La información de mayor relevancia para el conocimiento de la nueva realidad municipal está constituida por las leyes municipales conservadas en las correspondientes tablas de bronce. Desde los primeros descubrimientos de estas leyes realizadas en Málaga en octubre del 1851 hasta la actualidad han ido aumentando el número de leyes correspondientes a diversos municipios. Algunos de estos hallazgos tienen un carácter eminentemente fragmentario; tal ocurre con los fragmentos de la ley municipal de Basilippo, procedentes del Rancho de la Estaca (Sevilla), con el de la correspondiente tabla de bronce de Ostippo (Estepa) o con el de la ley municipal de Cortegana conservada en la colección Lebrija de Sevilla. En contraste, se conserva una parte importante de las leyes de tres municipios flavios de la Betica como son Malaca, Salpensa e Irni o Irnium. De cada una de las leyes municipales de Malaca (Málaga) y Salpensa (Facialcázar) se han conservado sólo una tabla de bronce que en primer caso corresponde a los capítulos comprendidos entre el 51 y el 69, y en el segundo los existentes entre el 21 y el 29 de sus correspondientes leyes municipales. Mayor extensión posee lo dado a conocer de la ley municipal de Irni o Irnium, descubierta en la primavera del 1981 mediante detectores de metales en el yacimiento de Molino Postero a 5 kms. de El Saucejo (Sevilla), donde se localiza el correspondiente municipio flavio; concretamente, consta de seis tablas de bronce con una altura media de 57-58 cms. y una anchura de 90-91 cms., lo que expuesto en el muro de algún edificio del foro municipal exige una superficie de 9 m. x 60 cm. La Lex Irnitana, que en su integridad constaba de 10 tablas, y las restantes conservadas poseen un contenido en gran medida idéntico, lo que se explica por derivarse de una ley común de época flavia, que constituye el marco general que regula los estatutos municipales y que encuadra las peculiaridades de cada uno de ellos; esta ley flavia municipal a su vez actualiza una ley anterior, la Lex Iulia municipalis, que podemos atribuir a Augusto y datable en torno al 17 a.C. El número de los municipios flavios conocidos en Hispania aumenta progresivamente en la medida en que la documentación epigráfica da a conocer nuevos centros que se vieron afectados por la aplicación del Edicto de Vespasiano. En la actualidad los conocidos superan el centenar, correspondiendo 48 a la Betica, 41 a la Tarraconense y 22 a la Lusitana; pero tal número debe considerarse como provisional y derivado estrictamente de la documentación existente; de hecho, algunas hipótesis mantienen que su número real puede alcanzar los 400. En el territorio de la Betica, de donde proceden la mayor parte de las leyes flavias conocidas, las zonas afectadas están constituidas fundamentalmente por el Conventus Astigitanus, por la cuenca del Salsum (Guadajoz) y por la zona costera del Conventus Gaditanus; entre los centros promocionados al estatuto municipal se encuentran Arundo (Ronda), Arua (Peña de la Sal), Axati (Lora del Río), Canana (Villanueva del Río), Cisimbrium (Zambra), Igabrum (Cabra), Iluro (Alora), Malaca (Málaga), Munigua (Mulva), Naeua (Cantillana, Sevilla), Nescania (Valle de Abdalajis), Oningi (entre Casariche y Puente Genil), Osgua (Cerro del León), Sabora (Cañete la Real), Salpensa (Facialcázar), Singilia Barba (El Castillón, cerca de Antequera), Sosontigi (Alcaudete), etc. La extensión y el poblamiento de la Lusitania explican el menor número de municipios allí documentados, que se proyectan por todo su territorio; entre ellos, se encuentran Aeminium (Coimbra), Balsa (Tavira, Faro), Capera (Caparra), Caesarobriga (Talavera de la Reina), Conimbriga (Condeixa-a-Velha); Collippo (S. Sebastiao do Freizo), Mirobriga (Santiago do Cacém), Trutobriga (S. Tomas das Lamas), etc. Mayor complejidad reviste la delimitación de la municipalización flavia en la Tarraconense debido a la diversidad de situaciones históricas que alberga su territorio. Entre las zonas afectadas se encuentra el territorio oretano del alto Guadalquivir, limítrofe con la Betica, donde se constatan los municipios flavios de Boesucci (Vilches), Viuatia (Baeza) y Tugia (Toga); también los centros de la Meseta fueron promocionados, como se constata en los casos de Toletum (Toledo) o Complutum (Alcalá de Henares); e igual ocurre en el Conventus Cluniensis donde recibieron el estatuto municipal Augustobriga (Muro de Agreda), Numantia (Soria), Segontia (Sigüenza) y Palantia (Palencia). En cambio, la delimitación de la proyección de la municipalización en el territorio galaico y astur se encuentra condicionada por la persistencia en la zona de formas de organización suprafamiliares, relacionadas con el carácter, protourbano de su tipo de hábitat configurado por los castros. La perduración tras la conquista de formas de organización basadas en el parentesco ha permitido sustentar posiciones historiográficas restrictivas en relación con la proyección de la municipalización. No obstante, en la actualidad se subraya que estas formas de organización, a las que con anterioridad se conocía con el cuestionado nombre de gentilicias, evolucionan tras la conquista y permiten la proyección del régimen municipal. Concretamente, la organización superior conocida como populus, que alberga a diferentes organizaciones de orden inferior esparcidas por el territorio del tipo gentes y gentilitates que habitan los castros, fue identificada como civitas y dotada de una organización municipal que no tiene su correspondencia urbanística. Tal es el contexto donde cabe enmarcar los datos epigráficos que documentan la existencia de una administración municipal en comunidades como Avobriga, Brigaecium (cerca de Benavente), Bergidum Flavium (Castro de la Ventosa), Lancia (Villasabariego), Limici (junto al puente de Limia), etc. La adaptación del régimen municipal a las formas de organización indígenas constituye la forma más generalizada de aplicación del Edicto de Latinidad en el Noroeste. No obstante, éste también se proyecta a centros administrativos creados por los romanos a partir de los campamentos de las legiones o de la propia realidad indígena con la función de centralizar la actividad de sus respectivos conventus, como ocurre en los casos de Asturica Augusta y de Bracara Augusta. La aplicación del Edicto de Latinidad contribuye a la modificación del poblamiento incluso en territorios como el de la Betica, que se habían visto afectados con anterioridad por fundaciones coloniales y por promociones municipales. La complejidad de sus consecuencias en este aspecto se aprecia en esta provincia en la presencia de diversos procesos que oscilan desde la fusión de centros, que con anterioridad constituyen realidades diferenciadas, a la segregación de núcleos adscritos a entidades privilegiadas, o finalmente al cambio de ubicación del centro urbano. La fusión de realidades urbanas previamente diferenciadas se aprecia en la Betica en diversos casos, en los que la tradición literaria constata la existencia de la contributio, que define bien la unificación de dos unidades de importancia semejante o bien la integración de un centro menor en otro de mayor importancia; tal ocurre en la fusión entre Contributa Iulia Ugultunia, formada, como su nombre indica, a partir de la agregación de varias unidades menores en época augústea, con Curiga (Monasterio), que a tenor de la información de Plinio se produce en época flavia; la segregación se aprecia en la misma provincia en el caso de Ipsca (Cortijo de Iscar, cerca de Castro del Río), que en principio estuvo integrada en el territorio de la colonia cesariana Virtus Iulia Iptuci, pero que en época flavia se separa y constituye un municipio flavio, cuyos habitantes se inscriben en la tribu Quirina. El centro donde mejor se documenta el traslado de ubicación de un centro indígena en el contexto de la municipalización flavia está constituido por Sabora, en donde se constata la existencia de una autorización de Vespasiano, materializada en un rescripto fechado el 29 de julio del 77 d.C., que permite a los saborenses trasladarse desde su anterior emplazamiento a la llanura. La investigación arqueológica ha permitido identificar el asentamiento originario en el Cerro de Sabora, al sur de Cañete la Real (Málaga) y el nuevo emplazamiento en el cortijo de la Colada y Fuentepeones. El edicto de Vespasiano sentó las bases definitivas de la urbanización de las provincias hispanas; con posterioridad, sus centros urbanos tan sólo se vieron afectados por las decisiones puntuales del algunos emperadores; tal ocurre en el caso de Itálica, cuyos habitantes solicitaron y obtuvieron del emperador Adriano la modificación de su estatuto de municipio por el de colonia romana. En cambio, otras disposiciones de carácter general, como la Constitutio Antoniniana del emperador Caracalla (211-217 d. C), que concede la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio, tuvieron menor relevancia en la provincias hispanas debido a los precedentes establecidos por el proceso de municipalización y de colonización, y de cualquier forma se produce en un momento en el que los derechos de ciudadanía romana dejan de constituir un referente social en cuanto a la distribución de privilegios. Los centros urbanos hispanos afectados por el proceso de colonización y por las promociones estatutarias quedan formalmente incluidos en cuatro tipos de estatutos; los que implican mayores privilegios están constituidos por la Colonia civium romanorum y por el Municipium civium romanorum, que posibilitan a los individuos de sus respectivas comunidades la posesión de la totalidad de los privilegios inherentes a la ciudadanía romana; la única diferencia existente entre ambos radica en el mantenimiento en los municipios de tradiciones propias que enraízan en el mundo indígena. Los dos estatutos restantes, el de Colonia civíum latinorum y el de Municipium civium latinorum conceden a sus habitantes los derechos civiles relativos a la propiedad o la organización familiar y posibilitan sólo a la elite que ejerce las magistraturas acceder a la plena posesión de los derechos de ciudadanía romana.
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Esta pequeña tablilla es muy similar a la primera obra que Doménikos firmaría en Italia, concretamente en Venecia. Está inspirada en un dibujo de Tiziano, por cuya obra sintió especial atracción el cretense. El protagonista de estas escenas sería San Francisco en el momento de recibir los estigmas. Vemos la serena figura del santo en la zona central de la composición, en las laderas del monte Alvernia. Tras el santo aparece el hermano León mientras que el paisaje se diluye en la lejanía. El árbol de la izquierda es muy similar al que aparece en una de las tablas del Tríptico de Módena, lo que muestra su dependencia de modelos anteriores. Pero las novedades la superan con creces; concretamente cabe destacar el efecto de profundidad, la organización compositiva y el aire de misticismo que siempre sabrá Doménikos otorgar a sus imágenes, especialmente por los rostros de las figuras y la posición de las manos. Los pesados ropajes de los hábitos apenas dejan ver la anatomía de las figuras, actitud que será repetida más adelante por el pintor. Los colores empleados recuerdan ligeramente a Tintoretto, por cuyo arte parece sentir especial atracción Doménikos durante los tres años que pasó en Venecia. Del mismo modo, la pincelada rápida y concisa es típica de la Escuela veneciana. El pequeño formato de estas primeras obras de El Greco puede deberse a su deseo de experimentar, así como a su formación cretense. Una vez en España sabemos por Francisco Pacheco que Doménikos guardaba una copia a pequeño tamaño de todas las obras que realizó.
contexto
Las así llamadas Guerras Celtibéricas fueron realmente destinadas al sometimiento de celtíberos y vacceos. ¿Por qué no servían ya los pactos firmados por Tiberio Sempronio Graco? Cuando se inician las hostilidades el 153 a.C., los celtíberos reclaman el cumplimiento de aquellos pactos y Roma intenta justificar que los habían infringido al no pagar impuestos ni ofrecer tropas al Estado romano, exigencias extraordinarias que nadie había reclamado. En la búsqueda de justificaciones para dejar constancia de que ambos sólo hacían guerras justas, cuadra bien el que unos y otros ofrezcan pretextos justificativos de sus acciones, pero, desde la lógica política de Roma, esta guerra se presentaba como un eslabón más para cubrir su programa de la anexión completa de la Península. Un buen testimonio de tal programa es el comprobar que el año de comienzo de las hostilidades, el 153 a.C., Roma envía a sus dos cónsules a la Península. Los celtíberos venían conociendo los métodos militares y los proyectos políticos de Roma desde la II Guerra Púnica. Habían luchado contra o con el ejército romano en diversas ocasiones, y habían establecido pactos con los generales romanos. En el interior de la Celtiberia se venía produciendo una cierta romanización ya antes de su sometimiento a Roma. Cuando el Estado romano acusa a los celtíberos de haber faltado a los pactos por dedicarse a reconstruir las murallas de sus ciudades, había un fondo de verdad en tal acusación. La lectura detenida de los autores antiguos que relatan las operaciones bélicas y los estudios modernos de arqueología espacial demuestran que, en la Celtiberia, se estaba superando el nivel organizativo de aldeas y se estaban dando pasos hacia la construcción de formas políticas cercanas a la organización estatal. Cuando el 153 a.C., Q. Fulvio Nobilior, al frente de un ejército de dos legiones se dirige a Segeda, ciudad de los belos, cuya muralla estaba siendo reconstruida con la intención de servir también de protección para los titos, no se habían terminado las obras y la población asustada huyó y buscó refugio en el territorio de los arévacos. Hay dos instituciones que, sin ser exclusivas de los celtíberos, se documentan de modo particular entre los mismos: los pactos de hospitalidad y la devotio. Los pactos de hospitalidad están demostrando un nivel de intensas relaciones intercomunitarias; daban la forma institucional precisa para que particulares, grupos o comunidades enteras fueran recibidos en otras comunidades con la protección que tenían sus propios ciudadanos. A su vez, la práctica de la devotio consistente en la consagración de particulares a alguna persona distinguida por su capacidad militar y/o política está desvelando la existencia de desigualdades sociales que conducían a la marginación social; los devoti constituían grupos armados puestos al servicio de un protector de quien esperaban apoyo económico y social. La distribución geográfica de las téseras de hospitalidad presenta una gran concentración en el área de la Celtiberia, tanto en el estudio clásico de Lejeune como en los posteriores que han aportado otras nuevas. De igual modo, tampoco es casual que los textos antiguos hablen del numantino Retógenes, quien se puso al servicio de la ciudad con todos sus devoti. En el área celtibérica se habían roto, pues, los posibles usos y prácticas comunales y se estaba acelerando el proceso de formación estatal, al que acompaña siempre una marcada desigualdad social. Los belos y titos, que habían buscado refugio en los arévacos, infringieron una grave derrota al ejército romano, pero, con los restos del mismo, Nobilior aún estuvo en condiciones de poner cerco a Numantia (Numancia). Desde ese momento, Numancia se convirtió en el símbolo de la resistencia celtibérica contra Roma, pues el cerco se mantuvo hasta la caída de la ciudad el 133 a.C. y, durante esos veinte años, fueron pasando a poder de Roma las demás ciudades celtibéricas y las vacceas. Si se tiene en cuenta que Numancia tendría una población de unas 7-8.000 personas, resulta difícil de comprender su resistencia ante un ejército tan numeroso. Cuando se leen los relatos de los autores antiguos que nos dicen que, en los campamentos romanos, había buhoneros y prostitutas indígenas y que los soldados llevaban una vida muelle, se adquiere otra dimensión del heroísmo de Numancia. A la baja moral de unos soldados que no tenían excesivo interés en volver a Roma para pasar a engrosar las filas de los desheredados de las ciudades, se unían muchos antiguos vínculos de celtíberos y romanos y una gran indecisión de los generales romanos, que oscilaban entre mantener las consignas de una guerra total de sometimiento a los celtíberos o bien proponer al Senado romano que renovara con estos pueblos los antiguos pactos. El sucesor de Fulvio Nobilior, M. Claudio Marcelo, que no dudó en atacar otras ciudades, fue el primero de los que sugirieron al Senado la necesidad de hacer la paz. El gobernador del 137, C Hostilio Mancino, llegó a tomar la iniciativa de firmar pactos que no fueron reconocidos por Roma; Mancino fue entregado desnudo a los numantinos. Bajo el pretexto de que los vacceo ayudaban con provisiones a los celtíberos sin previa declaración de guerra y sin haber mediado hostilidades, el ejército romano inició el ataque abierto a los vacceos. El sucesor de Marcelo, L. Licinio, tomó Cauca (Coca, provincia de Segovia), Intercatia (Valverde de Campos) y Pallantia (Palencia), adueñándose así de las grandes ciudades que controlaban la mayor parte del territorio vacceo. A partir del 143 a.C., van cayendo en poder de Roma las demás ciudades celtíberas: Contrebia fue tomada por Metelo el 143 y Termes (Tiermes, provincia de Soria) el 141 por Q. Pompeyo; antes del 134, habían pasado también a depender de Roma, por la entrega voluntaria o por acciones militares, centros tan importantes como Segobriga (Cabeza del Griego, Saelices), Uxama (Burgo de Osma, provincia de Soria) o Clunia (Coruña del Conde, provincia de Burgos). El año 134, Escipión, después de someter a un duro y largo entrenamiento a sus tropas, procedió al cerco completo de Numancia con obras combinadas de campamentos y fortificaciones que impedían cualquier acceso a la ciudad incluso por el río. Se calcula que se empleó en el cerco de Numancia a unos 20.000 hombres. Tras un largo asedio, la ciudad fue rendida por el hambre. Los pocos supervivientes fueron llevados a Roma como prisioneros para ser exhibidos en los actos de celebración del triunfo de Escipión. Numancia fue arrasada y sólo años más tarde se permitió su reocupación. Toda la población de celtíberos y vacceos, sometidos en acciones militares, quedaron en la categoría de súbditos, dediticii, obligados al pago de impuestos regulares por la explotación de las tierras que antes eran de su propiedad y ahora pasaron al Estado romano.
contexto
Con la llegada de los omeyas a la Península, el patrimonio cultural de Oriente conquistó Europa. No es común ver a un príncipe encarnar de manera casi perfecta el apego de una cultura, la andalusí, a las ciencias, las artes y las letras. Con Abd al-Rahman I no sólo ocurre esto: con su marcha forzada de Damasco y su entronización en Córdoba (756), el fundador de la dinastía Omeya en al-Andalus representa la transmisión a Occidente de todos los legados de Oriente. Cuando, nostálgico, ordena traer una palmera que le recordaría su Siria natal, protagoniza uno de los primeros acontecimientos científicos en la historia de al-Andalus: la plantación de este árbol en su mítica residencia de campo es un precedente del uso de los jardines botánicos para la mejora metódica de las especies. En las primeras y turbias décadas que sucedieron a la conquista musulmana en el año 711, hechos de esta trascendencia eran inéditos. Cuando en el año 785 ordena construir la mezquita Mayor de Córdoba, entroniza un estilo que influenciará tenazmente el arte y la arquitectura en todo el Occidente islámico. Mucho se ha escrito sobre si fue el arquitecto de la fabulosa obra, pero lo cierto es que sus sucesores respetaron escrupulosamente en sus ampliaciones las geniales innovaciones, formas y proporciones plasmadas en el templo primitivo. Con Abd al-Rahman I, pues, encontramos en forma de anécdota histórica todos los elementos precursores o fundadores que desembocarían pronto en una deslumbrante explosión creativa, producida en una sociedad plural que sabía recoger los frutos de numerosas herencias. En el campo de las ciencias, parte del considerable legado del iranismo y del helenismo llegó a través de las traducciones árabes realizadas en Bagdad o en la Península. La medicina y otras disciplinas empezaron a ser objeto de compilaciones realizadas por especialistas a menudo procedentes de Oriente y sabios andalusíes, entre los que destacaban numerosos cristianos y judíos. A finales del siglo X, Hasday Ibn Saprut, dignatario judío de la corte califal; Ibn Yulyul, médico cordobés de los omeyas; y Muhammad Ibn al-Kattani tradujeron al árabe la Materia médica de Dioscórides, bajo la égida de un monje bizantino. La lista de sabios que marcaron la historia de las ciencias en al-Andalus es interminable. Cabe citar, en época omeya, a al-Zahraui (Abulcasis), padre de una voluminosa enciclopedia de medicina y cirugía; al-Mayriti, divulgador del neoplatonismo y del pitagorismo; Ibn al-Saffar, autor de un tratado sobre el empleo del astrolabio y de las tablas astronómicas, sin olvidar a Ibn Firnas, que intentó volar adaptando a sus brazos dos alas y cubriéndose con una pieza de seda revestida de plumas. Más allás de esta anécdota, a orillas del Guadalquivir, en Toledo o en las ciudades del Levante se palpaba cierto espíritu de la Alejandría de los Ptolomeos en el afán por almacenar el saber. La biblioteca de al-Hakam II se componía de decenas de miles de volúmenes. Arrasada la famosa colección del ilustrado califa, y apagada la mecha del califato omeya a principios del siglo XI, la llama de la ciencia se mantendría encendida en las ciudades de al-Andalus. A su vez, este legado se trasmitiría parcialmente a la Europa cristiana a través de las traducciones de los textos árabes al latín, gracias sobre todo a la paciente labor de monjes en Toledo, Cataluña y tantos otros lugares. En el capítulo de las artes, el acto fundador de la construcción de la mezquita de Abd al-Rahman I iba a desembocar, casi dos siglos después, en el período de plena madurez del arte omeya. Se puede admirar en la ampliación de al-Hakam II, en el efecto hipnótico de su mihrab, en lo vertiginoso de los arcos entrecruzados, en la luminosa solución de las bóvedas nervadas. También se vislumbra en las ruinas de Madinat al-Zahra. La ciudad califal no ha dejado solamente su sobrecogedor esqueleto de piedra y mármol, su soberbio Salón Rico y todo un imaginario sobre tejados de oro y albercas de mercurio, sino que nos ha premiado con los objetos de las artes suntuarias, diseminados en museos y colecciones del planeta, ahora mismo expuestos en su entorno original. Son los testigos del exquisito refinamiento imperante en la corte. Las deliciosas arquetas y botes de marfil salidos de los talleres de Azahara crean mundos maravillosos, en los que aparecen jinetes, músicos, pájaros, pavos reales, leones y animales fantásticos en medio de una profusa vegetación estilizada. Las columnas y paneles de mármol que adornaban los palacios están tan finamente tallados que nos recuerdan precisamente la labor de encaje en el marfil. Los objetos de bronce que vieron fluir las aguas de este paraíso artificial retienen parte de sus misterios: las bocas de fuente en forma de cervatillo que adornaban las albercas reales, los aguamaniles que cobran la forma de pavos reales, sin olvidar la rica producción de cerámica con variados motivos en verde y manganeso y las suntuosas telas de seda o de lino, bordados en hilos de oro, que salían de Dar al-Tiraz, las fábricas reales de la ciudad califal. En cuanto a la producción literaria, todos los géneros están excelentemente representados. Las recopilaciones biográficas son un enorme baúl donde cabe buscar en las historias, anécdotas y obras de los miles de autores andalusíes. Las descripciones geográficas ofrecen un fascinante recorrido repleto de imágenes y metáforas por todas las ciudades de la España musulmana, y las rihla (relatos de viaje) cuentan las peregrinaciones de los eruditos occidentales por el Oriente, en busca de la sabiduría. Luego géneros como las raudiyat o nauriyat estaban exclusivamente dedicados a la descripción de las flores. Siempre en el dominio de lo convencional, numerosos poetas vivieron en la corte de los emires y califas cordobeses, prontos para cantar alabanzas y panegíricos a sus amos. La vena creativa se prolongaría en las cortes de los príncipes de las taifas, en los palacios de los gobernadores almorávides y almohades, entre las murallas de la Alhambra y en las calles de las ciudades de al-Andalus.
contexto
La Ilustración americana y filipina presenta unas características que la convierten en buena medida en una versión provincial de la Ilustración metropolitana. De hecho, las similitudes se observan en las fuentes, en los contenidos, en el programa de modernización, en las instituciones que promueven las Luces: poco las Universidades, algo más las Sociedades Económicas de Amigos de País o los Consulados, mucho más los centros educativos de nueva planta, como los Colegios Carolinos o los Jardines Botánicos. En todo caso, puede discutirse si la influencia europea alcanza las regiones americanas por vía directa o a través de la mediación metropolitana, es decir en qué manera se articula la misma doble vía que seguía el tráfico comercial. También puede discutirse hasta qué punto se produce una refracción de ideas en el necesario contraste de los conceptos recibidos con la diferente realidad observada en las Indias. Finalmente, se puede enfatizar como factor positivo la mayor facilidad de acceso a las fuentes (menor espesor del pensamiento tradicional, contacto directo con la publicística europea, menor operatividad de la censura inquisitorial, etc.) o se puede subrayar como factor negativo el alejamiento de los lugares donde se expandían más profusamente, donde brillaban con más intensidad las Luces, como se quejaba en Guatemala el médico José Felipe Flores: "De suerte que si como yo he vivido en la gurupera del mundo hubiera estado en otra parte, yo hubiera hecho más de una fachendada". O como declaraba el ilustrado quiteño Eugenio Espejo (Francisco Javier Eugenio Santa Cruz y Espejo): "Estamos en el ángulo más remoto y oscuro de la tierra, a donde apenas llegan unos pocos rayos de refracción de la inmensa luz que baña a regiones privilegiadas". Sin embargo, sin minusvalorar estos rasgos propios, tal vez el gran factor de diferenciación es el criollismo. Si una de las mayores conquistas del movimiento intelectual ilustrado en la metrópoli fue el descubrimiento de España, la difusión de las Luces en las Indias españolas fue responsable del despertar de la conciencia de América. El fenómeno no era nuevo, pues el siglo XVI ya había dado cuenta de la diferencia de la naturaleza americana (como se puede ver por ejemplo en la obra del padre José de Acosta), mientras el siglo XVII ya había alumbrado el orgullo de la excelencia americana (como se puede comprobar por ejemplo en la obra de Bernardo de Balbuena), de modo que los escritos de Lavardén o Landívar, o de muchos otros, no hacían sino prolongar una corriente que tenía ilustres precedentes. La novedad de la Ilustración es la plasmación de esta diferencia en un pensamiento político. Si en España las Luces sirvieron para poner en entredicho las bases del sistema, en un abanico desplegado desde el reformismo (críticas contra el sistema fiscal o contra la perpetuación de los mayorazgos) a la opción liberal (liberalismo económico o constitucionalismo), en América las Luces permitieron formular una alternativa a la consideración misma del carácter colonial de los reinos de América. Es cierto que las posiciones no fueron unívocas. El jesuita español Juan Nuix defendió desde un punto de vista ilustrado la obra de España en América. Del mismo modo, José Baquíjano y Carrillo (como muchos de los ilustrados criollos) no buscaron más que la reforma del sistema colonial o la modificación en favor de los españoles americanos de las relaciones de dependencia mantenidas desde la metrópoli. Sin embargo, aquí el extramuros liberal terminó significando una apuesta por la independencia de las Indias, por la implantación de un nuevo sistema económico, social y político que implicaba necesariamente la ruptura de los vínculos con la Monarquía española. Esa es la verdadera originalidad de la Ilustración americana, que incluso en este extremo pudo encontrar comprensión en el campo de los liberales metropolitanos, como pudo demostrar el pronunciamiento de Rafael del Riego.
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Irlanda es proverbialmente la isla rica en oro de la Prehistoria del Viejo Continente. La brillante historia del oro de Irlanda se inicia en la Edad de Bronce Antiguo, con un grupo de discos, hallados por lo general en parejas (sun discs), cuya decoración, en repujado, muestra motivos cruciformes, y que debieron de colocarse prendidos a las ropas. Estos discos, sin embargo, quedan en desventaja frente a la colección de las magníficas "lunulae". Las "lunulae" son láminas de oro en forma de cuarto creciente lunar, cuyos extremos acaban en pequeñas paletas. Simplemente por su mera tipología se las podría considerar joyas personales que se portarían al cuello. Sin embargo, ninguna de ellas se ha hallado en un contexto funerario, por lo que este punto no puede ser confirmado. El número de las "lunulae" aparecidas supera el centenar, pero, en todos los casos, éstas han sido halladas en depósitos aislados, o en grupos de hasta cuatro ejemplares. Los análisis metalográficos de que han sido objeto han dado con la fuente del oro empleado en su manufactura: el área de Croghan Kinshelah, en el condado de Wicklow. Sin embargo, los ejemplares, no necesariamente irlandeses, aparecidos en Escocia, en Cornualles, en Gales, en Bretaña, aunque, en minoría, pudieron haber sido fabricados en sus respectivas regiones con oro local. Las "lunulae" forman un conjunto relativamente uniforme. La lámina batida es extremadamente delgada. Los bordes se realzan con líneas y diminutos triángulos incisos. La decoración, efectuada a martillo sobre la lámina con un punzón de madera o hueso hasta dejar una delicada impresión lineal (que no puede llamarse exactamente grabado), mantuvo un repertorio geométrico constante. Acogida sistemáticamente a los laterales del collar, la ornamentación se reúne en franjas separadas y hace alternar, en positivo o negativo, en dirección vertical o transversal, triángulos rellenos de trazos con triángulos enlazados y rombos. Aquéllas más elaboradas y de mejor técnica se han incluido en el grupo clásico. Una de las "lunulae" más complejas de este "Classical type" es el ejemplar del Museo Británico de Blessington (Condado de Wicklow). No todas ofrecen el mismo nivel de calidad. Algunas reflejan la mano de un orfebre más descuidado o inexperto. Esta clase de "lunulae" se ha agrupado en el tipo "Unaccomplished". Finalmente, aquellas que parecen ser imitaciones hechas fuera del territorio irlandés constituyen el tipo "Provincial". Se da la paradoja de que las mejores, las del tipo clásico, se han hallado con frecuencia en áreas provinciales, por lo que es de suponer que muchas de ellas salieron de los talleres irlandeses para ser exportadas. Las "lunulae" reflejan una tradición artística establecida y conservadora. Su producción, se ha calculado, dura más de quinientos años. El sistema de decoración elegido es convencional y repetitivo. Se ha apuntado (Taylor, 1970) que la inspiración se encuentra en los motivos de la cerámica campaniforme, tesis que es, en apariencia, veraz y acertada, pero que se contradice con la escasa representatividad de la población campaniforme en Irlanda. De cualquier manera, la serie de motivos ornamentales es ancestral, universal, y permanecerá en la orfebrería de la Edad de Bronce como un residuo tradicional del trabajo en oro. A pesar de la falta de datos para aseverar la función de las lunulae, ellas son, sin duda, objetos muy apreciadas, deseables, y de gran atractivo. Su posesión hubo de ser objeto de exhibición. Las lunulae son, en definitiva, la manifestación más popular y genérica de los símbolos de poder de las comunidades europeas atlánticas en la Edad de Bronce Antiguo.
contexto
Respecto a las manos diremos que son una de las imágenes más sugestivas de la iconografía paleolítica. Cuando, en un recoveco de una cueva, se descubre una mano que llega a nosotros a través de los milenios -y el autor de estas páginas ha tenido la suerte de encontrar varias en la cueva del Castillo-, se vive un momento emocionante por la presencia corporal de ese antepasado artista que nos tiende su extremidad a través del tiempo. Las manos pueden ser negativas (siluetas con un halo) o positivas (impresión directa de la mano impregnada de color), siendo las primeras mucho más numerosas que las segundas. Las manos negativas se obtenían arrojando el color por la boca o por un tubo, como un rudimentario precedente de lo que hoy llamamos pintura a la pistola. El aspecto aureolado de la mancha de color, negra o roja, la reserva del espacio vacío cubierto por la mano, nos inclinan a pensarlo así, pues un pincel no habría obtenido los matices progresivamente ligeros y vaporosos a medida que la pintura se aleja de los límites de la mano. Muchas provincias de arte prehistórico, en diversos lugares del mundo, tienen representaciones de este género. Incluso se encuentran conjuntos magníficos en la Patagonia. Para el arte paleolítico europeo la dispersión geográfica es la siguiente: España cantábrica (Altamira, El Castillo, La Pasiega, Fuente del Salín), Pirineo francés (Gargas y Trois-Fréres), Lot (Cobrerets y Rocamadour), valle del Vézére (Font de Gaume, Bernifal, Sergeac y Beyssac) y la Francia mediterránea (Baume Latrone y Collias). Además, con carácter general, se pueden hacer las siguientes constataciones: 1, en la zona pirenaica francesa, en el Lot y en el valle del Vézére, sólo hay manos negativas (la mano positiva de Bedeilhac es dudosa); 2, en la zona mediterránea francesa no hay más que manos positivas; y 3, en la zona cantábrica se encuentran a la vez manos negativas y manos positivas. En total se encuentran representaciones de manos en una veintena de cuevas, sin incluir entre ellas los casos de posibles manos estilizadas que algunos consideran como mazas o armas (Santián, Le Portel). Ya hemos citado las más representativas, pero nos detendremos en el caso particular de Gargas, en el Pirineo francés, y de Maltravieso, en Extremadura. Gargas tiene la singularidad de que casi todas sus manos -190 sobre 200 aproximadamente- presentan diversas mutilaciones de los dedos. En Maltravieso, todas las mutilaciones -sobre unas treinta manos pequeñas- son del dedo meñique, a menos que la mano sea siempre la misma, lo que creemos muy probable. Respecto a su morfología, por tanto, se pueden distinguir la mano natural intacta y la que presenta mutilaciones. Pero, ¿se trata realmente de mutilaciones? Sus descubridores y en general todos los investigadores se han inclinado por esta hipótesis a causa del gran número de paralelos que proporciona la etnografía. Este es el caso del último estudioso del tema, el médico A. Sahly. Pero, G. H. Luquet ya señaló en 1922 que si la mutilación existió no era una práctica general y sistemática, pues nunca se ha encontrado un esqueleto mutilado de esta forma. Fue este autor el primero en señalar que podía tratarse de manos con los dedos doblados. Muchos años después, en 1967, A. Leroi-Gourhan se manifestó en favor de esta hipótesis. Para él las manos mutiladas encerrarían un lenguaje parecido al de los sordomudos o al que utilizaban los indios norteamericanos de las praderas. El hecho de que no se encuentren con más frecuencia lo explicaba así: "...se trata probablemente, para un grupo étnico circunscrito, de la transposición directa de los símbolos gestuales del cazador al arte parietal". En cuanto a las viejas estadísticas, que contaban las manos derechas y las izquierdas en busca de ambidextrismo o de zurdería, las juzgamos totalmente inservibles. Basta girar la posición de la mano modelo para tener la silueta de la contraria. Sin embargo, en todas las cuevas que contienen manos hay una mayoría de izquierdas, lo que correspondería a una manipulación con la derecha. Así, en la cueva del Castillo, de un grupo de 44 manos en la galería de este nombre, hay 35 manos izquierdas. En Gargas, en un recuento de 150 manos claras hay 124 manos izquierdas y 14 manos derechas. En el terreno de la mera hipótesis parece lógico suponer que la diferenciación material de las dos manos debió preceder a la diferenciación intelectual, o mejor, refiriéndonos al Paleolítico, a la mágica. La derecha para el trabajo y la izquierda para el espíritu. Además, esto se relaciona, en el caso de Gargas, con el hecho de que la mayoría de las manos izquierdas son al mismo tiempo manos negras. Se ha dicho con frecuencia, asimismo, que se representaron manos masculinas y femeninas. Pensamos que es mejor hablar de manos de hombres y de niños -o muchachos-, pues en este sentido orientan las huellas de pies localizadas en algunas cuevas. Acerca de su significado sólo se puede adelantar que hay que incluirlos en el concepto general de signos. En el sistema cronológico-evolutivo del abate Breuil las manos eran atribuidas al Auriñaciense; en el de Leroi-Gourhan pueden ser de diversos momentos de la larga secuencia de este arte.
contexto
La contribución del sector manufacturero a la renta era escasa en un país dominado por las actividades agropecuarias. Las Reales Fábricas, de inspiración mercantilista, habían sido creadas con el patrocinio del Estado con el doble objetivo de evitar en lo posible las importaciones de manufacturas extranjeras que desequilibraran en demasía la balanza comercial y, en segundo lugar, importar y aplicar conocimientos tecnológicos de los que el país era deficitario. Sin embargo, a fines de siglo las dificultades de estos establecimientos eran muchas, y su mantenimiento sólo obedecía a razones de prestigio y no a criterios económicos. Sus elevados costes de producción, debido a que las técnicas fueron siempre tradicionales, y la elaboración de productos de alta calidad daban como resultado un elevado precio por unidad que, aunado a la escasa demanda, favorecía la acumulación de existencias, sin que se encontrara salida a la mercancía almacenada. Las pérdidas eran, así, cuantiosas. El establecimiento textil más importante y mejor conocido gracias a Agustín González Enciso, la fábrica de Guadalajara, sufrió un déficit crónico, y su supervivencia sólo fue posible por la permanente inyección financiera de la Real Hacienda. Con la excepción de Cataluña, el resto de las regiones españolas poseía una artesanía complementaria de la actividad agrícola, con unos gremios incólumes monopolizándo la artesanía urbana y cuyo horizonte se reducía a satisfacer la demanda doméstica, con escasa comercialización fuera de los límites comarcales. La España interior contaba con una industria rural dispersa, alejada absolutamente de las relaciones capitalistas. El textil segoviano se hallaba deprimido desde los años sesenta, y aunque en Palencia hubo una cierta expansión productiva, ésta era el resultado de haberse multiplicado el número de talleres y no de la incorporación de mejoras técnicas. También Andalucía sufría de anemia industrial, y los intentos habidos en las dos últimas décadas por ensayar fórmulas de organización evolucionadas no llegaron a fructificar debido a la mala comercialización o a la ineficacia de la gestión. En 1780, la Sociedad Económica de Amigos del País de Sevilla puso en marcha en la ciudad una fábrica de quincallería según el modelo británico, pero la falta de máquinas adecuadas frustró el proyecto; cinco años después, un industrial inglés, Nathan Wetherell, logró éxito con una fábrica de curtidos, pero la Guerra de la Independencia la condenó a desaparecer, y también fracasó a principios del siglo XIX una fábrica granadina de lonas para abastecer a la Marina. Sólo la iniciativa estatal fue capaz de mantener en Andalucía una institución duradera, la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, dotada de un magnífico edificio. En Valencia, la industria sedera, estudiada por Santos Isern, había caído en un declive definitivo. A fines de siglo eran muchos los obreros en paro dedicados a la mendicidad, y en 1801 la Sociedad Económica valenciana patrocinó la puesta en marcha de una Junta de Beneficencia que proporcionara alimento a los muchos obreros de la seda que sufrían la paralización de los telares, cuya actividad se había contraído en cerca de un 30 por ciento respecto a 1798 como consecuencia del conflicto con Inglaterra. El caso alcoyano era una excepción en tierras valencianas. El desarrollo de la industria papelera y textil pañera en la segunda mitad del siglo, dado que las condiciones orográficas dificultaban la expansión agrícola, había logrado que la población activa alcoyana dependiera predominantemente del sector secundario. En el resto de la región, la dispersión de las manufacturas, la fuerza gremial, lo reducido del mercado y el atractivo mayor y más seguro de la tierra para invertir el ahorro disponible, cercenaron el avance de las manufacturas. En Galicia, la fundición de Sargadelos, con una fábrica de loza anexa, creada en 1788 por iniciativa del asturiano Antonio Raimundo Ibáñez, también fue excepcional en un territorio donde estaban ausentes las instalaciones industriales. Sin embargo la experiencia de Sargadelos no fue catalizadora de otros intentos similares. Como estudió Casariego, los métodos tradicionales empleados, sobre todo la utilización de carbón vegetal, fueron una rémora importante, pero no lo fue menos el contexto social de rechazo en que tuvo que desarrollar su actividad, con motines como el de abril de 1798, alentado por clérigos e hidalgos opuestos a la modernización que representaba Sargadelos. Galicia sí contó con una industria rural dispersa basada en la lencería, y con la elaboración de mantelerías en La Coruña, dirigida su producción al mercado castellano. Su atraso tecnológico y la falta de redes de comercialización adecuadas acabaron por poner a estas manufacturas en una situación de estancamiento, llegándole su crisis definitiva en los años treinta del siglo XIX. La siderurgia en la cornisa cantábrica en general, y en el País Vasco en particular, tenía rasgos extremadamente tradicionales, por utilizar la definición de Luis María Bilbao y Emiliano Fernández de Pinedo. Aunque las ferrerías vascas contaban con el beneficio de estar situadas en una provincia exenta y, por tanto, en una zona de libre comercio con grandes ventajas arancelarias, lo que le daba más facilidades para la exportación que al hierro cántabro, su atraso tecnológico era tan escandaloso hacia 1790 que estas ventajas no tenían ya ningún efecto positivo. Desde 1770, la producción siderúrgica estaba estabilizada, pero las guerras comenzadas en 1793 afectaron muy negativamente su actividad, iniciándose su declive. La destrucción en 1794 por los franceses de las fábricas de municiones de Orbaiceta, Eugui y La Muga no vino sino a profundizar una situación que ya era crítica. Sólo en Cataluña fue posible la formación de una industria moderna y evolucionada en torno al sector textil algodonero. Según Pierre Vilar, la positiva evolución de la población y de la economía del Principado desde los años treinta, una vez superada la crisis abierta por la Guerra de Sucesión, hizo posible el aumento de la renta agraria y de los beneficios comerciales. Parte del capital acumulado se orientó hacia industrias tradicionales, como la seda y la lana, y otra porción hacia nuevas iniciativas vinculadas al algodón. Las manufacturas textiles tradicionales no lograron superar el modelo protoindustrial. Los gremios lastraban la artesanía sedera, y en 1791, de los 1.500 telares existentes en Barcelona, sólo funcionaba una tercera parte, trabajando a ritmo lento. En el sector pañero, pese a que se generalizó el trabajo rural a domicilio, sobre todo en las primeras etapas productivas (limpieza y cardado de la lana), y a que el gobierno le concedió beneficios en forma de exenciones y franquicias, la producción quedó estancada a fines de la década de los setenta. Fue el sector algodonero la punta de lanza de la industrialización catalana. Tras una primera etapa en que se estampaban tejidos importados se inició la fabricación, en el área Barcelona-Mataró, de telas de algodón que imitaban a las procedentes del Indico, las llamadas indianas. En 1768, Vilar menciona que eran veinticinco las fábricas de indianas de más de doce telares que funcionaban en Cataluña: veintidós en Barcelona, una en Manresa y dos más en Mataró. Doce telares era el mínimo exigido para que la empresa fuera considerada como reglamentada, es decir, con capacidad de ser denominada fábrica y formar parte de un organismo de fabricantes consolidado y con capacidad de representación. En 1784, el número de fábricas de estas características había aumentado a sesenta y dos, y la demanda de hilados de algodón se había multiplicado por tres entre esos mismos años. Una serie de circunstancias positivas había hecho posible esa primera gran expansión espontánea, pero sobre todas ellas se percibe el efecto beneficioso del Reglamento de Libre Comercio de 1778, que permitió a los catalanes la navegación directa a las colonias ultramarinas, seguido, en 1783, del fin de la guerra con Inglaterra, que se había iniciado por franceses y españoles aprovechando el conflicto en que estaba envuelta Gran Bretaña con sus antiguas colonias de América del Norte con el propósito de recuperar las pérdidas de la Guerra de los Siete Años. En 1792, un 21,4 por ciento de la producción textil algodonera se exportaba a América. Según Vilar, "el secreto está en América", pero esta es una afirmación que no engloba toda la verdad de la expansión de la industria algodonera. También cuenta, y mucho, el mercado interior, que fue conquistado por la acción de esforzados comisionistas. Por último, debemos aludir a la mecanización, estimulada por los beneficios que aportan las indianas y los estampados, pero también por los inconvenientes que experimentaba la industria debido a los conflictos bélicos de finales de siglo y primeros años del XIX. Las jenny y las waterframe importadas de Inglaterra sirvieron para incrementar la producción y la eficacia empresarial, pero las muy serias dificultades en que se hallaba la industria al iniciarse el siglo XIX sólo pudieron ser superadas por el carácter innovador de la burguesía, que no cejó en efectuar inversiones conducentes a la modernización tecnológica. En 1803 fue instalada una primera mute jenny en la industria barcelonesa de Clarós y Torner movida por fuerza hidráulica, y en 1807 eran ya catorce las mule jennies que funcionaban para la fabricación de indianas, con fábricas de hilados, como la de Joan Vilaregut en Martorell, que poseía dieciocho máquinas inglesas, al tiempo que se había logrado concentrar todas las fases de la producción en la fábrica. La manufactura había dado paso a la moderna industria mecánica. Pero el caso catalán era una excepción en una realidad manufacturera dominada, a fines del Antiguo Régimen, por un mercado raquítico, con un escaso nivel de consumo; por una falta de alicientes para la inversión, que seguía estando atraída por la tierra; y por una general carencia de innovaciones tecnológicas.
contexto
"Bohemundo, más hábil que nadie a la hora de dirigir un asedio, tanto que superaba al famoso Demetrio Poliorcetes, concentró sus esfuerzos contra Durrës (antigua Dirraquium, en la actual Albania), utilizando contra ella todo lo que sus ingenieros fueron capaces de inventar". El príncipe normando -como cuenta Anna Comneno en su Alexiada- asedió la ciudad el 3 de octubre de 1107 y, durante meses, se entretuvo en la construcción de "maquinas, tortugas, torres, arietes y refugios móviles, adecuados para la protección de trabajadores y zapadores". Finalmente, avanzó sobre Durrës una enorme tortuga, "monstruo indescriptible" que ofrecía "un espectáculo terrorífico": era una gran máquina, construida sobre un armazón cuadrangular dotado de ruedas, que tenía el techo y las paredes cubiertas de pieles de buey. Se movía empujada por millares de hombres que desde su interior la manejaban con cabrestantes y levas. Cuando estuvo al abrigo de la muralla, se desmontaron sus ruedas y la tortuga fue sólidamente fijada al suelo, para que las sacudidas no desunieran sus protecciones; los hombres más robustos se colocaron a derecha e izquierda del enorme ariete que había en su interior, y lo hicieron golpear violentamente, con un movimiento cadencioso, contra la muralla, que a pesar de ello resistía. Entonces, los asaltantes comenzaron a excavar una galería subterránea que les condujera a la ciudad; frente a esta nueva amenaza, los defensores excavaron con rapidez una gran trinchera y calcularon ansiosamente el lugar por donde podría avanzar el enemigo. Apenas descubierto, abrieron, a su vez, una contra-galería y, cuando pudieron ver a los zapadores de Bohemundo a través del agujero abierto, emplearon su principal recurso defensivo: el fuego líquido, compuesto -dice Anna- "por resina de pino mezclada con azufre" (pero calla los otros componentes, que eran secretos). El mortífero fuego, lanzado mediante sifones y tubos de caña, "cae como un rayo, carbonizando el rostro de los enemigos", y los pocos que lograron salvarse salieron "huyendo como enjambres de abejas asustadas por el humo". Bohemundo da la orden de utilizar la más importante de sus máquinas: una torre móvil, también de base cuadrangular, que supera en dos o tres metros la altura de las torres de la ciudad asediada, y está provista de puentes levadizos, que podían bajar sobre la muralla. "La visión de la torre -continua narrando la Alexiada- era terrorífica, más aún por el hecho de que avanzaba sin que se conociera la causa de su movimiento, como un gigante que emerge de las nubes". Efectivamente, se deslizaba sobre muchas ruedas y la impulsaban los soldados que estaban encerrados en su interior o que se escudaban tras ella. Subdividida en varios pisos, tenía en sus costados numerosas troneras, desde las que los atacantes lanzaban contra los defensores proyectiles de todo tipo, en tanto que, en el piso superior, un grupo de guerreros bien armados estaba listo para asaltar la muralla. La guarnición no se desanima ante la presencia de tan amenazador ingenio, cuya aproximación era lenta, pues debía salvar los desniveles del terreno, la empalizada y una pequeña zanja que rodeaba la fortaleza. Sus carpinteros erigieron sobre la muralla una especie de cobertizo de madera, que sobrepasaba la altura de la máquina enemiga, de modo que pudiesen impedir la entrada de los soldados de Bohemundo y, desde allí, tratar de destruirla con fuego líquido. El espacio que existía entre la torre que avanzaba y los muros de la ciudad fue rellenado con todo tipo de materiales inflamables; se lanzó aceite sobre ellos y se prendió todo ello arrojando antorchas. Pronto todo estuvo en llamas y cuando a ellas se añadieron chorros de fuego líquido, la terrible máquina comenzó a arder, ofreciendo un grandioso espectáculo que se podía contemplar desde mucha distancia. La mayoría de los hombres que se encontraban en su interior perecieron abrasados y sólo unos pocos lograron escapar arrojándose desesperadamente desde las alturas, con el riesgo de matarse del golpe. Poco después, el ejército imperial obliga a levantar el asedio de la ciudad y, de este modo, a pesar del impresionante despliegue de medios realizado por Bohemundo, el asedio de Durrës fracasa. La descripción de Anna Comneno, hija del victorioso emperador, describe alguno de los procedimientos de ataque y defensa de una fortaleza asediada. Los atacantes empleaban medios que les permitían alcanzar las murallas para abatirlas o superarlas, bien en superficie, bien bajo tierra; tentativas a las que los asediados, como se ha visto, contraponían las apropiadas medidas defensivas. A las ya vistas deben añadirse una tercera e importante categoría de máquinas, que la autora no menciona; se trata de catapultas y trabucos, equivalentes a la moderna artillería, empleados por ambas partes para golpear de lejos a los enemigos mediante el lanzamiento de grandes proyectiles. El arte de atacar ciudades fortificadas fue puesto a punto por los griegos en la época helenística y una etapa fundamental de su desarrollo fue el asedio de Rodas en el año 304 a.C., durante el cual se reveló el talento del célebre Demetrio, que por ello recibió el sobrenombre de Poliorcetes (es decir, expugnador de ciudades). En los siglos sucesivos, los romanos adoptaron y perfeccionaron los métodos griegos, llevándolos a un nivel considerado insuperable. Julio Frontino -compilador en el siglo II de una colección de Estratagemas- dice, explícitamente, que las máquinas de asedio han alcanzado su máxima perfección y no será posible mejorarlas. A partir de entonces, se produjo una progresiva decadencia, que tuvo su punto más bajo en los primer siglos de la Edad Media. Incluso se dijo que en la Europa Occidental, hasta la época de la Primera Cruzada, se perdieron las técnicas y las informaciones sobre los materiales de asedio.