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El desembarco francés se realizó, sin apenas resistencia, en las proximidades de los tres principales puertos: Alejandría, Damietta y Rosetta. Las tropas se extendieron con rapidez por la costa. Sólo dos días después, Alejandría caía en su poder sin lucha. Napoleón, consciente del peligro de que apareciera en cualquier momento la escuadra de Nelson, pretendía una ocupación rápida del país, que le otorgara una base territorial y de suministros. El ejército se dividió en dos cuerpos; uno, al mando de Kléber, se encargaría de ocupar el Delta y de brindar protección a la escuadra, fondeada en Abukir. El grueso de las fuerzas, al mando directo de Bonaparte, avanzaría en dirección a El Cairo. La marcha, estorbada por el calor y las escaramuzas con los pequeños contingentes mamelucos que les flaqueaban, fue dura, y los franceses sufrieron numerosas bajas en su avance hacia el interior. Lejos de las fronteras patrias, en cuya defensa llevaban años combatiendo, los soldados republicanos no entendían su presencia en el remoto Oriente africano, ni la misión civilizadora que se disponían a acometer los sabios que les acompañaban. Pero su progresión era firme y los beyes mamelucos decidieron enfrentarse abiertamente al invasor antes de que llegara a la capital. El 21 de julio, a la vista de las Pirámides, las tropas de Napoleón fueron atacadas por la caballería ligera mameluca, al mando de Murad Bey. Fue una batalla entre un ejército medieval -que se enfrentaba por primera vez a una guerra moderna- y los veteranos que llevaban años imponiendo sus tácticas y su disciplina en los escenarios europeos. Los franceses formaron en cuadros y desataron un nutrido fuego de cañón y de fusilería que segó las oleadas de jinetes, armados con lanzas y espadas. Tras la victoria, Bonaparte arengó a sus tropas, pronunciando la famosa frase: "Soldados, desde lo alto de estas Pirámides, cuarenta siglos de Historia os contemplan". El día 25 de julio entró triunfalmente en El Cairo. En los días siguientes, los generales de la República completaron la conquista del país. Manou tomó el puerto de Rosetta y Desaix persiguió a las derrotadas tropas de Murad Bey, obligándolas a refugiarse en el Alto Egipto, desde donde seguirían constituyendo una amenaza. Por su parte, Kléber concluyó rápidamente la ocupación del Delta. En un mes, Napoleón se había adueñado de Egipto. Los franceses se aplicaron a desarrollar el modelo de protectorado que tan buenos resultados les daba en Italia y los países renanos. Al entrar en Alejandría, Napoleón había lanzado una proclama al pueblo, mostrándose respetuoso con el Islam y animándole a sacudirse la tutela de turcos y mamelucos y a aceptar la modernización que traían los franceses en la punta de sus bayonetas. Instalado en su lujoso palacio, el general corso realizaba prácticas de estadista. Se esforzaba por convencer a los egipcios de que el final del odiado régimen de los mamelucos les abría las puertas del autogobierno y de la modernización, bajo el patrocinio de Francia. Las tropas fueron aleccionadas para que no entraran en las mezquitas y el pillaje fue duramente castigado. Los sabios franceses crearon el Instituto de Egipto, con el propósito de procurar "el progreso y la propagación de las Luces" y el estudio de "los fundamentos naturales, económicos e históricos" del país. Se introdujo el sistema métrico decimal y una reforma monetaria inspirada en el modelo francés. El primer periódico local en lengua árabe, El Correo de Egipto, fue fundado para transmitir la buena nueva revolucionaria... Pero la población contemplaba a los extranjeros como infieles que venían a destruir sus tradiciones religiosas y sociales. En torno a ellos se produjo el vacío social, que se iría trasformando en franca hostilidad. El contingente expedicionario dejó de ser el ejército de liberación que pretendía para convertirse en la fuerza de ocupación de un país conquistado y hostil. También la elite mameluca, lejos de agradecer el fin del dominio turco, dio la espalda a los invasores, si bien algunos guerreros se alistaron como mercenarios en el ejército francés, y más tarde conformarían un exótico cuerpo de la Guardia Imperial napoleónica.
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El reino de Nápoles trató durante algunos años de establecer su hegemonía sobre el resto de la península. Roberto el Prudente de Anjou (1309-1343), basándose en el apoyo militar y político de Francia y en la alianza con la Santa Sede, aspiró a erigirse en árbitro de la escena política italiana. Jefe del güelfismo peninsular, su figura fue exaltada por Boccaccio y Petrarca. Su capital, Nápoles, se convirtió en un importante foco cultural, que atrajo a los principales artistas de la época, como Giotto y Simone Martini. Pero, pese al aparente florecimiento del estado napolitano, el reino contaba con numerosos problemas de carácter interno, entre los que sobresalían la anarquía feudal y el monopolio de la actividad comercial y financiera por parte de los extranjeros. Estos se beneficiaban de los privilegios concedidos por el rey sin aportar capitales a la economía nacional. Roberto de Anjou intentó sin éxito hacer partícipes e integrar a los barones en el aparato monárquico a través de la concesión de diversas prerrogativas reales, al no poder contar en las tareas de gobierno con el apoyo de los grupos urbanos, escasos y poco vertebrados. El rey no sólo tuvo que hacer frente a los asuntos internos, ya que a la vez se vio obligado a defender el patrimonio angevino en el exterior. Desde mediados del siglo XIV, las posesiones piamontesas de los Anjou se encontraban amenazadas por la presión ejercida por los Visconti, señores de Milán, y por los marqueses de Monferrato. Por otra parte, en 1342 estalló una revuelta en Provenza, que demostraba la precariedad del dominio angevino sobre la región. Por lo que respecta a la herencia de las empresas de Carlos de Anjou en Oriente, ésta se había convertido en una serie de títulos vacíos de contenido político, como el de rey de Jerusalén. Ante todo lo expuesto -dificultades internas y externas-, resulta fácil comprender por que el proyecto hegemónico napolitano se vino materialmente abajo, sobre todo si tenemos en cuenta las sucesivas bancarrotas sufridas por la banca florentina, principal sostén económico de Roberto de Anjou como jefe del partido güelfo en Italia. La crisis del reino angevino se hizo patente tras la muerte de Roberto en 1343 y el acceso al trono de su nieta Juana I. Comenzó una etapa presidida por las luchas por el poder entre tres ramas de los Anjou: los príncipes de Durazzo, los príncipes de Tarento y los reyes de Hungría. Roberto, antes de su muerte, había pactado el matrimonio entre Juana y Andrés, hermano del rey de Hungría Luis de Anjou, con el fin de asegurar la sucesión dentro de la casa francesa. Pero en 1345 Andrés fue asesinado en Aversa con la complicidad de su mujer. Luis I de Hungría decidió entonces intervenir en la cuestión napolitana, marchando hacia el sur de Italia con la intención de vengar a su hermano y tomar la corona para sí. Una vez establecido en Nápoles, de donde había huido Juana, Luis se encontró con la hostilidad creciente de los barones locales. Atosigado por el descontento popular y por la irrupción de la peste negra en la región, decidió olvidar sus pretensiones, no sin antes realizar una nueva campaña militar en 1350. Las partes implicadas abandonaron las armas ante la mediación en el conflicto del papa Clemente VI (1342-1352). Juana I volvió a tomar las riendas del gobierno, junto a su nuevo marido Luis de Tarento y al financiero florentino Nicolás Acciaiuoli, consejero real. El reino de Nápoles, recuperado de la crisis interna, trató de recuperar Sicilia sin éxito alguno, debido a los problemas internos que seguían asolando al país. La isla, perdida tras las Vísperas Sicilianas (1282), se encontraba en manos de una rama colateral de la casa real aragonesa, inaugurada por Fadrique (1296-1337), hermano de Jaime II de Aragón (1291-1327). La reina, que no contaba con ningún hijo, designó como sucesor al príncipe Carlos de Durazzo, heredero de la corona húngara. No obstante, ante la presión del Papado, del rey de Francia y de parte de la nobleza, Juana cambió de parecer y sustituyó a Carlos por Luis de Anjou, hermano del monarca francés. Tras varios años de guerras y luchas intestinas, en las que pereció la propia reina (1382), Ladislao, hijo de Carlos de Durazzo, accedió al trono gracias al acuerdo de ambas partes. Sin embargo, en el seno de la nobleza napolitana más tradicional siguió existiendo un fuerte partido filoangevino, que se opuso en todo momento a la política del nuevo monarca. Ladislao trató de aprovecharse de la situación creada por el Cisma para ensanchar las fronteras napolitanas a costa de los Estados Pontificios. Ante la respuesta ineficaz del dividido pontificado, Florencia y Luis II de Anjou reaccionaron declarando la guerra a Nápoles e iniciando un conflicto en el que cobrarían gran protagonismo las ambiciones políticas de los capitanes de ventura Alberico de Barbiano, Muzio Attendolo Sforza (1369-1424) y Braccio da Montone. El rey murió en 1414, dejando el trono a su hermana Juana II, quien inauguró una nueva etapa de crisis de autoridad en el reino, marcada por los titubeos políticos de la reina.
lugar
Ciudad italiana, capital de la región de Campania y de la provincia de Nápoles. Cuenta con una población de casi un millón de habitantes. Situada entre dos áreas volcánicas: el Vesubio y los Campos Flegreos; Nápoles es una ciudad de gran riqueza cultural, por lo que fue declarado su centro histórico Patrimonio de la Humanidad en 1995 Del bastísimo abanico de edificios que componen Nápoles, los que más destacan son sus castillos y palacios, los cuales le otorgan gran parte de su fama. En la década de los 80, Nápoles sufrió un enorme cambio, debido a las transformaciones de la ciudad por el terremoto sufrido a principios de ese período. Además, en 1995 la ciudad emprendió una política de reestructuración que ha cambiado su perfil por completo, tras ser sede de la cumbre de los siete países más ricos del mundo.
contexto
Cabe recordar, en el sentido antes mencionado, que Carlos III, que tan celosamente cuidó la difusión selectiva de los descubrimientos arqueológicos realizados en su reino de Nápoles, fue el único monarca al que se le dedicaron dos diferentes ediciones de "Los Diez Libros de Arquitectura" de Vitruvio, una preparada por B. Galiani, publicada en Nápoles en 1758 y la segunda realizada por José Ortiz y Sanz, publicada en Madrid en 1787. Pero es que incluso Winckelmann no podía olvidar el prestigio del texto romano, entendido casi como garante simbólico del secreto de la arquitectura clásica.El tratado de Vitruvio y los comentarios e ilustraciones que habían incluido sus sucesivos editores desde el siglo XVI se había convertido en una suerte de esqueleto doctrinal de la tradición arquitectónica clasicista moderna hasta el punto de que Winckelmann lo usó en algunos de sus escritos, de tanta influencia posterior, con el ánimo de confirmar la ejemplaridad estética y moral de la Antigüedad y defender su "noble sencillez" y "serena grandeza". Simplicidad y serenidad que, por otro lado, acentuaban el carácter modélico y sublime, incluso la gracia, de las obras de la Antigüedad, entendidas como ejemplos de la belleza ideal, y que en su exaltación le llevaba a criticar las prácticas, habituales en las colecciones del Vaticano, de ocultar lo que no debía ser expuesto, tapándolo con "latta" y un hilo, elogiando sin embargo la actitud de su amigo y mecenas, el cardenal Albani, que no quería, en su villa de la Vía Salaria, construida, en 1756-1763, por Carlo Marchionni (1702-1786), que sus estatuas clásicas estuviesen "senza coglioni". Ese afán por desvelar lo oculto le llevó a defender la difusión pública de todo lo encontrado, como haría con sus "Monumenti antichi inediti" (1767), iniciando así una nueva concepción de la arqueología moderna frente a la erudición acrítica y elitista de los anticuarios, criticando así, implícitamente, el ocultismo tradicionalmente practicado por reyes y papas, nobles y prelados y por coleccionistas privados, que muy excepcionalmente concedían permisos para dibujar y difundir sus antigüedades. De Piranesi, por ejemplo, decían sus contemporáneos que corrió innumerables riesgos cuando tenía que dibujar clandestinamente las ruinas y fragmentos que las decenas de excavaciones arqueológicas privadas estaban sacando a la luz. Una actitud que hizo penosamente célebre a Carlos III en relación a las antigüedades de Herculano y Pompeya, cuidando celosamente que la propiedad de esas imágenes fueran un privilegio real, de ahí que creara la Academia Herculanense para controlar la reproducción de lo encontrado en sus dominios y cuya obra fundamental fueron "Le Antichitá di Ercolano esposte", publicadas lujosamente en Nápoles, en ocho volúmenes, aparecidos entre 1757 y 1792. Obra que sólo el rey tenía la capacidad de regalar, pero que en cuanto comenzó a ser conocida fue rápidamente copiada y difundida, en distintos formatos, por toda Europa.Existe una opinión historiográfica, casi un tópico, que ha convertido el descubrimiento arqueológico de las ciudades de Herculano y Pompeya y de las ruinas próximas de Paestum en argumento decisivo en la difusión del gusto neoclásico y la pasión por la Antigüedad. Y, sin duda, robar de la tierra trágicamente acumulada por el Vesubio la memoria intacta del pasado, permitiendo contemplar algo sólo conocido por descripciones como la pintura antigua, conmocionó a la cultura europea. Iniciadas las excavaciones en 1738, las imágenes que progresivamente se iban conociendo iban a ser insistentemente usadas y citadas por pintores y decoradores durante los decenios siguientes. Incluso hubo artistas que falsificaron pinturas haciéndolas pasar por verdaderamente antiguas, unas veces con un claro sentido irónico, otras con un evidente afán especulativo y comercial. Los primeros solían poner en evidencia la fragilidad de la mirada de los especialistas, como le ocurriera a Winckelmann con su amigo Mengs, que le enseñó un fresco antiguo, pintado por él mismo entre 1759-1760, en el que aparecían Júpiter y Ganímedes (conservado en Roma, Galería Corsini), y del que el erudito llegó a escribir: "El amante de Júpiter es ciertamente una de las figuras más extraordinariamente hermosas que nos hayan sido legadas por la Antigüedad, y yo no sabría encontrar nada comparable a su rostro; de él emana tanta voluptuosidad que toda su alma parece volcarse en aquel beso".Por otro lado, el segundo tipo de falsificadores mencionado, introducían en el floreciente mercado artístico y anticuario italiano imágenes inusuales que podían acompañar con suficiencia el saqueo constante de fragmentos arqueológicos o las vistas de ciudades. Un turista del Grand Tour podía, de este modo, regresar de su viaje iniciático con reliquias laicas o con simulaciones urbanas, incluso con paisajes de ruinas, realizados con una clara intención documental, casi como un certificado de la autenticidad del viaje.Los descubrimientos de Nápoles dieron lugar a una literatura muy variada, desde las narraciones emocionadas a las que no dudaban en plantear una profunda decepción. Posiblemente las arquitecturas pintadas en las paredes de las casas fueran las que mayor desencanto produjeron, incluso Horacio Walpole, un inglés que llegaría a apasionarse por el gótico hasta el extremo de construirse una villa en ese estilo, Strawberry Hill, en Middlesex (1750-1783), sólo llegó a apreciar en ellas su ligereza y su aspecto sustancialmente "indio". Por otra parte, la seducción que ejercieron los descubrimientos arqueológicos de Herculano y Pompeya dio lugar a que en muchos lugares de Italia y Europa se iniciaran excavaciones con el ánimo de ilustrar un pasado antiguo que legitimase con un principio de autoridad entonces incuestionable en la historia de pueblos y ciudades. De hecho, en Granada se llegaron a falsificar yacimientos arqueológicos, convirtiendo la legendaria y simbólica ciudad española en un depósito de todas las antigüedades conocidas, desde las bíblicas a las islámicas, de las fenicias a las cristianas. Es más, Granada pudo ser, durante los años centrales del siglo XVIII, no sólo una nueva Herculano, sino una nueva Roma, una nueva Babilonia y una nueva Jerusalén. Carlos III, rey de España desde 1759, presenció también esa simulación de la historia.Volviendo atrás unos pocos años, es cierto que Carlos de Borbón quiso hacer de Nápoles un reino en el que la magnificencia de la monarquía constituyese un atributo fundamental, construyéndola especialmente con las colecciones artísticas y con la construcción de edificios que dejasen memoria de una dinastía heredera de los Farnesio y de los Borbones, de ahí que la corte tuviera un especial interés en convertir sus dominios en un foco de atracción europeo en el que los descubrimientos arqueológicos cumplieran una función decisiva. Y es precisamente en torno a la década de los años cincuenta del siglo XVIII cuando Nápoles aparece como un lugar de destino inevitable de viajeros, artistas y arquitectos europeos. Herculano, Paestum, el Palacio Real que Luigi Vanvitelli (1700-1773) comienza a levantar en Caserta para Carlos III y, posteriormente, Lady Hamilton, no parecen motivos menores para llegar hasta el sur de Italia.En torno a 1750 se producen dos significativos acontecimientos en la cultura arquitectónica napolitana que pueden entenderse casi como una metáfora de las tensiones y debates de la segunda mitad del siglo XVIII en relación a la idea y usos de lo clásico. Por un lado, el descubrimiento de las ruinas de Paestum y con ellas un tipo de orden dórico diferente a los conocidos y codificados desde el siglo XVI, un orden no descrito por Vitruvio y que no tardaría en ser utilizado en un sentido anticlásico por arquitectos y artistas. Por otro lado, Carlos III encarga en 1751 un Palacio Real para Caserta al más importante de los arquitectos italianos del momento, Luigi Vanvitelli. Un palacio que en su lenguaje clasicista y rigorista no puede abandonar la memoria de los modelos del Barroco. Un palacio que presenta un orden compositivo académico, atento a la tradición, y que pretendía ser, sobre todo, imagen de la magnificencia de un rey. No puede olvidarse que antes de que fueran difundidas a través de estampas grabadas las antigüedades de Paestum o Herculano, Carlos III quiso que fueran editadas las que representaban el proyecto de Vanvitelli, con una clara intención propagandística de la grandeza de su corte y de su poder. De este modo fue publicada, en 1756, la magnífica "Dichiarazione dei disegni del Reale Palazzo di Caserta".Sin embargo, la fortuna del palacio de Caserta, con ser grande, puede ser entendida como un modelo de orden cuya supervivencia no tardaría en ser cuestionada, tanto en términos políticos como artísticos, mientras que las insólitas proporciones de un orden, la figura de un soporte, como el encontrado en las ruinas de Paestum pareció condensar todas las aspiraciones de renovación estética y política de la Ilustración europea. La austeridad del orden, su remota antigüedad, su simplicidad, su heroica monumentalidad favorecían una lectura simbólica e histórica de una mítica Edad de Oro originaria, no corrompida. El orden dórico griego de Paestum, sin basa, aparecía como el testimonio de un tiempo en el que la Naturaleza se convirtió en Historia, en Arte. Un orden que acabaría siendo emblema arquetípico del origen de la arquitectura, próximo a la Naturaleza, y figura heráldica de la Revolución Francesa.El arcaísmo del orden, su pureza geométrica, estimularon, sin duda, todo un proceso de abstracción clasicista, no siempre neoclásica y sí, con frecuencia racionalista, como si la metáfora hubiese cedido definitivamente ante la geometría, las palabras a las cosas. Este lugar mítico, Paestum, también desconcertó en términos sublimes a otros muchos artistas y arquitectos. Incluso el propio Piranesi, tan crítico con los significados que muchos de sus contemporáneos le atribuían, acabaría, al final de su vida, emocionándose ante los restos de ese extraño orden dórico y queriendo dibujarlos a escala natural, como si con ese descomunal gesto gráfico pudiera atrapar toda su grandeza.En 1750, Paestum recibió la visita de unos ilustres viajeros franceses que habían acompañado al marqués de Marigny, hermano de la todopoderosa Madame de Pompadour y futuro Intendente de Edificios de Francia, en un viaje de formación por Italia. Marigny no se acercó a Paestum, pero sí lo hicieron sus compañeros de viaje N. Cochin y Jacques-Germain Soufflot (1713-1780), sin duda el más importante arquitecto francés de la segunda mitad del siglo XVIII, antes de la Revolución. A estos últimos se unieron en Roma para hacer el viaje a Nápoles G. Dumont, arquitecto pensionado en Roma y viejo amigo de Soufflot, y el abad Leblanc. Fue en ese contexto cuando el conde Felipe Gazzola, uno de los más fieles colaboradores de Carlos III, tanto en Nápoles como, posteriormente, en España, les hizo partícipes del secreto que guardaba Paestum. No sólo les permitió dibujar las ruinas, sino que parece que también puso a su disposición una serie de dibujos realizados previamente por algunos arquitectos entre los que se encontraban Mario Gioffredo (17181785) y Francisco Sabatini (1721-1797); el primero había realizado una especie de simbólico y monumental contraproyecto, de evidentes resonancias salomónicas, para el Palacio Real de Caserta, frente al de Vanvitelli, y el segundo, yerno y discípulo de este último, acabaría siendo el arquitecto de Carlos III en España. Sea como fuere, lo cierto es que, a pesar de las intenciones de Gazzola de editar un libro con los edificios de Paestum, cosa que no ocurriría, por obra de P. Paoli, hasta 1784, veinte años antes aparecía en París la "Suite de plans... des trois temples... de Paestum", publicada por Dumont-Soufflot, que constituiría el origen de toda una serie de publicaciones sobre el orden dórico griego y el inicio de su espectacular fortuna hasta bien entrado el siglo XIX. El dórico griego de Paestum, sin basa y de proporciones poco esbeltas, rudo y simple, no siempre fue considerado un orden originario, anterior a los griegos conocidos o descritos por Vitruvio, una ilustración perfecta de la petrificación de las primitivas columnas de madera de la cabaña primitiva. Hubo quien siguió insistiendo, como Piranesi, en la primacía cronológica del orden toscano o etrusco, es decir italiano, y también se formuló alguna opinión que lo hacía posterior a la invención de los órdenes griegos, casi como si de una particular elección de gusto se tratara. Para otros, este orden ponía en evidencia que el sistema clásico era arbitrario y Vitruvio poco fiable en sus descripciones y reglas. Un orden, por tanto, que surgía como una agresión a la tradición de los tratados, a las normas difundidas en las academias y que permitía pensar en términos ideales un tiempo originario y una arquitectura a la vez primitiva y universal. Un orden, por último, que podía ser usado para criticar el valor ornamental, arbitrario y corrompido del pasado, del barroco, del rococó.El dórico griego sin basa de Paestum se vio acompañado, además, por las primeras imágenes de órdenes semejantes de Atenas, básicamente a través de las obras de Stuart y Revett y de la anterior de Julien-David Leroy que, aunque llegó a Grecia después, publicó varios años antes el resultado de su viaje en "Les ruines des plus beaux monuments de la Gréce", París, 1758. Leroy, profesor en la Academia Francesa desde 1774, se convirtió en un eslabón perfecto entre la tradición académica de Blondel y las nuevas orientaciones de la arquitectura, de Boullée a Durand, iniciando una crítica radical al sistema de los órdenes tal como lo había codificado la cultura italiana del Renacimiento sobre todo a través de los tratados de Serlio y Vignola. La crítica antiitaliana contenida en su texto no dejó indiferente a Piranesi que llegaría a encarcelar en una de sus célebres Carceri una columna de orden dórico griego. Sin embargo, la fortuna de ese orden en la cultura artística y arquitectónica europea sería enorme. De este modo, esas columnas, aisladas o componiendo templos en un jardín, en forma de arquitecturas pintadas, como columnas honorarias, conmemorativas o heroicas, geométricamente abstractas, parlantes y simbólicas en la puerta de una prisión o un cementerio, en soportales o edificios de habitación, en las arquitecturas efímeras de una fiesta revolucionaria o un arco triunfal, incluso en ámbitos religiosos como hiciera Petit Radel que en 1784 revistió de dórico griego los soportes griegos de la iglesia de St. Médard de París, esas columnas -como decía- dieron lugar a una suerte de dialecto neodórico del clasicismo que se habló en toda Europa desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta bien entrado el siguiente. Es cierto, sin embargo, que el carácter ideológico, crítico y revolucionario del comienzo, fue sustituido, al final, por una consideración modal, estilística y desideologizada del orden dórico griego sin basa.
acepcion
Orden sufita que tuvo gran influencia entre los siglos XVIII y XIX, gracias a la reforma que protagonizó reafirmando el islamismo en Asia.
lugar
Se trata de la actual Nara, ciudad que se convirtió en el año 710 en la primera capital japonesa permanente. Situada al sur de Japón, fue construida a imagen y semejanza de la capital China. Con la construcción de la nueva capital, los grandes monasterios budistas pasaron a levantarse en ella, adquiriendo pronto una influencia política muy fuerte, cuya misión era la de proteger la posición del emperador y del gobierno. Sin embargo, la centralidad de la ciudad duró muy poco, ya que a finales del siglo VIII se trasladó primero a Nagaoka y, posteriormente, a Heian (Kyoto), en el 794, donde permaneció por más de mil años. El paso de la ciudad a un segundo plano trajo consigo un periodo de decadencia, lo que contribuyó a que escapara de los efectos destructivos que sufrieron otros puntos de Japón durante las largas guerras civiles que han asolado Japón durante los siglos. El resultado ha sido que tanto Nara como los monasterios que se localizan dentro de los límites de la ciudad conserven algunos de los mejores ejemplos de arte y arquitectura japonesa que se pueden apreciar en la actualidad. Las obras de la nueva capital se iniciaron en el 710 y una década después, la elegante ciudad cuadriculada de estilo chino ya empezaba a tomar forma. De 4,5 km x 4 km. de extensión, quedó dividida en nueve manzanas o jo, que corrían de norte a sur y otras ocho, llamadas bo, de este a oeste; a su vez, cada manzana quedó subdividida para dar cabida a las viviendas de nobles y comuneros. En general, los lugares de interés se dividen en dos zonas, aquellos que están dentro y cerca del parque de Nara y, en segundo lugar, el distrito suroeste, donde se localizan los templos más importantes, como el santuario Kasuga, el templo de Kofukuji, el de Horyuji, el de Yakushi o el templo Todai-ji. Dentro del Prefecto encontramos otras edificaciones destacadas, como el convento Chuguji o el monasterio Toshodaiji.
Personaje
Político
Tras el asesinato de Manishutusu, accedía al trono acadio su hijo Naram-Sim. En estos primeros momentos de reinado tuvo que enfrentarse con una potente coalición formada por más de veinte reyes, obteniendo Naram-Sim un contundente triunfo según nos cuentan los relatos. Desde este momento el rey acadio impondrá una contundente política de expansión territorial que le conducirá a realizar un amplio número de campañas durante los treinta y siete años que duró su reinado. Siria fue conquistada, al igual que la región de Alepo, la costa mediterránea cercana a Tiro, Susa o el Asia Menor. Pero los lullubi ni los guti fueron pacificados y estos últimos invadieron desde las montañas hasta el Golfo Pérsico, destruyendo todo lo que encontraban a su paso. Naram-Sim mantuvo la integridad territorial de su imperio pero las devastadoras razias de los guti agotaron los recursos del territorio. Estos hechos y su severidad empañan en parte el nombre del más importante sucesor de Sargón en el Imperio Acadio que se debilitaba a pasos agigantados. Sharkalisharri será su sucesor.