En 1656 Velázquez pinta Las Meninas, posiblemente la mejor obra de la Historia del Arte. La escena se desarrolla en la galería del cuarto bajo del príncipe Baltasar Carlos, del Alcázar de Madrid. En el centro del primer plano se sitúa la infanta Margarita María, atendida por dos damas de honor o "meninas": a su derecha María Agustina Sarmiento, quien ofrece a la pequeña un búcaro con agua; a su izquierda Isabel de Velasco, haciendo una reverencia. En el ángulo derecho, en el primer plano de la composición, aparece el perro con el que juega Nicolás Pertusato; tras ellos se sitúa la enana Mari Bárbola. El plano medio está ocupado, en la zona derecha, por doña Marcela de Ulloa, guardamujer de las damas de la reina, y un guardadamas cuyo nombre no ha podido ser identificado. En la zona izquierda contemplamos un gran lienzo ante el que se sitúa Velázquez, con la paleta en la mano izquierda, el pincel en la mano derecha y la cruz de la Orden de Santiago bordada en su pecho. En la pared del fondo podemos apreciar un espejo, en el que se reflejan las imágenes del rey Felipe IV y su segunda esposa, doña Mariana de Austria. La parte superior de la pared está decorada por dos grandes lienzos identificados como de la escuela de Rubens. Tras la puerta abierta se encuentra don José Nieto, aposentador de la reina, descorriendo una cortina.
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Respecto al problema de la composición de los frontones del templo de Zeus en Olimpia hay que subrayar el hecho de que por primera vez la forma triangular parece venir determinada por las características de las figuras, lo que denota maestría y habilidad singulares por parte del autor del proyecto. La composición se basa en la verticalidad tectónica de las figuras que ocupan la sección central, desde la que el movimiento se desplaza hacia los lados, hacia el exterior. Este impulso se ve compensado por otro contrario, del que es fácil percatarse cuando se miran los extremos, dado que las figuras dirigen la vista y actúan hacia el centro. Una muestra más, y de las más conspicuas, del equilibrio buscado por el estilo severo. Los lados cortos de la cella ostentaban una decoración de 12 metopas, 6 en cada frente, que representaban los trabajos de Hércules. También aquí se observa un criterio unitario, pues se narra siempre el final de cada hazaña, de acuerdo con el gusto por la acción acabada propio de la época. La composición expresa el carácter intrínseco de la acción misma, para lo que se utilizan esquemas diversos, según las exigencias de cada tema. Tenemos como ejemplo tres metopas que pueden servir de guía para analizar el resto de la serie. La que representa la captura del Toro de Creta ha sido compuesta en chiasmo, cruzados en aspa los cuerpos de Herakles y del Toro, pues así cobra vigor expresivo el equilibrio de fuerzas y el enorme esfuerzo realizado por Herakles para domeñar a su enemigo. En cambio, en la metopa que encierra el retorno de Atlas con las Manzanas del Jardín de las Hespérides, junto a Herakles, que sostiene la bóveda celeste con la ayuda de Atenea, se ha recurrido a un esquema sencillo y tectónico -tres figuras verticales-, por medio del que resalta la pesada tarea realizada por Herakles. Por último, la metopa del regreso de Herakles con las Aves de Estymphalia, ofrecidas como homenaje a Atenea, está compuesta como un grupo magistralmente cohesionado y da a entender claramente la estrecha vinculación entre el héroe y su protectora. La presencia frecuente de Atenea en las metopas se ha interpretado como deferencia respetuosa del maestro de Olimpia hacia la diosa protectora de Atenas y, por tanto, como indicio de su relación con la ciudad.
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Para las metopas se utilizaron temas distintos en cada uno de los cuatro lados; en el este la Gigantomaquia, en el oeste la Amazonomaquia, en el norte la Iliupersis o destrucción de Troya y en el sur la Centauromaquia. Se conservaban bastante bien en 1674, aun cuando las del lado norte, sobre todo, habían sufrido graves daños causados por fanáticos cristianos; las del lado sur, en cambio, resultaron protegidas por unas casas que se adosaron. En la medida de lo que hoy se sabe, se puede decir que las metopas representan el comienzo de los trabajos escultóricos y, en consecuencia, son la serie menos cohesionada. Ni siquiera dentro de las de un mismo lado hay estricta unicidad; es más, hay metopas vecinas completamente distintas en estilo y composición, como es el caso de las metopas 1 y 2 del lado sur. La famosa metopa 1, atribuida a Fidias, es un relieve soberbio, sobrio y severo, pero la relación con Fidias es inviable, porque el estilo denuncia a un maestro anterior, tal vez Mirón. La metopa 2 es mucho más evolucionada y el relieve más prominente, pero no tiene la calidad de la metopa 1, de ahí que no se pueda atribuir a Fidias, aunque sí a algún escultor joven de su círculo. Tenemos, por tanto, dos generaciones de escultores trabajando codo con codo. A juzgar por la variedad, no parece probable que hubiera un proyecto para las metopas del lado sur, sino que los escultores se atendrían al esquema representado por la lucha de un centauro y un lapita. Por el contrario, en las metopas del lado norte la composición, perfectamente concatenada, ha dado pie para proponer la intervención de Fidias. De hecho, la destrucción de Troya representa en el fondo el triunfo de Afrodita, toda vez que Menelao vuelve a ser seducido por el encanto de Helena. El acontecimiento se sitúa al amanecer, como indican las cuadrigas de Helios o Eos (la Aurora) y Selene, y es contemplado por la asamblea de dioses. La nueva formulación del tema de la Iliupersis había sido creada por Polignoto en la Lesche de Delfos, en la que Helena, bellísima y apesadumbrada, contemplaba el incendio de Troya, mientras los héroes aqueos la contemplaban a ella, admirados de su belleza. Las metopas de los lados este y oeste llevan a conclusiones similares, sobre todo, para probar la manera independiente y anárquica de trabajar los escultores. No está de más insistir, por un lado, en que eran muchos, algunos con enorme prestigio y que conviven tres generaciones; por otro, en que sólo el tema, el formato y la altura del relieve los obligaba. Ahora bien, conforme se desarrolla y avanza la labra de las metopas, los escultores evolucionan hacia un estilo cada vez más afín, que culmina en el friso. Es más, por los rasgos compositivos, estructurales y técnicos, se puede seguir la evolución estilística e incluso saber cómo se organizó el trabajo: las primeras metopas esculpidas fueron las de los lados este y oeste, vinieron luego las del norte y las últimas fueron las del sur. Respecto a la participación de Fidias hay que decir que no pudo dedicarse mucho a ellas, puesto que él y su taller están por esos años trabajando en la Atenea Partenos. La solución, que consiste en atribuirle las metopas más innovadoras y avanzadas, no es convincente, pues pueden ser de sus discípulos, por ejemplo Alcamenes. La fuerza de Fidias se percibe, pero no se puede concretar.
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La búsqueda de minas de oro trajo de cabeza a los conquistadores españoles, que recorrieron por ello el mapa americano de arriba abajo. Paradójicamente no se encontraron hasta tardíamente, avanzada ya la colonización. Lo que sí hallaron fueron algunos placeres auríferos y, sobre todo, minas de plata: las de Sultepec y Zumpango (1530) cerca de la capital mexicana, Taxco y Tlapujahua (1534), Espíritu Santo y otras en Nueva Galicia y Porco (1538). Pero la gran minería no se inició realmente hasta casi mediados del siglo XVI, cuando apareció la plata en Potosí (1545), Zacatecas (1546), Guanajuato (1550), Pachuca (1552), Castrovirreina (1555), Sombrerete (1558), Santa Bárbara (1567), etc. y el oro neogranadino (Antioquia), quiteño (Zaruma y Tomebamba), peruano (Carabaya) y chileno (Confines, Quilacoya, Choapa, Maipo). Las minas estaban, por lo común, en zonas marginales a la colonización, planteando infinitos problemas para su explotación. Las de Zacatecas, Sombrerete, Parral, etc. estaban muy al septentrión de México y en unos territorios áridos, donde no vivían más indios que los bárbaros y seminómadas Chichimecas, que se dedicaban a atacar a quienes penetraban en sus dominios. Para poner en producción aquel norte minero fue preciso organizar un puente terrestre desde México (jalonado de presidios y de misioneros que trataban de evangelizar a los paganos) por el que se trasvasaron mineros, trabajadores, comerciantes, alimentos, vestidos, herramientas y materias primas. En Zacatecas vivían, en 1570, unos 300 españoles y 500 indios traídos del centro de México, rodeados de chichimecas. El caso del Perú no fue mucho mejor. La gran mina del Potosí estaba a 4.700 metros de altura, en pleno páramo andino, donde no había animales, ni casi vegetales. Para explotarla, se pusieron igualmente en marcha otros puentes desde Cuzco, Arica y hasta Córdoba, para llevarlo todo: desde los trabajadores hasta las ganados. Lo increíble es que en la Villa Imperial de Potosí, próxima a la mina, vivieran a comienzos del siglo XVII 160.000 habitantes, de los que la mitad eran indios. En cuanto al oro, apareció generalmente en lugares bajos, en plena selva tropical. En Nueva Granada se hallaron algunas minas auríferas en Buriticá y Remedios, pero lo frecuente fue encontrar el oro de aluvión, arrastrado por las arenas de los ríos. Estos lugares insalubres solían estar habitados por indios insumisos o rebeldes, con los que no pudo contarse para las labores de extracción, recurriéndose por ello a los esclavos. Sus apoyos económicos configuraron también un desarrollo regional y hasta urbano. La minería fue, quizá, la actividad más capitalista de la economía hispanoamericana y generó unos circuitos comerciales de largo alcance que la vincularon con Europa, de donde venía el utillaje de hierro, el azogue, el vino, los vestidos suntuosos, telas finas, etc. También creó unas tipologías señoriales, como los propietarios y arrendadores de minas, los comerciantes de plata (compraban la plata sin acuñar con descuento), los aviadores (que abastecían de mercancía y crédito a los mineros), etc. Pese a todo no fue plenamente capitalista, pues la Corona mantuvo un gran control sobre ella a través de los impuestos, los envíos de azogue y la regulación de la mano de obra obligatoria.
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En la corte alfonsí no se iluminó ninguna obra religiosa de carácter litúrgico, como en las cortes occidentales del momento, en las que los monarcas se procuran ante todo de poseer lujosamente iluminados salterios, en primer lugar, y luego otros textos litúrgicos. En Castilla habrá que esperar a la llegada de los Reyes Católicos para que con la influencia de la pintura y miniatura flamencas penetre este tipo de libros: salterios, breviarios y libros de horas. En las "Cantigas de Santa María", Alfonso X se ocupó de componer un texto poético con unos 400 poemas dedicados a la Virgen que en su mayoría cantan sus milagros. La Virgen es presentada, siguiendo a san Bernardo y a otros teólogos mariológicos, como la nueva Eva, elemento insustituible para la Encarnación de Cristo y activa participante en la vida del Hijo, llegando a existir una "compassio Mariae", o pasión paralela a la de Cristo. Pero en la mayoría de los poemas la Virgen es la Abogada e intercesora de los pecadores que, gracias a la oración, pueden obtener la salvación de su alma, en casos muy variados y pintorescos que nos muestran todo un escenario de la vida en Castilla en él siglo XIII. Pero aquí no tratamos del contenido de los textos (tanto en las cantigas decenales o de loor, que se ocupan de la Encarnación de Cristo y de su vida hasta su pasión, como en las cantigas de milagros) sino de sus miniaturas. Sin duda las "Cantigas" constituyen la obra más importante de la miniatura gótica española, y uno de los capítulos más destacados del arte español. Me refiero a una de sus versiones, el llamado "códice rico", cuya primera parte se conserva en El Escorial (Ms.T.I.l.), y la segunda, inacabada, en Florencia (Biblioteca Nazionale, Ms.B.R.20). El "Códice rico" es un libro excepcional ya desde el propio diseño de las miniaturas preparadas para ser exhibidas, con el libro colocado en un atril, en la capilla palaciega. Las miniaturas ocupan una página de gran tamaño (a veces dos, a modo de díptico) y están divididas en viñetas (generalmente seis a excepción de la primera cantiga, en donde hay ocho viñetas por estar dedicada a invocar a María en sus ocho Gozos) que muestran en diversos episodios el argumento central de cada cantiga. Se han hecho numerosos estudios en los últimos años sobre la relación texto-imagen en este códice olvidándose, quizá, que junto a éste, en donde existe sin duda una relación entre ambos, bien sea directa u oblicua, hay otro Códice de las "Cantigas" (Escorial, Ms.b.I.2.). Sus cuarenta miniaturas, que siguen a la imagen de autor, se corresponden con las cantigas decenales y se acompañan por unas miniaturas que no guardan ninguna relación con el texto sino que evocan la música. Esta acompaña también a los poemas, por medio de la representación de músicos y sus instrumentos, constituyendo estos últimos uno de los capítulos de la enciclopedia del saber alfonsí y uno de los manuscritos europeos más importantes por sus imágenes en la historia de la música medieval. El esplendor artístico del "códice rico" de las "Cantigas" (Escorial TI 1. y Florencia, B.N. B.R.20) se aprecia con toda su magnificencia con el códice abierto en esas páginas en que se complementan las miniaturas de dos folios consecutivos -verso y recto- a modo de un díptico de doce viñetas. Pero para valorar su calidad pictórica y su preciosismo hay que acudir a la visión minuciosa y a la fotografía detallada. La técnica con la que se pintó el "códice rico" es la propia de un miniaturista en el sentido moderno del término. No es la iluminación, tan frecuente en la ilustración parisina e inglesa contemporáneas, en las que hay un derroche de colores planos que llenan el perfil de las figuras y que se aplicaban sobre una espesa capa de preparación sobre el pergamino, siendo muy abundantes los panes de oro y el costoso azul de ultramar. Aquí se pinta sobre el fondo blanco del pergamino y éste colabora en los efectos tonales del conjunto. Las pinturas de nuestro códice no utilizan nunca colores planos sino muy matizados y en los efectos volumétricos de las figuras, con auténticos escorzos tridimensionales, participan directamente los tonos blancos del fondo que los pintores utilizan con plena conciencia. Además, el "códice rico" fue concebido como conjunto, como objeto artístico total, destinado a ser exhibido, abierto y colgado en un atril, en la capilla de palacio o en la biblioteca regia. Tanto en este caso, como en la otra obra primordial alfonsí, el Lapidario, resultante también de un diseño elaborado, el códice no pudo ser obtenido sino tras un proceso de creación y elaboración por parte de un artista plástico -un pintor- con gran sensibilidad visual. En ambos casos existe una interrelación entre el texto y la miniatura, pero sobre todo en el "Lapidario", en donde las ilustraciones aparecen intercaladas con aquel. En el "códice rico" de las "Cantigas" se aprecia más bien una yuxtaposición, pues la organización de las páginas del texto no se intercala en absoluto con las miniaturas. Tanto en un caso como en otro existen testimonios de titubeos y tanteos en el diseño inicial hasta obtener el sistema deseado: en el "códice rico" se trata de la presencia de ocho viñetas en la primera cantiga (Escorial, Ms.T.1.1.) relacionados con los ocho Gozos de la Virgen, y de seis viñetas en las restantes cantigas. En el "Lapidario" (Escorial, h.I.15) se trata de variaciones secundarias dentro de una concepción global del diseño del códice, pero esas variaciones secundarias se muestran solamente en el "Primer Lapidario". Tanto en el "códice rico" como en el "Lapidario" el diseño total del libro alcanza su culminación en el efecto de la doble página como conjunto, rasgo común con otros libros cortesanos del siglo XIII destinados a ser exhibidos espléndidamente abiertos sobre un atril en un interior palaciego. Es el mismo efecto que se buscaba en las Biblias Moralizadas parisinas, en las Biblias boloñesas algo más tardías, y en una de las Biblias del Reino Latino de Jerusalén. En todos estos códices el libro va escrito a dos columnas y el título del capítulo correspondiente figura en lo alto de la página. Existe además un cierto parecido entre la doble página de las "Cantigas" (Escorial, T.I.1) con sus doce viñetas y las "Tablas-relicario de Alfonso X", conservadas en la catedral de Sevilla. En todos estos casos se trata seguramente del mismo fin: proporcionar numerosos compartimentos para alojar en ellos narraciones complejas en numerosos episodios.
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INTRODUCCIÓN La colonización española de América no fue una, sino muchas. La imagen del conquistador mataindios, en una mano una espada y en la otra una cruz, codicioso de oro y mujeres, no deja de ser un tópico, lamentablemente real en muchas ocasiones, pero incapaz por sí solo de explicar un proceso tan largo, complejo y rico como a la postre habría de resultar el descubrimiento y colonización del continente americano por los españoles. Un aspecto resaltado en muchas ocasiones por los investigadores ha sido la preocupación permanente y paralela durante todo aquel proceso por garantizar unos mínimos de justicia y equidad en las relaciones de los conquistadores con los indígenas1. Esa aspiración, nunca alcanzada, todo hay que decirlo, dignifica extraordinariamente la tarea colonizadora de los españoles y explica, en buena medida, muchos de los proyectos promovidos durante aquellos siglos. Las tensiones entre las diferentes concepciones de la colonización, cuyo límite se encontraba entre los que negaban incluso la legitimidad de la propia conquista, provocó una polémica inconclusa que, entre otras consecuencias, estableció los orígenes del derecho internacional y de la conciencia humanitaria moderna. Pero sus resultados no se limitarían al terreno ideológico sino que alcanzarían a la propia práctica colonial, dirimiéndose en el terreno de los hechos. Durante muchos años este aspecto esencial se ha visto ocultado por la popularidad de la llamada leyenda negra, en el fondo un resultado espúreo de aquella lucha por la justicia. Apenas podremos entender nada acerca de la historia americana entre 1492 y los inicios del siglo XIX si no tenemos en cuenta esa diversidad de opciones y criterios. Existe incluso una referencia oficial para toda aquella polémica, que son las Leyes de Indias, compromiso trabajosamente establecido entre las diversas tendencias colonialistas, que, pese a sus indiscutibles limitaciones, se hallaba mucho más de un paso adelante con respecto a la realidad colonial. Cuando Carlos V promulgó las Nuevas Leyes de Indias en 1542-43, toda la incipiente sociedad criolla, desde México al Perú, puso el grito en el cielo, porque su aplicación estricta venía a suponer el fin del entramado socioeconómico sobre el que se asentaba la riqueza de los conquistadores y sus descendientes. Tras muchas resistencias, informes desfavorables y alguna que otra revuelta, la más importante sin duda la encabezada por Gonzalo Pizarro en el Perú, las Nuevas Leyes fueron revocadas apenas dos años después de su promulgación. A partir de ese momento la actitud de la Corte irá desde la ignorancia de lo que en América ocurre hasta constantes pero difícilmente aplicables intentos de reforma que mitigasen las consecuencias más dañinas del sistema de encomiendas. Los grupos reformistas, por su parte, apelarán una y otra vez al espíritu de las Nuevas Leyes y a las enseñanzas básicas de la doctrina cristiana, por lo menos durante los primeros siglos de la colonia2, para oponerse a las encomiendas y al servicio personal de los indígenas, porque en el fondo ese era el problema esencial que se discutía. Al parecer fue el propio Colón o el gobernador Ovando quienes comenzaron a repartir a los indígenas de Santo Domingo entre sus compañeros y pese a algún disgusto inicial de los Reyes Católicos, más problema de jurisdicciones que otra cosa, los repartimientos se convirtieron en el sistema implantado desde California hasta el reino de Chile. Aunque en algunos casos, como el de la mita altoperuana, se absorbieron instituciones indígenas precoloniales, modificándolas en función de los nuevos intereses, las raíces feudales de las encomiendas parecen evidentes. Así escribía el inevitable en estos temas, P. Bartolomé de las Casas3: #dando los indios a los españoles encomendados como los tienen o depositados o en feudo, o por vasallos como los quieren, son gravados y fatigados con muchas cargas, servicios e intolerables vejaciones y pesadumbres. Aquella era una sociedad basada en la fuerza de las armas y orientada hacia la extracción de las riquezas minerales y la explotación de la mano de obra indígena; los guerreros vencedores se repartían todo cuanto era susceptible de reparto con el optimismo de los "bárbaros" medievales. Ahora bien, muy pronto habían de comenzar, desde el propio universo de los colonizadores4, diferentes intentos para transformar o al menos moderar las características más sangrantes de la situación creada. Los jesuitas La Compañía de Jesús fue fundada en 1534 por San Ignacio de Loyola y aprobada por el Papa Paulo III en 1540, por lo que sus miembros no participaron en la primera etapa de la conquista. Cuando los jesuitas comienzan a llegar a América en la segunda mitad del siglo XVI encuentran una sociedad relativamente estable y asentada, lejos ya de las convulsiones características de los turbulentos tiempos de formación. La primera actitud que los jesuitas van a adoptar ante la realidad de la sociedad colonial es la de prudencia. La Compañía era una congregación reciente pero con grandes y poderosos apoyos. Algunos virreyes, en particular el famoso Francisco de Toledo, virrey del Perú, la beneficiaron cuanto pudieron. En unas instrucciones redactadas por el tercer General de la Orden, San Francisco de Borja, se ordena claramente que ni se absolviese ni condenase a los conquistadores y encomenderos hasta que los concilios provinciales adoptasen alguna resolución clara. Esta inicial prudencia irá trastocándose con el tiempo y aunque es difícil afirmar taxativamente que la Compañía de Jesús adoptó unas posiciones uniformes en todo el continente ante el problema de la encomienda, (de hecho, los papeles jugados por sus miembros eran muy variados), sí puede decirse que, en términos generales, se alineó entre los grupos más críticos de la situación establecida. Esta toma de posición se produjo por un conjunto de causas que conviene aclarar. 1.?) La propia actuación de los jesuitas entre los indígenas y el establecimiento de sus primeras misiones, no sin reticencias por buena parte de los miembros de la Orden, va a ponerles en contacto con una realidad escandalosa. 2.?) La concepción del Nuevo Mundo como un lugar para la utopía. Como señala J.H. Elliot5: Europa y América se convirtieron en una antítesis, la antítesis de la inocencia y la corrupción. Las utopías renacentistas, entre las que la de Tomás Moro es quizá la más conocida pero en absoluto la única (algunos autores han señalado la importancia que La Ciudad del Sol de Tomás Campanella pudo tener entre los primeros misioneros del Paraguay), gozaron de gran resonancia entre humanistas y religiosos en aquellos siglos de grandes esperanzas. Tampoco debemos olvidar las propias enseñanzas evangélicas, que parecían especialmente aplicables entre aquellas sociedades inocentes. Así, Muratori señalaba que se había sentido impulsado a escribir su apología6 de las misiones, porque creía reconocer en ellas las formas de la primitiva iglesia cristiana, tal como aparecen descritas en los Hechos de los Apóstoles. 3.?) Los jesuitas se inscribían en una amplia corriente de opinión para la que las Leyes de Indias con sus argumentos en contra de la encomienda y del servicio personal suponían el punto de referencia obligado de una reforma ineludible del sistema social de la Colonia. Una confluencia de motivos diferentes puede ser la causa de que los jesuitas terminaran estableciendo la mayor parte de sus misiones como una media luna alrededor del imperio brasileño7. Su tardía llegada al escenario americano provocó que encontrasen a la mayor parte de los indígenas que vivían cerca de los lugares clásicos de la colonización ya reducidos, bien por los encomenderos, bien por otras órdenes religiosas. Además, debe tenerse en cuenta que los presupuestos que avalaban la labor evangelizadora de los jesuitas eran más fácilmente aplicables en regiones marginales y aisladas, donde la tarea de los misioneros estaría menos mediatizada por presiones e intereses de los encomenderos. También hay que considerar el propio interés de las autoridades coloniales, para quienes las misiones jesuitas fueron, durante bastante tiempo, una eficaz barrera que controlaba la hasta entonces irresistible expansión portuguesa8.
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La trascendencia de la organización administrativa de las provincias hispanas creada por Augusto, al igual que la de otros aspectos de su reestructuración del Imperio, se expresan en su perduración en los siglos siguientes con leves modificaciones, que o bien complementan su organigrama o se derivan del papel que Hispania desempeña en las nuevas situaciones históricas a las que hace frente la evolución del mundo romano. Concretamente, la tripartición provincial hispana con sus divisiones conventuales y las fronteras trazadas por las reformas de Augusto perduran hasta las reformas de Diocleciano; la única modificación que hipotéticamente cabe sostener en este esquema está constituida por la posible creación de una nueva circunscripción provincial durante el reinado de Caracalla, que abarcaría el territorio del noroeste correspondiente a Galaecia y Asturia; el fundamento de tal innovación es bastante frágil y está constituido por la presencia en una inscripción votiva de León (CIL. 112661) de las siglas PR. H. N. C., que, interpretadas como abreviaturas de la nueva circunscripción provincial, se desarrollan como Provincia Hispania Nova Citerior. En cambio, el organigrama administrativo se complementa mediante la creación de las asambleas provinciales (concilium); el único elemento que poseemos para fijar su aparición viene dado por su vinculación al culto al emperador, que se documenta como existente ya en época de Tiberio en la provincia imperial Tarraconense, mientras que en la senatorial de la Betica tan sólo se desarrolla a partir de los Flavios. Constituida mediante los representantes enviados por las ciudades y pueblos de cada una de las provincias hispanas, el concilium se reúne en la capital de cada una de las provincias y constituye un instrumento mediante el que las elites provinciales expresan su lealtad al emperador, canalizado a través del culto al mismo; no obstante, la propia asamblea desempeña junto a estas funciones religiosas otras de carácter político en tanto que sirven para canalizar las reivindicaciones de las respectivas provincias, especialmente contra las extorsiones de los gobernadores, como ocurre concretamente con las cometidas en la Betica por los procónsules Bebio Massa y Cecilio Clásico. También los contingentes militares asentados en Hispania sufren modificaciones con posterioridad a la muerte de Augusto; entre los factores que inciden nos encontramos con la contribución de Hispania a la defensa de las fronteras imperiales que fomentan, de otro lado, el reclutamiento en la Península a partir de época flavia, el desarrollo de guerras civiles vinculadas a las crisis dinásticas, y la nueva situación en la que se encuentra Hispania como consecuencia de la conquista mauritana efectuada por el emperador Claudio. Las necesidades defensivas del imperio determinan una importante reducción de los contingentes militares asentados en la Provincia Hispania Citerior; de esta forma, durante el reinado de Calígula, en el 39 d.C., abandona Hispania la Legio IV Macedonica, y en el 63 d.C., en época de Nerón, la Legio X Gemina parte desde los campamentos hispanos para potenciar la defensa de la frontera del Danubio. A su vez, la participación hispana en las guerras civiles que generan los cambios dinásticos se proyectan en modificaciones de las unidades legionarias asentadas en la tarraconense; tal ocurre concretamente durante los conflictos del años 68-69, que ponen fin a la dinastía Julio-Claudia. La aspiración de Galba, gobernador de la Citerior, al trono imperial involucra directamente en el conflicto a la Legio VI Victrix y da lugar a nuevos reclutamientos de hispanos a los que se le concede la ciudadanía y con los que se crea la Legio Galbiana. El desarrollo posterior de los acontecimiento potencia el papel de Hispania en el desarrollo de las guerras civiles hasta el punto de que se constata la presencia en la Península de tres unidades legionarias, la VI Victrix, la X Gemina y la I Adiutrix, que tras el triunfo de Vespasiano abandonan Hispania para dirigirse al frente danubiano, mientras que regresa la Legío VII Gemina, nueva denominación de la reclutada por Galba, que se asienta definitivamente en el solar de la actual León; esta legión constituye, conjuntamente con determinadas unidades auxiliares, tales como el ala II Flavia Híspanorum Civium Romanorum más cuatro cohortes de infantería (I Gallica, II Gallica, I Celtiberorum, III Lucensium), un contingente militar de unos 7.000 hombres, que permanece estacionado en Hispania hasta la Tardía Antigüedad. También las provincias hispanas participarán en las guerras civiles que abren la crisis dinástica tras el asesinato de Cómodo en el 192 d.C. y que terminan con el triunfo de Septimio Severo; concretamente, Clodio Albino, gobernador de Britania, intentó ser reconocido como emperador por las provincias occidentales del Imperio, y especialmente por las galas e hispanas, donde le apoyaban las aristocracias provinciales; su derrota implicó la expropiación de los bienes de sus partidarios. Las modificaciones territoriales que se introducen en el Mediterráneo occidental como consecuencia de la conquista de Mauritania por parte de Claudio arrastran consecuencias para las provincias hispanas, que participan en la conquista y en el control militar de la nueva provincia denominada Mauritania Tingitana mediante el desplazamiento de determinadas alas y cohortes reclutadas en Hispania, tales como el Ala III Asturum, o las cohortes I Bracorum, I Hispanorum y II Hispanorum. Las tensiones existentes en la frontera mauritana se proyectan en el otro lado del Estrecho y afectan a la provincia pacificada de la Betica; concretamente, durante el reinado de Marco Aurelio determinadas tribus africanas de mauri invaden la Betica y logran sitiar a determinadas ciudades como Italica y Singilia Barba, siendo derrotados en el 172 d.C. por el pretor Aufidio Victorino con contingentes militares pertenecientes a la Legio VII Gemina.
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Las Penínsulas Ibérica e Itálica ingresaron en el Pleno Medievo como áreas de frontera. Desde el siglo XI, la presencia islámica fue progresivamente reducida hasta desaparecer definitivamente en Italia. En España, el proceso de expansión hacia el sur de los reinos hispanocristianos constituyó una brillante realidad política y social para éstos. Al cruzar el 1300, sin embargo, quedaba en territorio ibérico un Estado islámico residual -el reino nazarí de Granada- y el peligro continuo de una contraofensiva musulmana procedente del Norte de África: la de los benimerines o meriníes. En estos años, en el territorio hispánico se pasará de la hegemonía imperial leonesa a una nueva distribución de fuerzas: la significada por los Cinco Reinos: Portugal, Castilla, León, Navarra y la confederación catalanoaragonesa. Por lo demás, la superioridad militar de los Estados hispanocristianos sobre sus vecinos musulmanes se traducirá no sólo en el impresionante avance de aquellos hacia el Sur, también en el sometimiento de los reinos musulmanes de taifas a pesados tributos (las parias) con los que en repetidas ocasiones tuvieron que comprar su seguridad a sus agresivos vecinos del Norte.