El siglo XV conoce la unificación de los distintos reinos peninsulares bajo el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Terminada la Reconquista con la ocupación del reino de Granada, la principal preocupación de los monarcas será asentar el poder real frente a las aspiraciones de la nobleza y las ciudades, que han provocado continuos conflictos a lo largo del siglo y la cesión de grandes cuotas de poder al estamento nobiliario, el gran beneficiado de las luchas intestinas por el poder. La economía castellana y la Hacienda real se han visto resentidas por las continuas guerras civiles, por lo que se hará necesario emprender grandes reformas estructurales en los campos productivo e impositivo con el objetivo de dotar a la monarquía de recursos suficientes para atender a sus intereses en política exterior, fundamentalmente la competencia con Portugal y Francia y el acercamiento al Papado. La uniformización de los distintos reinos y territorios se convierte en la base sobre la que se asienta la monarquía, dando inicio a una era en la que el poder de los estados centralizados se impondrá sobre los localismos y las particularidades. La expulsión de judíos y musulmanes, la imposición de una tributación estatal, el control sobre la nobleza terrateniente, la homogeneización religiosa promovida por la Inquisición, etc. son rasgos que anticipan el surgimiento de los estados-nación. La pacificación interna y el desarrollo económico permiten a Castilla centrar sus intereses en la proyección exterior, donde el control sobre las rutas comerciales con Oriente se convertirá en el objetivo prioritario.
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La España del siglo XVI tuvo que hacer frente a varios problemas, tanto de índole interna como externa. Una de las principales preocupaciones de los monarcas fue conseguir la unidad religiosa, amenazada por la presencia de focos luteranos en Valladolid y Sevilla, sobre todo. La lucha contra la heterodoxia religiosa se plasmó en la celebración de varios autos de fe, que fueron llevados a cabo en Valladolid, Toledo, Sevilla y Murcia. También tuvo un fondo religioso la rebelión de los moriscos de las Alpujarras, que se produjo entre 1568 y 1570 y que contaban con ayuda turca. La guerra se saldó con la derrota de los musulmanes y el destierro de sus poblaciones, paso previo a su expulsión definitiva en 1610. Conflicto interno fue también la guerra de las Comunidades, en el que ciudades como Burgos, Palencia, Zamora, Salamanca, Madrid o Toledo, entre otras, se alzaron contra Carlos V en defensa de sus privilegios y fueros. Igualmente se produjeron las germanías, reivindicación de tipo social y económico que produjo alzamientos en ciudades como Benicarló, Valencia, Elche o Palma. En Aragón se produjo además un grave conflicto en 1591, cuando Antonio Pérez, secretario de Felipe II acusado de corrupción, se refugió en Zaragoza. La entrada de tropas castellanas en su busca provocó una cruenta guerra. Los reyes españoles hubieron de hacer frente a diversos conflictos en el exterior. Portugal se agregó a España en 1581. Contra Inglaterra se preparó la famosa Armada Invencible, que partió de La Coruña en 1588. La confrontación con este país provocó también asaltos ingleses a los puertos de Lisboa, en 1589, y Cádiz, en 1596. Por último, las costas levantinas fueron objeto de frecuentes ataques de los piratas berberiscos. Contra estos se preparó una expedición que tomó Argel en 1541, al tiempo que se enviaban sendas flotas con dirección a Túnez, en 1535, y Lepanto, 1571.
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A lo largo de esta centuria reinaron en España los tres últimos monarcas de la Casa de Austria: Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700), siendo regente durante su minoría de edad su madre Doña Mariana de Austria (1665-1675).Todos ellos entendieron como deber prioritario de sus respectivos mandatos la defensa del Catolicismo, convirtiéndose así en herederos del ambiente del Concilio de Trento. Para cumplir esta misión comprometieron al Imperio español con una política de carácter internacional, que no encontró el apoyo necesario en las posibilidades económicas y en los medios sociales del país. Los esfuerzos por financiar múltiples guerras, tanto en el exterior como en el interior, donde en 1640 se sublevaron Cataluña y Portugal, se tradujeron en aumento de contribuciones y arbitrios ruinosos. Las actividades comerciales, agrícolas e industriales se fueron deteriorando progresivamente, debido a las pesadas cargas fiscales que soportaban las clases trabajadoras. Estas circunstancias, a las que se sumó la mala gestión en la utilización de las riquezas provenientes de América, produjeron una depresión económica que alcanzó, en mayor o menor medida, a todos los estamentos de la sociedad, llegando a su momento más difícil en las décadas centrales del siglo, para iniciar una tendencia a la mejoría a partir de los años ochenta.Medidas realistas, tanto en lo político como en lo económico, y una pragmática visión de gobierno favorecieron esta recuperación, que se vio también facilitada, en cierto modo, por la dramática evolución de los acontecimientos. La población descendió a lo largo del siglo de forma importante -pestes, hambre, expulsión de los moriscos, emigración a América-, en contraste con lo que sucedió en otros países europeos, dejando a España en evidente situación de inferioridad. Además, la pérdida de la hegemonía en el mundo fue irreversible a partir de la firma de la Paz de Westfalia (1648), todo lo cual obligó a admitir una nueva realidad basada en la urgencia de adecuar las necesidades del país a sus auténticas posibilidades. Fue precisamente esta actitud mental lo que propició los indicios de recuperación apuntados en los años finales del siglo.Esta precaria situación económica se dejó sentir en la arquitectura, la más necesitada entre las tres grandes artes de recursos monetarios para financiar la actividad constructiva. Sin embargo, la política fundacional de las órdenes religiosas, apoyada con frecuencia por el mecenazgo real y el privado, y las necesidades derivadas de la nueva capitalidad de Madrid atenuaron las consecuencias de la crisis en la corte, aunque ésta tuvo evidente repercusión en los núcleos periféricos.La escultura y la pintura, menos dependientes de la situación económica, no se vieron afectadas negativamente por el empobrecimiento de la nación. Ambas se convirtieron en intérpretes de una religión profundamente vivida por la sociedad española de la época, desde los reyes hasta las clases más humildes. Los ideales contrarreformistas tuvieron su más firme aliado en el alma hispana, defensora tradicional de los valores espirituales y, a la vez, poseedora de un marcado individualismo y una inclinación secular a la realidad. Esta forma de pensar y sentir encontró en el nuevo estilo su cauce idóneo de expresión, porque éste no sólo era coincidente con su sensibilidad estética, sino que también permitía plasmar la intensa fe y la sincera piedad de un pueblo hondamente identificado con el Catolicismo.Escultura y pintura asumieron magníficamente este papel. Ambas partieron de planteamientos e intenciones análogas, coincidiendo también en su estrecha vinculación con el mundo religioso, aún más acentuada en el caso de la escultura. La pintura disfrutó de la protección de los monarcas y de la nobleza, aunque sus respectivos encargos estuvieron frecuentemente relacionados con lo religioso, que imperaba en la vida española del XVII. Por consiguiente no es extraño que los sectores eclesiásticos fueran los principales clientes de pintores y escultores, aunque estos últimos sufrieron en mayor medida la merma de capacidad económica de este estamento, viendo su actividad generalmente ligada a ambientes más populares que la pintura. Monasterios, parroquias y, sobre todo, cofradías de clérigos y seglares fueron los principales impulsores de la escultura, que careció asimismo del mecenazgo real y privado, tan importante durante el Renacimiento, sin que esta circunstancia afectara a la calidad y a la creatividad de los artistas.De lo anteriormente expuesto se desprende que la Corona, la Iglesia y la nobleza fueron los principales clientes de los artistas, que apenas trabajaron para la burguesía, clase con escaso poder adquisitivo e incluso casi inexistente en la sociedad española del siglo XVII, que estaba rígidamente jerarquizada. Los estamentos aristocrático y eclesiástico eran los más adinerados e influyentes, y además los únicos claramente definidos. El menosprecio del comercio y del trabajo manual no sólo contribuyó al hundimiento económico del país, sino que también impidió el desarrollo de la clase media, por lo que la sociedad de la época presentaba una marcada división entre las privilegiadas y minoritarias clases altas y una numerosa y empobrecida clase baja, integrada principalmente por trabajadores agrícolas y urbanos que vivían con desesperanza las difíciles condiciones de su existencia, de las que no tenían posibilidad de escapar.En este panorama económico y social los artistas, en general, disfrutaban de una modesta posición económica y de escaso reconocimiento social, salvo algunas excepciones como es el caso de Velázquez. Sometidos al sistema gremial y considerados como artesanos, los arquitectos, escultores y pintores, sobre todo estos últimos, lucharon por elevar su condición social, defendiendo el carácter noble y liberal de su actividad, con el propósito también de evitar los impuestos que gravaban los trabajos mecánicos. Sólo los más importantes arquitectos se mantuvieron al margen de esta situación, porque su labor gozaba del prestigio que proporcionaba la invención mental: ellos proyectaban los edificios y dirigían las obras, pero no las ejecutaban directamente.Esta era, a grandes rasgos, la situación política, económica, religiosa y social de la España del XVII. Las circunstancias, en principio, parecían no favorecer el desarrollo del arte y de la cultura. Sin embargo, las letras y el arte españoles alcanzaron en esta etapa uno de los momentos más sobresalientes de su historia. La coincidencia entre los planteamientos ideológicos y las intenciones del nuevo lenguaje barroco, y las necesidades y sentimientos españoles, hicieron posible esta brillante etapa. Incluso cuando llegaron las fórmulas italianas ya se estaban dando en nuestro país los primeros pasos en la nueva dirección. Fue el siglo de la publicación del "Quijote" de Cervantes, de Góngora y Quevedo, de Lope de Vega, de Tirso de Molina y Calderón, de Gómez de Mora, de Gregorio Fernández y Martínez Montañés, de Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Claudio Coello... Todos ellos, y muchos más, configuraron el llamado Siglo de Oro español, único por su riqueza creadora y también porque nació y se desarrolló dando testimonio del sentir de un pueblo, lo que permitió que el arte poseyera, por primera vez en España, una expresión puramente nacional.
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En 1485, tras la muerte de su esposa y tras la negativa de Juan II de Portugal a financiar su viaje, Colón se dirige a Castilla donde pasará siete años decisivos (Manzano) hasta lograr un patrocinador para su empresa. Fue muy bien acogido por los franciscanos de La Rábida (fray Antonio de Marchena, fray Juan Pérez) y entra en contacto con marinos y otras gentes que le apoyan (el duque de Medinaceli, por ejemplo), logrando enseguida entablar negociaciones con los Reyes Católicos, que si bien no admiten de inmediato su plan, tampoco lo rechazan del todo y en 1486 le ordenan permanecer a la espera, vinculado a la corte, concediéndole algunos subsidios. La prolongación de la espera se explica por varias circunstancias: en primer lugar, la Guerra de Granada, que absorbía todos los fondos y energías de la Corona; en segundo término, los informes negativos de las comisiones que estudiaron el proyecto; y por último, las prerrogativas solicitadas por Colón, tan ambiciosas que, incluso una vez superadas las anteriores dificultades y cuando parecía que se llegaría a un acuerdo, en marzo de 1492, se rompen las negociaciones y los reyes despiden a Colón con un "váyase en hora buena". Pero enseguida, y sin que sepamos con certeza por qué, le piden que regrese y aceptan todas sus pretensiones. Quizá la explicación de este enigma esté en la decisiva intervención de Luis de Santángel, judío valenciano que ocupaba el cargo de Escribano de Ración de la corte (especie de ministro de Hacienda), que según cuenta Las Casas convence a la reina y ofrece financiar la empresa aportando 1.140.000 maravedís -claro que no lo hizo con dinero suyo sino adelantando fondos de la Santa Hermandad-. El resto del dinero, hasta completar el presupuesto total estimado en casi dos millones de maravedís, sería aportado por comerciantes genoveses.
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Alrededor de la gestación de este cuadro existe una anecdótica historia que nos muestra el nombre de la modelo que posó para Klimt. Una de sus modelos favoritas llamada Herma -de la que el pintor dijo que era "la muchacha cuyo trasero era más hermoso e inteligente que el rostro de muchas otras"- hacía tiempo que no pasaba por el estudio, llegando a oídos del pintor que no lo hacía por estar embarazada. Ya que la economía familiar dependía de su trabajo como modelo, Klimt no dudó en llamarla y utilizarla para la elaboración de este lienzo, provocando un amplio aluvión de críticas entre los propios artistas y las demás modelos.Bien es cierto que no era la primera vez que Klimt pintaba una mujer embarazada, tal y como se puede contemplar en Medicina. Sin embargo, el maestro vienés parece haber tomado elementos del Friso Beethoven al colocar a la mujer rodeada de amenazantes figuras. Tras la modelo observamos una banda azul con motas doradas que indican el nacimiento de un niño. Después aparece una figura similar al monstruo Tifeo, junto las figuras de la enfermedad y la muerte, acompañadas de dos caras que no han podido ser interpretadas.La mujer embarazada no mira a los peligros que la rodean y se dirige hacia el espectador, aludiendo los especialistas a su imagen de mujer fatal -la melena pelirroja adornada con florecillas azules, el bello púbico del mismo color- antes que a la mujer necesitada de protección, simbolizando al mismo tiempo lascivia y maternidad. Algunos expertos consideran que el simbolismo que envuelve la composición estaría relacionado con el nacimiento y temprana muerte de Otto Zimmermann, el segundo hijo de Klimt y Mizzi Zimmermann. La vida y la muerte como temática central de sus cuadros se repite en esta composición en la que encontramos dos de los tipos de mujer favoritos parta el artista: la madre y la seductora. Las formas sinuosas y el decorativismo se convierten en elementos indicativos del estilo de Klimt, vinculado a la estética modernista. La falta de perspectiva y el horror vacui son también características de este trabajo, una de sus obras maestras en la que podemos comprobar la elevada calidad del dibujo y su facilidad a la hora de aplicar el color. La tela estaba destinada a la exposición en las salas del edificio de la Secession en 1903 pero, intuyendo la polémica que podía provocar, el ministro de Cultura Von Hartel consiguió convencer a Klimt para que no la exhibiera, intentando que la controversia de los lienzos de las Universidades no aumentara. El pintor aceptó la sugerencia pero pronto encontró comprador en el cofundador de los Talleres de Viena, Fritz Wärndonfer.
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El tema de la mujer embarazada será habitual en la producción de Klimt. Ya la había pintado en la Medicina y dedicará un lienzo exclusivo titulado La esperanza I. Cuatro años después retomó el tema en esta tela que contemplamos, apareciendo diferencias entre ambas versiones. La mujer ahora está vuelta hacia la derecha, vestida con un decorativista traje que recuerda al Friso Stoclet, mostrando los senos al descubierto y bajando su cabeza en un gesto de resignación. A sus pies encontramos las figuras alegóricas -entre ellas la enfermedad y la muerte- que ahora son menos amenazantes al igual que la mujer embarazada parece haber perdido su poder de seducción para mostrarse sólo como madre. La "femme fatale" ha dejado paso a la matrona en esta composición en la que el decorativismo gana partido, convirtiendo a la figura en un elemento anecdótico incluido en la decoración, resultando difícil distinguir lo decorativo de los personajes. Las referencias espaciales han desaparecido por completo, creando el efecto de "pegado" por lo que se vincula con el collage cubista.
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Desconocemos la identidad exacta de esta bella dama, uno de los retratos femeninos más atractivos de los primeros años del siglo XIX, momentos en los que Goya hace sus más sugerentes retratos femeninos como la Marquesa de Santa Cruz, Isabel Cobos de Porcel o la Condesa de Chinchón. La dama aparece de medio cuerpo, vistiendo elegante traje estilo Imperio que acentua su pecho y su cintura, con blanca mantilla cubriéndole la cabeza y el escote. Los torneados brazos se esconden bajo largos guantes blancos, sujetando con sus manos la mantilla y un abanico. Pero las calidades de las telas no impiden que nuestra mirada se dirija al atractivo rostro, cuya mirada viva e inteligente se convierte en el centro de atención del lienzo. A pesar de las largas pinceladas, Goya crea un atractivo conjunto en el que no se pierde ningún detalle.
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Alvarez de Sotomayor cultivó en un primer momento el tema mitológico, realizando después cuadros de género y retratos. Su sentido de la composición y el color eran muy del gusto de las clases dominantes de su momento, que le recompensaron con muchos premios.