Tras haber celebrado la Última Cena con sus discípulos, Jesús predijo que negarían toda relación con él a lo que Pedro respondió: "Aunque fueras para todos ocasión de caída, para mí no". El Mesías le contestó: "En verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces". La predicción de Jesús se hizo realidad ya que Pedro le negó por tres veces esa misma noche, antes del canto del gallo. (Mateo, 26).La pequeña lámina de cobre que aquí contemplamos está directamente inspirada en una Negación de Pedro pintada por Rembrandt por lo que se considera obra de su taller, apuntándose hacia Gerrit Dou como su autor. La escena se desarrolla en una taberna, tomando las velas y los candiles como focos de luz para crear un ambiente con un acentuado contraste entre luces y sombras, siguiendo a Caravaggio. La armadura del soldado que interroga a Pedro - quien queda en segundo plano, ajeno casi a los acontecimientos - recibe unos sensacionales brillos, convirtiéndose en uno de los focos de atención de la composición. La pincelada es vibrante, sin reparar en detalles, alejado del estilo preciosista de Dou por lo que pudo participar en amplias zonas el maestro.
Busqueda de contenidos
obra
Caravaggio, en esta obra de sus últimos años, ha sintetizado hasta su máximo extremo la narración de la escena. Resulta difícil identificar el tema, la Negación de San Pedro, que solamente puede rastrearse en los gestos de los personajes. Éstos se han visto reducidos a tan sólo tres, Pedro, una mujer y un soldado. Además, están captados de medio cuerpo y se encuentran aislados de cualquier referencia paisajística o arquitectónica. Así pues, como decíamos, tan sólo los gestos y las expresiones nos permite establecer que se trata de la Negación: San Pedro, como un viejo vestido con una túnica pobre y el manto marrón, se señala con gesto sorprendido y dice algo con energía, al tiempo que evita la mirada del soldado. La mujer se dirige al soldado y señala a Pedro, identificándole como seguidor de Cristo. La figura del soldado queda totalmente en la oscuridad. Destaca la coraza y el casco, a la moda romana del siglo XVII, algo que escandalizaba a muchos de los que contemplaron la obra de Caravaggio.
obra
Según cuentan los Evangelistas, tras la Última Cena Jesús predijo el abandono de sus discípulos. "Mas Pedro respondió: 'Aunque fueras para todos ocasión de caída, para mí no'. Jesús le dijo: 'En verdad te digo que esta misma noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces'. Pedro le dijo: 'Aunque tuviera que morir contigo no te negaré'. Y lo mismo dijeron los demás". (San Mateo, 26; 30-36). Como efectivamente había predicho Jesús, esa misma noche Pedro le negó en tres ocasiones antes del canto del gallo. Rembrandt nos muestra una de las negaciones, cuando una criada se acerca al apóstol y le dice que formaba parte de los discípulos de Jesús lo que él niega con el gesto de sus manos y su mirada. El soldado que aparece en primer plano contempla atentamente al santo mientras las figuras del fondo dirigen su mirada hacia el primer plano, interesándose por la acusación. La escena tiene lugar por la noche, recurriendo el maestro a iluminaciones nocturnas muy admiradas por la escuela veneciana. La sirvienta lleva en su mano un candil para observar mejor al apóstol, creando sensacionales reflejos en las armaduras y una iluminación dorada que afecta a todo el espacio. Las tonalidades se envuelven con un colorido rojizo procedente del candil, creando un efecto ambiental difícilmente superable. La factura rápida se inscribe dentro de la "manera áspera" que define los últimos trabajos del maestro, donde los detalles desaparecen para primar los empastes y el abocetamiento.
fuente
Muy parecido al Marder, este torpedo humano fue una creación del ingenieron Richard Mohr, que entró en servicio a partir de marzo de 1944. Como el resto de armas submarinas alemanas de última generación, entró en servicio en operaciones contra la flota de invasión aliada en Normandía.
contexto
La unión de la Iglesia romana y griega se plantea, al comenzar el Concilio de Basilea, desde una nueva perspectiva; la toma de Tesalónica por los turcos, en 1430, constituía una amenaza para el Imperio bizantino, pero también para el resto de Europa. Era imprescindible una acción conjunta, que se vería facilitada por la unión de las Iglesias. El viejo proyecto aparecía ahora como imprescindible, pero su logro se verá dificultado por las tensiones entre Papa y Concilio. Desde el primer momento del concilio se apela a la unión como objetivo, aunque muchos fueran escépticos respecto a sus posibilidades; las primeras tensiones entre Papa y Concilio abrieron un paréntesis en esta cuestión, durante más de un año, volviéndose a plantear a partir del momento en que Eugenio IV autorizaba la prosecución del Concilio, en febrero de 1433. Eugenio IV proyecta un posible concilio en Ancona, lugar más accesible para los griegos, al que se trasladará, en su momento, la asamblea de Basilea, o, incluso, un concilio de la Iglesia griega, en Constantinopla, al que asistiesen delegados de la Iglesia romana, proyecto más sencillo y barato. Negociando con los griegos, de modo paralelo, el medio de concluir la separación de las Iglesias, Papa y Concilio llegaron a acuerdos opuestos en julio y agosto de 1434. Con Eugenio IV acordaron un concilio en Constantinopla; con los conciliares, la venida de los griegos a Occidente, pero no a Basilea, como éstos pretendían, aunque lograron de los embajadores bizantinos la promesa de que tratarían de lograr del emperador la aceptación de esa ciudad como sede del futuro concilio. Una prolija negociación disponía todo lo necesario para el soporte económico de la operación, y para el envío de tropas a Constantinopla que garantizasen su seguridad durante la ausencia de los dignatarios griegos asistentes al concilio. El Concilio pretendía que el Pontífice asintiese a lo acordado por el Concilio; Eugenio IV respondió mesuradamente, sin romper sus relaciones con el concilio, pese a la poco respetuosa actitud de éste, que había negociado a sus espaldas. Se lamentaba, sobre todo, de la penosa impresión que Papa y Concilio estaban causando a los griegos y se mostraba dispuesto a lograr la unión por cualquier medio, si bien consideraba sumamente difícil el previsto por el concilio. El emperador griego se inclinó por la celebración de un concilio de la Iglesia oriental en Constantinopla, con asistencia de representantes occidentales, como solución más viable, remitió una embajada al Pontífice y dio instrucciones a sus embajadores para que anulasen lo acordado con el concilio, pero atrayendo a los conciliares a la vía ahora acordada. En unas rápidas negociaciones en Florencia, a finales de enero y durante el mes de febrero de 1435, los embajadores griegos y Eugenio IV concluyeron unos acuerdos definiendo las cuestiones de procedimiento, ya que el hecho de la celebración del concilio en Constantinopla ya no se discutía. No fue posible, en cambio, a los embajadores griegos y pontificios, trasladados a Basilea, obtener la adhesión de los conciliares al proyecto firmado en Florencia, a pesar de insistir durante todo el mes de abril de ese año: no podían aceptar que el Cisma se resolviese fuera de un concilio universal. El Concilio comunicaba al Papa su posición, así como sus proyectos de seguir adelante en lo negociado por su parte con los griegos; como una muestra de la decisión y de la fuerza de su posición debe ser entendido el decreto de supresión de "annatas", aprobado por el Concilio el 9 de junio, que privaba al Pontífice de una parte sustancial de sus ingresos. La postura del Papa ante los requerimientos conciliares fue amable pero firme: aceptaba un concilio en Occidente, siempre que los griegos estuvieran de acuerdo, cosa poco probable, y en una ciudad cómoda para él, lo que descartaba Basilea. En noviembre de este año, una nueva embajada conciliar insistía en la celebración de un concilio en Occidente, dando todo tipo de garantías económicas y de seguridad; aceptaron los griegos, pero solicitaron un lugar de reunión del concilio aceptable para ellos, en concreto Ancona, insistieron en el cumplimiento de los compromisos económicos, y, sobre todo, exigieron la presencia del Papa en todo el proceso. Distaba mucho de ser una respuesta positiva: no era fácil el cumplimiento de las obligaciones económicas, era claro el rechazo a Basilea como sede conciliar, incluso podía apreciarse un distingo entre el actual y el futuro concilio, y, lo más complejo, se reclamaba un papel de primera línea para el Papa, en un momento en que las relaciones de éste y el Concilio estaban a punto de naufragar. En los meses siguientes se registra una gran actividad diplomática del Concilio a la búsqueda de la ciudad que aspire a ser la futura sede del concilio, realice la mejor oferta económica, y no pueda ser tenida como favorable al Papa. Las graves obligaciones económicas contraídas por el concilio requerían una ciudad que patrocinara el empeño; sin embargo, se rechazó la candidatura de Florencia, la más sólida, por ser favorable a Eugenio IV. El concilio insistió en Aviñón, quizá buscando una negativa de Eugenio IV, o acaso tratando de lograr el apoyo de Carlos VII. Al rey de Francia le agradaba el proyecto y, aunque lo apoyó desde el primer momento, la necesidad de contar con el apoyo pontificio, para llevar a cabo los proyectos angevinos en Italia, le hizo mantenerse a la espera de los acontecimientos. Se recibió una excelente oferta florentina, rechazada por las razones que hemos dicho; otra del duque de Milán, también interesante, y una de Venecia, no demasiado precisa en el terreno económico. El emperador Segismundo exigió primero la permanencia en Basilea, luego ofreció Buda, aunque la oferta económica no era plenamente satisfactoria; por razones económicas se rechazó la oferta del duque de Austria. Estos contactos retrasaron la toma de decisiones por parte del Concilio, causando la natural inquietud en las autoridades griegas y en los propios embajadores conciliares en Constantinopla, a medida que transcurrían los meses de 1436 sin noticias. A finales de ese año, una embajada griega protestaba oficialmente en Basilea por el retraso que estaba sufriendo el proceso de unión, y por la propia actitud del Concilio, que ellos veían contraria a los acuerdos iniciales y a la figura de Eugenio IV.
contexto
En 1937, Hitler soltó ante algunos de sus generales más importes estas significativas palabras: "Me consideraría muy feliz si pudiese cambiar el mulo italiano por un pura sangre ingles". Tras la conferencia de Munich -30 de septiembre de 1938-, que determinó la suerte de Checoslovaquia como nación dependiente del nazismo, los gobiernos de Londres y París se convencieron por fin de que no debería existir una anexión territorial más sin mediar una formal declaración de guerra. Cuando el 25 de agosto de 1939 la URSS y Alemania firmaban en Moscú su colaboración para liquidar Polonia en pocas semanas, una incógnita flotaba en el aire:¿qué actitud adoptarían Francia y Gran Bretaña?. Esta última nación sólo tardó dos días en garantizar por escrito la libertad del pueblo polaco mediante un acuerdo defensivo. El 20 de mayo de 1940, Hitler confesó al general Jodl, jefe de la Sección de Operaciones del Mando Supremo de las Fuerzas Armadas: "Inglaterra obtendrá la paz cuando quiera". Ocho días después, cuando una masa importante de tropas aliadas -210.000 británicos y hasta 120.000 franceses- era embarcada en Dunkerque, gracias a la puesta en marcha de la Operación Dinamo, el autócrata nazi demostró palpablemente que seguía manteniendo la idea de una negociación con Londres.
Personaje
Científico
Político
De familia burguesa acaudalada, católica y conservadora, estudió medicina y se doctoró en Alemania (Kiel-Leipzig, agosto 1912), a los 20 años. De talante reservado y complejo ha sido con frecuencia mal interpretado e, incluso, calumniado. En 1922 obtuvo por oposición la cátedra de Fisiología (Madrid). Desde estos años hasta la República desarrolló una gran labor científica. Figuró como diputado en las tres cortes de la República (Las Palmas, 1931; Madrid, 1933; Las Palmas, 1936). Se esforzó por impedir la Guerra Civil, pero no salió como otros científicos e intelectuales. Fue ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero y jefe de Gobierno cuando éste dimitió, tras la crisis de mayo de 1937. Fuera de España, residió en París hasta el armisticio franco-alemán (junio de 1940). Viajó a México en 1945 y sus discrepancias con Prieto y Martínez Barrio le llevaron a presentar la dimisión. Volvió a Londres y a París y cesó en su actividad política. Nunca quiso que en su lápida figurara su nombre.