La característica más apreciable de su hábitat es el establecimiento en lugares elevados, de fácil defensa, controlando estratégicamente una buena parte de su territorio. El conocimiento actual de la arqueología de estos pueblos permite establecer un poblamiento organizado donde los grandes poblados, ahora de un tamaño mayor que en las etapas precedentes, se articulan con otros menores (castella), completándose con los denominados caseríos, de más difícil localización en el llano. Un poblamiento en el que los ríos se han convertido en ejes directores, proporcionándoles asimismo las necesarias vías de comunicación entre unos y otros núcleos. Al mismo tiempo que se consolida la forma de vida urbana entre estos pueblos, en la técnica constructiva se adopta la piedra y el adobe como elementos básicos en el diseño de casas de estructura rectilínea cada vez de mejor factura, superando desde una etapa temprana la utilización de viviendas de traza circular ubicadas anárquicamente. No obstante, las construcciones no pasan de ser modestas, pero ya distribuyendo sobre una planta rectangular o de tendencia angulosa al menos una serie de estancias separadas por tabiques de adobe. Veamos cómo se construye y se organiza una de estas viviendas, la casa 1 del poblado de Los Castellares. Con un tamaño de unos 50 m de superficie, la casa conserva una técnica constructiva tradicional con zócalos de piedra, muros de adobe con posteado de madera embutido, revocos y encalados en su interior, y un suelo de arcilla sobre la solera de gravas. El espacio interior se compartimenta en una serie de estancias, las cuales teniendo en cuenta los objetos arqueológicos recuperados en su interior, se dedicaban a cocina-comedor, almacén de trigo, despensa..., esto es, a las funciones y necesidades propias de una familia del momento. No obstante, si bien este tipo de vivienda y sistema de construcción son los habituales del mundo celtibérico, en ciertos lugares, Contrebia Leukade o Tiermes, por ejemplo, se excavan plantas y muros en la roca blanda, creando una rica variante de arquitectura rupestre. El caso de la primera ciudad, Contrebia Leukade, es bien conocido en los textos sobre la conquista romana de la Celtiberia desde que fue tomada por T. Sempronio Graco en el 179 a. C., hasta que finalmente se sometió en la campaña de Q. Cecilio Metelo en el 143-142 a. C. Sin embargo, no son estas gestas sino el interés por su arquitectura rupestre el que nos mueve a referirla en nuestro estudio. La planificación en ladera de toda la ciudad no sólo necesitó de obras costosas de aterrazamiento rebajando la roca, sino que obligó a excavar la planta de las casas, dejando en reserva tanto los muros perimetrales como el arranque de la compartimentación interior. Una planta que en líneas generales se ajusta al modelo de tendencia rectangular asimilado entre las gentes del interior, si bien la topografía impone modificaciones en las proporciones y número de estancias, al observarse una clara obsesión por el máximo aprovechamiento del espacio. De tal modo, que la casa creció más en altura, habiéndose determinado dos y tres pisos al poder reconocer las mortajas de las vigas excavadas, con una planta inferior a la que se accedería a través de la calle que recorre la parte delantera, y una superior con el acceso por la calle situada en una terraza más elevada, sin faltar la intercomunicación mediante escaleras de obra o de madera. En definitiva, una solución arquitectónica excepcional que permite un aprovechamiento correcto en medio de una topografía compleja. El tercer factor que entra en juego es la organización urbana, dependiente tanto de la cronología como del tamaño y función del asentamiento. Lo que resulta evidente cada vez con mayor fuerza es la existencia de unas pautas preestablecidas para el trazado de las calles y de espacios abiertos comunes, procedentes tanto desde el Valle del Ebro como desde el levante ibérico. Serán pues las comarcas celtibéricas de este río y de la Meseta sur las que antes asimilan el fenómeno. Los trabajos recientes en el poblado del Alto Chacón hacen posible reconocer un enclave articulado por dos calles principales, en cuya confluencia crean un espacio abierto empedrado. En una línea de planeamiento muy parecida hay que situar el poblado de La Hoya, en Álava, donde asimismo las calles principales aparecen empedradas configurando unos reductos en forma de pequeñas plazas en los puntos de confluencia. Otros puntos alejados del núcleo celtibérico, caso de Las Cogotas en el área vettona, muestran una articulación distinta con un grupo de casas adosadas al muro defensivo. De todos modos, el desarrollo del urbanismo parece potenciarse en etapas tardías hacia planteamientos más regulares, cuando ya se conocen los esquemas romanos, cuyo caso más palpable sería Numancia, y el yacimiento en proceso de excavación de La Caridad (Caminreal, Teruel). La denominada casa de Likinete de más de 900 m y planta cuadrada siguiendo modelo itálico, con más de 20 estancias, vendría a ser el exponente máximo al que llegaron estas formas arquitectónicas.
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La fragmentación política de la península italiana y las propias tradiciones constructivas locales condicionaron una arquitectura románica muy diferente. La pervivencia de un importante patrimonio arquitectónico que puede servir de referencia favorece la difusión de unas formas antiguas desconocidas, en otras áreas geográficas, mientras que allí donde, en el siglo anterior, se ha producido un florecimiento de la creatividad artística, dando lugar a un excelente primer arte románico, existe una tradición capaz de dejar su impronta en las obras del románico pleno. A esta compleja realidad plástica todavía habrá que añadir un factor enriquecedor, aunque para la comprensión del románico pleno como un estilo uniforme y universal tendremos que considerarlo como perturbador, la influencia directa del arte bizantino. La presencia de lo bizantino en Italia tampoco presenta una unidad estilística, sino que la propia diversidad bizantina se aprecia distinta en sus diferencias según la geografía italiana: ni lo bizantino, ni la interpretación local de lo bizantino son lo mismo en el Véneto que en Sicilia, pudiendo hablarse de varias escuelas: el Norte, el Centro y el Sur.
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La falta de una tradición del trabajo de la piedra obligó a la importación de mano de obra extranjera, incluso de los materiales. Desconocemos las primeras creaciones del XI, pero no debieron ser muy significativas. Ya en el siglo XII nos encontramos con la construcción de las grandes catedrales e iglesias monásticas, en las que apreciamos una serie de formas que nos remiten a la arquitectura inglesa y alemana. La preocupación por la articulación de muros, con la consiguiente ordenación en pisos de las paredes de las naves, las decoraciones en denticulados y zigzags, así como ciertos presbiterios profundos son soluciones arquitectónicas bien experimentadas por la arquitectura anglonormanda. El gusto por los volúmenes masivos y rotundos, con la utilización de numerosos elementos torreados, amplias criptas y el empleo de capiteles cúbicos son algunas de las soluciones tomadas de los edificios renanos. La más grande de las catedrales escandinavas será la noruega de Trondheim. Olaf Kyrre (1066-1099) levantará en este lugar, sobre la tumba de San Olaf, un primer edificio del que no conservamos restos. Cuando en 1152 se crea el arzobispado, se había iniciado ya una ampliación del templo. Un vasto crucero se adosa a la parte occidental del edificio inicial, que estaría en parte concluido cuando se realizó la consagración de una de las capillas abiertas a él en 1161. El empleo de zigzag para la decoración y la desmaterialización del muro en tres órdenes de vanos, con su correspondiente perforación del mismo con ánditos, han sido puestos en relación con la catedral de Lincoln, donde se piensa que se formó el maestro que proyectó esta fase de la catedral. La correspondiente nave nunca se terminaría, dejando paso a una construcción gótica. La catedral de Lund (Suecia), construida por Canuto el Santo en 1080, será ampliada durante el siglo XII. La nueva fábrica incluirá el viejo edificio, consagrándose el altar principal en 1146. La documentación nos suministra el nombre de dos de sus constructores: Donato, posiblemente de origen italiano, y Regnerus, llegado a la ciudad en 1135 procedente de Maguncia. Se trata de un edificio de acusados volúmenes, enfatizados por las torres de la fachada y los rotundos brazos del crucero. Tanto en la disposición de su planta como en el empleo de una gran cripta recuerda la catedral de Espira. Lund y Trondheim emblematizan las dos tendencias del románico escandinavo, mientras que la primera se inspira en la arquitectura alemana, la segunda lo hará en la inglesa. Algunos aspectos escultóricos de las portadas de Lund han sido relacionados con el románico lombardo. La catedral danesa de Viborg, radicalmente restaurada en el XIX, presenta una cripta con capiteles cúbicos de claro sabor germánico. También se utilizó el ladrillo introducido en la segunda mitad del siglo XII. Algunos especialistas creen que su fabricación fue aprendida en Italia por personas del séquito de Waldemar, cuando éste visitó Pavía. Las iglesias danesas de Rinsteed, construida por los benedictinos bajo el patrocinio de Waldemar I; Sorö, monumental iglesia cisterciense del tipo de Fontenay; y Kalundborg, iglesia funeraria del magnate Esbern Snare, contribuirán decisivamente a la difusión de este material. Muy curiosas resultan las iglesias circulares. Aunque algunos historiadores han remontado su origen a la vieja tipología martirial, en su doble vertiente -palatina y funeraria-, estos templos nórdicos muestran un estrecho parentesco con las torres circulares de carácter militar. En la isla de Borholm (Dinamarca), se conserva un grupo de cuatro de estructura muy homogénea, cuerpo circular y un ábside de tramo recto y hemiciclo, construido bien entrada la segunda mitad del XII. El cuerpo de la iglesia se divide en tres plantas: la baja, dedicada al culto; un refugio en la segunda; y la tercera, un adarve defensivo. Los dos pisos inferiores se cubren con una bóveda anular en torno a una columna central. La tipología es abundante en ejemplos con pequeñas variantes referidas a la ampliación del piso bajo. La más castiza creación de la arquitectura escandinava son sus célebres iglesias de madera, las stavkirker. Son construcciones de pilotes de madera que se hincan en el suelo, sin travesaños, siguiendo procedimientos que se remontan a los tiempos protohistóricos. En los edificios con pretensiones monumentales este procedimiento constructivo fue abandonado pronto en Dinamarca, mientras que Noruega, con sus inmensos bosques, lo siguió empleando durante todo el medievo; Suecia adoptó una postura intermedia. En el fiordo noruego de Song existe un grupo de iglesias de madera -Urnes, Borgund y Hopperstad- que nos permiten hacernos una idea de cómo con este material se interpretaban las formas pétreas de arcos y capiteles cúbicos del románico germano. Sobre la madera también se aplicaba una rica decoración tallada de la más pura tradición vikinga. De la escultura románica cabe destacar la originalidad de las pilas bautismales. De su abundancia baste citar que sólo en Jutlandia han sido inventariadas más de un millar. Su decoración va, desde la simple ornamentación vegetal o geométrica como en Oster Starup, a complejos programas iconográficos en los que se desarrollan escenas bíblicas con fantásticas luchas entre el alma y las fuerzas demoníacas. La serie relacionada con Hegvad -pilas de Vänge, Stanga y Viklau- nos suministra una visión significativa de este tipo de obras durante la segunda mitad del XII. Los restos de pintura mural se han conservado muy fragmentariamente y excesivamente restaurados. Sus formas presentan estrechas analogías con la miniatura renana, no faltando la actividad de los propios pintores alemanes trabajando en el lugar. Aunque no faltan tampoco los influjos ingleses, tal como los percibimos en la decoración de las iglesias danesas de Orreslev y Tandrup.
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Desde Galicia al Pirineo, por el camino que une los reinos hispanos entre sí y con Europa, por el mismo camino que empiezan a frecuentar con más insistencia los peregrinos a Compostela, y donde se encuentran los centros neurálgicos del poder, se producirán las primeras manifestaciones del románico pleno en la Península. Alguno de estos centros creadores ocupará un puesto preeminente en la definición del nuevo estilo. Entre ellos merecen una especial atención la catedral de Santiago, San Isidoro de León, San Martín de Frómista, San Pedro de Arlanza, Santo Domingo de Silos y la catedral de Jaca. Por impulso real algunos monjes y obispos inician una absoluta renovación de las viejas reglas monásticas y de la liturgia hispanas, contribuyendo decisivamente en esta labor los monjes cluniacenses. Catedrales como las de Santiago, León y Burgos, o monasterios como Silos, Arlanza, Oña, etc., son gobernados por los reforzadores que no sólo se limitan a la sustitución de las viejas normas de la Iglesia hispana, sino que también construyen edificios que se adapten a las mismas formas que se están utilizando en las tierras de origen de los monjes reformadores. Es tal la modernidad de estos nuevos edificios, que alguno, la catedral de Santiago entre ellos, representa la forma más acabada y precoz de su tipología.
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Aunque la bidimensionalidad de la pintura no consiente acercarse, al menos tanto como la arquitectura y la escultura, a la verdad tridimensional de la realidad natural, fue sin embargo a través de las obras de Caravaggio y de Annibale Carracci que se manifestó temprana y se operó con rapidez la gran revolución lingüística y figurativa del arte del primer Seicento. Por contra, a pesar de que la arquitectura y la escultura admiten una mayor adherencia respecto a la realidad, no fueron capaces de dar una respuesta válida a las exigencias planteadas por el momento histórico que vivía Roma: responder al enorme impulso constructivo y figurativo demandado por la Contrarreforma triunfante, apremiada por la necesidad de disponer de lugares de culto donde ejercer la catequesis y la propaganda religiosa y de aprestarse de imágenes que por su aspecto aparente y disposición expresiva captaran por medio de los sentidos los ánimos de los espectadores y se fijaran en las mentes de los fieles como modelos éticos de comportamiento.Por tanto, esta primera etapa -que, gracias al proyecto sixtino y al inminente jubileo de 1600, se presentaba particularmente propicia para el desarrollo arquitectónico y escultórico por la cantidad de encargos públicos y de comisiones privadas que se produjeron- se inicia austera con Sixto V (1585-90) y, aun pareciendo que iba a eclosionar brillante bajo Pablo V (1605-21), se alargó indecisa con Gregorio XV (1621-23). Durante este período gran número de arquitectos y escultores, en su mayoría oriundos de Lombardía, se avecindaron en Roma, pero la escasez entre ellos de auténticos talentos fue la tónica dominante. De modo paralelo a la duda entre renovación y tradición que caracterizó los otros desarrollos artísticos, el cultivo de estas artes no fue extraño a esa dinámica, aunque con un ritmo temporal de renovación mucho más lento e indeciso que aquel que dominó los procesos de la pintura. Un hecho a señalar es que casi todos los arquitectos y escultores destacaron como hábiles profesionales que repitieron hasta la extenuación las fórmulas y formas manieristas.Nada más significativo de este mar de dudas que las dos capillas mausoleos de Sixto V y Pablo V en la basílica de Santa Maria Maggiore: las capillas Sixtina y Paolina (basada en la anterior). La primera, o del SS. Sacramento, fue proyectada por Domenico Fontana (1585) para un severo franciscano tridentino; la segunda, o Borghese, fue diseñada por Flaminio Ponzio (1605-11) para un festivo aristócrata post-tridentino. Ambas responden a un mismo plan central de cruz griega con cúpula sobre alto tambor y a una profusa y rica decoración interior. En realidad, la única diferencia que existe entre ellas, es puramente epidérmica: la mayor riqueza decorativa de la segunda respecto a su modelo, que señala la necesidad de dar un paso más en pos de lograr un carácter estilístico nuevo. Juntas constituyen una síntesis llamativa de la arquitectura y, sobremanera, de la escultura de Roma entre el tardo Manierismo y el primer Seicento. Aunque, poco a poco, del austero gusto decorativo añadido al organismo de la capilla Sixtina se pasó a otro más fastuoso en la Paolina, en realidad ésta no es sino una réplica con variantes de aquella. Esa sensación de estancamiento formal y estilístico también es evidente en la pompa y riqueza de los materiales, que se yerguen como signos de una época que, indecisa aún a morir, se prolonga extenuada en otra en la que los nuevos fermentos que se están preparando, todavía no son descubiertos.Los responsables de estas obras, D. Fontana y F. Ponzio, dos arquitectos lombardos de altísima profesionalidad operativa como descoloridos traductores de lo ajeno, tuvieron un comportamiento del todo endogámico -paralelo al nepotista de sus mecenas-, encabezando familias de artistas a los que protegieron y favorecieron. Arquitectos como Martino Longhi, y su hijo Onorio, y C. Maderno, sobrino de Fontana, o escultores como Silla da Viggiú, Valsoldo, Bonvicino, St. Maderno y Buzio, todos lombardos, forman parte de ese sólido núcleo de artistas, a los que se agregaron otros del mismo ambiente romano, como el lorenés N. Cordier, o del círculo toscano, como los escultores P. Bernini y C. Stati -a los que se unió el vicentino C. Mariani con su ayudante toscano F. Mochi o el arquitecto M. da Cittá di Castello. De un modo u otro, todos están ligados a las obras arquitectónicas y ornamentales de estas capillas, al tiempo que son también los más destacados maestros que representan la vacilación del momento.
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El gusto por los grandes edificios templarios con cubierta plana de madera, construidos en la época de otonianos y salios, siguió manteniéndose durante el período del románico pleno. El sentido bipolarizado, con su correspondiente tratamiento torreado de los dos extremos, y la falta de bóvedas para la nave central son dos de las características ciertamente arcaizantes que mantendrán muchas de estas construcciones. El templo de San Servacio de Quedlimburg, incendiado en 1070, fue consagrado de nuevo en 1129. Sobre los intercolumnios de su nave central se levantan todavía los tradicionales muros inarticulados. Se completa el edificio con un no menos tradicional macizo occidental. La iglesia del monasterio benedictino de Alspirbach, levantada durante la primera mitad del XII, coincide en estos aspectos conservadores señalados en Quedlimburg. Numerosos ejemplos de principios del XIII testimonian la dilatada pervivencia de estos conservadurismos. Las grandes fábricas otonianas seguirán siendo importantes edificios que mantienen aún válidos sus espacios y volúmenes, pero necesitarán realizar algunas obras que las modernicen o adecuen a los nuevos tiempos. El remozamiento románico afectará fundamentalmente a los abovedamientos de la nave mayor y a una compleja articulación de los paramentos, mientras que el resto del conjunto conserva sus formas primitivas. Para cubrir el amplio espacio de las naves centrales se prefiere las bóvedas de aristas, mediante grandes tramos de esta nave mayor que se corresponden con dos de las colaterales, creándose así el conocido sistema ligado -gebundenes system- que se convertirá en constante de la arquitectura imperial. Hacia mediados del siglo XII, se extiende por toda Renania, al igual que en Lombardía y en otros lugares, un tipo de bóveda nervada que facilitará después la introducción de la arquitectura gótica. Los resaltes de las aristas primero y, después, los arcos cruceros, exigirán en los muros de soporte la creación de codillos o columnas que faciliten su apeo. De este modo se forman resaltes en los muros que contribuyen a su articulación, acentuándose ésta al voltearse arqueríos sobre los soportes. Frente a esta modalidad articulatoria originada en necesidades tectónicas, aparecerán otras soluciones cuya única finalidad, o al menos la más importante, será articular los muros con efectos dinámicos de formas en resalte o en contrastes de luces y sombras. Así las experiencias otonianas de bandas de arquillos se multiplican al infinito, inclusive se ornamentan con temas figurativos. Sin duda, uno de los elementos más originales en este tipo de recurso, será lo que se conoce como galería enana, ánditos arqueados en la parte superior de los muros. Todas estas características definen las obras de renovación llevadas a cabo en la catedral de Espira por patrocinio de Enrique IV entre 1080 y 1106. Poco después del incendio de 1159, se adoptó un abovedamiento de ojivas siguiendo la experiencia que en este sentido se había realizado en Murbach. La iglesia de Santa María de Laach, construida lentamente a lo largo de todo el siglo XII, aplicará todas estas experiencias y su forma definitiva nos hará recordar el prototipo bipolarizado del Hildesheim otoniano en la rotundidad de los volúmenes de naves, torres, cruceros y coros, aunque tratados en su epidermis paramental con este nuevo lenguaje mural. La antigua catedral otoniana de Maguncia, después de un incendio en 1081, sufrió unas importantes obras de limpieza y modernización que concluyeron bajo el gobierno del arzobispo Adalberto (1118-1137). Su reconstrucción siempre estuvo condicionada por la conservación de grandes partes del templo primitivo. En pleno siglo XIII conseguirá la actual fisonomía bipolarizada con un santuario occidental compuesto por un gran transepto y una cabecera triconque. La catedral de Worms, la iglesia de San Bonifacio de Freckenhorst, el grupo de templos de Colonia y la iglesia de Murbach son otros tantos monumentos que siguen el mismo proceso de transformación y modernización de viejas fábricas otonianas. Finalizando el siglo XII, se construye la catedral de Brunswick por Enrique el León, duque de Baviera y Sajonia. Este templo, verdadero símbolo de la autoridad y prestigio del orgulloso duque, surge frente a la catedral de Espira, emblema de los salios. Pese a la diferencia de cronología, su caracterización arquitectónica y sociológica sigue siendo la misma: las naves disponen el característico sistema ligado y un imponente macizo occidental para contener la tribuna ducal. Serán ciertos edificios monásticos los que mejor sepan transmitir en territorio germano las formas arquitectónicas del románico borgoñón e italiano. La influencia del templo de Cluny II, con su conocida cabecera, se percibirá en una serie de iglesias de monasterios benedictinos que mantuvieron estrechas relaciones con la abadía borgoñona. La orden de Hirsau, que había configurado sus costumbres y liturgia según el modelo cluniacense, difundió este espíritu reformador por toda la geografía del imperio, edificando numerosas iglesias que acusan la arquitectura del modelo: Allerheiligen (1078) y Rueggisberg. La desaparecida iglesia de San Pedro y San Pablo de Hirsau, construida entre 1082 y 1091, se inspiraba en la cabecera de Cluny II para conseguir un mayor número de altares. Al oeste, como su modelo, disponía un atrio con torres. El emperador Lotario de Suplinburg comenzó a construir el monasterio benedictino de Könisglutter en 1135, que terminaría convirtiéndose en panteón familiar. Mientras que la cabecera adopta la citada solución cluniacense, incluso con una torre octogonal sobre el crucero, las naves -la central con una cubierta plana de madera- y el macizo occidental responden a la arquitectura local. La aplicación de elementos esculpidos en la decoración del exterior del ábside principal es obra de un taller de escultores italianos. Estos mismos se encargarían de edificar el claustro. De éste sólo se conserva en su forma original la banda septentrional, con una curiosa división en dos naves mediante una fila de columnas. Los edificios de los cistercienses también reproducían las formas planimétricas de sus casas francesas. Eberbach, en la diócesis de Maguncia, levantaba la cabecera de su iglesia (1145-1178) adoptando el modelo de Fontenay. En Heisterbarch, abadía afiliada a Clairvaux a través de Hinmerod, conserva una cabecera de principios del XIII que reproduce una girola circular con capillas tangenciales embebidas en el grosor del muro envolvente. Como en tantas otras construcciones de la Orden en toda la geografía europea, se trata de modelos comunes, generalizados por su organización centralizada, materializados por mano de obra local. La aplicación de temas historiados a la cesta de los capiteles era ya conocida por la arquitectura otoniana. Sin embargo, no alcanzará un gran desarrollo hasta la difusión del románico durante el XII. Capiteles como los de la catedral de Coira y Basilea son una hermosa muestra de la capacidad escultórica de los artistas del Imperio, superando a sus modelos franceses. Las portadas historiadas no aparecieron hasta muy tarde, no alcanzando nunca una gran difusión. Las mejores de estas portadas corresponden ya a las proximidades de 1200, estando influidas por formas iconográficas y plásticas del protogótico francés. Una de las puertas más antiguas es la de San Gall en la catedral de Basilea, donde con una técnica arcaizante se esculpe un complejo tema referido al Juicio Final. Siguiendo una tradición muy antigua se empleó el estuco, dada la facilidad de su trabajo, para realizar esculturas de carácter monumental. A este tipo de material corresponde la balaustrada de San Miguel de Hildesheim.
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Winckelmann nunca creyó que la Naturaleza pudiera ser objeto de imitación, ni para las artes figurativas ni para la arquitectura. Sin embargo, los racionalistas, suspicaces con la autoridad de la Antigüedad, buscaron en la Historia o en la Naturaleza los orígenes del lenguaje, buscaron una gramática que legitimase sus reglas en la funcionalidad de la forma. En la medida en que la arquitectura antigua, la clasicista o las normas y reglas de Vitruvio se alejaban de ese principio fueron criticados o directamente no tomados en consideración. Y, sin embargo, neoclasicistas y racionalistas intercambiaban con frecuencia sus papeles, de tal forma que unas veces el clasicismo se vestía de racionalismo y al revés, sobre todo cuando de criticar la tradición barroca y rococó se trataba. En la aspiración común a la simplicidad, algunos teóricos y arquitectos buscaron no sólo en la arquitectura antigua, sino, fundamentalmente, en la Naturaleza, principios atendibles para la práctica de la arquitectura. Posiblemente el más conocido de ellos sea el propuesto por un jesuita francés, Marc-Antoine Laugier (1713-1769), en su "Essai sur l´architecture", publicado en París, en 1753, y que constituye el manifiesto de la nueva arquitectura. En el tratado, lleno de implicaciones para la teoría y la práctica arquitectónicas posteriores, y donde se pueden encontrar desde una defensa de la racionalidad constructiva del gótico a la consideración de la ciudad como un bosque en la que debe reinar la variedad como regla compositiva, la propuesta más importante era la de considerar la existencia de un modelo natural de la arquitectura que para Laugier no era otro que el de la cabaña primitiva, viejo mito vitruviano sobre el origen de la construcción y que ahora servía para juzgar, desde unos principios fundadores, la corrección o incorrección de un proyecto o de un edificio. La cabaña no sólo proponía un abc de la arquitectura,, que no era otro que el de la relación entre soporte, entablamento y frontón, sino que, además, establecía un principio emblemático para la arquitectura posterior: la defensa de la columna exenta que soporta un entablamento recto, lo que implicaba la crítica al uso tradicional de pilastras y arcos en los edificios. Estas consideraciones, por otra parte, contribuyeron a considerar la arquitectura arquitrabada griega como la más próxima a la Naturaleza, frente a la romana o la del Renacimiento y Barroco, pero también a tender un lazo de continuidad con la tradición nacional inaugurada por Claude Perrault en la Columnata del Louvre, con una galería de columnas pareadas que sostienen un entablamento recto.Las ideas de Laugier no eran enteramente originales, ya que muchas de sus propuestas habían sido anticipadas por un tratadista francés anterior como fue J. L. de Cordemoy en su "Nouveau traité de toute l'architecture" (1706 y 1714), especialmente las relativas a la exaltación de la columna exenta, entendida en términos de percepción visual y claridad estructural, lo que le llevaría también a elogiar la arquitectura gótica por su transparencia y carencia de muros. La columna acabaría convirtiéndose en emblema de la arquitectura del siglo XVIII, hasta el punto de que Blondel llegó a quejarse del uso obsesivo que de ella hacían los arquitectos jóvenes. El propio Laugier llegaría a proponer en su tratado un modelo de iglesia ideal que habría de disponer en su interior de columnas pareadas a la manera de las de Perrault en Louvre, mientras que Cordemoy había llegado a considerar la belleza y claridad litúrgica de la Basílica de San Pedro en el Vaticano si en vez de ordenar su espacio interior con pilastras y arcos lo hubiesen hecho sus arquitectos con la columnata arquitrabada de Bernini, dispuesta en el exterior.El modelo natural de la cabaña primitiva no fue compartido por todos los teóricos y arquitectos, ni tan siquiera por los racionalistas y funcionalistas. Winckelmann, Piranesi o Lodoli, buscaban el origen y modelo de la arquitectura no en la Naturaleza, sino en la Historia, en las arquitecturas primitivas, egipcias, etruscas o griegas. Pero la corrección moral de aquella edad de oro en la que apareció la cabaña originaria siguió ejerciendo una enorme fascinación durante todo el siglo, a pesar de que algunos teóricos y arquitectos llegaran a proponer una alternativa a la columna de madera señalando la existencia de otros modelos naturales como los bloques de piedras de las canteras o los de las culturas primitivas, lo que, por otra parte, permitía recuperar la pertinencia constructiva y compositiva de la pilastra, aparentemente expulsada del territorio conceptual de la arquitectura. Piénsese, además, que los jardines de la Ilustración, pintorescos o no, se poblaron de cabañas, menhires y dólmenes, como si se tratase de laboratorios de las nuevas teorías arquitectónicas: la Naturaleza y la Historia parecían encontrar un lugar sin conflictos en el espacio del jardín.Fue Carlo Lodoli el que posiblemente se opuso con mayor insistencia al origen natural de la arquitectura propuesto por Laugier. Para este franciscano, cuya influencia intelectual en la Venecia de los años centrales del siglo fue muy importante, es la racionalidad de la construcción y de la función la que debe dictar la forma, la apariencia, el lenguaje de la arquitectura. Antivitruviano y anticlasicista, raro coleccionista de pintura medieval y primitivos italianos, que llegó a ordenar por escuelas; aunque alguno de sus discípulos intentó disculpar esa dedicación por el hecho de que dispusiera de pocos recursos para adquirir otro tipo de pintura, fue llamado el Sócrates de la arquitectura. Habituado a la dieta pitagórica, siempre consideró la arquitectura en términos matemáticos, de estática y resistencia de materiales. Su doctrina la dictó siempre oralmente y fueron sus alumnos los que transcribieron sus ideas, aunque no siempre fielmente, como ocurrió con Francesco Algarotti y su "Saggio sull'Architettura", de 1759, escrito en realidad para responder al "Essai" de Laugier.Muchos de ellos, como pensaba Andrea Memmo, noble veneciano y su más atento divulgador con sus "Elementi di architettura lodoliana" (1786), atribuían a Laugier un plagio intelectual de las ideas de Lodoli, lo que no es enteramente cierto. De hecho, como ya he señalado, este último consideraba un procedimiento falso el principio de la imitación de la cabaña primitiva como modelo natural de la arquitectura, ya que las características materiales de la madera no pueden transcribirse a la piedra o al mármol, sino que cada material impone un tipo de ornamentación y de lenguaje diferente, de tal forma que sólo lo que esté en función estructural y constructiva en un edificio debe estar en representación, debe hacerse figurativo. Esto le llevaba a criticar buena parte del vocabulario clásico y a elogiar arquitecturas como la primitiva, etrusca o la egipcia, en las que coincidían, según Lodoli, función y representación, defendiendo además la simplicidad de los lenguajes como aspiración a una arquitectura funcional y racional.Frente al rigorismo e intransigencia de sus planteamientos, Algarotti llegó a insinuar que si los órdenes que imitan los modelos de madera, es decir, todos los conocidos, deben considerarse falsos, ya que función y representación no coinciden, resultaría que la mentira puede llegar a ser más bella que la verdad. En todo caso, las teorías de Lodoli y Laugier ponen a punto ideas sobre la Historia, la Naturaleza y la Razón que sólo circunstancialmente tienen algo que ver con el neoclasicismo de un Winckelmann, tanta era la distancia entre quienes entendían la Historia en términos de progreso y los que la veían como algo circular.
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En una obra de temática esencialmente artística como es ésta, tal vez algún lector pueda plantearse la conveniencia de incluir la arquitectura entre los testimonios artísticos de los iberos, puesto que si juzgamos a partir de los elementos conservados, el valor puramente artístico de buena parte de sus casas y edificios resulta bastante discutible. Sin embargo, en ello subyace, como en tantas otras cosas, un juicio subjetivo, y su valoración dependerá en buena medida del concepto que cada uno tenga del arte. Si consideramos como tal sólo las manifestaciones plásticas realizadas con un afán principalmente estético, limitaríamos considerablemente el ámbito del arte, reduciéndolo a lo que algún autor llamó en su día el arte por el arte. En este sentido, parece evidente que la arquitectura ibérica conservada, como la de tantos otros pueblos antiguos, no sería una arquitectura de especial valor artístico. Sin embargo, creemos que el arte es algo más, y que bajo este nombre pueden cobijarse manifestaciones cotidianas de una cultura, e incluso elementos puramente técnicos, para cuyo acabado o para cuya presentación se eligió una forma determinada y concreta, dentro de las infinitas posibilidades potenciales existentes, en función de criterios difíciles de determinar, que en buena parte debieron ser de índole funcional, pero entre los que sin duda jugó también un importante papel el valor plástico del aspecto final de la obra. Es este convencimiento, y no la mera inercia tradicional, lo que nos ha hecho incluir entre las manifestaciones propias del arte ibérico algunos elementos de escaso valor artístico o, mejor dicho, estético, que en el contexto en que se realizaron, obligaron a sus autores a elegir entre las infinitas posibilidades existentes y, por tanto, a optar por unos principios conceptuales determinados y por las técnicas necesarias para su conversión en realidad. La arquitectura constituye en el fondo tan sólo una pequeña parte de una realidad social mucho más compleja, que permite al hombre relacionarse con la naturaleza, adaptarse a sus exigencias y, al mismo tiempo, y hasta cierto punto, dominarla. Con la arquitectura, el hombre pone barreras al frío, evita la lluvia, construye lo que en el fondo no son sino nidos donde desarrollar su vida, criar hijos, relacionarse con los demás, rogar a sus dioses y, en ocasiones, también enterrar a sus muertos. Para ello planifica, diseña y construye edificios que se adaptan a las diferentes necesidades y circunstancias; los pone en relación entre sí, forma calles, plazas, manzanas, poblados y ciudades. Y a cada uno de ellos le confiere un sello propio, que incluso en los más humildes es producto del lugar, de la época y de la personalidad de su realizador; en ocasiones, el conjunto puede ser extraordinariamente homogéneo, pero casi siempre contiene las particularidades suficientes como para diferenciarlo de sus vecinos. Podemos plantearnos el problema de si los poblados ibéricos pueden ser considerados como estructuras urbanas o no. Ello depende de lo que entendamos por estructura urbana; si por tal exigimos una ciudad similar a las actuales, es evidente que no; pero si por el contrario nos concretamos a unos requisitos mínimos (área rodeada por una defensa o por un perímetro bien delimitado, con espacios interiores reservados para casas y lugares de habitación, separados por calles y espacios públicos), resulta evidente que la mayor parte de los poblados ibéricos se adecúan a esta definición. Sin embargo, no está del todo claro que con ello pueda hablarse ya de la existencia de una ciudad, pues a nuestro modo de ver será necesario, además, que ésta posea áreas y lugares específicos dedicados a actividades de tipo administrativas y espirituales: palacios, archivos, templos, etcétera. Durante mucho tiempo, los testimonios arqueológicos no habían permitido forjar una imagen de los asentamientos ibéricos que se acercaran a lo que acabamos de exponer; sin embargo, en los últimos años comenzamos a encontrar en varios establecimientos ibéricos edificios cuyas características nos hacen suponer que se trata de lugares de función especial, lo que apunta hacia un posible desarrollo urbano; y además, hemos de tener en cuenta que muchos de los lugares en los que aparecen estos edificios singulares son establecimientos de pequeñas dimensiones, que por fuerza debían de ser secundarios y de escasa importancia en el conjunto del territorio. Si ello es así, parece evidente que en los establecimientos mayores, menos conocidos, también debían existir edificios de este tipo, por lo que podemos suponer que no pocos de los asentamientos ibéricos encajan plenamente en los criterios que hoy consideramos debe reunir una ciudad, o, en cualquier caso, se aproximan bastante a ellos. Muralla, casas, calles, espacios públicos, son por tanto los requisitos necesarios para la existencia de una ciudad. Veámos cuáles de estos requisitos tienen las ciudades ibéricas y cómo se estructuran. El espacio ocupado por los establecimientos ibéricos varía considerablemente de unos a otros; en unos casos nos encontramos con grandes recintos que pueden llegar a ocupar más de 30 ha, en tanto que en otros apenas si alcanzan 1 ha. Las ciudades más grandes se concentran en el sur y sureste de la Península, en tanto que en la costa oriental son más reducidas, no llegando a sobrepasar las 10 ha, y en su mayor parte se trata de establecimientos mucho más pequeños; los mayores han de ser los centros de dominio político y económico, en tanto que los pequeños pueden estar orientados a una economía mixta o tener una finalidad específica, como puede ser la de vigilancia en el caso de las atalayas y los pequeños puestos que dominan las rutas de comunicación.
contexto
La ciudad, durante el siglo XVI, será sometida, a unos desarrollos que resultan de la superposición de nuevos organismos sobre la estructura musulmana nazarí, auténtico urbanismo de ocupación. En conjunto, Granada durante el siglo XVI conservará la fisonomía orgánica impuesta por sus constructores árabes. Las transformaciones urbanísticas que se van a producir vendrán de la mano de dos instituciones muy representativas del Estado absoluto: la Iglesia y el Cabildo de la ciudad. La unidad religiosa como elemento determinante de la nueva política estatal conlleva la expulsión de los judíos en el mismo año de la toma de Granada y la conversión forzosa de musulmanes en 1500. A partir de esta fecha la Iglesia va a redefinir mediante elementos puntuales el urbanismo nazarí tanto en la capital como en la provincia, generando un perfecto entramado social de control religioso que no es más que un apéndice ideológico del Estado. Por su parte, el Cabildo de la ciudad va a ser la institución encargada de la remodelación total mediante normas urbanísticas que afectan al entramado urbano, así como aquellas que derivan de las necesidades de funcionamiento social (abastecimientos, saneamientos, control policial, etcétera). Ahora bien, las grandes intervenciones que trastocan definitivamente la ciudad musulmana estarán dirigidas por la monarquía y afectan al centro de la medina. Este sector, centrado por la mezquita mayor, es traumáticamente intervenido al demolerse ésta, el baño colindante y los edificios emplazados a sus alrededores, para levantar la Capilla Real, la catedral cristiana, la Lonja, la Universidad y otros edificios de significación religiosa o burocrática que hacen de éste un núcleo urbano eminente. Se respeta, sin embargo, la Madraza cedida por los reyes como Casa de Cabildos (primer Ayuntamiento) y la Alcaicería como espacio comercial de alta rentabilidad. A nivel político, la organización parroquial constituye el más completo programa de integración, que se define en uno de los momentos de endurecimiento del sistema. La ciudad estaba dividida en 23 parroquias erigidas por don Pedro González de Mendoza, el 15 de octubre de 1501, e instalada la mayor parte de ellas en pequeñas mezquitas consagradas. Este plan de dotación e institucionalización eclesiástica supone el proyecto de equipar a Granada según el modelo de las ciudades cristianas tardo-medievales en los demás dominios peninsulares, es decir, convertirla en una ciudad gótica. El análisis de las construcciones que apoyan el programa de parroquiales es, posiblemente, la única vía para conocer el proyecto urbanístico de los conquistadores y su horizonte ideológico. La tipología que se adopta para intervenir los espacios culturales islámicos es extraordinariamente coherente hasta la uniformidad. Nave única con capilla mayor en el extremo pudiéndose separar ésta mediante arco toral, o bien con el empleo de elementos decorativos que no interrumpen la lectura espacial. En algunas ocasiones el espacio se fracciona mediante arcos diafragmas como en San José, individualizando capillas laterales de carácter funerario. Las más monumentales, como San Juan de los Reyes, elaboran tres naves con presbiterio saliente en la central. Más excepcional es la iglesia del convento de la Merced, de planta de cruz latina y cabecera ochavada, que se aproxima al plan de las grandes fundaciones monásticas. Su alzado, con el gran cimborrio en el crucero, es una verificación -no la única- de la gran flexibilidad de la metodología mudéjar. Todas ellas, sin excepción, recurrirán a la carpintería de lo blanco como solución de cubierta, elaborando complejos diseños de par y nudillo, limas bordones, moamares o proyectos de ocho paños, como el de la capilla mayor de San Ildefonso, que tienden a formas cupuladas. El sistema de cubiertas de madera, que no necesita contrafuertes al exterior excepto en el arco toral, permite la posibilidad de ampliar el espacio religioso cuando las necesidades demográficas así lo aconsejan. Tal sería el caso de la parroquial de San Miguel Bajo, con tres ampliaciones sucesivas. También, en un intento de dignificar aún más la capilla mayor, ésta puede responder a un planteamiento de bóveda de crucería como en San Cristóbal. Los exteriores evolucionarán desde propuestas donde el acceso es un sencillo arco de ladrillo (San Bartolomé) a portadas góticas que evolucionarán hacia las platerescas de Juan de Marquina en San Cecilio para encontrar, con el paso de los años, una nueva significación en los exteriores de Diego de Silóe y sus seguidores, que iban a erigirse en norma. A través de ellos se imponen unas nuevas opciones formales y simbólicas que constituyen una auténtica relectura del primitivo plan eclesiástico de carácter gótico, ahora bajo la óptica de una ciudad del Renacimiento.
contexto
La modestia del período geométrico se ofrece con sus tintes más acusados en la apariencia de sus centros de habitación. Los asentamientos tartésicos, en las fases más antiguas, no son sino poblados de cabañas de planta redondeada, con una sencilla construcción de barro y elementos leñosos. Aunque se conoce insuficientemente la organización en conjunto de los poblados tartésicos en esta primera época, se ha comprobado lo dicho en algunos que no tuvieron continuidad después, como en San Bartolomé de Almonte (Huelva) o el Carambolo Alto (Camas, Sevilla), o en fases antiguas de yacimientos como el Cerro Macareno (La Rinconada, Sevilla) y la Colina de los Quemados (Córdoba). Las construcciones de algún porte arquitectónico parecen comenzar en las etapas avanzadas de este período, cerca o dentro ya del siglo VIII a. C., como consecuencia, entre otras cosas, de la elevación del nivel económico por los intercambios con los colonos. No ha de resultar extraño que los amurallamientos sean los mejor y más pronto atendidos en estos momentos iniciales, de lo que se tienen indicios en Carmona (Sevilla) y otros lugares, y puede verse claramente en el interesante centro de Tejada la Vieja (Escacena del Campo, Huelva), que empezó a amurallarse hacia finales del siglo VIII a. C., según las excavaciones últimas. La muralla se construyó mediante dos muros de piedras sin labrar, para las caras externas -en este caso en talud- e interna, con relleno de piedras y tierra; se le añadieron muros de refuerzo en el exterior, así como bastiones con el mismo fin -y con utilidad defensiva-, primero circulares y más tarde de planta trapezoidal. El alzado pudo ser en buena parte de tapial, como sugieren algunos vestigios. En la misma época debió de construirse el gran muro de aterrazamiento del cabezo de San Pedro, de Huelva. En este gran centro tartésico, y en un contexto arqueológico del Bronce final prefenicio, se descubrió el muro, realizado con mampostería de piedras sin labrar, y el refuerzo en el centro de un gran pilar de sillares, conservado hasta cinco hiladas, dispuestas a soga y tizón. Es el testimonio más antiguo de una arquitectura evolucionada entre los tartesios, con antecedentes en Oriente y en el ámbito fenicio. Se lo considera de finales del siglo VIII a. C., a no ser que, por el contexto proporcionado por la excavación, sea de cronología algo más alta.