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Ya toda la guerra giraba en torno a la eliminación del poder aéreo japonés. La campaña de las Marianas se orientó a conquistar los aeródromos, sin los cuales la guarnición podía dejarse olvidada. Como objetivo estratégico, las islas eran muy importantes, ya que tenían Filipinas, Formosa y China al alcance de sus aeródromos. En las islas Saipan, Tinian y Guam estaban las estaciones aéreas y sobre ellas giraría, lógicamente, la batalla. Pero el número de aparatos era relativamente pequeño. Desde febrero, los portaaviones de Mitscher habían atacado el archipiélago y destruido numerosos aviones en tierra o aire. Ahora llegaba el momento de la verdad: había que tomar la isla. En junio de 1944 zarparon en dirección a las Marianas los diversos grupos navales que compondrían la 5.? Flota, bajo el mando de Spruance. Allí estaban los grupos de desembarco, Task Force TF-52 (Turner) y 53 (Conolly), la 7.? Escuadra (Oldendorf), cuyos cañones debían ablandar la resistencia japonesa y apoyar los desembarcos. En total, esas fuerzas se componían de tres divisiones de marines, apoyados por unos 300 aviones con base en 12 portaaviones de escolta y por la artillería de 7 acorazados antiguos, 11 cruceros y 26 destructores. Más atrás navegaba Spruance con el grueso de sus fuerzas aeronavales, destinadas a apoyar el desembarco y, sobre todo, a protegerlo de cualquier posible reacción de la escuadra japonesa. Allí formaban la formidable TF-58 (Mitscher), que disponía de 15 portaaviones, 9 cruceros y dos docenas y media de destructores. Como grupo de fuego, la 5.? Escuadra (Lee), con 7 acorazados nuevos, 4 cruceros y 14 destructores. El día 15 de junio, esta fuerza enorme hizo su primer desembarco en Saipan. Una ola de fuego arrasó las playas y, en sólo veinte minutos, desembarcaron 8.000 marines, que serían 20.000 al oscurecer. Pero aquí el terreno favorecía a los japoneses. Sus posiciones elevadas podían batir las playas sin riesgo y la defensa no se hizo en el interior de la isla. Mientras tanto, el almirante Toyoda vio llegada la ocasión de asestar un golpe mortal a los norteamericanos. En las Marianas disponía de suficientes aeropuertos como para que los aviones de la 1.? Flota Aérea (vicealmirante Kakuta) pudieran emplearse a fondo contra la flota de Spruance, mientras la 1.? Escuadra Móvil (vicealmirante Ozawa), formada por el grueso de las fuerzas navales japonesas, cerraban la celada y aniquilaban a los norteamericanos. Ozawa llegó a revientacalderas desde Borneo, con la radio en completo silencio (los japoneses sabían que su clave estaba en manos norteamericanas desde la muerte de Yamamoto). Sus fuerzas eran las más importantes que Japón pudo reunir en toda la guerra: 9 portaaviones, con 550 aparatos; 5 acorazados, 10 cruceros y 36 destructores. Pero la batalla del destino ya no estaba a tiempo para jugarse: a Japón se le había pasado la hora. Ozawa, con una gran experiencia en la guerra, con ningún error computable en sus maniobras, perdería la batalla. La principal causa es la calidad de material y hombres enfrentados, sobre todo los aéreos. A esas alturas de la guerra, el potencial antiaéreo de los buques norteamericanos era muy superior al de los japoneses, pero la diferencia abismal se producía en el poder aéreo: los aviones norteamericanos eran más rápidos, maniobrables, mejor armados y, sobre todo, más sólidos, mejor protegidos y mucho mejor pilotados. Japón hacía excelentes aparatos frágiles, de gran alcance por su ligereza, pero no resistían ni un disparo, sobre todo porque sus pilotos no iban protegidos. Así, al producirse esta batalla del mar de las Filipinas, Kakuta y Ozawa disponían de aparatos tremendamente vulnerables pilotados por hombres muy bisoños, que hubieron de enfrentarse a aviones mucho más sólidos tripulados por hombres más experimentados. Una comunicación entre Ozawa y Kakuta fue situada por los gonios norteamericanos, pero Spruance, cautamente, no quiso fiarse y frenó la impetuosidad de Mitscher, temiendo una celada. Las posteriores controversias, que dan la razón a este último, no cambiaron el curso de aquella desigual batalla, denominada como de las Filipinas o, como la llamaban los pilotos norteamericanos, la caza de patos en las Marianas, que se produjo el 19 de junio de 1944. Los cazas, bombarderos y aerotorpederos japoneses tuvieron que pasar la dura prueba de los cazas Hellcat americanos. La primera ola lanzada por Ozawa -69 aviones- perdió 42 aparatos y sólo logró varios impactos de poca importancia contra la flota USA, que causaron 27 muertos y 23 heridos. La segunda ola japonesa, formada por 128 aviones, corrió aún peor suerte: 100 aparatos fueron derribados, y a costa de una docena de muertos norteamericanos y ligeras averías en media docena de buques. La tercera fuerza perdió siete aparatos y no logró ni un solo blanco naval. La cuarta fuerza no logró avistar a la flota norteamericana, aunque perdió varios aviones. Paralelamente, los aviones de la primera flota aérea japonesa eran pulverizados por los bombarderos norteamericanos cuando llegaban a los aeropuertos de las islas o en las acciones que emprendieron contra la flota norteamericana. Pero esto no pudo saberlo Ozawa, pues la radió japonesa continuaba en silencio para impedir que su flota fuera localizada. Aquel día negro para la Marina y la Aviación japonesas, los norteamericanos lograron destruir unos 325 aparatos (275 de Ozawa y 50 de Kakuta) a cambio de 30 aviones propios. Aquel día también perdieron los portaaviones Shokaku y Taiho, hundidos por la acción de los submarinos norteamericanos, que se llevaron al abismo 2.013 hombres. Al día siguiente, Ozawa siguió en la zona de combate, confiando en que parte de los aparatos que había perdido estuvieran en las islas y se dispusieran a atacar de nuevo. Esto ya no podía ocurrir, pero los norteamericanos consiguieron descubrirle, y en la tarde del día 20, con luz apenas suficiente para alcanzar a la flota japonesa, Mitscher lanzó 216 aviones contra Ozawa. Los aparatos norteamericanos cayeron sobre los japoneses casi a la puesta de sol y su ataque, con 20 aparatos perdidos en su lucha contra los cazas japoneses, fue nefasto para Ozawa, que perdió el portaaviones Hiyo, tuvo averías diversas en otros tres y en un crucero, y perdió dos petroleros y cerca de un centenar de aviones. Tras su ataque, el regreso de los pilotos norteamericanos hacia sus portaaviones resultó tan dramático como se esperaba y casi la mitad cayeron al agua, perdiendo aquel día 100 aparatos, aunque se salvó la mayoría de las tripulaciones. Para los japoneses, la batalla del mar de las Filipinas fue desastrosa. Kakuta se hizo el harakiri y Ozawa presentó la dimisión, que no le fue aceptada. Para los norteamericanos, aquel encuentro victorioso abrió la posibilidad de continuar la conquista de las Marianas y tres divisiones desembarcaron al sur de Saipán para iniciar la página más estremecedora de la guerra. Alrededor de 31.000 hombres, entre guarnición y civiles japoneses, residían en la isla, cuya mayor elevación, el monte Topotchan, fue ocupado por los americanos el 24 de junio. Al comprobar que a pesar de la terrible resistencia los americanos tomarían la isla, el día 16 de julio se suicidaron los dos jefes supremos. El almirante Nagumo se pegó un tiro en la cabeza y el general Saito se hizo el harakiri. Casi todos los enfermos del hospital se lo hicieron también y los 3.000 supervivientes de la guarnición se lanzaron, al día siguiente, a un ataque suicida contra los americanos. Como última parte del drama, mientras avanzaban hacia el interior, soldados y marines comprobaban horrorizados cómo mujeres, viejos y niños se arrojaban al mar desde los acantilados. El balance de Saipan produjo más de 26.000 muertos japoneses, y su resistencia retrasó la toma de Tinian y Guam, que fueron ocupadas después. En pocos días la primera isla y con más lentitud la segunda. Había terminado la batalla de las Marianas. La carretera de Tokio enfilaba la recta final. En los meses de lucha por las Marianas, la Aviación japonesa había perdido unos 1.200 aviones y, con ellos, los pilotos y tripulantes experimentados de que disponía. En adelante, aparte de su progresivo retraso tecnológico, los japoneses deberían enjugar su bisoñez, su inexperiencia como pilotos, lo que, en general, les convertiría en simples víctimas de los aviadores norteamericanos. Hoy es claro que la guerra estaba decidida entonces y que un solo paso más, la toma de las islas Riu-Kiu, hubiera puesto de rodillas a Tokio. Sin embargo, se siguió con el plan forzado por MacArthur: la toma de Filipinas.
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Italia se autoproclamaba "portaaviones indestructible anclado en el centro del Mediterráneo" y prefirió jugarse la baza de los acorazados y cruceros; Francia, aunque también optó por los grandes calibres, tenía en 1940 dos portaaviones y dos más en los astilleros. Alemania eligió los cañones y terminó dos grandes acorazados que tenía en construcción, prefiriendo a dos portaaviones que estaban en similar situación. La Kriegmarine alemana disponía al inicio de la guerra de siete acorazados de 10.000 a 26.000 toneladas, tres cruceros pesados y seis ligeros, 36 destructores y torpederos y 42 submarinos. Se hallaban en construcción tres acorazados de 35.000 a 40.000 toneladas, dos cruceros pesados y tres ligeros, 22 destructores y 29 submarinos. Gran Bretaña, aunque los innovadores deberían doblegar muchas voluntades conservadoras, optó claramente por la nueva arma: en 1940 disponía de un total de 1.917.178 toneladas, integradas por 15 acorazados y cruceros de batalla en servicio (de 30.000 a 42.000 toneladas) y siete en construcción (de 35.000 toneladas), 7 portaaviones en servicio y 6 en construcción, 15 cruceros pesados (10.000 tons.), 50 cruceros ligeros en servicio y 19 en construcción, 191 destructores y torpederos y 32 en construcción y 54 submarinos en servicio, más diez anticuados y otros cuatro en proceso de construcción. La Marina de guerra francesa ocupaba el cuarto lugar entre las grandes flotas mundiales, desplazando sus unidades un total aproximado de 833.000 toneladas. Al comienzo de la guerra Francia contaba con 7 acorazados (de 22.000 a 26.500 toneladas), 7 cruceros pesados y 12 ligeros, 2 portaaviones, 64 destructores y torpederos y 78 submarinos. Se encontraban, además, en construcción 4 acorazados de 35.000 toneladas y 2 portaaviones. Una diferencia aplastante a favor de los aliados y en contra del Eje, desde el punto de vista cuantitativo y cualitativo, porque los portaaviones terminaron decidiendo; y también porque los británicos disponían de dos grandes avances; el radar -detección en superficie en el aire- y el asdic -detección submarina-. Y si apabullante era la ventaja franco-británica en las escuadras en activo, también lo era en la construcción naval: tenían en los astilleros buques de guerra por 650.000 toneladas, mientras que los italiano-germanos no alcanzaban la mitad de esa cifra. Sólo en un aspecto naval era superior Alemania: los submarinos que causaron graves quebraderos de cabeza a Londres, pero no dieron el dominio del mar a Berlín.
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En casi todo el territorio de Liberia, y desde luego en su zona central, la cultura dominante es la traída desde América por los antiguos esclavos liberados que vinieron a fundar la república; por tanto, se explica la pobreza generalizada de formas tradicionales. Hay que seguir más adelante, llegar hasta las fronteras con Costa de Marfil, si queremos entrar de nuevo en el pintoresco mundo de las aldeas forestales animistas. Pero, eso sí, cuando alcancemos estas regiones, nos parecerá que hemos entrado en el mundo de las máscaras. No es que falten por completo las figuras talladas, y hasta son interesantes las estatuas que encargan los jefes dan para recordar a sus esposas difuntas, pero lo cierto es que en este complejo laberinto donde se entremezclan las etnias guere, wobe, dan y guro, la única autoridad generalmente respetada es la sociedad secreta Poro, que con sus múltiples máscaras supone la mejor introducción a un ambiente misterioso de brujería, rituales agrarios, hechizos y castigos tribales. De los cuatro pueblos citados, hay tres -guere, wobe y dan- que conforman una unidad sin límites internos precisos. Aunque de distinta procedencia -los dan son de origen sudanés-, todos viven en contacto constante a través de la selva, y, en el curso de sus múltiples visitas, se regalan e intercambian los objetos más variados, máscaras incluidas. Así se entiende que, en el interior de un poblado, se puedan descubrir piezas de distintos estilos; pero, por fortuna, ha logrado conservarse en la memoria el origen de cada tipo concreto, y por tanto pueden determinarse con seguridad las técnicas e iconografías de cada etnia. Desde luego, el más creativo es el pueblo dan. Y ello se explica por la propia teoría religiosa que mantienen los dan sobre las máscaras. Según afirman, existen numerosísimos dii, fuerzas naturales que habitan en la selva; y los más poderosos de estos dii son los gle, que expresan a los vivos, a través de sueños, su deseo de encarnarse en una máscara, o incluso en un conjunto de máscaras que habrán de bailar juntas. El que ha recibido tal sueño -un hombre iniciado en la sociedad secreta, pues si no el sueño no es válido se lo comunica al consejo de ancianos, y éste decide si se ordena construir la máscara o el cortejo en cuestión. Recibido el encargo, el escultor, inspirado por el gle también en sueños, realiza su obra -a la que también se llama gle-, y el espíritu se encarna en ella. Por tanto, cada máscara tiene en principio un carácter personal, con su forma peculiar de hablar y de moverse, y con su nombre propio, lo que supone la existencia de infinitas variantes artísticas. Sin embargo, pese a la teoría, el escultor tiene de hecho a su servicio una serie limitada de modelos básicos, una tipología de máscaras a las que se atribuyen diversas virtudes o características, y se basa en tales guías para concebir su nueva obra. Ha de tener en cuenta, por ejemplo, la oposición entre máscaras deangle (para los gle buenos, pacíficos y con carácter considerado femenino) y las máscaras bugle (para los gle guerreros, con rasgos masculinos), y sabe que también existen las máscaras gle va (para los gle más poderosos), que han de servir como jueces en la aldea, y que por tanto llevará quien haya de dirimir pleitos, solucionar querellas o firmar paces. Dentro de estos tres grandes tipos, sin duda conoce múltiples subtipos, que responden a las distintas funciones que cada gle desee cumplir en la aldea a través de la máscara en la que se encarne: los hay que animan las fiestas, otros curan o consuelan a los enfermos, otros jalean a los guerreros, etc. De cualquier forma, siendo imposible dar aquí un esquema, siquiera mínimo, de esta multitud de máscaras, nos limitaremos a recordar, con la mayor admiración, los finísimos y delicados rasgos de las máscaras deangle, que pretenden, y a menudo logran, darnos una limpia imagen de la belleza ideal de la mujer africana, con sus sensuales labios entreabiertos y sus ojos entornados. Frente a tan serena y relajante visión, los ojos cilíndricos (nya gbo: ojos de cacharro) que suelen llevar las máscaras bugle intimidan con su mirada fija y casi demencia]. Las facciones perfectas de la máscara deangle constituyen, por decirlo así, el leitmotiv de todo el arte figurativo dan: adornan sus ya citados retratos fúnebres de mujeres, y las hallamos también en los mangos de las cucharas wunkirmian y en las máscaras en miniatura ma go. Se trata de dos objetos muy típicos de esta cultura: según los dan, el wunkirmian es para las mujeres lo que las máscaras son para los hombres, y en cada barrio de la aldea hay una mujer, elegida por su predecesora antes de morir, que lo empuña en las fiestas para dirigir el reparto del banquete. En cuanto a las mascaritas ma go, son verdaderos fetiches que contienen un di¡, y G. Schwab nos informa así de su uso: "Cada mañana, en secreto, el hombre saca su ma, escupe en su cara, frota la frente de la pieza contra sí mismo, y dice: "Oye, tú, buenos días. No dejes que ningún embrujo llegue a mí. Así sea." Las etnias vecinas a los dan, aunque mucho menos ricas en formas y sugerencias artísticas, merecen un recuerdo, aunque sea de pasada. Así, es difícil olvidar, una vez vista, una de las terribles máscaras que fabrican los guere y los wobe: fortísimos colores, ojos saltones en forma de largos cilindros, alborotada pelambrera y, a veces, un entramado de cuernos tapando una cara abstracta, son los elementos esenciales de este expresionismo salvaje, verdadera personificación de la brujería. En el extremo opuesto de las preferencias artísticas se sitúa, en cambio, el pueblo guro. Acaso su máscara más repetida sea la zamblé, pequeña cabeza de animal híbrido, con cuernos de antílope y fauces de leopardo, que aparece en distintos bailes desempeñando papeles diversos; pero lo que siempre recordará el aficionado, tras la contemplación de varias obras, es la alargadísima estilización de sus caras femeninas, aún más idealizadas que en las máscaras dan, y realizadas con un acabado y pulido tan perfectos que, más de una vez, traen a la memoria el arte cortesano del gótico flamígero.
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Acaso donde más claramente se observa la compleja escala de simbolismos dogon es en el ámbito de las máscaras y de sus danzas, tanto las que tienen lugar en fechas fijas (la más famosa, la fiesta del Sigi, cada sesenta años) como las que presiden los festejos fúnebres, que se celebran con ostentación varios meses después de la muerte de un personaje importante, cuando se decide despedir definitivamente su alma. Según Griaule, el sabio Ogotemmeli decía: "La sociedad de las máscaras es el mundo entero, y cuando se agita en lugar público, danza la marcha del mundo, danza el sistema del mundo". En efecto, el día de la fiesta descienden a la aldea, procedentes de la cueva oculta donde guardan sus objetos sacros, los iniciados recubiertos con sus máscaras y disfraces. Pueden representar los distintos animales que bajaron del arca, y que luego cobraron cometidos míticos o totémicos; también pueden encarnar personajes reales (por ejemplo, los peul, vecinos y enemigos históricos de los dogon); pero sobresalen las máscaras más abstractas. Entre ellas, hallamos la kanaga, que por su forma -un tablón vertical cruzado por dos horizontales- es conocida entre los estudiosos como cruz de Lorena; según la cultura religiosa del dogon que la contempla, representa un pájaro, o cierto cocodrilo que permitió a los dogon cruzar un río, o el gesto de la mano de Amma cuando creó el mundo, o incluso el equilibrio del cielo y la tierra; en cuanto a la sirige, coronada por una alta tabla vertical de varios pisos, unos verán en ella la fachada de la casa del hogon, y por tanto el símbolo de la autoridad religiosa, mientras que otros la considerarán imagen de la escala o arco iris que une el cielo a la tierra. Desde el punto de vista plástico, las máscaras dogon, así como su representación pictórica en las laderas rocosas del precipicio, resultan impresionantes por su colorido y por las danzas agitadísimas en que aparecen, pero, a la vez, pobres por su ejecución y diseño: sobre un par de modelos básicos (el triangular y el cuadrangular), añadiendo o variando atributos, se componen prácticamente todas. Sin embargo, es algo que no debe extrañarnos: en principio, han de tallarlas los propios iniciados durante sus épocas de reclusión y estudio, y estos iniciados no tienen por qué recibir formación escultórica alguna. Por ello, resultan mucho más artísticas las figuras de bulto redondo. Son éstas muy numerosas, y talladas en estilos de muy diversos matices, entre los que destaca, por su simplicidad, el más primitivo, que los dogon atribuyen a los tellem, sus antecesores en el territorio que ellos ocupan desde el siglo XV. Pero, cualquiera que sea la escuela o variante local, todas las piezas ostentan la misma dignidad contenida, la misma afición por lo geométrico, fruto decantado por múltiples generaciones de artistas: maternidades, hombres solos, jinetes, mujeres trabajando, figuras de Nommo levantando los brazos para implorar la lluvia, constituyen el ajuar religioso de todo buen dogon, desde el dirigente de aldea hasta el simple jefe de familia, que las guarda en una hornacina de su casa para mantener vivo el recuerdo de los antepasados de la humanidad y de su linaje concreto. Tanto entre los dogon como entre sus vecinos (bamana, senufo, etc.) destacan, como género artístico, las puertas talladas en relieve de casas, santuarios y graneros. En estas obras, la amplitud del espacio y la posibilidad de un desarrollo bidimensional invitan a la meditación mitológica y a la asociación de símbolos, aunque rara vez los elementos aparezcan trabados en verdaderas composiciones. Además, en el caso de los dogon sobre todo, sugieren de nuevo al espectador el sentido religioso que tienen incluso las fachadas de los edificios: no es casual el número de nichos que adorna la casa de un jefe de clan ni puramente utilitaria la forma de horquilla de los pilares que sostienen la sala de reuniones de una aldea, por ejemplo.
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Entre Zoser y Snefru las mastabas de los príncipes de la corte faraónica no estuvieron sometidas a las normas de sobriedad y uniformidad impuestas por Keops en los cementerios de Giza, Y así encontramos en ellas varios tipos, entre los que predomina, en primer lugar, la mastaba que lleva en el interior de la superestructura una larga capilla-corredor. Un buen ejemplo de este tipo lo tenemos en la tumba de Hesiré, contemporáneo de Zoser, en Sakkara. Los nichos de la pared occidental del corredor estaban cubiertos por los relieves de madera a que ya hemos aludido. El dueño de la tumba aparece en ellos con distintas pelucas y en varias actitudes, de pie o sentado ante la mesa de ofrendas. Un tipo de mastaba muy común a comienzos de la IV Dinastía tiene la capilla de culto de planta cruciforme más o menos nítida. En sus capillas respectivas, la doble mastaba de Nefermaat y Atet -marido y mujer, padres de Hemiun, el visir de Keops- despliega una serie de pinturas con escenas de la vida familiar, entre las que descuella la de los hijos del matrimonio en compañía de monos domesticados, y también escenas campestres, de labranza y de pesca. A una de estas últimas pertenecen las célebres ocas de Meidum, hoy tan admiradas por los visitantes del Museo de El Cairo. Según antes decíamos, todo este risueño panorama se eclipsa en tiempos de Keops; pero los grandes artistas siguieron encontrando ocupación al servicio del rey, de modo que cuando la disciplina se relaja, a fines de la IV Dinastía, la tradición se restablece sin dificultad en los templos y en las grandes mastabas de la época siguiente.
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Los antiguos egipcios no podían formular definiciones, porque su idioma tiene dificultades casi insalvables para la abstracción y la generalización conceptual. De ahí el carácter de sus matemáticas. Cuentan en sistema decimal, escribiendo las cantidades de izquierda a derecha, empezando por las unidades superiores hasta llegar a las más simples. De esta manera suman y restan con facilidad e incluso multiplican por diez, pero el resto de multiplicaciones les plantea problemas graves. La división también trae complicaciones y desconocen las potencias y raíces, pero calculan por aproximación algunos cuadrados y raíces cuadradas. La práctica administrativa de la burocracia egipcia obligaba a tener presente el problema de las fracciones, que resolvieron con cierto ingenio al anotar las que tienen el 1 como denominador; en los demás casos proceden por adicción de fracciones. Las ecuaciones les son totalmente desconocidas. En geometría avanzaron algo más, aunque se quedaron en los comienzos, ya que no les interesó más que el aspecto práctico de los cálculos de superficie de parcelas, ocupándose de los triángulos y rectángulos elementales. Conocieron la relación del diámetro a la longitud de la circunferencia y dieron a pi el valor de 3,16.
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Las matemáticas se convirtieron durante el siglo XVII en el lenguaje de la ciencia moderna y sus progresos condicionaron los de ésta. Sin embargo, las formas matemáticas resultaban aún apenas inteligibles hacia 1600. De hecho, la escritura de los números arábigos estaba casi estabilizada, pero seguían usándose los números romanos, especialmente en contabilidad. El uso de los símbolos modernos para operaciones sencillas, como multiplicar, dividir o sumar, no se normalizó hasta la segunda mitad del siglo XVII, de tal manera que los argumentos matemáticos se habían expuesto hasta entonces de forma retórica. Por su parte, la notación algebraica se resolvió más o menos en la misma época; concretamente, la costumbre de emplear letras para las cantidades desconocidas o indeterminadas la introdujo el matemático francés Viète poco antes de 1600. Las operaciones aritméticas seguían ejecutándose por medio de métodos complejos. Precisamente, uno de los primeros aparatos calculadores se creó para obviar la necesidad de aprenderse de memoria las tablas de multiplicar. En trigonometría los griegos sólo conocían las tablas de cuerdas y durante la Baja Edad Media y el Renacimiento se idearon las tablas de senos y tangentes y se tabularon otras funciones trigonométricas, aunque el cómputo seguía siendo muy engorroso. Justamente, la necesidad de manejar grandes magnitudes en los trabajos astronómicos y la exigencia de facilitar los cálculos que llevaban aparejadas estas funciones estimularon a John Napier para inventar los logaritmos, cuyas tablas dio a conocer en su "Mirífici logarithmorum canonis descriptio", publicadas en 1614, constituyendo con toda justicia el descubrimiento matemático de mayor utilidad científica realizado en el siglo XVII. En geometría y trigonometría lo que se hizo a comienzos del siglo XVII fue asimilar los métodos griegos. El álgebra, en cambio, es una creación moderna sobre la base de fuentes hindúes e islámicas; tanto es así que los procedimientos geométricos griegos para resolver ecuaciones fueron sustituidos por métodos algebraicos. Con todo, las líneas de actividad de las matemáticas durante el siglo XVII fueron dos. La primera, vinculada a la "Geometrie" (1637) de Descartes, fue la introducción de la geometría analítica, esto es, la identificación de cantidades en una figura geométrica con cantidades algebraicas a partir de las cuales se puede formar una ecuación, de tal manera que como método hizo crecer la utilidad de las matemáticas en los problemas de la mecánica. El segundo campo de actividad fue la invención de las cantidades infinitesimales, cuyo punto decisivo fue la publicación de la "Geometría" (1635) de Bonaventura Cavalieri, que tuvo continuadores notables como John Wallis, cuya "Arithmetica infinitorum" sería estudiada con detalle por Newton. Como contribuciones esenciales al establecimiento de las matemáticas modernas es preciso no olvidar la creación de la teoría de los números y la aplicación de los procesos del álgebra a la geometría de Pierre de Fermat y la creación de una nueva técnica geométrica, la geometría proyectiva por Gerard Desargues.
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Las políticas autárquicas e intervencionistas se habían venido mostrando en los años cuarenta y cincuenta como insuficientes, ya que el proceso industrializador, al descansar sobre una indiferenciada sustitución de las importaciones y un fuerte proteccionismo, había generado insistentes desequilibrios en el conjunto de los indicadores económicos. La economía española, a diferencia de la de los países de Europa occidental que estaban teniendo un elevado crecimiento con baja inflación, seguía siendo una economía anticuada, con desajustes, con rigideces debido al excesivo intervencionismo, carente de modernas técnicas y métodos de gestión, con escasa dimensión de las plantas industriales, de baja productividad y competitividad. Esto explica el atraso económico y el aislamiento de nuestro mercado. La estructura industrial se encontraba aquejada por tres limitaciones (José Luis García Delgado): 1?. las relacionadas con la cortedad y las oscilaciones del mercado interior, dependiente en gran medida de una agricultura atrasada y sometida a fuertes fluctuaciones; 2?. las que provenían de la recortada capacidad de importar que permitía el mecanismo autodestructor de la propia política autárquica (autofagia), al hacer recaer sobre pocos sectores exportadores el coste de la fuerte protección de un gran número de actividades industriales y agrícolas; y 3?. las derivadas de la escasez de capital, que se agravaba por los obstáculos existentes para la inversión extranjera. Una consecuencia de dicha situación lo constituía el desequilibrio externo. En 1958 la crisis de la balanza de pagos era muy aguda, hasta el punto de que en la primavera del año siguiente las autoridades se vieron ante la amenaza de tener que cortar en pocos meses el suministro de materias primas e incluso el de la gasolina, debido a las escasas disponibilidades de dólares del Instituto Español de Moneda Extranjera (IEME). El ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, nos recuerda en sus memorias que durante la reunión del Consejo de Ministros del 1 de junio de 1959, Alberto Ullastres (ministro de Comercio) afirmó que no se disponía de un solo dólar, creando tal ambiente de angustia en el Gobierno que ese mismo día dio luz verde al Plan de Estabilización. Si bien es verdad que durante el mes de abril de 1957 Ullastres había devaluado la peseta y pretendido la unificación de los cambios, dichas medidas habían fracasado a causa del descontrol de la inflación. En el trienio de 1956 a 1958 el ritmo inflacionista se situó en un 11,7% anual acumulativo, suponiendo un rebrote de la misma tras unos años de estabilidad (1952-55). Antes de la aprobación del Plan de Estabilización, la inflación y el déficit de la balanza de pagos constituían motivos suficientes para un giro en la política económica. El nuevo Gobierno salido de la crisis de febrero de 1957 había introducido en el área económica a una serie de tecnócratas que trataron con éxito de variar profundamente la política económica que hasta el momento se había venido llevando a cabo. Para ello tuvieron que hacer frente a unos cuantos prejuicios -realmente tópicos- que hasta el momento habían presidido la actuación de los Gobiernos anteriores. Para Mariano Navarro Rubio se trataba de convencer a los miembros del Gobierno, a Franco y a parte de la clase política del Régimen, de que no se podía subordinar la economía a la política, ya que los medios financieros eran limitados y su utilización sin control perjudicaba la buena marcha de la misma. Además se confundía el esfuerzo con el éxito y era difícil criticar la obra realizada con tanto sacrificio, y por último, existía una desconfianza casi alérgica hacia cualquier organismo internacional, al presumirse que se movía por ocultos designios políticos. Tanto Navarro Rubio como Ullastres (también se debe incluir a Laureano López Rodó, que desde la Secretaría General Técnica de Presidencia se alineaba en la misma postura) se empeñaron en cambiar dicha forma de pensar, en buena parte apoyados por los malos datos de la situación económica. Como medio de llevar a cabo sus propuestas, y con el fin de contar con aliados políticos, procedieron a realizar una consulta sobre la conveniencia de llevar a cabo un giro en la política económica a diversas instituciones (Consejo Nacional de Economía, Banco de España, Organización Sindical Española, Instituto de Estudios Políticos, Instituto Nacional de Industria...), obteniendo respuestas favorables en todos los casos, excepto en el INI que seguía aferrado al trasnochado nacionalismo económico. Como pasos previos se alentaron los contactos con las organizaciones económicas internacionales (Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BMRD) y la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE)); ello servía no sólo para contar con aliados exteriores y asesores para realizar las medidas estabilizadoras, sino también para romper el cada vez más débil aislamiento de España en los organismos internacionales. La progresiva incorporación a dichos organismos y las ayudas técnicas y financieras de los mismos hicieron posible la puesta en marcha de los cambios previstos. A ello se debe añadir un conjunto de medidas que allanaron y facilitaron el camino previsto. En primer lugar, hay que referirse a la reforma fiscal de 1957, que implicó un freno a la contrarreforma tributaria que se había implantado desde el final de la Guerra Civil y que había dado como resultado un retroceso tanto en el volumen como en la estructura de la recaudación. Dicha contrarreforma había facilitado la corrupción, ya que las numerosas normas reguladoras habían impulsado el contrabando, los mercados negros (estraperlo) y el fraude fiscal. En 1957, el Ministerio de Hacienda reconoció la existencia de un fraude generalizado, cuya causa se atribuía a los altos tipos impositivos. Para acabar con el mismo, Navarro Rubio recurrió a los contingentes corporativos, ya ensayados por el fascismo italiano, y estableció un sistema de evaluaciones globales y de convenios con las agrupaciones de contribuyentes para los distintos tributos, que repartían (con arreglo a determinados índices externos y objetivos) un contingente fijado previamente. La reforma creó el impuesto de sociedades, el impuesto sobre las rentas del capital, el impuesto sobre los rendimientos del trabajo personal y el impuesto industrial. Los mismos sustituían a otros viejos. El objetivo era estimar el volumen económico de cada sector, o actividad para, a partir de esa cifra, aplicar un sistema de convenios y repartir los cupos. Pero al no contar Hacienda con un sistema de inspección que permitiera fijar la base, ni con estadísticas fiables para establecer las cifras reales de cada sector, se procedió a imponer un sistema de evaluaciones globales, que institucionalizaban la negociación como medio de repartir la carga tributaria. Dicho sistema, aunque injusto y tosco, fue eficaz, ya que se consiguió eliminar el déficit del presupuesto, aun a costa de la justicia en el reparto de los cupos que seguía dependiendo de las relaciones de poder internas de los colectivos con los que se negociaba. El fraude era tan importante antes de 1957 que, con las medidas adoptadas, los ingresos aumentaron rápidamente ya que afloraría gran cantidad de contribuyentes ocultos, permitiendo que la emisión de Deuda Pública descendiese de casi 15.000 millones de pesetas en 1957 a 4.700 en el año siguiente, aunque al poco tiempo la recaudación se estancó, a pesar del importante crecimiento de la renta nacional durante los años sesenta. Como era de prever, las agrupaciones corporativas de contribuyentes obstaculizaron el aumento recaudatorio. Hacienda no pudo hacer nada pues había renunciado a conocer las bases imponibles reales, por lo que la situación, en expresión de Fuentes Quintana, se convirtió en el sueño de los contribuyentes y la pesadilla de Hacienda. Una segunda medida se tomó en 1958 al aprobar la Ley de Convenios Colectivos Sindicales, que supuso no sólo una medida preestabilizadora sino también liberalizadora. La citada ley supuso un tímido reconocimiento de la autonomía colectiva, tanto de los patronos como de los obreros, en la medida que aceptó la existencia de intereses colectivos contrapuestos, lo que implicaba el cuestionamiento de la rigidez dogmática del Fuero del Trabajo por el cual no había lugar a los convenios colectivos. La nueva ley abría un periodo de negociación tutelada donde los Jurados de Empresa no iban a ser ya un lugar de armonía, sino de confrontación. Ello produjo serias contradicciones, ya que simultáneamente se mantuvo el encuadramiento unitario de los productores en el Sindicato y por tanto se impidió y reprimió cualquier forma de libertad sindical. A esto cabe añadir que se trataba de hacer compatible la existencia de la negociación colectiva con la permanencia de las Reglamentaciones de Trabajo, que eran fijadas de forma autoritaria por el Ministerio de Trabajo. La fuerza de los hechos y de los tiempos se fue imponiendo, y al igual que sucedió en el campo económico, se produjo un progresivo abandono de las concepciones ideológicas que habían definido al Nuevo Estado. El porqué de este cambio cabe atribuirlo a la necesidad de acabar con las rigideces en el establecimiento de las condiciones de trabajo, pero también es consecuencia de la necesidad de abrir nuestras fronteras y poner en marcha los mecanismos de mercado necesarios para favorecer el incremento de la productividad de las empresas. Otro factor, a mi entender menos influyente, fue la presión ejercida desde las fábricas por el todavía débil movimiento obrero. En tercer lugar, en el sector exterior se tomaron medidas respecto a la peseta, pasando de un tipo de cambio múltiple a un cambio único de 42 pesetas por dólar en abril de 1957. Sin embargo, esta decisión fracasó al poco de producirse debido al incremento de la inflación. Buena muestra de ello fue que a principios de 1959 existían al menos diez tipos de cambio diferentes que variaban entre las 31 y 95 pesetas por dólar. Al mismo tiempo se iniciaron los trabajos para revisar el arancel que había actuado como instrumento de la política autárquica y que suponía una rémora para nuestra integración en los mercados internacionales. Los graves problemas de la economía española hicieron que los ministros responsables de la misma apostaran por el cambio, lo cual suponía perder el miedo al mercado, miedo que había presidido hasta entonces las actuaciones gubernamentales; y si bien todo ello se iba a concretar en el Plan de Estabilización, no cabe duda que las medidas adoptadas abrían y facilitaban el camino.
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Junto a la realidad estructural que soportaba la España del último cuarto del Seiscientos, no es menos cierto que desde la década de los ochenta algunas acciones habían resultado positivas en diversas esferas de la vida nacional. En el terreno de la cultura y el pensamiento, es la época que alumbra los primeros intentos de renovación a través del minoritario grupo de intelectuales conocidos con el nombre de los novatores. Mediante las tertulias, las academias o en la vida universitaria, los escasos innovadores se atrevieron a poner en cuestión viejos dogmas y vetustos axiomas que vivían plácidamente bajo la protección de la ortodoxia religiosa vigilada por el Santo Oficio. Así, tímidamente, la ciencia moderna que se estaba imponiendo en Europa iniciaba su penetración por las fronteras hispanas, aunque con visibles cortapisas. La economía también comenzó a dar modestos síntomas de mejora, especialmente en la periferia peninsular. La demografía y la agricultura empezaron a remontar lentamente el vuelo en el litoral español (Galicia, Asturias, Cataluña, Valencia) y en algunos lugares del interior castellano como las tierras de Segovia. El comercio y la industria de estas regiones también despertaron de su prolongado letargo a través de proyectos como los encabezados por el comerciante catalán Narcís Feliu de la Penya. Cataluña acrecentaba sensiblemente sus exportaciones, Valencia reconstruía los muelles para poder dar salida a sus productos agrarios, Bilbao aumentaba sus ventas de lana. El mundo colonial experimentaba asimismo una ligera recuperación puesto que la llegada de metales preciosos había incrementado a lo largo de la segunda mitad del siglo y las exportaciones españolas parecían remontar algo el vuelo, fundamentalmente los productos agrarios y la quincallería. Al mismo tiempo, las autoridades impulsaron algunas medidas que iban en la dirección de incentivar la economía. En 1679 se creaba la Junta General de Comercio, que si bien no tuvo mucho éxito práctico venía a ser un indicativo de los nuevos aires revitalizadores. Un año después se efectuaba una severa devaluación de la moneda para tratar de acabar con la inflación. La medida concreta fue la pérdida de un 75% del valor del marco de vellón (pasaba de 12 a 3 reales) y la legalización a la baja (una octava parte de su valor) de la moneda extranjera que había entrado ilegalmente en circulación. En 1686 estas medidas se complementaban con la manipulación parcial de la plata (ascenso en su valor de 15 a 20 reales) con el objeto de evitar que saliese en dirección a otras naciones que apreciaban sobremanera la moneda española. Estas drásticas medidas fueron sin duda severas a corto término, especialmente para los que no vivían de sueldos fijos, pero tuvieron efectos benéficos a largo plazo al conseguir una mayor estabilidad, base esencial para el crecimiento económico. En suma, Felipe V iba a recibir en 1700 un legado contradictorio. Por un lado, se le transmitía una vasta monarquía que perdía fuerzas en el concierto europeo, que veía amenazadas sus colonias, que había sufrido una depresión demográfica y económica en los años centrales del Seiscientos y que tenía evidentes deficiencias en el funcionamiento de sus estructuras básicas. Por otro, el nuevo monarca era el heredero de una monarquía que empezaba a vivir unos modestos pero efectivos síntomas de recuperación: al menos a la altura de los años ochenta la depresión parecía haber llegado a su fin en buena parte de España, especialmente en su periferia.
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Las Meninas es la obra más famosa de Velázquez. Fue pintada por el genial artista sevillano en 1656 según Antonio Palomino, fecha bastante razonable si tenemos en cuenta que la infanta Margarita nació el 12 de julio de 1651 y aparenta unos cinco años de edad. Sin embargo, Velázquez aparece con la Cruz de la Orden de Santiago en su pecho, honor que consiguió en 1659. La mayoría de los expertos coincide en que la cruz fue pintada por el artista cuando recibió la distinción, apuntándose incluso a que fue el propio Felipe IV quien lo hizo. La estancia en la que se desarrolla la escena sería el llamado Cuarto del Príncipe del Alcázar de Madrid, estancia que tenía una escalera al fondo y que se iluminaba por siete ventanas, aunque Velázquez sólo pinta cinco de ellas al acortar la sala. El Cuarto del Príncipe estaba decorado con pinturas mitológicas, realizadas por Martínez del Mazo copiando originales de Rubens, lienzos que se pueden contemplar al fondo de la estancia. En la composición, el maestro nos presenta a once personas, todas ellas documentadas excepto una. La escena está presidida por la infanta Margarita y a su lado se sitúan las meninas María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco. En la izquierda se encuentra Velázquez con sus pinceles, ante un enorme lienzo cuyo bastidor podemos observar. En la derecha se hallan los enanos Mari Bárbola y Nicolasillo Pertusato, este último jugando con un perro de compañía. Tras la infanta observamos a dos personajes más de su pequeña corte: doña Marcela Ulloa y el desconocido guardadamas. Reflejadas en el espejo están las regias efigies de Felipe IV y su segunda esposa, Mariana de Austria. La composición se cierra con la figura del aposentador José Nieto. Las opiniones sobre qué pinta Velázquez son muy diversas. Soehner, con bastante acierto, considera que el pintor nos muestra una escena de la corte. La infanta Margarita llega, acompañada de su corte, al taller de Velázquez para ver como éste trabaja. Nada más llegar ha pedido agua, por lo que María Sarmiento le ofrece un búcaro con el que paliar su sed. En ese momento el rey y la reina entran en la estancia, de ahí que algunos personajes detengan su actividad y saluden a sus majestades, como Isabel de Velasco. Esta idea de tránsito se refuerza con la presencia de la figura del aposentador al fondo, cuya misión era abrir las puertas de palacio a los reyes, vestido con capa pero sin espada ni sombrero. La pequeña infanta estaba mirando a Nicolasillo, pero se percata de la presencia de sus regios padres y mira de reojo hacia fuera del cuadro. Marcela Ulloa no se ha dado cuenta de la llegada de los reyes y continúa hablando con el aposentador, al igual que el enano, que sigue jugando con el perro. Pero el verdadero misterio está en lo que no se ve, en el cuadro que está pintando Velázquez. Algunos autores piensan que el pintor sevillano está haciendo un retrato del Rey y de su esposa a gran formato, por lo que los monarcas reflejan sus rostros en el espejo. Carl Justi considera que nos encontramos ante una instantánea de la vida en palacio, una fotografía de cómo se vivía en la corte de Felipe IV. Angel del Campo afirma que Velázquez hace en su obra una lectura de la continuidad dinástica. Sus dos conclusiones más interesantes son las siguientes: las cabezas de los personajes de la izquierda y las manchas de los cuadros forman un círculo, símbolo de la perfección. En el centro de ese círculo encontramos el espejo con los rostros de los reyes, lo que asimila la monarquía a la perfección. Si unimos las cabezas de los diferentes personajes se forma la estructura de la constelación llamada Corona Borealis, cuya estrella central se denomina Margarita, igual que la infanta. De esta manera, la continuidad de la monarquía está en la persona de Margarita, en aquellos momentos heredera de la corona. Del Campo se basa para apoyar estas teorías en la gran erudición de Velázquez, quien contaba con una de las bibliotecas más importantes de su tiempo. Jonathan Brown piensa que este cuadro fue pintado para remarcar la importancia de la pintura como arte liberal, concretamente como la más noble de las artes. Para ello se basa en la estrecha relación entre el pintor y el monarca, incidiendo en la idea de que el lienzo estaba en el despacho de verano del rey, pieza privada a lo que sólo entraban Felipe IV y sus más directos colaboradores. En cuanto a la técnica con que Velázquez pinta esta obra maestra -considerada por Luca Giordano "la Teología de la Pintura"- el primer plano está inundado por un potente foco de luz que penetra desde la primera ventana de la derecha. La infanta es el centro del grupo y parece flotar, ya que no vemos sus pies, ocultos en la sombra de su guardainfante. Las figuras de segundo plano quedan en semipenumbra, mientras que en la parte del fondo encontramos un nuevo foco de luz, impactando sobre el aposentador que recorta su silueta sobre la escalera. La pincelada empleada por Velázquez no puede ser más suelta, trabajando cada uno de los detalles de los vestidos y adornos a base de pinceladas empastadas, que anticipan la pintura impresionista. Predominan las tonalidades plateadas de los vestidos, al tiempo que llama nuestra atención el ritmo marcado por las notas de color rojo que se distribuyen por el lienzo: la Cruz de Santiago, los colores de la paleta de Velázquez, el búcaro, el pañuelo de la infanta y de Isabel de Velasco, para acabar en la mancha roja del traje de Nicolasillo. Pero lo que verdaderamente nos impacta es la sensación atmosférica creada por el pintor, la llamada perspectiva aérea, que otorga profundidad a la escena a través del aire que rodea a cada uno de los personajes y difumina sus contornos, especialmente las figuras del fondo, que se aprecian con unos perfiles más imprecisos y colores menos intensos. También es interesante la forma de conseguir el efecto espacial, creando la sensación de que la sala se continúa en el lienzo, como si los personajes compartieran el espacio con los espectadores. Como bien dice Carl Justi: "No hay cuadro alguno que nos haga olvidar éste".