La escultura española del siglo XIX participa de la atonía y la banalidad que este género artístico sufre en toda Europa. No hay en ella ninguna personalidad sobresaliente, ni ninguna intervención innovadora. Desaparece casi por completo la escultura religiosa como eficacia creadora. La estatuaria conmemorativa, por la penuria económica y reducida vitalidad del Estado y de los municipios, es escasa. Y este arte se desenvuelve lánguidamente, reducido casi exclusivamente a los envíos a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, creadas en 1856. Ocurre, además, que, desde la segunda mitad de este siglo, predomina en la predilección del público y de los organismos un cierto mal gusto, que prefiere en muchos casos a los escultores más indotados en técnica e inspiración.
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Sobre la escultura española del siglo XX, varios son los intentos de clasificación hechos hasta ahora. Unos sugieren amplios períodos para desbrozar luego oleadas, focos y tendencias, mientras otros compartimentan más, pero se ven obligados a matizar constantemente ante la dificultad de situar tantos creadores en tramas temporales limitadas. Hagamos una síntesis que, teniendo en cuenta las generaciones y los parámetros histórico-culturales, atienda a los solapamientos vitales y estilísticos. A la búsqueda de mayor clarificación y didactismo se pueden indicar cinco fases: a) De los últimos años del siglo XIX a 1918; b) de 1918 a 1936; c) de 1936 a 1955; d) de 1955 a 1975, y e) de 1975 a nuestros días. Desde un tratamiento más global, como ha hecho Marín-Medina, los tres primeros pueden agruparse y otro tanto puede hacerse con los dos últimos, planteando aún serios problemas de sistematización cronológica y estilística los tres finales.
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Los primeros restos de la plástica de bulto redondo llegados a nosotros proceden del Palacio real C. Consisten en pequeños fragmentos de poco interés artístico, consecuencia -como ha apuntado P. Matthiae- de la particular estructura de la escultura protosiriana y la naturaleza de los materiales empleados. Se han podido rescatar hasta ahora pequeñas cabelleras femeninas (Museo de Aleppo), intactas o fragmentadas, labradas en piedra y que se aplicaron sobre esculturillas de tipo religioso de diversos materiales Dentro de este tipo de arte tan sólo es de cierto interés un pequeño toro androcéfalo echado (muy divulgado en las publicaciones sobre Ebla), cuyos componentes -lapislázuli, oro, concha, piedra- se encontraron dispersos. No se trata de una pieza autónoma, sino que hubo de formar parte, con toda probabilidad, de algún objeto precioso mayor, quizá de tipo ceremonial. Relativa importancia tiene también la minúscula figurita de una princesa o sacerdotisa velada y sentada en un asiento hoy perdido; fabricado en esteatita, caliza y jaspe, forma así un verdadero trabajo de taracea. La iconografía de esta pieza corresponde a la de alguna de las estatuas votivas, hechas de caliza, de la Mari del período protohistórico. Esta labor de taracea se aplicó en Ebla también a la estatuaria de tamaño mediano y aún natural, ejemplo de lo cual es un hermoso turbante (Museo de Aleppo) de una de ellas, recuperado intacto, en caliza, y formado por elementos lanceolados imitando el tejido de la época. Entre el 2000 y el 1800 a. C., cuando todavía Aleppo y Karkemish no hacían sombra a Ebla, esta última supo alcanzar en la plástica cotas de cierto interés. Como muy bien se ha dicho, las esculturas paleosirianas eblaítas, de concepción originalmente local y de carácter votivo o cultual, hasta ahora halladas, lo han sido en un número insignificante y en lastimoso estado de conservación. Según es sabido, la clave para la identificación de Tell Mardikh con Ebla la proporcionó un busto acéfalo, tallado en basalto (54 cm; Museo de Damasco), aparecido en 1968 fuera de contexto arqueológico, el cual, gracias a su texto -en el que se citaba a Ibbit-Lim, hijo del rey eblaíta Igrish-Hepa-, permitió establecer la identificación. Tal pieza es de gran austeridad formal y de concepción hierática, características de la plástica de comienzos del II milenio a. C., que también pueden verse en otras dos estatuas de gran rigidez compositiva, asimismo acéfalas y realizadas en basalto. Una representa a un rey barbudo, con la copa de ofrendas, y la otra (1,03 m; Museo de Damasco) a un importante personaje sentado y descalzo, con las manos sobre sus rodillas. A estos dos ejemplares pueden sumarse otros dos fragmentos, hallados en el pequeño Templo G3, correspondientes a una misma estatua real, de tosca ejecución y que fue martilleada, al igual que todas las anteriores, en la época de la destrucción de Ebla del 1650-1600 a. C. La plástica de producción artesanal se centra en unas terracotas, hechas a mano, figurando mujeres, por lo general desnudas, y con el gesto de sostenerse los senos. Son de extrema esquematización, pero de gran expresividad, a lo que contribuye la propia tosquedad de los artistas. También se modelaron vasos, confeccionados en fayenza, con forma de testas femeninas, de logradísima factura y que podrían ejemplarizarse en una (hoy en el Museo de Aleppo), del 1650 a. C. aparecida en el Sector B de las casas privadas. De la Ebla de época persa y helenística -que aún subsistía como sombra de su esplendoroso pasado- han llegado algunas terracotas. Una de ellas, soberbia, representa a un caballero con su montura, de sueltas líneas plásticas (Museo de Aleppo).
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La estatuaria egipcia tardó tiempo en alcanzar la madurez estética. El artista egipcio concibe la figura humana en tensión física y espiritual, por lo que sus personajes tienen algo de seres sobrenaturales, para los que el dolor y la alegría no existen, destacando su rigidez característica. El estilo que caracteriza la escultura egipcia se encuentra formado ya en el Imperio Antiguo. La estatua sedente de Kefrén, maciza y rígida, el grupo de Mikerinos y la famosa Esfinge son esculturas importantes de esta época, sin olvidar las estatuas de personajes reales, apenas idealizados. Excelentes ejemplos los encontramos en el grupo de Rahotep y Nefrit, el famoso Alcalde y los Escribas sentados, esculturas en las que la naturalidad esel rasgo más destacado. Durante el Imperio Medio se mantienen las características de época anterior como observamos en la Portadora de ofrendas. Durante el Imperio Nuevo apenas encontramos cambios. En esta etapa destacan los Colosos de Mennón, la estatua sedente de Ramsés II que conserva el Museo de Turín o las colosales del mismo monarca en Abu Simbel. Pero lo más significativo de esta época se desarrolla durante el reinado de Amenofis IV, momento en el que se produce un significativo cambio en todos los niveles. En lo que ha escultura se refiere destaca el naturalismo como observamos en el genial busto de Nefertiti, obra del escultor real Tutmés. Durante la época saíta la preocupación de los artistas se concentra en la suavidad y la blandura del modelado como observamos en la famosa Cabeza verde.
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Es en la escultura donde el arte antiquizante alemán y austriaco cuenta con sus mejores exponentes a principios de siglo. La inflexión canoviana y las fricciones con ésta son en este arte más evidentes. En los años noventa la escultura germana, cuyo desarrollo se vio favorecido además por los grandes teóricos ilustrados del clasicismo -Winckelmann, Lessing, Moritz- disfrutó del hacer de artistas con un gran dominio plástico: Franz Anton Zauner (1746-1822) en Viena, Johann Heinrich Dannecker (1758-1841) en Stuttgart y Johann Gottfried Schadow (1767-1850) en Berlín. Todos ellos pasaron en diferentes momentos por Roma y contrastaron sus criterios con el purismo de Canova, junto a John Flaxman el más afamado de sus coetáneos.Zauner pertenecía a la generación de Houdon y, por lo tanto, a la que acompaña el desarrollo del despotismo ilustrado, y no puede sorprender que fuera autor de monumentos privados que lucían los símbolos de la masonería. Su obra es versátil y arriesgada. En el monumento funerario del Mariscal von Laudon, que esculpió en 1790, dispuso junto al sarcófago la figura de un jinete embutido en una armadura medieval, cosa atípica, pero muy poco griega, desde luego. Y, sin embargo, fue artista vindicador de la Antigüedad con un sentido muy riguroso. Su obra más conocida, la estatua ecuestre del Emperador José II ante la Biblioteca Nacional de Viena (1795-1806), es tan fiel al modelo de Marco Aurelio que uno llega a pensar que su propósito era comparar a ambos dignatarios. Muy interesante es también la Tumba de los condes de Fries, obra de 1788-90 que realizó en Vöslau, cerca de Viena. Se trata de un monumento dotado de un rigorismo neorromano muy moderno. Presenta a un hombre en pie, cubierto con una toga, que consuela a un joven y le señala al libro del destino. Esta alegoría de la muerte convierte la tumba en un altar de ofrendas.Es esta una obra independiente, anterior al momento, que abarcaría las dos primeras décadas del siglo, de gran influjo de los modelos canovianos sobre la escultura centroeuropea. La obra de Dannecker, escultor de la corte de Würtemberg que en los años 80 estudió en Roma con Canova, es la de un propagador del idealismo. Su busto de Schiller (1805-10) es un austero retrato afín, al menos en las intenciones, a los ideales plásticos del poeta retratado. "Quiero una apoteosis de Schiller", dijo Dannecker, y el ingrediente enfático consistió en agrandar el tamaño natural, dándole 82 cm de altura; "no puede dársele vida, sino como figura colosal", aseguró el escultor. La escultura de Dannecker quería medirse con los ideales de elevación y dignidad que se asociaban a la plástica antigua. La estatua Ariadna a lomos de la pantera (1803-05), la más apreciada y reproducida de sus realizaciones y la de tema más extraño, fue expuesta en la casa del comprador rodeada de réplicas en yeso de estatuas antiguas, objetos que evidentemente servían para rubricar la categoría de un nuevo hallazgo plástico. La crítica del momento elogiaba los resultados diciendo que "estaba conformada con espíritu antiguo, aunque no imitaba ningún modelo antiguo".Berlín fue un importante foco para la creación escultórica en el período romántico, y el taller de G. Schadow su mejor representante. A su regreso de Roma este artista fue nombrado escultor de la corte de Prusia. A esta primera época, el último decenio del siglo XVIII pertenecen sus estatuas más conocidas: la Cuádriga y los relieves de la Puerta de Brandenburgo, el grupo de las Princesas Luisa y Federica de Prusia y la Tumba del conde de las Marcas. Una obra menor, Baco consolando a Ariadna (1795) revela la atracción de Schadow por el clasicismo sentimental. Sus afinidades con el clasicismo severo, que sólo hizo puntualmente manifiestas, no fueron tan fuertes como su aprecio por el naturalismo de Houdon. La obra de Schadow es la mejor encamación de los ideales de dignidad expresiva y naturalidad en la presentación del cuerpo humano propios del clasicismo de Weimar.Su busto de Goethe (1807), por ejemplo, posee el carácter recio y la composición frontal de la estatuaria mayestática, al tiempo que capta con concentración psicológica y énfasis en la caracterización individual el natural del retratado. En este caso sabemos que se sirvió del vaciado de una mascarilla que le aplicó. Del positivado y recomposición de ésta surge la estatua de mármol. Schadow acostumbraba modelar en arcilla. A su estatuaria en piedra siempre precedían esbozos, cuya espontaneidad luego moderaba y refinaba sustancialmente en las versiones definitivas. La estatua del General de Húsares von Zieten (1794) está concebida de forma muy distinta en los bocetos preparatorios, que son más agitados de diseño y formalmente ostentosos.En el monumento en mármol resultante encuentra soluciones nuevas, como el equilibrio formal ligeramente descompuesto que se produce por ese recurso muy suyo que es la presentación de las piernas cruzadas. Von Zieten aparece en actitud atípica, pero de gran efecto psicológico, como militar absorto en reflexiones. Se diría que el objeto de sus pensamientos es un campo de batalla, cuyas atrocidades orquesta y observa desde su bando, y hacia el que mira con profunda conmiseración.Posteriormente Schadow incorporó a su imaginería valores historicistas. A este respecto es un notable exponente su monumento a Lutero en bronce para la Marktplatz de la ciudad de Wittenberg. Esta obra, que se inauguró en 1821, es prototipo de la estatuaria de los espacios públicos burgueses del pleno siglo XIX. Colocó la soberbia imagen de Lutero bajo un baldaquino gótico. Aparece el reformador de pie, con expresión grave, sosteniendo en sus manos el libro con su traducción de la Biblia. Sirve de testimonio de la piedad reformista y de la representación nacional germana en un monumento en el que han quedado atrás las guerras de independencia contra Napoleón y el proceso revolucionario ha sido eclipsado por la doctrina del conservadurismo burgués y nacionalista.Schadow se inspiró en retratos de Lutero realizados por Lucas Cranach el Viejo y por el hijo de éste, y el realismo que nos conmociona en esta imagen responde a parámetros establecidos en la retratística nórdica del XVI, como la de Holbein. El autor estudió muy diversas fuentes de la época para unir a la verosimilitud fisonómica una credibilidad histórica. Esta pulcritud arqueologista difiere ya visiblemente de las divisas de la plástica antiquizante de principios de siglo.Con los discípulos de Schadow aparecen las diferencias que separan al maestro de la escultura más representativamente romántica. Christian Daniel Rauch (1777-1857) ya era un escultor formado a su llegada a Berlín. Schadow no le mantuvo mucho tiempo en su taller y actuó en su favor para que le concedieran la beca con la que disfrutaría de una larga estancia en Roma (1804-18), donde convivió con Thorvaldsen. La aproximación de sus recursos al idealismo del danés y a los modelos del clasicismo italiano se hizo concienzuda. Sus primeras obras significativas hacen manifiesta su adscripción a los formalismos y esteticismos que regían la producción plástica de la Roma napoleónica. Adelaida von Humboldt como Psique (1810) es una obra muy canoviana. La tumba de la reina Luisa (1811-14), que le granjeó un gran prestigio en la corte berlinesa, es obra basada en formulismos renacentistas, probablemente en Mino da Fiesole.El caso es que la obra de Rauch derivó hacia la escultura representativa elegante y amable. Fácilmente se amoldará a los ideales cortesanos. El joven escultor gozará de muchos más favores oficiales que el más personal y menos virtuoso Schadow. La moda del clasicismo romántico arcaico se había impuesto y Rauch pudo realizar un sinfín de estatuas representativas que paulatinamente se decantarán hacia las formas del realismo burgués, por no decir aburguesado. Suyas son diversas estatuas de generales prusianos, el monumento a Kant en Königsberg, el de Durero en Nuremberg.En Baviera también tendrá una notable actividad, por ejemplo con la realización de Victorias en 1833 para la Walhalla de Klenze. La estatuaria pública de Rauch buscó un equilibrio entre la instancia de idealidad y la caracterización naturalista, con soluciones quizá superficiales, pero muy efectivas para el gusto burgués. La más ambiciosa de sus obras es el monumento ecuestre de Federico el Grande en Berlín, no inaugurado hasta 1851, después de doce años de trabajo. Es obra técnicamente impecable y política y artísticamente conservadora. Lleva en los altorrelieves del pedestal un complejo programa alegórico que compendia la historia de la Prusia expansionista y todo el attrezzo del monumento está comprometido con una recreación historicista de la época. La superficialidad es absoluta y la eficiencia del programa plástico de consagración del Estado resulta, en efecto, completa.La trayectoria de Rauch puede considerarse característica de la estatuaria centroeuropea de la primera mitad de siglo. Si el idealismo arcaizante se impone como criterio de comportamiento artístico a principios de siglo, a partir de los años veinte se generalizará la inflexión hacia un naturalismo burgués impregnado de historicismo y elementos anecdóticos.Christian Friedrich Tieck (1776-1851), hermano del poeta romántico Ludwig Tieck, pasó algunos años en el taller de Schadow a fin de siglo, y luego se incorporó al de David en París. Lo más atractivo de su obra se concentra en las dos primeras décadas de siglo y está íntimamente ligada a las corrientes literarias del primer Romanticismo. Retrató a Clemens Brentano y a K. F. Schinkel en bustos de inconfundible impronta idealista. Entre 1801 y 1805 se sometió a las directrices de Goethe para decorar el palacio de Weimar, en el que dejó estatuas antiquizantes, de tema mitológico y aspecto sentimental, que se adaptan al programa concebido por el poeta. Su actividad se prolonga más en Berlín, donde durante décadas fue el encargado del embellecimiento escultórico de los edificios de Schinkel.
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El modelo francés, como hemos venido repitiendo, se difundió a otras zonas. No sólo fue el tipo arquitectónico sino también las fórmulas escultóricas. Ciertos monumentos alemanes responden a estas premisas. Así puede afirmarse al respecto de la catedral de Colonia y también, en lo que a la escultura se refiere, a Bamberg. Es patente, por ejemplo, que la filiación de la puerta de Adán de esta catedral remite a Reims. No obstante, un caso aparte lo es sin duda la estatuaria de Naumburg: doce figuras adosadas a los pilares del coro, que tienen como rasgo común excepcional el que se represente no a figuras religiosas, sino a personajes reales. Se trata de una galería de benefactores de la iglesia, que, tanto estilística como iconográficamente, resultan del todo inusuales en el panorama europeo contemporáneo.En Inglaterra la afluencia de maestros franceses se documenta a lo largo de todo el siglo XIII y también durante el XIV. En este último período es significativo en particular el éxito de los especializados en la obra de sepulcros.
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En un principio el término gótico se aplicó exclusivamente al campo arquitectónico y más adelante se hizo extensible al de las artes figurativas. Si para el primer ámbito artístico la denominación funcionó, para el segundo, que tiene una génesis propia y distinta a la de la arquitectura, este hecho ha supuesto un cierto "decalage" para obras que no responden ya a los presupuestos románicos pero que todavía no pueden ser consideradas fruto del nuevo estilo.Todos reconocemos, por ejemplo, que la catedral de Canterbury supone un hito en la primera fase de la arquitectura gótica inglesa. Por el contrario, el Salterio inglés-catalán custodiado en la Biblioteca Nacional de París (Ms. Lat. 8846) que se supone procedente de Canterbury, a pesar de ser más tardío que la fábrica de la catedral, y tras considerarse románico y gótico indistintamente, se cataloga ahora dentro del estilo 1200.Ciertamente, la definición de un estilo 1200 intentó resolver problemas, pero se ha circunscrito excesivamente a un área y quienes acuñaron el término no han llegado a pronunciarse sobre la manera de encajar dentro de él buena parte de la cultura figurativa que se desarrolla tardíamente en la Europa meridional: Toscana, Provenza, Languedoc, Castilla, Galicia, Cataluña...El carácter antiquizante de la producción de Nicolás de Verdún, de los miniaturistas que ejecutan el "Salterio Ingeóurge", gran parte de la miniatura inglesa de este período, singularmente la de las escuelas de Winchester y Canterbury, de la escultura de Senlís, o de los sepulcros de Fontevrault, tiene su parangón en el relieve de la Coronación de la Virgen, obra de los segundos talleres de Silos, en el Pórtico de la Gloria, en las grandes portadas provenzales o en el arte de Antelami.En ciertas zonas, mientras en otras las formas han evolucionado claramente hacia postulados góticos, como sucede con la Portada Real de Chartres, fechada hacia 1150, pervive una cierta ambigüedad hasta mediados del siglo XIII, que se traduce en la vigencia de unas formas antiquizantes de tradición románica, en manos de artífices en ocasiones muy dotados. Si este hecho puede registrarse en la Francia meridional, en Italia o en nuestra Península en el campo escultórico, hallamos también su paralelo en pintura y las realizaciones de un maestro Alexandre en el Rosellón, los frontales de Vallatarga o Aviá en Cataluña, o los frescos de Rocamadour en el sur de Francia, son buena prueba de ello.Aunque catalogar una obra de estilo 1200 supone reconocerle en particular caracteres antiquizantes o influencia bizantina, tanto formal como estilística, lo cierto es que muchas veces este margen temporal en el que se ha instalado el término es muy vago e impreciso. No obstante, ciertas obras se aceptan como paradigmáticas de este estilo y el magnífico Salterio Ingeburge es justamente una de ellas.
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Fuera de las escuelas y focos de Valladolid, Madrid, Sevilla y Granada, la plástica en el resto de España carece de relevancia o su dependencia de los principales centros creadores es prácticamente absoluta. Estas líneas se justifican por la necesidad de incluir en estas páginas al único escultor que, ajeno a los núcleos ya citados, realiza una obra importante, por sí misma y por su condición de factor determinante en el origen y desarrollo de la escultura murciana del siglo XVIII.Se trata de Nicolás de Bussy (h. 1650-1706), nacido en Estrasburgo, quien, formado en el estilo de Bernini, introdujo este lenguaje en la zona levantina. Según Palomino, le trajo a la corte don Juan José de Austria, alcanzando el título de escultor de Carlos II. Sin embargo, su primera actividad conocida la llevó a cabo en Alicante, donde realizó las esculturas y relieves de las fachadas de la iglesia de Santa María de Elche (1680-1682), con un estilo movido y ampuloso, un tanto teatral (Asunción en la fachada principal y San Agatángelo y Cristo resucitado en las laterales).En 1688 se trasladó a Murcia, donde a lo largo de quince años desarrolló lo mejor de su arte. En esta etapa realizó numerosas imágenes de madera policromada y pasos procesionales, en los que incorporó a su estilo paulatinamente cualidades de la estética hispana, como el realismo intenso y la expresión dramática. Su obra maestra es el Cristo de la Sangre (iglesia del Carmen, Murcia), paso de rara iconografía, en el que un ángel aparece recogiendo en un vaso la sangre procedente de la herida del costado de Cristo. También se le atribuye la Diablesa (Biblioteca Municipal, Orihuela), curiosa y alegórica composición que formó parte de un paso.Su obra, plenamente barroca, impulsó el desarrollo de la plástica murciana, que alcanzó su máxima expresión en el siglo XVIII con la personalidad de Salzillo.Junto a esta región cabe señalar en este escueto panorama la zona gallega, en la que sobresale Francisco de Moure (h. 1576-1636), quien evolucionó desde su aprendizaje manierista hasta una expresión ascética de gran realismo, en la línea de Gregorio Fernández (retablos del monasterio de Samos, Lugo, 1615; sillería de coro de la catedral de Lugo, 1621-1625; retablo mayor de la iglesia del Colegio del Cardenal de Monforte de Lemos, 1625). La influencia de Gregorio Fernández fue decisiva en estas tierras, en las que también destaca Mateo de Prado (muerto en 1677), discípulo del maestro vallisoletano y principal figura de la escultura barroca compostelana del XVII, (sillería del monasterio de San Martín Pinario, Santiago de Compostela, 1639).
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Frente a esta realidad que caracteriza el siglo XIII francés y que acabamos de presentar, el siglo XIV plantea una situación muy distinta. Los artistas activos en las grandes canterías también han cultivado la escultura al margen de la estrictamente arquitectónica, y son buena prueba de ello ciertos sepulcros (Luis de Francia en Saint-Denis, Adelaida de Champaña, iglesia de Joigny) imágenes exentas (Virgen de Saint-Corneille en Compiégne), e incluso retablos (el de Saint Germer, ahora en el Museo Cluny de París). Tampoco deben olvidarse los "jubées" (Bourges, entre otros) que aunque obras de espíritu monumental, suponen el traslado del relieve narrativo al interior de la iglesia. Sin embargo, la gran época para toda esta producción menos monumental es el siglo XIV.La labor escultórica se desplaza entonces desde las grandes catedrales, terminadas o interrumpida su construcción definitivamente, a proyectos mucho menos ambiciosos, pero con un sello personal muy marcado (ésta es la gran época del mecenazgo real o nobiliario) y acordes con el gusto cortesano imperante. La escultura arquitectónica pierde protagonismo y queda circunscrita a ménsulas, claves de bóveda y a un contado número de portadas (Lyon, Burdeos...), entre las que se halla, como más excepcional, la occidental de Auxerre.Se inaugura la gran época de la escultura exenta. Se confecciona un gran número de imágenes de la Virgen, Santos, retratos de donantes; también es destacable el auge de los retablos y, muy especialmente, los sepulcros.El rasgo más novedoso de este período reside en el papel dinamizador que asume la monarquía, o los miembros de su círculo familiar más próximo, respecto a las empresas artísticas. Se ha visto, por ejemplo, que ciertas actitudes han incidido directamente en el desarrollo de la escultura en un centro como París. Es el caso de la condesa Mahaut de Artois que moviliza un nutrido grupo de artífices, en torno a sus fundaciones más importantes: Hospital de Herdin, Clarisas de Saint-Omere, monasterio de Thieulloye, Hospital de Saint-Jacques de París, con lo cual algunos maestros acaban finalmente asentándose en la corte, como sucede con Jean Pepin de Huy, documentado entre 1311 y 1329.En esta misma línea, el recurso a las formas artísticas como signo de prestigio consustancial a este periodo, afecta también directamente a la escultura. Ya se sirve de ella como medio de exaltación monárquica (aunque se disfrace bajo forma de exvoto) Philippe le Bel, (escultura ecuestre de la catedral de Notre-Dame de París), pero alcanza sus cotas más altas durante el reinado de Carlos V (que queda fuera de nuestro margen cronológico) con la galería real del Palacio del Louvre.Naturalmente, durante la primera mitad del siglo XIV el panteón de Saint-Denis se vio acrecentado con nuevos sepulcros, pero la tradición vigente en Francia que permitía enterrar partes del cadáver separadamente, hace que los monumentos funerarios se multipliquen: el cadáver se destina al panteón dinástico, pero el corazón y las entrañas tienen, a menudo, destinos diferentes.Estilísticamente, los talleres del norte trabajan de acuerdo con el gusto cortesano imperante. Sus realizaciones son delicadas de factura y elegantes de forma. Los cuerpos adoptan formas amaneradas, su perfil es ondulante y las telas se adaptan a ellos de modo inmaterial. En cierta medida puede afirmarse que la escultura se apropia del estilo del miniaturista Jean Pucelle, durante estos primeros años del siglo XIV. Además, este refinamiento general de las formas se acompaña de un acabado suntuoso con la incorporación de dorados, policromía en general, incrustaciones vítreas, combinaciones de mármoles blancos y negros, etc.Este tratamiento escultórico propio de París y del norte en general, no tiene su equivalente en el Languedoc. Toulouse, que pierde parte del dinamismo y de su potencial económico como consecuencia de la cruzada contra los albigenses a principios del siglo XIII, ya se ha recuperado, y los últimos años del siglo XIII y los primeros del XIV, suponen el arranque de nuevas empresas constructivas, aunque el modelo arquitectónico meridional del que he hablado no requiera especialmente de la escultura.
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Los escultores neoclasicistas buscarán en Grecia sus fuentes de inspiración, sintiéndose atraídos más por la belleza de las formas que por la expresión espiritual. El gran maestro de este movimiento será Antonio Canova, quien dará la pauta del Neoclasicismo, interesándose por la mitología griega que llevará hasta el retrato, como observamos en su obra maestra, Paolina Borghese como Venus Victrix. El arte frío de Canova tendrá en el danés Berthel Thorvaldsen su alma gemela. Se interesará por la simetría y la proporción pero sus trabajos carecen de expresividad y personalidad. El inglés John Flaxman rivaliza con los dos anteriores, como observamos en su Mausoleo de Nelson. Entre los escultores románticos conviene destacar a François Rude, autor de los relieves del Arco de Triunfo de l#Etoile de París, obra cuya fuerza plástica ha hecho de ella el más exquisito emblema de la Revolución francesa. La búsqueda de los efectos de luz y sombra será la principal característica de la escultura en la segunda mitad del siglo XIX. En Francia, el escultor del Segundo Imperio es Jean-Baptiste Carpaux. El grupo de Ugolino y sus hijos fue ejecutado bajo la admiración de Miguel Angel, reflejando el dramatismo y la fuerza del personaje de Dante. Pero su obra más famosa es La Danza, realizada en 1869 para la fachada de la Opera de París, en cuyas figuras capta el desenfado y la alegría, creando atractivos efectos lumínicos. El realismo tiene en Constatin Meunier a uno de sus más importante representantes. En sus obras, como observamos en El descargador del puerto de Amberes, se dota de una dimensión heroica al proletariado, enlazando con las pinturas de Millet. Degas intenta aportar a sus esculturas la volumetría de la que carecen sus pinturas, como podemos observar en sus atractivas Bailarinas en diversos pasos de danza, elaboradas con un modelado tremendamente fluido. Adolf von Hildebrandt será el gran teórico de la escultura decimonónica. Para él, en la obra de arte deben prevalecer las formas, recuperando la influencia de la Antigüedad y del Renacimiento, como se manifiesta en su Adolescente, trabajo en el que se refleja la pureza y austeridad preconizadas en sus escritos. El gran genio de esta época será Auguste Rodin, el escultor más importante desde Bernini. En sus obras, como el Pensador o los Ciudadanos de Calais, se aprecia la consolidación del camino hacia la transformación del lenguaje escultórico.