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Vencidos los ejércitos del Eje en el norte de Africa, estaba claro que el siguiente paso aliado sería el continente europeo, pero quedaba la incógnita del lugar: ¿Francia, Italia o los Balcanes? En la Conferencia de Casablanca se impuso la solución más conservadora: Italia y comenzando por Sicilia, a fin de contar con una excelente plataforma de lanzamiento hacia el continente.En ese amplio apartado de la campaña de Italia incluiremos el desembarco en Sicilia -Operación Husky-, la caída de Mussolini y su arresto, la liberación del Duce por Skorzeny en el Gran Sasso, el desembarcó en Salerno -primer paso aliado en el continente-, la batalla de Montecassino y el desembarco en Anzio, y finalmente, la república de Saló.
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En 1939, las presiones de Mussolini convirtieron Albania en un protectorado y obligaron al rey Zogú a exiliarse en Londres. En octubre de 1940, desde bases albanesas, una fuerza italiana compuesta por cinco divisiones de infantería, dos motorizadas y dos ligeras atacó Grecia, cuyo ejército se reducía a 100.000 hombres que, ayudados por la aviación británica, hicieron frente a los invasores provocándoles 16.000 muertos y haciendo 24.000 prisioneros. Al cabo de un mes, la invasión italiana había fracasado y los griegos penetraban en Albania en tres direcciones. Los italianos contraatacaron el 9 de marzo, y sufrieron otra derrota, mientras los ingleses establecían tropas en Chipre y desembarcaban en los puertos de El Pireo y Volos. En los Balcanes, los nazis habían explotado su rompecabezas étnico, religioso, cultural y lingüístico, apoyando a los partidos y grupos afines, de manera que algunos Gobiernos profascistas se adhirieron al Pacto Tripartito. Hungría lo hizo el 20 de noviembre de 1940; Rumania, el 23, bajo presión del mariscal Antonescu, cabeza de un partido nacionalista y místico; Eslovaquia, el 24; Bulgaria permitió secretamente el paso de tropas alemanas hacia Grecia y se adhirió el 1 de marzo. El 25 firmó el príncipe Pablo, regente de Yugoslavia, pero un motín antinazi lo depuso y proclamó mayor de edad al rey Pedro. Hitler ordenó entonces la Operación Castigo: bombardeó Belgrado e hizo invadir Yugoslavia por tropas italianas, húngaras y búlgaras. El Ejército yugoslavo capituló en Bosnia el 17 de abril de 1941 y Pedro II formó un Gobierno en Londres. Yugoslavia fue disgregada: en Serbia se instauró un régimen militar alemán con un Gobierno colaboracionista; la Baja Estiria y Carniola pasaron al Reich; Laibach, la costa dálmata y Montenegro, a Italia; Drauwinkel y la mitad de la Batchka, a Hungría; Macedonia occidental, a Bulgaria. Con el resto se creó el Estado de Croacia bajo la monarquía del duque Aimone de Spoleto, que jamás tomó posesión; gobernaba Ante Pavelic, jefe del partido fascista croata de los ustacha. La invasión de Grecia corrió a cargo del XII Ejército alemán (von List). Las derrotas italianas en Africa y los Balcanes habían obligado a Hitler a desviar algunas de las fuerzas que necesitaba para la invasión de Rusia. El Ejército griego estaba parapateado en la rudimentaria línea Metaxas mientras los refuerzos británicos avanzaban por las difíciles carreteras. Entre el 6 y el 9 de abril de 1941, los alemanes arrollaron la línea Metaxas y los británicos se replegaron hacia el mar. Cuando, el día 21, se rindió el Ejército griego, embarcaron hacia Creta, donde también se refugió el rey Jorge II con algunas tropas. Se habían concentrado en la isla 28.000 soldados ingleses, australianos, neozelandeses y dos divisiones griegas y, el 20 de mayo, tras un bombardeo aéreo, descendieron 3.000 paracaidistas alemanes y, a pesar de la resistencia de los defensores, prepararon el aterrizaje de 28.000 aerotransportados en planeadores y aviones. Los defensores estaban desmoralizados y faltos de suficiente equipo militar: no obstante, pelearon con determinación hasta que, entre el 28 y 31, la Marina pudo rescatar a 16.500 ingleses y 2.000 griegos. El resto cayó prisionero. A lo largo de las operaciones en la península balcánica, los alemanes habían capturado 90.000 prisioneros yugoslavos, 72.000 griegos y 13.000 británicos a cambio de 5.000 muertos y heridos.
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Noruega y Dinamarca eran neutrales y se habían esforzado para seguir siéndolo durante la Gran Guerra y en la guerra que se había iniciado en septiembre de 1939. Pero se vieron involucradas en ella. Y para Noruega sobre todo, no iba a ser una "dróle de guerre". Ya desde la guerra soviético-finlandesa Noruega se había hallado en peligro de verse envuelta en un conflicto cuando, como vimos, británicos y franceses habían planeado ayudar a Finlandia desde Noruega (y Suecia), y controlar en el Atlántico norte y Mar del Norte un área importante desde el punto de vista estratégico y evitar que acabara dominada por los alemanes con los cuales, no lo olvidemos, ya estaban en guerra. Ahora, además, se trataba de poner fin al suministro de hierro sueco a Alemania: cuando el golfo de Botnia se helaba en invierno y el puerto sueco de Lulea quedaba cerrado, el mineral se llevaba hasta el puerto noruego de Narvik, más septentrional, pero libre de hielos; desde Narvik el hierro era transportado hasta Alemania por mercantes alemanes. Para ello los franco-británicos pensaron ocupar Narvik, Trondheim, Bergen, Stavanger y el puerto sueco de Lulea, esperando contar con la aquiescencia noruega y sueca, y con que estos países entraran también en guerra contra Alemania... Suecia y Noruega se negarán en rotundo a entrar en guerra y tratarán de defender su neutralidad, y, luego, su independencia, incluso con las armas. Alemania sabía que el plan franco-británico de ocupación de Noruega seguía en pie, pese a haber terminado la guerra soviético-finlandesa, e incluso no se habían desmovilizado del todo las tropas destinadas a la operación. Pero, finalizada la Guerra de Invierno parecía que, por el momento, los aliados hubiesen abandonado su plan, denominado " R-4" . También los alemanes tenían su propio plan de ocupación de Noruega -si bien posterior al de los aliados-, que quizá haya comenzado a elaborarse a comienzos de 1940. Pero, aquí también tras la paz entre Helsinki y Moscú, parecía haber desaparecido la razón para ocupar el país escandinavo. Partidarios del plan habían sido Ribbentropp, Hitler, y sobre todo, el almirante Raeder. Este último no deseaba repetir el error de la Primera Guerra Mundial, es decir, la no ocupación de Noruega. Asimismo, a Alemania podían serle útiles los puertos noruegos, la obtención de bases y, en primer lugar, la garantía de que la ruta del hierro sueco no se vería cortada, y, finalmente, impedir la intervención aliada. Así, aunque Noruega no había cometido la menor provocación hacia Alemania y la propia Alemania no tenía ninguna queja de Oslo, Raeder había aconsejado posponer el "Plan Amarillo" (ataque a los franco-británicos en el oeste) y llevar a cabo el Plan Weserübung (ocupación de Noruega), para marzo o abril. El plan consistía en "el cruce de la frontera de Dinamarca y el desembarco en Noruega (que) deben ser simultáneos. La operación debe prepararse con la mayor rapidez y con la mayor cantidad de fuerzas. En caso de que el enemigo tome la iniciativa en Noruega, hay que adoptar contramedidas inmediatamente. Tiene la mayor importancia que nuestras medidas sean inesperadas para los Estados septentrionales y para los enemigos occidentales". Los aliados no habían abandonado, pese a las apariencias, su plan R-4. Churchill y el almirante Evans eran partidarios de entrar en Noruega y ocuparla. Su insistencia, junto a la de Paul Reynaud, resultará vencedora sobre quienes, como Chamberlain y otros, preferían esperar, cogidos entre el temor, la indecisión y el cinismo. Por lo pronto, Churchill y Reynaud estarán de acuerdo en, como paso previo, minar los puertos y costas noruegas -Operación Wilfred- para dificultar el paso de los mercantes alemanes. Con todo, los aliados esperarán siempre que "un milagro" permita detener la guerra en el oeste. Ya desde fines de 1939 los británicos patrullan el mar del Norte -y el Atlántico- y su poderosa flota controla con relativa facilidad los movimientos de los barcos alemanes. Los incidentes se multiplican, pero el hierro sueco sigue llegando a Alemania. Uno de estos "incidentes" representa un giro en la actitud alemana y en la decisión final de llevar a la práctica el Plan Weserübung. El 16 de febrero de 1940 un mercante alemán, el Altmark, con 299 marinos civiles británicos capturados por el acorazado de bolsillo alemán Admiral Graf Spee en el Atlántico, llega a las costas noruegas. Pero en vez de depositar a los prisioneros en un puerto neutral (en este caso Bergen), el barco prosigue su rumbo. Una flotilla de destructores británicos lo intercepta y libera a los prisioneros... en aguas territoriales noruegas. Oslo protesta, pero los británicos no mostraban ningún miramiento hacia quienes, en su opinión, deberían haberse unido ya al bando aliado. Los británicos -pero también el Altmark- habían violado la neutralidad noruega, y Hitler va a aprovechar el incidente para acelerar los tiempos de la agresión; y los propios aliados saben ya que los alemanes no van a permanecer pasivos. De ahí que el Plan R-4 comience lentamente a ponerse en marcha, pero, de nuevo, con lentitud y desgana. No así el "Plan Weserübung" de los alemanes, minuciosamente preparado. El Plan prevé ocupar Osló, Trondheim, Arendal, Efersund, Kristiansund, Bergen y otras ciudades, sin olvidar el puerto del hierro, Narvik. Los alemanes pretenderán presentarse como "protectores" de Noruega frente a los aliados. Además, van a aprovechar la existencia de un partido fascista proalemán, el Nasjonal Samling del nazi noruego Vidkum Quisling, al que pocos votan pero que cuenta en sus filas con algunos militares y políticos.
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El 10 de junio de 1940, al entrar en guerra Italia, los mandos militares del África Oriental Italiana (AOI) se preguntan cómo van a defender un territorio tan vasto (casi dos millones de km2), rodeado de territorios enemigos (Sudán, Kenya, Somaliland) y aislado, en el que todavía subsisten focos de resistencia armada desde la ocupación de 1936 en Godyam, Amhara y Shoá. En 1939 los italianos pensaban que no habría guerra o que, si la había, sería breve y, además, debería ser ganada en otro lugar. El mando militar, y a su cabeza el Duque de Aosta, virrey de Etiopía y comandante supremo, no tiene planes para hacer frente a los británicos. En 1938 y de nuevo a comienzos de 1940 el Duque ha confesado que Italia no podrá combatir en África ni siquiera una guerra defensiva, pues se carece de todo, y el AOI es muy difícil de aprovisionar -como se había visto durante la guerra de 1935-. Cuando estalla la guerra de 1940, el AOI es abandonada a sí misma: "Que se defienda como pueda -dicen en Roma- ;pues no podemos enviar ni un avión ni un neumático más", lo que por otra parte sería casi imposible tras el cierre del canal de Suez para los países del Eje. Pero en la colonia no se piensa en reforzar las defensas, mejorar el adiestramiento de la tropa, ni se evacua a la población civil de las zonas peligrosas o indefendibles. El Duque es incapaz de captar la situación. Además, inexplicablemente, no se tienen en cuenta viejos planes de invasión de Sudán y Egipto por el sur, lo que permitiría teóricamente contactar con las tropas italianas del Norte de África, aprovechando la presente superioridad numérica de los italianos sobre los británicos entre julio y diciembre de 1940; o, al menos, obligar a los británicos a trasladar tropas de Egipto a Sudán, aliviando a Graziani. Tampoco se piensa en "cerrar" el mar Rojo, ni en bloquear el canal de Suez, ni en iniciar una guerra de corso. Los únicos planes serán la conquista de porciones de las vecinas colonias británicas para facilitar la defensa de las fronteras y llegar a la que se creía ya próxima paz con algo entre las manos. Los italianos disponen de fuerzas numerosas, pero dispersas y mal armadas: 74.000 soldados metropolitanos y 182.000 indígenas o áscaris (según el Ufficio Storico Militare). Los metropolitanos incluyen soldados regulares, camisas negras, carabineros, colonos armados, etc., de adiestramiento desigual; los indígenas (que Italia sólo utilizará en África, a diferencia de británicos y franceses) de origen eritreo y somalí serán fieles a Italia, en general, al contrario de los recién incorporados etíopes. Los italianos disponen de 325 aviones (sólo 150 realmente útiles, como los Fiat CR-32 y CR-42), 6 submarinos en el mar Rojo, 63 carros de combate (24 M-11 y 39 L-35, de escasa eficacia) y, más adelante, 126 automóviles blindados de fabricación local; poseen escasa y anticuada artillería, relativamente pocas ametralladoras; los camiones son viejos; se carece de piezas de recambio para vehículos y armas. No hay fortificaciones; sólo reductos protegidos y fortines, atrincheramientos, y muros y empalizadas, como para una guerra colonial. Las comunicaciones son malas y las conexiones difíciles. Los británicos, en cambio, disponen de pocas fuerzas (2.200 hombres en Sudán, 8.500 en Kenya, 1.500 en Somalia, 1.400 en Adén, etc., sudaneses, indios, sudafricanos, británicos) que pronto irán aumentando; menos de 200 aviones anticuados (Blenheim, Gloster, Wellesley, etc.) y pocos carros, pero bastantes camiones. Sin embargo, la flota controlará casi a voluntad el mar Rojo y el Indico. Poco antes de la guerra, además, los británicos se habían puesto en contacto con la resistencia interna etíope y con algunos ras anti-italianos como Seyúm y Aialeu Burrú, a quienes el general Platt prometerá ayuda en caso de guerra (también los italianos habían contactado con dirigentes nacionalistas kikuyu en Kenya). Los británicos saben que el tiempo trabaja en su favor, y que las posibilidades ofensivas de los italianos son mediocres. Además, sin complejos, van a poner en práctica su táctica habitual en casos de inferioridad: abandono de lo que no se puede defender, esperando la ayuda que en un imperio policéntrico como el suyo les va a llegar seguro y pronto.
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A pesar de su inicial resistencia, finalmente Franco decidió trasladar el eje de la guerra a la zona Norte a fines de marzo de 1937. Fue ésta una decisión acertada que implicaba un rodeo hasta el logro de sus objetivos, pero que en el punto crítico de la guerra permitió una victoria que habría de tener un efecto decisivo sobre el final del conflicto. Sin duda la guerra se resolvió en la campaña del Norte y ésta es una de las pocas afirmaciones en que parecen estar de acuerdo quienes durante ella militaron en bandos contrapuestos. Desde comienzos de abril hasta octubre, de forma sucesiva, el Ejército sublevado conquistó Vizcaya, Santander y Asturias modificando completamente el balance inicial de fuerzas establecido en julio de 1936. Para explicar lo sucedido en la primera parte de la campaña, la que afectó a la última de las provincias vascas fieles al Gobierno del Frente Popular, es preciso establecer el punto de partida de ambos contendientes. Hasta su muerte, el general Mola fue el responsable de la dirección de las operaciones por parte de los sublevados. Disponía de unidades fogueadas como eran las brigadas navarras que se habían convertido en una especie de sustitutos de las tropas de Marruecos. Es posible que inicialmente sus medios humanos fueran inferiores a los del adversario, pero tenía una evidente superioridad artillera y, sobre todo, de aviación al haber podido concentrar en esta parte del frente el núcleo principal de las reservas y las unidades de élite, entre las que desempeñaban un papel especialmente importante la aviación alemana e italiana. Mola tuvo a un adversario que en ocasiones demostró ser aguerrido, pero cuyas condiciones de combate fueron lamentables en parte por razones de las que él mismo era culpable. La zona Norte estaba al menos a 200 kilómetros del resto del territorio controlado por el Frente Popular y se extendía a lo largo de un frente de 300 kilómetros teniendo tras de sí a 1.500.000 de habitantes, con una profundidad de tan sólo 30 ó 40 kilómetros. A esta incierta situación estratégica hay que sumar problemas graves nacidos del cantonalismo en la dirección y de la insuficiencia de recursos militares. Ramón González Peña, el diputado del PSOE que ahora desempeñaba funciones de comisario en Asturias, aseguró que "es mejor un solo mando malo que dos buenos", pero esta sabia advertencia parece que no fue tomada muy en cuenta o por lo menos no se puso en práctica. Como sabemos, en el momento inicial de la guerra hubo hasta tres juntas diferentes en Guipúzcoa (en San Sebastián, Azpeitia y Eibar), pero lo más significativo no es tanto que esto sucediera como lo tardía e incompletamente que fue solucionado. Hasta diciembre no se produjo una unificación que redujo a tres unidades políticas y de mando las existentes en el Norte (los Consejos de Santander, Burgos y Palencia, el de Asturias y el Gobierno vasco), pero aun así el grado de unificación fue muy relativo porque en materias como relaciones comerciales con el exterior e incluso moneda estas tres unidades políticas actuaron un tanto por su cuenta, hasta el extremo de que cuando sus fuerzas militares combatían en territorio que no era el suyo actuaban como si lo hicieran en un país extranjero. Así sucedió en la ofensiva sobre Villarreal de Álava en la que los vascos quisieron emplear exclusivamente destacamentos propios. En noviembre fue nombrado para dirigir el Ejército del Norte el general Llano de la Encomienda pero su autoridad fue nominal. La prueba es que el Gobierno autónomo vasco rechazó la presencia de comisarios en las unidades militares e incluso Aguirre, su presidente, asumió el mando militar en mayo (en enero había separado su Ejército del resto de los del Norte) a pesar de que legalmente no tenía derecho a hacerlo; además los vascos insistieron en tener su propia legislación militar específica para su caso. En el resto de la zona Norte los problemas fueron semejantes. Hasta abril de 1937 no se empezó a organizar el Ejército según los criterios generales en toda la zona del Frente Popular y al mes siguiente desaparecieron los consejeros de Defensa de los Consejos de Santander y Asturias. Para acabar de complicar la situación sobre las autoridades locales y las de carácter militar enviadas desde el Centro (aparte de Llano, Gamir y Ciutat) se superponían los asesores soviéticos. Largo Caballero, en un momento de indignación, llegó a afirmar que "no hay Ejército del Norte; no hay más que milicias organizadas, mejor o peor, en Euzkadi, Asturias o Santander". A estas deficiencias de dirección de la guerra hay que sumar además los problemas de dotación y aprovisionamiento. Para los defensores fue siempre obsesiva la superioridad del adversario en aviación, que cifraron en diez a uno, como puede haber sucedido en algún momento en que apenas tenían una quincena de aviones en uso. Debe tenerse en cuenta también que la utilización masiva de la aviación y su coordinación con la infantería se produjo por vez primera en esta operación y que no podía menos que afectar a la moral de las tropas un período prolongado de bombardeo sin respuesta. Desde la zona central se trató de enviar refuerzos al Norte pero la voluntad de utilizar la aviación en masa, el criterio contrario de los asesores rusos, las dificultades puestas por los franceses para autorizar el paso por su territorio y las dificultades para mantener a salvo los aeropuertos propios en una faja tan estrecha de terreno explican que ese auxilio resultara insuficiente o inexistente. La superioridad artillera de los atacantes, aumentada por la mejor utilización de los recursos, también jugó un papel importante en la campaña donde el Ejército Popular, según Ciutat, con armamentos menos modernos llegó a disponer de 14 tipos diferentes de piezas artilleras. Más injustificable es el hecho de que la superioridad naval de la República no se tradujera en el auxilio a la zona Norte. Aunque no pudieron llevarlo a cabo por insuficiencia de medios, el Ejército atacante pretendió realizar un bloqueo naval, imposible de haber sido empleada toda la flota republicana. Paradójicamente fueron unidades improvisadas como eran los pesqueros armados vascos los que demostraron una mayor moral de combate, coincidente también con las de las fuerzas de tierra. Éstas, sin embargo, partían de unas concepciones estratégicas defensivas y, lo que es peor, exclusivamente pasivas que fueron juzgadas "un error" por Franco y que también criticaron los dirigentes republicanos. El llamado "cinturón de Bilbao", según Zugazagoitia, "tácticamente desconsolaba", y para Azaña se hablaba de él "suponiendo que existe lo que debiera existir", porque era mucho más vulnerable de lo que se suponía. Sin embargo, todavía son más duros los juicios de un militar republicano como Ciutat, que además era el jefe de Estado Mayor del Ejército republicano en el Norte. Según él era "descabellado" puesto que no se apoyaba en obstáculos naturales sólidos, las trincheras no estaban protegidas contra los ataques aéreos y estaba más protegido en la zona occidental que en la oriental, cuando lo lógico debiera haber sido lo contrario. Si a todo ello sumamos que los atacantes disponían de los planos, no puede extrañar que la validez de esta barrera defensiva fue muy limitada. Las operaciones se iniciaron el último día de marzo de 1937 y desde un principio se caracterizaron por el empleo sistemático de la aviación y la artillería con una tremenda potencia de fuego. La aviación no escatimó bombardear objetivos civiles y en Durango causó muchos muertos en la población civil, incluso sacerdotes y monjas. Las operaciones se llevaron a cabo con parsimonia y lentitud, en parte por el exceso de precaución de Mola, pero también por su carencia de efectivos suficientes en infantería: cuando los italianos tomaron Bermeo, adelantándose imprudentemente, fueron objeto de un temible contraataque lateral. A finales de mayo el general Gámir fue nombrado responsable militar en Vizcaya del Ejército republicano, pocos días antes de que muriera Mola en accidente de aviación y de que se iniciara la ruptura del "cinturón de hierro" en torno a Bilbao. Esta operación se llevó a cabo con una concentración de fuego como no había existido entonces en la guerra española: casi 150 piezas a las que sumar la labor de la aviación. El presidente Aguirre, cada vez más angustiado por la situación, llegó a contabilizar 1.500 disparos artilleros por hora además de 100 toneladas de bombas. En estas condiciones el cinturón fue una resistencia que no se puede considerar como muy dura: tan sólo le costó al adversario tres días, merced a su buena colaboración entre aire y tierra. Antes, en cambio, las tropas vascas habían ofrecido una resistencia encarnizada que en setenta y dos días impidió al enemigo un avance superior a los 35 kilómetros, es decir, menos de 500 metros por día. Hubo algún proyecto de convertir a Bilbao en un segundo Madrid, pero los vascos se negaron a la práctica destrucción de la ciudad que, además, no hubiera garantizado su defensa dadas sus condiciones estratégicas. El propio presidente Aguirre vetó la destrucción de Altos Hornos de Vizcaya. En el transcurso de la campaña de Vizcaya, que terminó en junio de 1937, tuvo lugar la que puede considerarse como operación militar más discutida de la guerra española: el bombardeo de Guernica. Acerca de este episodio, acontecido el 26 de abril de 1937, casi todo ha sido controvertido hasta el punto de que lo único que nunca se ha puesto en duda ha sido la práctica destrucción de la ciudad. La investigación histórica reciente ha ido aclarando, sin embargo, muchos puntos. A pesar de que se ha venido afirmando lo contrario, Guernica no fue objeto de un experimento y menos aún fue inducido desde Berlín. No está probado que con la destrucción de la ciudad se pretendiera hacer desaparecer el símbolo de las libertades vascas, sino que parece que el bombardeo fue solicitado por las propias tropas atacantes respecto de una posición que estaba en la retaguardia inmediata. Las tesis acerca de si Guernica resultaba o no un objetivo militar se siguen contradiciendo, pero la cuestión verdaderamente decisiva no es tanto esa como si con anterioridad el mando aéreo sublevado había considerado este tipo de objetivos como dignos de un bombardeo. La respuesta es positiva y vale no sólo para los sublevados sino también para el Frente Popular; sin embargo, había sido en la campaña contra Vizcaya cuando más habitualmente se emplearon estos procedimientos (por ejemplo, en Durango), que serían luego habituales (e infinitamente más mortíferos y brutales) durante la Segunda Guerra Mundial. Por eso la aviación atacante pudo considerar un completo éxito la operación. En realidad, con independencia de que hubiera en Guernica fábricas de interés militar, el objetivo más obvio y evidente era el puente, que no fue afectado por el bombardeo. La mezcla de bombas rompedoras e incendiarias resultó especialmente destructiva en una población de casas altas y calles estrechas, pero no hay pruebas de que la carga utilizada pretendiera un efecto especial. Aquellas circunstancias hicieron que desapareciera el 75 por 100 de las viviendas mientras que el número de muertos sigue siendo muy discutido (desde un centenar a 1.600). La reacción del bando franquista consistió en acusar al Frente Popular de haber destruido la población mediante voladuras voluntarias y hay indicios de que esta opinión pudo ser sinceramente sentida, aunque carezca por completo de justificación histórica y documental. En cualquier caso la responsabilidad del mando nacionalista parece evidente. El bombardeo fue realizado por aviones italianos y alemanes pero a lo largo de esta campaña las operaciones tierra-aire estuvieron perfectamente coordinadas. No existe ninguna prueba de que Franco protestara por lo sucedido ante alemanes o italianos sino que procuró echar la culpa al adversario. Cuestión polémica, aunque menor en virulencia, ha sido la de los contactos entre los nacionalistas vascos y los atacantes con vistas a una eventual rendición. Entre unos y otros existía un punto de contacto nacido del común catolicismo y este hecho explica que durante la misma guerra hubiera una polémica doctrinal entre Gomá y Aguirre en el mismo momento en que, además, se combatía. Por eso no es extraño que, en el punto álgido de la campaña de Vizcaya, desde el Vaticano se transmitiera una propuesta de rendición cuyos inspiradores eran Mola y Franco, en la que se prometía juzgar tan sólo a los autores de delitos comunes y llevar a cabo una política social de acuerdo con las Encíclicas. Esta propuesta, sin embargo, fue interceptada por Largo Caballero y no les llegó a los nacionalistas vascos. Éstos parecen haber estado indignados en contra del Gobierno central por la poca ayuda concedida, lo que explica que uno de sus dirigentes, Ajuriaguerra, hablara incluso de "traición manifiesta". Esto hizo que durante el mes de agosto emisarios nacionalistas se entrevistaran con dirigentes fascistas en Roma, contactos luego repetidos en Francia. Aunque en última instancia no hubo rendición formal a los italianos y además las unidades franquistas se interpusieron para impedirlo, el hecho es que a fines de agosto los batallones vascos se negaron a retirarse hacia Asturias para allí seguir el combate. Aguirre, sin embargo, parece haber mantenido una postura diferente: quería que el Ejército vasco fuera trasladado a Aragón en su totalidad. En definitiva, la campaña de Vizcaya fue "la mayoría de edad" de la guerra civil (Martínez Bande) tanto por los medios empleados como por la impresión de que las unidades empleadas, en especial las atacantes, tenían una elevada calidad militar. En cambio, las del Ejército Popular siguieron ofreciendo una apreciable semejanza con las de la época de la guerra de columnas: hubo una carencia preocupante de mandos subalternos mientras que los batallones vascos seguían eligiendo a sus comisarios de guerra por sufragio. Si Vizcaya fue la mayoría de edad bélica para el Ejército sublevado, en Santander pudo parecer que además este Ejército había aprendido la gran maniobra y era capaz de ejecutarla. Esta provincia tenía una significación marcadamente derechista y cuando fracasó la sublevación hubo un elevado número de ejecuciones de derechistas (unas 1.200). Durante las operaciones militares fueron abundantes las deserciones de las filas del Frente Popular y ya hemos visto cómo también los nacionalistas vascos dieron pruebas de ausencia de moral. Sin embargo, el factor verdaderamente decisivo fue esa capacidad de maniobra antes mencionada. Lo ha escrito Ciutat, uno de los mandos militares más importantes del Ejército Popular en el Norte: "Si en la ofensiva de Bilbao resultó decisiva la aviación alemana de la Legión Cóndor, podemos decir que en la de Santander influyó de modo decisivo la maniobra de las unidades de montaña, las brigadas de Navarra, por las alturas de las divisorias, combinada con la incesante presión aérea". Para este militar hubiera resultado mejor para los republicanos defenderse en las zonas montañosas, prescindir del peligroso saliente que la línea mantenía en Reinosa y mantener los mismos mandos en vez de cambiarlos, tal como se hizo poco antes de iniciarse las operaciones. Los sublevados ya eran superiores en calidad y cantidad e iniciaron su ataque con una estrangulación de la citada bolsa de Reinosa en sólo tres días. Capturaron un elevado número de prisioneros y en la última quincena de agosto cortaron el frente de Norte a Sur rompiendo las comunicaciones con Asturias, para finalmente ocuparse de la gran bolsa que había quedado al Este. Por tanto, la constitución de una junta Delegada del Gobierno en la que la responsabilidad militar le correspondía a Gámir de poco sirvió, por tardía. Santander fue "la mayor victoria" que los sublevados habían obtenido hasta el momento y la primera ocasión en que habían dado la sensación de que comprendían que en una guerra lo decisivo no es tanto la ocupación del terreno como la destrucción del adversario. Por supuesto consiguieron esto último como demuestra el hecho de que hicieron unos 45.000 prisioneros. Ciutat ha llegado a decir que de no ser por este desastre santanderino Franco hubiera sido incapaz de concluir la campaña del Norte antes de la primavera de 1938 y por ello hubiera dado tiempo a que el adversario hubiera organizado un Ejército popular eficiente. Lo sucedido en Asturias durante los meses de septiembre y octubre de 1937 demuestra hasta qué punto puede ser decisiva en una guerra civil la moral para la resistencia. Zugazagoitia escribe que Santander "no tenía nada que esperar del Gobierno" porque su "destino era conocido". Esto es mucho más cierto en el caso de Asturias donde la desigualdad de efectivos era absoluta en todos los terrenos, pero donde la resistencia fue mucho mayor, sobre todo en la segunda parte de la campaña. Durante la primera quincena de septiembre el avance franquista fue decidido, bastando en ocasiones el fuego de la artillería o la acción de la aviación para que se produjera el colapso del adversario. Luego el tiempo y la orografía tendieron a facilitar una resistencia encarnizada: hubo un período en que fueron necesarios trece días para cubrir un avance de sólo 8 kilómetros. Sin embargo, de nuevo, factores relativos a la carencia de unidad de mando militar y política contribuyeron a facilitar las cosas al atacante. A fines de agosto el Consejo asturiano se declaró "soberano", concentrando en sus manos toda la autoridad como si se desentendiera de las autoridades centrales y comunicando esta decisión a la Sociedad de Naciones, lo que para Prieto no tenía otra disculpa que los "dirigentes asturianos hubieran perdido la razón". La desorganización y el "taifismo", que tuvieron como consecuencia que la industria funcionara a un tercio de su capacidad, motivaron el áspero juicio de Azaña de acuerdo con el cual "la verdad es que no se ha visto causa más justa servida más torpemente, ni buena voluntad peor aprovechada". Cuando acabó la lucha todavía un elevado número de guerrilleros mantuvieron la resistencia distrayendo algunas tropas de Franco y testimoniando el carácter izquierdista de la provincia. La mayor parte de los dirigentes consiguieron huir a la otra zona por barco. La superioridad naval de los republicanos de poco había servido a lo largo de esta campaña. A los oficiales navales se les denominaba "rábanos" (porque eran rojos por fuera y blancos por dentro) y su actuación en el Norte fue calificada de "vergonzosa" por Aguirre, hasta el punto de que resultó necesario que los submarinos fueran dirigidos por un asesor soviético. Con ello quedaba concluida la resistencia en la zona Norte que, como veremos, modificó de forma sustancial el equilibrio de fuerzas existentes. Antes de referirnos a esta realidad es preciso, sin embargo, hacer mención de lo que sucedía en los restantes frentes. Si Franco consiguió la superioridad en el Norte fue porque concentró allí sus efectivos. Lo lógico para su adversario era atacar en otras zonas, aprovechando su ventaja, atrayendo al adversario u obteniendo una ventaja resolutiva en otro frente. De hecho los ataques se produjeron y este mismo hecho demuestra hasta qué punto había cambiado le mentalidad del Gobierno de Valencia, que ya concebía la posibilidad de una táctica ofensiva. De todos modos, aunque hubo un total de ocho acciones sólo dos (Brunete y Belchite) pueden ser calificadas verdaderamente de ofensivas, siendo las otras mucho más modestas hasta el punto de que no solieron durar más allá de tres días. Es muy probable que se deba achacar a los planificadores de la acción militar republicana el haber dispersado sus esfuerzos en una pluralidad de operaciones que además fueron tardías, pues se produjeron en un momento en que era ya muy difícil pensar que las posiciones del Ejército Popular se mantendrían a partir del mes de julio. Claro está que el Gobierno, Largo Caballero y en concreto el general Rojo, principal planificador de la guerra, habían imaginado una única operación que podría haber tenido un efecto estratégico decisivo. Se trataba de una ofensiva en Extremadura que hubiera producido el corte en dos de la zona controlada por Franco y hubiera obligado, al menos, a pactar un final negociado de la contienda. La avaricia de Miaja con sus efectivos militares y la oposición del mando ruso hizo que esta operación fuera desechada. Tenía, sin embargo, especial sentido porque era en la zona Centro donde el Ejército Popular había recibido la mayor parte de sus aprovisionamientos materiales y donde había tenido una consistente voluntad de militarizar sus efectivos. Así se explica que las primeras iniciativas se tomaran allí. El primero de los ataques, a fines de mayo, fue el peor preparado por la carencia de medios y del factor sorpresa. Eran unos días en los que parecía haberse detenido la ofensiva de Mola ante el "cinturón de hierro" y en que Prieto acababa de ser nombrado ministro de Defensa (y "ataque", dijo a los periodistas) en el nuevo Gobierno Negrín. El intento consistió en tratar de llegar a La Granja y Segovia, pero no hubo apenas concentración de recursos y las tropas maniobraron deficientemente en terreno montañoso, viéndose obligadas a volver a sus puntos de partida. La victoria de las tropas de Franco motivó que a la patrona de Segovia, Nuestra Señora de la Fuencisla, le fuera impuesto el fajín de capitán general, ante la indignación de Hitler, que anunció que no visitaría España jamás, ya que era un país de tan desmesurado clericalismo. La ofensiva de Brunete, a lo largo del mes de julio, fue algo muy diferente. Ahora el Ejército Popular disponía, según Martínez Bande, de la más "considerable maquinaria militar" que existía en España, principalmente en lo que respecta a concentración de artillería y de carros. El ataque, efectuado sin sorpresa, tenía como objetivo el pueblo de Brunete, pero de haberse conseguido plenamente los objetivos propuestos hubiera servido para desembarazar por completo el frente de Madrid. En medio de un calor sofocante que convirtió las operaciones en una auténtica "batalla de la sed", las unidades del nuevo Ejército Popular penetraron en un principio profundamente, aunque se encontraron con la encarnizada resistencia de unidades sitiadas en pequeñas posiciones difíciles de defender. Franco consideró que la ofensiva adversaria merecía "inmediata respuesta" y envió parte de sus tropas del Norte hacia Brunete a pesar de que con ello provocó la irritación de algunos mandos del Ejército del Norte (el general Vigón dijo estar "apesadumbrado" porque se caminaba hacia "la cuarta batalla de Madrid"). Con esas unidades, en la segunda quincena del mes se produjo la contraofensiva que se prolongó durante algo más de una semana en durísimos combates de desgaste. La batalla acabó, como en el Jarama, por agotamiento de los dos contendientes que sufrieron un durísimo desgaste, hasta el extremo de que uno de cada dos hombres en el Ejército atacante causó baja e incluso entre algunas unidades se produjeron conatos de indisciplina. La ofensiva había tenido momentos brillantes y había demostrado que el Ejército Popular era muy superior a las milicias de antaño, pero había mostrado también algunos de sus defectos: la falta de mandos subalternos, la mala utilización de los carros y, sobre todo, la incapacidad de conseguir la explotación de un éxito inicial conseguido por sorpresa. En suma, como dice el general Rojo, la batalla constituyó "un éxito táctico de resultados muy limitados y un éxito estratégico también de carácter restringido". Si los atacantes cometieron errores algo parecido cabe achacar a Franco, que se empeñó en tomar una población tan carente de interés objetivo como era Brunete, cuando hubiera podido sacar mejor rendimiento a sus unidades en otros frentes. Brunete tiene una curiosa semejanza con la batalla de Guadalajara en cuanto que las líneas atacantes avanzaron, pero el pueblo que definió el resultado de la contienda (en el segundo caso, Brunete) permaneció en poder de quienes se defendían. A partir de este momento la zona Centro no fue ya protagonista esencial de la guerra civil, ni menos aún pudo aliviar las penosas circunstancias que se vivían en el Norte por parte del Frente Popular. Es necesario, pues, referirse a aquella otra zona donde se podía llevar a cabo una ofensiva merced a la superioridad existente: el frente de Aragón. A lo largo del verano y el otoño de 1937 el Ejército Popular insistió repetidamente en sus ataques en esta zona. En la segunda quincena de junio lo hizo en Huesca, donde el frente parecía muy semejante al de Oviedo, pues consistía en un estrecho corredor de 8 kilómetros que apenas tenía dos de ancho en algunas de sus partes. En julio y agosto el ataque se trasladó al sur donde las tropas del Ejército Popular tomaron Albarracín, que volvieron a perder al poco tiempo. La ofensiva sobre Zaragoza, a partir de finales de agosto, fue, sin embargo, la operación más brillante e incluso se ha dicho de ella (Martínez Bande) que constituyó "el más ambicioso plan que conoció el Ejército Popular a lo largo de su Historia". Se trataba de ocupar la capital aragonesa de manera rápida mediante un ataque convergente desde los flancos. Los atacantes erraban respecto del estado de ánimo de sus adversarios, a los que creían enfrentados en violentas disputas internas, pero acertaban en otros aspectos como juzgar que sus reservas y medios eran escasos. Lo más grave fue que el Ejército Popular de nuevo mostró sus deficiencias: en un día fueron capaces de avanzar 30 kilómetros en un frente desguarnecido, pero a continuación mostraron lo que Rojo denominó como su "temor al vacío". En vez de seguir su progresión perdieron el tiempo sometiendo a reductos enemigos aislados. Éstos (Quinto, Codo, Belchite...) hicieron por completo innecesario, con su resistencia, que Franco debiera recurrir a enviar refuerzos desde el Norte. El empleo avaricioso de las reservas en el combate por parte de los sublevados convirtió al frente aragonés en secundario y seguiría siéndolo hasta el momento de la liquidación de la zona Norte. La ofensiva sobre Zaragoza sólo hubiera podido tener un verdadero efecto sobre las operaciones allí en el caso de que la ofensiva de Brunete y la de Belchite hubieran coincidido. Durante toda esta campaña no fueron escasos los errores de los franquistas, demasiado morosos y optimistas al principio y siempre atraídos en exceso por Madrid, como se demostró en el caso de Brunete. Sin embargo, mayores responsabilidades cabe atribuirles en lo sucedido a sus adversarios. A finales de octubre de 193 7, Indalecio Prieto escribió un artículo en El Socialista en el que resumió las razones de lo sucedido, que Rojo ratifica en sus libros: antagonismos políticos, intromisiones de la política en el mando militar, insuficiente solidaridad entre las diversas regiones, recelos ante los mandos, etc. Todas estas causas se resumían, según Prieto, en "la falta de mando único cuya conveniencia reclaman todos, pero que casi nadie respeta". En cambio, la situación, a este respecto, había sido muy diferente entre sus adversarios pues concentraron sistemáticamente sus medios, principalmente los aéreos y artilleros, en el punto de ofensiva aun a riesgo de desguarnecer el resto del frente. Las consecuencias del final del frente Norte fueron decisivas para el desarrollo de la guerra. Los historiadores militares aseguran que fue "la clave de la victoria" y citan a menudo las palabras de un republicano, Francisco Galán, para probarlo: según él, la guerra se habría perdido en el Estrecho, ganado en Madrid y la "volvimos a perder, ahora definitivamente, en el Norte". Así era, en efecto. El Ejército Popular había perdido una cuarta parte de sus efectivos y con su derrota había propiciado que la mitad de la antigua potencia industrial del Frente Popular cambiara de mano. Casi 200.000 refugiados de esa zona huyeron al extranjero. A partir de este momento Franco no sólo dispuso de la superioridad cualitativa de sus tropas sino también la cuantitativa, debido al aporte demográfico de las zonas recientemente conquistadas y también la industrial. Si antes las situación estaba equilibrada, en adelante cambió radicalmente. Franco siempre tuvo una ventaja que se ha podido cifrar entre el 25 y el 30 por 100 al margen de que la ayuda externa que recibió fuera mayor, y aunque la batalla de Teruel, por corresponder a una iniciativa del Ejército Popular, pareciera enmascarar esta realidad. El famoso balance inicial de fuerzas establecido por Prieto había cambiado de signo y la guerra parecía destinada a concluir en los primeros meses de 1938.
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En el mar de nieve, el Ejército soviético desplegó una actividad importante, encomendada a regimientos siberianos y cosacos, artillería sobre trineos y tropas de esquiadores; mientras, se infiltraban en la retaguardia para organizar grupos de partisanos, encargados de hostilizar a los alemanes, interferir sus comunicaciones y activar a la población civil para la resistencia. Moscú, capital y símbolo soviético, se había salvado de la ocupación. Objetivamente, las fuerzas rusas (Budienny) que se oponían a los alemanes en el sur eran más importantes. Por eso los atacantes procuraron desarrollar una maniobra por sorpresa que facilitara una rápida penetración en el territorio. Dio resultado e incluso los panzer de Guderian fueron transferidos momentáneamente desde el centro, porque Hitler consideraba que los principales objetivos en el sur eran económicos, y sus asesores aseguraban que la agricultura de Ucrania y el petróleo del Cáucaso eran imprescindibles para poder continuar la guerra. El avance llevó al cerco de Kiev, donde una maniobra de tenaza capturó más de 600.000 prisioneros rusos. Luego las malas comunicaciones y las lluvias retrasaron, como en toda Rusia, la marcha alemana que, a pesar de todo, llegó a Crimea e invadió la cuenca del Donetz, aunque dos meses tarde para encontrar un clima adecuado. Tras el primer empujón, los carros de Guderian fueron nuevamente enviados al frente de Moscú y su falta impidió llegar hasta los campos petrolíferos del Cáucaso, que habrían supuesto un combustible abundante y cercano. Cuando los alemanes llegaron a Rostov, estaban tan agotados que los rusos pudieron hacerlos retroceder muy pronto, aunque en poca profundidad. Von Rundstedt comprendió que la proximidad del invierno podía hacer peligrar aquellas tropas, excesivamente adelantadas de sus bases de aprovisionamiento, y solicitó permiso para replegarse. Hitler, según acostumbraba, lo negó, y el general pidió el relevo. Le fue concedido, pero los rusos lograron romper el frente y Hitler se vio obligado a autorizar la retirada hasta posiciones más defendibles. Como en los demás frentes, la ofensiva del sur quedó detenida a fin de año. Aquel año, Hitler impuso sus criterios a los generales. Durante la campaña rusa habían discutido frecuentemente y, en diciembre, cuando la ofensiva se paralizó, Brauchitsch, el comandante en jefe, pidió el relevo por razones de salud, Bock le imitó poco después y Leeb dimitió cuando Hitler no aceptó su plan de retirar el frente de Leningrado. Desembarazado de los mandos, Hitler se nombró a sí mismo comandante supremo del Ejército y quedó satisfecho de haberse librado también de Guderian, que tantas veces había opuesto criterios técnicos a sus intuiciones. Cuando llegó la primavera de 1942, los alemanes estaban debilitados. El Ejército se resentía de las grandes pérdidas anteriores; algunas divisiones tenían solamente un tercio de sus efectivos; la Aviación se había desgastado por la guerra, sobre todo en Rusia, por el esfuerzo invernal para abastecer a los erizos, y la Marina no podía cumplir su programa de botar 25 submarinos al mes. Pero Hitler había aprovechado el invierno para hacerse con el control militar: era el comandante supremo, compró algunos altos cargos con ascensos y su decisión personal fue, desde aquel momento, fundamental en el desarrollo de las operaciones.
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El contexto de aparición de este arte es generalmente funerario, y la enorme fuerza simbólica y expresiva de las representaciones hace posible relacionarlas de algún modo con el mundo de las creencias de sus realizadores. Los morteros decorados bien podrían haber servido para la preparación de algún tipo de alucinógenos, generalmente utilizados en ceremonias de carácter shamánico. No hay noticias de tratamiento diferencial en los entierros, pero la calidad y variedad de la cerámica, la existencia de escultura en piedra y, sobre todo, la aparición de objetos de orfebrería en las tumbas, pectorales de oro, pulseras repujadas y adornos de vestidos, apuntan hacia el comienzo de la especialización artística. Es tal vez una de las culturas mejor conocidas del Noroeste y que puede ser tomada como ejemplo de la tradición cultural surandina en el cerámico medio. Su centro geográfico es el Departamento de La Candelaria y es en realidad una larga tradición cultural cuyo origen se remonta a los comienzos de la era cristiana y se extiende hasta el 1000 d. C. Pequeños asentamientos con habitaciones de material perecedero de las que a veces se encuentran cimientos circulares o rectangulares de lajas de piedra, se encuentran regados de restos de cerámica, utensilios variados y urnas funerarias enterradas. Este entierro en urnas asociadas a las viviendas es muy característico y se trata siempre de enterramientos primarios. Las urnas, de cerámica gris, tienen un cuerpo ovoide o alargado y un cuello estrecho, midiendo entre 50 y 140 cm. Se adornan con incisiones punteadas organizadas en bandas alrededor del cuello formando diseños trianguloides y algunas se decoraron con pastillaje. En algunas se han encontrado hasta tres esqueletos y restos infantiles que tienen huellas de traumatismos violentos que podrían indicar posibles sacrificios. A veces las urnas se dejaban en cavernas funerarias acompañadas de un variado ajuar; el afortunado descubrimiento de una serie de éstas permitió recuperar una serie de objetos incluso de material perecedero dadas las condiciones de sequedad. Se encontraron telas diversas, tejidos de lana de llama, bolsas, cuerdas, varios tipos de redes y arcos y flechas con puntas de madera, diademas de plumas y una nariguera de cerámica y un colgante de oro. Cuentas de collar de concha de especies del Atlántico y del Pacífico revelan relaciones comerciales, lo mismo que los escasísimos objetos de oro y cobre que proceden del oeste. Destaca el sentido plástico de su cerámica cuyas manifestaciones tempranas se relacionan con Condorhuasi, pero sin su estilo polícromo. Son frecuentes las imágenes de seres fantásticos que mezclan rasgos humanos y animales, decorados con incisiones geométricas organizadas rítmicamente. Se trabajó también la piedra, tanto para objetos utilitarios como hachas, como para tallar una figura antropo o zoomorfa, de carácter fantástico en el extremo opuesto al filo. Y de piedra se hicieron también adornos como cuentas de collar cilíndricas y narigueras.
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Para el cristianismo, las vidas de los fieles que han dedicado su vida a la predicación de la palabra de Dios, que han llevado una vida de extrema virtud o que han sido martirizados por su fe reciben el nombre de santos. Los santos de las Iglesias crsitianas son muy numerosos, y a ellos acuden los fieles en busca de ayuda o intercesión divina. El culto a los santos es especialmente importante en la Iglesia católica, siendo éstos muy numerosos. Pero para que un individuo sea declarado santo por la Iglesia católica antes debe darse un complicado proceso conocido como canonización. La canonización comienza generalmente muchos años después de la muerte de un individuo. A propuesta de un grupo de fieles, se empieza con un examen de la vida del candidato, determinando sus aptitudes para la santidad y la ortodoxia. Así, se comprueban los hechos milagrosos que se le atribuyen, generalmente curaciones o manifestaciones sobrenaturales. Si se supera esta fase, el individuo es considerado beato -del latín beatus, bendecido-, siendo entonces permitida su veneración en el ámbito local. Cuando existen indicios de que, por medio de este beato, Dios ha continuado realizando obras, comienza de nuevo el proceso para ascender un escalón en el camino de la canonización. Si finalmente todo indica, según el canon católico, que la persona investigada reúne los requisitos exigidos, el Papa, la única persona legitimada para conferir el status de santidad, declarará santo al individuo, lo que quiere decir que su veneración será universal. Los distintos Papas han seguido diferentes políticas en cuanto al proceso de canonización. Fijado el proceso a lo largo de los últimos cuatro siglos, generalmente la tendencia ha sido a no realizar demasiadas santificaciones, fijándose en unos trescientos los nuevos santos declarados en los últimos ocho siglos. Una excepción a esta regla es Juan Pablo II, quien ha acelerado en gran medida el proceso de canonización con respecto a sus predecesores y es responsable de la elevación a los altares de un buen número de santos. Excepcionalmente, también la Iglesia puede determinar que no existen pruebas suficientes para venerar a un santo, procediéndose entonces a descanonizarle. Algunos casos conocidos son los de san Jorge o san Cristóbal, aunque sus figuras y devociones están tan arraigadas entre la población que su culto permanece inalterable.