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Los habitantes de la Paleopolis enterraron a sus muertos en el paraje de El Portitxol, un lugar junto al mar situado un kilómetro al sur del establecimiento. Aparte de algunos objetos funerarios, apenas si sabemos nada de la configuración del cementerio por el hecho de que su excavación, llevada a cabo antes de 1908, fue realizada, sin ningún control científico, por los ingenieros forestales encargados de fijar las dunas costeras. Hoy sólo sabemos que el rito empleado fue el de la inhumación y que el uso del cementerio se inició a principios del siglo VI, abarcando luego buena parte del mismo.A partir del último cuarto del siglo VI los habitantes de Emporion empezaron a enterrarse al sur y al oeste de la ciudad, en las necrópolis Bonjoan, Mateu, Granada, Parking y Martí, en las que predomina el rito de la inhumación, si bien no faltan algunas incineraciones. En su inmensa mayoría se trata de tumbas muy sencillas, y por ello muy griegas, directamente excavadas en la tierra, en las que el cuerpo se colocaba sin ninguna protección especial acompañado de unos ajuares muy modestos que contrastan con las aparatosas manifestaciones de riqueza que en otros lugares aparecen en las tumbas indígenas contemporáneas. Lécitos y ungüentarios contenedores de aceites perfumados usados en la ceremonia fúnebre, algunas joyas simples, fíbulas, figurillas de terracota y tabas es cuanto podemos encontrar en estas tumbas específicamente griegas. Mención especial merece la necrópolis de la Muralla N. E., situada frente a la Paleopolis, en la que predomina el rito de la incineración, por lo que ha de ser considerada indígena, sobre todo si tenemos en cuenta que en sus ajuares los objetos metálicos no difieren en absoluto de los de las tumbas ibéricas contemporáneas del este peninsular y que los griegos, tal como lo demuestra el Portitxol contemporáneo, inhumaban.
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La necrópolis romana más antigua documentada es la que se encuentra en la ladera norte del vecino cerro de Les Corts, situado al sudoeste de la ciudad. Funcionó sobre todo durante los siglos II y I a. C. y se caracteriza por ser la única donde es posible reconocer la existencia de numerosas tumbas construidas. Se trata de pequeños túmulos de planta cuadrada construidos con sillares de cantería en cuyo centro se sitúan los restos de la incineración. Durante la época imperial, las necrópolis se sitúan en abanico en los aledaños de la nueva ciudad y también al sur de la antigua ciudad griega, donde se hallan documentados los restos muy estropeados de un par de monumentos funerarios, cuya presencia podría indicar que éstos fueron quizás mucho más numerosos de lo que a primera vista podría parecer. A partir del traslado, en el último cuarto del siglo III, del municipio a la sede de la antigua Paleopolis, la que fuera ciudad griega se transformó en necrópolis, ocupando esta última la práctica totalidad de la superficie antes habitada. Este enorme cementerio contó, a partir de los siglos IV o V, con la presencia de una cella memoriae, la mal llamada basílica, destinada a los actos litúrgicos relativos al culto funerario, que fue construida aprovechando los restos de construcciones del siglo I d. C. y de la que proceden dos importantes piezas arqueológicas: una mesa de altar del siglo IV y el famoso sarcófago llamado de las Estaciones, respectivamente, hoy conservados en el Museo Arqueológico de Gerona. Procedentes de ámbitos distintos a los de esta necrópolis son los restos de dos sarcófagos cristianos estrigilados producidos en talleres gálicos, fechables ambos en la segunda mitad del siglo VI, de los que se conservan dos fragmentos de sus respectivos frentes, hallado en la vecindad de las iglesias de Santa Margarita y Santa Magdalena, el primero, y en las cercanías de la ermita de Sant Vicenç, el segundo.
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Se conocen las diferentes áreas de necrópolis que ceñían a la ciudad y que se establecieron con claros criterios urbanísticos y alineados en relación a las calzadas que salían de la ciudad. Eran las siguientes. La gran necrópolis de la salida del Puente, correspondiente a los siglos I y II d. C., con restos de mausoleos, donde con posterioridad se edificaría una basílica en torno a la cual se desarrolló un cementerio cristiano. Otra, muy extensa, ocupaba la zona sudoriental de la ciudad, entre el kardo maximus y la calzada que se dirigía a la Meseta y a Corduba. Era, probablemente, la más importante. Son diversas las sepulturas halladas, que responden a una variada tipología. Entre los ejemplos más notables, los llamados, por Moreno de Vargas, Bodegones, con cámara abovedada, en planta rectangular, y arcosolia para la disposición de los sarcófagos, y los mausoleos a cielo abierto conocidos como Columbarios, correspondientes a las familias de los Julios y los Voconios, de incineración, y con retratos pintados de la familia enterrada en el caso del de los Voconios. Por fin, otro núcleo importante era el dispuesto a lo largo del valle del río Albarregas, cuyos límites habría que fijar entre la calzada antes mencionada y la que se dirigía a Olisipo. Igualmente ha ofrecido una interesante tipología funeraria.
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Pocos son los datos de los que disponemos en relación a la localización y características de las necrópolis correspondientes a la ciudad de época republicana. La información existente se limita a una serie de 14 inscripciones, halladas fuera de contexto, y diversas esculturas funerarias que permiten, no obstante, intuir la existencia de monumentos funerarios de una cierta importancia ligados a la presencia en la ciudad de libertos de origen itálico. La reutilización de buena parte de estos elementos en la necrópolis paleocristiana, a oeste de la ciudad, entre ésta y el río Francolí (antiguo Tulcis), parece indicar que un cementerio republicano debía ubicarse no lejos de esta zona, bordeando el hipotético trazado de la antigua Vía Hercúlea. A finales del siglo I a. C. esta vía es objeto de importantes reformas que, en Tarraco, van ligadas a un cambio de trazado; la nueva Vía Augusta atraviesa ahora la ciudad y, consecuentemente, se generan nuevas áreas de carácter sepulcral. El monumento funerario mejor conocido, de época alto-imperial (primera mitad del siglo I d. C.), es la llamada Torre de los Escipiones, construida junto a la vía a unos seis kilómetros al nordeste de Tarraco. Se trata de un sepulcro turriforme, en piedra local, que en el cuerpo central conserva, bajo una inscripción, dos relieves del dios Attis. El estado de conservación del texto epigráfico, redactado en verso, no permite la lectura del nombre de quienes fueron enterrados en el sepulcro, cuya representación, muy deteriorada, aparece en un bajorrelieve del cuerpo superior. A este mismo período corresponden otros monumentos funerarios de menor entidad y una serie de incineraciones simples que, a grandes líneas, permiten identificar dos zonas de necrópolis alto-imperiales, siguiendo el recorrido extraurbano de la vía, a este y a oeste del núcleo urbano. Confirman estos datos unas 250 inscripciones funerarias descontextualizadas, fechables en los primeros siglos del Imperio, procedentes de diversos sectores de la ciudad. Para la época bajo-imperial y visigoda el panorama funerario de Tarraco nos es mucho mejor conocido gracias a la localización y excavación, a principios del siglo XX, de la llamada Necrópolis Paleocristiana. Este conjunto arqueológico incluye los restos de una serie de estructuras suburbanas de época alto-imperial a las que, desde mediados del siglo III d. C. y hasta época visigoda, se sucedieron más de dos mil enterramientos de diversa tipología. Elemento fundamental de este cementerio es la inhumación en el mismo, epigráficamente documentada, de los restos de los mártires tarraconenses Fructuoso, Augurio y Eulogio (259 d. C.); ésta sería la causa de que allí se edificara en el siglo V d. C. una basílica de tres naves. Junto a enterramientos de gran sencillez, en ataúdes de madera o en ánforas, destacan otras sepulturas de carácter monumental de las que son excelentes ejemplos las criptas dels Arcs y de les Roses o un mausoleo de planta cuadrada con nichos internos. Del rico conjunto de sarcófagos marmóreos de temática cristiana, en el que se incluyen ejemplares de producción local pero también importaciones itálicas y del norte de África, destacan los sarcófagos de Leocadio, de los Apóstoles o el del Pedagogo. De gran calidad son también las laudas sepulcrales musivas de Ampelio y de Optimo y algunos de los elementos de los ajuares que acompañaban a los difuntos. No es seguro que la más antigua de las inscripciones funerarias cristianas de la Península Ibérica (RIT 943), fechada en el año 352 d. C., proceda de la necrópolis paleocristiana. En las zonas adyacentes a esta necrópolis se han excavado, en los últimos años, diversos grupos de enterramientos coetáneos por lo que resulta evidente que su extensión era ostensiblemente mayor. En el sector nordeste de la ciudad también se ha podido documentar otra zona de necrópolis de época tardía. El hallazgo de algunas inhumaciones, de época visigoda, en el interior del recinto urbano constituye una prueba más de las profundas transformaciones de las que fue objeto la ciudad en dicho período.
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Por J. P. Martínez, R. Berzosa, J.I. de la Torre, A. Jimeno Equipo arqueológico de Numancia. Universidad Complutense de Madrid. Las tierras del Alto Duero aparecen bien delimitadas por los rebordes montañosos de los Sistemas Ibérico y Central, que propician la divisoria de la cuenca fluvial del Duero con respecto de las del Ebro y del Tajo. Dentro de esta zona se pueden apreciar varias áreas, como es el extremo sur de la provincia de Soria, cuyos cementerios forman parte del grupo del Alto Jalón (tratado en el trabajo anterior); la cuenca sedimentaria del Alto Duero, y la serranía norte soriana, donde se desarrolló la denominada cultura de los castros sorianos, comentados en otro apartado de este catálogo. Este último grupo, vinculado por Taracena a los pelendones, centra en sus poblados fortificados su propuesta de permanencia, de futuro, ofreciendo como contrapartida la invisibilidad de sus muertos, ya que desconocemos su ritual de enterramiento. Un marco paisajístico diferente se observa en los grupos del centro-sur de la provincia de Soria. En estas zonas el paisaje castreño de la serranía se troca en un mayor mimetismo del espacio habitado con el medio; así en las llanadas sedimentarias los asentamientos humanos tienen una dimensión constructiva menos destacada, y aparece bien diferenciado el espacio destinado a las necrópolis o cementerios de incineración, que mostrarán o "camuflarán" en su paisaje interno las tendencias jerarquizadoras. Próximas a los poblados, sobre los cerros de las llanadas, se sitúan a sus pies, junto a los ríos, las necrópolis. Las más antiguas, como Alpanseque, Montuenga, Almaluez (en el Alto Jalón), Carratiermes (comunicada con al Alto Henares), se inician, al menos, en el siglo VI a.C., documentándose las espadas de frontón y de antenas, fíbulas de doble resorte, vasijas bitroncocónicas hechas a mano y otros elementos prestigiosos de sus ajuares. Los cementerios de Alpanseque y Montuenga fueron excavados por el Marqués de Cerralbo (1916). La primera aportó 300 enterramientos y la segunda un número sin precisar, pero en ambas las tumbas estaban provistas de estelas y alineadas en calles como en Aguilar de Anguita (Guadalajara). Las cenizas y restos óseos de la cremación se depositaron en urnas o vasijas de cerámica. En Alpanseque estaban hechas a mano, espatuladas y, a veces, con decoración incisa, acompañadas por largas puntas de lanza, cuchillos curvos y frenos de caballo de hierro; destacando tres sepulturas del conjunto: una con espada de frontón, caetra o escudo circular con umbo de hierro radiado y casco de bronce, decorado con repujado de soles; otra con el mismo tipo de escudo revestido por láminas de bronce, espada de antenas con vaina y frenos de caballo; y una tercera con espada de frontón, también con vaina, freno de caballo y caetra. Las fíbulas que acompañan estos conjuntos son de doble resorte. En Montuenga, los ajuares contenían urnas de barro fino y forma cónica (un fragmento decorado con rayas onduladas rojas), brazaletes de bronce, colgantes, fíbulas, láminas de bronce, placa de cinturón con cuatro garfios, puntas de lanza, freno de caballo y fusayolas. A su vez, la necrópolis de Almaluez, situada en la margen izquierda del Jalón, fue excavada exhaustivamente por Blas Taracena (1933-34). Se han podido reconstruir 82 de las 322 tumbas excavadas. Los restos cremados por lo general estaban depositándose en un pequeño hoyo excavado en el manto natural. Únicamente once de la tumbas tenían armas y de ellas cuatro espadas: una de frontón, dos de antenas y una de La Tène. La tumbas 56 y 21, ambas con espadas y diversas armas, eran los conjuntos más ricos, con siete y ocho elementos respectivamente. Hay que asociar la presencia temprana de estos cementerios, a la importancia que tenía el control de esta zona, situada en la divisoria del Ebro, Tajo y Duero, con un conjunto de materias primas complementarias, como la riqueza salina, de la que todavía quedan reflejos en la explotación de algunos manantiales de aguas salinosas, como las de la zona de Medinaceli y Sigüenza. Esta zona muestra desde sus inicios, frente a la serranía norte, una mayor pujanza, que no sólo se mantendrá sino que, incluso, irá en aumento, extendiéndose, a partir del siglo V a.C., a la zona centro de la provincia de Soria. Son aquí las necrópolis de incineración las que actúan como referencia y marcan las rutas holladas, ya que los cerros donde se asentaron los poblados antiguos se encuentran barridos por las sucesivas ocupaciones a lo largo del tiempo. La distribución de estos cementerios marca los caminos y pasos conocidos a lo largo del tiempo, que desde el valle del Jalón y el Alto Tajo se dirigen hacia el oeste y norte, para alcanzar y superar el Duero hacia el norte con las necrópolis de Gormaz, Osma, Ucero, La Mercadera, Revilla de Calatañazor, Cubo de la Solana y Numancia., que junto a los poblados de Ucero, Cuesta del Espinar de Ventosa de Fuentepinilla y El Ero de Quintana Redonda, señalan la línea de contacto de los grupos del centro y sur con los castreños de la Serranía Norte. La dualidad anterior de asentamientos, con predominio de la ocupación de los rebordes montañosos y de una economía ganadera, se trastoca por una tendencia hacia las zonas centrales de las campiñas del Duero, lo que supondrá un incremento de la actividad económica agrícola, más apropiada a esas zonas, y por consiguiente un progresivo debilitamiento del peso básicamente ganadero y del poblamiento serrano. A lo largo de del siglo IV un número significativo de castros norteños se deshabitan y, por el contrario, otros, los menos, muestran una resistencia mayor, incorporando cerámicas torneadas oxidantes. A lo largo de los siglos IV y III a.C., se acusa una serie de cambios importantes en el paisaje, plasmándose en un aumento de poblados y necrópolis, reflejo de un incremento demográfico. Un número significativo de asentamientos, un 40%, son de nueva creación, mostrando preferencias por ocupar cerros destacados en las amplias llanadas, coincidiendo con suelos pardos, aptos para la agricultura de secano. Estos cambios que conlleva el poblamiento y la expansión de la agricultura se reflejan también en el "paisaje compositivo" de los ajuares funerarios, con nuevos tipos de armas y ricas decoraciones de procedencia diversa, relacionados con el Mediterráneo, el occidente y el mundo europeo. Es el final de los cementerios de Alpanseque, Almaluez y Montuenga, el momento álgido de los de La Mercadera, Ucero y Carratiermes, y comienzo de los de La Revilla de Calatañazor, La Requijada, Osma y Osonilla. En Carratiermes, la necrópolis de Tiermes, se han excavado 644 tumbas, con escasa presencia de huesos cremados. Se documentaron algunos encanchados seudotumulares ovalados o amorfos que cobijan algunos enterramientos, pero priman las tumbas en hoyo con el ajuar a un lado y los restos de la cremación en el otro, señalizados algunos con estelas (38). Se localizaron cinco ustrina o restos de piras, situados entre las estructuras funerarias, de forma circular (100 cm de diámetro) u ovalada (180 cm por 105 cm), con una acumulación de cenizas de 15 a 50 cm de potencia. Los enterramientos más antiguos se concentran en la zona central disponiéndose las tumbas posteriores, de forma irregular, en las zonas periféricas. Se han podido identificar 474 tumbas individuales y 28 dobles, que contenían 180 varones, 189 mujeres, 67 niños y 94 sin determinar, cuya edad media se sitúa entre 30 y 35 años, detectándose algunas enfermedades como atrofia alveolar, artrosis, osteoporosis simétrica. Su uso abarca desde los inicios de la cultura celtibérica, siglo VI a.C., hasta el siglo I d. C., habiéndose atribuido 200 tumbas (28 con armas, básicamente largas puntas de lanza, y 172 sin armas y con adornos de bronce) a los siglos VI-V a.C.; otras 282 tumbas (84 con armas, con espadas de antenas, puñales Monte Bernorio o biglobulares, puntas de lanza, bocados de caballo, y 152 sin armas) al momento de apogeo, corresponde a los siglos IV-II a.C., con un incremento de las vasijas o urnas funerarias a torno oxidantes. Finalmente, en un momento tardío (siglos I a.C. y I d.C.), con tan sólo 11 tumbas, muestra un uso esporádico y reducido del cementerio, donde están ya presentes, junto a las fíbulas de La Tène III, monedas con letrero ibérico y latinos y cerámica sigillata, de inicios del Imperio. Algunas tumbas masculinas se corresponden como adornos y algunas femeninas con armas, como se ha documentado también en otros cementerios. La necrópolis de La Mercadera ocupaba unos 1.500 m2 y se individualizaron un total de 99 enterramientos (uno de ellos doble), con una densidad de 0,07 tumbas por metro cuadrado. Se observó una distribución organizada de los enterramientos, pero sin calles ni estelas. A pesar de no contar con análisis antropológico, se han individualizado dos grandes grupos de tumbas por la composición del ajuar, uno asociado a hombres y el otro a mujeres. El primero caracterizado por la presencia de armas (44%) y el segundo por adornos (31%), espiraliformes y brazaletes, que constituyen más de las tres cuartas partes de las tumbas, siendo el resto consideradas de atribución incierta. El 10% de los enterramientos tienen su ajuar constituido por más de cinco objetos, se trataría de las tumbas más ricas, que se corresponden con ajuares con armamento, teniendo la mayoría espada. Las tumbas sin ajuar metálico representan sólo el 18%. En La Requijada de Gormaz, excavada por Morenas de Tejada, se descubrieron unas 1.200 tumbas, desconociéndose la composición de la mayor parte de los ajuares, documentándose más de 40 espadas: de antenas, de La Tène y la única falcata documentada. Las tumbas denominadas de guerrero (46) que son mayoritarias, aparecieron generalmente en el interior de urnas a torno oxidante, pero también de vasos reductores, decorados algunos con "sencillos dibujos geométricos"; el ajuar se encontraba debajo de la urna y estaba formado por la espada, punta de lanza, cuchillo, tijeras, bocado de caballo, umbo de escudo y fíbula. Las tumbas femeninas se caracterizaban por la presencia de adornos espiraliformes de bronce y fusayolas. Las de niño tenían urnas de menor tamaño. En la necrópolis se diferenciaron tres zonas, una situada al norte de la carretera, es donde se han conservado mejor los alineamientos de estelas; otra entre el río Duero y la carretera, unos 8 enterramientos sin armas y estelas, colocados unos encima de otros sin orden, y una tercera donde aparecieron en un espacio rodeado por un muro, un conjunto de cadáveres inhumados sin ordenación alguna, que pudieran corresponder a un momento posterior. La necrópolis de Quintanas de Gormaz, que está separada a escaso kilómetros de la de anterior, plantea dificultades, ya que ha sido puesta en duda aduciendo que la información de ésta coincide en gran medida con la anterior. Se observa, a partir del siglo III a.C., cómo en el Alto Jalón-Alto Tajo se inicia un proceso de empobrecimiento de sus tumbas, con la práctica desaparición del armamento, trasladando la importancia que había tenido esta zona, en el número de necrópolis y la presencia de armas, al Alto Duero, lo que se ha relacionado con el empuje que antes de la conquista romana conceden los textos clásicos a los arévacos, al decir de Apiano, la tribu más poderosa de los celtíberos. De hecho, las últimas investigaciones en el Alto Duero han aportado una serie de datos que reflejan esta realidad en Numancia, Ucero y Osma, pero también en Arcóbriga (en la zona del Jalón), evidencian un mayor enriquecimiento desde finales del siglo III e inicios del II a.C. Realidad que tiene una lectura socio-económica apoyada en el cambio del patrón de asentamiento que afecta a los poblados y a sus necrópolis. Las excavaciones parciales de la necrópolis de Ucero han ofrecido un total de 72 tumbas, 25 de las cuales tiene algún tipo de armas (34%). Solamente se han hallado 13 enetrramientos (18%) sin ningún elemento de ajuar o solo con la urna cineraria. En La Revilla de Calatañazor fueron 34 los puntos localizados con vestigio de enterramientos de los que únicamente en algún caso pudieron recuperarse fragmentos de la urna o algún resto metálico perteneciente al ajuar. De estas tumbas solamente se publicaron cuatro ajuares, los más llamativos y completos, compuestos, entre otros elementos, por espadas y otras armas, y caracterizados por el gran número de objetos que contenían, entre siete y doce. . Además se conservan trece espadas, diez de las cuales, al parecer, fueron halladas formando parte de los conjuntos cerrados (García Lledó 1983), con lo que cerca del 30% de las tumbas exhumadas tendrían esta arma. En la vega de Las Espinillas de Monteagudo, Taracena excavó dos tramos de una necrópolis formada por enormes estelas de piedra bruta, hasta de 2,50 m de altura, distribuidas sin orden y caídas sobre las tumbas, mucho más numerosas que las estelas, como si estas correspondiesen a enterramientos familiares. La mayoría de las urnas eran de color rojo, a veces engobadas en blanco y decoradas con pintura negra o rojo vinosa de temas geométricos sencillos. También aparecieron dos vasos de bronce, algunas hebillas de cinturón de tres y cuatro garfios, alguna fíbula de La Tène II, colgantes pequeños de bronce y puntas de lanza de hierro, fusayolas. En la necrópolis de El Portuguí de Osma, Morenas de Tejada excavó unas 800 tumbas, de las que se desconocen la composición de la mayor parte de los ajuares, obteniendo unas 70 espadas y puñales, siendo frecuente la presencia de ambos asociados en la misma tumba. Las urnas cinerarias iban acompañadas por la panoplia formada por la espada, la lanza y el cuchillo e incluirían los arreos de caballo, así como de bolas dispuestas alrededor o dentro de las urnas. La tumbas femeninas en Osma, además de los adornos en forma de espiral, se documentó un elemento interpretado como perteneciente a un "armazón de tocado", aunque también aparecían asociados a armamento. Las tumbas de niños solamente los restos cremados y alguna sortija. Esta necrópolis, según Morenas de Tejada, es poco pródiga en en adornos de mujer, tanto que la considera de un eminente carácter guerrero. El supuesto carácter guerero de estas necrópolis podría paralelizarse con la Mercadera y Ucero, con las que estarían relacionadas cultural y geográficamente. En parte superpuesta y algo más moderna existe otra necrópolis vinculada a la ciudad de Uxama, que es la de Fuentelaraña, que correspondería al siglo II-I a.C. Los cambios se reflejan bien en la necrópolis de Numancia, situada cronológicamente desde inicios del siglo II al 133 a.C., en la que se desarrollan nuevos tipos de objetos, muchos de ellos producidos en talleres locales, como los grandes broches de cinturón con escotaduras, placas articuladas de gran riqueza iconográfica y báculos de prótomos de caballos y de cabezas cortadas, que tiene como trasfondo una nueva concepción social. Estas transformaciones están relacionadas con la evolución de la cultura celtibéricas hacia una organización social de tipo urbano, de ciudad-estado, y el paso hacia el afianzamiento de un sistema de propiedad individual. El estatus parental, manifestado a través de los "ajuares de guerreros", habría perdido su valor simbólico en beneficio de otro tipo de elementos de identificación social o de prestigio, como son los objetos de adorno. Asistimos a un desarrollo de lo simbólico, cada vez más despegado de lo funcional, que se plasma en la aparición de piezas generadas no para ser usadas sino para ser mostradas, como los grandes y aparatosos broches de cinturón con bella decoración, así como el desarrollo de una iconografía de heroización de lo humano a través de la identificación con lo divino, utilizando la iconología mítica de intermediación entre ambos mundos, que se representa por el caballo. La distribución y concentración de las 155 tumbas excavadas en Numancia permiten hablar de dos zonas, una marcada por los enterramientos centrales y otra periférica, constituida por diferentes agrupamientos de tumbas separados y diferenciados de la central. En ésta zona se han localizado 56 tumbas (36,13%), donde se concentran los objetos de adscripción cronológica más antigua (finales del siglo III e inicios del siglo II a.C.), caracterizados por la presencia más generalizada de armas (espadas de La Tène y puñales de frontón) y objetos de hierro. En la periférica se han documentado otros grupos más modernos (anteriores al 133 a.C., fecha de la conquista de la ciudad por Escipión), con un total de 99 enterramientos (el 63,87%), separados y dispuestos en torno al anterior, pero en clara continuidad temporal, por la existencia de elementos novedosos, junto a la presencia de materiales tipológicamente idénticos en las dos zonas. Contienen mayoritariamente elementos de adorno y objetos de prestigio de bronce (las armas se reducen a algún puñal dobleglobular con rica decoración), mostrando un concepto de riqueza diferente. Se practica de forma generalizada, al igual que en otras necrópolis celtibéricas, la inutilización intencionada, la muerte ritual, de todas las armas y objetos de metal. Esta práctica trataba de evitar la separación del difunto de sus objetos personales, ya que existía una completa identificación entre la persona y sus objetos (las armas para el guerrero) como exponentes visibles de su propia identidad. Es frecuente la presencia de restos de fauna (en un 44,51% de las tumbas), a veces cremados, correspondientes a zonas apendiculares, costillares y mandíbulas de animales jóvenes, exclusivamente de cordero y de potro. Los huesos de ovicáprido se dispersan homogéneamente por toda la zona excavada, concentrándose los de équido especialmente en la central, lo que se ha relacionado con porciones de carne del banquete funerario destinadas al difunto. Por lo que se deduce de los análisis químicos realizados a los restos óseos, que fueron quemados a una temperatura de entre 600 y 800 grados, la dieta alimenticia de los numantinos era rica en componentes vegetales, con un peso importante de los frutos secos (bellotas) y pobre en proteínas animales, lo que dibuja claramente las bases de su economía mixta. Pero además, el conocimiento de la dieta de cada individuo permite relacionar su mayor o menor riqueza con las características de su ajuar y estatus, establecer diferencias entre hombre y mujer, así como destacar a aquellos enterrados que se apartan de la dieta generalizada. A modo de epílogo, se ha considerado a los cementerios de la Meseta Oriental como uno de los elementos culturales que mejor contribuyen a delimitar el territorio celtibérico, constituyendo una de las principales señas de identidad de los celtíberos al marcar la continuidad cultural entre el siglo VI y el I a.C., pero el conocimiento de estas necrópolis es parcial y desarticulado, ya que la mayoría de las necrópolis, excavadas en el primer tercio del siglo XX, superan fácilmente el 90% de las conocidas, pero sólo 19 de unos 45 cementerios ofrecen datos relativos al número de tumbas extraídas. De estas, sólo 13 ofrecen conjuntos cerrados susceptibles de estudio fiable, lo que representa algo sumamente insignificante. Las nuevas necrópolis recientemente excavadas y las que se excaven en un futuro tienen que tratar de superar los planteamiento genéricos y uniformadores establecidos por la investigación para fijar los marcos cronológicos, la composición social a través de la diferenciación simplista de hombres y mujeres por la presencia en las tumbas de armas o adornos (los análisis antropológicos indican otras posibilidades) y el establecimiento de jerarquía y estatus, atendiendo prioritariamente a la presencia de armas. Es necesario el estudio individualizado de cada necrópolis para conocer sus características y dinámica interna, tratando de responder si ¿en todas las necrópolis celtibéricas se practica el mismo ritual, sin variantes?. ¿No existen diferencias en el ritual a lo largo de los seis siglos de cultura celtibérica?. ¿No se acusa en el ritual y composición de los ajuares los cambios a lo largo de la cultura celtibérica, algunos tan significativos como el desarrollo urbano?
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Hacia los siglos VIII y VII a. C. las navetas de enterramiento son sustituidas por un nuevo ritual funerario que consiste en depositar los cadáveres en cuevas naturales, retocadas o totalmente artificiales, abiertas en barrancos o acantilados marinos, que forman conjuntos sepulcrales en ocasiones de elevado número. Es decir, se sustituye un ritual de mausoleo aislado, singular sobre el terreno y que se percibe con claridad en el paisaje cotidiano, por otro de necrópolis masiva en lugares intencionalmente elegidos y más camuflados, aunque se conserve la unidad de enterramiento grupal identificada ahora en la utilización de una determinada cueva dentro del conjunto del cementerio. Algunas de estas cuevas son de forma sencilla, con cámaras de planta oval o paracircular de reducidas dimensiones y entrada a través de un angosto pasadizo, pero en otras ocasiones revisten una notable complejidad arquitectónica, además de dimensiones mucho mayores. Son hipogeos formados por varias cámaras, en cuyo espacioso interior se labran columnas y pilares a expensas de la propia roca para ayudar al sostenimiento de la techumbre plana, también natural y labrada con especial atención. En algunos casos, las cámaras de un mismo hipogeo se comunican entre sí a través de puertas o ventanas, formando conjuntos de gran complejidad, como ocurre en la necrópolis de Cala Morell (Ciutadella). Al exterior destaca el trabajo ornamental en algunas de las puertas de acceso, tratadas con sucesivas molduras en ángulo recto que les dan un aspecto abocinado, realzando la imagen del sepulcro. La necrópolis mejor conocida de este momento es la de Cales Coves, que estuvo en uso desde las fechas más arriba señaladas hasta época romana republicana. Se conoce de ella casi un centenar de cuevas y no guarda relación directa con ningún poblado próximo de tamaño notable, si bien existen algunos asentamientos medios o menores a pocos kilómetros de distancia. Lo mismo sucede en otros casos en que se concentra un número considerable de tumbas, mientras que, por el contrario, agrupaciones de menor entidad sí están más próximas a poblaciones. Las grandes concentraciones de tumbas, que por la monumentalidad en algunas de las excavadas artificialmente parecen ser indicio de la existencia de distinciones sociales entre grupos, debieron ser utilizadas por varios poblados a la vez, quizá por individuos de un determinado status en cada poblado. Esa característica no se conoce en Mallorca, donde no existen agrupaciones de tumbas en la fase moderna de la cultura talayótica hasta que aparecen modelos de enterramiento de influencia romana, con la excepción de la necrópolis de Son Real, en Santa Margalida, quizá también un cementerio destinado a albergar personas de singular relevancia social.
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Mientras que las distintas regiones peninsulares desarrollaban, en la medida de sus posibilidades, unas formas personales del arte cristiano oriental y norteafricano, las tribus bárbaras se introducían sin aportar ninguna novedad en la arquitectura o en la ornamentación que no hubieran tomado prestada antes de la cultura latina. Los asentamientos visigodos se hicieron, por norma general, en pequeños grupos rurales, que vivirían en poblados de tiendas y cabañas, de los que sólo han llegado a nuestros días las necrópolis; en éstas, el número de tumbas no supera habitualmente las quinientas, para un siglo o poco más de utilización; si se atiende a que muchos enterramientos se emplearon en más de una ocasión y a la probable desaparición de los enterramientos infantiles y de los más humildes, se llega a un cálculo de comunidades de unos doscientos o trescientos individuos, que durante tres o cuatro generaciones mantuvieron las mismas formas de vida tradicional que habían tenido en su peregrinación por otras regiones europeas. Las necrópolis cristianas inmediatas a las basílicas de los siglos V y VI, se caracterizan por un escaso ajuar metálico y la presencia inevitable de algunas pequeñas jarras, platos y vasijas que hacen referencia a los alimentos necesarios para realizar el último viaje, según la tradición romana, y que se adaptan pronto a las ideas de la nueva religión. Estos conceptos son ajenos a la mentalidad visigoda, que ve en el enterramiento el lugar al que se debe llegar con las mejores galas que se hayan podido disfrutar en vida, y así, se cambian los objetos de cerámica y vidrio por ricas vestiduras y joyas; en la indumentaria visigoda era lo más habitual una túnica, ceñida por un cinturón ancho, y sobre ella una capa o manto que se sujetaba con una o dos fíbulas sobre los hombros. De todo ello, lo que se conserva en las tumbas es la parte metálica de la hebilla del cinturón, la fíbula del manto, y, ocasionalmente, alguna contera metálica de correajes y pequeñas joyas. En parte serían las prendas de mejor calidad con las que contase el difunto, pero en otros casos, parece que se trata de objetos nuevos, adquiridos y utilizados expresamente para el enterramiento, por lo que no puede verse en este ritual una costumbre de conservación de recuerdos personales, sino de manifestación familiar de una cierta capacidad económica en el acto social funerario. La moda y los estilos de estos adornos metálicos de la indumentaria fueron seguidos con cierta regularidad por los pueblos bárbaros, y existe un claro intercambio de influencias con la metalistería romana y la bizantina, en el que se va haciendo mayor el aprecio por las joyas grandes y de colores llamativos. Los prototipos de las fíbulas y hebillas visigodas están tanto en Italia como en el sur de Francia, en la primera como fruto del efímero reino ostrogodo de Teodorico, y en la segunda como consecuencia del reino visigodo tolosano. Los objetos aparecidos en las necrópolis españolas mantienen las mismas formas y sistemas decorativos que sus predecesoras, pero con técnicas locales y metales de menor valor. El tipo de fíbula de mayor empleo en el siglo VI es el llamado laminiforme, por derivar de unos modelos ostrogodos hechos con láminas de plata unidas por un puente o arco; el resorte de la fíbula, con un largo muelle arrollado, se cubre por una placa semicircular y la aguja se engancha bajo la placa alargada; la mayoría de las piezas españolas son de bronce y el puente es grueso y fuerte, como si se destinasen a prendas de abrigo; se decoran con grupos de trazos cruzados en distintas direcciones o con motivos trenzados, y ofrecen, en ocasiones, pequeños cabujones para contener gemas o pasta vítrea, si no están forradas con finas láminas de plata. En España se les suele llamar fíbulas de arco o de puente, por el desarrollo de esta pieza frente a una progresiva disminución en el tamaño de las láminas. Menos frecuente es la fíbula aquiliforme, en las que el resorte y la aguja quedan totalmente cubiertas por una placa recortada con el perfil de un águila; el origen de esta forma está en la Europa oriental, donde el águila se representa de frente, pero ya los ostrogodos simplificaron el modelo y llenaron toda la superficie de celdillas que contienen granates, que en las piezas visigodas se mezclan con pasta vítrea de distintos colores. Las hebillas de los cinturones se complementan con placas circulares o cuadradas, que también tienen precedentes ostrogodos. En la producción visigoda española hay además de una gran gema central otras piedras y celdillas rellenas de pasta vítrea polícroma, que evolucionan hasta cubrir toda la superficie de la placa en una producción estrictamente local. A partir del siglo VII, los tipos de hebillas de cinturón con placas se transforman en láminas de bronce fundidas con decoración calada, grabada o en relieve, mientras que se pierde el uso de las fíbulas. En las placas de hebillas del siglo VII hay reproducciones de los modelos al uso en el sur de Francia, pero también se encuentran otros de origen oriental, que pueden ser de fabricación bizantina. Con todos ellos, se forma una producción personal en la que abundan las placas de contorno en forma de lira, rellenas con temas de tallos y racimos, que también se dan en la escultura de la época.
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Vista la ambigüedad de los resultados bélicos en Europa y los desastres coloniales, Choiseul buscó una paz que confirmase lo obtenido y comprendió que la única forma era negociarla por separado: para el Continente y para los mares. En 1761 se produjo una nueva ofensiva de Federico II en Silesia y Pomerania, que venció a los austriacos en Durkersdorf y en Reichenbach, en julio y agosto de 1762, y a los imperiales en octubre en la batalla de Freiberg, por lo que el ejército prusiano entraba en el Imperio. Con la subida al trono de Jorge III las diferencias se habían suavizado con Carlos III, pero Pitt, contrario a cualquier política de acercamiento, provocó la ruptura con España en junio de 1761 y la firma del tercer Pacto de Familia en agosto. Aquí, Luis XV anteponía las reclamaciones españolas a los intereses franceses en las relaciones internacionales, mientras que Carlos III prometía la declaración de guerra a Gran Bretaña a cambio de la devolución de Menorca. Rotas las negociaciones en enero de 1762, Londres y Madrid volvían a las hostilidades, cuyas consecuencias no se hicieron esperar: los británicos capturaban Cuba y Filipinas a España, al tiempo que los franceses perdían numerosas islas americanas, como Martinica, Granada y Santa Lucía. Evidentemente, los desastres marítimos restaron muchas posibilidades a los Borbones en las conversaciones de paz. Pitt y Jorge III se enfrentaron por los asuntos españoles y dimitió, siendo sustituido por Bute, y con ello acabó la ayuda a Prusia. La muerte de la zarina Isabel, en enero de 1762, benefició a Federico II. El nuevo zar, Pedro III, natural de Holstein, provocó una inversión de alianzas y el cese de los combates, porque admiraba al rey de Prusia y su genio militar. Llamó a los ejércitos de Silesia, devolvió Prusia oriental y firmó el tratado de mayo de 1762 para la segregación de Austria y Dinamarca. El respaldo de Pedro III con la cesión de parte de sus soldados, envalentonó a Federico II y reinició las actuaciones bélicas en contra de los deseos de su aliado, lo que supuso la ruptura con Londres en abril de 1762. Sin embargo, el asesinato del zar y la sucesión de Catalina II desbarataron los planes prusianos, a pesar de los éxitos conseguidos en los campos de batalla. El acercamiento en busca de la paz entre París y Londres no era bien visto en Viena, pero ante el temor de quedarse sola frente a Prusia impulsaba las conversaciones, pues ya se había resignado, dada la actitud de la nueva zarina, a la pérdida de Silesia, que quedaría compensada con la posesión de los Países Bajos, prometidos a Francia a cambio de su ayuda para derrotar a Federico II. Contra todo pronóstico, ciertos acontecimientos inesperados favorecieron la consecución de la paz. Suecia, analizado su aislamiento, firmó un pacto con Federico y restituyó la Pomerania prusiana. Catalina II, rechazando parte de los compromisos adquiridos por su antecesor, se declaró neutral en el conflicto austro-prusiano. María Teresa pidió la paz a Berlín y Versalles presionó a Carlos III para que aceptase las condiciones británicas tras las graves derrotas navales, y hasta ofreció compensaciones para su entrada en las negociaciones. Gran Bretaña, agotada, sin aliados y regida por el pacifista Jorge III, poco preocupado por Hannover, firmó con Francia los Preliminares de Fontainebleau, en noviembre de 1762, ratificados por el Parlamento.
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Las inquietudes sociales que recorrían Europa como consecuencia del desarrollo industrial, con sus efectos de cambio en la mentalidad y sensibilidad de la época, reflejadas paulatinamente en la creación artística, no encontrarían acomodo en España, víctima de un notorio retraso tecnológico y, por ende, sociológico y artístico. Los pintores de la época permanecían anclados en un romanticismo académico, fomentado oficialmente a través de las Exposiciones Nacionales y de las enseñanzas impartidas en la Lonja de Barcelona, la Academia de San Fernando de Madrid y la recién creada Academia Española de Bellas Artes de Roma. No extraña, pues, que el Realismo tardara en introducirse de un modo oficial, si bien era sobradamente conocido por la larga nómina de pintores españoles que durante esos años gozaron de pensiones en Italia y Francia, gracias a la política cultural seguida por numerosos organismos oficiales, diputaciones y ayuntamientos. Todas estas vicisitudes vienen a explicar la falta de uniformidad que presidió la irrupción del Realismo en España, que se manifestó de muy variada forma. De un lado, la burguesía propicia la producción de un realismo preciosista; de otro, la presión academicista hace que el realismo se manifieste con el concurso de la última generación de los pintores de historia, al tiempo que el realismo social emerge al amparo de las Exposiciones Nacionales. Pero es en el tema paisajístico donde se obtienen las mejores y más sinceras conquistas.
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La Unión Soviética aprovechó la guerra para ampliar considerablemente su territorio. En primer lugar, consolidó las conquistas territoriales del protocolo secreto anexo al Pacto germano-soviético de agosto de 1939: Estonia, Letonia, Lituania y el territorio polaco situado al este del río Bug. En segundo lugar, las zonas ocupadas al amparo de dicho Pacto y de los primeros años de la guerra, antes de que la URSS se viese implicada. En este capítulo entran distintas porciones de Finlandia, como la salida de este país al océano Glacial Artico -el puerto de Petsamo-, Carelia y Salla; también entra una anexión poco conocida, la región de Tannu Tuva, en Mongolia. Por último hay que citar las anexiones del final de la guerra, que comprenden una parte de la Prusia Oriental alemana, incluida su capital, Königsberg, la Rutenia checoslovaca y una zona de Rumania que los soviéticos denominan Besarabia, pero que los rumanos consideran parte de Moldavia. En Asia, donde los soviéticos estuvieron en guerra con los japoneses tres días -dos semanas después del lanzamiento de las bombas atómicas-, se apoderaron de las islas Kuriles y la parte sur de la isla Sajalin. Originalmente ocuparon también Port Arthur, pero algunos años más tarde devolvieron esta antigua colonia japonesa -conquistada a los rusos en 1904- a China. Junto al dominio soberano de nuevos territorios, es preciso citar la ocupación militar por los soviéticos de una amplia porción de la Europa central y oriental. Entre 1945 y la caída del Muro de Berlín, los soviéticos tuvieron grandes efectivos militares desplegados en las extintas Alemania Oriental y Checoslovaquia, Polonia y Hungría. Aunque también se mantuvo la presencia en la llamada Alemania Federal de fuerzas de seis países occidentales -Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Holanda, Bélgica y Francia- y de unidades norteamericanas en otros países -Gran Bretaña, Holanda, España, Italia, Islandia, Grecia y Turquía-, la naturaleza de ambos despliegues fue desde 1945 distinta. En primer lugar, por su número -las fuerzas soviéticas en países europeos fueron más del doble que las norteamericanas-; en segundo lugar, por su dimensión política: los aliados occidentales garantizaron la recuperación de la democracia, en tanto que los soviéticos presionaron para derribar las democracias instaladas en su zona de ocupación en los años 1945-46, fruto de las elecciones libres convocadas en virtud de los acuerdos de Yalta. La diplomacia y el ejército rojos, en cooperación con los comunistas representativos de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumania, llegaron, si era preciso, al asesinato de sus opositores políticos. Europa se dividió en dos partes: la Europa capitalista y la Europa comunista, lo cual fue patente desde los mismos días en que terminó la Segunda Guerra Mundial. La expresión telón de acero -iron curtain- fue utilizada por Winston Churchill en una carta reservada dirigida a Truman en el mismo mes de mayo de 1945. Hubo, asimismo, otras anexiones territoriales. En compensación por la pérdida de territorios al este, Polonia recibió parte de la Prusia Oriental y otras tres provincias alemanas: Pomerania, Brandeburgo y Silesia. Rumania entregó a Bulgaria Dobrudja, pero recuperó Transilvania, en perjuicio de Hungría; Italia perdió, por supuesto, sus colonias africanas -Libia, Etiopía y Somalia-, pero también las islas del Dodecaneso -que pasaron a Grecia- y el Fiume, entregado a Yugoslavia. En Asia, Japón perdió, junto a Sajalin y las Kuriles, la península de Corea -dividida en dos zonas de ocupación, una soviética y otra norteamericana-, Formosa -devuelta a China- y los antiguos archipiélagos españoles de Marianas y Carolinas, que habían sido vendidos por Madrid a Alemania después de la pérdida de Filipinas y que a su vez pasaron a administración japonesa al concluir la Primera Guerra Mundial. Es preciso referirse, en fin, a los cambios potenciales engendrados por la propia guerra: tanto la abundancia de material militar disponible como de soldados entrenados facilitó, en los años siguientes, la existencia de guerrillas en las zonas coloniales, que forzó a las potencias europeas a la concesión sucesiva de la independencia, objetivo que se hallaba además en la Carta de las Naciones Unidas, suscrita en San Francisco el 26 de junio de 1945. El cambio de fronteras y el avance de los ejércitos soviéticos provocó, a su vez, un fenómeno que no había tenido lugar en Europa desde hacía más de un milenio: el desplazamiento, en número de varios millones de personas, de poblaciones enteras. Hubo un caso en que este desplazamiento fue producto directo de la fuerza: la URSS trasladó por completo la población tártara de Crimea, que había colaborado con los alemanes. En el resto hubo casos de presión -principalmente contra los alemanes del este del país- y también de libre elección de residencia, que se mantuvo hasta que, en 1961, se levantó el muro de Berlín. Para entonces, Alemania Oriental corría peligro de despoblarse. La huida alcanzó proporciones gigantescas. Unos diez millones de alemanes procedentes de la zona oriental del país, de Hungría y de Checoslovaquia se refugiaron en las nuevas naciones. En Finlandia hubo un cuarto de millón de desplazados, cifra enorme para un país de tres millones de habitantes. Cientos de miles de polacos, habitantes de los países bálticos, judíos y de otros países del Este sufrían también la pérdida de su hogar, sin contar los prisioneros de guerra. El número total de refugiados a causa de la guerra ascendió a unos 40-50 millones. El coste de la Segunda Guerra Mundial ha sido estimado en un billón y medio de dólares. Este cálculo comprende el esfuerzo de la producción de guerra y las pérdidas materiales causadas por el conflicto. Cuando se produjo el cese de las hostilidades en 1945, la economía de los países europeos se encontraba funcionando, como media, por debajo del 50 por 100 del nivel anterior a la guerra. Se había producido un caos financiero debido al recurso sistemático a la "máquina de hacer billetes" de los bancos centrales, como sistema de financiar los gastos de la guerra. Una de las preocupaciones inmediatas fue hacer frente a la inflación, con unos resultados muy distintos según las políticas elegidas. Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda fueron desde este punto de vista países modelo: en 1946 el coste de vida sólo superaba entre vez y media y dos veces el anterior a la guerra. En Bélgica, los precios se multiplicaron, en cambio, por 4; en Francia, por 19, y en Italia, por más de 50. El caso más dramático fue Alemania, donde el dinero dejó de tener valor y se volvió, de hecho, al sistema de trueque de mercancías. Los medios de producción, a pesar de los bombardeos, no habían sufrido daños irreparables, ni siquiera en Alemania. El esfuerzo de guerra había provocado un gran aumento de la industria y las destrucciones no habían sido tantas como para que las instalaciones industriales fuesen en 1945 inferiores a las de 1938. Por el contrario, eran más. Las causas de que la producción fuese, entre 1945 y 1947, muy inferior a los niveles anteriores al conflicto, se debió fundamentalmente a las dificultades financieras ya reseñadas y al caos de las comunicaciones; puertos muy importantes habían sufrido daños graves; miles de puentes estaban destruidos -sólo en las zonas de ocupación británica y norteamericana en Alemania se encontraban en ruinas 740 de los 958 puentes considerados importantes-; parte de Holanda se encontraba inundada y el sistema de canales del Benelux, norte de Francia y oeste de Alemania no pudo funcionar durante seis meses. El sistema ferroviario había dejado casi de funcionar y durante muchos meses sólo hubo un puente en condiciones para cruzar el Rin -a la altura de Nimega, Holanda- y otro para cruzar el Elba- en Hamburgo. Junto al problema de las comunicaciones, el terrible problema de la vivienda, que obligó durante muchos años a destinar buena parte de los recursos a la reposición de los hogares perdidos. En la mayor parte de las grandes ciudades alemanas, la destrucción superaba el 50 por 100 de las viviendas anteriores a la guerra y en algunas se rebasaba el 90 por 100. Para complicar las cosas, la meteorología resultó adversa en 1947 y se produjo una reducción de las cosechas agrícolas. En determinadas zonas europeas, particularmente en Alemania, sólo la ayuda norteamericana permitió a la población sobrevivir. A pesar de todo ello, la industria había crecido y durante la guerra -en contra de todas las previsiones de los expertos en demografía- se había iniciado un fuerte aumento de la natalidad, que se mantuvo hasta los años sesenta. Estas circunstancias favorables explican el éxito inmediato del Programa de Recuperación Europea -el Plan Marshall- que entre 1947 y 1950 puso a disposición de los países europeos un total de 9.400 millones de dólares. En el último año indicado, el Producto Bruto europeo superaba ya en un 30-35 por 100 los niveles de 1939. Esta fue la primera vez, en la historia de las guerras, en que el vencedor se ocupaba, con un importante derroche de medios y dedicación, de la recuperación de los vencidos. Estados Unidos seguía considerando el conflicto desde el punto de vista ideológico y nunca subordinado a las rencillas nacionalistas europeas. Ello sentó las bases del milagro -que no sólo fue económico, sino también político, en la medida en que se establecieron democracias estables- en los antiguos miembros del Eje. Alemania, Italia y Japón se convirtieron en los países de mayor crecimiento en las décadas siguientes -junto a España, que en cierto modo también se alineaba con los perdedores de la guerra- y el último de ellos redujo al mínimo sus gastos de defensa. Estados Unidos pudo realizar ese esfuerzo gracias a la transformación que experimentó durante la guerra. En 1939, Norteamérica padecía todavía las secuelas de la crisis económica, carecía de voluntad de protagonismo en la política internacional, apenas si disponía de Ejército de Tierra y Fuerzas Aéreas y no tenía un servicio secreto de proyección global. En sólo cinco años todo cambió. La influencia norteamericana en el mundo -que ya estaba presente en la cultura, gracias al cine y la música- se extendió a la práctica totalidad de las áreas sociales y no ha decaído desde entonces. El poderío militar llegaba parejo a unos nuevos modos de vida, el plasma o el DDT. La economía experimentó un acelerado crecimiento: su Producto Nacional Bruto pasó de 91.100 millones de dólares en 1939 a 312.600 en 1945; la renta per capita aumentó, en dólares constantes, en un 53 por 100 en el mismo período. Su lejanía de los teatros de operaciones evitó destrucciones en su patrimonio nacional. Tuvo que pagar un fuerte tributo en vidas -250.000 muertos y 650.000 heridos-, pero estas cifras fueron sensiblemente inferiores a las de los países europeos, debido a que, como se ha dicho, la mayoría de las bajas del conflicto no se produjeron en el campo de batalla, sino entre los no combatientes. Dentro de Estados Unidos, la guerra produjo una fuerte migración interna de dos tipos distintos: por un lado, hacia California, donde se asentaron gran número de las industrias de guerra debido a su proximidad al Pacífico y su climatología favorable; por otro, desplazó una gran cantidad de población negra hacia las áreas industriales. En 1940 sólo tres millones vivían fuera de su habitat tradicional de los Estados del Sur, de economía preferentemente agraria; en 1950 eran ya cinco millones los negros que residían fuera de la vieja Dixie. La incorporación de la mujer al trabajo -siempre debido a las exigencias de mano de obra- se realizó asimismo de forma masiva. En 1940 eran 13 millones las mujeres que trabajaban fuera de su hogar, en 1945 la cifra ascendía a 20 millones y constituían un tercio de la población activa. El paro se redujo al 1,2 por 100 en 1944 y aunque en 1948 subió al 3,4 por 100, este porcentaje era muy inferior al de diez años antes (19 por 100). La URSS salió del conflicto transformada, asimismo, en gran potencia mundial, pero pagó por ello un precio más caro. Además de las grandes pérdidas humanas, sufrió enormes destrucciones materiales. Las cifras oficiales soviéticas -con toda probabilidad infladas- indican que la URSS sufrió el 49,2 por 100 de las destrucciones causadas en todo el mundo por la guerra y que fueron equivalentes a cuatro veces y media la renta nacional de 1940. Como en Estados Unidos, la mujer tuvo que incorporarse de forma masiva a la fábrica -en 1945 el 55 por 100 de los obreros industriales eran mujeres- y hubo importantes desplazamientos de la localización de la industria, en este caso hacia el este. Gracias al traslado de fábricas enteras procedentes del oeste del país, la región de los Urales, Siberia y Asia central se convirtieron en zonas industrializadas. Al contrario que en Estados Unidos, la renta nacional disminuyó -en 1946 era el 78 por 100 de la de 1940-; el conjunto de la producción industrial se mantuvo en cifras similares, pero al dedicar la mayor parte de ella al esfuerzo de guerra hubo un brusco descenso en el capítulo de bienes de consumo. En Norteamérica, la desmovilización provocó una gran disponibilidad de mano de obra; las subidas de sueldos durante la guerra, pactadas con los sindicatos, elevaron el nivel de vida y la capacidad de consumo; los excedentes de la guerra permitieron una rápida aplicación a tareas civiles y a bajo precio -por ejemplo, en la aviación y en el trasporte de mercancías por carretera. En la URSS, que no desmovilizó y sufrió grandes daños en su territorio, no se produjeron tales efectos. De forma paralela se realizaron los estudios para poner en práctica, después de la guerra, un sistema integrado de la Seguridad Social. Tales estudios fueron publicados con el nombre de Informe Beveridge, el 1 de diciembre de 1942. Los 70.000 ejemplares de la primera edición se agotaron en Londres a las pocas horas. Este informe tuvo gran influencia en los distintos sistemas nacionales de Seguridad Social -incluido el español- y aunque sus mayores entusiastas fueron los partidos socialdemócratas, los conservadores asumieron también el concepto. Para todas las clases, para todos los fines, de la cuna a la tumba, fue la expresión de Winston Churchill, en 1943, que definió mejor que ninguna otra el proyecto de bienestar social, el Welfare State. El medio a utilizar iba a ser parecido en todas partes: generalización de la medicina gratuita, de las pensiones de jubilación, invalidez o viudedad, vacaciones pagadas y aplicación en la enseñanza del principio de igualdad de oportunidades, mediante una generosa política de becas. El meollo del sistema -la asistencia sanitaria y las pensiones- se pagaría mediante cotizaciones obligatorias de trabajadores y empresas, con mayor aportación de las segundas que de los primeros. El esfuerzo de guerra y esta nueva política condujo, de forma inevitable, a una creciente participación del sector público en el conjunto de la economía y muy pronto -tan pronto como en 1950- se le vieron las orejas a la amenaza del déficit producido por las exigencias sociales. Inmediatamente, los impuestos comenzaron a subir, aunque también lo haría de forma ininterrumpida y hasta la crisis energética de 1973 el nivel de vida.