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Sin entrar en los sorprendentes cráneos humanos, recubiertos con revoque de yeso y valvas de concha en los ojos, hallados en los niveles neolíticos de Jericó y sin detenernos tampoco en las figurillas de hueso y marfil -masculinas y femeninas- de significado propiciatorio, de Beer-Sheba, asimismo neolíticas, debe decirse que pocos son, relativamente hablando, los elementos de que disponemos para analizar la plástica palestina -escultura y relieve-, que se reducen en la época cananea (Bronce Medio y Reciente) a una serie de idolillos, en su mayoría figuritas de arcilla con la dea nutrix (Tell Beit Mirsim, Abu Ghoch), o con Astarté (en numerosas localidades), a cabecitas masculinas y femeninas, a modo de amuletos, y a unas pocas estatuillas de basalto o caliza. De estas últimas hay que recoger las halladas en Hazor: una completa (40 cm; Museo Rockefeller, Jerusalén), de toscas líneas, casi sin desbastar, es de tipo funerario y representa a un rey divinizado (¿o quizá se trata de una divinidad astral?), sentado en trono y con las manos en las rodillas, portando una copa en una de ellas; la otra, acéfala, adopta idéntica disposición; y, finalmente, la tercera, fragmentada en dos trozos, representa a un dios sobre un toro (Museo de Hazor). En todas ellas son visibles influencias sirias. En Tell Beit Mirsim y en Tell Djemme han aparecido numerosas placas ovaladas, de arcilla, sobre las que se imprimió mediante molde la imagen de Astarté, figurada desnuda, de frente y con los brazos levantados, sujetando tallos de lirio o serpientes. Pocas han sido las estelas sagradas (massebhoth) que nos han llegado; aunque las había lisas (ejemplares de Gezer), algunas con decoración de manos abiertas (Hazor), todas, sin embargo, carecen de interés artístico. Este juicio también debe aplicarse a la Estela de la diosa de las serpientes, de Tell Beit Mirsim, del siglo XVI a.C. de la que se conserva sólo su parte inferior. Entre las figurillas metálicas, debemos reseñar un dios Reshef, en bronce, localizado en Lachis; un dios armado, de pie, de Meguidó, y sobre todo un rey de Meguidó (25 cm; Museo de Chicago), en bronce recubierto por una lámina de oro, y con la parte inferior del cuerpo, que descansa en un trono, absurdamente plana; la figura presenta claro aspecto sirio. Una pileta de libaciones, también de Tell Beit Mirsim, del siglo XIII a. C., decorada con una cabeza de león y una serie de leones, en basalto, procedentes de distintos edificios de culto de Hazor (Templo de los ortostatos) completan la panorámica plástica. Mucho más escasos son aún los ejemplares escultóricos del período israelita (estatuillas de terracota de Astarté de Gezer, Gibea y Bet Shemesh), dado que la ley (Dodecálogo siquemita, Biblia) prohibía hacer imágenes talladas representando a seres vivientes para rendirles culto. Sin embargo, se labraron no pocas figuras, pues la Biblia en numerosos pasajes alude a la imagen hecha por Mikah, al "efod" de oro de Gedeón, al becerro de oro del Sinaí, a los toros sagrados de los santuarios de Dan y Betel, a la serpiente Nehushtan o a estatuas de dioses (Baal, Astarté, Molok, Kemos, Milkom); sin olvidar, por ejemplo, los magníficos querubines, esto es, esfinges aladas, de 5,25 m de altura, que realzaban el Arca de la Alianza.
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Hacia el año 230, cuando pensase el rey en encargar sus monumentos conmemorativos, que mostrarían en Pérgamo y en otros puntos de Grecia su enaltecedora condición de salvador de los griegos, la escultura empezaba apenas a salir de un largo período de postración. Casi hasta mediados del siglo III a. C., las tendencias conservadoras, clasicistas, dominaban sobre los intentos innovadores. Y cabría añadir que, en cierto modo, tal situación se debía a un cierto desinterés por la escultura como tal en las principales cortes de la época: los monarcas desplegaban, recordémoslo, su increíble lujo en fiestas y decoraciones palaciegas -era la época más brillante de la corte de Alejandría o del palacio de Vergina en Macedonia-, incluso por entonces se inventó el mosaico de teselas -abakískoi o tablitas, las llamaban los griegos- para sustituir al más pobre de guijarros en las decoraciones áulicas, pero lo cierto es que tal pasión por el lujo ambiental, junto al marcado interés por el campo literario y científico, hizo decaer durante décadas la tradicional afición griega por las esculturas. Esta situación debió de alcanzar su cenit en el segundo cuarto del siglo III a. C. Escasas son las esculturas fechables por entonces -o tan mediocres como la Temis de Ramnunte, obra del ático clasicista Queréstrato (h.270)-, y acaso se justificase en cierto modo, pese a su exageración, la famosa frase de Plinio según la cual, tras la muerte de los principales discípulos de Praxíteles y Lisipo, cesó el arte de la escultura. Pero hacia el 260 a. C. empieza a sentirse una reacción. El clasicismo se ha agotado en la crisis, y quienes empiezan a renovar y a prestigiar el arte de la escultura pertenecen a las tendencias de carácter realista o retórico que desde años antes se venían esbozando. Acaso cabría considerar como uno de los primeros signos de esta recuperación -si es de esta época, como creemos- el llamado Efebo de Tralles, con sus formas simples, con su cara bien modelada y ligeramente expresiva; pero más importantes son, en este momento, dos grandes obras que marcan el sesgo nuevo y la línea a seguir. Se trata, en primer lugar, de la Afrodita agachada, posible encargo del rey de Bitinia Nicomedes a su súbdito Dedalses para un santuario de su capital. Dedalses de Bitinia ya había esculpido por entonces, para la recién fundada ciudad de Nicomedia, un Zeus Estratio, obra de aspecto esbelto y ligero que fue copiada en monedas, y ahora nos da en su Afrodita una investigación de anatomía y ritmo sin precedentes. Tomando como punto de partida la actitud normal de una mujer que se baña en su casa dentro de una pila, es capaz de trascender la observación inmediata para alcanzar un esquema cerrado, helicoidal y perfectamente trabado en todas sus partes, donde el gusto por la estructura ordenada de líneas no ahoga, sino que potencia el atractivo de la diosa: el modelado de la cabeza, con su boca entreabierta y su blanda carnosidad, tan del gusto del creciente realismo, se completa con un complejo juego de cabellera que el arte griego no olvidará en mucho tiempo. El mismo gusto por fundir análisis de la realidad y grandes estructuras dinámicas cerradas sobre sí mismas lo hallamos en otra obra famosa, la Jovencita de Anzio, que se halla en el Museo de las Termas. Se trata muy probablemente de una estatua votiva, entregada por una sacerdotisa a un templo para recordar su función. La joven lleva una bandeja que se convierte en el centro ideal de la estatua: hacia ella dirige la figura su mirada y sus brazos, y hacia ella convergen incluso los principales pliegues del vestido, ricos, realistas y ampulosos. Todo se organiza dentro de un ritmo en torsión, perfectamente cerrado como en el caso de la Afrodita. Ambas obras son, en realidad, tan parecidas -incluso en la concepción de la cara-, que podría hasta pensarse en el mismo autor. No en vano la colocación de las piernas de la Jovencita se asemeja a la actitud del Zeus de Dedalses.
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Spengler ha señalado que el Renacimiento ha sido la única etapa de la Historia del Arte occidental en la que la escultura ocupa un lugar preeminente. La cuna de este nueva corriente escultórica la encontramos en Florencia. Sin embargo, la inspiración clásica no implica copia ni reproducción sino recreación, buscando aportar nuevos valores a mármoles y bronces. El naturalismo, la preocupación por la anatomía humana y los estudios de perspectiva son las principales novedades formales de la escultura renacentista. Las figuras se hacen proporcionadas y se fija una canon realista, con dominio espacial en la implantación de la figura. En Italia encontramos dos grandes etapas: Quattrocento y Cinquecento. En el Quattrocento destacan las personalidades de Lorenzo Ghiberti, autor de las Puertas del Paraíso del Baptisterio de Florencia; Jacopo della Quercia, autor del Sepulcro de Hilaria del Carreto; y Donatello, escultor que aportará gran naturalismo a sus figuras, como observamos en el San Jorge o el David. Verrochio es el creador del monumento al Colleone, una de las estatuas ecuestres más impactantes. Miguel Angel llena la mayor parte del Cinquecento. Entre sus espectaculares obras sobresalen la Piedad, el David y el Moisés, excepcional muestra de la terribilitá que define los trabajos de Buonarrotti. Cellini, con el Perseo de la Logia dei Lanzi, y Giambologna, con el Mercurio del Bargello, son los dos creadores que acompañan al genio en este siglo. En la escuela francesa del XVI destacan Jean Goujon, escultor finísimo y elegante, y Germain Pilon, autor del Monumento funerario de Enrique II y Catalina de Médicis. En España destacan importantes escultores, como Bartolomé Ordóñez, autor del Sepulcro del cardenal Cisneros, o Diego de Siloe y Felipe Vigarny, creadores del retablo de la Capilla del Condestable. Pero las grandes personalidades del XVI son Berruguete y Juni. Alonso Berruguete admiró a Miguel Angel y sus obras se caracterizan por el dramatismo y el sentido del movimiento. Juan de Juni es más reposado, sin renunciar al dramatismo que caracteriza sus espectaculares Santos Entierros.
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Al filo del cambio de siglo, y a la vez que Rodas se introduce, cada vez con más fuerza y poder, en el juego de alianzas y guerras que sacuden por entonces el Mediterráneo oriental, su arte y su cultura se enriquecen. El realismo alcanza entonces sus cotas más audaces, a veces matizadas de monumentalidad o de virtuosismo, y por ello no es extraño ver multiplicarse el número de escultores. Muerto Timócaris, parece que le sucedió al frente del taller su hijo Pitócrito; las firmas que de él nos han llegado muestran que mantuvo la actividad retratística de su padre, distribuyendo esculturas por Rodas, Lindos, Caria y hasta Olimpia, pero quizá permanecería como un autor ignorado si no fuese por una simple casualidad. En efecto, firmó un relieve -muy bello, desde luego- que adorna, tallado en la propia roca, el acceso a la acrópolis de Lindos, y que representa la popa de una nave, destinada a servir de base a una estatua; y da la coincidencia de que tal talla mantiene gran parecido con la nave que sirve de base a la Victoria de Samotracia. Para algunos investigadores no ha sido necesaria mayor prueba: la fabulosa Níke sería una obra de Pitócrito. Sea quien fuere en realidad el autor de tal obra, lo cierto, sin lugar a dudas, es que en ella contemplamos una de las cumbres de la plástica griega. Debió de ser donada por los rodios al santuario de Samotracia a raíz de la victoria naval que obtuvieron en Side frente a Antíoco III de Siria (190 a. C.), y que les supuso, además del control de amplias comarcas en Caria y Licia, la alianza de numerosas ciudades e islas próximas. La obra estuvo al nivel del acontecimiento que conmemoraba: la estructura ondulante, ascendente, de la figura; sus finísimas telas pegadas por el viento al cuerpo, creando un efecto que supera incluso en fuerza y realismo los pliegues mojados de Fidias o Timoteo; la vibración del aire marino que se siente en toda la superficie, creando remolinos y sacudiendo las propias plumas de las alas, todo ello se completaba, para acrecentar aún más el efecto teatral de la obra, con un entorno ambientador: colocada sobre su nave, la figura aparecía en un templete, como metida en una hornacina y destacando sobre un fondo oscuro; y delante de ella, al pie de la proa, se abría un estanque del que surgían rocas y por el que corrían cascadas de agua. Magnífica fusión de escultura y naturaleza que difícilmente hallaremos en el arte griego anterior, y que nadie sabrá explotar después mejor que los propios rodios. Victoriosa y aliada de Pérgamo y de Roma, Rodas, y con ella todo su entorno, gozará aún, durante un cuarto de siglo, de un esplendor indiscutido. Es la época en que Filisco de Rodas realiza sus esculturas de Apolo, Latona, Artemis y las nueve Musas, tan apreciadas que acabarían adornando el templo de Apolo Sosiano en Roma. Es probable que estas Musas, las más famosas de la antigüedad, fuesen las copiadas unas décadas más tarde por Arquelao de Priene en un relieve que hoy se encuentra en el Museo Británico; las conocemos por otras muchas copias, y en todas destacan la variedad y cotidianidad de sus actitudes y, sobre todo, la fineza con que fueron tratadas las transparencias de las delicadas telas. El escultor, usando una técnica propia de la pintura más que de la talla, supo figurar en relieve tanto los pliegues y arrugas de los velos como los de las túnicas que están debajo. También hubo de vivir por entonces Boeto de Calcedonia, o por lo menos el más famoso de los escultores que llevaron este nombre, ya que otro, acaso su nieto, nos es conocido por unos bronces hallados en el mar junto a Mahdia, en Túnez. El primer Boeto, que firmó bases en Lindos y en Delos, y que retrató a Antíoco IV Epífanes de Siria, debe la inmortalidad sobre todo al conocido grupo del Niño de la oca, llegado a nosotros en varias copias. Debía de ser un tema bastante común, que tenía su lugar en los santuarios de Asclepio, como ya hemos visto en el texto de Herondas, pero la obra de Boeto logró un éxito muy particular: las carnes realistas y blandas del niño, el uso -un tanto irónico- de la estructura piramidal que se empleaba en Pérgamo para plasmar gestas heroicas, todo hubo de contribuir a su fama. El ambiente escultórico del Egeo sudoriental había alcanzado por tanto, en la primera mitad del siglo II, las más altas cotas de virtuosismo descriptivo: las texturas de carnes, cabellos y telas jamás alcanzaron tales calidades táctiles, y aunque son muchas las obras -retratos femeninos sobre todo- que podrían alinearse aquí como complemento a las citadas, nos limitaremos sólo, para no alargar la lista, a mencionar esa misteriosa cabeza, acaso retrato ideal de Eurípides, que conoce la crítica con el nombre de Pseudo-Séneca. Aunque no hay acuerdo definitivo sobre la adscripción y cronología del original, creemos que tienen razón quienes la ven en el ambiente que ahora reseñamos: pese a su consciente dramatismo retórico, pocas cabezas antiguas mostrarán con más fuerza la descarnada realidad de la vejez.
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El antiguo reino de Navarra, a través de algunos de sus monarcas como Sancho el Mayor y sus sucesores, contribuyó de forma decisiva a la creación de la Ruta de Peregrinación a Compostela. En función de ella se crearon o revitalizaron ciudades (como Estella y Pamplona) y se construyeron o rehabilitaron calzadas, puentes, hospitales, iglesias, etc. Todo ello supuso para Navarra un crecimiento económico, comercial, artesanal y desde el punto de vista artístico, cierta fiebre constructora gracias a la cual se pobló el territorio de multitud de edificios, en muchos de los cuales se realizó también un complemento escultórico de carácter monumental y distinta calidad según los recursos y condiciones concretas de cada uno de los casos. No podemos entrar ahora en el problema de la relación concreta de los conjuntos escultóricos navarros con el denominado arte del Camino, pero creemos que la filiación de la escultura de ciertos conjuntos navarros puede hablar al respecto. Por otro lado, recordemos la hipótesis de S. Moralejo ("Artistas, patronos y público en el arte del Camino de Santiago" en "Compostellanum" XXX, 3-4 (1985), p. 395) sobre el problema del impacto artístico de la Peregrinación a Compostela a lo largo del Camino. Frente a opiniones de distinto signo (como la de Hubert), el autor indica que en el ámbito hispano sí puede hablarse de un espacio artístico integrado en relación al fenomeno de la peregrinación a Santiago y de una escultura de Peregrinación. Desde el punto de vista cronológico S. Moralejo indica que dicho fenómeno se extiende a todo el período románico, aunque para el caso concreto de las relaciones entre la ruta hispana y la ultrapirenaica establece un período más restringido entre 1075 y 1125, período que quizá haya que ampliar a la vista de los datos aportados por la escultura del claustro de Pamplona y otros conjuntos escultóricos.
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El movimiento simbolista tiene una incidencia decisiva en el ámbito de la escultura española, pues fue un elemento clave para romper el círculo vicioso que dominaba la escultura hasta fines del siglo XIX, basculando entre el monumentalismo y el anecdotismo. Gracias a la influencia de los movimientos simbolistas, la escultura deja de ser un monumento conmemorativo o una simple anécdota derivada del realismo, para dar paso, como en el ámbito de la pintura, a un planteamiento distinto; la obra no reproduce la realidad, sino que se convierte en soporte de ideas o símbolos. A nivel iconográfico se basa en la utilización de unos temas relativamente limitados pero muy elaborados, el desnudo femenino, el más apropiado para representar símbolos, eliminando cualquier elemento que pueda hacer referencia a una realidad concreta, como el vestuario, el peinado o unas características físicas concretas. Túnicas, largas cabelleras al vuelo, cuellos largos y estilizados, una serie de recursos iconográficos que habían definido los prerrafaelitas británicos y que son más tarde popularizados por toda la escultura simbolista europea. Las primeras obras claramente simbolistas serían la Modestia de Josep Llimona (18641943), Els primers freds (1892) de Miquel Blay (1866-1936), seguidas por la Eva de Enric Clarasó (1857-1941). Josep Llimona fue uno de los miembros más representativos del Cercle Artístic de Sant Lluc y su profunda religiosidad inspira una parte importante de su producción escultórica, La primera comunió (1897, Museo de Arte Moderno, Barcelona) o los yesos que proyectó para la fábrica de imágenes "El arte cristiano" de Olot. Destacaremos también entre visiones más secularizadas de la escultura modernista sus desnudos femeninos, como el Desconsol (1907, Museo de Arte Moderno, Barcelona) o Joventut (1913, mismo museo) y las esculturas masculinas, más en una línea realista, del monumento al doctor Robert (1903, Plaza de Tetuán, Barcelona). Es evidente que detrás del desvelamiento de la escultura en España está la enorme personalidad de Rodin, cuya influencia había sido decisiva en la evolución de artistas españoles de la talla de Miquel Blay, quien, en 1903, realiza una pieza de marcado carácter simbolista, Perseguint la illusió, que recuerda muy directamente el Fugit amor de Rodin. La influencia de Rodin se aprecia también en los escultores vascos Quintín de Torre y Berástegui (1877-1966) y Nemesio Mogrobejo (1875-1910); este último es un escultor relativamente poco conocido porque murió joven y permaneció largas temporadas fuera de España, pero cuya obra está determinada por una clara voluntad renovadora. Su producción se mueve entre el camino abierto por Rodin y una serie de bajorrelieves, fundidos en bronce o plata, de figuras femeninas estilizadas que enlazan perfectamente con las formas decorativas del modernismo y se relacionan con la obra del gran escultor Francisco Durrio. Otro importante escultor español del momento es el cordobés Mateo Inurria (1886-24), al que debería considerarse, empero, miembro de la siguiente generación, pues elabora su producción realmente renovadora a partir de 1912. El simbolismo, por otro lado, determina un cambio decisivo en los tipos y modelos de la escultura funeraria que modificará substancialmente su iconografía: los temas de exaltación del difunto, que habían dominado la estatuaria anterior, ceden el paso a sencillas esculturas que simbolizan un femenino ángel de la muerte, al margen de toda alegoría. Todos los escultores del momento siembran los cementerios españoles de este nuevo planteamiento en el arte funerario. Y la escultura simbolista nos ofrece también una versión más decorativista que se vincula a los gustos Art Nouveau. Artistas como el cordobés Manuel Garnelo y Alda (1878-?), y en especial Eusebi Arnau (1863-1933), que realizan amplios conjuntos para ser aplicados a edificios públicos o viviendas, recordaremos su intervención en las casas Lleó Morera de Barcelona y Solá Morales de Olot, ambas proyecto de Lluís Doménech i Montaner. Asimismo se forman dentro de la estilización y decorativismo modernistas, artistas que desarrollarían más tarde una importante producción escultórica, como Josep Clará (1878-1958), que acabaría integrándose en el grupo de artistas del noucentisme catalán, o el aragonés Pablo Gargallo (1881-1934), quien se definiría en París como uno de los protagonistas de la vanguardia. A un nivel mucho más trivial, podemos reseñar las pequeñas esculturas en bronce que decoran todos los salones burgueses, y también la terracota y la cerámica decorativa producidas por las empresas de La Roqueta en Baleares o la creada por Lambert Escaler (1874-1957) en Cataluña.
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Sin embargo, la preocupación por el objeto venía de antes: en diciembre de 1931 Dalí publicó en "Le Surrealisme au service de la Revolution" , un "Catálogo general de objetos surrealistas", estableciendo divisiones entre ellos e ilustrando cada una. En mayo de 1936 se había celebrado en la galería Charles Ratton, de París, una primera Exposición surrealista de objetos, donde se podían encontrar los diversos tipos. Breton hablaba de objeto onírico, de función simbólica, real y virtual, móvil y mudo, fantasma y encontrado. En los primeros años treinta Giacometti construyó objetos de funcionamiento simbólico, como La hora de las huellas (1939, Londres, Tate Gallery) o El palacio a las cuatro de la mañana (1932, Nueva York, MOMA); Breton realizó en 1929 poemas objeto, fruto de su interés por abolir los límites entre las artes y hacer una unión de plástica y poesía de forma que una contribuyera a la exaltación de la otra, logrando la física de la poesía, de la que hablaba Paul Eluard. Miró, hastiado de la pintura en 1930, salió del impasse fabricando objetos que fueron un paso intermedio en su camino a la escultura independiente.Los escultores en general mantienen una relación más libre con el surrealismo que los pintores. Arp, que venía del Dada en Colonia y seguía haciendo relieves coloreados, hacia 1930 dejó que esos relieves se independizaran y dio el salto a la escultura exenta. Construyó piezas en piedra y bronce de formas muy sencillas, elementales pero no abstractas, concretas, decía él, defendiéndose del calificativo de abstracto, en cuanto que sus obras no son simplificación de nada.También Ernst, el polifacético, investigó con la escultura y en mitad de los años treinta hizo algunas obras en yeso o bronce, que están a medio camino entre la escultura, en sentido tradicional, y el objeto surrealista, como Edipo rey, de 1934 (colección particular), o Los espárragos de la luna (1935, Nueva York, MOMA), lo mismo que Miró, cuyas actividades en uno y otro campo resultan difícilmente separables.Las superficies pintadas de Miró podían salir del cuadro y convertirse en chapas recortadas y sus líneas en alambres que unieran esas chapas. Eso fue lo que hizo Álexander Calder (1898-1976), un americano que vino de Nueva York a París en 1926 y entró en relación con el grupo surrealista. En 1927 se podía ver en el Salón de los Humoristas su Circo, que también exhibió en Cataluña con Miró. Este circo, que fue una atracción de París en estos años, nos da una pista de los intereses de Calder: sus figuras articuladas de animales y payasos, construidas con madera y alambre, pertenecen a un mundo de juego, en el mejor sentido de la palabra; en ese mismo año construía juguetes con movimiento para una empresa americana. Y aunque en 1932 hizo unas grandes esculturas de hierro, pesadas, que Arp denominó stabiles (estables), su interés fundamental lo dedicó a los mobiles (móviles), bautizados así por Marcel Duchamp, y que empezó a hacer también en 1932. Se trata de esculturas compuestas por placas metálicas delgadas, pintadas de colores vivos, con formas que parecen salidas de las obras de Miró o Arp, y sujetas por alambres delgados que las mantienen en equilibrio. Un equilibrio que se altera al menor soplo de aire, para volver a restablecerse. El azar, en forma de soplo o de pequeño impulso, las mueve y crea una nueva obra cada vez, que se desarrolla en el espacio -es una escultura-, en el tiempo -se mueve- y además suena. Dibujos de cuatro dimensiones les llamaba Calder. El movimiento; además, es un movimiento ligero, natural, no mecánico, como el que produce el viento en las hojas de los árboles, a cuya estructura se parecen los móviles. Y aunque en un primer momento trabajó con motores para conseguir el movimiento, los abandonó pronto, en 1934. No hay pretensiones en Calder. Argan le compara con un mecánico de barrio que sabe manejar el material industrial con el que trabaja -laminados, perfiles, varillas - y para el que emplea medios industriales también -pinturas de esmalte -, al servicio de un juego sencillo, como si construyera juguetes para sus niños.Albert Giacometti (1901-1966) es un suizo que va a París en 1923 y coquetea con el cubismo y la escultura africana hasta que se mete de lleno en el surrealismo desde 1930 a 1934, cuando es expulsado. Aunque su obra más conocida es posterior a la Segunda Guerra Mundial -con sus características figuras consumidas , en estos años realiza unas esculturas qué él definió como una especie de esqueleto en el espacio. Como a Calder o a González, no le interesa la masa, el volumen de la escultura tradicional; sus figuras de yeso, madera o metales se sitúan en el espacio y se apropian de un espacio mayor que el que ocupan materialmente. El objeto invisible llamó Breton a una de sus esculturas favoritas, Objeto desagradable. Manos sosteniendo el vacío, de 1934 (Yale, Universidad), una escultura que estuvo incompleta hasta que un día, paseando Breton por el mercado de las Pulgas, encontró una máscara de gas que le sirvió de cabeza. En la etapa surrealista las mujeres ocupan un lugar importante en la plástica de Giacometti. La mujer degollada (1932, Zurich, Fundación Giacometti) es una especie de esqueleto de animal, un insecto gigantesco y peligroso. En la monumental Mujer cuchara, de 1926-1927 (Dallas, colección Nasher), un bronce de metro y medio de alto, podemos distinguir la cabeza, el torso y las piernas, pero lo que predomina de forma contundente es la cuchara que, como la concha de tortuga de Miró en Caricia de un pájaro (1967, Barcelona, Fundación Miró), es el receptáculo femenino. La mujer se carga así de un componente sexual muy fuerte, que la acerca a figuras primitivas y al culto a la fertilidad propio de otros tiempos y otras esculturas, como las figuras-cuchara de Africa. Lo de menos, entonces, es la relación que existe con el cubismo en la simplificación de volúmenes y formas.
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La escultura y el relieve tenían ya una larga tradición en el Irán. Los maestros de esta época resultaban herederos de un largo saber, que había ido asimilando y desarrollando toda suerte de herramientas como taladros, cinceles de distintas hechuras, limas y abrasivos. Como es lógico, las piedras inmediatamente disponibles, areniscas y calizas, eran las más utilizadas, tanto más cuanto que un tanto por ciento muy alto de la escultura sasánida se realizó en las mismas rocas de la Parsua, en gargantas, valles o paredones visibles al viajero.Estilísticamente, el maestro sasánida tenía dos precedentes que le eran directamente accesibles: la escultura y el relieve de los partos -el primer relieve con escena de un combate de Ardasir, recuerda y mejora al caballero elymáidico- y los grandes programas aqueménidas. Pero si en arquitectura ampliaron y dieron profundidad y volumen a los módulos arsácidas, en escultura consiguieron dar realidad, volumen y movimiento a los que entre los partos no pasaba de ser un esbozo helado que dependía de la pura incisión. A. Godard recuerda que se suele señalar un cierto influjo romano en el relieve sasánida. Y desde luego así parece manifestarse en algunos. No obstante, el carácter y la importancia del mismo es muy discutible.Conocemos muy pocas esculturas de bulto redondo. No sabemos si ello es debido a una simple casualidad o a la poca estima supuesta que el mundo sasánida habría tenido por esa parcela del arte. R. Ghirshman dice que en el centro de Bisápúr se encontraron los restos de un monumento a Sápúr, compuesto por dos columnas monolíticas con sendas aras de fuego delante. En el centro, un pedestal que según la inscripción en pahlevi parto y pahlevi sasánida, habría soportado una estatua del Gran Rey.A unos pocos kilómetros de la ciudad y en un lugar de difícil acceso, se halló una estatua colosal de Sápúr dentro de una cueva. Aunque rota hace mucho tiempo y caída en el suelo, la estatua del rey aún impresiona por su rígida majestad y sus casi 8 metros. Su cabeza, coronada por el korymbos sasánida soportaba el techo, mientras que los pies apoyaban en el suelo de la cueva. Pero tan sutil apoyo no debió ser bastante, porque la escultura se quebró. Piensa R. Ghirshman que el escultor supo hacer emanar de la piedra un cierto espíritu imperial, con una serenidad que imponía la sumisión. Mas la postura y el tono, a pesar de los intentos evidentes por señalar el cuerpo y su estructura bajo la ropa, resulta hierática y fría. Algunos autores dicen que la cueva debió ser la tumba del Gran Rey, lo que no es seguro. En cualquier caso, en ella nacía el arroyo natural que cruzaba Bisápúr.Mucho mayor interés posee el arte del relieve con el que aparece una expresión de la tradición antigua dotada de una fuerza nueva. Según E. Porada, los relieves rupestres constituyen la aportación más impresionante y conocida de los sasánidas al arte del Irán. Y desde luego es así, pese al problema de las influencias. Sobre este particular, escribe R. Ghirshman que hay cierta verdad en la identificación de algunas notas romanas, aunque las divergencias nacidas de dos mundos tan distintos resulten mayores. Así, frente a la subordinación habitual a la arquitectura, el tamaño limitado y la narración histórica cierta ligada armónicamente a la alegoría, propia del arte romano, el historiador francés opone una larga serie de peculiaridades sasánidas, entre las que destacan un mayor tamaño por lo común, la ausencia de narración continuada y de referencias al lugar de los hechos, la instantánea de un suceso como tema, la subordinación proporcional de los inferiores al rey, el estilo heráldico en la composición y algunos rasgos más.Los relieves sasánidas pueden estudiarse en cuatro grupos: escenas de investidura, triunfos, combates a caballo y escenas de caza. En cada uno de ellos, los artistas dieron vida a verdaderas obras maestras. Numéricamente su catálogo supera la treintena, en su mayoría realizados durante los dos primeros siglos del imperio. Los reyes mandaron situarlos en lugares muy escogidos, por lo general dentro de la antigua Parsua: en el valle sagrado de Naqs-i Rustam, al pie de las tumbas aqueménidas, en el círculo rocoso de Naqs-i Rayab, a cinco kilómetros de Persépolis y en las gargantas de Bisápúr. E. Porada recuerda además el relieve de Ardesir en Azerbaiyan, expresión tal vez del sometimiento armenio. La atribución sería difícil, pues casi ninguno se acompañaba de inscripciones, pero, como los monarcas de la casa de Sasan ostentaban todos y cada uno coronas distintas, podemos datarlos con bastante seguridad a través de las monedas.Los relieves más tempranos se deben a Ardasir I, al que se conceden cuatro distintos en Naqs-i Rustam, Naqs-i Rayab y Firúzábád, con escenas de combate e investidura. El combate a caballo, aunque recoja un tema típico parto y carezca casi de volumen, supone ya un avance notorio respecto al inmediato pasado. Resultan novedosos el furor del combate y el movimiento a la carrera de los animales. No obstante, carece del interés que posee la investidura a caballo tallada en Naqs-i Rustam. El rey mandó situarla a la entrada del valle de las tumbas rupestres de los monarcas aqueménidas. Subraya A. Godard no sólo la intención que manifiesta vinculación al pasado, sino también y desde un punto de vista técnico, la composición heráldica según la tradición oriental. En efecto, tanto el dios Ahura Mazda como el monarca Ardasir forman un grupo equilibrado e igual. La postura de los caballos, los caídos bajo sus cascos, el gesto del príncipe y el dios se complementan en un todo centrado en la simbólica diadema real. El dios empuña el barsom, conocido ya en época medo-persa. El rey ostenta su corona distintiva. Los vestidos, amplios, cuelgan a los lados como las piernas de los jinetes. La curva del cuello de los caballos es la misma que se ve en Persépolis, y el movimiento de sus patas sobre las cabezas de Ariman y Artabano es puramente convencional. Destaca K. Erdmann la calma de la escena, algo atenuada por las bandas que cuelgan de los tocados de ambos personajes. La talla del artista es casi un altorrelieve, resultando clara la intención de dar volumen.Los relieves de tema triunfal encuentran en Sápúr I a su mejor representante. Con éste y otros asuntos se le atribuyen al rey ocho distintos repartidos por Bisápúr (4), Naqs-i Rustam (2) y Naqs-i Rayab (2). El ya célebre de Naqs-i Rustam representa al monarca a caballo sujetando con su diestra las manos de Valeriano. Ante su montura -de silueta y postura igual a la de Ardasir-, Filipo el Arabe se arrodilla. Sugiere E. Porada que el artista ideó una composición clásica, puesto que el grupo forma un triángulo cuyo vértice en la corona rompe el marco del relieve. R. Ghirshman apunta que la época de Sápúr acentúa la vida del cuerpo y los vestidos. Y aunque se noten ideas romanas, los cuerpos siguen de frente, en violenta contradicción con las cabezas de perfil. De este relieve, dice R. Ghirshman que parece una imitación superficial de ideas romanas, porque la mano del iranio está presente. Lo mismo que en el enorme relieve que Sápúr dedicó al mismo tema en su ciudad, Bisápúr, donde el artista intentó construir escenas enteras en varios registros. En uno y otro caso, los modelados son vigorosos y los tejidos se llenan de pliegues, arrugas y movimiento.Finalmente, las escenas de movimiento obligado, el combate y la caza. En estos temas, las convenciones de representación dominan el trazado. Los caballos de los reyes Bahrám y Hurmazd en Naqs-i Rustam, cabalgan con sus cuatro patas en el aire, como si volaran. Y sus amos, con la lanza en ristre, desmontan a sus contrarios lo mismo que si asistiéramos -como dice E. Porada- a un combate singular del Medievo. El altorrelieve acentúa tanto los volúmenes que el caballo de Hurmazd y su pierna derecha parecen casi una escultura.En los relieves de caza en los pantanos tallados en los laterales del iwan de Taq-i Bostam, se nota una fortísima influencia de la pintura. Atribuidos a la época de Khusrau II, representan una galante caza del rey en los cañaverales, acompañado de ojeadores y músicos. Algunas ideas parecen remontarse a la glíptica aqueménida, como los jabalíes entre las cañas, pero lo suave del trabajo, su velado volumen, recuerda a las decoraciones de estuco. Ciertos autores piensan que podrían haber estado pintados.
contexto
Sin pretensiones de belleza al principio, pero apuntando un deseo de vocación estética, las primeras esculturillas de bulto redondo de la etapa protohistórica mesopotámica que debemos reseñar, modeladas en arcilla, son las halladas a millares en los estratos precerámicos de Qalaat Jarmo, que representan a diversos animales -¿cerdos?- y a mujeres desnudas, generalmente sentadas, consideradas como las más antiguas representaciones de la diosa de la fecundidad o diosa-madre, que también se elaboraron después en los períodos de Hassuna (Hassuna, Yarim Tepé) y de Umm Dabaghiyah. En el yacimiento de Tell es-Sawwan, correspondiente a la cultura de Samarra, han aparecido multitud de figurillas (entre los 5 y los 11 cm de altura), con signos anatómicos apenas dibujados, que forzaron parte de ajuares funerarios. Las elaboradas en arcilla presentan una decoración plástica especial, al tener los cráneos alargados y los ojos modelados en forma de granos de café; en el caso de las trabajadas en alabastro, presentan grandes ojos de nácar incrustado y los mismos cráneos alargados, que recuerdan las estatuillas de la posterior época de El Obeid y aun las sumerias arcaicas del 2800. De poca calidad estética son los talismanes, tallados en obsidiana y en otras piedras o fabricados en terracota, en forma de mujer sentada, cabezas de toro -bucráneos- o pájaros aparecidos en Tell Halaf; lo mismo cabe decir de las diosas-madre en arcilla o piedra de Arpachiyah o Chagar Bazar, todas ellas de formas compactas. Muchísimo más elaboradas fueron las terracotas halladas en las necrópolis de Tepé Gawra -que siguió la tradición plástica de Halaf-, Ur y Eridu, correspondientes a la fase cultural de El Obeid, en las cuales la coroplastia mesopotámica presenta nuevas tipologías, aun cuando se repita el tema de la diosa-madre. En Ur se las representaba de forma esbelta, aunque de pequeño tamaño, piernas juntas y anchos hombros (con excrecencias interpretadas como tatuajes o marcas tribales), con los brazos delante de la cintura (postura que se repetirá a partir de entonces y que llegaría a definir la escultura mesopotámica) y cabezas que nos recuerdan ofidios, felinos o pájaros, coronadas por una especie de polos o tiara de betún; algunas figurillas, incluso, son representadas amamantando niños, como un ejemplar del Museo de Iraq (14,8 cm de altura), de impresionante aspecto. El mismo museo guarda otro ejemplar, procedente de Eridu, que figura a un hombre desnudo, portando una especie de cetro o bastón en su mano derecha. El período de Uruk, tras superar una fase de plástica elemental (toscas figuritas de prisioneros con las manos atadas a la espalda), alcanzó ya cotas más ambiciosas, con ejemplares de bulto redondo tallados en piedra caliza, como puede verse en dos estatuillas de dignatarios, de similar factura (una en el Museo del Louvre y otra en la Universidad de Zurich), ambos de pie y desnudos, con redondeada barba -que hubo de ser postiza- y tocados con un casquete globular, similar al que presenta el rey-sacerdote de los sellos cilíndricos. La época de Jemdet Nasr significó la edad de oro de la plástica protohistórica, con soberbios ejemplares tanto relivarios como de bulto redondo. De notable interés es una estatuilla femenina, en caliza blanca (11 cm), de Khafadye -y hoy en el Museo de Iraq-, que a pesar de su tosca ejecución manifiesta tendencias hacia un claro naturalismo, como puede verse en su desnudo torso, en claro contraste con otra esculturilla de Uruk, del mismo museo, acéfala, de alabastro (19 cm), pero con un planteamiento más volumétrico que lineal. Otra magnífica pieza la constituye el llamado Príncipe de Uruk (17,8 cm; Museo de Iraq), que lo representa con el torso desnudo -la parte inferior se ha perdido-, cubierto con el típico casquete globular, y larga barba postiza de perfil ovalado, con rizos horizontales. Sus manos están dispuestas delante del pecho y sus ojos, incrustados, a base de concha y lapislázuli, contribuyen a darle una gran naturalidad. De Tell Brak -y de esta época- se poseen cuatro cabezas, de bastante interés, y otros fragmentos en alabastro. Una de ellas (17 cm), en el Museo Británico, a la que le falta la parte posterior, es de líneas esquemáticas con grandes ojos que contuvieron pupilas incrustradas, carnosa nariz y labios sonrientes en relieve; el óvalo de la cara está muy bien definido, a cuya perfección contribuiría, sin duda, la peluca postiza, probablemente en lámina de oro. Otra (9,2 cm) hallada en el Templo de los Mil ojos y hoy en el Museo de Aleppo, también sin la parte posterior, presenta rasgos que la acercan más a un ídolo que a una escultura más o menos ortodoxa, y en la que sobresalen sus dos grandes ojos oblicuos, transmitiendo así, toda ella, un simbolismo apotropaico. Se ha supuesto que estas cabezas estuvieron fijadas en las paredes del santuario a modo de exvotos. Por otro lado, los relieves protohistóricos presentan un desarrollo muy similar a la estatuaria de bulto redondo, observándose en ellos claramente los sucesivos logros alcanzados. Del período de Uruk poseemos una placa de caliza (5,5 por 6,5 cm), hallada en Kish y hoy en Bruselas, donde junto a la fachada de un templo se figura una escena de lucha entre dos hombres, uno tocado con el casquete globular, representados a distinto tamaño; así como dos magníficos relieves sobre esquisto, del Museo Británico, conocidos como "Monument Blau": uno (7 por 15 cm) tiene en sus dos caras escenas cultuales (rey y acólito, rey y obreros); el otro (4,1 por 17,8 cm) sólo por una cara la imagen de un rey-sacerdote presentando un animal de ofrenda. Más interesante, aunque ya es un relieve que pertenece cronológicamente a la época de Jemdet Nasr, es un gran recipiente cultual de Uruk (1,30 m de longitud), hoy en el Museo Británico, en alabastro, decorado con un relieve muy plano en el que se figuran corderillos, ovejas y carneros, dispuestos en perfecta simetría junto al establo consagrado a Inanna. Sin embargo, más significativo es el Vaso ritual de Uruk (92 cm; Museo de Iraq), tallado en alabastro. Toda su superficie cilíndrica, sobre un alto pie cónico, hoy reconstruido, está decorada con un relieve plano, desarrollado en tres grandes fajas (la última doble) y que reproduce la presentación de las primicias del campo y de la ganadería a la diosa Inanna, dentro del contexto de las que fueron famosísimas fiestas del Año Nuevo sumerio. Totalmente novedosa es la figura femenina de la faja superior (¿la propia Inanna? ¿una sacerdotisa?) representada de pie junto a símbolos y otros objetos. Cubierta con largo manto y tocada su hermosa cabellera con unas protuberancias (¿tiara de cuernos?), presenta las manos en gesto de acogida. Ante ella, un hombre desnudo le ofrece un cesto de frutas; a él le sigue otro -quizá el rey-, del que sólo resta un pie. Este personaje iría recubierto con un vestido de ceremonia, cuyo pesado cinturón le ayuda a llevar un sirviente. En la faja central aparecen nueve servidores desnudos que portan cestos repletos de cereales y frutas, copas y jarras de libación; finalmente, en la faja inferior -en doble registro- se ven los animales (ovejas y carneros) destinados al sacrificio, así como las plantas y árboles -espigas de cebada, palmeras datileras- sobre una doble línea ondulada, que simboliza el agua. Superior en calidad a las cabezas de Tell Brak, que hemos visto, y realmente sin punto de comparación con cualquier otra obra escultórica mesopotámica, es la bellísima Dama de Uruk (20 cm; Museo de Iraq), labrada en alabastro, quizá el primer intento de representar el rostro humano a tamaño natural, y a cuyo anónimo autor ya se le puede calificar de artista. No es una obra de bulto redondo, pues le falta la parte posterior, sino una placa en altorrelieve que iría fijada sobre alguna pared o montada sobre un cuerpo de madera. Su peluca, brutalmente arrancada, hubo de ser de lámina de oro, distribuida en dos bloques y en grandes ondas; sus ojos y cejas lo fueron de otros materiales (lapislázuli, concha, betún). La pureza de líneas del óvalo de la cara, lo armónico de sus perfecciones y la finura de sus labios hacen de esta pieza -a pesar del desperfecto en su nariz y el vacío de sus cuencas oculares- uno de los retratos más impresionantes de la Antigüedad, comparable en muchos aspectos a nuestra Dama de Elche. Asimismo, de gran interés plástico e histórico es una estela de basalto fragmentada (78 por 57 cm), hallada en Uruk y hoy en el Museo de Iraq, conocida como la Estela de la caza, que representa en un mismo plano a un único personaje, con larga túnica atada a la cintura y tocado con el casquete, pero figurado en dos momentos de una cacería: en el primero aparece hundiendo su lanza sobre un león, y en el segundo dispara su arco contra otros dos leones, heridos ya por flechas. Mucho menos importantes, plásticamente hablando, son los múltiples idolillos oculados, tallados en diversas clases de piedra (alabastro, sobre todo), procedentes de Tell Brak. Algunos de ellos incluyen en su lisa superficie el relieve de otro o de dos ídolos más pequeños (Museo de Aleppo); a veces, forman doble pareja (cuatro ojos) e incluso triple (seis ojos) en una única pieza. La carencia en estos idolillos de cualquier rasgo anatómico, excepto los ojos, siempre muy grandes y abiertos, habla del carácter mágico-religioso de los mismos, sin duda exvotos. La escultura animalística de bulto redondo produjo algunos pequeños ejemplares muy bien modelados y de cierto interés, de los cuales nos han llegado unas cuantas cabezas de oveja y de morueco, así como esculturillas de felinos, verracos y carneros o toros, echados o de pie, todos ellos muy naturalistas. La animalística también se representó en relieves sobre vasos, tal como puede verse en un fragmento de vaso del Museo del Louvre (24,5 cm) con la escena de un rebaño de bóvidos que salen de su establo, consagrado a una divinidad. En Tell Brak, también se detecta escultura animalística, reflejada sobre todo en amuletos de pequeñísimas dimensiones y tallados en alabastro y otras piedras, en forma de leones, cabras, pájaros, ranas e incluso monos y osos sentados. Párrafo aparte merecen los cuencos, vasos y jarras de piedra decorados en altorrelieve y que definieron los últimos momentos de la fase de Jemdet Nasr. Con ellos se intentaba buscar nuevas experiencias plásticas, dentro siempre de un campo vigorosamente realista. Entre las piezas más hermosas podemos citar un cuenco de esteatita, de Ur, decorado con toros y espigas (Museo de Iraq); el aguamanil de Uruk (en el mismo museo) con el pico rodeado de leones en bulto redondo y la superficie decorada con leones atacando toros; la copa de Tell Agrab (Universidad de Chicago) con el héroe desnudo que doma leones; el pie de copa, también de Agrab (hoy en el Museo de Iraq) con la figura de otro héroe desnudo protegiendo a varios toros del ataque de leones; y el vaso fragmentado del Museo Británico con el héroe que ayuda a dos toros a esquivar las garras de dos grandes águilas.
contexto
Los leones de Tell Taïnat nos permiten entrar en un elemento que, aún con vida independiente, resulta esencial para la comprensión total de la arquitectura y el sentimiento artístico luvio-arameo: la escultura y el relieve. Podría pensarse, en principio, que su estudio no encierra problemas: en la mejor tradición winckelmaniana, de más antiguo a más moderno y con atención a la evolución tipológica. Pero, lo cierto es que resulta muy difícil, ya que en realidad, existen casi tantas hipótesis como autores. Y ello porque no hay criterios cronoestratigráficos fiables, porque producida en lugares tan dispares y aún dentro de un espíritu general, la plástica acusa mucho más la influencia y expresión mecánica de los rasgos individuales o étnicos y, en fin, porque en esas condiciones, la lectura del estilo tiene por fuerza que ser si no hipotética, algo precaria. Se comprende así que E. Akurgal (1966) propusiera un arte arameo y tres períodos neohititas -en el último del cual incluiría un arameizante y un fenicizante-; que W. Orthmann (1971), a su vez, hablara de cuatro estilos neo-hititas; y que H. Genge (1979) haya defendido una propuesta global distinta, con no pocas correcciones cronológicas y una diferente proyección estilística. Evidentemente, entiendo que la fijación de una cronología no es un empeño ocioso, sino expresión de un rigor exigible. Porque hablamos de cinco siglos de historia del arte. Pero tal vez y en estas páginas, una discusión pormenorizada sobre problemas de detalles cronológicos acaso no condujera a mucho positivo. Máxime si aceptamos unos principios mínimos: que la masa primera de la población luvita poseía una doble tradición, hitita y sirio-mitannia -¿cómo olvidar el arte imperial anatólico, los leones de Alalah o los ortostatos lisos de Tell Hammam al-Turkumán en el Balih?-, que a su vez, la masa de la población aramea, con su inicial mentalidad nómada o seminómada, comenzó a experimentar el arte plástico en un ambiente luvitizado -¿qué traduce si no, el león de Scheikh Sahad, hoy en Damasco?-, y, para terminar, que la datación segura de ciertos relieves en virtud de inscripciones relacionables nos da pie para buscar paralelos lógicos. Llamamos ortostatos a unas losas -sillares más bien en sus inicios- que, colocados verticalmente, cumplían funciones protectoras y embellecedoras del muro. Usados por el arte imperial de Alaca -y casi seguro en Büyükkale-, el arte luvio-arameo supo desarrollar la idea haciéndoles parte esencial de su concepción estética, que llegaría a influir incluso en las primeras experiencias asirias. Los más antiguos parecen ser ciertos sillares-ortostatos de Milid, no muy posteriores al 1190, pues el artista trabajó en el espíritu del más puro estilo hitita. Así, el famoso del rey Sulumeli, ofreciendo una libación y sacrificio al dios de las Tormentas, cuya técnica, ropajes y disposición enlazan perfectamente con lo hitita. Muy antiguos también serían otros de Karkemis, en especial los del llamado Muro de los Héroes, donde los dioses evidencian fuertes dependencias icónicas sirio-mitannias, traducidas con una talla plana, sin profundidad. Algo posteriores serían los que representan la procesión de sacerdotisas, portadores de ofrendas, la diosa Kubaba, carros y guerreros que, en opinión de H. Genge, debieron esculpirse entre el 900 y el 870 a. C. Llama la atención la rigidez de las figuras estáticas y el mayor interés por la idea de volumen y profundidad. Los ortostatos más tardíos y evolucionados en Karkemis son los dedicados al rey Yariri y su familia en animadas escenas de la vida cotidiana. Decía E. Akurgal de éstos, que algunos detalles del tocado, el tipo de cinturón, la postura de los oficiales o los músculos de los brazos apuntan a un influjo asirio, por lo que cabría situar su ejecución después del 717, fecha de la conquista asiria. H. Genge, por el contrario, indica que los datos epigráficos e históricos lo niegan. Pero además piensa que las caídas verticales de los vestidos, el pelo tras la nuca y el cinturón indicado se usaban ya antes del dominio asirio. Lo cierto es que el escultor se esmeró en la anatomía y en la narración visual, y que los relieves de Yariri expresan vivamente el camino que habría podido seguir el arte luvio-arameo. Otro de los centros más sugerentes fue Sam'al, cuyos ortostatos y estelas podrían dividirse en tres grupos. Piensa H. Genge que el arte de esta ciudad es luvio-arameizante, y entiéndase el matiz. Rasgos de antigüedad e inmadurez arameas serían los pies vistos desde arriba, no de perfil y, entre otros, una ejecución sumaria que denuncia la juventud del arte en la zona. Pero pronto, la madurez se impone en el ciclo del rey Kilamuwa (835-810) -en el que como reflejo de su política pro-asiria, H. Genge ve el influjo artístico de Assur- y, sobre todo, en los ortostatos y estelas de la época del rey Bar-rakib (732-ca. 600), un trabajo admirable en opinión de L. Woolley, pero cuyo estilo -aun dejándose llevar por lo asirio- indica precisión y una cierta blandura cortesana, aunque lograría crear una provincia estilística que, según P. Albenda, alcanzaría hasta el lejano Arslan Tas asirio. Con el mundo del ortostato podríamos relacionar, en cierto modo, el de las estelas funerarias. Halladas en la región ciseufrática y, sobre todo en el territorio de Gurgum, E. Akurgal las considera una creación esencialmente aramea, incluso las de Marqasi, a las que estima fruto de la labor de emigrantes arameos a esa tierra luvita. La célebre estela de Tell Afis-Hazrek (?), hoy en el Louvre, adopta un esquema de composición paralelo a la que en Sam´al -de época de Bar-rakib-, representa a una princesa. Su tocado y peinado, los pliegues de su vestido, la fíbula frigia que adorna su pecho y el bucle del servidor, son detalles que hablan de ese momento. Pero las obras más llamativas son, sin duda alguna, la colección reunida en Marqasi. Las estelas de Marqasi cubren un amplio periodo, desde la primera mitad del siglo IX hasta fines del VIII. Entre las mejores se cuenta una que representa a una pareja abrazada -estimada como obra maestra por E. Akurgal- o, también, la dedicada al recuerdo del joven Tarhunpiya, representado en pie sobre las rodillas de su madre, con una tablilla encerada y un stilo. Según el mismo historiador turco, la rapaz con pihuelas indicaría la caza con aves, afición del difunto propia de señores. Los autores de esta y otras estelas se manifestan con una fuerza y una delicadeza tan notables en la expresión de rostros y sentimientos, que con gusto podemos situarlas entre las obras más atractivas del arte luvio-arameo. También merecen un juicio elogioso los pedestales teriomorfos, las basas de columna talladas y los leones de piedra. Quizás el pedestal de piedra más antiguo conocido sea el doble de Karkemis, esculpido en basalto, cuyos dos leones presentan los rasgos típicos del felino luvio-arameo -lengua sobre labio inferior, collar, hocico arrufado-, o las dobles esfinges de Sakçagözü y Sam'al, mucho más tardías pero, sobre todo, los leones gemelos y echados de Tell Taïnat, que E. Akurgal considera obra de los mismos artistas que esculpieron los pedestales del edificio K de Sam'al. Por lo que hace a las esfinges de Azitawandiya y los leones guardapuertas -Aih Dara, Sakçagozu, Sam´al o Milid-, la raíz en el pasado, funcional y estilística, es manifiesta. Sus rasgos son, en líneas generales, parecidos: melena formando una especie de collar -normalmente-, hocico arrufado, fauces muy abiertas, patas delanteras macizas e incisiones típicas en los cuartos traseros y delanteros. También en la escultura exenta, el arte luvio-arameo supo expresarse con obras inquietantes. Porque ése, y no otro, es el calificativo que merece la perdida escultura de un dios de Karkemis cuya fotografía, único recuerdo de su aspecto en los días de su hallazgo, aún se conserva. El dios Atarluha, sentado sobre un pedestal en el que un hombre-pájaro sujeta a dos típicos leones luvio-arameos, debió imponer a los antiguos el mismo terror que a los sencillos campesinos que trabajaban en su excavación, quienes decidieron destruirlo ocultamente para evitar posibles males. Como señalaba su descubridor, L. Woolley, una composición verdaderamente geométrica -triángulo sobre cubo-, sumado a una esquematización casi abstracta y a una sensación de fuerza bruta con la que el artista impregnó la masa de la piedra basáltica, sugería la aplastante superioridad divina. Debió ser esculpida en época del rey Katuwa, contemporánea pues de los ortostatos de la procesión. Parecido pedestal presenta la estatua de un rey divinizado -según W. Orthmann y E. Akurgal- hallado en Sardai y que H. Genge sitúa entre lo más antiguo de la plástica del lugar. Creo, por cierto, que la divinización del rey después de su muerte, común en el imperio hitita, significaría aquí una supervivencia del mayor interés. El llamado coloso de Milid -una estatua real de casi 3,20 m de altura-, es el excelente trabajo de talla de un artista que, sin embargo, cometió groseros errores de proporción. Su barba, cabellos y sandalias miran hacia el sur; como la forma de sujetarse el manto es, según E. Akurgal, una moda típica y a la vez forma de representación aramea. Para finalizar, no es posible omitir una referencia al celebérrimo relieve del rey Warpalawa y su dios Tarhu en Ivriz. Para H. Genge, el gran relieve rupestre -dentro de la mejor tradición funcional del pasado imperial- une a su carácter luvio-arameo tardío -pues se data entre 740-720-, influencias asirizantes. Destaca E. Akurgal que el rey aparece vestido a la moda de Bar-rakib de Sam'al, con manto arameo prendido por una fíbula frigia, como su cinturón y su traje. El dios, por el contrario, aparece vestido y en actitud hitita, aunque su tocado, barba y cabello pertenezcan al mundo luvio-arameo. Señala K. Bittel por su parte, la vinculación del relieve con el gran arte del pasado, la plasticidad de los músculos y el detallismo del artista traducido en las grandes proporciones de su obra.