Capilla o tabernáculo de piedra componente del templo egipcio, en donde se colocaba la estatua del dios. También existían naos portátiles de madera, para exhibir dichas estatuas.
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lugar
Capital del reino de Kush hasta que esta función la asumió Meroe (h. 300 a.C.), se encontraba en el actual Sudán, cerca de la Cuarta Catarata del Nilo, en la Alta Nubia. Napata fue el centro principal del reino de Kush, que alcanzó su esplendor entre los siglos IX y III a.C., consiguiendo imponer una dinastía propia en Egipto, la XXV, que duraría entre 713 y 664 a.C. El rey kushita Alpelta (h. 600-580 a.C.), de la IX dinastía, se hizo llamar Meri-ka-re, e inició una última tentativa para conquistar Egipto. Su derrota provocó que el ejercito egipcio, constituido en gran parte por mercenarios griegos, marchara sobre Napata, asolando la ciudad y los templos. Después de esto, la residencia real cambió y se desplazó a Meroe, más lejos de Egipto en dirección S. En Napata fueron levantados muchos y majestuosos templos, al estilo de los de Tebas, especialmente durante el reinado de Taharqa. Napata albergó unos 13 templos, 3 palacios y muchas pirámides reales, de los que desafortunadamente apenas queda nada.
obra
El escritor William Milligan Sloan había escrito una biografía de Napoleón que sería publicada en los Estados Unidos por la revista "The Century". El marchante Boussod y Valadon organizó un concurso de carteles para la publicidad de la edición, presentándose 21 trabajos. El cartel vencedor recibiría más de 50.000 francos como premio, obteniendo la victoria Lucien Métivet, también alumno de Ferdinand Cormon como Lautrec. Según las fuentes, Toulouse-Lautrec quedaría el tercero llevándose un premio de 500 francos aunque otros apuntan a que fue Henri Dupray el premiado. Napoleón aparece en la escena ocupando el espacio central, acompañado de un mameluco y un mariscal, envueltos en una atmósfera brumosa que posiblemente evocaría el éxito del emperador. Se piensa que el mayor detallismo en esta composición se debería al deseo del pintor de agradar al presidente del jurado, el académico Gérôme. El propio Lautrec decidió publicar por su cuenta 100 ejemplares de la litografía.
contexto
Durante un momento de la batalla, "un oficial de artillería se dirigió al Duque, comunicándole que tenía a Napoleón en el punto de mira y estaba preparado para disparar. Wellington respondió, "¡No! ¡No! No lo permitiré. No es propio de comandantes dispararse unos a otros". Otro relato del incidente es más específico: "Señor, ahí tenemos a Bonaparte, creo que puedo alcanzarle, ¿puedo disparar?" "No, no, los generales que dirigen ejércitos tienen mejores cosas que hacer que dispararse unos a otros". Cualquiera que fuese la ventaja militar conseguida en ese momento con la muerte de Napoleón, la decisión de Wellington fue políticamente correcta. Para destruir el mito y detener reacciones, Napoleón debía ser derrotado en el campo de batalla. Muerto de manera poco "caballerosa" -dejando aparte que Wellington diera o no personalmente la orden- hubiese levantado la perdurable idea de que pudo ganar la batalla y el mito de la omnipotencia napoleónica hubiera seguido en pie. La actividad personal de Napoleón y Wellington no pudo ser más dispar durante la batalla. Wellington tenía 46 años, Napoleón, 45, pero el primero actuó con la energía de un hombre de veinte, mientras que Napoleón con la pasividad propia de un hombre de sesenta. El esfuerzo de Wellington fue titánico, estuvo presente en los momentos y lugares más críticos de la batalla, como prueba el elevado número de muertos que hubo entre los que se encontraban cerca de él durante la lucha. No es de extrañar que el Duque achacara su supervivencia a que "la mano de la Providencia lo protegió". Aunque Wellington no participó directamente en la lucha de Hougoumont ni en los combates desarrollados al este del campo de batalla, continuamente cabalgó desde Hougoumont a La Haie Sainte, apoyando los cuadrados defensivos, reuniendo hombres, dando órdenes a los comandantes y dirigiendo el fuego de las baterías. Napoleón, en cambio, cedió el control de las operaciones a Ney, en parte para poder entendérselas con la amenaza prusiana, pero permaneciendo demasiado tiempo en un mismo lugar, y actuando según informaciones de segunda mano en lugar de obtenerlas él mismo cabalgando por los distintos lugares del campo de batalla. Más tarde se lamentaba de que las cargas de caballería de Ney nunca estuvieron autorizadas, pero tampoco hizo nada por impedirlas aunque se produjeron justo delante de él. De hecho resulta inconcebible que Ney ordenase las cargas de la caballería de Kellermann o la infantería de Milhaud sin el consentimiento de Napoleón. Esa delegación de liderazgo en primera línea significa, a juicio de un historiador que parece hablar por muchos otros, "que el mismo Bonaparte tenía un escaso, lento y obcecado control de su ejército". Ney tomó La Haie Sainte alrededor de las 6:30 de la tarde creando una nueva situación desesperada para Wellington, pero Napoleón la desaprovechó al denegar el envió de refuerzos solicitado por su mariscal, que veía la posibilidad de romper la línea anglo-aliada situada detrás de la granja. Con el centro de Wellington vapuleado por los disparos de una batería francesa que Ney había situado a tan sólo trescientos metros de los británicos, parecía posible abrir la primera fisura en el campo aliado. Pero Napoleón desautorizó el envío de la Guardia Imperial, respondiendo al mensajero de Ney: "¿¡Más tropas!? ¿De dónde espera que saque más tropas? ¿Quiere que las fabrique?". Un general, tras el comienzo de la batalla, sólo tiene una misión: decidir cuando y donde emplear sus fuerzas de reserva y Napoleón perdió la capacidad de tomarla. Para el Emperador, rechazar a los prusianos procedentes del Este se había convertido en preocupación prioritaria, con lo que dejó pasar una gran oportunidad y, quizás, la victoria. "En la guerra solo existe un momento favorable y el genio del comandante consiste en atraparlo", había dicho y él perdió la suya en Waterloo.
obra
Primer retrato pintado por Ingres en el que se alude a la propaganda política. Tras el cortinaje verde, una ventana abierta permite ver la catedral de San Lamberto y la ciudadela de Santa Walburga de Lieja. En primer plano podemos contemplar un Decreto que acaba de firmar el protagonista por el que se destinan ayudas económicas para la reconstrucción del suburbio de Amercour, bombardeado por las tropas austriacas. De esta manera, se querían demostrar los beneficios que brindaba el Primer Cónsul a las ciudades flamencas ante el ataque austriaco. Napoleón viste uniforme de terciopelo rojo y oculta su mano izquierda en el pecho. Tras él observamos un sillón y, a su lado, la mesa cubierta con una pesada tela oscura, sobre la que se sitúa el documento, iluminado por un potente foco de luz. El color rojo contrasta con las tonalidades oscuras que le rodean, en un interesante estudio cromático. Pero lo que destaca por encima de todo son los detalles del traje y los pliegues de las telas, expuestos con acentuado realismo gracias al dominio absoluto del dibujo por parte del artista. El joven rostro del futuro emperador - Napoleón tenía 35 años cuando se le hizo este retrato - muestra su inteligencia y tesón, compaginando así Ingres el detallismo con la expresión del modelo, característica básica de un buen retrato.
obra
El gran escultor neoclásico Antonio Canova, realizó dos estatuas de Napoleón. Esta que contemplamos corresponde a la que se conserva en Brera, Milán. El emperador aparece representado desnudo, tal y como se hacía en la antigüedad. Se trata de una obra que tuvo un gran éxito y se difundió por toda Europa a través de numerosos grabados.
obra
El patetismo de Rude, comparable al de sus compatriotas Delacroix, Géricault y Barye, se alza como forma de exaltación política de un mundo ya histórico. Su canto a Napoleón está encarnado en esta extraordinaria estatua colocada en un jardín, cerca de Dijon, que simula un túmulo rocoso, la isla-prisión tratada como tumba-paisaje única de un cementerio. Napoleón se reincorpora después del sueño de una muerte perenne, se deshace del lienzo que lo cubría y reconoce su inmortalidad en el mundo. Para esta glorificación vuelve a servirse de una línea diagonal dominante que impulsa los pesados volúmenes y de un inquietante y sutil juego de luces y sombras. Emerge así un gesto de vitalidad latente majestuoso.