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La tarea de enriquecer, completar y agrandar la mezquita de Córdoba, la obra de Abd al-Rahman I, el fundador de la dinastía, fue responsabilidad de sus sucesores. Su hijo Hisham I edificó el primer minarete. La primera ampliación importante la hizo Abd al-Rahman II, que aumentó sensiblemente la dimensión de la sala de oraciones agregando ocho naves a las doce primitivas. Abd al-Rahman III amplió el patio, hizo construir un nuevo minarete y reforzó con pilares las columnas de la fachada que dan al patio porque presentaban señales de inclinación. De una manera algo distinta a la mezquita de Qairawan, edificada en su plan de conjunto por el emir aghlabí Ziyadat Allah a partir de 836, pero con el mismo espíritu de ensalzar la dinastía, la de Córdoba simbolizó el nacimiento de un foco de poder y de desarrollo cultural regional. Tanto el uno como el otro evolucionarán formando un califato. Las relaciones entre los dos núcleos plantean varios problemas. El conjunto, que estaba destinado a tener un futuro brillante en ese área cultural, y su rigor decorativo, formado por el mismo arco unido a un alfiz o encuadramiento rectangular, se han utilizado posteriormente sobre todo en las puertas, siendo el ejemplo más antiguo la Puerta de San Esteban, de mediados del IX. Nos podríamos preguntar por los paralelismos evidentes entre esta decoración y la de la obra posterior del mihrab del califa al-Hakam II, con la del mihrab de Qairawan -que no tiene alfiz-y la de la puerta de la biblioteca de la misma mezquita que sí lo tiene. Bastante misteriosa es también la relación entre los nichos en forma de concha, entre dos columnas y con un arco de herradura, que tienen lejanos paralelos orientales del siglo VIII -un enigmático mihrab en Bagdad y las maderas esculpidas de la mezquita de al-Aqsa en Jerusalén-. Esta forma parece haber existido en la primera mezquita de Córdoba, como demuestran los fragmentos de esculturas descubiertos en el sótano. La podemos ver en la decoración del eje, sobre placas caladas que adornan el fondo del mihrab de Qairawan y en cierto modo, recompuesta y ampliada en el mihrab de al-Hakam II. La historia de la mezquita omeya se clausura con una especie de apoteosis en el siglo X, en época del califato, con las dos últimas ampliaciones mayores, que le dan su forma definitiva: la de al-Hakam II (961-976) a la que acabamos de referirnos y la de al-Mansur, realizada a partir del 987. La imaginación llega a su más alto nivel en la primera de estas ampliaciones: se agrandó más la sala de oraciones y se cubrió la prolongación de la nave central con dos cúpulas. El tramo del muro de la qibla -al que se añadió un nuevo mihrab- se cubrió con otras dos cúpulas a los lados de la del mihrab. Si en el conjunto de la ampliación siguieron fieles a la estética primitiva, en las partes más nobles, que son la nave central y la zona del mihrab, se buscó visiblemente la suntuosidad más deslumbrante. Allí fue donde se desplegó tanto el ingenio de los arquitectos y de los decoradores, como la riqueza del califato, en la composición casi barroca de los arcos polilobulados y los arcos entrecruzados; en la riqueza decorativa de las cúpulas decoradas con nervaduras y esculpidas en forma de concha; en la magnífica decoración de mosaicos que se colocaron en el mihrab y en su fachada. Conocemos bien la historia de esta última decoración: el califa se dirigió al Basileus, al emperador bizantino, que aceptó enviarle a un artista especializado que fuera capaz de formar a algunos artesanos en al-Andalus y un cargamento de teselas. Sobre todo está claro que, como se deduce por las fuentes, al-Hakam II quiso imitar la ornamentación con la que sus ancestros de Damasco habían embellecido la gran mezquita de su ciudad. En comparación, la obra ordenada por al-Mansur parece casi pobre y sin imaginación porque quisieron hacerla conforme al rigor primitivo del edificio, como reacción, seguramente inconsciente, al lujo exagerado que había caracterizado la fase precedente.
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Las antiguas culturas del Valle de México La historia del Valle de México comienza con la llegada del hombre a las tierras de la América Media. Atraídas por los abundantes recursos naturales de la región, pequeñas bandas nómadas, cuyo nivel evolutivo no superaba el de los cromañoides del Paleolítico europeo, se asentaron en la zona, dedicándose a la recolección de frutos silvestres y a la caza de mamuts y otros mamíferos de menor tamaño3. Esta situación se prolongará hasta los inicios del segundo milenio a.C., época en que el depredador errabundo deja paso al plantador sedentario4. El periodo que comprende los años transcurridos entre el 1800 a.C. y el nacimiento de Cristo se denomina Formativo o Preclásico en los manuales arqueológicos, aunque sería más correcto designarlo con términos vinculados a las diferentes etapas de desarrollo socio-económico. Durante los primeros quinientos años, los habitantes de la Cuenca se organizaron en comunidades aldeanas igualitarias. Las gentes de Zacatenco, Ticoman, El Arbolillo, Tlatilco, Copilco o Cuicuilco --por citar algunos de los lugares más significativos-- llevaron una vida análoga a la de los poblados neolíticos del Viejo Mundo. Así, cultivaron varias especies vegetales (maíz, fríjoles y calabazas, fundamentalmente), tejieron la fibra del agave (maguey) para hacer vestidos y manufacturaron una rica y variada cerámica, cuyo principal atractivo reside en las figurillas, pequeñas estatuitas antropomorfas. Hacia el 1300 a.C., el registro arqueológico indica un fuerte avance cultural. La aparición de nuevos instrumentos de producción propició el crecimiento de los recursos agrícolas y, consecuentemente, un incremento demográfico. Este progreso económico --unido a la influencia de la poderosa cultura olmeca5-- motivó la quiebra del igualitarismo tribal, sustituido por una rígida estratificación social. La sociedad se dividió en dos grandes estratos: el dominante, integrado por los representantes de las deidades en la tierra, y el dominado, que comprendía a la gran masa de la población. Gracias al poder que les proporcionaba el control del mundo sobrenatural --de quien dependía el bienestar económico y la salud del grupo--, los sacerdotes impusieron un régimen teocrático fuertemente explotador. A cambio del surplus, agrario, el clero garantizaba a la comunidad las buenas cosechas y la ausencia de catástrofes naturales o epidemias. En las décadas finales del Formativo, el sistema teocrático cristalizó de manera definitiva. Buena prueba de ello lo constituye la pirámide circular de Cuiculco, la primera construcción importante del México Central. El primer milenio de nuestra Era sigue rumbos distintos en Europa y Mesoamérica. Mientras el Viejo Mundo trataba de superar el trauma de las invasiones bárbaras, la América Media veía nacer las grandes civilizaciones clásicas. Cuatro focos culturales, herederos de la tradición olmeca, florecieron con un gran esplendor: el país de los mayas, la Oaxaca de los zapotecas, el Tajín veracruzano y, finalmente, Teotihuacan, situado en el Altiplano central. Las ruinas de Teotihuacan (El lugar de los Dioses) se encuentran en el valle del mismo nombre, un árido y desértico lugar ubicado a pocos kilómetros al noroeste del lago de Tetzcoco. El principal atractivo de Teotihuacan radica en su carácter urbano, ya que en el siglo VI debió llegar a tener más de 100.000 habitantes, que se distribuían en un radio de unos 35 kms2. Mucho se ha escrito sobre las grandes pirámides del Sol y de la Luna, la Ciudadela, el palacio de Quetzalpapalotl o los conjuntos residenciales, entre los que destacan los barrios de Tetitla, Tepantitla o Zacuala; pero ¿qué sabemos de los pobladores de Teotihuacan? Por desgracia, muy poco, pues los abultados fondos destinados a la exploración de Teotihuacan se han invertido principalmente en hacer arqueología turística. En primer lugar, parece claro que los habitantes de la gigantesca metrópoli no practicaban la agricultura. Sus actividades económicas estaban relacionadas con la Administración, el comercio, el ceremonial religioso y la artesanía de lujo; ocupaciones de tiempo completo, que requieren de un fuerte sector primario. La otra peculiaridad de la sociedad teotihuacana consistía en la relación desigual entre la ciudad y el hinterland rural. La megalópolis --residencia de una élite improductiva y foránea6-- existía gracias a los excedentes agrícolas de las comunidades otomíes de la zona, cuya existencia, según Roger Bartra, no podía ser más miserable. El campesino trabajador teotihuacano vive una triste condición: en su aldea, atado aún a la naturaleza por un "cordón umbilical", sumergido en la vida comuna; en su relación con la urbe, por otro lado, se convierte en un ser que no se posee a sí mismo; cuyo producto le es enajenado y, por lo tanto --al no reconocérsele en la creación de bienes--, reducido a funciones animales, animalizado7. ¿De qué medios se valieron los señores de la metrópoli para arrebatar a los agricultores de la periferia el fruto de su trabajo? Desde luego, hay que desechar la utilización de métodos violentos, porque nos encontramos ante una cultura pacífica en la que no tenía importancia el militarismo. La coacción se llevaba a cabo por medios pacíficos y adoptaba la forma de pago por servicios prestados. Como las dos causas materiales que justifican la explotación en las sociedades preindustriales --las obras hidráulicas para la agricultura de regadío y la protección militar-- no se encuentran en el México central durante este período, debemos entender que el tributo era para retribuir las actividades religiosas de la capa superior, de la que dependía la vida de todos. Todo en Teotihuacan está basado en la legitimación de la teocracia. Los temas exclusivos de las hermosas pinturas al fresco son las deidades agrícolas o acuáticas (Tlaloc, Chalchiuhtlicue, Quetzalcoatl), los símbolos de la fertilidad (caracoles, elotes) y los teócratas, sacerdotes que aparecen divinizados. Siguiendo los pasos de los olmeca, los comerciantes y mercenarios de la Ciudad de los Dioses se expandieron por toda Mesoamérica, llegando incluso a asentarse en los centros ceremoniales mayas de Kaminaljuyú y Tikal. Pero Teotihuacan debió ser un gigante con los pies de barro, pues sus señores sólo disponían de la religión como instrumento de dominación. En el siglo VII d.C., los mecanismos de control social fallaron y la populosa urbe fue saqueada e incendiada; los supervivientes del grupo dominante se refugiaron en Azcapotzalco, una localidad del Valle de México. Aunque se han aventurado muchas hipótesis para explicar el fin de Teotihuacan, sólo una cosa parece clara: la responsabilidad de la destrucción recae en los campesinos teotihuacanos. Para los rebeldes, cuyo objetivo se limitaba a acabar con el despotismo sacerdotal, el incendio de la metrópoli significaba la liberación; para el historiador, el saqueo de Teotihuacan supone la desaparición de una concepción del universo y de una forma determinada de entender la política y las relaciones humanas. Nacidos del dolor y de la guerra, los Estados protagonistas del nuevo período --el Posclásico-- no basarán el poder en la religión, sino en el militarismo. Los Tolteca, Chichimeca y Azteca harán de la actividad bélica la razón de su existencia, pues como eran invasores procedentes del norte, la violencia era un modo de conseguir lugares de asentamiento. La guerra impregnará todas las facetas de la cultura del México central. Por un lado, los Jefes de hombres, los tlacatetecuhtin, sustituirán a los sacerdotes en el ejercicio del gobierno; por el otro, el tributo, que continúa siendo la principal fuente de mantenimiento, ya no necesitará lastimarse ideológicamente, pues el mejor servicio que el vencedor puede hacer al vencido reside en el respeto de su vida. La religión también experimentará una profunda transformación durante la época posclásica, porque las viejas divinidades sufrirán el fuerte empuje de una nueva generación de dioses astrales y guerreros. El cambio de los valores tradicionales por otros de cuño laico y militarista queda plasmado en diversos mitos. Uno de ellos, por ejemplo, nos cuenta cómo Xochiquetzal, la hermosa cónyuge de Tlaloc: --la deidad más poderosa de la Mesoamérica clásica-- se cansó de su marido y decidió fugarse con Tezcatlipoca, un dios norteño que, entre otras funciones, presidía las actividades del telpochcalli, el centro educativo de los jóvenes guerreros. Esta picaresca historia, digna de figurar en El Decamerón, ¿no expresa de manera metafórica el predominio del guerrero sobre el campesino o el sacerdote? Ahora bien, las nuevas tendencias --asociadas indiscutiblemente a las etnias septentrionales de habla nahuatl-- no se impusieron sin lucha. Entre el final del siglo VII, fecha de la caída de Teotihuacan, hasta el siglo X, que ve el triunfo definitivo de los nahua, la América Media pasó una era de desconcierto y caos, muy similar a la originada en el Viejo Mundo por la invasión de los pueblos germánicos. La reconstrucción de estos siglos oscuros resulta en extremo difícil, pues los datos arqueológicos de que disponemos son fragmentarios. Tampoco los informes se encuentran en las crónicas e historias de la Colonia --recuérdese que los autores virreinales abordaron algunos acontecimientos notables del posclásico temprano-- resultan de gran utilidad. Uno de los principales investigadores del tema, Paul Kirchhoff, señaló hace tiempo la tremenda dificultad de elaborar una secuencia coherente a partir de tantas versiones, nombres y fechas8. A falta de un estudio definitivo, expondré aquí mi opinión personal. La economía de las distintas regiones mesoamericanas dependía de una complicada red mercantil, que debía ser férreamente controlada para mantener su efectividad. Olmecas y teotihuacanos --etnias de la costa sureña-- dominaron las rutas comerciales durante el formativo y los primeros siglos del clásico; pero, tras el desmoronamiento de la Ciudad de los Dioses, diversos grupos meridionales mayanizados --olmeca xicalanca, nonoalca, etc-- se asentaron en el Altiplano e intentaron restaurar la situación anterior. Sin embargo, el intento resultó fallido, ya que numerosas tribus seminómadas septentrionales se infiltraron en la América Media aprovechando la anarquía reinante. La más fuerte de todas ellas, la tolteca, jugarla un papel decisivo en la consolidación de los pueblos nahua en el México central. La historia de los tolteca está íntimamente vinculada a Ce Acatl Atopiltzin Quetzalcoatl, un enigmático personaje9. De acuerdo con las tradiciones de la época azteca, Ce Acatl, hijo del caudillo tolteca Mixcoatl, se educó en Xochicalco (Morelos) bajo la tutela de los sacerdotes de Quetzalcoatl. Después de distintas aventuras, Topiltzin llegó a Tula (Hidalgo), una ciudad fundada a principios del siglo IX por los tolteca. El asentamiento de Topiltzin en la urbe nahua desencadenó una serie de dramáticos acontecimientos que culminaron con el hundimiento de Tula. Ce Acatl, quien gozaba del apoyo de los nonoalca --un pueblo cuyo nombre indica una filiación no nahuatl10--, fue proclamado tlatoani, si bien tuvo que compartir el poder con Huemac, jefe de la fracción tolteca de la ciudad. La historiografía suele afirmar que Topiltzin (gobernó entre 1153 y 1175) y Huemas (1169-1178) ejercían un gobierno dual con división de funciones, el primero se ocuparía de la esfera sacra y el segundo de la temporal. Ahora bien, si se aceptan las tesis de Nigel Davies --a mi entender la máxima autoridad en la materia11--, de que tanto Ce Acatl como Huemas eran gobernantes terrenales sacros, que regían los destinos de los dos grupos étnicos habitantes de Tula, todos los confusos acontecimientos posteriores se aclaran. La coexistencia de dos sociedades étnica y culturalmente opuestas originó violentos enfrentamientos, que se expresaron de manera simbólica en el conflicto entre Quetzalcoatl, la pacífica divinidad de Topiltzin, y Tezcatlipoca, el sangriento dios adorado por Huemas. La lucha finalizó con la expulsión de los nonoalca, mas Huemac disfrutó poco tiempo de su triunfo sobre Ce Acatl porque las calamidades no tardaron en abatirse sobre Tula. A las epidemias y malas cosechas se sumó la irrupción en el territorio tolteca de los bárbaros chichimeca, quienes vivían en la franja semiárida que separaba las tierras cultivadas de Mesoamérica de los desiertos del norte12. Asimismo, los huacteca de la costa del Atlántico norte penetraron en el interior del México central. Huemac, incapaz de hacer frente a tantas adversidades, se suicidó tras la batalla final contra los huaxteca. Tula fue pasto de las llamas13 y los supervivientes buscaron refugio no en el mítico Tillan Tlapallan de la leyenda, sino en un lugar mucho más lógico, la ciudad de Culhuacan. El vacío de poder abierto después de la ruina tolteca pronto se cubrió. En 1246, los montaraces chichimeca de Xolotl abatieron el reducto culhuacano y ocuparon el Valle de México14. Los descendientes directos de Xolotl --Nopaltzin, Tlotzin y Quinatzin-- asimilaron con tanta rapidez la vida sedentaria, la lengua, las costumbres y la organización política de los vencidos que, a finales del siglo XIII, crearon un poderoso Estado con capital en Tetzcoco. Pero el proceso expansivo de los acolhua --denominación que se daban a sí mismos los chichimecas tetzcocanos-- se vio frena o por la presencia de otras tribus que se habían mesoamericanizado de un modo similar. Así, por citar alguno de los veintiocho Estados que se repartían la altiplanicie mexicana en el siglo XIV, los tepaneca --mazahua nahuatlizados-- se asentaron en Azcapoltzalco, los otomíes en Xaltocan y los chimalpaneca en Chalco15. La lucha por obtener la hegemonía alcanzó una ferocidad desconocida en la América Media, pues al instrumento tradicional para dirimir conflictos --la guerra-- se añadieron otras prácticas más sofisticadas, como la traición, la instigación a la rebelión o el atentado. Ahora bien, los esfuerzos de los contendientes por construir un dominio unificado resultaron estériles. Los tepaneca desbarataron el intento tetzcocano y éstos --aliados con los azteca, un grupo de segundo orden16-- hicieron lo mismo con los sueños expansionistas de los tlatoque de Azcapotzalco17. El resto de la historia presenta pocos secretos. Ante la imposibilidad de controlar individualmente la Cuenca, los vencedores optaron por crear una confederación y, prudentemente, incluyeron en ella a los humillados tepaneca. Sin embargo, los tenochca, cuya fuerza iba creciendo de día en día, tardaron poco tiempo en marginar a sus aliados acolhua. De manera que, entre 1460 y 151918, los mexica tomaron el control de la Triple Alianza y, consecuentemente, del imperio. Los investigadores no se ponen de acuerdo a la hora de enjuiciar el tema del llamado imperio azteca. Mientras unos lo admiten, otros, como el soviético Valeri I. Guliaev, niegan el status imperial a la sociedad mexicana: La conquista española interrumpió el proceso deformación y desarrollo ulterior del Estado azteca, que no consiguió elaborar los mecanismos de inclusión completa en el marco de un imperio único de todos los territorios dependientes de Tenochtitlan... Los aztecas dieron sólo los primeros pasos en esta dirección, sin poder eliminar la independencia interna y la estructura propia de todos los Estados conquistados19. El hecho de que la política exterior de los tlacatetecuhtin mexica se asemejase más a las formas neocoloniales de nuestros días que a los costosos y poco operativos imperios tradicionales (Roma, España o Gran Bretaña) resulta clave para explicar la vitalidad de la crónica indígena novohispana. Ixtlilxoxhitl, Pomar, Tezozomoc y tantos otros indígenas pudieron escribir la historia de los Estados donde nacieron porque, durante tres siglos, el protagonista del proceso histórico mexicano no fue una potencia poderosa, como había ocurrido en las centurias anteriores, sino una multitud de pequeñas ciudades-estados.
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La conquista continental dejó despobladas y empobrecidas a las grandes Antillas, que no pudieron emprender la colonización de otras islas del Caribe, tal como parecía ser su destino inicial. Quedaron, así, infinitas islas deshabitadas o con escasos indígenas, que fueron ocupadas por otras potencias europeas, de lo que vino a resultar que el Caribe se convirtiera en la primera gran frontera americana. La Corona fortaleció las grandes islas, otorgándoles la misión de puerta de entrada y salida de las Flotas, lugar de paso y antemural defensivo del Continente. Santo Domingo consolidó su Audiencia desde 1528, con jurisdicción en casi todos los territorios circuncaribes. Durante el segundo cuarto del siglo XVI, la Isla vivió el levantamiento del cacique indígena Enriquillo, sometido en 1533, cuando se ratificó la prohibición de esclavizar a los indios y se prometieron tierras a los sublevados. Características de Santo Domingo, durante el resto del siglo XVI, fueron la extinción de la población indígena, sustituida por la africana; la desaparición de la minería aurífera de aluvión; el incremento de la producción azucarera y ganadera, y una ruralización progresiva. La escasa vida económica de las poblaciones españolas, basada en la caña azucarera, la ganadería y el jengibre, terminó con la vida urbana, excepto en la capital, donde seguían actuando el Gobierno, la Audiencia y la cultura (Universidad Pontificia de Santo Tomás). Los corsarios franceses realizaron numerosos asaltos a las villas costeras y los contrabandistas ingleses descubrieron las ventajas de intercambiar esclavos por azúcar y cueros, especialmente a partir de la experiencia de John Hawkins en 1563. A fines de la centuria los "perros del mar" ingleses golpearon duramente la isla; Drake tomó y saqueó la capital dominicana en 1586. Ante la indefensión de los pobladores se decidió en 1605 despoblar la costa norte, trasladando al interior los vecinos de Montechristi, Puerto Plata, Bayahá y Yaguana, y exterminar su ganadería (la que no pudo trasladarse fue sacrificada), para evitar que sirviera de apoyo a los extranjeros. En 1625, se desalojó a los ingleses y franceses establecidos en la isla de San Cristóbal, que pasaron a poblar La Tortuga, convertida desde entonces en la guarida de los bucaneros y filibusteros y en la base de la penetración francesa en la costa occidental dominicana. El tratado de Ryswick, de 1697, reconoció la pertenencia a Francia de dicha zona, que pasó a llamarse Saint Domingue (Haití). El Santo Domingo español apenas pudo vivir del situado. Cuba siguió el mismo camino que Santo Domingo: despoblamiento de naturales (acentuado por algunas campañas de represión contra los levantamientos que se produjeron en Baracoa) y de españoles (que pasaron al Continente); aumento de la esclavitud; ruralización progresiva y ataques de piratas y corsarios. El pirata hugonote Jacques Sore llegó a saquear Santiago y La Habana en 1554 y 1555. La economía insular se basaba igualmente en el azúcar, el ganado y alguna agricultura de subsistencia, como la yuca y el plátano. La organización del sistema de flotas, en 1561, evitó que Cuba tuviera una agonía semejante a la dominicana, ya que su posición estratégica (próxima al Canal de la Bahama, por donde regresaban las flotas a España) obligó a reforzarla, considerándose La Habana una pieza esencial del sistema defensivo del Caribe. Se construyeron fortificaciones (Antonelli y Texada hicieron el castillo de la Punta y el Morro) y se la dotó de un situado. Cuba fue base de la expedición de Meléndez de Avilés a la Florida en 1565, realizada con el objetivo de expulsar a los hugonotes asentados allí para despejar la ruta del Canal de la Bahama. Durante el siglo XVII, Cuba continuó siendo base del sistema defensivo de las flotas y vivió una continua pesadilla de ataques de corsarios ingleses, holandeses y franceses. La armada holandesa de Pieter Pieterszoon Heyn o Piet Heyn se apoderó, en 1628, de la flota de la plata mexicana en la bahía de Matanzas. Posteriormente los filibusteros, especialmente el Olonés y Morgan, asolaron sus ciudades portuarias, por lo que se estableció un corso defensivo desde 1670. A fines de esta centuria, la economía azucarera y tabaquera, firmemente asentada en la isla, inició un ascenso vertiginoso. Puerto Rico sufrió los mismos problemas que las islas hermanas y desarrolló una economía paralela. Su papel de gran colonia española en la vía de acceso a Indias hizo que se fortificara también de forma excepcional (el morro de San Juan) y se la dotara de un buen situado. Desde 1564, sus gobernadores fueron militares independientes de la Audiencia dominicana. A partir de 1582, asumieron también el cargo de Alcaide de la fortaleza del Morro, pasando la isla a la consideración de Presidio. San Juan rechazó, en 1595, el ataque de la flota mandada por Drake y Hawkins, y fue tomada y saqueada, en 1598, por la del conde de Cumberland. Durante el siglo XVII sufrió numerosos asaltos, entre los que destacó el protagonizado, en 1625, por el almirante holandés Boudewijn Hendrijks, a quien los españoles llamaban Balduino Enrico. Atacó San Juan con 17 barcos y más de 1.500 hombres. El holandés se apoderó de la ciudad, pero no pudo tomar el Morro, retirándose con grandes pérdidas (200 hombres y 15 prisioneros que fueron ahorcados). San Juan perdió 96 de sus casas, todos sus bienes y esclavos, el situado y hasta los archivos de las iglesias. Quedó en tal estado de ruina que se aprovechó la ocasión para trazar su amurallamiento. Puerto Rico vivió del situado durante esta centuria, que suponía el 70% de sus rentas. Jamaica tuvo una colonización aún más pobre, por tratarse de un señorío de los Colón. La Corona no quiso intervenir, para no lesionar los derechos de los descendientes del Almirante, y la Isla llegó al siglo XVII con una economía mísera y una población exigua. En 1655, Cromwell lanzó al Caribe la flota de William Penn que, tras fracasar ante Santo Domingo, conquistó Jamaica, poniendo fin a la dominación española. Los ingleses convirtieron la isla en guarida de filibusteros y en almacén del contrabando en el Caribe, como veremos más adelante.
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Duccio di Buoninsegna, nacido en Siena, en las proximidades de 1260, es bastante conocido documentalmente para el período anterior a 1308 en que contrataba su Maestá. Se sitúa precisamente en este momento su Madonna Rucellai (1285), y para algunos historiadores, la vidriera de la catedral de Siena (1287-1288), atribuida por error durante un tiempo a Cimabue, y la Madonna de los franciscanos (finales del siglo XIII). Estos datos referidos a un Duccio pintor, abarcan desde 1278, pero no todos corresponden a su vida profesional. Hay referencias también a su esfera privada, entre ellas la relativa a una cuantiosa multa que se vio obligado a pagar, ignoramos por qué concepto.Desgraciadamente, frente a esta realidad documental, es muy escasa su obra conservada. Se han perdido, por ejemplo, entre otras realizaciones, las "bicherne" que pintó para el Común de Siena, aunque se conserve en su mayor parte la Maestá, el proyecto más ambicioso de cuantos sabemos realizó.Contratada por el pintor con destino a la catedral de Siena el 9 de octubre de 1308, fue entregada ya concluida el 9 de junio de 1311. Se trata de una obra compleja, tanto desde el punto de vista formal como desde el iconográfico. Aún hoy el primer aspecto es objeto de discusión. La tabla, que estaba pintada por sus dos caras, se partió por la mitad y se subdividieron asimismo en pequeñas tablillas los restantes episodios que la componían.Precisamente estas vicisitudes por las que ha pasado la pieza, convierten su hipotética organización inicial en un problema para los especialistas. Los intentos de reconstrucción han sido varios, pero la opinión de John White parece la más fundada. La composición principal (la Virgen entronizada entre santos, ángeles, etc.) se acompañaría, según él, de un bancal con escenas de la infancia de Cristo, y en la zona alta se distribuirían escenas relacionadas con la vida de la Virgen, entre ellas el Anuncio de su Muerte y su Entierro. En la cara posterior, por el contrario, se emplazarían los episodios comprendidos entre la muerte y el Pentecostés en la zona alta, un ciclo amplio de la Pasión en la central, y secuencias de la Vida Pública de Cristo en el bancal.La obra constituye el mejor escaparate para conocer a Duccio. Por un lado, su estado óptimo de conservación permite apreciar el gran oficio del artista y su notable sensibilidad en lo que al uso del color se refiere (aún hoy estas calidades pictóricas son lo más atractivo y sorprendente de la misma), pero, por otro lado, permite calibrar la extensión del repertorio iconográfico utilizado, cuyo impacto en artistas posteriores es notorio. La Entrada en Jerusalén de Pietro Lorenzetti en Asís, por ejemplo, la propia escena principal, que, aunque no es original de Duccio, inspira la composición de Simone Martini para el Palacio Público de Siena, son testimonio de ello.La Maestá es la realización más madura de Duccio. Desde la Madonna Rucellai, donde sus conexiones con Cimabue son evidentes, hasta ésta, el pintor se ha ido haciendo permeable al lenguaje giottesco y el interés por el espacio y por la tridimensionalidad de la pintura se detecta ya claramente aquí. La ambientación de ciertos episodios (Lavatorio, Santa Cena, etc.) es muy reveladora de lo que apuntamos.
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La clave del ataque alemán se hallará en las Ardenas. Esta región, situada al noreste de Bélgica y que ocupa una buena parte de Luxemburgo, es una accidentada zona llena de fuertes pendientes, que si bien no son muy elevadas, sí forman fuertes cortaduras, continuos despeñaderos y precipicios. Las carreteras eran escasas en aquella época, pocos los puentes capaces, abundantes los ríos que en la primavera bajaban torrenciales por el deshielo, enormes e impenetrables los bosques... La doctrina tradicional, formulada por el general Pétain en los años veinte, era que las Ardenas no eran un lugar de paso para una invasión alemana de Francia en la que hubieran de emplearse grandes formaciones mecanizadas. Cuando von Manstein estudiaba un plan alternativo alemán al que preparaban Halder y Brauchitsch (jefe del Estado Mayor y jefe del Ejército, respectivamente), consultó al máximo experto alemán en carros, Guderian, si podrían pasar por allí sus unidades acorazadas con la suficiente discreción y velocidad como para caer por sorpresa sobre las líneas francesas de Sedán. Guderian analizó el proyecto y le respondió afirmativamente, de modo que Manstein siguió estudiándolo y, tras numerosas vicisitudes, consiguió que su plan se llevase a la práctica. Pero el asunto de las Ardenas era tan novedoso que costó numerosos desplantes a Manstein e, incluso, la incomprensión de su jefe superior, mando supremo de los Ejércitos A, von Rundstedt, que dirigió aquella operación con fe, pero sin comprenderla en absoluto, como asegura el general J. F. C. Fuller. Así, pues, el mando francés no había previsto nada para Las Ardenas, hasta el punto de que a ese frente destino al IX Ejército -Corap-, que debía cubrir con sus 9 divisiones más de 140 kilómetros. -Según la doctrina de la época se precisaba una división por cada 10 kilómetros-. ¡Y qué divisiones!: una motorizada -150 carros-, una de choque, dos de caballería -equipadas con caballos y blindados ligeros-, dos de reserva tipo A -se les daba un 75 por ciento del valor de una división de choque-, 2 tipo B -50 por ciento de una división de choque- y una de fortaleza -puramente de fortificación, obras y mera defensa-. El frente de las Ardenas se completaban con el ala izquierda del II Ejército -Huntziger-: 2 divisiones del tipo B. (Entre los Ejércitos franceses, el IX y el II tenían 300 blindados aproximadamente). En suma, sobre 11 divisiones, que sobre el papel sólo valían por 9 y media, iban a caer 44 divisiones alemanas, todas ellas de choque, perfectamente adiestradas y en su mayor parte con experiencia militar. De estas 44 divisiones había 7 acorazadas y 3 motorizadas, con cerca de dos mil trescientos blindados. Evidentemente, los alemanes habían calculado bien que las Ardenas estarían medio desguarnecidas y al Alto Mando francés, dada la universal creencia en la impenetrabilidad de la región, no se le pueden hacer muchas objeciones a su despliegue, pero sí a la formación y constitución de sus tropas. En efecto, las divisiones del tipo B estaban siempre al borde de la sedición; el adiestramiento general del soldado era malo; la moral, bajísima... el propio general Gamelin lo reconocía en su informe de mediados de mayo: "Los hombres movilizados no han recibido en el período de entreguerras la educación patriótica y moral que les hubiera preparado para el drama que resolvería el destino de la nación... Las fracturas de nuestro frente se debieron con mucha frecuencia a las huidas locales o generales en puntos clave, frente a un enemigo arriesgado, decidido a afrontar todas las situaciones y convencido de su superioridad". Luego estaban las armas. Los ejércitos franceses combatieron en gran inferioridad material, técnica y táctica: los alemanes siempre fueron superiores en el aire y en los choques de blindados. Y no sólo porque los franceses tuvieran un material de inferior calidad, sino porque con frecuencia, como les ocurrió a los generales Corap y Huntziger en el frente de las Ardenas, no estaban equipados para la guerra que les cayó encima: las dos divisiones estacionadas en la zona de Sedán sólo disponían de 21 cañones anticarro, en vez de los 104 reglamentarios; esas mismas divisiones carecían por completo de antíaéreos, por lo que se cebaron sobre ellas los JU-87 Stuka. El IX Ejército estaba a 1 /3 de su dotación reglamentaría de antíaéreos...
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En esta época las tácticas se basaban en la fuerza del escuadrón o unidad completa en movimiento, siendo la táctica más empleada una muy similar a la de la falange macedónica con las sarisas en ristre. Estas sarisas eran las picas con las que se aguantaba el ataque del enemigo, aunque también servían para empujarle cuando se avanzaba. La potencia de fuego provenía al principio de los ballesteros y los arcabuceros. Más tarde, eran fundamentalmente los mosqueteros quienes daban la fuerza de la pólvora disparando en bloque desde los flancos del escuadrón. En definitiva, armas como el arcabuz, el mosquete, la ballesta, la pica y otras personales para el combate singular como la espada o el puñal, eran las que imprimían el carácter español a los Tercios.
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La cerámica, durante el Hallstatt-C de esta región oriental, nos introduce en el ámbito funerario y ritual que tuvieron sus más destacadas obras de arte. A las tumbas, de cámaras revestidas de troncos de madera y túmulos al exterior, se llevaron vasos fabricados a mano, pero de gran efecto ornamental. Uno de sus grupos está representado en los túmulos de los alrededores del poblado fortificado de Sopron-Burgstall, en la frontera entre Austria y Hungría. Las paredes de sus vasos, panzudos y de cuello cónico, se adornan con estampaciones de círculos y triángulos incisos, pero también con escenas de género: mujeres en el telar, tañidores de lira o de flauta doble, figuras femeninas con las manos alzadas y gesticulantes (¿plañideras, danzantes, orantes?), ganado de estepa, arados, carruajes, parejas encontradas en el baile, etc. El estilo del dibujo se atiene a fórmulas establecidas por tradición local, sin abusar de la repetición ni del formulismo ornamental; por el contrario, lo anima una decidida intención de expresar sucesos y acciones que hubieron de tener lugar en la vida real, cotidiana o funeraria. Otra escuela de cerámica de la región y de la misma época pinta con añadidos plásticos. En torno a la boca de estos recipientes emergen prótornos de animales o de extremidades humanas; otros agrupan vasos de menor tamaño o cuelgan anillas entrelazadas, de manera que toda la vasija se convierte en una escultura de arcilla de múltiples facetas. El complemento de esta decoración múltiple lo proporciona la pintura, en colores ocre, rojo y negro. Ejemplos muy destacados son los recipientes con cabezas de toros de Gemeinlebarn, en Austria; o las espectaculares piezas de los túmulos de Dunajská Luzná (Bratislava-Vidiek), en Checoslovaquia. Estas últimas llaman poderosamente la atención por sus brazos humanos, de los que penden cadenas, como si el vaso fuese un ser antropomorfo. Merced a este artilugio, la urna sugiere que contiene las cenizas en ultratumba de la misma forma que el cuerpo humano contuvo el ánima de la persona en vida. La inventiva del alfarero ha logrado dar a una idea una expresión material audaz y convincente. Es evidente, pues, que la elaboración artesanal de estas vasijas no solamente obedece a una tradición cerámica local muy conseguida, sino que revela la naturaleza de esta tradición, fiel reflejo de las vivencias religiosas y funerarias que la inspiran. Al terreno del culto conduce una de las obras de la broncística hallstáttica de mayor ambición técnica y artística: el carro de Strettweg (Steiermark, Austria). Apareció entre el ajuar típico de un varón de alcurnia, consistente en una urna de bronce, varias placas de cinturón, una punta de lanza, piezas de guarnición de caballería, cerámica y un hacha de hierro. En el vehículo de cuatro ruedas viajan un buen número de figuras, reducidas a volúmenes geometrizantes, y simétricamente dispuestas. El centro lo ocupa un personaje femenino superior que lleva pendientes y cinturón como únicos adornos de su cuerpo desnudo. Eleva los brazos hacia atrás en una curva pronunciada y sostiene un vaso muy abierto que reposaría en su cabeza. Por delante y por detrás van dos personajes que sujetan las ramificaciones de la cornamenta de un cérvido. A ambos lados desfilan dos jinetes en sus caballos, armados ellos de escudo oval, casco cónico y lanza corta. A la figura central la preceden sendas parejas de hombres itifálicos con hachas y mujeres con pendientes. Cabezas de toros o de bueyes, emergen de las barras que sujetan las ruedas. En la búsqueda de un significado para este importante objeto de la cultura hallstáttica no pasamos de meras conjeturas. El carro es portador de símbolos de creencias religiosas muy extendidas en su día (bóvidos, cérvidos); atributos de la fuerza viril, y del poder de la caballería montada; alusiones a la fertilidad femenina; la representación, quizás, de una diosa, etc. Nos convence de su función religiosa, pero no consigue comunicar de manera cabal el pensamiento de sus artífices. Estos heredaban la tradición funeraria de los vasos de bronce sobre ruedas de Bronce Final ("kettle vehicles" de Acholshausen o Schwerin), a los que pertenecen aquí el gran plato a cuyo transporte está dedicada justamente toda la composición. También en las tumbas del Hallstatt hubo recipientes de bronce con motivos (platos, discos) que eran símbolos de ideas religiosas. Ahora bien, el carro de Strettweg no tiene equiparación exacta. Al tipo estilizado de sus componentes se le ha buscado paralelismos en las figurillas del período geométrico griego. Una estatuilla de Olimpia, hizo notar N. K. Sandars, se parece mucho a la diosa de Strettweg. Otros especialistas prefieren ver en el grupo aires de la época orientalizante con un matiz mediterráneo. Algunos historiadores del arte consideran, en cambio, más aceptable el parentesco con bronces etruscos contemporáneos, el carro de Bisenzio, por ejemplo. Ninguna postura es ni definitiva ni totalmente errónea. No obstante, la interpretación con más visos de aciertos culturales y artísticos considera al carro de Strettweg como un producto del arte local, imbuido del geometrismo hallstáttico, aunque éste no pudiera eludir del todo el influjo de las corrientes etruscas y mediterráneas que circulaban a fines del siglo VII a. C. por el norte de los Alpes. Al final del Hallstatt-C se observa en la broncística de la región el comienzo de una corriente cuya influencia en la metalistería procedería del norte de Italia. Uno de los túmulos de mayor tamaño, uno entre los varios centenares excavados en la necrópolis de Kleinklein, al este de Austria, es el de Kroll-Schmied-Kogel. El ajuar era el propio de un guerrero hallstáttico, pero las piezas más llamativas son la máscara y las manos, que irían, probablemente, adheridas a un féretro. Trazados en esquemas lineales simples, los rasgos se realzan con puntillado, y éste se extiende al diseño geométrico de las manos y del adorno de la frente de la máscara. El recuerdo de las máscaras micénicas es inevitable, aunque sólo pasajero, dada la distancia temporal, cultural y geográfica que les separa. Se cree que la técnica del puntillado ha pasado a los talleres de Centroeuropa desde el sur de los Alpes.
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En las tumbas del cementerio de Hallstatt, la nueva época está caracterizada por la aparición del puñal de hierro, y el abandono de las espadas de hoja larga. Las dagas del Hallstatt, en términos generales, tuvieron un cometido más emblemático que funcional. Adoptan dichos puñales una forma peculiar: el pomo se expande en dos rodelas o carretes, independientes o en contacto, y la empuñadura, muy larga, se distiende en el centro. Este es el puñal de antenas del final de la Edad Antigua de Hierro. Un ejemplo de este tipo de puñal procede de la tumba de cremación número 696 de Hallstatt. La vaina, la empuñadura y las antenas se cubrieron con láminas de oro; globos decorativos ennoblecen la punta de la vaina, las guardas y el mango; la hoja tuvo incrustaciones doradas de pequeños círculos concéntricos; en lo alto de la vaina, una franja estrecha de cuatro medallones estampados completa la estudiada decoración de esta arma simulada. De las manos de un artista, o de un taller, de gran originalidad nacieron una empuñadura con incrustaciones perladas de hueso; de un pomo recogido por los cuellos estilizados de dos patos cuyos picos se encuentran; y de un esquema perforado de dos figuras humanas de apariencia esquelética, esta vez unidos por los pies, en el espacio abierto en la cabecera del puñal. Tal obra de arte procede de la tumba número 116 de Hallstatt. Un recipiente de metal de la tumba de cremación número 671 adoptó los valores plásticos de la cerámica funeraria de calidad. Un cuenco hondo de bronce, con el borde decorado con una ancha franja de motivos dentellados, de dados y grecas incisos, tuvo, a manera de asa, una vaca y un ternerillo adosados a un lado. Las estatuillas responden al concepto de estilización geométrica de la escultura en bronce del Hallstatt-C, si bien ciertos detalles, como las pezuñas y el hocico, se acercan a una concepción naturalista con la consiguiente impresión de vitalidad. La vaca debió de tener algún signo particular por presentar una perforación triangular en la frente, en la que iría incrustado el metal de hierro. Algunos broches de cinturón elegidos en el conjunto de los ajuares del Hallstatt occidental son también buena muestra del estilo artístico de la época. De un gran túmulo de Gemeinmerker Hof, en Kaltbrunn (Konstanz) procede una ancha placa de cinturón dividida en paneles, provista de una ornamentación repujada muy sencilla. Franjas y metopas son los marcos de diminutos motivos: esquemas de soles y caballitos en los cuadrados, y bosquejos humaniformes en las tiras. Los diseños son simplistas, esquemáticos, reducidos a la mínima expresión, pero vivaces. Se ha pretendido que éste y otros ejemplos de la metalistería hallstáttica tengan derivación mediterránea; la apariencia, sin embargo, puede ser falsa. Los motivos típicos de la época, dominada en el Mediterráneo por la corriente oriental, tienen en el Hallstatt-D unos vericuetos de difusión muy complejos (vía balcánica, suritálica, etrusca, arte de las situlae, etc.). Aun en el caso de que, efectivamente, los metalúrgicos de Hallstatt recogieran las tendencias de los que en Iberia o en Etruria trabajaban con motivos y técnicas de inspiración oriental u orientalizante, su interpretación fue tan mixtificada que el resultado es apenas reconocible, por resultar falseado con respecto a los supuestos modelos de inspiración. La técnica del dibujo con puntillado, que fue propia de la región oriental del Hallstatt-C, penetra en esta zona occidental en el período de los príncipes. Con líneas de puntos salientes en unos casos y rehundidos en otros, se representan las escenas que adornan el respaldo del lecho, de 3 m de largo, en que yacía el príncipe, enterrado en Hochdorf, en Alemania. En los extremos del respaldo se encuentran dos carros de cuatro ruedas, tirados por caballos; de pie, en los carros, sendos guerreros blanden espada y escudo; tres parejas de figuras con espadas, que más parecen estar bailando que luchando, ocupan el espacio intermedio. El sofá de Hochdorf descansa en ocho cariátides de bronce, mujeres desnudas, con los brazos levantados (actitud muy parecida a la de la diosa del carro de Strettweg, y a la de los brazos humanos añadidos a los vasos funerarios de la región oriental en el Hallstatt-C). Cada una de estas estatuillas se alza sobre el eje de una rueda giratoria. Sus formas son muy simples y estilizadas, pero sus adornos -pulseras, brazaletes, collares, cinturón y ajorcas- estaban hechos de hueso y de coral e incrustados en multitud de orificios. La materia prima con que trabajan los orfebres hubo de ser importada al occidente de Europa desde las regiones ricas en oro. Es posible, incluso, que los propios orfebres fuesen extranjeros. De Bohemia, de Transilvania, de Irlanda, de la Península Ibérica pudieron salir los lingotes, los artistas, los productos ya manufacturados, o todo ello a la vez, hacia el destino de sus clientes europeos. En el caso, muy señalado, de un vaso de oro, que se halló bajo una losa en el enterramiento de Alstetten, cerca de Zurich, la cuestión de la recepción de objetos foráneos de oro da pie para la discusión. El cuenco de Zürich, de oro batido en una sola lámina, está recubierto de glóbulos repujados. Bordeados por estos glóbulos, se dibujan, en hueco, discos de sol y cuartos crecientes en la hilera superior; otra serie de lunas en la zona inferior, y animales en fila en el espacio central. El único de los cuadrúpedos reconocibles es un ciervo; los otros pueden ser ciervas o perros; en cualquier caso, al parecer, motivos de la caza del ciervo. Este vaso de oro aparecido en Zürich es muy conocido entre los arqueólogos españoles, por mostrar una técnica idéntica a los vasos de un gran tesoro del Levante español: el tesoro de Villena (Alicante). Se da la circunstancia de que se atribuye también origen hispánico a otras joyas aparecidas en las tumbas de los príncipes hallstátticos. La pieza más destacada sería, de ser cierta tal atribución, la figurilla de un caballo alado que adorna la diadema, o el torques, de la dama enterrada en Vix. Se sobreentiende, pues, que oro ibérico, orfebres y piezas de oro manufacturadas en Iberia llegaron a los grandes señores del Hallstatt. El cuenco de Zürich tiene posibilidades de ser una pieza importada, o realizada por alguien que conocía la orfebrería ibérica de la época.