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En Cataluña, el arte finisecular procedente de París es asumido de forma más madura que en el resto de España. Este nuevo arte, identificado con el Modernismo, debe entenderse como un movimiento defendido desde reducidos círculos de intelectuales. Rusiñol y Casas serán los grandes protagonistas, en primera instancia. Asimilarán las aportaciones de los grandes pintores del momento, la pincelada suelta, el color y la luz que practicaban los impresionistas junto con el gris y el azul de la Escuela de París, introduciendo nuevos temas relacionados con la vida cotidiana. Los pintores de la segunda generación presentan diferencias entre sus estilos personales. Anglada Camarasa se interesará por los temas de la vida nocturna, los efectos de luz, la gran riqueza del color y los decorativos arabescos. Mir nos ofrece paisajes enigmáticos y solitarios, de horizontes infinitos, rocas majestuosas y mares embravecidos. Nonell pintará gitanas, mujeres pasivas, ausentes y temerosas, envueltas en oscuras atmósferas. Canals se caracterizó por la influencia de Renoir y Degas, haciendo un arte más comercial con elementos folclóricos. Gimeno se concentrará en la pintura de paisaje. La escultura, siempre poco propicia a cambios bruscos, dejó ver las influencias del modernismo mucho más tarde que la pintura, ya en la primera década del siglo XX. Estos escultores adoptarán un lenguaje plástico de carácter simbolista que será continuado por los más jóvenes. La joyería fue uno de los campos donde se plasmaron con mayor acierto la estética y los avances de la nueva corriente artística. Todo ello fue gracias a la familia Masriera, otorgando a la joya un valor artístico equiparable al de las tradicionales artes mayores. Podemos afirmar que el Modernismo abrió las puertas al arte contemporáneo, por lo que mantiene una absoluta vigencia en la actualidad.
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Con Fernando I, un número importante de objetos de diferentes materias -marfil y artes del metal- presentan unas formas que constituyen la ruptura con la tradición hispánica, introduciendo la manera de hacer en la Europa otoniana y románica. El Cristo de marfil, en la actualidad en el Museo Arqueológico de Madrid, es la primera imagen de bulto redondo que responde a la iconografía y plástica románicas. Como las antiguas creaciones de la tipología, sigue disponiendo en su cuerpo un espacio para relicario. Los apóstoles bajo arcadas que decoran el Arca de reliquias de San Pelayo y San Juan, son obras de marfil del mismo núcleo leonés que, aunque de distinta mano, responden al mismo sentimiento de plástica románica. De los contactos con los orfebres metalúrgicos renanos surgió el artista que fabrica el relicario con escenas del Génesis para San Isidoro, conocido desde 1065. El altorrelieve de las figuras nos recuerda los bronces de las puertas de Hildesheim. Durante el último tercio del XI, en San Millán de la Cogolla, existe un importante taller de artistas del marfil que crea un grupo de relieves para decorar dos cajas de reliquias, la de San Millán y San Felices. De manos diferentes, las figuras que componen sus escenas responden a la plástica de la escultura monumental coetánea. La obra en metal más importante del tardorrománico hispano es la posible urna funeraria de Santo Domingo de Silos. Compuesta por dos piezas: una, seguramente la tapa, de cobre grabado, barnizado y dorado; la otra, el frente, en cobre esmaltado, con figuras de cabezas en altorrelieve. El esmalte es de una asombrosa calidad cromática: los consabidos colores planos de los esmaltes, de tonalidades frías -azul intenso, turquesas y verdes-, yuxtaponiéndose unos con otros; y la utilización escasa del rojo y el blanco. La aplicación técnica del esmalte se define como un procedimiento mixto, ya que emplea indistintamente el tabicado y el excavado. La figura de Cristo que preside el colegio apostólico adquiere, pese a no tener más que la cabeza en relieve, una sensación de imagen dotada de una grandeza monumental propia de las imágenes antiguas. Los especialistas consideran que la obra fue realizada en un taller ubicado en el mismo monasterio.
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Un amplio desarrollo de la producción y la comercialización de las obras de metal se va a producir en las tierras del Mosa y del Bajo Rin. Objetos y artistas de estas zonas recorrerán los caminos de Europa difundiendo por todo el orbe cristiano sus característicos productos: aras portátiles, relicarios reproduciendo todo tipo de extremidades del cuerpo humano o hermosas cajas arquitectónicas, o cualquier tipo de instrumentos de culto. Con el orfebre Rainiero de Huy se consolida un arte del metal que caracterizará toda la producción mosana durante la duodécima centuria. Sus obras, de formas conseguidas de la observación de creaciones antiguas, se muestran influidas por éstas. Un estilo delicado, asombrosamente antiquitizante, le permite crear objetos de una gran hermosura. Su célebre pila bautismal realizada para el abad Hellinus de Notre-Dame-aux-Ports (1107-1118), actualmente en la iglesia de Saint-Barthélemy de Lieja, fue fundida en una sola pieza. Se apoya en los prótomos de doce bueyes, teniendo en su cilindro cinco escenas relativas al bautismo. El estilo de Rainiero se convirtió en norma estética a seguir por los orfebres del Mosa y del Rin durante todo el románico. Muchas obras, hoy dispersas por iglesias y museos, le han sido arbitrariamente atribuidas, cuando en realidad no son más que la producción de artistas menores influidos por el gran maestro. En Magdeburgo se crearán series de bronces moldeados. Entre los que ocupan un lugar de honor las puertas de la catedral polaca de Plock, fabricadas entre 1152 y 1154. Su riqueza icónica nos suministra un sinnúmero de personajes relacionados con la obra: el arzobispo Wichmann, el obispo Alejandro de Plock y diferentes donantes y artistas, entre éstos un "Riquinus me fecit" y un colaborador llamado Waismuth. El estilo de estas puertas parece muy cercano al de las puertas de San Zenón de Verona, quedando abierta la incógnita sobre el origen, germano o italiano, de los talleres que ejecutaron ambas obras. Con la aparición de un artista como Nicolás de Verdún se presenta la ruptura con la tradición románica en la zona: obras como las arcas de Klostemeubourg (1181), la de los Tres Reyes Magos (después de 1181), la de Anno de Siegburg (después de 1183) y la de la Virgen de Tournai (1205) son claras muestras del protogótico germánico. El progreso en el conocimiento de la técnica del esmalte va a permitir sustituir el oro por el cobre, lo qué facilitará la elaboración de productos más complejos y baratos. Durante el segundo tercio del siglo XII se producirán en relación con la abadía de Stavelot varias piezas esmaltadas que corresponden a la etapa más madura de este taller. La obra principal de esta serie es el Altar portátil de Stavelot. Se dispone el ara sobre cuatro pies que efigian a los evangelistas, realizados en bronce dorado. Las placas de esmaltes se sitúan en los laterales y alrededor de la piedra. Una iconografía de marcado sentido eucarístico pasional se representa en ellos: arriba, la pasión de Cristo y los tipos veterotestamentarios que la anuncian; en los laterales, los martirios de los apóstoles. La composición de los temas parece corresponder al mismo sentido plástico que existe en las ilustraciones de la Biblia de Floreffe. Desde el punto de vista de la técnica resulta interesante el empleo de líneas de esmalte para la caracterización de las formas.
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Por otra parte, la construcción de nuevos templos y el engrandecimiento de las catedrales españolas motivó el extraordinario auge de algunas actividades artísticas muy vinculadas con la estética gótica como la imaginería, la platería y la confección de ornamentos sagrados. A principios de siglo, estos objetos de carácter litúrgico y devocional respondían a las formas del gótico flamígero, aunque pronto comenzaran a incorporarse en sus diseños algunos motivos ornamentales de los repertorios italo-antiguos. Una de las figuras más sobresalientes de este panorama fue el platero Enrique de Arfe. Su custodia de la catedral de Toledo, que inicia un genero que culminará en la de Sevilla a finales de siglo, se convirtió en un verdadero modelo al utilizar una iconografía compleja como medio de exaltación de las verdades de la Fe, aunque el conjunto se formulara conforme al lenguaje del gótico final. Otros campos de las artes suntuarias como la vidriera, la rejería o los trabajos en metal alcanzaron por estos años un notable esplendor con la incorporación de los primeros influjos italianos. Si las rejas de Francisco de Salamanca para el Monasterio de Guadalupe o la Cartuja de El Paular pueden considerarse todavía góticas, las obras de Juan Francés -maestro maior de las obras de fierro en España- realizadas en Toledo, Alcalá de Henares y Sigüenza, suponen un paso decisivo a las formas del Renacimiento. Aunque la reja mayor de la Magistral de Alcalá se concibe como un cuerpo principal gótico, su copete y ciertos detalles ornamentales son ya renacentistas, preludiando con sus roleos, máscaras y bujetas las magistrales rejas de Diego de Céspedes y Cristóbal de Andino en Burgos y Toledo, respectivamente. Las referencias que Diego de Sagredo hace de este último en las "Medidas del romano" (1526), primer tratado español sobre las reglas del nuevo arte, avalan la importancia de las artes menores en el siglo XVI hasta el extremo de ser consideradas objeto de discusión en obras teóricas como la indicada.
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Cuenta Heródoto en su libro IX, 80, que tras la victoria de Platea los griegos tomaron un inmenso botín, tanto en el campamento -tiendas adornadas de oro y plata, muebles chapados en oro, botellas, vasos y tazas de oro- como en los despojos de los muertos que llevaban sobre sí brazaletes, collares y armas de oro incluso en la batalla. Tal consideración de metal puro fue uno de los rasgos más curiosos de la cultura aqueménida. En el documento de Susa se dice que los artesanos eran medos y egipcios, y que el oro se trabajó allí, en la misma Susa. Ciertamente, la orfebrería aqueménida contaba con una larga tradición. No es preciso remontarse a las tumbas de Marlik, los objetos de Hasanlu o los viejos productos de la Media para comprender que los persas tenían en sí mismos la mejor escuela. No obstante, como indica P. R. S. Moorey, la orfebrería aqueménida asimiló también fuertes influencias asirias y urartias. Si la costumbre estaba tan extendida, parece claro que con independencia de que los mejores y más caros productos sólo pudieran ser emprendidos por los talleres reales, muchos otros maestros orfebres debían atender la demanda de los demás sectores de la población medo-persa o de las demás regiones, como los donantes del supuesto santuario del Oxus. No sólo la aristocracia y la realeza se adornaban con oro. También los guerreros, como se ve en Platea. Pero andando el tiempo, los magos prohibieron llevarlo. Los orfebres trabajaban el oro, la plata, el bronce, el hierro y una especie de latón. Conocían técnicas muy depuradas en el trabajo de las láminas, fundición y soldadura y manejo del hilo de oro. Engastaban piedras e incrustaban esmaltes o piedras ornamentales y, sobre todo, sus producciones seguían dentro del espíritu de dignidad y severidad manifestado en los relieves. Entre las piezas más llamativas habría que destacar el rhyton de Hamadán, del Museo de Teherán, con un prótornos de león semejante a los usados en los capiteles de Persépolis. Se trata de un vaso realizado en múltiples piezas aunque, como dice E. Porada, las soldaduras son tan buenas que es casi imposible verlas. Del mismo lugar, un célebre puñal de oro con cabezas de león en el mango y copas de oro agallonadas. Famosas son también las jarras de plata con asas en forma de cabras o íbices, uno de los temas más utilizados siempre por el arte del Irán. El tesoro del Oxus comprende muchas piezas fabulosas, pero de difícil datación, en cualquier caso dentro de un largo período de 3 ó 4 siglos, según P. R. S. Moorey. Para Ghirshman se trata de piezas bactrianas, aunque estén presentes otras tradiciones iranias, medo-persas y urartias incluso. El famoso brazalete de oro con incrustaciones hoy perdidas -una de las piezas más perfectas-, se remonta probablemente a los siglos V al IV a. C. Sus grifos rampantes por fuerza nos llevan a Persépolis y al mundo aqueménida. El programa monetario de Darío I debió ser también un trabajo encomendado a los orfebres. Pero piensa A. Godard que la moneda aqueménida, los estimados dáricos de oro, no se acuñaron en Persia, sino en Tiro y Tarso. La economía persa siguió siendo, en lo fundamental, una economía de trueque. No obstante, parece que ciertas necesidades indujeron a Darío I a acuñar una moneda de oro puro. Era precisa para atender el pago de mercenarios, los subsidios a los aliados griegos o las reservas dinásticas. Aunque no se utilizara en la misma Persia, el imperio era consciente de que el dárico representaba al Gran Rey. Tal vez por eso, los maestros se esforzaron en realizar unas acuñaciones de calidad, normalmente con un tema que se repite una y otra vez: el arquero con lanza, probablemente una imagen del rey. Mientras en Mesopotamia languidecía el empleo de los sellos cilíndricos, los artesanos aqueménidas pusieron en marcha uno de los períodos más gloriosos de toda la historia de la glíptica. Dice D. Collon que en su estilo, el sello cilíndrico aqueménida es una excelente aplicación a la miniatura del arte de Persépolis. Los sellos de este período suelen ser de pequeño tamaño, algo convexos y grabados en piedras de gran belleza que, con toda certeza, tenían un valor en sí mismas: calcedonias, ágatas, lapislázuli y otros materiales que eran los preferidos, solían llevarse engastados en oro. Los temas más comunes son una figura real sujetando a dos animales, escenas de caza de extraordinaria finura o símbolos de Ahura Mazda. Puede que el uso del sello cilíndrico estuviera restringido a la nobleza, y que su función fuera más ornamental y amulética que práctica, pues, al fin y al cabo, salvo en las tablillas elamitas o persas -no muy numerosas-, la gran masa de la documentación administrativa debió escribirse en arameo y, por lo tanto, en materiales perecederos sobre los que sólo podían utilizarse sellos de estampilla. También de éstos existen ejemplares en las colecciones, con temas muy semejantes; pero su pequeño tamaño impide el desarrollo que alcanzaron los cilíndricos. La cerámica aqueménida era un producto popular. Se dice que cuando el rey deseaba manifestar disgusto ante alguien, se le daba a beber en recipientes de cerámica y no de metal. No obstante, los maestros ceramistas produjeron, entre otras, una variedad de cerámica vidriada en azul muy atractiva. En fin, dice A. Godard que la industria del tejido estuvo muy avanzada en la época aqueménida. En la reunión del botín tras la batalla de Platea, Heródoto deja también traslucir la riqueza de los trajes persas que, si respondían verdaderamente a los que vemos en el friso de los arqueros de Susa, debían resultar sorprendentes.
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La Antigüedad nos ha legado una buena cantidad de obras del arte suntuario e industrial sasánida. Su riqueza y esplendor hacen que, por lo común, las supongamos vinculadas al servicio real. Y ello no debió ser así, naturalmente, sin perjuicio de que en muchos casos lo fuera. Lo que sucede es que como dice R. Ghirshman, en la rica y brillante sociedad irania de entonces el tono y el gusto venían marcados por la corte, a la que se imitaba y se pretendía seguir. Al menos entre la alta nobleza. Y ésta era tan numerosa, tan acaudalada y tan pretenciosa que el lujo se convirtió en un rasgo común de la gran sociedad sasánida. Miles de artesanos hubieron de surtir con productos distintos y cada vez más bellos las necesidades de un mundo fastuoso.El estuco se anuncia como lo más distintivo del arte sasánida. Era el primer detalle del buen gusto decorativo, que venía exigido además por los materiales usados en la construcción de paramentos. Como es sabido, el estuco consiste en una pasta de cal, arena lavada, polvo de mármol y caseína mezcladas en proporciones variables. Una vez obtenida se aplicaba directamente sobre una superficie lisa o se moldeaba con espátulas, varillas, las manos, moldes o se esculpía. Los muros de los palacios sasánidas, tanto de los reyes como de la nobleza y muchas casas particulares se adornaron con estucos, pintados a veces. En Firúzábád se usaron con cierto comedimiento, pese a que los artesanos arsácidas ya lo habían empleado masivamente en el remoto palacio de Kúh-i Khwáya. Pero desde el reinado de Sápúr I y sus múltiples proyectos constructivos, los maestros estucadores encontraron vía libre a su arte y a su fantasía. Jens Kröger, en su estudio sobre la decoración sasánida de estucos, ha dado un repaso global a todo lo conocido, desde los que decoraban el palacio real de Ctesifonte, hasta los que ornaban las casas de la misma ciudad o de otros lugares. Las grecas, hojas de acanto y follajes de Bisápúr dejaron pronto paso al clásico estuco sasánida, que aplicado en muros, frisos y arquivoltas incorporaba corazones, filas de perlas, palmetas, granadas, flores, pámpanos, círculos, aves y otros animales, retratos y escenas de caza. Las fuentes árabes y occidentales alaban los ambientes conseguidos y, según los restos llegados hasta hoy, los resultados debieron ser excelentes.En orfebrería, los maestros de la época consiguieron trabajos aún más espléndidos. Dice E. Porada que la riqueza de los utensilios de la corte sasánida era proverbial. Los museos guardan una riquísima colección de platos, jarras, copas, garrafitas, rytha y otros recipientes en metales preciosos, llenos de elementos ornamentales adosados o directamente cincelados o repujados sobre la misma lámina. El procedimiento más antiguo, en el que el artista trabajaba por separado las figuras decorativas para luego incrustarlas en la lámina del recipiente ocultando las junturas con dorados, era una técnica típicamente irania que, como recuerda R. Ghirshman, se remonta al menos hasta el célebre plato de Ziwíye. El principal tema decorativo es la imagen del rey, bien sea entronizado o cazando, asunto éste preferido entre todos. Derribando la pieza a pie o disparando su arco a caballo, las figuras suelen poseer más agilidad que en los relieves, pero los detalles de vestuario y el galope de las monturas son los mismos. Las escenas religiosas son raras. No obstante son bien conocidos los temas icónicos de trasfondo zoroástrico, como el jabalí, el águila, el caballo y el pájaro Sinmurg, o las figuraciones simbólicas de la diosa Anahita y su mundo.Al ámbito de los orfebres deberían adscribirse las acuñaciones monetarias. La moneda sasánida solía ser de calidad, con una gráfila nítida, un canto moderado y unos tipos centrados -retratos reales en el anverso, altares del fuego por ejemplo, en el reverso- rodeados por una clara inscripción en pahlevi sasánida. Los retratos de los reyes eran por lo común bastante aceptables, al menos los de las emisiones primeras de Ardasir I, Sápúr I, Hurmazd I, Bahrám y casi todos los príncipes del siglo III. Luego, la calidad del trabajo empezó a decaer y el retrato se hizo aproximativo, perdiéndose muchos detalles. De todos modos, la identificación de las distintas coronas llevadas por los monarcas serviría aún, siglos después, en los trabajos de datación.El último florecimiento de la glíptica en Oriente se debería también a los artesanos sasánidas. El sello tipo era de estampilla, de forma ovalada, con una superficie plana en la que se tallaba el tema y otra, más destacada, que se perforaba para colocarle un aro que facilitara la suspensión. Como los aqueménidas, los sasánidas estimaban mucho la belleza de las piedras, y utilizaban con gusto cornalinas, calcedonias y ágatas. Las técnicas de entalle mediante punzones, buriles y taladros eran las ya milenarias en Oriente. A los mismos talleres habría que adscribir el camafeo de Sápúr I, que aprovecha sabiamente las capas de la piedra en una obra excepcional.Por último, merece también ser recordaba la obra de tejedores y ceramistas. Los tapices -como el célebre de la Primavera de Khusrau-, las sedas y las lanas bordadas alcanzaron una gran difusión. En la Antigüedad eran estimados entre los productos más valiosos del Irán, y de ese modo llegaron a las cortes e iglesias extranjeras. Un tema típico zoroástrico, el pájaro Sinmurg, aparece en muchos fragmentos de sedas conservados hoy en los museos. Los ceramistas en fin, crearon un típico vidriado que los especialistas conocen como el azul sasánida, técnica que influyó decisivamente en las primeras cerámicas islámicas
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El camino que durante el siglo XVII siguió Francia hacia una situación política y económica privilegiada, hizo que se revalorizara el papel y la importancia de las artes suntuarias que enriquecían principalmente los palacios, aunque también tuvieran un papel notable en la decoración de edificios religiosos.En este sentido, ya Enrique IV, cuyo primer ministro Sully pretendía reactivar la actividad industrial y artesanal evitando así la dependencia del exterior, favoreció la instalación en París de talleres dedicados a las artes suntuarias, ya que como capital del reino era un centro particularmente consumidor de producciones de este tipo. Como muestra de esta protección, en 1608 concedió que un grupo de artistas se instalara en la Grande Galerie del Louvre para que trabajasen especialmente para la Corona. Luego, tras el período de relajo que supuso la Regencia de María de Médicis y el reinado de Luis XIII, Luis XIV y Colbert volvieron a reactivar la política de Enrique IV y Sully.En este juego de la política artística tuvo un papel singular la Manufacture des Gobelins, que de una forma dirigida, como todo el arte del reinado del Rey Sol, llevó a cabo la realización de los objetos que completaban la decoración de los edificios del período.En realidad, aquella institución tenía su origen en un antiguo taller de tapicería al que, poco a poco, Colbert fue agregándole otras especialidades, para de esta manera fomentar la producción en la propia Francia de piezas de alto coste que suponían una enorme sangría económica si eran importadas, propiciando al mismo tiempo la posibilidad de un buen número de puestos de trabajo especializados.El origen de la manufactura se remonta al año 1440, cuando el tintorero Jean Gobelin instaló su industria a orillas del Bièvre, un arroyuelo afluente del Sena por su margen izquierda al que se unía a la altura de la Ile-de-la-Cité. El barrio donde el tintorero levantó su industria era el de Saint-Marcel, conocido como la Glaciére por ser una zona llena de pantanos que se utilizaban para extraer hielo durante el invierno acumulándolo en neveras bajo tierra para los días cálidos del verano. Pero en aquella zona poco a poco fueron instalándose otros tintoreros, curtidores y lavanderas que deterioraron el río, que definitivamente fue cubierto en 1910.Poco después, la industria de Jean Gobelin fue vendida por sus descendientes, aunque siguió funcionando como tal y conocida como los Gobelins. A comienzos del siglo XVII acabaron instalándose allí unos tapiceros flamencos llevados a Francia por Enrique IV, y más tarde, en 1662, al decidir Colbert reorganizar las manufacturas tapiceras, reunió todas en el recinto de los Gobelins, con lo que allí se establecieron los telares de París y los de Maincy, confiscados a Fouquet en 1661, naciendo de esta manera la Manufacture Royale des Tapis series de la Couronne, de la que se nombró director a Charles Le Brun.Para acomodar el conjunto se fueron haciendo añadidos arquitectónicos, lo que permitió que en 1667 se instalara en el recinto la Manufacture Royale des Meubles de la Couronne, donde numerosos artesanos de gran capacidad llevaron a cabo la elaboración de todos aquellos objetos de orfebrería, ebanistería, bronce, etc., que fueron necesarios para decorar las construcciones reales.
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Desde luego, las actividades artesanales más abundantes y de mayor especialización se desarrollaban en las ciudades, y en ellas se difundieron o perfeccionaron numerosas técnicas de trabajo. Las manufacturas textiles eran las más importantes siempre, por la necesidad de los productos que fabricaban y por el valor intrínseco que éstos tenían y conservaban largo tiempo: pañería de lana magrebí y egipcia, lienzos de lino egipcios, tejidos de algodón iraquíes, del Yemen y del Irán, y sederías también iraníes, iraquíes y palestinas aunque hubo una difusión general de la sericicultura en el mundo islámico, y de mejores técnicas de tinte con grana, azafrán e índigo. Los tapices y paños de seda e hilo de oro o tiraz, tan vinculados al lujo no sólo de la Corte sino incluso de los campamentos nómadas, eran en algunos casos objeto de monopolio de fabricación en talleres califales. Otras actividades manufactureras de gran desarrollo fueron las relativas al cuero (Egipto, Yemen, Córdoba, Fez) y a la carpintería para construcción e interiores -carpintería de lo blanco como se diría siglos después en Castilla-, en la que los musulmanes alcanzaron gran calidad, así como en tareas más delicadas de obraje de puertas, mobiliario, tribunas portátiles y taraceado, con empleo de maderas nobles y marfil. Otros aspectos a recordar son las mejoras técnicas en la fabricación de cerámica de tonos metalizados, la introducción del papel, de origen chino, que se producía en Samarcanda ya en el siglo VIII, y el descubrimiento del cristal en el IX. Por el contrario, la metalurgia apenas experimentó avances, salvo en la fabricación de sables en el Yemen o el Jurasan, y el empleo del hierro no alcanzó gran desarrollo; para muchos objetos de la vida cotidiana se usaba el cobre, más abundante y fácil de obtener, y a su labor se refieren algunas técnicas de adorno como el damasquinado, originario del Asia Central.
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Los lazos de familia, vecindad y etnia, los aspectos profesionales y económicos, la relación con el poder y con la religión, no eran los únicos en crear estratificaciones y solidaridades de grupo dentro de las sociedades urbanas, que concentraban a mucha gente en poco espacio y estaban expuestas a problemas de orden público y a movimientos de presión que era preciso controlar o, si llegaba el caso, utilizar en las luchas por el poder. Hubo también fenómenos asociativos que mezclaron con frecuencia aspectos generacionales -se referían a la juventud masculina-, iniciáticos -similares en algunos aspectos a las cofradías- y paramilitares, pues daban lugar a milicias y policías paralelas de barrio: de todo esto se encuentra en los ayyarun de Bagdad y otras ciudades iraquíes e iraníes y en los ahdat de las sirias, que, según algunos autores, se inspiraron en el modelo de los bandos o demes de Constantinopla y otras ciudades bizantinas en siglos anteriores. En momentos o tierras de dominio si´i, especialmente en el Egipto fatimí, algunas de aquellas corporaciones podían acentuar su carácter sectario, de iniciación religiosa secreta y resistencia oculta en medio de un poder y una sociedad considerados impíos.
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El fenómeno asociativo en Roma tiene sus comienzos en la época de los Reyes. A fines de la República, las asociaciones habían sido utilizadas, a veces, para crear organizaciones destinadas a la actividad política; éstas fueron prohibidas el 56 a.C. y de nuevo el 55 a.C. Al amparo de la paz de Augusto, habían ido surgiendo muchas nuevas asociaciones que, según Suetonio (Augusto, XXXII), presentaban toda clase de malos fines; Augusto las prohibió respetando sólo las antiguas y las legalmente constituidas. Esta medida no iba destinada a luchar contra las asociaciones, como a veces se ha creído, sino a conseguir que éstas se organizaran con los requisitos legales precisos. De hecho, el fenómeno asociativo tuvo una gran importancia en todo el ámbito del Imperio. El nombre latino más frecuente para designar a una asociación era el de collegium. Pero recibieron otros muchos nombres, sodalicium, corpus, contubernium, sodalitas... Según la finalidad primordial de las mismas han sido clasificadas en asociaciones: religiosas, profesionales, de esparcimiento o diversión, funeraticias, de jóvenes, militares... Al parecer la intervención de Augusto puso fin a las asociaciones políticas, que son desconocidas en el Imperio. Las asociaciones de jóvenes, collegia iuvenum, a las que pertenecían hijos de buenas familias, cumplían funciones paramilitares además de las deportivas, como demostró Jaczynowska. Las de militares, permitidas sólo desde los Severos, tenían por finalidad el crear cajas de provisión con vistas al licenciamiento. Las más extendidas fueron las religiosas, las funeraticias, las de profesionales y las de esparcimiento. Los pertenecientes a las mismas procedían de las bajas capas sociales, incluidos los esclavos. Toda asociación debía contar con una sede, schola. Se mantenía con las cuotas de sus socios y con las ayudas que pudieran recaudar de sus patronos. Tenían una divinidad protectora. La actividad y las obligaciones de sus socios estaban reguladas por unos estatutos, una lex collegii. Las asociaciones se difundieron sobre todo en los medios más romanizados, ciudades privilegiadas, como puede comprobarse por los estudios de Waltzing, de Robertis, Santero y otros. La atención a los servicios urbanos podía realizarse con esclavos públicos, o bien con el apoyo de asociaciones profesionales; éstas son mencionadas en algunos textos como tria collegia principalia y estaban formadas por artesanos, fabri, bomberos, centonarii, y especialistas en la comercialización y artesanía de la madera, dendrophori. Pero había además otras múltiples formas de asociación: de zapateros, de pescadores, de fabricantes de mechas para lucernas, etcétera. Los miembros de las asociaciones funeraticias eran personas económicamente necesitadas. La asociación se encargaba de ofrecer unas honras fúnebres dignas a sus miembros. Tal función podía igualmente ser cubierta por muchas asociaciones religiosas. Estas podían tener divinidades romanas como protectoras; así, los devotos de los dioses Lares. Pero, con frecuencia, los creyentes en divinidades orientales se sirvieron de una asociación para organizarse y difundir sus creencias. Las sinagogas judías eran equivalentes a las sedes obligadas para cada asociación. Los creyentes de Mithra, de Cibeles... y los mismos cristianos se organizaron en asociaciones. El propio Tertuliano llamará corpus a las asociaciones cristianas. Con tal variedad de asociaciones, se entiende que la organización interna de las mismas era diferente. Al frente de la asociación había un/ os magister/ tri. Debían tener igualmente tesoreros y escribas. En asociaciones muy numerosas y complejas se podían nombrar otros cargos cuyos nombres se tomaban de la administración civil como sacerdos, aedilis, etcétera. Y esa terminología cambiaba en asociaciones religiosas; así los devotos de Mithra llamaban Pater o Pater Patrum a su presidente y Leo a un grado sacerdotal intermedio. La sociedad romana altoimperial no estaba sólo marcada por los estatutos jurídicos de las personas, sino que seguía conservando formas de relaciones que habían cumplido importantes funciones durante la República. Todos los historiadores modernos coinciden en afirmar que los vínculos entre un patrono y su cliente se debilitaron a fines de la República y que sólo quedó la condena moral y la pérdida de prestigio para cualquier patrono o cliente que faltara a sus compromisos. De ello dan claro testimonio autores como el hispano Marcial o el poeta Juvenal. Pero la debilidad del vínculo se suplió con la práctica de tener un mayor número de patronos.