lo avala una inscripción, continuando las obras en 1270. El modelo adoptado en este caso se aleja de lo hasta ahora visto. Nos encontramos ante un edificio de una sola nave rectangular, cubierta con techumbre de madera apeada sobre arcos transversales y reforzada con grandes contrafuertes. La cabecera, de igual anchura que la nave, termina en testero recto. La tipología es la misma que la que observamos en la vecina iglesia de Santo Domingo de Estella, obra fundada y financiada por el mismo monarca, que fue construida a lo largo del siglo XVIII siendo concluida en la misma centuria. El mismo esquema, basándonos en la escasa información disponible, debió de presentar la desaparecida iglesia franciscana de Logroño, que aparece citada por primera vez en el testamento de Teobaldo II en 1270 y cuyo sistema de cubrición fue rehecho con posterioridad. Del resto de las iglesias mendicantes navarras (San Francisco de Olite, San Francisco de Tudela, San Francisco de Pamplona, Santo Domingo de Sangüesa ...) apenas han llegado restos, y cuando existen son generalmente de época moderna. Castilla y León son dos parcelas de la geografía hispana donde la arquitectura mendicante se ha conservado en menor grado y en peores condiciones. Su estudio queda restringido a una nómina tan escueta y poco significativa como es la formada por las fábricas completas de San Francisco de Palencia y Santa María de Nieva. Respecto al convento palestino sabemos que, tras una primera ocupación extramuros de la ciudad, se autoriza la traslación del cenobio a un lugar más céntrico en el año 1248. La actual iglesia, aunque bastante transformada en el siglo XVI, mantiene intacta toda la parte del presbiterio, así como las dos capillas laterales, que muy bien pudieran fecharse en la segunda mitad del siglo XIV. En cuanto al convento dominico de Santa María de Nieva, sabemos que fue fundado en el año 1357 por doña Catalina de Lancaster, desarrollándose las obras del mismo a lo largo de las dos siguientes centurias. Es de destacar en este edificio su magnífico claustro historiado, donde conviven en perfecta simbiosis escenas religiosas y otras de temática profana. Junto a estos edificios, hay que reseñar igualmente algunos restos franciscanos aislados en la provincia de Burgos (Burgos, Belorado, Fías, Castrojeriz, Medina de Pomar), si bien todos ellos muy transformados al ser reutilizadas para distintos fines las viejas fábricas. Cabría mencionar, por último, las magníficas cabeceras de los desaparecidos cenobios franciscanos de Atienza y Zamora, obras ambas del XIV, que nos hablan de la existencia en ambos lugares de conventos de notable envergadura. En Galicia, aunque la instalación de los frailes en su contexto físico es una realidad perfectamente documentada en la segunda mitad del siglo XIII; sin embargo, su actividad constructiva hay que situarla en la segunda mitad del siglo XIV. Todos los edificios levantados en esta parcela geográfica se caracterizan por una gran uniformidad que, unida a la falta de referencias documentales o epigráficas, dificulta notablemente la labor de datación de estos edificios. Tradicionalmente se ha considerado la iglesia de San Francisco de Santiago como el prototipo de iglesia mendicante gallega. Su desaparición en 1740 y la falta de referencias documentales y artísticas sobre la misma nos impide apoyar o rebatir esta afirmación. De algunos templos, sin embargo, conservamos datos fehacientes sobre su construcción. Así, el espléndido ábside de San Francisco de Vivero nos proporciona una información interesante al hallar en él una referencia epigráfica en el que se nos indica que en 1344 las obras del mismo habían rebasado al menos la altura de los vanos. En 1348 la cabecera de San Francisco de Santiago estaba en ejecución, y en 1362 se dejaba una manda para realizar la de Santa Clara de Pontevedra, obra muy próxima al convento de frailes menores de la misma ciudad. En el último tercio de la centuria, en 1387, se ponía fin a las obras de San Francisco de Betanzos, espléndido exponente de la arquitectura mendicante del noroeste hispano debido a la iniciativa del ilustre gallego Fernán Pérez de Andrade. En cuanto a la vecina Asturias, el tema se complica. Los edificios medievales allí conservados pertenecen exclusivamente a la orden franciscana, ya que la penetración no se produjo hasta el siglo XVI. Del convento de San Francisco de Oviedo, que asumió el modelo de sus hermanos gallegos, conservamos solamente una escueta información gráfica de la cabecera, que suponemos la parte más antigua, presumiblemente de la segunda mitad del siglo XIV. Respecto a las portadas de Avilés o Tineo, únicos restos significativos conservados de ambos templos, tampoco se pueden extraer datos relevantes, ya que, pese a estar fechadas en la segunda mitad del siglo XIII, presentan cierto aire gótico todavía inercial.
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El siglo XIV presencia el fortalecimiento de las Monarquías, olvidado el principio de superior autoridad temporal de los emperadores; éstos son el símbolo de la unidad de la Cristiandad, pero no queda el menor rastro de posible sumisión de las Monarquías al Imperio. Las Monarquías objetivan la sucesión mediante el sistema hereditario, y exteriorizan su poder a través de precisos ceremoniales cortesanos; todas ellas desarrollan órganos de gobierno y una creciente burocracia, lo que incrementa sus necesidades económicas. Dotadas de fuentes de ingresos anticuadas, se verán sumidas en graves problemas financieros y empujadas a hallar nuevos medios de financiación, incluyendo medidas de negativas consecuencias económicas o de difíciles repercusiones políticas. El Pontificado es, en cierto sentido, una monarquía, y vive el mismo proceso, enfrentándose a similares dificultades. La larga trayectoria de afirmación de la autoridad pontificia había enfrentado al Pontificado con los poderes temporales -Imperio o Monarquías- en diversas ocasiones. Durante la etapa aviñonesa el Pontificado expone de forma contundente el alcance y carácter de su autoridad. Según la obra "De pontificia potestate", publicada durante el pontificado de Juan XXII, el poder pontificio procede directamente de Dios, no existe otro poder como ese, ni siquiera el del concilio general, y las decisiones de los poderes temporales son legítimas únicamente en función de su concordancia con el Pontificado. Exposición rotunda, ciertamente, que suscitó vivas resistencias. Resistencia a los postulados teóricos y también a la obra de organización administrativa y centralización acometida por el Pontificado en esta etapa. La multiplicación de servicios de la Curia requiere la incorporación de un considerable número de funcionarios cuya remuneración se efectuará mediante la concesión de beneficios. La intervención pontificia en las elecciones episcopales o abaciales, y en una amplia gama de beneficios, tiene un doble objetivo: por una parte, lograr esa retribución de funcionarios de forma no gravosa para el Pontífice; por otra, se trató de lograr la represión de abusos por parte de los poderes temporales en aquellas provisiones y la designación de los más aptos para tales cargos. A través de estas intervenciones se produjo, a pesar de errores y abusos, una sensible mejora en las provisiones canónicas, pero también produjo importantes resistencias tanto por parte de las iglesias locales, como, sobre todo, por parte de los poderes temporales. La intervención pontificia en la provisión canónica se ejerció mediante el sistema de reservas. Se entiende por reserva el derecho del Pontificado, en virtud de su primacía, a sustituir a quienes confieren un cargo o a los electores ordinarios, otorgando por sí mismo los beneficios vacantes. Existe una gran variedad de reservas según las diócesis, reinos o épocas, y pueden afectar a todos los beneficios, o sólo a los de algunos lugares, de determinada cuantía o de una concreta forma de vacante. Además de las reservas se utilizo la concesión de expectativas, documentos que concedían al favorecido el derecho a ocupar un determinado beneficio cuando vacase, o el primero que quedase vacante en una iglesia o diócesis. El derecho de los Papas a nombrar beneficios en toda la Cristiandad había sido expuesto por Clemente IV en 1256, si bien como principio teórico, limitándose, en la práctica, a la sustitución de aquellas personas que muriesen residiendo en la Curia; es decir, se trataba de garantizar la retribución de los funcionarios curiales. Bonifacio VIII extendió tal práctica a los beneficios de quienes falleciesen en un radio de dos jornadas en torno a la Curia; Juan XXII reservó al Pontificado la provisión de los beneficios que hubiesen sido nombrados por el Papa, que hubiesen dimitido en su favor o fuesen depuestos, aquellos en los que se hubiese producido una elección discutida, los de los cardenales y los de todo el personal relacionado con la Curia. Urbano V reservó en lo sucesivo el nombramiento de abades y obispos, medida que fue ratificada por Gregorio XI. La extensión de las reservas y expectativas, continuamente ampliada, pone en quiebra el procedimiento electivo; las ventajas espirituales son innegables, como también las materiales, porque permitía hacer presente la autoridad pontificia en toda la Cristiandad y suponía considerables ingresos derivados no sólo de las cantidades satisfechas por la designación, sino por el cobro de las rentas durante las vacantes de los cargos bajo reserva. El sistema ofrece importantes ventajas de carácter político. A través de los nombramientos, el Pontificado cuenta con una jerarquía eclesiástica favorable a sus disposiciones; en las complicadas circunstancias políticas que se vive era de capital importancia disponer de un clero favorable disperso por toda la Cristiandad. También las Monarquías están interesadas en el proceso de centralización pontificio. Para los poderes temporales, era más fácil negociar un nombramiento con el Pontificado que enredarse en complejas discusiones con cabildos o abadías; aunque fuese más difícil imponer al Papa un nombramiento siempre podían obtenerse compensaciones por ceder a sus pretensiones. El sistema presenta también severos inconvenientes. Muchos de los designados no pudieron tomar posesión por impedírselo el clero local, o por haberse realizado previamente una elección; el carácter de extranjeros producía protestas, tanto por la designación como por la salida de numerario del país de origen del beneficio. La acumulación de peticiones impidió muchas veces una adecuada valoración de los solicitantes, de modo que, a veces, fueron otorgados beneficios a clérigos incapaces o indignos; algunos personajes que gozaban de influencia podían acumular beneficios para sí o situar a personas de su elección, lo que dio argumentos a quienes criticaban la sed de riquezas. También tenía otros inconvenientes como que el beneficiado no residiese en el lugar del beneficio, con el consiguiente abandono de la cura pastoral. El sistema suscita críticas, pero es imprescindible en una época en que descienden los ingresos y se disparan los gastos. Disminuyen los ingresos como consecuencia de la crisis económica del siglo XIV y la devaluación de las rentas de la tierra; en el caso del Pontificado tal disminución se acentúa como consecuencia de la anarquía en los Estados pontificios: los pequeños Estados nacidos en ellos dejaron de contribuir al fisco pontificio. Se incrementan los gastos por el esfuerzo de organización burocrática, pero, sobre todo, por la situación italiana: la compra de voluntades y el sostenimiento de ejércitos son un pozo sin fondo donde se pierden los ingresos del Pontificado. El tono de vida de la Corte aviñonesa, al margen de las acusaciones interesadas de los enemigos del Pontificado, tenía un aire principesco que incluso los Papas más austeros consideraron necesario mantener. Aunque la estancia en Aviñón se considerase siempre como temporal, fue necesario crear las instalaciones mínimas para el alojamiento del Papa y su corte y para los servicios de la Curia. Cuando Aviñón y su territorio deje de ser una zona segura, habrá que dedicar sumas considerables a su fortificación y defensa. El proceso de centralización requiere la creación de una importante organización administrativa que, a su vez, exige una eficaz estructura financiera. Durante la estancia del Pontificado en Aviñón se abordan esas imprescindibles tareas; al cabo de la misma, la Monarquía pontificia será la mejor organizada de las contemporáneas, pero tendrá que hacer frente a fuertes críticas.
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El debilitamiento y la posterior quiebra del viejo orden colonial era algo indiscutido y había llegado el momento de replantear las futuras relaciones entre la metrópoli y sus colonias y el papel que en ellas jugarían unos y otros (las aristocracias locales y los burócratas peninsulares). En muchos lugares la emancipación comenzó cuando algunos criollos quisieron reemplazar a los antiguos burócratas, desprovistos del respaldo que tenían en el momento de su nombramiento. La cohesión de las oligarquías locales se convirtió en uno de los problemas determinantes, que pasaba a un plano secundario ante el peligro de una sublevación indígena o de esclavos negros. Por eso, cuando en las primeras protestas mexicanas se vio la magnitud de la rebelión indígena, los sectores dominantes, criollos y peninsulares, cerraron filas y acallaron toda intentona popular. En el Perú, la experiencia cercana de Tupac Amaru también tuvo consecuencias semejantes. En el Caribe, especialmente en Cuba, el referente haitiano era lo suficientemente poderoso como para evitar cualquier movimiento que permitiera repetir la trágica experiencia. Sin embargo, en Venezuela concurrieron otras circunstancias que posibilitaron el estallido emancipador. En 1810 el avance francés en la Península parecía imparable y sólo Cádiz permanecía bajo control español. La junta de Sevilla se disolvió y el autonominado Consejo de Regencia, establecido en Cádiz desde febrero, gozaba de escasa representatividad y legitimidad. Este hecho dejaba a las colonias americanas en una situación insólita, sumamente propicia para redefinir su vinculación colonial. En los últimos dos años, con un trono vacante, las autoridades coloniales, designadas desde la Península o autoimpuestas, habían gobernado en nombre de Fernando VII, pero contando con una gran autonomía. Pese a los esfuerzos de los gobernantes, especialmente los partidarios de mantener los vínculos coloniales, la caída de Sevilla abrió las puertas de la independencia. En todas partes los independentistas se erigieron en fervientes defensores de la legalidad vigente y en los continuadores del viejo orden colonial, aunque estaban sentando las bases de un sistema totalmente nuevo. Las elites eran partidarias de introducir las menores modificaciones posibles, dando escasas oportunidades a los grupos sociales inferiores. Sin embargo, una vez abierto el proceso revolucionario algunos cambios fueron inevitables, muchos de ellos consecuencia de los enfrentamientos bélicos y de los esfuerzos de las nuevas autoridades por mantenerse en el poder. La radicalización del proceso emancipador fue un producto del propio proceso, que en muchos casos se decantó en una verdadera y abierta guerra civil. La legitimidad de los sublevados residía en los cabildos, que si bien eran escasamente representativos del conjunto de la población urbana (sus puestos se renovaban por cooptación, por compra o por herencia), al menos no recibían su poder de una autoridad central inexistente o carente de legitimidad. En muchos casos, se convocó al cabildo abierto para tomar las decisiones más trascendentes, al tratarse de una asamblea más amplia, integrada por los notables de la ciudad. Esto otorgaba una ventaja manifiesta a las oligarquías locales frente a las burocracias administrativas. Fueron los cabildos abiertos los que en casi todas partes establecieron juntas de gobierno en reemplazo de los antiguos gobernantes. En menos de seis meses se nombraron juntas en Caracas (19 de abril), Buenos Aires (25 de mayo), Bogotá (20 de julio) y Santiago de Chile (18 de septiembre). En algunos casos la antigua autoridad aprobó, de mayor o menor grado, lo actuado por el cabildo abierto (Caracas, Buenos Aires), en otros fueron las antiguas autoridades las que se pusieron al frente de las juntas (el virrey en Bogotá, el gobernador interino en Santiago). Esta situación de conflictividad se vio agravada por el Grito de Dolores, de Miguel Hidalgo, en México, el 16 de septiembre.Las dificultades políticas, militares y especialmente económicas de España, envuelta en su propia guerra de independencia, dificultaron el envío de tropas para reconquistar las colonias. Pese a los esfuerzos realizados, hasta 1814 no se pudieron enviar contingentes militares, que sólo tuvieron algún éxito en Venezuela y Nueva Granada. La vuelta de Fernando VII al trono de España inauguró una nueva etapa en la lucha contrarrevolucionaria. Fernando VII no se resignó nunca a la independencia de las colonias y puso todos sus esfuerzos en la reconquista de las mismas. Su principal problema era que los recursos disponibles para financiar las expediciones militares eran escasos. Se creó una comisión especial (la Comisión de Reemplazos) para recaudar fondos y centralizar todo lo referente al envío de tropas. Se esperaba, una vez más, que la mayor parte del dinero con el que se debía financiar la empresa proviniera de América o del comercio colonial. A través del Consulado de Cádiz, la Comisión de Reemplazos solicitó ayuda a los consulados americanos de las regiones adonde se habían enviado tropas. Sólo aportaron dinero el de Lima (2 millones de reales) y el de La Habana (4 millones). Por el contrario, los de México, Guadalajara y Veracruz, argumentando otras urgencias que atender, no realizaron ningún aporte. El fin del experimento liberal y la presencia de Fernando VII iban a marcar un punto de difícil retorno en los procesos emancipadores y a eliminar la más mínima posibilidad de negociación que pudiera existir. En 1815 era muy poco lo que quedaba del inicial estallido revolucionario en América del Sur y sólo Buenos Aires seguía resistiendo. Pese a los deseos de Fernando VII, se envió un reducido contingente militar, que salvo en Venezuela y Nueva Granada no supusieron una amenaza para la independencia americana. Pero la restauración tuvo su innegable influencia entre los rebeldes, que veían cómo el avance del absolutismo podía poner en peligro sus intenciones. En el Río de la Plata comenzaron a aflorar proyectos monárquicos, con una cierta dosis de oportunismo. La restauración no sólo supuso nuevos peligros para la causa antimonárquica, sino que también originó nuevas posibilidades de éxito debido a los cambios producidos en las relaciones internacionales, aunque no fueran determinantes para la emancipación. El alzamiento de Rafael de Riego no sólo permitió el retorno de la Constitución liberal a España, sino también impidió que la mayor expedición jamás preparada para invadir América pudiera llegar a destino (probablemente Venezuela o el Río de la Plata). El Trienio Constitucional traería nuevas incertidumbres para las oligarquías americanas que permanecían fieles a la Corona y tuvo como efecto no deseado la aceleración de los procesos emancipadores en México y Perú. Al mismo tiempo, si bien los liberales españoles eran más dialogantes que los absolutistas, a una buena parte de ellos no les hacía ninguna gracia perder el imperio colonial. La restauración de 1823, que podía haber tranquilizado a las elites conservadoras de México y Perú, las colonias que durante la década anterior se habían mantenido más unidas a España, llegó tarde, cuando los procesos emancipadores que ya habían comenzado eran irreversibles. Los cambios producidos en el escenario internacional fueron importantes. Francia y las potencias continentales propiciaron la restauración borbónica, pero los británicos no se dejaron desplazar de su posición mundial. El retorno de Fernando VII al trono en 1814 permitió que Gran Bretaña dejara de lado su ambigüedad, con la que pretendían no perjudicar a su aliada España, y adoptara una postura neutral nada opuesta a que se armara a los independentistas o que súbditos británicos, voluntarios o mercenarios, se enrolaran en los ejércitos americanos. Finalizado el Trienio Constitucional, la neutralidad inicial se decantó cada vez más hacia el reconocimiento de las nuevas repúblicas, lo que ayudaría a la aceleración del final de la contienda. Los Estados Unidos habían firmado en 1814 la Paz de Gante, que acabó con todos los problemas pendientes de su independencia, y a partir de ese momento su neutralidad fue cada vez más proclive a los americanos. En 1822 habían comprado la Florida española, lo que ponía bajo mínimos su necesidad de compromisos con España. Al año siguiente, la proclamación de la doctrina Monroe ("América para los americanos") iba a ser un freno para la reconquista de la América española por las fuerzas del absolutismo europeo. En Perú y México las cosas habían seguido derroteros diferentes que en el resto de las colonias. En Perú, la habilidad del virrey Abascal y la postura de las oligarquías regionales permitió mantener el status quo y convertir al virreinato en un bastión de la contrarrevolución. En México, la virulencia de los levantamientos iniciales, encabezados por Miguel Hidalgo y José María Morelos, persuadiría a las elites a adoptar una actitud semejante. Comenzamos a ver dos modelos distintos de transitar hacia la emancipación, dentro de los cuales las diferencias regionales también son bastante apreciables.
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Como el propio concepto griego de apokía significa, en contraste con la kleroukía más tardía, la aparición de una colonia implica la segregación de un grupo de individuos de la metrópolis, pero sobre todo la pérdida de sus derechos ciudadanos por el hecho de formar parte de una nueva polis. Desde este punto de vista, las fundaciones griegas del siglo VIII a.C. no conllevan la traslación de los sistemas políticos de las metrópolis a otros territorios. El caso de Tarento puede ser significativo, por cuanto en su ordenación político-administrativa no se calcó el modelo espartano de su metrópolis fundadora; esta indiscutible independencia se deja observar también cuando se analizan los productos manufacturados presentes en las colonias, y se comprueba que la cerámica corintia aparece por igual, tal y como señala Vallet, en Megara, Naxos, Tarento, Cumas y Siracusa, es decir, en colonias fundadas por corintios o no. En realidad, los viajeros comerciantes, portadores de objetos manufacturados, fueron ajenos a las particularidades étnicas de las diferentes colonias y se inscribieron en el marco de los monopolios de corintios, focenses, milesios o atenienses según el momento histórico vivido y su área de influencia; las mismas producciones cerámicas coloniales se hicieron en función de parámetros distintos a las de las antiguas metrópolis y, así, Gela produjo una cerámica más próxima al mundo corintio que al rodio, siendo frecuente que, en muchos casos, pronto definieran sus propios estilos coloniales. En todo caso, sólo se mantuvo una débil relación con la metrópolis en el campo religioso, aunque desarrollando otras creencias propias conforme el tiempo transcurría. El caso fenicio es también complejo, pues las fuentes literarias no llegan a definir el estatus concreto de cada fundación respecto a Tiro. Ahora bien, la metrópolis, indica Aubet, cimento su política económica sobre tres ejes: su papel de intermediario entre las grandes potencias, su producción especializada de bienes de lujo y su interés por ser el principal abastecedor de metales preciosos para los imperios asiáticos; esta estructura económica, que se hizo patente, sobre todo a partir del reinado de Ithobaal I, aunque ya estuviera planteada algunos siglos antes con Hiram I, según formula la corriente formalista, fue dando paso a compañías privadas, con las que incluso pudo llegar a competir el mismo Estado, que se definieron como empresas familiares; ello pudo provocar la existencia de estas firmas en las colonias mediterráneas, que actuaron interrelacionadas con las existentes en la metrópolis, si bien en el marco especialmente óptimo para el sistema que había creado el Estado y en general el modelo de mercado. Si se siguen estos parámetros, el caso podría implicar una semidependencia de las factorías respecto al Estado, ya que, por una parte y por la tradición privada, podían actuar de forma independiente, pero, por otra, eran muy débiles a los conflictos que desde el Próximo Oriente pusieran en cuestión la estabilidad del sistema, que siempre pasaba por la metrópolis. Como ejemplos de esta situación pueden servir dos situaciones coyunturales. A mediados del siglo VII a.C., cuando Tiro fue asediada por los reyes asirios Asarhadón y Assurbanipal que redujeron al mínimo su territorio y, sobre todo, a partir del 640 a.C. en que pasa a constituirse en provincia del Imperio Asirio, se observa la expansión cartaginesa en Occidente con la fundación de Ibiza, que las fuentes históricas localizan cronológicamente en el 654 a.C. Un segundo caso se sigue cuando se produce el asedio de Tiro por Nabucodonosor en el 580 a.C. y se relaciona el hecho con el abandono o la caída del esplendor de las factorías malagueñas. Cartago es especialmente interesante como caso a estudiar, porque, heredera de Tiro a partir del siglo VI a.C., terminará por convertirse en potencia militar del occidente mediterráneo. En términos generales, el ser un centro relativamente independiente desde su fundación, a lo que no es ajeno su carácter de fundación aristocrática, le llevo a definir ciertos factores políticos y culturales de modo muy diferente a como se expresaban en Tiro: su marcado militarismo y, en otro nivel, la presencia de los tofets, un recinto perfectamente delimitado donde se depositaban las urnas de los sacrificios humanos, generalmente niños y animales. Lo interesante del caso es que el tofet, que se documenta también en las fundaciones del Mediterráneo central, como en Motya en Sicilia o Sulcis en Cerdeña, se basa en un tipo de sacrificio infantil, el sacrificio molk, conocido de antiguo en el Próximo Oriente, pero que, sin embargo, sólo llegó a adquirir su forma de representación espacial a partir de Cartago, de aquí que sea indicio de su área de influencia, ya que no se constata ni en el territorio de la metrópolis, ni en las fundaciones del extremo occidente; también el tofet es un factor cultural que sólo se hace presente cuando la fundación adquiere visos de colonia urbana, por lo que es un elemento vinculado a las oligarquías coloniales de los asentamientos fenicios. Hay que constatar que los sacrificios de la primera etapa del tofet de Cartago sólo se practican entre los colonos aristocráticos, es decir, entre el sector más directamente ligado al Estado. Cartago, tal y como se perfila en la estrategia mercantil de Tiro, pudo ser entendida desde su fundación más como centro político que como sitio comercial, porque su función parece pensada para frenar el desarrollo del comercio griego; de hecho, en Cartago, hay más preocupación por la problemática agraria que por la estrictamente comercial. Históricamente, hacia fines del siglo VIII a.C., el asentamiento ya estaba en condiciones de ser un gran centro urbano. Hacia mediados del siglo VII a.C., coincidiendo con el refuerzo político de Cartago, se produce el desarrollo de la llamada segunda oleada de la colonización griega occidental. Se trata de la fase reconocida tradicionalmente, desde el lado griego, como la más mercantil y, en efecto, hay un cambio significativo en ella, si nos atenemos a la actuación de algunas metrópolis. Es el caso de los milesios y sus fundaciones del mar Negro que, a diferencia de la relación de independencia que hasta ese momento había existido entre metrópolis y colonia, ahora hacen que las nuevas fundaciones saquen al mercado los productos manufacturados por Mileto. Un caso especial es el que protagonizan los focenses, porque tanto las legendarias relaciones con el tartesio Argantonios, hoy refrendadas por los hallazgos de cerámica griega en Huelva, como la fundación de Massalia implican la búsqueda de un punto de comercio en el extremo occidental mediterráneo. No obstante el carácter mercantil del primer proyecto focense, el caso se complicó cuando se produjo la caída de la metrópolis algún tiempo después, a consecuencia de la presión persa; ello motivó un desplazamiento demográfico muy fuerte, primero hacia Massalia y después del rechazo de ésta, sucesivamente a Alalia en Córcega y a Elea en la costa tirrénica italiana. Los efectos de esta expansión focense hacia Occidente se dejan sentir primero en una confrontación comercial y después en el enfrentamiento militar contra los cartagineses en la batalla de Alalia. En realidad, en ese momento se abre un proceso competitivo de control de áreas de influencia política, del que son buenos ejemplos los sucesivos tratados firmados ya no por los griegos, sino por su sucesora Roma y por Cartago en el año 509, es decir, escasamente tres décadas después de la victoria pírrica de los focenses en Alalia, en el 348 a.C., donde de nuevo parecen determinarse las áreas de intervención de cada potencia y, por fin, en una nueva y doble confrontación militar: las Guerras Púnicas.
contexto
El proceso histórico de Tartessos está en relación con un proceso de transformaciones estructurales que dan como resultado una diferencia clara entre las comunidades autóctonas meridionales del denominado Bronce Final de la Península, en el que no existen todavía estímulos coloniales, y las poblaciones de época posterior en las que la influencia mediterránea conduce a una realidad cultural nueva. En este proceso ha tenido lugar el contacto entre dos culturas distintas, la fenicio-oriental, de tradición urbana, economía desarrollada y diversificada y sociedad compleja y estratificada, con una estructura política avanzada en el marco de la ciudad-estado, y la autóctona del Bronce Final del Suroeste, rural de carácter preurbano, con una organización social simple y poco diferenciada, una economía agrícola y ganadera con muy poco peso de las prácticas artesanales y metalúrgicas y sin una clara especialización. Este panorama debió sufrir una profunda modificación por la demanda fenicia de metales, de lo que es un claro indicio la aparición y desarrollo de la industria de bronces tartésicos, el aumento de los yacimientos mineros explotados y de las cantidades de metal producidas, así como de nuevas técnicas (Río Tinto y Quebrantahuesos). El eje del motor económico se desplaza hacia las prácticas mineras y metalúrgicas, siendo los fenicios los agentes de esta transformación socioeconómica al aportar innovaciones en la minería y la metalurgia, así como el conocimiento del torno de alfarero y el hierro. Todo esto conduce a una diversificación de las prácticas económicas de las poblaciones locales, lo que favorece la tendencia hacia una diversificación y estratificación social, a la vez que se debilitan paralelamente los vínculos internos de parentesco de las poblaciones autóctonas, al orientar hacia el exterior a las unidades, que son a la vez productivas. El proceso de diversificación económico-social favoreció la aparición de sectores productivos especializados (minería, metalurgia, orfebrería y cerámica), con una mayor productividad que propicia la aparición de un excedente, del que se apropia una aristocracia militar, y el desplazamiento de la vida rural hacia formas de poblamiento de carácter netamente urbano, como puede verse en Cabezos de Huelva, Colina de los Quemados, Ategua y el Castro de Medellín. Pero estas transformaciones estructurales no sólo tienen lugar localmente, sino a nivel regional. Como consecuencia de la demanda fenicia se hace preciso un control efectivo sobre las zonas de producción metalífera y sobre las vías internas de comunicación hacia la costa. Esta unificación de la estructura económica favorecía el desarrollo de tendencias hacia alguna forma de unificación política. Las fuentes literarias (Heródoto, Anacreonte y el viaje de Coleo de Samos) hacen referencia a un basileus Argantonio, que gobernaba sobre Tartessos en la segunda mitad del siglo VII a.C. y cuyas características eran gran longevidad, pacifismo y hospitalidad. No obstante, el término basileus no debe ser usado como testimonio inequívoco de la existencia de una monarquía tartésica, dado que los griegos lo utilizaban para referirse a los gobernantes de los pueblos bárbaros y por oposición a sus propios sistemas de gobierno. Hay que tener en cuenta, también, la posible falsedad histórica de las fuentes literarias que dan noticia de unas pretendidas dinastías mitológicas (Gerión, Gárgoris y Habis) para sustentar la existencia real de una monarquía tartésica de la cual Argantonio podría considerarse como descendiente. Además, arqueológicamente el Bronce Final del Suroeste únicamente nos permite hablar de unas sociedades incipientemente jerarquizadas sin traspasar la estructura de grupos familiares gentilicios con jefes de carácter guerrero. Por otra parte, hay que tener en cuenta las propias diferencias regionales y las particularidades culturales, con las diferencias socio-políticas y socioeconómicas derivadas. En el Suroeste, Huelva parece ser la zona que recibió un mayor impacto de la presencia fenicia con transformaciones más intensas. De este modo, según González Wagner, debemos considerar la muy probable existencia de un proceso de unificación política en torno al núcleo más avanzado, la región de Huelva. Tal proceso no se manifiesta en la aparición de un estado territorial con una estructura política monárquica, sino en una especie de confederación tartésica en la que los distintos caudillos locales reconocerían la autoridad de un jefe común, Argantonio. En todo el Mediterráneo y no sólo en Tartessos se conoce la existencia de un período orientalizante, que al parecer se debe más a un proceso de difusión cultural de técnicas y modelos de raíces orientalizantes que a una transformación profunda de las estructuras culturales propias de cada una de estas áreas, que siguen conservando su fondo original. Por otro lado, gran parte de estos restos materiales orientalizantes de carácter suntuario (marfiles, bronces y joyas) sólo son representativos de las elites locales y no del conjunto de la población tartésica. Con frecuencia estos objetos materiales tomados del exterior se superponen sobre las prácticas locales sin modificarlas. En otro orden de cosas, a partir del siglo VII a.C. la arqueología documenta un repentino crecimiento demográfico de los asentamientos fenicios del Mediterráneo Central y Occidental, a la vez que el establecimiento de otros nuevos, debido, al parecer, a la presión asiria sobre los territorios agrícolas fenicios del interior. Nos encontramos de este modo con un proceso en dos etapas: en un primer momento se producen transformaciones estructurales en el ámbito económico, social y político, debidas a la demanda comercial de los semitas y que aceleran la evolución del mundo autóctono, para pasar después a la implantación de comunidades agrícolas semitas en las tierras tartésicas del interior (Sevilla, Extremadura y quizá Córdoba). Se produce, de este modo, una asimilación de los indígenas, bien como mano de obra agrícola en los asentamientos coloniales fenicios, bien como fuerza de trabajo industrial en las factorías, que se convierten en elementos directos de aculturación.
Personaje Literato
Educado en Licia dentro de la escuela neoplatónica, Procio se instaló en Atenas atraído por la cultura helénica. En esta ciudad realizó sus escritos y difundió las últimas ideas del neoplatonismo.