Dentro del amplio, variado y complejo panorama que nos ofrecen las órdenes religiosas en el mundo bajomedieval, sin duda alguna, las grandes ausentes, tanto en el ámbito histórico como artístico, han sido y en cierto modo siguen siendo las que agrupamos bajo la denominación de mendicantes. La escasez y poca fiabilidad de sus fuentes históricas, la desaparición en la mayoría de los casos de las colecciones documentales y, lo que es peor, la destrucción y transformación de muchos de los conventos por sus constantes reutilizaciones a lo largo de su trayectoria histórica han hecho desistir a muchos autores en su intento de aproximación al conocimiento de la problemática de estos institutos. Nuestro objetivo a lo largo de estas líneas será pues analizar la significación religiosa y, sobre todo, la huella artística que durante los siglos XIII y XIV dejaron en suelo hispano dos de estas órdenes, la franciscana y la dominica, sin duda alguna las más extendidas y de las que más numerosos testimonios han llegado hasta nosotros.
Busqueda de contenidos
contexto
El deseo de garantizar la inviolabilidad de las tumbas de los reyes, poniéndolas fuera del alcance de los ladrones, tuvo varias consecuencias: 1?, la supresión de los signos externos que delatasen la presencia de la tumba, y por tanto, la desaparición de todas las formas monumentales que para ella se habían ideado en el pasado; 2?, el emplazamiento de la tumba en un lugar remoto, de difícil acceso, o fácil de guardar: el Valle de los Reyes y el Valle de las Reinas en Tebas, etc.; 3?, la separación de la tumba y del templo funerario, este último distante e independiente de la primera, y susceptible por tanto de mostrar el colosalismo y la monumentalidad de que la tumba se había visto privada. Como estos templos no sólo son de los reyes, sino también de los dioses, su fisonomía no difiere de la de éstos, ni la tipología tampoco, según vamos a ver. En contraste con el inmovilismo que caracteriza a la religión egipcia, tanto en lo que se refiere al dogma como al ritual, intocables ambos, los edificios de culto, y en primer lugar el más conspicuo de todos ellos, el templo de Amón en Karnak (Tebas), se vieron sometidos a continuas reformas, debidas en primer lugar al afán de los reyes de hacer patentes su munificencia y su piedad. Este prurito, combinado con el poco respeto con que manipulaban las obras de sus predecesores (Ramsés II, que tantos monumentos usurpó, tenía tal miedo a que los suyos corriesen la misma suerte, que hacía grabar la cartela de su nombre en la base oculta de sus obeliscos, donde sabía que nadie podría llegar a menos que los derribase), determinó la desaparición de todos los edificios de Karnak que pudieran remontarse al Imperio Medio -entre ellos, el gracioso quiosco de Sesostris I- y su sustitución por otros mayores, más suntuosos y más actuales para entonces. El proceso comienza con la dinastía XVIII y no se interrumpe hasta 1500 años después, con los últimos Ptolomeos. Ni qué decir tiene que el templo de Karnak responde al tipo más característico de los templos del Imperio Nuevo, el que por su fachada tan singular debe denominarse "templo de pílono". Como casa de un dios, el templo consta de los elementos propios de una vivienda normal de la clase acomodada, a saber: el patio de entrada, con un vestíbulo al fondo, que los griegos llamarían pronaos; una sala hipóstila o columnada, y el santuario -naos en griego- equivalente a la parte íntima de la casa, con su salón y sus dependencias, éstas no sujetas a un esquema fijo. El incremento de la sensación de intimidad que se experimenta conforme se adentra uno en esta sucesión de ambientes, se halla reforzado por la progresiva subida del nivel de los suelos -a lo que acaso corresponda la expresión de subir al templo de que hacen uso los textos- y por la correspondiente disminución de altura de los techos de una a otra parte. También la luz se amortigua de fuera a dentro: primero, el patio soleado; después la sombra del pronaos; a continuación, la media luz de la sala hipóstila, tamizada por las celosías de sus altos ventanales -luz de iglesia, que predispone al recogimiento-, y por último, la penumbra del santuario, donde la estatua de la divinidad reside en su baldaquino -el naos en sentido estricto- o en su barca, que es también su vehículo procesional. Por lo regular, un muro de piedra o de adobe rodea todas estas partes presentando como entrada única una fachada conspicua, igual o más ancha que los elementos internos: el pílono, dos torres de planta rectangular alargada que flanquean una puerta. Las paredes de estas torres suelen ser ataludadas, rara vez verticales (sólo en Amarna), y llevar como remate la moldura convexa denominada toro -del latín torus, almohada- y la cornisa cóncava y ancha, con perfil tendente al cuarto de círculo, denominada caveto. La puerta adintelada que estas torres flanquean alcanza menor altura que ellas y suele estar coronada por el disco solar alado y en relieve. Las torres pueden tener escalera interior y uno o varios pisos; sus paramentos suelen estar decorados con bajorrelieves rehundidos, conmemorativos de los triunfos del faraón constructor, sobre los enemigos suyos y del país. Al mismo tiempo, sirven de telón de fondo a un número plural de estatuas del mismo personaje, colocadas delante, en respuesta a la tendencia egipcia a la repetición de una misma estatua en un contexto arquitectónico. A este afán responden las estatuas de pie adosadas a los pilares de patios y salas en las que el faraón adopta la postura rígida y los atributos de Osiris. No conformes con todo lo anterior, los pílonos llevaban, adosados a sus fachadas y encajados en nichos a propósito, mástiles de madera de cedro que sobresalían por encima de sus cornisas haciendo ondear al viento sus correspondientes banderolas. El patio descubierto a que el pílono da acceso admite, en uno o en varios de sus lados, pórticos de columnas o de pilares osíricos. A este patio, y sólo a él, tenían entrada los profanos; aquí se hallaba el altar de los sacrificios. Los bajorrelieves, rehundidos, de las paredes se referían al faraón y a sus varios cometidos en la vida civil, militar y religiosa, pero no desvelaban ningún misterio ni hacían comparecer a ninguno de los dioses. La sala hipóstila es una estancia transversal, dividida en tres o más naves por hileras de columnas. La nave central alcanza a menudo, a partir de la Dinastía XIX, una mayor altura que las laterales, lo que permite abrir, en el resalte producido en la techumbre, ventanas enrejadas, que iluminan preferentemente la nave central como más tarde ocurrirá en las basílicas romanas. También las columnas de la nave central son más altas que sus compañeras y, a diferencia de éstas, coronadas normalmente por capiteles de capullos de papiro, están rematadas por grandes flores de la misma planta, abiertas, de cáliz acampanado (de donde el nombre de capiteles campaniformes). La mayor sacralidad de este recinto con respecto al patio tiene su reflejo en las escenas procesionales y rituales representadas por los bajorrelieves. Como es de rigor en presencia de los dioses, el faraón aparece despojado de sus galas mundanas y vestido sólo con un sencillo faldellín. Las salas hipóstilas pueden ser una o varias, y sus nombres indican sus respectivas funciones: sala de la aparición, sala de la ofrenda, sala de tránsito.
contexto
El siglo XIX español es considerado como uno de los períodos más inestables de nuestra historia. Se inicia con la catastrófica invasión francesa para, una vez solventada ésta, pasar a uno de los momentos más desventurados de la monarquía española. El reinado de Fernando VII resulta de lo más reaccionario no sólo en lo que respecta a su actuación personal sino también porque su política inmovilista pone freno en un momento en que Europa desarrolla la revolución industrial. A su vuelta, Fernando VII repone aquellas instituciones y organismos que, de manera más clara, se identificaban con el Antiguo Régimen: abole la Constitución, reinstaura la Inquisición, confirma los señoríos... La independencia de la mayoría de las colonias americanas supone para España la pérdida de este mercado y la sume en una crisis económica que obliga a ensayar una reorganización de la Hacienda pública. El objetivo consistiría en alcanzar una contribución más justa pero fracasan por la oposición que ofrecen las clases privilegiadas. A un corto período liberal (1820-1823), sucede la restauración del absolutismo, si bien ante los problemas sucesorios y el radicalismo de los sectores absolutistas, el régimen adopta un cierto barniz reformista, consciente además de la necesidad de modernizar el país. López Ballestero, ministro de Hacienda, fracasa nuevamente en su intento de cambiar el sistema fiscal. La sucesión de Fernando VII trajo consigo una larga guerra civil entre absolutistas y liberales que, con altibajos esporádicos, se mantendrá hasta 1876 en que la Restauración logra eliminar este peligro. El amplio reinado isabelino (1834-1868) está marcado por los vaivenes entre progresistas y conservadores. La Corona comenzó sirviendo de mediadora entre ellos pero la reina no supo estar a la altura de los acontecimientos, de modo que los pronunciamientos militares, las veleidades de la soberana y, como detonador final, la crisis económica de 1866-68, le costaron el trono. La muerte de Fernando VII significa el fin de la sociedad estamental para pasar a una sociedad de clases de la que la burguesía es el grupo triunfante, no tanto por su abundancia como por ser la mentalidad que marca una nueva forma de vida y una manera diferente de pensar. En realidad, la burguesía como tal no es muy amplia, es un reducido grupo de grandes comerciantes, industriales, terratenientes, altos funcionarios y banqueros que por su propio interés querían un ejecutivo fuerte. Junto a ellos cierto sector de la nobleza prefiere también el mundo de las finanzas o de los negocios de envergadura. Unos y otros se oponen a lo que podríamos denominar clase media, también minoritaria y donde se aparejaban grupos tan heterogéneos como los artesanos, intelectuales, funcionarios medios y profesionales liberales, de ideología más radical. El panorama social se completaba con un pequeño proletariado, puesto que la industria estaba centrada en unos pocos núcleos (Cataluña, Vascongadas y Asturias) y la gran masa del campesinado. En cuanto a la economía, el país experimentó un ligero progreso agrícola, progreso artificial, producto del proteccionismo adoptado, y un retroceso en la ganadería. El período isabelino significa el paso a nuevas concepciones económicas: aumentan notablemente las explotaciones mineras, aparecen los primeros bancos, se ejecuta la primera red ferroviaria... Si, en un principio, el capital español gestiona mayoritariamente todo este negocio, la crisis de los cuarenta impide la continuación del proceso iniciado, de manera que paulatinamente las empresas extranjeras serán las que exploten gran parte de los recursos. El fracaso del sexenio revolucionario (1868-1874), rico en ideas pero que, por su brevedad, no se llegaron a ejecutar, da paso a una Restauración en la que, desde unos principios conciliadores y tomando como modelo el bipartidismo, se establece un turno de partidos que, al ser ficticios y producto del manejo de una monarquía, terminan por convertirse en una oligarquía endogámica. Si la Restauración comienza con un aumento en la producción y en general con la recuperación de la economía española, la crisis de mediados de los 80 quiebra esta tendencia. Se recurre entonces como solución al proteccionismo lo que a la postre no hace sino falsear la situación económica y poner al país en desventaja con respecto a otras economías europeas. El panorama arquitectónico del siglo XIX parte de una base mucho más compleja que en otras épocas precedentes. Hasta el momento, la andadura de la arquitectura se había producido partiendo de una concepción diacrónica, o sea, la sucesión correlativa de los lenguajes y cuando coincidieron fue sólo a causa de la pugna habitual que ocasiona la sustitución, permaneciendo al final uno solo. Ahora, la convivencia de dos o más arquetipos será normal. De hecho, desde entonces nunca más un solo modelo ha vuelto a monopolizar el gusto. Generalizando, las diferentes opciones parten de dos principios: de un lado, los que buscaron en el pasado histórico la solución ideal y a su resultado, como consecuencia, se le denominó historicismo. De otro, los que pensaron que la solución vendría dada por la conjunción de los aspectos más positivos que la arquitectura hubiera aportado a lo largo de la historia, fundiéndose en un solo lenguaje y el resultado fue el eclecticismo. Pero los dos coinciden en que al final se debe desembocar en una solución nueva que dé la alternativa al tránsito que supuso el fin de la expresión única clasicista. España no fue una excepción en este devenir histórico pero sí presenta peculiaridades provenientes de su propia singularidad. La línea política fernandina conllevó una autoexclusión de la carrera hacia el progreso que impidió a nuestro país estar al día en el proceso industrial; la cerrazón que trajo este reinado segregó a España del resto de la Europa moderna, haciéndose ello también extensivo a la arquitectura. Podemos decir que, a grandes rasgos, el período fernandino es una etapa bastante continuista, llevada a cabo por los discípulos de Villanueva, produciéndose la ruptura con la apertura política que supone su fallecimiento. Uno de los acontecimientos más importantes en la evolución de la arquitectura fue sin duda la creación de la Escuela de Arquitectura. Hasta ese momento, la enseñanza y la titulación habían dependido directamente de la Academia. El sistema había quedado totalmente obsoleto, la formación era endeble y a la institución sólo le interesaba la pervivencia del clasicismo, lo que significaba que no se preocuparan tanto de la formación técnica del iniciado como de comprobar si el educando tenía madurez suficiente desde el punto de vista meramente academicista; se descuidaban materias de carácter científico y no se interesaban en instruir al estudiante en las nuevas técnicas, tipologías, materiales, etc., que estaban dándose a conocer en Europa. Cuando la muerte del rey permite entrever el desfase en el que nuestro país estaba sumido ya no fue posible sostener esta situación y años después, en 1844, un Real Decreto reestructura los estudios de arquitectura. Fue la propia Academia la que comprendiendo la situación en la, que se encontraba la formación por ellos impartida solicitaron a la reina la reforma. Se creaba la Escuela de Arquitectura que, aunque ligada todavía a la Academia mantenía una estructura y un cuadro docente propio. El plan de estudios, en sus inicios, constaba de dos partes: la primera era un preparatorio que el alumno cursaba por su cuenta y la segunda, la carrera específica. Como es lógico, se necesitó tiempo para ir enmendando los errores propios de la puesta en marcha de un nuevo sistema, sucediéndose diferentes cambios de planes. Pero podemos decir que con el de 1855, de seis años, el sistema se presentaba ya maduro; dos años después se desvincula de la Academia y por el Reglamento de 1861 se complementaban aspectos más puntuales que el Decreto del 55 no había previsto.
contexto
Una primera cuestión que debo aclarar es la del contenido de este contexto, ya que su título, "Arquitectura del territorio de Hispania", además de no ser muy corriente, puede prestarse a equívocos, aunque menos, a mi entender, que sus posibles alternativas: "Alta ingenieria hispanorromana", que era el título anunciado, o alguno más tradicional, como podría ser el de "Obras públicas en Hispania", o cualquier otro de parecido tenor, que plantearían similares ambigüedades y mayores incongruencias históricas e historiográficas. Toda etiqueta que haga referencia explícita a la Ingeniería pasaría por alto el hecho de que, cuando aparecen documentados, los autores de las obras romanas de ingeniería no son ingenieros, que no existían entonces ni como grupo profesional diferenciado ni, obviamente, como denominación equivalente, sino que se llaman a sí mismos arquitectos, como era de esperar en función de lo que Vitruvio les atribuye a éstos como campo de actividad profesional. Por lo tanto llamar ingenieros a sus autores sería tan chocante como cuando en la traducción castellana del "Yo, Claudio", el emperador nos dice que "Augusto había concedido el título de Jefe de los Cadetes..". a Marcelo, y más adelante, al referirse al desastre de Varo en el bosque de Teutoburgo, menciona la pérdida "de los regimientos Diecisiete, Dieciocho y Diecinueve". Las referencias a Obras públicas, siguiendo de alguna manera los conceptos administrativos actuales, o mejor dicho decimonónicos, tendrían poca aplicación a los edificios romanos, entre los que un templo también sería obra pública. El nombre adoptado para este contexto trata de reflejar, en la medida de lo posible, el contenido de lo que quiero exponer: "Arquitectura", para ser congruentes con los términos profesionales de la época. "Arquitectura del territorio", excluyendo así las ciudades hispanas, a fin de no entrar en obras que corresponden a la escala urbana con claridad. Por lo tanto, estudiaremos los puentes y los badenes de las calzadas romanas, los pantanos, con las tomas de agua y las arcuationes de sus acueductos, las cisternas, los puertos y faros, obras todas ellas relacionadas con el agua y el transporte; ni qué decir tiene que es al territorio peninsular de la antigua "Hispania", España y Portugal, al que dirigimos nuestra atención. No cerraré esta introducción sin manifestar nuestra admiración por aquellas obras, pues no en vano muchas de ellas aún prestan servicio, explicándonos con claridad el acierto de sus ubicaciones, la solidez de sus estructuras y la durabilidad de sus materiales. Desde el legendario puente de Alcántara, hasta la puente Zuazo de San Fernando, los puentes romanos, más o menos transformados, están en uso hoy día, y bien intenso por cierto, de tal forma que aún se confía en ellos cuando es necesario efectuar transportes especiales, pues cuentan que las grandes piezas de las centrales nucleares extremeñas, viajaron desde la costa gaditana hasta sus emplazamientos pasando por los puentes romanos, que fueron preferidos a los actuales. También es sabido que la red hidráulica de la capital de Extremadura se surte aún del pantano de Proserpina, fabricado por los romanos con idéntico fin; también consta que el faro de La Coruña está aún en pie y que el acueducto de Segovia mantiene en activo el principal valor que, en mi opinión, poseyó en la Antigüedad: ser un símbolo perfecto de los poderes de Roma para humanizar el territorio.
contexto
Tratar de la arquitectura del siglo XVI en Sevilla obliga a efectuar algunas consideraciones previas. Estas vienen determinadas por el propio título del estudio y se refieren a su contenido y límites. La primera incide en el marco geográfico. De hecho, analizar la arquitectura sevillana de cualquier período supone estudiar la construida no sólo en la propia ciudad, sino también la edificada en todo el territorio que de ella dependía administrativamente. Se trata de superar las artificiales barreras de la actual división en provincias, buscando la adecuación entre las obras artísticas y el marco geográfico-administrativo en el que surgieron. De este modo, al hablar de arquitectura sevillana surgirán nombres de localidades hoy integradas en otras provincias, pero que antaño pertenecieron al reino y arzobispado de Sevilla. La segunda contempla los límites cronológicos, siendo obvio que éstos no coinciden con el fenómeno artístico a considerar. De hecho, al estudiar la arquitectura sevillana del siglo XVI será preciso adentrarse en la segunda mitad del cuatrocientos y avanzar hasta el primer cuarto del seiscientos. Sólo considerando este amplio arco temporal se podrá tener una visión más ajustada del fenómeno arquitectónico a estudiar. En tercer lugar, es necesario advertir que aquí se tratará de la arquitectura que pretendía recuperar los modelos de la antigüedad, es decir, de la renacentista. Pero debe quedar claro que la opción clásica es una de las que se dieron a lo largo del siglo XVI. Junto a ella subsistieron fórmulas derivadas del gótico y, sobre todo, las de tradición mudéjar. A veces, las tres aparecerán en un peculiar y sugestivo maridaje, mientras en otras ocasiones coexistirán sin contaminarse entre sí. Respecto a la opción clásica, debe indicarse que ésta no se hizo tomando como base los vestigios de la, antigüedad que existían en el territorio sevillano -sólo fueron valorados tardía y ocasionalmente-, sino a partir de los modelos italianos. Y entre éstos, no fue el florentino, considerado como paradigmático, el que sirvió de referencia, sino el surgido en los territorios septentrionales de la península, de manera especial, el lombardo. Razones no sólo de índole política o económica, sino también de gusto estético, contribuyeron a ello. Es, por consiguiente, con las obras artísticas realizadas en dicha zona con las que deben buscarse los paralelismos, especialmente en la, fase de introducción del nuevo estilo. Para entender su aparición y explicar su generalización hay que considerar la realidad socioeconómica de la Sevilla de la época. La ciudad era ya en el siglo XV una importante urbe, cabecera de una amplia región que tenía en su puerto y en el comercio a través del mismo una de sus principales fuentes de riqueza. El tráfico mercantil había favorecido el asentamiento en la ciudad de numerosos grupos de extranjeros, destacando entre ellos los genoveses, sin duda la colonia más numerosa, rica e influyente de Sevilla. Una nueva etapa se inició para la ciudad tras el Descubrimiento de América y, sobre todo, con el establecimiento en 1503 de la Casa de la Contratación, el organismo encargado de controlar el comercio con las Indias. La pujante situación económica originada por tales hechos favorecerá las empresas artísticas y con ellas la implantación del estilo renacentista, que se convierte en un decisivo factor de modernización. Por otra parte, resulta claro que el desarrollo del Renacimiento en Sevilla no se puede contemplar desde los amplios aunque estrechos limites geográficos que le eran propios. Si por un lado las tierras americanas hicieron posible la plasmación de proyectos e ideas que en la península no habían encontrado adecuado lugar, por otro se convirtieron en destino de buena parte de las creaciones artísticas sevillanas y en meta de muchos artistas, tanto locales como de otros puntos del país e incluso extranjeros. Pero no sólo desde la relación con América debe estudiarse la arquitectura sevillana del Renacimiento. También otros centros andaluces incidieron en su desarrollo. El traslado de artistas entre las principales ciudades de la región era habitual desde antes de comenzar el siglo y esta costumbre se mantuvo e incrementó durante el quinientos. Importante fue la relación con Granada, pero mayor fue la vinculación con Córdoba. Lo anteriormente expuesto evidencia la riqueza y complejidad del fenómeno que seguidamente se estudiará y del que, aun teniéndose ya un esbozo bastante amplio, son muchas las ocasiones que precisan de investigación. Así pues, las páginas que siguen presentan el estado actual de los estudios sobre la arquitectura sevillana del Renacimiento, sin que alberguen pretensiones de exhaustividad o de ser tenidas por definitivas. Antes al contrario, quieren ser punto de partida para esos estudios parciales que aún se echan en falta.
contexto
La Lisboa pombalina constituye una de las muestras más sobresalientes de renovación urbana clasicista de fines del siglo XVIII. Se trata de una remodelación integral del tejido urbano, iniciada por Eugenio dos Santos (1711-60), que se hizo necesaria después del terremoto de 1755, proseguida tras la muerte del marqués de Pombal (1782). Estuvo supervisada, entre otros, por José da Costa e Silva (1747-1819), y algunas de las construcciones más sobresalientes, como el Palacio de Ajuda (1802) corresponden ya al siglo XIX. En este período las estructuras del clasicismo romántico preservarán su vigor y valor representativo, como lo demuestra, por ejemplo, la construcción del Teatro de Doña María II en los años cuarenta, obra de F. Lodi. En España el único proceso coetáneo comparable a las reformas lisboetas de Pombal sería la urbanización y ornamentación del Prado de San Jerónimo en Madrid, cuyas obras se iniciaron en 1767.Como es sabido, lo mismo en Portugal que en España el clasicismo barroco italiano fue adoptado en la primera mitad del siglo XVIII en el ámbito de la arquitectura áulica. La tarea de los arquitectos y tratadistas españoles, como Ventura Rodríguez (1716-83), José de Hermosilla (?-1776) y Diego de Villanueva (1715-74), a mediados de siglo fue el reelaborar el lenguaje barroco clasicista y el abolir el barroco castizo. Este fue un proceso simultáneo al del establecimiento de las Academias en nuestro país. Pero la incorporación de la arquitectura racionalista no fue tan temprana. La generación de arquitectos mencionada se esforzó fundamentalmente en la recuperación del credo vitrubiano y la tratadística renacentista que de éste se deriva, el estudio y medición de edificios antiguos y en la revisión histórica de la obra de Juan de Herrera. Herrera era el máximo exponente del clasicismo nacional y nunca se asoció al decadentismo de los Austrias, objeto de aversión éste sobre el que tuvo por entonces exclusiva licencia de encarnación el churriguerismo. Pero este enfrentamiento directo al barroco castizo no es tan relevante en generaciones posteriores.La actualización del código clasicista con una llamada al orden, a la valoración del espacio, a la disposición, a la economía de las fábricas y a la corrección arquitectónica propia de los rigoristas, especialmente de Algarotti y Laugier, se inició con Diego de Villanueva, aunque la ruptura plena con el clasicismo fundamentado en los criterios de la cómoda elegancia y corrección de los repertorios decorativos se generaliza realmente después. Tuvo, a este respecto, gran importancia la obra de Pedro Arnal (1735-1805) y la recepción del tratado de M. J. Peyre "Disertación de arquitectura sobre la distribución de los antiguos comparada con los modernos", cuya traducción apareció en Madrid en 1789. La instancia de Peyre, como asegura Carlos Sambricio, no es ya la de interpretar, sino de crear una forma clásica y la de conformar tipologías arquitectónicas que sirvan a un modelo moral de sociedad.En la década de los noventa queda abierta la discusión propiamente racionalista orientada a la recuperación de la arquitectura antigua por la crítica tipológica y el tesón de estudios históricos. En el fin de siglo y a principios del XIX nos encontramos con un aggiornamento de nuestra arquitectura, al tiempo que con una interesantísima reelaboración del código herreriano, que se traduce en un clasicismo purista entre cuyos exponentes se encuentran obras tan valiosas e independientes como las de Juan de Villanueva (1739-1811).A la generación de Villanueva y Arnal pertenecen Ignacio Haan (1750-1810) y el catalán Juan Soler (1731-1794), autores, respectivamente, de los proyectos de la Universidad de Toledo y de la Lonja de Barcelona. Pero la obra de estos autores no se interna en el siglo XIX. Durante la ocupación francesa la actividad de Villanueva fue muy escasa, no ya sólo en razón de su vejez, sino también por la nula simpatía que le despertaba el régimen de José Bonaparte. Villanueva había visto, además, cómo su mayor obra, el Gabinete de Ciencias y futuro Museo del Prado, cuya fábrica estaba casi concluida a la llegada de los galos, lejos de conseguir respeto, sufría todo tipo de destrozos y raterías con la invasión napoleónica y el estallido de la guerra.Durante los años de la anexión al Imperio napoleónico fueron muy limitadas las obras arquitectónicas que se llevaron a cabo en nuestro país. Las actuaciones urbanas en el Madrid de José I, aunque se proponían continuar con el embellecimiento iniciado por Carlos III, fueron muy exiguas de hecho. Tanto en Madrid como en Sevilla se intervino en el interior de la ciudad, derribando manzanas de viviendas e inmuebles eclesiásticos para abrir las plazas que hicieron medianamente célebre a José Bonaparte. La reforma más ambiciosa y mejor concebida de Madrid fue el trazado de un gran eje que había de enlazar el Palacio Real con la iglesia de San Francisco el Grande, ésta convertida en sede de las Cortes. La comunicación entre ambos edificios venía dada por la concatenación de tres plazas monumentales o foros y un viaducto que salvaba la pendiente de la calle Segovia.El autor de este proyecto no realizado es Silvestre Pérez (1767-1825), el arquitecto más activo en el Madrid napoleónico y el más insigne de los que en España asimilan, junto a la propia tradición neoclásica, la arquitectura revolucionaria francesa. La arquitectura visionaria y el historicismo antiquizante que conecta con la nueva lectura de Blondel que se estaba dando en Francia tuvo su momento de apogeo en los últimos años del siglo XVIII y en la primera década del XIX, en un círculo reducido de autores ligados a la Academia. Dejando a un lado las discusiones y los proyectos, las realizaciones prácticas fueron contadas, pero con Silvestre Pérez y sus discípulos de entonces, estas ideas dejarán su impronta en el desarrollo de la arquitectura de la siguiente década, curiosamente bajo el absolutismo fernandino.Un plan de ordenación urbana que sobresale en los años del dominio napoleónico es el proyectado por Isidro González Velázquez (1765-1840) en Palma de Mallorca, donde se refugió este discípulo de Juan de Villanueva en 1810. Velázquez, además de haber diseñado muy distintos edificios en la isla, es autor del planeamiento urbano del Borne de Palma y del cerramiento del Jardín de la Lonja, proyectos que enlazan con los prospectos clasicistas del tenor del configurado en el Paseo del Prado de Madrid. Fuera de Mallorca, la actividad edilicia en el breve período del dominio francés carece de exponentes notables. Pero, aunque algunas veces la historiografía ha querido ver un lenguaje propio en la arquitectura del período fernandino, todo indica que no hubo en el ámbito de la construcción una ruptura específica con lo iniciado en las primeras décadas de siglo, salvo en lo que afecta a los contenidos ideológicos, a la propaganda política de los edificios conmemorativos.Silvestre Pérez, tras un breve exilio en Francia, se reincorporó a sus actividades de arquitecto en 1815, esta vez en el País Vasco, donde ya había trabajado. No era ésta una región periférica, sino uno de los espacios más interesantes en el desarrollo de la arquitectura ochocentista. Mantuvo su gusto por edificios robustos y desornamentados, y éste fue ratificado por sus seguidores. El proyecto más destacado de cuantos se idearon en el País Vasco es la reconstrucción de San Sebastián. Silvestre Pérez asesoró aquí a Manuel Ugartemendía, quien había diseñado 1813 un nuevo trazado urbano ortogonal, con una gran plaza central porticada y un concepto estandarizado de las construcciones, que no se llevó a la práctica. La rehabilitación llevada a cabo en la ciudad afectó poco al antiguo trazado, pero sí al carácter y aspecto de los edificios. En San Sebastián se abrió la Plaza Nueva (1817) siguiendo el tipo tradicional de plaza mayor española, recuperada por Villanueva, como el propio Silvestre Pérez hizo en Bilbao en 1821 Justo Antonio de Olaguíbel (1752-1818 )había llevado a cabo en Vitoria a fines del XVIII.Isidro González Velázquez actuó como Arquitecto de Obras Reales para Fernando VII con importantes intervenciones en El Pardo, Aranjuez y Madrid. Es autor del muy vilanovino Salón de Sesiones del Senado (1820), la pieza más antigua del complejo edificio actual. Retomó el proyecto de remodelación del entorno palaciego madrileño de Silvestre Pérez, pero la intervención se centró en el trazado de una plaza circular ante la fachada oriental: la Plaza de Oriente (1817-), que nunca llegó a configurarse en la forma propuesta por Velázquez. En el extremo opuesto al palacio, el planeamiento incluía la erección del Teatro Real, cuyas obras se iniciaron en 1818. Este edificio de extraño sino, con planta en forma de ataúd, como ha observado P. Navascués, fue concebido por otro discípulo de Villanueva, Antonio López Aguado (1764-1831), arquitecto municipal, pero también autor del planeamiento de la ciudad-balneario La Isabela (Guadalajara), construida de nueva planta entre 1817 y 1826. El innovador proyecto inicial del teatro fue alterado paulatinamente, sobre todo en las distribuciones internas. Muerto López, continuó a cargo de las obras Custodio Teodoro Moreno (1780-1854), otro arquitecto formado en la preguerra.Dejando a un lado obras excepcionales, lejos de encontrar conceptos arquitectónicos distintivos en el período fernandino, es la normalización del clasicismo, en forma de rutina académica, lo que marca esta larga época conservadora, caracterizada, eso sí, por una depreciación de los criterios idealistas y las aspiraciones ilustradas. Tampoco puede hablarse de un estilo oficial, sino de la adopción universal de las gramáticas clasicistas históricas sin alternativas críticas y sin nuevo proyecto de sociedad. La normalización del academicismo es más notoria si advertimos que la descentralización que se deriva de la derogación durante el Absolutismo de la Real Cédula de 1777, que reservaba los estudios de arquitectura y las titulaciones a la Real Academia de San Fernando, sólo produjo un reflejo mimético de las pautas del clasicismo restauracionista en obras municipales, como las de Zaragoza, Valencia o Cádiz. El caso de Barcelona no fue una excepción. Antonio Celles (1755-1835) fue el organizador de los estudios de arquitectura en la Lonja. Se había formado con Benito Bails, Arnal y Silvestre Pérez, conocía de primera mano el racionalismo de Durand, lo mismo que la lectura rigorista de la arquitectura clásica y la atención arqueológica, y, sin embargo, tanto él como sus seguidores se esmeraron en definitiva por respetar el precepto academizado de la conveniencia del diseño arquitectónico sin ningún tipo de fisuras. La doctrina de Durand tuvo en esta época una lectura estrictamente antiinnovadora, aunque vino a dictaminar el imperativo de que la función de las construcciones se manifestara en el aspecto externo de éstas.En el período isabelino la actividad arquitectónica catalana es más interesante, producto en buena medida de la formación impartida en la Lonja. Muestra de ello en Barcelona son las Casas Xifré de José Buxareu, un gran bloque de viviendas porticado que se levantó entre 1836 y 1840. La articulación sencilla y clara de los espacios y el moderado ornamento clasicista consiguen un digno equilibrio entre las necesidades funcionales y la representatividad urbana para una arquitectura doméstica de dimensiones sólo comparables hasta entonces con las de las plazas mayores. La Plaza Real, obra de Fco. D. Molina (1815-1867) iniciada en 1848, supuso una de las intervenciones urbanas más felices de la época y denota una libertad de interpretación de los esquemas tradicionales de las plazas mayores hispanas muy bien aprovechada.Si bajo el absolutismo fernandino puede decirse que primó la construcción de casas consistoriales, la etapa de la Regencia y el reinado de Isabel II no fue sino la época de los teatros. Se construyeron teatros en numerosos municipios bajo un efecto de mimetismo similar al que existe en la España de hoy con los proyectos de museos de arte contemporáneo. Valencia, La Coruña, Alicante y otras tantas ciudades españolas levantaron sus odeones como las construcciones más mimadas y anheladas de esta esperada época de tolerancia. Los códigos clasicistas se mantuvieron, pero se diversificaron aún más las referencias históricas del lenguaje arquitectónico empleado.Si antes eran las referencias antiguas, herrerianas y del clasicismo barroco las que primaban, en este momento comienzan a tener notoriedad en España los modelos del renacimiento italiano. Ahora bien, no sólo encontramos una notable variedad tipológica, sino que también la libertad romántica en la interpretación de los estilos históricos -siempre clasicistas en la España de la primera mitad del XIX- hizo su aparición propiciando soluciones originales y casi siempre sincretistas, que dejan atrás las preocupaciones por el rigor académico. A este respecto hemos de recordar las realizaciones de Martín López Aguado (1796-1866) y Narciso Pascual y Colomer (1808-1870) en Madrid y sus alrededores. La creación de la Escuela Especial de Arquitectura (1848), una institución de enseñanza independizada de la Academia y de sus fines y que contaría con mayor libertad y especificidad en el programa de estudios, es síntoma del cambio paulatino que se verificó en España a mediados de siglo en todo lo que afecta a las ideas sobre la tarea de la arquitectura.
contexto
La arquitectura romana de los dos últimos siglos de la República se caracteriza por la mezcla, muy lograda, de elementos etrusco-itálicos y greco-helenísticos y por una innovación revolucionaria en la técnica de construcción: el opus caementicium, el hormigón antiguo. El puerto de la Roma primitiva había estado siempre en la margen del Tíber comprendida entre el Palatino, el Capitolio y la Isla Tiberina. Allí, en las cercanías del Ara Máxima, dedicada a Hércules por Evandro y caracterizada por su rito griego, tenían su sede los forasteros residentes o transeúntes, en su mayoría griegos; allí, en el Forum Holitorium y el Forum Boarium se alzaron, y subsisten en parte, antiquísimos santuarios -los templos de Jano, de Juno Sóspita, y de Portunus- junto a otros de épocas más recientes. El ejemplar más típico y mejor conservado en Roma misma de un templo tardorrepublicano es precisamente el de Portunus, errónea pero popularmente llamado de la Fortuna Viril, cuando su titular era aquel Portunus, el dios de la puerta (portus en las Doce Tablas. 2, 3) de la casa, de tanta importancia en el hogar y en el matrimonio ritual romano (por lo mucho que de él dependía la felicidad de los cónyuges). La relación semántica de portus y porta tuvo la culpa de que al asumir Jano la tutela de todas las puertas de la ciudad, Portunus se quedase sólo con la más próxima a su sede, la Porta Flumentana y el inmediato Portus Tiberinus. El templo se remontaba al siglo IV, pero hubo de ser rehecho totalmente como consecuencia de la remodelación de aquella zona durante el siglo II a. C. Su construcción debió de iniciarse a fines del siglo II y de continuar hasta mediados del siglo I, pues en este período empiezan a emplearse en Roma el travertino, la caliza fina de Tibur que aún hoy se utiliza mucho, y el tufo o toba rojiza del Anio. De travertino son las seis columnas jónicas de basa ática del pórtico y las basas y capiteles de las cinco semicolumnas de cada lado de la cella (los fustes de aquéllas y las paredes de ésta, en toba del Anio). Una capa de estuco pintado lo revestía e igualaba todo. De estuco también eran los relieves de candelabros y guirnaldas del friso, coronado por una cornisa denticular y un cimacio lésbico. Las cabezas de león (canecillos) de las cornisas laterales se conservan relativamente bien. El edificio es, en esencia, un templo itálico, con pórtico hexástilo en su primer tercio (dos intercolumnios) y cella en los otros dos tercios. El podio, la escalinata frontal (de reconstrucción moderna) y el pórtico profundo, le imponen la orientación unilateral característica. Otra cosa es el templo griego, abierto por los cuatro costados e indiferente a su entorno. El arquitecto, seguramente griego, cumplía con el ritual romano y quedaba en libertad de revestir el edificio del refinamiento de un jónico impecable. A poca distancia, y ya en el Foro Boario, se levantó unos años después el edificio más antiguo de mármol que se conserva en Roma, de mármol pentélico, importado de Atenas y, por tanto, costosísimo. Se trata de un templo circular, que también contaba con antecedentes itálicos bien acreditados y no menos antiguos que los thóloi griegos; pero ahora las formas, diseñadas quizá por Hermodoro de Salamina, delataban la oriundez griega del arquitecto, como la ejecución de las finezas de la labra apuntaba a la manó de obra itálica. Su forma circular determinó el nombre que llevó mucho tiempo, Templo de Vesta, hasta que una inscripción, que seguramente corresponde a la basa de su estatua de culto, aportó información muy distinta: el templo estaba dedicado a Hércules Víctor Olivarius, patrono del comercio de aceite. El donante, tal vez un rico olearius, se llamaba Marcus Octavius Herrenus; y el escultor, Scopas minor, un griego del siglo II. El templo de Hércules Víctor hubo de ser restaurado por Tiberio y ha perdido el entablamento original; pero es un precioso periptero corintio de veinte columnas de mármol asentadas en un basamento de toba de Grotta Oscura, elocuente testigo de la helenización de la Roma de los Escipiones.
video
La arquitectura española contemporánea presenta ejemplos suficientes como para concluir que goza de una excelente salud. Una de las mejores obras recientes es el Centro Kursaal de San Sebastián, obra de Rafael Moneo. Construido en 1999, el Kursaal está compuesto por dos grandes cubos deformados y orientados respecto al monte Urgull al oeste y al Ulía en el este. El mismo arquitecto lo describe como unas "rocas varadas" junto al Cantábrico, unas rocas de 7.000 metros cuadrados, conectadas bajo tierra, que albergan en sus entrañas dos auditorios polivalentes, una sala de exposiciones, un restaurante y un aparcamiento. Otra gran obra es el Museo Guggenheim de Bilbao, uno de los edificios más impactantes de los últimos años del siglo XX. Diseñado por Frank Gehry, se sitúa en una amplia parcela de 32.500 metros cuadrados al nivel de la ría del Nervión, ocupando el edificio 24.000 metros cuadrados que se levantan hasta los 50 metros de altura. La estructura del edificio está constituida por una serie de volúmenes conectados entre sí, unos en forma ortogonal que se recubren de piedra caliza y otros que están retorcidos y curvados, recubiertos por titanio, uno de los materiales favoritos de Gehry. La Torre Picasso, de Madrid, fue construida entre 1986 y 1989 por el arquitecto japonés Minoru Yamasaki. Tiene 157 metros de altura y 43 plantas, lo que la convierte en uno de los techos urbanos de España. El Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, de Valencia, obra de Santiago Calatrava, ocupa una superficie útil de 37.330 m2. Inaugurado en el año 2000, cuenta con una superficie acristalada de 18.590 m2 y una altura de 54 m. El edificio se configura como una gran cubierta soportada por una fachada vidriada y transparente al norte y por una fachada sur convenientemente opaca, ambas adaptadas a las particulares condiciones de la luz valenciana. También de Santiago Calatrava es el puente sevillano del Alamillo. Construido en 1992, se trata de una grácil estructura de hormigón y acero, con 250 m de luz principal y un pilón de 162 m de altura. Igualmente en Sevilla podemos apreciar el magnífico puente de la Barqueta, formado por un único arco que configura en cada uno de sus extremos un pórtico triangular, llegando a medir 214 metros y salvando una luz libre de 168 metros. En Barcelona podemos destacar la inmensa torre del Hotel Arts, obra de los arquitectos Bruce Graham y Frank O. Ghery. Con 44 pisos y 456 habitaciones, presenta una altura de 153,5 m, y es el edificio más emblemático de la nueva Barcelona surgida tras las Olimpiadas de 1992.
video
La arquitectura española contemporánea presenta ejemplos suficientes como para concluir que goza de una excelente salud. Una de las mejores obras recientes es el Centro Kursaal de San Sebastián, obra de Rafael Moneo. Construido en 1999, el Kursaal está compuesto por dos grandes cubos deformados y orientados respecto al monte Urgull al oeste y al Ulía en el este. El mismo arquitecto lo describe como unas "rocas varadas" junto al Cantábrico, unas rocas de 7.000 metros cuadrados, conectadas bajo tierra, que albergan en sus entrañas dos auditorios polivalentes, una sala de exposiciones, un restaurante y un aparcamiento. Otra gran obra es el Museo Guggenheim de Bilbao, uno de los edificios más impactantes de los últimos años del siglo XX. Diseñado por Frank Gehry, se sitúa en una amplia parcela de 32.500 metros cuadrados al nivel de la ría del Nervión, ocupando el edificio 24.000 metros cuadrados que se levantan hasta los 50 metros de altura. La estructura del edificio está constituida por una serie de volúmenes conectados entre sí, unos en forma ortogonal que se recubren de piedra caliza y otros que están retorcidos y curvados, recubiertos por titanio, uno de los materiales favoritos de Gehry. La Torre Picasso, de Madrid, fue construida entre 1986 y 1989 por el arquitecto japonés Minoru Yamasaki. Tiene 157 metros de altura y 43 plantas, lo que la convierte en uno de los techos urbanos de España. El Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, de Valencia, obra de Santiago Calatrava, ocupa una superficie útil de 37.330 m2. Inaugurado en el año 2000, cuenta con una superficie acristalada de 18.590 m2 y una altura de 54 m. El edificio se configura como una gran cubierta soportada por una fachada vidriada y transparente al norte y por una fachada sur convenientemente opaca, ambas adaptadas a las particulares condiciones de la luz valenciana. También de Santiago Calatrava es el puente sevillano del Alamillo. Construido en 1992, se trata de una grácil estructura de hormigón y acero, con 250 m de luz principal y un pilón de 162 m de altura. Igualmente en Sevilla podemos apreciar el magnífico puente de la Barqueta, formado por un único arco que configura en cada uno de sus extremos un pórtico triangular, llegando a medir 214 metros y salvando una luz libre de 168 metros. En Barcelona podemos destacar la inmensa torre del Hotel Arts, obra de los arquitectos Bruce Graham y Frank O. Ghery. Con 44 pisos y 456 habitaciones, presenta una altura de 153,5 m, y es el edificio más emblemático de la nueva Barcelona surgida tras las Olimpiadas de 1992.
obra
La pintura mural del Segundo Estilo también llamado Estilo Arquitectónico pudo estar inspirada en los proyectos y dibujos en perspectiva de los escenógrafos o arquitectos. Así se explicaría, a pesar de una fuerte influencia helenística, la ausencia total de la figura humana en este tipo de representaciones. Un estilo muy encomiado por Vitrubio.